A las 5,35 del día 10 de mayo de 1940 el Führer, como comandante supremo, ordena el ataque en el oeste. Ataque simultáneo contra Holanda, Bélgica, Luxemburgo y Francia, mientras se combatía todavía en Noruega: 89 divisiones (más 47 en reserva), 3.000 carros y 3.200 aviones penetran en los tres primeros países y la Luftwaffe bombardea Francia, hasta el Ródano. En Holanda, el plan alemán consiste en circunvalar las líneas de inundación, para lo que se hace imprescindible controlar los puentes, especialmente en el Moerdijk y en el Maas, la zona de Rotterdam, y los aeropuertos de las grandes ciudades. Un plan adicional prevé la captura del Gobierno en La Haya. El 10 de mayo La Haya y Rotterdam son atacadas por tropas aerotransportadas, mientras se desencadena el ataque en la frontera este de Holanda. Los alemanes fracasan en tomar los diques que cierran el Zuiderzee en el norte, lo que les impide alcanzar Amsterdam. En el centro, el mismo día alcanzan los ríos Ijssel y Maas. Tampoco pueden ocupar algunos aeropuertos alrededor de La Haya y esto salva al gobierno holandés; aquí los alemanes dejan en manos enemigas a 1.100 prisioneros, embarcados inmediatamente hacía Gran Bretaña. No ocurrió lo mismo en Waalhaven, el aeropuerto de Rotterdam, que cae en manos alemanas pero no así la ciudad. Mientras, sólo algún avión holandés trata de contrarrestar los ataques aéreos alemanes -los aviones aliados no hacen acto de presencia-. Para el día 12 puede decirse que la aviación holandesa ha dejado de existir. El 10 caen también los puentes del Moerdijk, intactos, en manos alemanas. El país queda partido en dos y Winkelman pide urgente ayuda a Gamelin, que le envía a Giraud, como veremos. Mientras, la sorpresa táctica y los trucos de los alemanes en la frontera del este hace caer intactos en sus manos los puentes, como el de Gennep, con la colaboración de nazis holandeses. En el sur irrumpen en Limburgo y penetran en Bélgica, como se verá. El 11 los alemanes alcanzan la Línea Grebbe, superada con la aviación y bombardeada duramente. En las provincias del norte la resistencia holandesa es más decidida. Las destrucciones de puentes y las inundaciones aminoran la marcha de los alemanes, pero los resultados prácticos son escasos. En Frisia en el Afsluitdijk, los holandeses consiguen resistir -día 11-, lo mismo que en Kornwerderzand, nada menos que hasta el día 14, el día de la capitulación. Tras la superación de la Línea Grebbe los soldados holandeses comienzan a desmoralizarse, pese a que han pasado sólo dos días desde la invasión. El 13 cae Rhenen en manos alemanas, y el mando decide abandonar toda la posición. Los holandeses se retiran precipitadamente, a veces en desorden. En el sur, en el Peel, la resistencia es sólo mediana, y los atacantes pueden tomar contacto con quienes han ocupado el Moerdijk. Finalmente, el 11 llegan a Breda dos divisiones motorizadas francesas y se produce ya un pequeño choque en el canal Wilhelmina, que obliga a los franceses a retroceder ante los carros y los ametrallamientos aéreos. Paralelamente, comienza el éxodo de la población civil hacia Bélgica. Pero Giraud ha avanzado tanto que ha perdido por el camino su intendencia y municionamiento y ha de retirarse a Amberes, en el norte de Bélgica. La situación de las fuerzas holandesas se agrava. La reina Guillermina pide ayuda a los británicos, pero ésta no llega. La reina decide huir a Londres, asumiendo el poder el general Winkelman; también el Gobierno holandés toma el camino del exilio, mientras el pueblo protesta irritado contra quienes los gobiernan, en tanto que la desmoralización de la tropa es ya muy profunda. Hemos visto que el intento de tomar la ciudad de Rotterdam ha fracasado. Los alemanes reanudan el ataque, pero la ciudad resiste, defendida por la infantería de Marina. Se entablan conversaciones para la rendición, pero éstas se alargan. Los alemanes deciden bombardear la ciudad, mientras prosiguen la ofensiva, que dura hasta el 23 de mayo, cuando los alemanes habían rodeado ya a los belgas y alcanzado Abbeville, en Francia. La caída de Holanda es un duro golpe para los aliados: este país ha dejado de existir como fuerza combatiente, salvo por lo que respecta a parte de su Marina, que colaborará con los aliados en el mar de Java. Al comenzar a ceder los holandeses, los alemanes lanzan una contraorden, pero ésta, al parecer, llega tarde o llega parcialmente: el bombardeo aéreo (día 14) arrasará muchos