Las crónicas toltecas han pesado tradicionalmente en la reconstrucción de los sucesos acaecidos a lo largo del Postclásico Temprano en esta ciudad del norte de las tierras bajas mayas. Su historia es confusa, y no existe aún acuerdo entre los textos escritos y los datos obtenidos en las excavaciones arqueológicas. Aquellos señalan que tras su llegada Quetzalcoatl y los toltecas se asentaron en el poder en Chichén Itzá, y construyeron diversos edificios en un sector que se identifica con el nombre de Chichén Nuevo, para diferenciarlos de la sección de la ciudad construida según los cánones Puuc del Clásico Tardío. Pero los datos arqueológicos remiten una y otra vez a la contemporaneidad en el Clásico Tardío y Terminal de los dos sectores del centro y su origen maya, aunque Chichén Nuevo es interpretado como el hogar de linajes que tienen fuertes contactos con el centro de México, y que introducen rasgos procedentes de la Mesoamérica que surge de la caída de los centros clásicos. El Chichén Nuevo, situado al norte del asentamiento, está organizado en un eje este-oeste, al contrario que la mitad sur y que la mayoría de los centros Puuc, que se estructuran de norte a sur. Entre ambos núcleos se sitúa El Caracol, un observatorio astronómico de forma circular y varios pisos de altura que se considera un edificio de transición. La arquitectura tolteca es manifiesta en varios edificios de este sector, como El Castillo, El Templo de los Guerreros, las Plataformas de los Jaguares y de las Aguilas y el Altar de Cráneos o tzompantli. Pero insistiendo en la genealogía maya de sus constructores, las dos principales edificaciones, El Castillo y el Templo de los Guerreros, se levantaron sobre dos estructuras previas, muy similares, tal como se había hecho desde los inicios de la arquitectura maya monumental. No obstante, también se introducen innovaciones que revolucionan la arquitectura maya tradicional. Las columnas dejan de ser un elemento decorativo y adquieren funciones estructurales, colocándose en el interior de las habitaciones; como consecuencia de ello se consiguen salas hipóstilas y espacios mucho más amplios que ya no se cubren con la bóveda de aproximación de hiladas, sino con techumbres planas, como en el centro de México. El volumen de los edificios y su disposición en el plano es más espectacular, consiguiéndose un mayor dramatismo arquitectónico. Dramatismo que se acentúa con la iconografía escultórica de la ciudad a base de guerreros de órdenes militares, serpientes emplumadas, altares de cráneos y animales totémicos devorando corazones humanos. Un edificio muy importante en este sector es el del juego de pelota, de paredes verticales y anillos marcadores. En el talud inferior de las banquetas se tallaron complicadas escenas que tienen una fuerte similitud iconográfica con las halladas en los juegos de pelota de El Tajín. Jugadores, ricamente ataviados según patrones toltecas y mayas, y portando yugos y palmas semejantes a los característicos de Veracruz, se han enfrentado en el terreno de juego, y el capitán del equipo vencedor corta la cabeza de su homólogo del equipo perdedor; la pelota, situada en el centro de la escena, está decorada con el símbolo de la muerte. En los edificios resulta frecuente la integración de la escultura tal y como se ha definido para Tula: salas hipóstilas de pilastras y columnas, como en el conjunto de El Mercado, muchas de ellas decoradas con guerreros pertenecientes a las órdenes militares del jaguar y del águila; grandes losas talladas con jaguares y águilas devorando corazones humanos y asociadas a plataformas que conservan el talud y el tablero como remanente de la decoración escultórica característica del centro de México; tronos sostenidos por atlantes con los brazos en alto, portaestandartes y serpientes emplumadas asociadas a fustes de columnas que fueron empleadas para sostener los dinteles de los edificios. Entre las esculturas en bulto redondo destacan los chac mool, que fueron confeccionados en mayor número y con superior variedad y maestría que en Tula. Un campo de expresión importante en Chichén Itzá durante el Postclásico Temprano debió de ser la pintura mural sobre estuco; constatada en varios edificios importantes de la ciudad, contiene escenas mayas y toltecas que documentan acontecimientos históricos y comerciales, junto a otras que tienen un carácter más cotidiano. Pero ponen de relieve claras diferencias con la gran tradición de arte mural del Clásico, con sentido distinto de la proporción, menor naturalismo y, en definitiva, mayor relación con las prácticas desarrolladas en la cuenca de México. El Cenote de los Sacrificios es un enorme pozo natural que fue utilizado a lo largo de todo el Postclásico con una finalidad ritual y mitológica de enorme relevancia. En él se depositaron como ofrendas gran cantidad de objetos de status que documentan los gustos artísticos de la etapa: discos de turquesa, oro y otros metales, placas de jade, hueso trabajado, cerámicas Tohil e incensarios, pipas y multitud de materiales fueron extraídos en diferentes trabajos de dragado del cenote.
