Tampoco en este caso podríamos seguir adelante sin mencionar brevemente la importancia de la difusión. Y ésta, en un doble sentido: como causante del cosmopolitismo, pero también de la vulgarización. Porque esa tentativa internacional de crear un nuevo estilo quizá sea conocida por muchos de nosotros por la cantidad de réplicas y paráfrasis que suscitó -el inevitable kitsch-. Lo que había nacido para luchar contra la estética vulgar y ramplona del cauto burgués acabará siendo un remedo de sí misma. Pero detengámonos en ese otro concepto: difusión como propaganda. Propaganda y promoción. Así debemos entender el Grupo de los XX, las revistas ilustradas y literarias, el cartel comercial, el libro ilustrado, la fundación de talleres, las comunidades de producción, las sociedades de artistas, las escuelas y academias privadas que desbancarán a los Salones y Academias oficiales. Además surgieron nuevos canales de promoción y de venta más acordes con la sociedad industrial en la que viven (en Italia la denominación de Liberty alude a la casa de decoración del mismo nombre de Londres. Samuel Bing, un marchante de Hamburgo, abre en París una tienda en 1895. Vendía muebles, telas y estampas japonesas. Se llamaba "L'Art Nouveau"...) El crítico Julius Meier-Graefe inaugura en 1896 "La Maison Moderne". En 1890 Ambroise Vollard organizó un comercio de arte en su buhardilla de Montmartre; tres años más tarde fundó su célebre tienda de cuadros en la Rue Lafitte, verdadero ámbito de propaganda del nuevo estilo. En 1881 se publica por primera vez en Bruselas la revista "L'Art Moderne", interesada en todas las formas nuevas de expresión artística. Esta revista va a promover una agrupación de artistas independientes que lucharán contra el academicismo y el arte oficial. En octubre de 1883 anuncia el nacimiento del Grupo de los XX. La Société o Cercle des Vingt se había constituido con el único objetivo de organizar exposiciones anuales en las que se invitaría a los artistas extranjeros "representativos de las tendencias más nuevas y audaces". También organizaban conciertos y conferencias. Octave Maus, secretario del Círculo, procuraba mantener viva la combatividad de un grupo carente de programa, cuya única obsesión era el "deseo de ser modernos a cualquier precio". Debía controlar las diferencias que separaban a los miembros y a una opinión pública que les acusaba de atentar contra el buen gusto y las buenas costumbres. Los XX oscilan en sus preferencias: pasan de una fuerte inclinación por el arte de Seurat, al reconocimiento de aquéllos que como Rops, Khnopff, Mellery o Groux se "dirigen al sentimiento y a la inteligencia más que a los sentidos". La intervención de Maus se irá haciendo más personal. Los XX se disuelven en la primavera de 1893 y en octubre "L'Art Moderne" anuncia la creación de un nuevo grupo: "La libre Esthétique" que se mantiene hasta 1914. Toda esta actividad hace de la Bruselas Fin de Siglo, un verdadero campo magnético y un foco cultural en continua efervescencia. En esta ciudad se conocerán, con saludable puntualidad, las obras de Rodin, Whistler y Khnopff en 1884; dos años más tarde Odilón Redon y Georges Minne, al que seguirán Seurat, Toulouse-Lautrec y Signac; en 1889 Gauguin, Cézanne y Van Gogh. Un año más tarde, apareció en "L'Art Moderne" la única crítica que tuvo Van Gogh durante su vida: un artículo de Alber Aurier titulado "Les isolés-Vincent van Gogh". En 1892 se expondrán por primera vez objetos de artesanía artística y libros decorados. Esto sin olvidar la presencia de Mallarmé, Villiers de L'Isle-Adam, Verlaine, Fauré, Vincent d'Indy, Borodine, Rimsky-Korsakov... Las revistas son las responsables de las estrechas relaciones internacionales; revolucionan la tipografía y hacen intervenir en ella a los mejores artistas que fueron en contra de lo convencional. En Francia "La Revue Blanche" (1891), revista de la vanguardia artística y literaria, recoge todas las aportaciones que fueran en contra de lo convencional. Participaron en ella Mallarmé, Dujardin, Valéry, Jules Renard, Ibsen, Proust, André Gide, etc. Dirigida por el crítico Fénéon, facilitará a los Nabis la difusión de sus dibujos originales. En Inglaterra "The Yellow Book" (1894) y "The Savoy" (1896). En Munich "Jugend" (1896), muy popular, con la portada dibujada en forma de cartel. En Berlín "Pan" (1898) (a la que estaba suscrito ¡el zar de Rusia!) y "Ver Sacrum" publicada en Viena desde 1898. En todas ellas, pese a una evidente heterogeneidad (en el caso de "Pan" se habla desde de Nietzsche a Toulouse Lautrec), existe una intención de modernidad y una preocupación por recoger las novedades tipográficas, así como de contar con los representantes de las últimas tendencias literarias. Se deben valorar también las pequeñas ediciones de las revistas simbolistas, de tirada limitada y de lectura en círculos cerrados. En "Le Mercure de France" aparecerá el importante artículo de Aurier: "Le symbolisme en peinture-Paul Gauguin". "La Revue Wagnérienne", fundada en 1885, se hace eco de las preocupaciones, como veremos más adelante al hablar del sintetismo, entre música y poesía y entre música y pintura, o "La Revue Indépendante", de la que se borraron los nombres de los escritores naturalistas, en la que participaba el crítico Felix Fénéon, organizador en la sede editorial de pequeñas pero importantes exposiciones (Pissarro, Rodin, Seurat, Signac, Van Gogh ...). Caso aparte es la revista "The Studio", especializada en artes aplicadas, vehículo fundamental para la difusión del modernismo inglés. Aparece en 1893 y publica en su primer número los dibujos de Beardsley.
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"Eso mesmo decimos que serie si alguno debuxase, o entallase, para si en piedra, o en madero ageno; ca si lo ficiese por mandato de aquel cuya era la madera, el señorio de lo que fuese asi pintado, o entallado, seria de aquel que lo mandara facer; pero debel dar su prescio, por el trabajo que llevó en pintarlo..." (Partida III, Ley XXXVII, título XXVIII).En estos términos se expresan las "Partidas" de Alfonso X el Sabio con respecto al oficio de pintor. Evidentemente, de su lectura no se extrae que exista distinción alguna entre éste y el escultor. Se desprende la misma conclusión de otros documentos, quizá algo más confusos, pero que es conveniente aportar. En 1304 un artífice llamado Nicolás de Ancona fue elegido maestro mayor de la catedral de Valencia, y quedó obligado con el cabildo: "in faciendis vitreis, imaginibus et picturis". Sin duda, tanto la primera noticia como la segunda, contradicen la idea generalizada del artista medieval especializado en un solo campo artístico. En el primer caso, una ley que está sancionando algo consuetudinario, habla de la labor pictórica y de la escultórica como actividades comunes a un solo artífice. En el segundo, un maestro se compromete a realizar imágenes, pinturas y vidrieras. Nos hallamos ante un claro paralelo del caso anterior, por cuanto la ejecución de vidrieras debe entenderse en el plano decorativo.Aunque los especialistas, en la mayoría de los casos, por no atender a la letra del documento hemos diversificado el trabajo medieval, la situación fue otra. Si bien avanzado el siglo XIV debió tenderse más a la especialización, este hecho no permite generalizaciones, y hay suficientes casos que lo atestiguan.El francés Jean Pucelle, por ejemplo, parece haber sido además de miniaturista, orfebre; Arnolfo di Cambio dirigió los trabajos de la catedral de Florencia y fue un reputado escultor; también Lorenzo Maitani combina estas dos actividades en Orvieto; a Giotto se debe el diseño del Campanile de Florencia, quizás incluso el de la capilla Scrovegni de Padua, es pintor y probablemente también pinta vidrieras; el catalán Guillem Seguer es arquitecto, y como tal dirige las obras de construcción de la catedral de Lérida, es asimismo escultor y pintor.Aunque esta realidad obliga a presentar una historia del arte integrada, tradicionalmente no se ha hecho así. El discurso es más cómodo y más nítido si se realiza independientemente en cada uno de los campos artísticos, y por este motivo hemos optado a favor de él en las páginas que siguen. Este hecho no excluye, sin embargo, que puntualicemos adecuadamente los límites de la actividad laboral de los artistas medievales. Como tampoco el hecho de que vayamos a tratar exclusivamente las realizaciones artísticas por encargo, excluye que nos detengamos brevemente en el que sin duda fue un importante capítulo dentro de la actividad de ciertos artífices, y regular fuente de ingresos: la producción industrializada. Recuperando de nuevo el "Blanquerna" de Llull leemos: "pasaba en esta ocasión por una calle de muchos botigueros y plateros, los cuales tenían en sus tiendas muchas copas, fuentes, aguamaniles, platos y escudillas de oro y plata y otras muchas joyas, como son sortijas, cintillos, bolsas, perlas y otras piedras preciosas". El autor nos describe una calle comercial y nos refiere, como lo hace un seguidor de Tadeo Gaddi en la tabla de San Eloy del Museo del Prado, las realizaciones que ejecutaban los orfebres por iniciativa propia y que tenían preparadas para la venta directa en sus tiendas abiertas a los transeúntes. Esta producción no fue patrimonio exclusivo de los plateros. Los inventarios "post mortem" de ciertos artistas confirman la existencia en sus talleres de un género de obras para cuya confección no había mediado contrato alguno, y una ilustración de las "Cantigas" nos ofrece un testimonio gráfico irrefutable. Se trata de la Cantiga n.° IX donde aparece el comercio de un pintor con varias tablas religiosas.A estos ejemplos pueden añadírseles otros nuevos, asimismo significativos. Es el caso de la producción seriada de elementos constructivos, que durante el siglo XIII parece haber sido regular en talleres romanos. El claustro de Sassovino en Foligno (Umbría) es resultado directo de este sistema de trabajo, que consistía en la fabricación íntegra de los elementos que componían, en este caso, el claustro en Roma, y su traslado posterior al lugar de destino donde se procedía al montaje. Un sistema de trabajo similar está en la base de los talleres gerundenses, herederos quizás de la fórmula laboral rosellonesa, que realizan desde mediados del siglo XIII también claustros y ventanas prefabricados que exportan por mar a lugares relativamente alejados, como la ciudad de Valencia.Sin embargo, aun tratándose de casos muy relevantes dentro del sistema de trabajo medieval, lo cierto es que las obras maestras no han surgido jamás de este contexto. Son siempre resultado del acuerdo particular entre el artista y el cliente, y es a estas últimas a las que prestaremos mayor atención.