barrios de la ciudad -78.000 habitantes sin vivienda y causará más de 900 muertos-. Mientras los incendios se extienden, se entablan las conversaciones para la rendición. El mismo día 14 el general Winkelman la firma. Esta no incluye a las tropas de Zeeland que combaten todavía junto a los franceses y que aguantarán hasta el 17, cuando el frente francés ya se ha hundido en Sedán. Algunas resistencias se llevan a cabo todavía en el canal Terneuzen-Gante; la última es en Zeeuwsch Vlanderen, norte belga. Al mismo tiempo, y sólo el 11, el rey Leopoldo III decide poner a sus tropas bajo el mando del general francés Georges. El repliegue aliado desde Holanda provocan confusiones en las líneas belgas. El general francés Prioux constata que las defensas belgas están incompletas y propone una retirada hasta el río Escalda, en el oeste, para tratar de resistir allí, pero Gamelin y Georges no lo aceptan, porque "esto significaría retroceder". El 12 los belgas se sitúan entre el VII Ejército francés del general Giraud y el BEF: a trancas y barrancas, la unión entre los aliados se ha realizado, lo que en estas circunstancias es un éxito. Pero los aliados franceses y británicos han tenido muchas pérdidas -sin contar las belgas- durante los ataques aéreos para aliviar a los defensores de la zona de Eben Emael (50 por 100 de aviones perdidos), y en carros y vehículos al intentar detener a las unidades acorazadas alemanas. Por si fuera poco, una nueva amenaza se perfila por el sureste. El día 10 los dos grupos blindados de vanguardia de von Kleist, del Grupo A de Rundstedt, penetran velozmente en Luxemburgo, cruzan el país sin encontrar resistencia y avanzan por las Ardenas belgas. Los alemanes se han dado cuenta de que los aliados se están metiendo en la trampa belga, tal como ellos habían esperado, y pretenden completar la maniobra que los va a llevar a las Ardenas francesas y a Sedán y a separar a los aliados que combaten en Bélgica de los que se hallan en Francia. La penetración en las Ardenas no halla reacción belga ni, apenas, francesa, ni se producen ataques aéreos aliados, lo que podía haber puesto en aprietos a los alemanes. Más tarde, cuando comienza a perfilarse la resistencia al ocupante, una parte de la oficialidad, y el propio Winkelman, serán internados en campos de concentración. La invasión ha costado a los holandeses 2.100 soldados muertos y 2.700 heridos. Las cifras alemanas nunca serán publicadas. Sólo se sabe que la Luftwaffe perdió -fuente holandesa- 525 aparatos, cifra que parece exagerada. El mismo día 10 se inicia el ataque contra Bélgica. El éxito de la ofensiva reside, en gran parte, en el cruce de los canales (como el Alberto, muy fortificado, y otros, fortificados o no) y ríos, como el Mosa. Sobre el Canal Alberto, en el sur, se hallaba el fuerte de Eben Emael, considerado inaccesible desde tierra: el 10, de madrugada, 363 hombres -la operación de la ocupación fue llevada a cabo sólo por 72 hombres- descienden desde el aire sobre el fuerte, sorprenden a la guarnición de 1.200 hombres, capturan la plaza y los tres puentes de la zona, con sólo cinco bajas alemanas. El mismo día capitula la plaza fuerte de Lieja, en el noreste. Ese mismo 10 von Bock efectúa la ruptura, el primer golpe del sistema defensivo del Mosa y cruza el Canal Alberto, considerado infranqueable. El día 11 los alemanes han rebasado Lieja y han rodeado la principal línea defensiva enemiga. Ante esto, los franceses ponen en práctica la maniobra Dyle, para tomar contacto con las tropas belgas, pero van a ser incapaces de alcanzar la frontera oriental belga en el Canal Alberto, y situarse en la línea Amberes-Namur, sobre el Dyle. Los belgas están resistiendo lo que pueden, pensando que el ataque por las Ardenas es una ofensiva secundaria e incluso de distracción -responsables de esta apreciación errónea son los generales Georges y Billotte-. Entre el 11 y el 12 puede verse ya claramente de qué se trata: los alemanes han concentrado el peso de su ofensiva en las Ardenas. Su maniobra les está saliendo bien. En cambio los francobritánicos ven cómo sus planes se vienen abajo. Entre las Ardenas belgas y francesas hay solamente unidades de caballería -con caballos, no con carros de combate- francesas que nada pueden hacer. Sobre la marcha, los franceses envían una división propia hacia el punto de avance alemán, pero nada puede hacer tampoco, salvo provocar mayor confusión -12-13 de mayo-. Los belgas están totalmente desmoralizados. Los franceses comienzan a estarlo. A nadie se le ocurre destruir los puentes sobre los ríos o efectuar ataques en los puntos de paso difícil, y los carros alemanes pasarán sin ser molestados hasta la frontera belgo-francesa. Ante la situación, el rey, considera que es mejor rendirse, en contra de la opinión de su Gobierno y también del pueblo. El 13, en una proclama, define al ejército enemigo de una manera más bien desmoralizadora para las tropas belgas -"...equipado de manera netamente superior y apoyado por una formidable aviación...