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En los casi cinco siglos que abarca la Plena y Baja Edad Media nos vamos a encontrar en Europa dos estilos claramente definidos que podrían considerarse evolutivos. Se trata del Románico y el Gótico, movimientos artísticos que tienen su nacimiento en Francia y que paulatinamente se van extendiendo por todo el continente con mayor o menor rapidez gracias a las peregrinaciones y los contactos existentes en la época. Si bien en cada zona tanto Románico como Gótico tienen elementos identificativos será Italia el lugar donde menor impacto se manifieste y por lo tanto será este lugar donde se produzca un desarrollo más rápido del arte renacentista. En otras zonas como España, en pleno siglo XVI aún se producen manifestaciones góticas lo que demuestra la diferente evolución cronológica de los territorios. Sin embargo, para unificar criterios podemos decir que el Románico abarcaría los siglos XI y XII mientras que el gótico se extendería por los siglos XIII y XIV, alcanzando en numerosos lugares el propio siglo XV cuando en Italia se está viviendo el Quattrocento. Ambos estilos artísticos son eminentemente religiosos ya que es el momento en el que la Iglesia manifiesta con claridad su poder económico, político y espiritual. Las iglesias y catedrales inundan los espacios mientras que las edificaciones civiles gozan de menor monumentalidad artística aunque no de espectacularidad como se pone de manifiesto con los castillos y escasos palacios conservados.
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Los mayas lograron similar maestría artística con una variadísima gama de objetos que la obtenida en el arte mayor. Tumbas, escondites, depósitos problemáticos, ofrendas de fundación y otros rasgos de deposición ritual contuvieron materiales de alto status que fueron intercambiados de unas regiones a otras. Cerámicas polícromas, jades trabajados en forma de orejeras, pectorales, máscaras funerarias, cuentas, pendientes y placas, conchas procedentes de los dos océanos, obsidiana, pedernal, turquesa, pirita, etcétera, se utilizaron ampliamente como ofrendas en los recintos rituales de los mayas.Las cerámicas polícromas, manufacturadas muchas de ellas para beber cacao en los ceremoniales y en las reuniones de la corte, fueron depositadas como contenedores de bebida y alimentos en las tumbas de los señores importantes, y desarrollan un llamado estilo códice en el que se relatan pasajes importantes de la mitología y del ritual maya. También en cerámica se confeccionaron una gran cantidad de figurillas durante el Clásico Tardío. Entre ellas destacan, sin duda alguna, las procedentes de la isla de Jaina, que reflejan una amplia gama de actividades: domésticas, sociales, etc.Junto con todo lo ya descrito, excéntricos de pedernal y obsidiana, tallas de jade, o delicados trabajos en hueso y en madera, completan nuestra visión sobre el esplendor cultural que alcanzó la civilización maya durante el período Clásico. Pero, a lo largo del siglo IX, los grandes logros artísticos e intelectuales conseguidos en el sur de las tierras bajas, se colapsaron de una manera brusca, las ciudades fueron prácticamente abandonadas, en un fenómeno cultural que aún hoy día resulta de difícil explicación para los mayistas.
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Muchos investigadores estiman que una de las características más notorias de las civilizaciones antiguas es la utilización de un sistema de escritura. Mesoamérica, como zona de alta cultura, desarrolló un modelo escrituario independiente, mediante cuyos signos se transmitieron los conocimientos científicos y los acontecimientos sociopolíticos protagonizados por la clase dirigente. Después, cada cultura mesoamericana aplicó sus propios signos, aunque algunos temas se utilizaron de manera recurrente: sistema de cuenta, registros calendáricos y métodos de escritura. Todos estos sistemas fueron expresados de manera íntimamente ligada a las manifestaciones artísticas, asentándose a lo largo del Formativo Tardío; la mayor parte de los jeroglíficos mesoamericanos, expresados en piedra, cerámica, códices y otros medios, constituyen por sí mismos una realización artística que afecta a la escultura y a la pintura.