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Más que en otras etapas de la Prehistoria, durante el Calcolítico el arte desempeñó un papel fundamental. Por cuanto se ha expuesto, puede inferirse que el equilibrio socio-económico descansaba en la comunión religiosa, dominada por el aparato funerario y sobre todo por la reafirmación ritual de la ideología comunitaria. En este contexto, el arte, al menos como manifestación evidente del ritual y de la expresión ideológica, es el vehículo que articula las manifestaciones externas de comunicación entre la vida de los mortales y las fuerzas superiores. La muerte parece presidirlo todo, si bien, la monumentalidad, buscada intencionadamente en la construcción de tumbas, y la prodigalidad de los objetos, auténticas muestras de arte mueble, normalmente depositados en las tumbas, pueden dar una visión sesgada sobre el destino y función de las manifestaciones artísticas, muy escasas en cuanto respecta a los hallazgos procedentes de poblados. Por otra parte, contamos también con espacios naturales dedicados exclusivamente a soportar el denominado arte rupestre, más impreciso en su destino, pero cuya función rebasa lo funerario en sentido estricto. Un denominador común preside y unifica toda expresión artística del Calcolítico: su capacidad simbólica y el gusto por la figuración abstracta sin apenas concesiones a la forma real. Esta singularidad se manifiesta en la adopción de un lenguaje artístico que rehuye la representación figurada y narrativa. Que descompone y reduce los aspectos formales, sugiriendo la idea sin llegar a concretarla. No está interesado en el detalle ni en la normalización figurativa. Bien al contrario, se prodiga en la abstracción y multiplicidad de los símbolos, polivalentes en su significado, limitándose todo lo más a expresar determinados conceptos, repetitivos pero inmensamente ricos en su modalidad, mediante esquemas lineales calificados de esquemáticos. En suma, el arte queda condensado en un sinfín de signos y símbolos herméticos, solamente reconocibles o identificables por la fuerza del número y repetición de circunstancias, que han permitido crear, por entrecruzamiento de atributos, nuestras pobres referencias a determinados conceptos. Así, reconocemos la recreación tridimensional de objetos transportables a modo de esculturillas, a los que denominamos ídolos. Se asemejan a lo humano por la insistencia de determinados rasgos, sea la alusión al propio contorno, la reiteración de los ojos, ciertos adornos corporales o, en el caso más excepcional, la representación del sexo, generalmente femenino. Estos mismos seres también aparecen en representaciones bidimensionales muy restringidas (pintura o grabado parietal). Incluso no faltan ejemplos que aluden a estas mismas imágenes representadas en determinados vasos, englobados genéricamente bajo el nombre de cerámica con decoración simbólica. Además de los ídolos el repertorio bidimensional abunda en cuatro tipos de imágenes: - El motivo oculado, solo o doble, a manera de sol. Su aspecto ambivalente lleva tanto a la alusión del poder concentrado en los ojos, símbolo de la divinidad más repetida, como a la genérica representación del astro solar y, por tanto, a los atributos de sus beneficios o a la referencia celeste. - La representación ramiforme. Rama o vegetal muy esquemático asociada generalmente a un motivo oculado/soliforme. Esta asociación, reiterada en diferentes contextos, hace suponer que el ramiforme concentra el simbolismo más relacionado con la vida campesina: la referencia expresa a la Tierra y a la regeneración continua de la vegetación, exponente por tanto de la abundancia y de la fertilidad en los diferentes planos de la Muerte o de la Vida. - El esquema del cérvido, dibujado siempre con exuberante cornamenta rameada, ya sea como referencia ancestral a los antecedentes cazadores del hombre o como animal elegido para simbolizar la fecundidad genérica o el beneficio de la Naturaleza. - El signo triangular (solo, doble e incluso triple). Aquí parece obvia la alusión al sexo femenino cuando se trata del triángulo más simple. La forma bitriangular o de reloj de arena hace referencia a la silueta corporal acéfala y de estrecha cintura, y, cuando se incorpora la cabeza, se obtiene la forma tritriangular, mucho más escasa.A ello se añaden los signos geométricos en zig-zag, identificados normalmente como símbolo del agua cuando son horizontales (una alusión más al beneficio de la Vida); los que adoptan formas de peine (pectiniformes) o toda la gama de retículas y bandas en posición vertical u horizontal, cadenas de rombos..., motivos muy frecuentes en el relleno de diferentes tipos de ídolos y cuyo significado puede no ser unívoco. Otro tanto podríamos decir de los dibujos a modo de escalera, semielipses concéntricas, arcos, punteados, etc. Asociaciones y contextos guían la interpretación, siempre conflictiva y enigmática. En honor a la verdad hay que indicar que esta tendencia al esquematismo y a la abstracción tiene su origen en la etapa neolítica. Las transformaciones vinculadas a la producción de alimentos, especialmente el cultivo de las plantas, proporcionaron al hombre una nueva experiencia y unas referencias mentales distintas a las de las sociedades cazadoras. Así se justifica que el sol y el elemento vegetal, principios complementarios para engendrar la vida de la Tierra, gocen de tanto favor y sea durante el Calcolítico, en el avance de la economía agrícola, cuando estos símbolos se multiplican y se crea toda una constelación de referencias al orden de la Naturaleza que rige y propicia la regeneración constante de la Vida. En el mismo sentido se interpreta la referencia explícita o implícita a la Mujer o, más ampliamente, a cuanto encierra de reproducción el sexo femenino. Es en el arte parietal donde los motivos esquemáticos y los signos abstractos se multiplican, y será precisamente en la pintura rupestre donde la figura humana encuentra su lugar, formando parte de un lenguaje gráfico, sumamente diversificado, cuya lectura está por desentrañar. Este dominio del símbolo como medio de expresión se encuentra también plasmado en la propia arquitectura megalítica dedicada en su práctica totalidad a las construcciones funerarias. La monumentalidad de las tumbas sobre la superficie, visibles a modo de colinas dentro del propio paisaje, son una auténtica exaltación de la Muerte. Incluso los ejemplos de fortificaciones más sofisticadas, eminentemente utilitarias, pueden interpretarse, dentro del territorio jerarquizado, como símbolo de la fuerza y el poder acumulados en el centro que rige el gobierno de los vivos.