-. En el cuartel general de Leopoldo III, en el fuerte de Breendonk, se produce una agitada reunión: el rey dice -tras sólo cuatro días de lucha- que la guerra está perdida, que no se deben sacrificar más vidas, que los aliados no los han ayudado suficientemente. Los ministros protestan contra las consideraciones del rey. Este ha decidido ya capitular. Y es lo que hará días después.
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La gran ofensiva del oeste comenzó antes de concluir la campaña noruega. Su primer episodio fue la ocupación de Holanda, Bélgica y Luxemburgo. El 10 de mayo de 1940, descendieron 4 batallones de paracaidistas y un regimiento aerotransportado y tomaron los puentes de Rotterdam, Dordrecht y Moerdijik. El segundo ataque tuvo por objetivo La Haya, donde tomaron tierra un batallón de paracaidistas y dos regimientos aerotransportados con la intención de capturar al Gobierno y los centros claves de la Administración, aunque fracasaron. Simultáneamente, 150 kilómetros al este, una división panzer penetró en el país y, en tres días, enlazó con los aerotransportados de Rotterdam. Dos días después capituló el Gobierno y la reina Guillermina huyó a Londres. Bélgica debía ser invadida por el VI Ejército (von Reichenau), cuyo camino estaba cerrado por el canal Alberto, cruzado por dos puentes minados y protegido por el fuerte Eben Emael, considerado capaz de resistir cualquier ataque. Reichenau, que sólo contaba con 500 aerotransportados, lanzó 72 en planeadores sobre el techo del fuerte, que tomaron por sorpresa, así como los puentes. El mando aliado se convenció de que empezaba la invasión según sus previsiones y desplazó a Bélgica todas las reservas preparadas. El ataque a Bélgica era, sencillamente, una trampa. La gran ofensiva la estaba preparando secretamente el grupo de ejércitos de von Rundstedt que, secretamente, avanzó 50 divisiones por Luxemburgo y Bélgica hasta alcanzar el norte de las Ardenas. En la madrugada del 13 de mayo, el 19 Cuerpo blindado (Guderian), que iba en vanguardia, se aventuró, cubierto por los árboles, en los caminos de leñadores de la impracticable meseta. La clave de la operación residía en la velocidad con que lograran pasar las Ardenas y cruzar el Mosa. Vigilaban las Ardenas fuerzas ligeras de caballería francesa y el mando tardó en enviar una división de infantería que, al llegar, contribuyó al desorden en una zona desconocida. Si los franceses hubieran volado entonces los puentes del Mosa, los tanques de Guderian, al desembocar de las Ardenas, habrían quedado atrapados en una situación muy comprometida y expuestos a un peligroso ataque de flanco. Pero cuando Guderian llegó al río, los puentes estaban intactos y decidió cruzar la corriente sin esperar la llegada de la infantería que venía detrás; los Stuka atacaron las posiciones francesas, mientras los carros y artillería las cañoneaban desde la ribera opuesta, hasta que los alemanes cruzaron el Mosa en botes de goma y establecieron una pequeña cabeza de puente. La sorpresa y los bombardeos en picado desbandaron a los soldados franceses y, aunque el 14, sólo una división alemana había cruzado el río, nadie la atacó. La sorprendente situación extendió el caos entre los franceses y sólo la 1.? División se mantuvo en su puesto. Escasa de gasolina, atacó a 3 divisiones panzer y le destruyó 100 carros, a cambio de perder todos los suyos. Entre tanto, llegó el grueso de fuerzas alemanas que, el 16, se lanzó hacia el oeste en cuatro direcciones. Los alemanes de Bélgica habían sido contenidos por las tropas francesas, británicas y belgas y el mando intentó restablecer un nuevo frente francés más al sur. Para evitarlo, los alemanes penetraron en cuña y corrieron hacia la costa, en una maniobra espectacular que reveló las dotes de Guderian y Rommel. Este último, como general de la 7? División panzer, marchaba en vanguardia y maniobraba