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Durante el Imperio mogol de la India el arte floreció con todos los emperadores hasta finales del siglo XVII, exceptuando a Aurangzeb, que ejerció un débil mecenazgo. La pintura y la arquitectura se convirtieron en los lenguajes artísticos preferidos por el poder. Se considera a Akbar como el fundador de la pintura mogola, llevando a la India a grandes pintores como Mir Saiyide Alí y Abdus Samad. Ellos se encargaron de formar a un buen número de pintores, principalmente de Gujarat, Rajastán y Cachemira, introduciéndoles en el estilo formalista y la cargada ornamentación, todo con gran colorido y vivacidad. A la muerte de Akbar, podían encontrarse en su biblioteca cerca de 24.000 manuscritos ilustrados, pese a que el mismo emperador no sabía leer. Mejor labor de mecenazgo hizo Jahangir, alcanzando con él la pintura mogola su gama más amplia en modos y formas distintivas. Permanece en su tiempo la vitalidad de las obras que caracterizaba a las realizadas bajo Akbar, pero sin el movimiento de multitudes y con un mayor interés por mostrar la personalidad humana. Además, la pintura del periodo se caracteriza por el surgimiento de un nuevo realismo, como se muestra en las pinturas de plantas y animales de Mansur. El interés de Jahangir por la pintura le llevó a interesarse por ésta hasta extremos insospechados. Así lo confiesa él mismo en sus memorias: "Por lo que a mí respecta, mi afición a la pintura y mi práctica para juzgarla han llegado a tal punto que, cuando me presentan alguna obra..., digo al instante si es de éste o de aquel pintor. Y si se trata de una obra que contiene varios retratos, y cada uno es obra de un maestro diferente, yo puedo descubrir cuál es obra de un maestro diferente, yo puedo descubrir cuál es el rostro que ha pintado cada uno de ellos. Y si alguna otra persona ha introducido algo en el ojo o en las cejas de un rostro, puedo percibir de quién es el rostro original y de quién el añadido de los ojos y las cejas." Aún mejor que la pintura, la arquitectura expresa la síntesis de los modos islámico e indio, así como la pujanza del imperio mogol. La sabia mezcla de ambas tradiciones arquitectónicas alcanza su esplendor en Fatehpur Sikri, la que fuera provisionalmente capital de Akbar, cerca de Agra, construida entre 1569 y 1585. Su arquitectura combina elementos islámicos como bóvedas, arcos y amplios patios, junto con la solidez, la piedra lisa y la decoración ornamental hindú. Shah Jahan, maestro de constructores, devolvió la capitalidad a Delhi e impulsó la construcción de edificaciones magníficas como el Fuerte Rojo y el incomparable Taj-Mahal.