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Cuando la Antigüedad quiso compilar las cosas extraordinarias que cabía admirar en el mundo, determinó que existían Siete Maravillas por encima de toda otra celebridad. Una de ellas era el Artemision de Efeso, el más sensacional, monumental y afamado de los templos jónicos. Del antiguo esplendor hoy no queda más que el sitio, convertido en una charca inmensa, por la que asoma alguna que otra piedra y en la que croan tan campantes las ranas, dueñas y señoras de la otrora maravilla. Desde siempre recibía allí culto Artemis como Señora de los Animales, pero alrededor del año 550 los efesios deciden elevar un templo con todos los honores, aprovechando la experiencia del Heraion de Samos. Los arquitectos fueron dos cretenses, padre e hijo, Chersiphrón y Metágenes; además, en determinado momento fue requerido Teodoros, uno de los arquitectos curtidos en el Heraion de Samos. El proyecto del Artemision ha pasado a la historia de la arquitectura griega por una concepción majestuosa, sin precedentes, del modelo díptero. El aumentar a tres filas las columnas de la perístasis por el frente principal, prolongarlas por la pronaos y llevarlas al interior, determina la apariencia de auténtico bosque de columnas tan grandiosa como osada. Si todo se hubiera reducido a cantidad, el Artemision no habría logrado el prestigio que alcanzó; éste se debe al descubrimiento de soluciones sabiamente articuladas para tantos y tan diversos elementos. Añádase la suntuosidad del mármol y la decoración copiosa y original, especialmente, los tambores inferiores de las columnas, ornados con figuras en relieve; algunas columnas fueron donación del rey Creso de Lydia, según transmite Herodoto y confirma un epígrafe.
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Morris encabeza la revuelta contra el materialismo decimonónico. El artista no debe imitar al artesano sino crear él mismo esos objetos. Tendrá que hacer y enseñar a hacer cosas que sean a la vez espirituales y naturales, útiles y bellas. Y ha de empezar por lo más cercano: los objetos que conforman nuestro entorno. En un artículo que aparece en 1885 en "Commonwealt" dice: "Los hombres que viven rodeados de tanta fealdad no pueden imaginar la belleza y, por tanto, no pueden expresarla". ¿.Se puede renovar la moral y las costumbres de la sociedad comenzando por renovar su entorno? ¿Crear un estilo artístico que pueda convertirse en estilo de vida? Habrá que preguntarse por esa melancólica nostalgia hacia lo artesanal porque quizá nos encontremos con varias y diferentes respuestas. El gusto por la Edad Media, como también veremos en Gaudí, se convierte en nostalgia por una época de actividades manuales, artesanas, pero ¿también por la organización social que ello comportaba? Tal vez sea lícito interrogarse por las causas últimas de esa melancolía: el rechazo a las formas capitalistas buscando la respuesta en el pasado y no en el futuro. Respuestas románticas a fin de cuentas (romanticismo político, social, religioso o estético). Si en algo influye Morris, es en esa toma de conciencia de relacionar toda la problemática de la producción, desde la casa a la ciudad, si bien no ha comprendido todavía el problema urbano en sus justos términos y reacciona de una manera regresiva con falsas soluciones ante la ciudad degradada por el capitalismo industrial. En 1857, William Morris había empezado por amueblarse su propia casa (la arquitectura -diría- engloba la consideración de todo el ambiente externo de la vida del hombre; no podemos escapar de ello aunque quisiéramos) en un estilo austero, casi primitivo, primando su carácter práctico. Todo debía ser sencillo. Era su primera ruptura ostensible contra el victorianismo. Allí estaba todo a modo de catálogo ejemplificador: cristal emplomado, azulejos pintados, bordados, muebles, telas estampadas, papeles pintados. Allí también la chimenea diseñada por Webb, libre de alusiones historicistas y la silla de Ford Madox-Brown hablándonos de "funcionalidad, honestidad y simplicidad: sus prioridades". En la empresa que funda en 1861, la Morris, Marshall & Faulkner, así como en la Arts and Crafts Exhibition Society, las máquinas estaban proscritas. Nada de la fábrica moderna existía en sus talleres; se trataba de artesanía directa y honesta. El diseñador tendría que tener un conocimiento del material de primera mano y comprender sus capacidades y así "sugerir (no imitar) belleza natural". El trabajo ornamental debería poseer tres cualidades: belleza, imaginación y orden. Evitar el efecto de agitación y la vaguedad, intentar no esconder nunca las líneas constructivas del diseño, reafirmarse en los contornos. También que se pueda seguir las líneas discernibles, eliminar los colores turbios y sucios, ser francos en la relación claridad/color. Los diseños tendrían que expresar el vigor y el crecimiento de la forma natural que los había inspirado. "Incluso donde termina una línea debe parecer que está llena de capacidad de más crecimiento si fuera el caso". Y las recomendaciones de Ruskin: "La estructura esencial y necesaria de un objeto nunca debería perderse de vista o quedar oculta bajo formas secundarias de ornamentación". Morris rechaza el historicismo como enmascaramiento, no el conocimiento y el estudio de las obras antiguas. Se puede decir que desde que Inglaterra se ve reflejada a través de sus creaciones en la Exposición Universal de 1851, había decidido reaccionar ante tal caos de formas. Los precedentes para reivindicar un nuevo ambiente los podemos encontrar ya en personajes como Henry Cole y sus Schools of Design (1857) y la importante "Gramática del ornamento" de Owen Jones (1857), en la que se lanza un verdadero manifiesto contra el naturalismo ilusionista y se apuesta por una ornamentación plana, contra ese mundo de engañosa plasticidad. Al mismo tiempo, se valoraba la belleza de las formas del mundo natural (animales, flores, hojas) y su traducción en estilizaciones lineales. En 1874 y 1876 se publica en Londres y París la serie de Christopher Dresser "Studies in design", espléndidas litografías en color en las que se aprecia la distancia de los elementos decorativos de cualquier tipo de historicismo. En muchas de ellas aparece ya la palabra nuevo estilo. El amor a la curva, que ya se adivinaba en los diseños de Morris y de Owen Jones, lo traslada Dresser a los cuerpos con volumen (cerámicas y vidrios sobre todo). Morris, los prerrafaelitas, Whistler y W. Blake son asimilados por Arthur Hygate Mackmurdo (1851-1942). En 1882 funda la Century Guild, un taller de decoración de interiores. La cerámica, los trabajos en madera, el vidrio... En suma, las artes aplicadas estaban consiguiendo un lugar entre las artes liberales. Se mueve entre naturaleza y abstracción. Diseña la portada y la tipografía de la revista "Hobby Horse" (1884). Mackmurdo pone en práctica los consejos de Owen Jones: "La belleza de la forma se consigue mediante líneas que nacen unas de otras en un movimiento ondulante, y todo elemento decorativo, por muy amplio y ramificado que sea, debe poder ser seguido hasta su raíz". Al principio de los años 80, sus muebles constituyen todavía una síntesis de la curva hedonista modernista y las decididas líneas y ángulos rectos que veremos en Mackintosh. Por ejemplo, su famosa silla de 1881, en la que traducirá sus esquemas compositivos bidimensionales al respaldo. Poco a poco la sinuosidad leve, que vemos en sus tejidos o en sus libros, desaparece por completo de su mobiliario. Sus delgados y altos soportes y cierta ortogonalidad se aprecia ya en su stand de la Century Guild. Finalmente, apuesta por la extrema simplicidad de forma y la racionalidad del diseño: esencialidad de formas y estructura y ausencia de decorativismo superfluo. Contornos netos y precisos y acentuación de los cruces entre superficies (su célebre escritorio de 1886). La personalidad de Mackmurdo pasará al continente, sobre todo a Viena, a través de Voysey y Mackintosh. En la revista "The Studio", en su primer número (1893), Charles Francis Annesley Voysey (1857-1941) considera la naturaleza como la fuente principal, pero "antes de acercarse a la planta viva, el hombre debe pasar por un proceso de selección y análisis. Las formas naturales han de ser reducidas a meros símbolos". Llega a abandonar el ornamento en esa búsqueda de la pureza, de la simplicidad lineal y la funcionalidad, de la moderación, en suma, que caracterizaba el estilo sobrio inglés de los últimos años del siglo y que nada tiene que ver con ciertos excesos que podemos ver en Bélgica, Alemania o Cataluña. Es en este punto donde el Art Nouveau corre ya como moda mientras desde Inglaterra se están haciendo otras lecturas del entorno, la casa y los objetos (aunque, curiosamente, en la joyería se identifican plenamente con el Art Nouveau internacional como se puede apreciar en las piezas de Ch. R. Ashbee para la Exposición de París de 1990). Las Arts & Crafts Exhibition Society, fundada en 1883, no es más que la confluencia de todos estos esfuerzos anteriores. Preocupados por la calidad en el trabajo y en la importancia de las artes menores, creyeron además en el valor moral del trabajo que siempre había defendido Morris. Sus exposiciones tuvieron un éxito considerable. Morris lanzó la prensa Kelmscott en 1890, definitiva contribución al movimiento Arts & Crafts. Se dedica a la impresión de libros bellos por la mera fuerza de la caligrafía. Un libro debía ser concebido como una arquitectura, considerar todos los detalles y atender a su vez al conjunto. En la obra de Richard Norman Shaw o de Philipp Webb (que son los responsables de la estética normativa de Arts & Crafts) hay un interés por las tradiciones locales. No cabe en ellos el complicado historicismo (italianizante, goticista o la vuelta a Grecia). Encontramos un gusto por las formas puras de geometría elemental, una insistencia en acentuar la horizontalidad, la claridad, la sencillez y la armonía en el conjunto. Sí habrá, sin embargo, ecos de las casas de té japonesas (Casa de Bedford Park, 1888-1891, de Voysey). Lo que caracteriza al modernismo inglés de los últimos años, es un retroceso ante la exageración del continente. Nos hallamos ante un país que había dado las pautas y que luego se recoge en sus tímidos y elegantes orígenes, ante lo que supone el desbordamiento de formas del continente. En 1901 Olbrich decía que el inglés no puede ornamental y constructivamente expresarse con fuerza, agitación, violencia y fantasía. Sin embargo, serán estas limitaciones las que se admiren; por ello Edmond de Goncourt, en 1896, dará el nombre de Yachting Style y, por ello también A. Loos sostendrá que el centro de la civilización europea estaba en Londres. Esta tendencia moderada, lejana al hedonismo curvilíneo el Art Nouveau y la renuncia a lo accesorio, enlaza fácilmente con la obra de arquitectos como Mackmurdo o Voysey (sobriedad, moderación, racionalidad, refinamiento) y por supuesto con Mackintosh.