según veía evolucionar la situación: sus carros, cubiertos por los Stukas, corrían en cabeza, sin combatir y sólo preocupados por avanzar; más tarde llegaba la infantería, que limpiaba los puntos imprescindibles mientras la artillería cubría los flancos. E1 15 de marzo, Rommel avanzó 20 kilómetros; el día 16, otros 40; el 17, debió retroceder en busca de sus tropas, que había dejado rezagadas mientras su carro se internaba en el despliegue francés. A los ocho días de cruzar el Mosa, los alemanes llegaron al mar y la 21 División panzer tomó Abbeville. Las líneas de suministro aliadas en Bélgica habían quedado cortadas y las tropas británicas tenían una difícil retirada porque los puertos del canal estaban a punto de caer. El día 22 los panzer aislaron Boulogne; el 23, Calais; sus vanguardias tomaron Gravelinas, a 15 kilómetros de Dunkerque, y las tropas del general Reinhardt llegaron al Canal en la línea entre Aier y St. Omer. A los ingleses se les habían cerrado las salidas, sólo les quedaban Dunkerque y estaba a punto de caer. Entonces Hitler, nadie sabe porqué, ordenó que las panzer se detuvieran. A pesar del desastre, la mayor parte de las tropas aliadas continuaba en su puesto y el Gobierno británico ordenó a las suyas romper el cerco para internarse hacia el sur de Francia. El 19, el presidente francés Reynaud sustituyó al comandante en jefe, general Gamelin, por el prestigioso y anciano general Weygand, que ordenó suspender las operaciones para hacerse cargo de la situación. Perdió tres días preciosos sin comprender que, en aquella guerra, la velocidad y el tiempo eran las armas decisivas. Cuando el contraataque británico fracasó en Arras, el Gobierno de Londres autorizó la retirada de sus tropas. Todavía resistía el Ejército belga, con la mayor parte del país ocupada por los alemanes, cuando el rey Leopoldo decidió rendirse, no huir a Londres en avión y soportar la situación que padeciera su pueblo. Su decisión y el hundimiento del frente belga comprometió, aún más, la retirada de los ingleses, cuyo Gobierno ya había movilizado todas las embarcaciones de la isla en previsión del repliegue. Todos los mercantes mayores de mil toneladas, situados entre Harwich y Weymouth, quedaron a las órdenes del almirante Ramsay, comandante naval de Dover. Se esperaba salvar unos 45.000 soldados pero, el 28 por la noche, sólo 25.000 estaban preparados para embarcar en completo desorden y sin armamento. La Luftwaffe inició el bombardeo de la costa y los barcos, aumentando progresivamente sus ataques contra los hombres que esperaban en las playas, aunque muchas de las bombas fallaron, hundiéndose en la arena sin explotar. Buergues, cerca de Dunkerque, donde había quedado la mayor parte de la impedimenta británica, fue arrasado por cinco días de bombardeo. El mar, a pesar del apoyo de la RAF, se había convertido en un infierno y los aviones alemanes hundirían toda clase de embarcaciones. El tiempo era bueno pero la falta de barcazas para llegar desde la arena a los barcos, retrasaba la operación. A la llamada del Gobierno británico, toda clase de embarcaciones, medianas, pequeñas y minúsculas se dirigió a la costa francesa para rescatar a los soldados. La retirada fue protegida por el I Ejército francés que resistió durante tres días; el general Lacroix contuvo el ataque de Guderian, Reinhardt y Hoeppner; el general Jaussen aguantó en Bray-Dunes a costa de numerosas bajas; en Arras, como soldados de la Légion Etrangère resistieron los republicanos españoles recién llegados de Narvik. El 2 de junio embarcaron los últimos soldados; en nueve días se habían salvado 338.000, entre ellos 120.000 franceses. La Marina británica empleó 987 buques de todo tipo y la RAF derribó 179 aviones y perdió 29.
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Los alemanes van a adelantarse a los aliados. Con la experiencia de Polonia, saben que la rapidez y la sorpresa son básicos. Con 10.000 hombres -nunca van a ser muchos más-, divididos en seis pequeños contingentes, a veces de no más de 1.000 o 2.000 soldados, más o menos autónomos, que incluyen todo un muestrario de cuerpos y especialidades (tropas de montaña, paracaidistas, infantería, artillería, cruceros, destructores, acorazados de bolsillo, numerosos mercantes; gran cantidad de pertrechos y provisiones, que incluye carburante para la campaña) se trasladan rápidamente a las costas noruegas ya a partir del día 7 de abril por la noche, en