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Se debe a Gómez Moreno el hallazgo del término mozárabe para designar al arte cristiano español del siglo X; el período comprendería la época de los conflictos en Córdoba con los mozárabes cristianos desde mediados del siglo IX, hasta la caída del califato y el auge del reino castellano-leonés en el siglo XI. Se caracteriza el arte mozárabe por la introducción de formas constructivas y decorativas musulmanas en el arte cristiano; su vehículo de transmisión serían los, monjes evadidos de Córdoba por la represión califal, cuya intervención fue decisiva en la repoblación del valle del Duero. Esta delimitación esquemática del arte mozárabe ha sido discutida y matizada por muchos investigadores, lo que no impide que el término siga siendo hoy el más claro para referirse a un buen número de edificios religiosos. La aplicación estricta del término mozárabe, como calificativo de cristianos islamizados, corresponde a las comunidades que se mantuvieron dentro de los territorios musulmanes y en las que se conservó, entre otros rasgos de la cultura visigoda originaria, el ritual hispánico que aún mantiene como seña de antigüedad la iglesia toledana. El mejor símbolo de su aceptación de formas artísticas islámicas está en las miniaturas de los libros sagrados; entre los cristianos andaluces de los siglos VIII y IX, la convivencia con los ambientes culturales islámicos hizo que se introdujeran en las copias de las miniaturas visigodas, elementos artísticos nuevos, luego trasladados hasta León y Castilla; esta síntesis es la que triunfa en el siglo X y a la que corresponde la ilustración de las Biblias leonesas o de los Beatos. Pueden llamarse también mozárabes, con pleno sentido, las iglesias cristianas de Andalucía y Toledo, hechas durante la ocupación islámica y con influencias del arte musulmán; este capítulo abarca pocas y pobres construcciones, de un período breve por claras razones históricas. Esta arquitectura mozárabe, al igual que la miniatura, puede considerarse una prolongación tardía del arte visigodo con influencias musulmanas. De otra parte está la introducción de formas constructivas y ornamentales musulmanas en el arte de los reinos cristianos del siglo X. En su difusión intervienen los monjes que huyen de la persecución del Califato, y que hasta entonces eran mozárabes; pero el vehículo directo parece estar en una emigración importante de gentes de nombre y lengua árabes, que aun procediendo de la vieja población hispanorromana o de los repobladores berberiscos, habían aceptado ya plenamente la cultura musulmana. Es complejo matizar las diferencias entre este fenómeno y el arte mudéjar posterior; la realidad de sus manifestaciones coincide en poner al servicio del arte cristiano los recursos y las técnicas de la albañilería musulmana, y esto no se debe a una adaptación de conveniencia bajo el poder islámico, sino a una tendencia libre y a una aceptación del gusto exótico de unos vecinos hacia los que se manifiesta cierto reconocimiento de primacía cultural. En este sentido, gran parte de la arquitectura que llamamos mozárabe es un preludio de la mudéjar y de todos los casos en los que el gusto árabe se hace presente en el arte occidental, ya que incorpora sus ingredientes fundamentales: una fisonomía exótica, animada y colorista de la ornamentación arquitectónica obtenida con materiales menudos y pobres, de fácil adquisición, cuyo mayor mérito está en la ejecución por albañiles, carpinteros, yeseros y pintores con una rica formación profesional en la geometría.
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Esta imagen de la repoblación cristiana en el Duero es la que transmiten las crónicas y documentos, cuya revisión y crítica se deben a Sánchez Albornoz, pero también se mantiene la duda sobre si efectivamente quedarían absolutamente despobladas las tierras montañosas de León y Zamora. Ya se ha puesto de manifiesto la forma en la que los nuevos monjes reutilizaron edificios anteriores y volvieron a colocar desordenadamente piezas excepcionales de estilo bizantino leonés, dentro de fábricas pobres de mampostería menuda o ladrillo. Las aportaciones que llegan desde Andalucía están esencialmente en una nueva forma de construir, con materiales de pequeño tamaño y abundancia de yeso y mortero, incluso en las techumbres. El paso de la construcción visigoda a la mozárabe, tras casi doscientos años de abandono de los oficios tradicionales, es un cambio de la cantería por la albañilería y de la carpintería de armar por la carpintería de lo blanco. Como ventaja del estilo traído por los mozárabes desde Andalucía, frente al abandono de los materiales más nobles, está la aportación de formas ligeras y elegantes, el tratamiento, libre de los propios elementos constructivos como partes de la ornamentación y la introducción del