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Los pintores, agrupados en gremios, con talleres de empresa artesanal y familiar, con una organización aún medieval y una posición pecuniaria mediocre, tenían que vérselas con unos clientes o mandatarios que no les concedían una consideración social semejante a la que ya tenían los artistas en Italia o en Francia. Sólo los pintores de cámara y en especial Velázquez pudieron escapar, en gran parte, a una situación precaria de trabajo propia de una sociedad estamental, sin movilidad de clases y con lentas reacciones estructurales. Velázquez, además, hizo gala de una cultura notable de la que es bien expresiva su biblioteca (156 libros). Hubo clérigos-arquitectos como el carmelita Fray Josep de la Concepción o el jesuita Bautista y clérigos pintores como los cartujos Sánchez Cotán y Juncosa. También algún pintor noble como Carreño de Miranda o Palomino..., pero no son sino excepciones que confirman la regla de la deprimente posición social del artista. Los mismos nobles, con su constante preocupación por crear fundaciones y patronazgos, contribuían a incrementar el arte de las iglesias, conventos, hospitales y colegios regentados por religiosos. Así no es extraño que casi no existiesen los pintores dedicados a la mitología y las historias, pues cuando un noble sentía la necesidad de una composición de este género se contentaba con la adquisición de un cuadro importado de Italia o Flandes. De esta manera, el artista español se consagraba a satisfacer la enorme demanda interior del cuadro devoto o sacro, lo que, en el caso de pintores de renombre como Zurbarán, incluía, a través del puerto de Sevilla, el envío de obras con destino al mercado artístico de Hispanoamérica. El único desnudo de la pintura española del siglo XVII es la Venus del Espejo de Velázquez aparte de La Monstruo de Carreño de Miranda. La temática histórica fue abundantemente tratada siguiendo las glosas que de Carlos V había hecho Tiziano. Merecen mención los cuadros de batallas que hizo Snayers y que se conservan en el Prado. Son frecuentes las alegorías, con especial fijación por el tema de la vanitas, entre los que el Sueño de un caballero (Antonio de Pereda) o las Postrimerías (Valdés Leal) ocupan un lugar preeminente. La escasez de paisajes construidos y de arquitecturas ideales de escenas y alegorías profanas se explica por las razones antedichas. Quizá lo que hay que recalcar es el dominio de las escenas de martirio (José de Ribera), las vidas de santos (Zurbarán, Rizi, etc.) y las imágenes sagradas. La temática religiosa se concentra fundamentalmente en el Nuevo Testamento (la Vida de la Virgen María, la Pasión de Cristo, etc.). Especial atención mereció la Inmaculada Concepción (Ribera, Murillo, Zurbarán, Cano...). Asimismo son frecuentes los temas hagiográficos, con grandes ciclos monásticos y programas hospitalarios como el de la Caridad de Sevilla. En cuanto a los retratos mundanos y los bodegones, que en principio pueden parecer ajenos a lo religioso, hay que señalar su estrecha vinculación. Unicamente como género profano, sin connotaciones religiosas, se pueden señalar las escenas de género de Ribera, Murillo o Velázquez. A veces sus cuadros, paralelos a la novela picaresca, nos muestran una realidad descarnada y cruel, que muchos atribuyen a la "veta brava" del español, cuya técnica en algunos casos desenfadada se une al tremendismo del tema. Sus hampones, pilluelos, mendigos harapientos, sus borrachos y gentes de mal vivir, son tratados de la misma manera y con un distanciamiento igual que si se tratase del retrato del monarca, un duque o un príncipe de la iglesia. Su verismo pone atrozmente al desnudo lo más dramático del ser humano. E1 retrato de los reyes se caracteriza por su gran fidelidad (la diferencia en este sentido entre los de Velázquez y el del Cardenal Infante de Rubens con sus aditamentos simbólicos es bien patente). El autorretrato brilla por su ausencia salvo el de Velázquez de las Meninas o el Retrato de la familia del pintor de Martínez del Mazo. Los bodegones no abundan, aunque los que se hicieron fueron un tanto variados, oscilando desde el realista (Van der Hammen) al especulativo (Cotán) o simbolista (Zurbarán). Tampoco se cultivó el paisaje salvo algún ejemplo esporádico (los pintados por Ribera en Nápoles o los de Velázquez representando la Villa Médicis).
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En el siglo XIV se había iniciado en Italia un proceso de revalorización del trabajo del artista que culminará en el siglo XVI. Los anónimos artistas de la Edad Media dieron paso a otros que firmaron orgullosos sus obras y cuyos nombres definieron épocas y estilos. En esa nueva consideración del artista los escritores jugaron un papel fundamental en los primeros tiempos. Es famoso como indicativo del cambio que se produjo el elogio que Dante hizo de Giotto; aunque se ha dicho que el que le considere superior a Cimabue puede ser tan sólo una reflexión sobre el transcurrir y mudar de las cosas, también estaría reflejando la estima que sus contemporáneos tuvieron de ese gran pintor. En el cambio de siglo, esto es, al comienzo del período que vamos a tratar, Filippo Villani escribió su libro "De origine Florentiae et de eiusdem famosis civibus", en el que todo un capítulo fue dedicado a los pintores florentinos, dotados de ingenium y considerados ciudadanos ilustres. En esa línea estarían también los "Commentarii" de Ghiberti (1452?55) que no sólo incluyó biografías de otros artistas, sino la suya propia, con un tono orgulloso que confirma plenamente que nos hallamos en una nueva época. El tema de las biografías de artistas no se limitó a Florencia, sino que aparece también en otras zonas de Italia. Concretamente, en Nápoles Bartolomeo Facio escribió hacia 1457 "De viris illustribus", obra en la que hacía referencia a artistas no sólo italianos, sino también del norte de Europa, como Van Eyck, pintor muy apreciado en aquella corte. La idea de progreso, de un renacer después del período medieval estaría latente en ese interés por la historia, por la biografía, que se da ahora. Además, las biografías de artistas tenían un precedente en la Antigüedad tan notable como la "Historia Natural" de Plinio el Viejo. Traducida al toscano por Cristoforo Landino en 1476 era manejada anteriormente en los círculos humanistas, y permitió que las anécdotas referentes a los pintores de la Antigüedad formaran parte de un lenguaje común a los creadores del arte nuevo. Antes de continuar, hay que señalar que puede resultar incorrecto hablar de artista, pues es término que no se usa en el Renacimiento, y sería en cambio más correcto hablar de maestros o artífices en un sentido genérico, o bien referirnos a ellos por el arte que practican: pintor, escultor...; a pesar de ello y teniendo en cuenta que hoy día sería la palabra artista la que aplicaríamos a estos artífices, vamos a seguir empleándola, una vez hecha esta salvedad. El término maestro se adecua perfectamente a la realidad profesional de aquellos hombres, pues era el grado que alcanzaban después de su formación en un taller al lado de otro maestro. El sistema de trabajo en talleres pervivió a lo largo del siglo integrado en la organización gremial de las distintas ciudades. Eran los gremios los que controlaban el trabajo de los artesanos, los cuales debían pagar una cuota a cambio de la cual podían recibir por ejemplo préstamos en caso de enfermedad, adquiriendo así una cierta seguridad. Los gremios también podían a veces juzgar y decidir en los conflictos planteados entre artistas, o entre artistas y clientes. El poder y la presencia de los gremios en las ciudades italianas del siglo XV lo podemos comprobar al contemplar las esculturas de la iglesia florentina de Or San Michele y que fueron encargadas por los distintos gremios de la ciudad. Los grandes talleres, como el que tuvo Ghiberti, funcionaron como empresas bastante rentables. Los aprendices -entre los cuales la relación familiar con el maestro no era ni mucho menos una excepción- se formaban en el estilo de su maestro y sus obras posteriores, ya como maestros independientes, pueden explicar el porqué de la continuidad de unas formas o determinadas influencias estilísticas en lugares distantes. Fue frecuente, además, una diversificación en los productos que salían de estos talleres de artistas y un ejemplo pueden ser los talleres florentinos de Pollaiuolo y de Verrocchio que, a la vez que producían obras de pintura y escultura, se ocupaban también de organizar fiestas y decoraciones. Por lo que se refiere a los pintores, a veces agrupados en un determinado barrio de la ciudad, al igual que otros artesanos, su santo patrono era San Lucas porque, según una tradición del siglo VI, este evangelista había sido pintor de la Virgen. Para entender la necesidad social de este arte, que marca el siglo XV, resulta significativo el hecho de que, como ha estudiado Cole, los treinta pintores que había en Siena en 1363 se convirtieron en casi un centenar a comienzos del Quattrocento. Los férreos contratos de pintores y escultores con sus clientes, en los que todo, desde materiales a disposición y número de figuras, quedaba especificado, fueron evolucionando en el sentido de dejar una mayor libertad al artista.