secreto, pero es un secreto a voces, que los británicos y franceses no saben aprovechar. La mayor parte de los intentos de avistar y atacar los convoyes alemanes fracasan. El 8, los británicos comunican al gobierno de Oslo que están minando las aguas territoriales noruegas, en particular las zonas de Stadland, Bud y, en el norte, Vestfjorden, con gran retraso. En conjunto, sin embargo, la mayor parte de los barcos alemanes llegarán a su destino, lo mismo que las tropas aerotransportadas. La noche del 8 al 9 se desencadena el ataque alemán, con solo nueve horas de adelanto respecto a las iniciativas aliadas, contra los objetivos preestablecidos, como estaba previsto, y unas horas antes de la entrega de la notificación a Noruega de las intenciones alemanas de ocupar el país. A pesar de la inminencia de la acción el ejército noruego sólo es movilizado el 9, y ha sido cogido por sorpresa. Su resistencia va a ser desigual y dispersa, pero mayor en el sur. El dominio áreo alemán va a ser decisivo. El mismo día 9 las baterías de Oscarsborg -Oslo hunden al crucero pesado alemán Blücher -irónicamente, quien dio la orden de fuego fue un oficial quislinguista- y los paracaidistas tienen dificultadas para tomar Fornebu, el aeropuerto de la capital, a causa de la niebla. Por la tarde Oslo es ocupada; el rey y el gobierno se refugian en Hamar, más al norte, y Quisling habla a la población por la radio: "El gobierno (...) se ha retirado, habiendo asumido el poder un gobierno nacional con Vidkun Quisling a la cabeza. (...) Todos los oficiales tienen el deber de obedecer al gobierno nacional. El que no lo haga será castigado". Ese mismo día, paracaidistas e infantería aerotransportada ocupan Stavanger y Sola, en el sur; en la costa suroccidental cae el puerto de Bergen, y más al norte, Kristiansund. Mayores dificultades hallan en Trondheim, cuyo fiordo estaba defendido por poderosas baterías de costa y reflectores, y que han de forzar con bastantes pérdidas. Ya el primer día los alemanes habían ocupado todo el sur y cortado en dos el país. Más compleja y difícil es la ocupación del norte, en particular de Narvik. En un primer momento, la noche del 8, los destructores británicos se habían retirado inexplicablemente, los focos y luces del puerto permanecían encendidos y nadie parecía esperar a los alemanes. Destruidos dos guardacostas acorazados noruegos por los destructores alemanes, el Grupo del general Dietl ocupa la ciudad, con la connivencia del comandante noruego de la guarnición, un quislinguista, que prácticamente cedió la plaza. La rapidez de la ocupación sorprende a los aliados, que creen, de entrada, que la información es errónea y que se trata de la ciudad de Larvik, cerca de Oslo. Los aliados reaccionan tarde y sólo podrán dificultar las comunicaciones a lo largo de la ruta de aprovisionamiento alemana. Algunos tímidos tanteos culminan en dos batallas navales ante Narvik entre el 10 y el 13, que permiten destruir 10 destructores alemanes, con pérdidas relativamente exiguas por parte de los británicos. Salvo esto, los aliados no hacen nada para impedir la acción alemana, pese a que en Narvik las tropas de Dietl han quedado incomunicadas y su moral no es la mejor, y a que en el resto del país las fuerzas alemanas no son numerosas y todavía han de hacer frente a las noruegas, y, en el mar, la superioridad británica es aplastante. Una ocasión así no volverá a presentarse, y lo que harán los aliados de ahora en adelante será tratar de poner parches ineficaces. Las tropas de tierra alemanas de Narvik han tenido todo el tiempo necesario para reorganizarse e incluso para formar unidades con la marinería de los barcos dañados y abandonados. Con estas tropas Dietl consigue controlar el ferrocarril minero y mantener a raya o derrotar a las fuerzas noruegas. Finalmente, los aliados deciden actuar. Churchill era partidario de concentrar el mayor esfuerzo en Narvik, que consideraba clave, y lo era; el gabinete de guerra prefería concentrarlo en la antigua capital noruega, Trondheim, en el centro, por razones psicológicas y políticas. Finalmente va a prevalecer esto último, y también los franceses aceptaron el plan. El 14 de abril los aliados, a cuyo frente se hallaba el general Mackesy y el almirante Cork, desembarcan en Harstad, cerca de Narvik, y el 17 en Namsos (centro), para dirigirse hacia Trondheim, y en Aandalsnes, para dirigirse hacia Lillehammer y entrar en contacto con las tropas noruegas. Pero