colorido. Gracias a la manipulación de materiales más ligeros, las iglesias de los monjes mozárabes pueden desarrollar alturas considerables y dar mayor vuelo a los tejados gracias a las armaduras menos pesadas de teja curva. Uno de sus caracteres más originales está en el empleo de bóvedas gallonadas o de cascos, dispuestas con formas muy variadas; en Escalada y Peñalba, las capillas llevan los paños cóncavos distribuidos sobre el fondo curvo, y sobre la entrada hay otro mayor, como de un cuarto de bóveda de arista; en Santo Tomás de las Ollas (cerca de Ponferrada, León), esta misma disposición se hace sobre una planta ligeramente elíptica, con el resultado de paños muy agudos, cuyas aristas arrancan de las claves de la arquería mural, y sobre la entrada se coloca un paño mayor que cubre la puerta con dos laterales muy estrechos; la cúpula central de Peñalba, gallonada de ocho cascos, no arranca sobre tambor, trompas o pechinas, sino sobre cuatro arcos murales apoyados en repisas y las aristas cargan a los lados de las claves. No podemos afirmar que estas ideas tan originales en la resolución de las bóvedas procedan de los monjes emigrantes o de albañiles musulmanes adscritos a sus conventos. Algunas indicaciones se ofrecen en el caso de San Miguel de Celanova; esta pequeña construcción se ha mantenido intacta durante más de un milenio dentro del gran monasterio gallego y es su único recuerdo de la época en la que lo regentaba el casi mítico San Rosendo. La noble familia del fundador tuvo un buen número de "servos de origine maurorum", algunos de los cuales ejercieron distintos oficios en Celanova y llegaron a integrarse en la comunidad monástica. Hacia el año 940 se levantó allí el pequeño oratorio de San Miguel, como pequeña hospedería de peregrinos y memoria de Froila, el hermano de San Rosendo que había hecho la primera dotación del monasterio. San Miguel de Celanova se compone de un vestíbulo con entrada lateral, una sala cuadrada de mayor altura, que hace de cuerpo de toda la iglesia, y una capilla muy pequeña, circular por dentro, con el espacio justo para que el sacerdote rodee la mesa del altar, en sólo 1,35 metros de diámetro. La construcción de los muros, con sillería de granito de tamaño desigual, es la tradicional de la zona, hecha con cierta desconfianza, que llevó a darles un grueso considerable y a colocar pilares exteriores de refuerzo en los lados del vestíbulo y la nave; estos contrarrestos no se aplicaron, sin embargo, a soportar las cargas de las bóvedas, que van directamente a los muros en el vestíbulo y la capilla, mientras que la sala central cuenta con arcos murales sobre repisas, como los de Santiago de Peñalba, aunque los arcos son de herradura, al igual que las aristas de la bóveda. La capilla tiene bóveda de ocho cascos iguales, con aristas prolongadas hasta la herradura. La disposición del edificio no tiene precedentes en la arquitectura cristiana, pero sí recuerda la de oratorios musulmanes, y la de un baño doméstico de Medina-Azahara. Puede que en la arquitectura de pequeños edificios musulmanes andaluces fuera habitual el desarrollo de estos recursos constructivos, y que allí los hubieran aprendido los siervos musulmanes de San Rosendo; las bóvedas de cascos mozárabes encuentran precedentes lejanos e independientes en el mundo romano o en el bizantino, pero debió existir un foco en el qué se aplicaran antes con carácter más generalizado y éste debe buscarse en la Córdoba califal, de la que sólo conocemos con detalle los grandes monumentos, pero casi nada de la arquitectura menor o la doméstica. Otro ejemplo de bóvedas singulares en iglesias del llamado ciclo mozárabe son las dos cupulillas esquifadas con nervios radiales de San Millán de Suso; el sistema de nervaduras cruzadas en las bóvedas es aquí el musulmán, bien distinto del gótico cristiano. El mismo sistema se ofrece en la cubierta de San Baudelio de Berlanga con versiones originales; el conjunto de la iglesia tiene un gran pilar cilíndrico en el centro que sirve de arranque a ocho nervios dirigidos hacia los ángulos y los puntos medios de los muros; estos nervios, con su aspecto arbóreo de ramas de palmeras, no hacen sino reforzar una cúpula esquifada, en cuyo tronco o soporte central hay una curiosa linterna que también se cubre con cúpula de nervios, en este caso, dos en cruz, que aguantan a dos parejas cruzadas. Hay en la misma iglesia once bovedillas de artesa de cinco paños y todos los arcos son de herradura, revelando la intervención de artífices formados en ambientes musulmanes; por razones históricas y estilísticas, todo ello es del siglo XI, posterior al período mozárabe clásico, pero es índice del empleo de recursos similares, es decir, el aprovechamiento de las técnicas y la mano de obra que operan en la España islámica al servicio de una construcción cristiana. El modillón