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Los artistas reflejaron -por su procedencia, sus aspiraciones, sus limitaciones...- la complejidad de la sociedad en los reinos de Indias. Para empezar, fueron muchos los artistas españoles que a lo largo de los tres siglos que tratamos buscaron en el Nuevo Mundo fama y riqueza. Una pequeña selección de nombres nos permite calibrar su importancia: Luis Lagarto, miniaturista que probablemente se formó en Granada, trabajó en las iluminaciones de los libros de coro de las catedrales de Granada y Puebla a fines del siglo XVI, pero su formación también le permitió ocuparse de la organización de fiestas religiosas, comedias, etc.; el arquitecto Herrando Toribio de Alcaraz llegó a la Nueva España hacia 1543 y fue el arquitecto a quien el obispo Vasco de Quiroga confió la labor de levantar su famosa catedral. Tuvo que soportar la supervisión de otro español, Claudio de Arziniega, maestro mayor de las obras de cantería de la Nueva España, enviado por el virrey Velasco a Pátzcuaro en 1560. Arziniega había trabajado en España como escultor en la fachada de la Universidad de Alcalá de Henares, pero a Nueva España llegó como cantero y trabajó como alarife, convirtiéndose en el arquitecto de confianza del virrey. Cuando se convocó el concurso para la sillería de la catedral de Lima, fueron tres españoles los que compitieron: Ortiza de Vargas, Pedro de Noguera y Alonso de Mesa...Muchos de ellos, al menos los que se quedaron, tuvieron que adaptarse a una realidad en la que estaba casi todo por hacer desde el punto de vista de la construcción y adorno de los nuevos edificios. Así se justifican las palabras de un fraile arquitecto "...siendo nuestra necesidad y no su ciencia la que les da el título de maestros", mientras se quejaba del mal estado de una obra. No debe extrañarnos la queja -también en algunos lugares de la Península podían plantearse situaciones similares- sobre todo si pensamos no en las capitales de los virreinatos, sino en las ciudades mineras y tierras de frontera.Por otra parte, y sobre todo en la Nueva España, se dieron ya desde mediados del siglo XVI ordenanzas para regular el trabajo de los artistas en el marco institucional de los gremios. De 1557 datan las ordenanzas de pintores y doradores de México; se les exigía que supieran pintar al fresco y al óleo, dibujar y, lo que nos parece más interesante, que conocieran no sólo la perspectiva, sino también la pintura de romano, es decir, los grutescos, con lo cual nos encontramos en las mismas ordenanzas una reglamentación acerca de lo que podríamos llamar el gusto oficial, en el marco de la nueva pintura renacentista. Estas ordenanzas de pintores parece que con el tiempo dejaron de usarse y en 1681 solicitaron que fueran expedidas otras nuevas, mejorando las anteriores y adaptándolas a una realidad que reflejaba de algún modo la de la península. Las ordenanzas de escultores y entalladores son de 1589, pero no afectaban a los indios aunque se prohibía que ningún español les comprase obras para revenderlas. Las ordenanzas de loceros de Puebla datan de 1666 y vinieron a regular un oficio existente desde fines del siglo anterior que se dividía en tres clases: loza fina, loza común y loza amarilla. También se sabe que desde mediados del siglo XVI se trabajaba el vidrio en Puebla, exportándose desde allí a otros lugares. Por su parte, los arquitectos en México se rigieron por unas ordenanzas de 1599 hasta que en 1735 se propusieron otras que, por cierto, excluían a los indios y mestizos. Con el tiempo, la creación de la Academia de San Carlos en México posibilitó otro tipo de formación y de consideración social del artista, pudiendo tener entre sus pensionados también indios y mestizos.Hasta entonces, el sistema había sido el aprendizaje con un maestro que frecuentemente era un familiar. Por tanto esa tradición, que se puede decir universal, de continuidad familiar de un oficio se dio también en Iberoamérica: los Baltasar de Echave y los Lagarto en México, los Figueroa en Bogotá... Respecto a la cultura de los artistas, ésta siempre fue un valor que aumentaba su consideración social y la demanda de sus obras, pero debieron ser una excepción los casos de Luis Lagarto, poseedor de una importante biblioteca, con libros de historia, filosofía, ciencia, etc., o de Melchor Pérez de Soto, nacido en Cholula de padre español en 1606, que fue arquitecto de fama y llegó a poseer una de las mejores bibliotecas que se conocen de particulares en el siglo XVII en México.La mayoría de los maestros en las distintas artes que habían ido a América en los siglos XVI y XVII procedía de Andalucía y Extremadura, pero en el caso de los maestros canteros también los hubo procedentes de la montaña de Santander que, en un proceso de migración cuya incidencia en la arquitectura del Renacimiento español ha sido ya estudiada, emprendieron un viaje que desde su tierra les llevó a Andalucía y de allí a las Indias: como ejemplo baste el del autor (a comienzos del siglo XVII) del famoso puente de piedra sobre el Rímac, en Lima, y proyectista también de la Alameda de los Descalzos, José del Corral, procedente de La Trasmiera. También llegaron artistas italianos, como los pintores B. Bitti, M. Pérez de Alesio y A. Medoro, que trabajaron en Lima a fines del siglo XVI, y algún flamenco llegó a la Nueva España cargado de grabados que acabarían creando escuela.