la reacción alemana y su absoluto dominio del aire hacen que la operación de Trondheim fracasara. Sólo en Aandalsnes los aliados pueden avanzar un poco. En Namsos, los franceses, sin equipo invernal adecuado y sin artillería ni carros, son copados durante algunos días. En el norte los aliados sólo aciertan a proseguir el asedio de la ciudad de Narvik. El 21 los británico-noruegos abandonan la región central; los alemanes ocupan -día 30- el nudo de comunicaciones de Dombas, y ese mismo día los aliados abandonan Aandalsnes y el día 1 de mayo Namsos. El 3 las tropas noruegas en ese área se rendían. En la zona de Narvik los aliados habían iniciado el ataque el 27 de abril, con unos 9.000 soldados (franceses -3 batallones de montaña, 2 de la Legión, en cuyas filas había polacos, españoles, italianos, etc., antifascistas-, 4 batallones polacos -Brigada Podhale- y 3.000 noruegos), que debían llegar a unirse con los 10.000 noruegos del general Ruge. En la primera quincena de mayo los aliados cierran el cerco de Narvik, con el apoyo de los barcos de guerra británicos y de la aviación, conquistando algunos pueblos próximos a Narvik, pero sin llegar a penetrar en la ciudad, bien defendida por los alemanes, que habían recibido refuerzos. Mientras, había comenzado la ofensiva alemana en el oeste, y Holanda y Bélgica habían sido invadidas y se cernía la misma amenaza sobre Francia. Los británicos pensaban que era mejor retirarse, abandonando a Noruega a su suerte; los franceses se mostraban más indecisos y pensaban que retirarse podía facilitar las cosas a los alemanes, infundirles más moral, convertir el reembarque aliado en una catástrofe y producir una impresión negativa en los aliados de Francia y Gran Bretaña. Esta era la opinión del general francés Béthouart, y fue la que, parcialmente, prevaleció: había que tratar de dar un golpe mayor a los alemanes y organizar minuciosamente el reembarque. Así, pues, en la segunda mitad de mayo se decidió iniciar lentamente la retirada el 24 de mayo, con gran irritación de los noruegos, en otras zonas del país, dejando para el final la de Narvik, donde todavía se combate. El 27 de mayo, 24.000 franceses, legionarios, noruegos y polacos atacan en varios puntos a la vez y quiebran la resistencia alemana; para no quedar copados éstos se retiran fuera de la ciudad, y el 28 por la tarde los aliados ocupan Narvik. Pero todo estaba ya preparado para la evacuación de Noruega, y la conquista de la ciudad no hace sino facilitarla. El 31 de mayo los aliados abandonan Bodo, al sur del Vestfjorden. El 8 de junio evacuan Harstad, y el 9 la propia Narvik. El 12 se rendían las últimas tropas noruegas, cuando ya había capitulado oficialmente, el 10 el ejército noruego. Una parte de los soldados se internan en Suecia; otros vuelven a sus casas; otros van a engrosar la incipiente, guerrilla. La aventura noruega había terminado con la derrota cantada del exiguo ejército noruego, y con la menos honorable de los aliados. Con pocos hombres (3 divisiones, 10 cruceros, 14 destructores, 28 submarinos y 1.250 aviones -800 de combate-) los alemanes habían conseguido derrotar a una fuerza enemiga de más de 45.000 hombres en 62 días de combate. El empleo masivo de la aviación y el rotundo éxito cosechado dará a los alemanes ideas equivocadas sobre la capacidad de una fuerza aérea poderosa de resolver cualquier situación. Los alemanes habían demostrado poseer soldados bien adiestrados y con iniciativa. Con todo, los aliados pusieron en apuros a los alemanes en varias ocasiones, especialmente en Narvik. En cuanto a los franco-británicos, su campaña de Noruega estuvo muy mal concebida y peor realizada, especialmente por parte de los británicos, como dice el general británico J. L. Moulton. La indecisión británica y los desacuerdos franco-británicos fueron una de las razones del fracaso. Para C. Barnett, Noruega fue un ejemplo típico del modo tradicional de hacer la guerra de los británicos. Además, todo se improvisó, pese a que ya existían tropas concentradas en Francia y Gran Bretaña con destino a Finlandia. "Las tropas -dice- fueron desembarcadas en puertos pequeños (en los que ciertos barcos no podían entrar), sin suministros ni líneas de comunicación, y alejados de las zonas estratégicamente importantes. Las formaciones, improvisadas y mal equipadas, combatieron lo mejor que pudieron, pero fueron superadas completamente. (...) La decisión de aceptar batalla en Noruega se