de lóbulos es otro de los elementos característicos de las iglesias mozárabes. Consiste en una pieza saliente del alero, para soportar el vuelo del tejado, conocida y utilizada con múltiples variantes desde la arquitectura clásica a la románica, según estudió minuciosamente el arquitecto Leopoldo Torres Balbás. A su misma categoría arquitectónica pertenecen las ménsulas o repisas que se han indicado en el apeo de los arcos murales de Santiago de Peñalba y San Miguel de Celanova, siendo las de esta última un trasunto perfecto de las que se ofrecen en las arquerías de la gran mezquita cordobesa. En las iglesias mozárabes los modillones tienen una longitud muy superior a los de cualquier otra época y estilo; su desarrollo suele ser algo cóncavo por la parte inferior, en la que se disponen los rollos o lóbulos, siempre más grueso el del extremo; en las caras laterales, cada círculo de los rollos se decora con un tema como los tan conocidos en el repertorio visigodo geométrico, pero nunca con sentido específico cristiano, sino puramente decorativos; hay rosetas de seis o más pétalos, aguzados o curvos, estrellas formadas por triángulos y cuadrados superpuestos y las ruedas de radios curvos, tan apreciadas en la región desde época prerromana. Parece que el origen del modelo de modillón mozárabe debe buscarse en obras de madera, y existen en San Miguel de Escalada algunos canecillos originales con el mismo diseño y función; también de la artesanía carpintera tradicional en la región podría proceder el tipo de ornamentaciones, según todos los investigadores. El modillón de lóbulos es el elemento más constante en todo este ciclo del arte mozárabe. En San Miguel de Escalada hay unos lisos, otros decorados y la misma forma en canes de madera; en San Cebrián de Mazote se han encontrado al hacer restauraciones; en Santiago de Peñalba quedan en cierto número en los tejados más altos; San Miguel de Celanova conserva la serie completa, salvo uno restaurado, de la sala central, ya que la capilla y el vestíbulo no los tenían; en Santa María de Lebeña unos son originales y otros son hechos a su imitación en las restauraciones de fines del XIX, que además los colocaron en número excesivo y sobre muros que no los poseyeron originalmente; los de Lebeña son los más cortos de la serie, pero su decoración es generosa y cubre toda la superficie lisa inmediata a los rollos; también en Cantabria, pero más hacia el este, San Román de Moroso ha conservado un buen número, de labra algo tosca, como los de Santa Leocadia de Helguera, pequeña iglesia cercana cuya reciente identificación como mozárabe se debe precisamente a la conservación muy aceptable de todos los modillones y el alero de la capilla, dentro de un edificio de absoluta sobriedad ornamental. Los modillones de lóbulos son tan uniformes en las iglesias mozárabes como para no dudar que corresponden a una época y un taller bien definidos; el origen musulmán y cordobés de la pieza arquitectónica se establece con claridad a fines del siglo IX o comienzos del X, aunque es en las fases más avanzadas de la Mezquita y en Medina-Azahara, donde parece que se ha desarrollado plenamente el modelo importado a tierras leonesas; la combinación con las decoraciones de carpintería tradicional debió idearse en alguna de las primeras iglesias y extenderse desde allí como moda. Podría decirse que las cuadrillas de albañiles-techadores islamizados que propagaron las bóvedas de cascos, llevaron en su equipo a un tallista de modillones reclutado entre los carpinteros locales. Aunque no deba concluirse que todo lo que corresponde a estas manifestaciones del arte mozárabe lo ejecutó un solo grupo de operarios, todo resulta tan parejo y original, que ha tenido que producirse por técnicos de formación muy similar y que trabajaron conociendo las obras de los otros o intercambiándose métodos y modelos. Esta idea se complementa con la observación de la serie de modillones de San Millán de Suso; tienen aquí las mismas características de traza y decoración, pero el perfil general de la pieza es casi cuadrado por el añadido de una aleta en el canto, con decoraciones caladas, cuyo prototipo está en la ampliación de la mezquita de Córdoba por Almanzor; si estos modillones son los más modernos dentro del grupo mozárabe, su diseño habría combinado la forma ya desarrollada en las iglesias cristianas con una nueva aportación islámica. Es conocido que el tema de los modillones de lóbulos pasa en el siglo XI al arte románico francés, dando lugar a nuevos tipos y con decoraciones distintas. Parece que en este caso, más que la transmisión de una forma ornamental, se da la difusión de todo un sistema de aparejo de cubiertas, desarrollado en la Córdoba califal y propagado por albañiles andaluces, que trabajan en cada lugar con los materiales y las formas decorativas tradicionales allí.