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Lo poco que desde el punto de vista social sabemos sobre los artistas y artesanos hititas parece sugerir que se trataba de un grupo de hombres libres -como los demás súbditos del gran rey-, que con las inevitables reservas, nos recuerdan en cierto modo a los demiurgoi homéricos, pues los vemos especialmente reconocidos por la estima, la protección y el aprecio de sus potenciales clientes. Tenemos noticia, por ejemplo, de que a cambio de sus conocimientos y productos, príncipes, sacerdotes, particulares y comunidades concedían parcelas de tierra a los artesanos. La indolencia emotiva y la carencia de aptitud para lo bello que S. Lloyd atribuye a los hititas no parece tener mucho fundamento desde luego. Pues como en el caso bien conocido de los tallistas de piedras duras en la Alalakh siria, la sociedad hitita estimaba a sus artistas. No obstante, la gente común y el mundo artesanal hitita vivían en unas condiciones muy lejanas a nuestra mentalidad. Pero aunque el esquema más rígido de las culturas mesopotámicas no se corresponda tampoco con el hitita, como en el sur, una monarquía poderosa y un mundo de creencias o magia que lo embargaba todo, rodeaban al artesano y al artista de Anatolia influyendo con fuerza en el resultado de su trabajo. Al servicio de sus clientes, los particulares o el rey, los artistas hititas debían organizarse en talleres y obradores que giraban, posiblemente, en torno a un maestro de cualidades especiales. Para E. Akurgal, las semiestatuas de las puertas abiertas en las fortificaciones de la última ampliación de Hattusa denuncian la mano de un maestro y un taller muy personal. Los rytha de la colección N. Schimmel avalan la producción de talleres de orfebres dotados de un altísimo sentido estético a la par que excelente capacitación técnica. Y las cerámicas con relieves adosados de Bitik, Selimli o Hattusa, por ejemplo, no son fruto de una producción industrializada sino artística y de la mayor calidad. Por otra parte, las creencias y los valores religiosos, los mitos y las tradiciones populares están presentes en cada objeto antiguo. Ya fuera consciente o inconscientemente, ya fuera diseñando con libertad o por encargo y proyecto de un cliente versado -el sacerdote, la maga, un príncipe-, el artista hitita expresaba en sus obras lo profundo de sus miedos, sus supersticiones y su fe. Por eso tal vez, en la Anatolia de entonces se produjo un número tan alto de amuletos en piedras o metales diversos. Porque tras esos colgantes de figuritas divinas realizadas en oro había algo que, para el hitita, era más valioso que el metal mismo: su fuerza, su magia, su virtud escondida, su simbolismo. En uno de los muchos rituales conservados sobre la purificación previa a la construcción de un templo, se cita una gran cantidad de piedras y metales de supuestas propiedades maravillosas y protectoras: oro de la ciudad de Piruntumiya, plata, lapislázuli de las montañas de Takniyara, alabastro del país de Kanis, cristal de roca del Elam, diorita, hierro del cielo, cobre y bronce de Alasiya y el monte Takata. Porque para un hitita, versado o analfabeto, bajo la mayoría de los metales y las piedras se escondían fuerzas mágicas poderosas y enigmáticas. Así en otro ritual, dedicado a la purificación de un palacio, se ofrecían a las divinidades subterráneas semillas, plata, oro, hierro, plomo, aceite y miel. Y el artista en su taller, difícilmente podía abstraer su trabajo de su fe. Sabemos que el sol era el símbolo de la diosa de Arinna. Pero el oro, por su estrecho contacto con el sol, por su color, venía a simbolizar tanto a uno como a la idea de Arinna, la diosa solar, y así, para el orfebre y su cliente, esos pequeños y numerosos colgantes de una diosa sentada, sobre cuyos hombros reposa un gran disco o halo de santidad, sumaban muchos valores profundos. Otro tanto ocurría si el artesano trabajaba la plata. Y lo hacía con especial cuidado porque, para un hitita, la plata era una sustancia pura, inmaculada. Por eso, como destaca V. Haas, los artistas de Hatti solían realizar en plata los objetos de culto y las imágenes de los dioses. Un rython de plata perteneciente a la ya citada colección N. Schimmel, que representa a un ciervo, es obviamente un objeto destinado al culto, que tiene también muchas lecturas simultáneas: la pureza del metal, mágico y limpio; la forma del ciervo, tema de larga tradición mística en Anatolia; la magia protectora y aliada del ciervo y del metal en el símbolo del culto divino: las propiedades que contra las enfermedades o los espíritus malignos tenía la plata. Pero no solamente los metales que nosotros valoramos tanto eran para ellos estimables. Otros no tan nobles para nuestra mentalidad, poseían sin embargo un valor no menor para el hombre de Anatolia. Si hacemos memoria recordaremos que los artesanos de Kanis realizaban numerosos colgantes de plomo ¿Por qué?, ¿por su baratura? Pero ése es un razonamiento de nuestra época. Antes bien, sabemos que en tiempos hititas, el plomo prevenía contra el venenoso cáncer de las úlceras, tan difíciles de curar entonces y hoy. Y de plomo se han recogido cientos de figuritas y colgantes de valor mágico y profiláctico. Como el hierro, cuyo magnetismo tenía un efecto beneficioso sobre la salud. Cuando los artistas tallaban primorosamente los pequeños sellos de estampilla -los habituales sellos hititas cuyos pasadores indican que sus dueños los llevaban normalmente al cuello-, con sus entallados miniatura venían a remitirse a un mundo de creencias. Pero con las piedras soporte también. Porque los sellos -como en el resto de Oriente- poseían un gran valor de amuleto en sus temas iconográficos y en sus materiales. En efecto, si consideramos hoy un sello de cornalina o de jaspe rojo por ejemplo, nuestro estudio no debe olvidar que para el hitita, la cornalina o el jaspe tenían mágicas propiedades contra las terribles hemorragias. Y así los sellos resultaban símbolos de propiedad pero también, y acaso más, amuletos protectores. Algunas piedras raras, como el lapislázuli, eran quizás más estimadas por otros valores que por el de su lejana y cara procedencia, el Afganistán actual. Porque un objeto de lapislázuli debía suprimir, entre otras cosas, la melancolía depresiva de su feliz poseedor. Los artistas y artesanos hititas, que día a día trabajaban con todos estos metales y piedras, creían también en todos esos valores, en esos simbolismos. Incluso cuando con simple barro daban forma a figuritas de toros por ejemplo, estaban evocando ideas cruciales: los animales sagrados y simbólicos del dios hitita de las tormentas. Y cuando esculpían los leones de Alaca tenían en su mente a la diosa Hepat. Porque vivían un mundo de materias vivas muy distinto al nuestro, un mundo en el que hasta los manantiales y los ríos traían un mensaje del más allá. La escultura y el relieve hititas, que en la mayor parte de las obras conservadas podría datarse entre el 1400 y el 1190 a. C. es un arte de madurez técnica y estilística. Contra lo que cabía esperar de épocas tan remotas, los maestros hititas mostraron preferencias distintas sobre unas u otras piedras. La caliza, por ejemplo, una piedra blanda fácilmente disponible en el entorno de Anatolia, sería ciertamente la base más utilizada para tallar relieves o esculturas monumentales. Pero otras más duras y problemáticas también gozaron de su estima. Así el granito, empleado en los ortostatos de Hattusa, utilizado para esculpir las grandes esfinges, el león del ángulo y los ortostatos de Alaca, y el bello cristal de roca importado del lejano Elam, con el que se realizaron pequeñas y graciosas estatuillas. Desde el punto de vista técnico y aunque muy dañadas en su mayoría por las injurias del tiempo, las obras de escultura hitita evidencian ya el uso de las habituales herramientas de escultor: las puntas, los cinceles de distintas hechuras, el taladro, los mazos y, probablemente, varios tipos de abrasivos. Siguiendo la ya vieja tradición anatómica, la escultura de pequeño formato en bronce -de la que se conservan cientos de estatuillas y colgantes- continuó haciéndose por el sencillo sistema de colar el metal fundido en moldes. Mas para piezas de gran formato -como la perdida escultura de oro que Puduhepa dedicó a su esposo, en tamaño natural- o en las obras de orfebrería de gran precio -como los rytha de la colección N. Schimmel-, los artistas trabajaron por martilleo en frío de las láminas de metal. Al ámbito de la alta orfebrería correspondían también diversos objetos de marfil, como las figuritas del Dios de la Montaña o los pequeños discos calados de Hattusa, modestas muestras de un arte que, como en Ugarit, debió alcanzar elevadas cotas de calidad. El mejor lenguaje de la escultura hitita se encuentra en el arte monumental y ligado a la arquitectura que, con excepción de un fragmento encontrado por T. Özgüc, en Kanis parece haber nacido de golpe con la época imperial. Y no podemos pensar en artesanos o aires importados pues, aunque no sepamos dar respuesta todavía a la paradoja, desde su formulación y hasta su fin nos hallamos ante una plástica que estética, icónica y técnicamente responde al gusto y a la mentalidad propias de los hititas. En 1949, A. Moortgat publicó un estudio sobre el arte hitita en el que suponía profundas influencias hurritas. Pero poco después y sin negar algunos puntos posibles de contacto, K. Bittel (1950) y E. Akurgal (1961, 1964) descartaron con razón un influjo determinante. Porque los maestros hititas supieron dar cuerpo a un estilo muy peculiar que, extendido con su Imperio por Anatolia y Siria, poseía suficiente personalidad y fuerza como para mantener la cohesión en aspectos y contenidos. Dice E. Akurgal que una vez estudiados en todos sus detalles las obras conservadas, el historiador de arte comprueba que los maestros hititas trabajaron con fórmulas sólidas y según esquemas muy ajustados de representación. Sus temas, sobre todo, serían religiosos o de lectura religiosa, pues incluso las escenas de caza debían responder a esos intereses. Y el llamado estilo imperial, manifiesto en los detalles iconográficos y estilísticos que vamos a ver, usó unas reglas muy precisas que en el caso de la escultura y el relieve de la capital señalan la obra de unos pocos maestros y talleres. Las mayores y más antiguas esculturas hititas conocidas son las que adornaban las tres puertas principales del último recinto amurallado de Hattusa; la puerta de los leones en el sector oeste, la de las esfinges que coronaba el glacis de Yerkapi al sur y la del rey, en el sector