basó en un desconocimiento de las exigencias de la guerra moderna en términos de preparación total y equipo adecuado; en una interpretación totalmente errónea de la capacidad de combate relativa de las fuerzas alemanas y de la propia improvisación de la expedición británica". Los mandos también se mostraron poco adecuados. El general francés Béthouart era competente, pero carecía de una visión estratégica de las circunstancias. El almirante británico Cork era impulsivo e incompetente, el general Mackesy era demasiado tímido, y la falta de un mando superior provocó querellas múltiples entre ambos. Tampoco Lord Halifax y Chamberlain se mostraron a la altura de las circunstancias; Churchill fue más perspicaz y decidido. La acción aliada careció de energía y decisión. El ataque alemán en el oeste no justifica, como algunos querrían, el mal papel y la retirada final de dos grandes potencias como eran Francia y Gran Bretaña. Lo único realmente positivo fue que se destruyó una buena parte de la flota de guerra alemana, lo que repercutirá en el futuro. La retirada aliada de Noruega hizo caer a Chamberlain, pero, paradójicamente, el cargo de primer ministro recayó sobre quien tenía también su parte de responsabilidad en el asunto noruego, Churchill. Paul Reynaud, presidente del Consejo francés, se mostró más decidido y fue siempre partidario de "cortar el vuelo" a Hitler, y de ahí que propugnase la realización de la campaña de Noruega. Noruega ofreció una resistencia desorganizada, improvisada y poco eficaz, pero resuelta y a veces heroica, que luego las guerrillas prosiguieron a su manera. La movilización fue extremadamente lenta -se enviaron las notificaciones por correo, en vez de utilizar la radio, lo que se explicó como un intento de "no llamar la atención"-. El 9 de abril sólo pudieron movilizarse dos batallones. Más adelante los noruegos, más numerosos, podrán hacer frente en determinados puntos a los alemanes, pero privados de sus depósitos y con las comunicaciones en manos alemanas, sólo podrán resistir más tiempo gracias a la ayuda aliada. Tras la invasión alemana, el rey Haakon VII (y su gobierno) se retiró a Hamar, pero no aceptó a Quisling, y poco después se unía a la resistencia y huía a Londres (7 de junio). Las bajas, para los dos bandos fueron de 5.000 soldados.
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Reunida en la bahía de Tankan desde el 22 de noviembre, la Flota de Nagumo se compone de los portaaviones Akagi y Kaga, Hiryu y Soryu, y Shokaku y Zuikaku, dos acorazados- Hiei y Kirishima-, dos cruceros pesados -Tone y Chikuma-, uno ligero, 16 destructores y tres submarinos. En cubierta se embarcan reservas de combustible, bombas perforantes para el bombardeo a gran altura y torpedos provistos de aletas estabilizadoras de madera, especiales para uso en aguas de poca profundidad. Por delante de la Flota de Nagumo, zarpan de Japón 27 submarinos con el objetivo de patrullar las cercanías de Pearl Harbor y su acceso. De los 27, cinco transportan submarinos enanos, que deberán introducirse en el puerto y atacar a los buques norteamericanos allí anclados. Todos los buques cuentan con torpedos de 610 m propulsados por oxígeno líquido, los más poderosos del momento. El 25 de noviembre Yamamoto da la orden de iniciar el ataque. La Flota sale al día siguiente, navegando por aguas poco concurridas. El sigilo es clave para el éxito de la operación: cualquier barco americano, inglés u holandés que sea avistado deberá ser inmediatamente hundido; si es de otra nacionalidad, deberá ser capturado para evitar que envíe cualquier mensaje. La radio ha de permanecer en silencio, al tiempo que, como medida de contrainformación, el resto de buques japoneses en el Pacífico intensificará sus mensajes para equivocar al enemigo. El día 3 se abastece en alta mar. Cualquier encuentro con un buque americano antes del día 6 eliminaría el factor sorpresa, lo que haría que el ataque fuese suspendido. Si el descubrimiento se producía más tarde, la decisión de continuar con el plan previsto correspondería al propio Nagumo. Una último opción preveía que la Flota se detuviese en espera de órdenes, caso de que las negociaciones con Washington así lo requirieran. Sobre el papel, se esperaba con el ataque derrotar definitivamente a la Flota americana del Pacífico, anclada en Pearl Harbor, y especialmente a los portaaviones Lexington y Enterprise. Para ello, partirían dos oleadas de aviones. La