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Barroco8

Desarrollo


Hemos intentado dejar claro que el Barroco fue, a la vez, rural y urbano, nobiliar y burgués, católico y protestante, y que contribuyó, en tanto de arte de síntesis, a la unidad cultural de toda la época. O, dicho de otra manera, que las formas artísticas del Barroco, en su variedad de corrientes y en su multiplicidad de tendencias, no fueron privativas de ninguna ideología religiosa, régimen político, sistema económico o clase social, sino que se convinieron a todos los usos. La cuestión estriba en algo que ya hemos insinuado: en los artistas y en sus capacidades de concepción y de elaboración de las obras de arte en sí mismas consideradas, así como en sus facultades de interpretación y de traslación, o de adecuación del gusto, de las aficiones o de las simples indicaciones de aquellas personas, grupos o instituciones, que les demandaban sus obras, encargándoselas o comprándoselas.También aquí, a la hora de las interpretaciones, es fácil caer en la red de la atractiva hipótesis crítica que deduce, arbitrariamente, que un mecenazgo burgués y progresista activa inexcusablemente un arte clasiquizante y realista, y que aquel otro aristocrático y conservador propicia un arte barroquizante e idealista. Como lo dicho más arriba, testimonios a favor no faltan para cubrir la pretensión de probar esta posición, pero no son ni suficientes ni concluyentes para convencer y dejar resuelta la cuestión a nivel historiográfico. En efecto, ya que resulta problemático deslindar el fenómeno del gusto y la pasión por el arte de los motivos utilitarios y de los intereses de afirmación política, de prestigio social, de convencionalismo ideológico y de uso cultural o de costumbre religiosa, a más de la desprendida liberalidad o del cálculo y la inversión económicas.

Lo verdaderamente atractivo del fenómeno, y lo que es más fácil de demostrar con convicción (y por tanto, de ser admitido), es la implícita influencia condicionante, pero nunca determinante, ejercida por los mecenas, los patronos o los clientes ocasionales sobre las artes y los artistas, y que en muchas ocasiones, es cierto, llegó a ser enorme, tanto si fue ejercida por vía de convicción como por vía de imposición coercitiva, tanto directa como indirecta. La clave para aclarar tales extremos reside, es obvio, en que los recursos económicos se concentraban en la tesorería de sólo las instituciones (eclesiásticas o civiles) o en las manos de unos pocos individuos (ricos aristócratas y burgueses potentados), que son los únicos elementos sociales (potenciales o reales) con capacidad para efectuar los encargos o ultimar las compras, influyendo de este modo el gusto.Con todo, el florecimiento del mercado artístico moderno, con lo que ello supone de circulación múltiple y movimiento recurrente de compra-venta de las obras de arte, sujetas a las normas comerciales y a las leyes del libre mercado financiero, como cualquier otro producto manufacturado o bien de consumo, ocasionó la emergencia como cliente artístico del pequeño burgués.Durante el siglo XVII, la política de los grandes potentados, al seguir el ejemplo papal o real del Quinientos, trajo como consecuencia un renacer del mecenazgo artístico principesco, desplegando una gran protección y originando un vasto dispendio económico.

Arquetípico fue el ejercido por Carlos I de Inglaterra (tan parejo y, a un tiempo, tan distinto al de Felipe IV de España), capaz de otorgar a su corte una imagen brillante que ha resistido el paso del tiempo, y ello a pesar de la dispersión que a su muerte sufrieron sus colecciones (ventas de 1650 y 1653), y la destrucción (incendio del palacio de Whitehall en 1698). Protector de Gentileschi, Rubens y Van Dyck, a quienes atrajo a su lado, sus planteamientos (que, junto al gusto y el placer personal, veían en el coleccionismo un instrumento cultural de afirmación política y de prestigio dinástico) variaron el concepto de mecenazgo y revitalizaron el de coleccionismo cortesano a gran escala.No deja de ser muy significativo que el puritano y republicano Cromwell, como haciéndose eco de parte de tales planteamientos: necesidad de expresar su poder, conservará personalmente los Triunfos de Mantegna y los Cartones de Raffaello comprados por su víctima.Diversa, pero también muy típica del Seiscientos, fue la actitud del archiduque Leopoldo Guillermo de Austria, gobernador de los Países Bajos meridionales (Flandes) entre 1646 y 1656. Verdadero conocedor de la pintura flamenca de los siglos XV-XVI y admirador de la pintura italiana, formó una riquísima colección en su palacio de Bruselas, en donde reunió 1.397 cuadros, 343 dibujos y 542 esculturas (Inventario, 1659), que legada a su sobrino el emperador Leopoldo I, constituyó el núcleo fundacional de las galerías imperiales vienesas.

Una nota de alcance nos informa no tanto del gusto personal del archiduque, cuanto de las consecuencias a que le condujeron sus radicales prejuicios religiosos y políticos, muy propios de la época: evitar la adquisición de obras de los pintores protestantes holandeses y de Rembrandt. Su protegido, Teniers el Joven, al que nombró director de su galería, nos ha dejado varias vistas de su colección, tratadas con la minuciosidad ilustrativa de los pintores de cabinets d' amateur (El archiduque Leopoldo Guillermo visitando su galería de Bruselas) (Madrid, Museo del Prado; Viena, Kunsthistorisches Museum). De gran interés documentalista, estos cuadros son catálogos ilustrados de las galerías de pinturas, estatuas y curiosidades que atesoraban los príncipes, los nobles o los potentados cultos de la época.Relacionando diplomacia con arte (incluido el elaborado por algún coetáneo, como A. Brouwer, al que ayudó), Rubens reunió en su casa de Amberes una colección demostrativa del tono internacional alcanzado por los modos que definieron al coleccionismo europeo del siglo XVII, uniendo a la fruición estética la adquisición de prestigio económico y social, cuando no cortesano. Buena prueba del carácter áulico que, en gran medida, rodeó a la colección reunida por Rubens, fue su venta parcial al duque de Buckingham (1627).Con todo, queremos llamar la atención sobre el hecho de que Rubens tuviera 17 cuadros de Brouwer (8 poseyó Rembrandt), ya que nos introduce en el mundo de la clientela y el mercado artístico modernos, basados no tanto en la protección desplegada a favor de un artista determinado, con el que se establecía una relación de servidumbre, o en el encargo de una obra al artista que mejor se acomodara a las pretensiones e ideas del comitente, cuanto en la aplicación de los principios del mercantilismo económico, comprando la producción de las obras y almacenándolas para su reserva y posterior venta mediante subasta.

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