oriental. Esta última sería así llamada desde su descubrimiento, porque en la enorme jamba izquierda del arco parabólico interior, el que da a la ciudad, un fino maestro escultor dejó tallada la figura de un imponente personaje armado que constituye, en su acentuado altorrelieve -pues la cabeza, por ejemplo, sale casi tres cuartos de la piedra- la única escultura de bulto redondo hitita conservada. Se trata, evidentemente, de un dios guerrero y protector del acceso urbano con su típico casco divino de cuernos, su torso desnudo y sus pies descalzos. El casco, con carrilleras, cubrenuca y largo penacho, semeja a los llevados por los guerreros hititas; lo mismo que la espada ajustada a su cintura y el hacha de mango largo suponen otros tantos trasuntos de las armas empleadas habitualmente. E. Akurgal destaca el minucioso cuidado puesto en el tallado y cincelado de los adornos del faldellín, el vello del pecho y las uñas de la mano izquierda. Y tanto él como K. Bittel opinan que lo que confiere tal plenitud de vida a la escultura es el modelado de los músculos del cuerpo, los rasgos del rostro y la firmeza de su paso. Con razón sobrada, E. Akurgal considera al anónimo escultor como uno de los mayores artistas de la época. El mismo, por cierto, que esculpió las esfinges que desde Yerkapi protegían la ciudad, en cuyos rasgos faciales se evidencia idéntica mano. La profunda expresividad latente tras sus enigmáticas sonrisas y las cuencas vacías de sus en otro tiempo incrustados ojos, hacen que K. Bittel las estime obras de calidad superior incluso a la anterior. Se trata de figuras míticas, tocadas con un bonete de cuernos que corona una cimera de volutas y rosetas. Las alas, ampliamente desplegadas, responden a una idea absolutamente original y anterior a cuanto veremos en Siria y Mesopotamia. La llamada puerta de los leones, situada en el flanco occidental del recinto, presenta en las jambas del arco exterior sendos prótomos de león que desprenden de la piedra la cabeza, el pecho y los cuartos delanteros del animal. Según E. Akurgal, los leones se deben a la misma mano o, por lo menos, al mismo taller que esculpió las figuras de las otras puertas. Aquí también las fauces abiertas, el cincelado de la melena o la plasticidad de sus rasgos ponen de relieve el buen hacer del escultor. Por esa razón y como ya apuntara H. Frankfort, resulta tan chocante el tosco y mediocre tratamiento dado por el artista a las patas y garras de leones y esfinges. Es en fin curioso anotar que K. Bittel llamó la atención sobre el jeroglífico grabado junto a la cabeza perdida de uno de los leones de la puerta. Traducido el ideograma inferior como puerta, resultaría encontramos con una interesante precisión urbana, el nombre escrito de la puerta, aunque, de momento, ignoramos cuál puede ser. Las esfinges y los leones de Hattusa contrastan fuertemente con las esculturas de Alaca, según K. Bittel, de fecha anterior. Nos encontramos también ante prótomos que salen de las gigantescas jambas de unos 3 m de altura de la puerta de un recinto sagrado. Muy dañadas por la erosión, los rasgos del rostro y sus perdidos ojos incrustados -aunque de inferior calidad sin duda- recuerdan a las esfinges de Yerkapi, pero el extraño y abierto tocado rematado en puntas enrolladas sobre el pecho y los anchos collares de sus gargantas se remontan a la vieja tradición hitita en Acemhöyük. No obstante, lo que hace de Alaca un punto aparte en la escultura hitita es su conjunto de semiortostatos decorados con bajorrelieves que flanqueaban la puerta de las esfinges. La decoración con relieves tallados sobre grandes losas, que revestían la parte inferior de los muros de ciertos edificios, parece haber sido una creación original si no completamente hitita, sí al menos en su mayor parte. Y la importancia jugada por Alaca se comprende con facilidad. Cierto que en el museo monográfico instalado en la misma Bogazköy se conserva un ortostato de granito, procedente del palacio real en Büyükkale, en el que con una técnica plana -¿no será una obra inacabada?- parece haberse tallado un combate entre dioses. Y que en el de Estambul se guarda otro que, hallado cerca del templo I, presenta una escena de adoración real en la mejor línea clásica. Pero fuera de Alaca y hasta ahora por lo menos, el arte hitita no nos ha conservado ningún conjunto que explique la floración del relieve luvio-arameo. Mas con toda certeza, en las piezas de Hattusa y en los relieves de Alaca se encuentra la semilla de aquél. Los relieves esculpidos en los semiortostatos de Alaca -puesto que como K. Bittel apunta, no se trata en rigor de grandes losas verticales, sino de verdaderos bloques integrantes esenciales del muro- presentan un aspecto casi plano, sin apenas modelado, con los músculos y las formas del cuerpo muy estilizadas. Puede que como piensa el investigador alemán, su falta de expresión quedara suplida por algún tipo de revoco pintado. Por su parte, E. Akurgal estima que la talla plana sería el producto de que el artista se hubiera limitado a copiar un trabajo de orfebrería. Y aunque señala algunas influencias icónicas sirias -como el ciervo que vuelve la cabeza sobre el lomo o el león saltando-, concluye con acierto que el estilo, la técnica y el conjunto iconográfico son puramente hititas. Las escenas representadas son en apariencia muy diversas -sacrificios reales, procesiones sacerdotales, dioses recibiendo homenajes, músicos, guerreros, acróbatas, momentos de la caza del ciervo o el toro-, pero todas poseen un evidente trasfondo religioso, en consonancia posiblemente con el recinto al que servían de acceso. Tipos y posturas recuerdan a los relieves de Yazilikaya. Tal vez por eso en parte, E. Akurgal sitúa cronológicamente los trabajos de Alaca en una fecha posterior a la propuesta por K. Bittel. En fin, pese a todo el esquematismo con el que se les suele tachar, los semiortostatos de Alaca están llenos de vida y no exentos de una cierta gracia. Una vida que surge tremenda en el relieve de un bloque de ángulo que representa a un león saltando sobre un ternero. La fuerza del felino, apenas desvelado en la andesita, produce una impresión extraordinaria. No obstante, todos los tratadistas están de acuerdo en señalar que la obra cumbre del relieve hitita se halla en el santuario de Yazilikaya. A unos dos kilómetros al noroeste de Hattusa se encuentra aquel célebre conjunto religioso que, en el aspecto final, parece obra del rey Tudhaliya IV (1250-1220). A juicio de K. Bittel, las dos cámaras principales, a cielo abierto, sugieren haber tenido cada una fines distintos: la mayor, como centro de la Fiesta de la Primavera. La menor, como templo funerario y columbario de las cenizas del rey Tudhaliya. Pero Yazilikaya, para la historia del arte antiguo, es algo más. La profusión de relieves que llena sus rocas viene a traducirse, en palabras de E. Akurgal, en la primera expresión de un pensamiento religioso complejo traducido en un friso. En efecto, en la cámara de la Fiesta de la Primavera, los artistas esculpieron además de la imagen del rey, sesenta y cuatro imágenes divinas ordenadas en dos procesiones que, desde uno y otro lado, caminan hacia el fondo de la cámara. En la pared occidental, los dioses varones. En la oriental, las diosas. Ambos cortejos tienden a converger en el muro norte donde las cabezas del panteón hitita, el Dios de las Tormentas y Hepat, se encuentran frente a frente acompañadas por su hijo, Sarruma. La cámara pequeña, un verdadero lugar de culto a los muertos, se cerraba en su muro Norte con una escultura del rey Tudhaliya cuya base aún se conserva. En ésta cámara, más pequeña y recoleta que la anterior, se encuentran precisamente los relieves más conocidos y mejor conservados de todo el santuario: El Dios-Espada -que por sus cuernos, los ideogramas que lo acompañan y su representación destacada se ve que constituía un dios muy importante-, el dios Sarruma en la típica postura de protección al rey, y finalmente, la procesión de los Doce Dioses. La figura del Dios-Espada -cuya empuñadura forman cuatro leones y cuya hoja parece salir de la boca de dos de ellos-, encuentra su paralelo en muchas armas contemporáneas de Anatolia y Siria, pero sus raíces podrían remontarse al lejano Dorak del III milenio. La imagen de Sarruma protegiendo con su brazo al rey constituye, en opinión de E. Akurgal, el grupo más valioso por su concepción puramente artística, su composición piramidal y la ascensión impuesta por la ordenación del perfil y los paños de los vestidos. Y la procesión de los Doce Dioses de la inmortalidad en fin, el relieve mejor conservado, resulta una muy destacada creación del artista hitita. Con indudable acierto, el maestro supo resolver el problema de representar una fila de hombres avanzando agrupados. La impresión de desfile la consiguió por un hábil entrecruzamiento de las piernas, los brazos que apoyan sobre el hombro derecho las curvas espadas y los puños izquierdos levantados en el habitual gesto de oración que, a un observador occidental de hoy, se le antoja el peculiar braceo de los soldados en desfile. Para concluir y por encima de sus ricos contenidos icónico-religiosos analizados con amplitud por G. Guterbock, E. Laroche, H. Otten, K. Bittel y, en fechas recientes, E. Masson entre otros, la composición de los relieves del santuario de Yazilikaya traduce un fuerte sentido artístico y una técnica excelente. Si su estado fuera otro, una historia del arte hitita debería dedicar largas páginas a los grandes relieves rupestres que, esparcidos por la geografía de Anatolia, significaban quizás otras tantas afirmaciones del poder y el alcance del Estado y la cultura hititas. Desde Karabel en el oeste remoto hasta Hanyeri o Hemite en un sureste abierto ya a los vientos de Siria, pasando por el misterioso Gavurkalesi de las tierras centrales, príncipes y dioses quedarían esculpidos a gran tamaño y con frecuencia a no poca altura, en imponentes paredes rocosas. Pero la continua exposición sufrida a los agentes erosivos ha hecho que el estado en que han llegado hasta nosotros sea, por lo general, muy deficiente. No obstante, en sus rasgos denotan una estrecha relación técnica y estilística con el arte inconfundible de Yazilikaya. La escultura imperial, realizada en bronce colado, tuvo un temprano mensajero en la estatuilla hallada cerca de Sivas y conservada en el museo de Ankara, que E. Akurgal sitúa entre los siglos XVI y XV a.C. Más recientes serían los bronces de Dogantepe, mucho más perfectos técnicamente y de estética y estilo más clásicos, fechados probablemente en el último siglo del arte hitita.