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Las particulares circunstancias de la historia medieval de España, con la presencia del Islam sobre el solar hispánico durante ocho siglos, desde la invasión musulmana en el año 711 hasta la reconquista cristiana de Granada en el año 1492, dejaron una profunda huella en la cultura española, que determinada corriente historiográfica ha minusvalorado sistemáticamente, a pesar de lo cual el eminente historiador Ramón Menéndez Pidal tuvo que definir a España en un conocido estudio como eslabón entre la Cristiandad y el Islam. Durante estos ocho siglos España quedó dividida entre la Cristiandad y el Islam, dos culturas enfrentadas política y religiosamente. Pero el estudio de la historia militar y política de la Reconquista enmascara y oculta, con frecuencia, otra historia de enseñanzas más ricas, la de los contactos culturales entre cristianos y musulmanes. En un primer momento comunidades de cristianos (mozárabes) y de judíos vivirán como tributarios bajo dominio musulmán, época en la que numerosos cristianos se convertirán al Islam (muladíes). Pero después, cuando la balanza, política se inclina del lado cristiano con el progresivo avance de la reconquista serán los musulmanes vencidos (moros o mudéjares) y los judíos quienes vivan como súbditos de los reyes castellanos y aragoneses. Es esta rica historia de civilización, de formas de vida y de cultura, que se desarrollan a ambos lados de las fronteras políticas, y que en períodos de paz establecen cordiales relaciones de vecindad y contactos culturales profundos, la que ahora nos interesa en primer lugar.
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Las particulares circunstancias de la historia medieval de España, con la presencia del Islam sobre el solar hispánico durante ocho siglos, dejaron una profunda huella en la cultura española. Uno de estos contactos culturales profundos entre la Cristiandad y el Islam se produce a partir de la reconquista cristiana de al-Andalus. La dificultad de los reinos cristianos del norte peninsular para repoblar los vastos territorios conquistados abocó a una decisión política de profundas consecuencias para la cultura medieval española: autorizar a la población musulmana vencida a quedarse bajo dominio cristiano en los territorios conquistados, conservando la religión islámica, la lengua árabe y una organización jurídica propia. Son los mudéjares. Esta asimilación cultural de los mudéjares, la fascinación de los cristianos por los monumentos islámicos de las ciudades reconquistadas, así como las estrechas relaciones que se mantienen con los territorios de al-Andalus aún no reconquistados, son algunos de los factores que explican el singular fenómeno del arte mudéjar. El mudéjar constituye la manifestación artística más genuina de la España cristiana medieval, expresión del pensamiento plástico de una sociedad en la que convivieron cristianos, musulmanes y judíos. Estas circunstancias sociales hicieron posible el nacimiento del arte mudéjar, pervivencia de la tradición artística islámica en la España cristiana medieval, que dio lugar a una nueva expresión artística, diferente de los elementos islámicos y cristianos que la integran. A pesar de esta singularidad, el mudéjar tal vez ha sido la manifestación del arte español más contradictoriamente interpretada hasta el momento. De un lado, se alinean quienes han situado culturalmente al mudéjar dentro de la historia del arte hispanomusulmán, como un brillante capítulo final. De otro lado, se posicionan quienes han interpretado el mudéjar como un añadido ornamental de tradición islámica a los estilos románico o gótico. Sin embargo, podemos afirmar que el mudéjar no corresponde, en sentido estricto, ni a la historia del arte musulmán ni a la del arte occidental cristiano, ya que es un eslabón de enlace entre ambas; es un fenómeno singular de la historia del arte español. El primer factor que posibilita el nacimiento del arte mudéjar es la fascinación que la sociedad cristiana manifestó ante las creaciones artísticas del Islam desde un primer momento. El siguiente factor que incide de manera decisiva en la formación del arte mudéjar es el propio proceso histórico de la reconquista. La paulatina ocupación del territorio incorpora además al dominio cristiano un ingente patrimonio monumental islámico, entre el que sobresalen los alcázares y las mezquitas, que se convierten en alcázares de los reyes cristianos y en catedrales. Son numerosas las causas que se han señalado para explicar el éxito del arte mudéjar, que alcanzó una enorme expansión durante los siglos bajomedievales, salpicando profusamente de monumentos casi toda la geografía española. Se ha hablado de condicionamientos geográficos para la expresión de la arquitectura románica y gótica, que utiliza como material la piedra sillar, difícil de obtener en muchos puntos del solar hispánico; también de crisis y recesión económicas, que explicaría la difusión de un sistema constructivo considerado más barato, y asimismo de la existencia de una mano de obra, los mudéjares, considerada en líneas generales más abundante, barata, rápida y eficaz. En el arte mudéjar, por encima de todos los matices y diferencias formales que se pueden establecer en función del espacio y el tiempo, existe una asombrosa unidad que se fundamenta en el sistema de trabajo. De cualquier manera podemos establecer diversas escuelas regionales o focos. El mudéjar leonés y castellano viejo nos interesa particularmente durante los siglos XII y XIII. La primera arquitectura mudéjar de esta amplia zona, distribuida por ambas márgenes del Duero, abarca desde la comarca de Sahagún, en León, hasta la de la Moraña, en Avila. A mediados del siglo XIII confluyen sobre la ciudad de Toledo nuevos aires formales, que proceden tanto de la Cristiandad como del Islam; Toledo actúa de crisol de los elementos góticos y almohades que van a caracterizar al arte mudéjar a partir de la segunda mitad del siglo XIII, y que desde aquí se difunde por toda la Península. Si bien la historiografía tradicional había vaciado al foco mudéjar extremeño de personalidad propia, los nuevos estudios han revelado una poderosa personalidad. El mudéjar andaluz se presenta rico y multiforme tanto por razones geográficas como, sobre todo, por razones históricas. El foco mudéjar aragonés es probablemente el de más poderosa personalidad artística en el panorama hispánico. A la configuración de esta fuerte singularidad contribuye el importante papel que el ladrillo juega en la arquitectura mudéjar aragonesa, tanto con carácter constructivo como ornamental. Con esta aproximación al arte mudéjar hemos podido comprobar cómo se trata de un fenómeno singular, privativo del arte español, nacido y desarrollado en la España medieval cristiana como consecuencia de la pervivencia de lo islámico, una realidad artística nueva en la que se funden elementos formales de Oriente y de Occidente. Como bien dijo Menéndez Pelayo, "el mudéjar constituye el único estilo artístico del que España puede presumir como propio".
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Los murales de Teotihuacan están presididos por grandes imágenes de divinidades o sus personificaciones vestidas con vistosos trajes y tocados. Sin duda, la figura principal en la pintura es el dios de la lluvia, Tlaloc, que presidió rituales emparentados con el agua, la tierra, la fertilidad y la guerra. Son las escenas representadas en el Tlalocan (Paraíso de Tlaloc) de Tepantitla y en el Patio de los Jaguares. Junto a él, serpientes emplumadas, jaguares, pájaros de vistosos plumajes y árboles se combinan en diferentes escenas mitológicas y rituales. Otros murales como el del Maguey, los de Atetelco, Tetitla, Zacuala o Teopancaxco, nos informan tanto del panteón teotihuacano como de anotaciones calendáricas, visión del mundo, actividades guerreras y relaciones con el exterior; y resultan muy útiles para conocer sus contactos con regiones distantes como Oaxaca, la Costa del Golfo y el área maya. A partir del siglo V, y coincidiendo con la expansión de la cultura teotihuacana a otros territorios, los murales se llenan de motivos militaristas, con figuras antropomorfas armadas de escudos, dardos y atlatls, jaguares y coyotes que comen corazones humanos, y diferentes signos calendáricos de clara asociación con contextos dinásticos. Las cerámicas de lujo se recubrieron con una fina capa de estuco y sobre él se pintaron escenas geométricas y naturalistas, con un estilo simbólico en el que se inscriben dioses, animales, fenómenos terrestres y marinos y jeroglíficos. Tlaloc, Huehueteotl, el Dios Gordo, Xipe Totec y, al final de la secuencia, Quetzalcoatl, fueron representados en formas de cilindros trípodes -con tapadera- mediante estuco, pintura, relieve e incisión. Una fina y característica cerámica conocida como Naranja Delgada tuvo una gran aceptación y distribución en los centros de la Mesoamérica clásica.