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Hemos intentado dejar claro que el Barroco fue, a la vez, rural y urbano, nobiliar y burgués, católico y protestante, y que contribuyó, en tanto de arte de síntesis, a la unidad cultural de toda la época. O, dicho de otra manera, que las formas artísticas del Barroco, en su variedad de corrientes y en su multiplicidad de tendencias, no fueron privativas de ninguna ideología religiosa, régimen político, sistema económico o clase social, sino que se convinieron a todos los usos. La cuestión estriba en algo que ya hemos insinuado: en los artistas y en sus capacidades de concepción y de elaboración de las obras de arte en sí mismas consideradas, así como en sus facultades de interpretación y de traslación, o de adecuación del gusto, de las aficiones o de las simples indicaciones de aquellas personas, grupos o instituciones, que les demandaban sus obras, encargándoselas o comprándoselas.También aquí, a la hora de las interpretaciones, es fácil caer en la red de la atractiva hipótesis crítica que deduce, arbitrariamente, que un mecenazgo burgués y progresista activa inexcusablemente un arte clasiquizante y realista, y que aquel otro aristocrático y conservador propicia un arte barroquizante e idealista. Como lo dicho más arriba, testimonios a favor no faltan para cubrir la pretensión de probar esta posición, pero no son ni suficientes ni concluyentes para convencer y dejar resuelta la cuestión a nivel historiográfico. En efecto, ya que resulta problemático deslindar el fenómeno del gusto y la pasión por el arte de los motivos utilitarios y de los intereses de afirmación política, de prestigio social, de convencionalismo ideológico y de uso cultural o de costumbre religiosa, a más de la desprendida liberalidad o del cálculo y la inversión económicas.Lo verdaderamente atractivo del fenómeno, y lo que es más fácil de demostrar con convicción (y por tanto, de ser admitido), es la implícita influencia condicionante, pero nunca determinante, ejercida por los mecenas, los patronos o los clientes ocasionales sobre las artes y los artistas, y que en muchas ocasiones, es cierto, llegó a ser enorme, tanto si fue ejercida por vía de convicción como por vía de imposición coercitiva, tanto directa como indirecta. La clave para aclarar tales extremos reside, es obvio, en que los recursos económicos se concentraban en la tesorería de sólo las instituciones (eclesiásticas o civiles) o en las manos de unos pocos individuos (ricos aristócratas y burgueses potentados), que son los únicos elementos sociales (potenciales o reales) con capacidad para efectuar los encargos o ultimar las compras, influyendo de este modo el gusto.Con todo, el florecimiento del mercado artístico moderno, con lo que ello supone de circulación múltiple y movimiento recurrente de compra-venta de las obras de arte, sujetas a las normas comerciales y a las leyes del libre mercado financiero, como cualquier otro producto manufacturado o bien de consumo, ocasionó la emergencia como cliente artístico del pequeño burgués.Durante el siglo XVII, la política de los grandes potentados, al seguir el ejemplo papal o real del Quinientos, trajo como consecuencia un renacer del mecenazgo artístico principesco, desplegando una gran protección y originando un vasto dispendio económico. Arquetípico fue el ejercido por Carlos I de Inglaterra (tan parejo y, a un tiempo, tan distinto al de Felipe IV de España), capaz de otorgar a su corte una imagen brillante que ha resistido el paso del tiempo, y ello a pesar de la dispersión que a su muerte sufrieron sus colecciones (ventas de 1650 y 1653), y la destrucción (incendio del palacio de Whitehall en 1698). Protector de Gentileschi, Rubens y Van Dyck, a quienes atrajo a su lado, sus planteamientos (que, junto al gusto y el placer personal, veían en el coleccionismo un instrumento cultural de afirmación política y de prestigio dinástico) variaron el concepto de mecenazgo y revitalizaron el de coleccionismo cortesano a gran escala.No deja de ser muy significativo que el puritano y republicano Cromwell, como haciéndose eco de parte de tales planteamientos: necesidad de expresar su poder, conservará personalmente los Triunfos de Mantegna y los Cartones de Raffaello comprados por su víctima.Diversa, pero también muy típica del Seiscientos, fue la actitud del archiduque Leopoldo Guillermo de Austria, gobernador de los Países Bajos meridionales (Flandes) entre 1646 y 1656. Verdadero conocedor de la pintura flamenca de los siglos XV-XVI y admirador de la pintura italiana, formó una riquísima colección en su palacio de Bruselas, en donde reunió 1.397 cuadros, 343 dibujos y 542 esculturas (Inventario, 1659), que legada a su sobrino el emperador Leopoldo I, constituyó el núcleo fundacional de las galerías imperiales vienesas. Una nota de alcance nos informa no tanto del gusto personal del archiduque, cuanto de las consecuencias a que le condujeron sus radicales prejuicios religiosos y políticos, muy propios de la época: evitar la adquisición de obras de los pintores protestantes holandeses y de Rembrandt. Su protegido, Teniers el Joven, al que nombró director de su galería, nos ha dejado varias vistas de su colección, tratadas con la minuciosidad ilustrativa de los pintores de cabinets d' amateur (El archiduque Leopoldo Guillermo visitando su galería de Bruselas) (Madrid, Museo del Prado; Viena, Kunsthistorisches Museum). De gran interés documentalista, estos cuadros son catálogos ilustrados de las galerías de pinturas, estatuas y curiosidades que atesoraban los príncipes, los nobles o los potentados cultos de la época.Relacionando diplomacia con arte (incluido el elaborado por algún coetáneo, como A. Brouwer, al que ayudó), Rubens reunió en su casa de Amberes una colección demostrativa del tono internacional alcanzado por los modos que definieron al coleccionismo europeo del siglo XVII, uniendo a la fruición estética la adquisición de prestigio económico y social, cuando no cortesano. Buena prueba del carácter áulico que, en gran medida, rodeó a la colección reunida por Rubens, fue su venta parcial al duque de Buckingham (1627).Con todo, queremos llamar la atención sobre el hecho de que Rubens tuviera 17 cuadros de Brouwer (8 poseyó Rembrandt), ya que nos introduce en el mundo de la clientela y el mercado artístico modernos, basados no tanto en la protección desplegada a favor de un artista determinado, con el que se establecía una relación de servidumbre, o en el encargo de una obra al artista que mejor se acomodara a las pretensiones e ideas del comitente, cuanto en la aplicación de los principios del mercantilismo económico, comprando la producción de las obras y almacenándolas para su reserva y posterior venta mediante subasta.