primera, con 183 aparatos al mando de Fuchida -49 bombarderos de alta cota equipados con bombas perforantes, 40 Nakajima B5N2 Kate torpederos, 51 Aichi D3A Val y 43 zeros de escolta-, saldría a las 6 de la mañana a 275 millas al norte de Pearl Harbor, con la misión de destruir las cinco bases aéreas norteamericanas en la isla de Oahu, desconociendo que existía un sexto. También se atacaría la base de hidroaviones de Kanehoe y, por último, la isla Ford, base de la Flota. Si ésta no se hallaba en puerto, la orden era buscarla en un radio de 150 millas al sur de la isla. La segunda oleada estaría compuesta por 213 aparatos, con otros 30 de reconocimiento que se situarían por encima y 40 más en reserva. Producido el ataque, todas las unidades deberían volver a sus puntos de partida, previo paso por un punto de abastecimiento de combustible. Con una velocidad de 13 nudos, el 4 de diciembre la Flota atraviesa la línea internacional del cambio de fecha y pone rumbo Sudeste, incrementando su velocidad hasta los 25 nudos y abandonando a los buques auxiliares. La radio capta las transmisiones norteamericanas, que indican que en Oahu no se espera ningún ataque y que los vuelos de reconocimiento norteamericanos se producen al Sudoeste de la isla. La primera decepción japonesa se produce cuando reciben la noticia, facilitada por un espía, de que en Pearl Harbor se encuentran ocho acorazados, pero ningún portaaviones. El 6 de diciembre a las 21 horas, la Flota llega al punto en que debe dirigirse hacia el Sudoeste. El Akagi iza la bandera que fuera enarbolada por el almirante Togo durante la batalla de Tsushima en 1905. Al mismo tiempo, los submarinos enanos inician su entrada en la rada de Pearl Harbor, aprovechando que la malla antisubmarinos no se encuentra desplegada. El 7 de diciembre, a las 5 de la madrugada, desde los cruceros Tone y Chikuma salen dos hidroaviones de reconocimiento, para explorar las rutas de Pearl Harbor y Lahaida y buscar a los portaaviones norteamericanos. Hora y cuarto más tarde parte la primera oleada de ataque en dirección sur.
contexto
A las seis de la mañana del 7 de diciembre de 1941 la cubierta del más poderoso portaaviones japonés, el Akagi, vibraba bajo el rugido de los motores de aviación. El vicealmirante Nagumo, que enarbolaba en el Akagi su pabellón de jefe de la escuadra japonesa, podía seguir desde su puesto de mando la actividad sobre cubierta, mientras que una claridad lechosa anunciaba la proximidad del día. La gran hora de Japón había llegado. El triunfo o la derrota estaba en sus manos, o mejor, en la de los pilotos que ya se instalaban en las carlingas de los aviones, en cuyas panzas reposaban las bombas y torpedos destinados a terminar con la prepotencia humillante de los Estados Unidos. Comenzaron a despegar los zero. Aquellos cazas no atacarían los aeropuertos y bases aeronavales de Hawai, sino que limitarían su acción a proteger la escuadra japonesa. Nagumo no podía abandonar la preocupación que le producían tres portaaviones norteamericanos - Lexington, Enterprise y Saratoga- fuera de la base de Pearl Harbor. Preocupación y decepción: no serian ya el blanco preferido de sus torpedos ni de sus bombarderos en picado y, más grave aún -al menos de forma inmediata-, podían ser una grave amenaza para su escuadra. De cualquier forma, Nagumo trató de rechazar presagios pesimistas. Ya los aviones torpederos salían de la cubierta, perdiéndose en un mar que se funde con el horizonte, todo envuelto aún en niebla y oscuridad. El objetivo era importante, vital: cerca de un centenar de unidades navales se hallaban en la isla, siete acorazados -las presas codiciadas- estaban entre ellas -y, además, unos 250 aviones, cómodamente posados en cuatro aeropuertos. Nadie, nunca, tuvo bajo sus alas semejante botín. Sin embargo, quedaba por resolver la gran incógnita; ¿lograría la sorpresa? Si los norteamericanos le estaban esperando, su ida se iba a complicar mucho, pero eso le importaba poco..., la vida del Japón se complicaría mucho... si los norteamericanos le estaban esperando sus aviones no tendrían demasiadas posibilidades de poner K.O. a la flota de Kimmel y la reacción de ésta podría mandar toda su escuadra al fondo del Pacífico. Negros presagios de nuevo. Los servicios del espionaje japonés no habían detectado alarma alguna en la gran base. Todo estaba tranquilo, dormido en aquella madrugada de domingo. La primera oleada de sus aviones, 183 aparatos, ya estaba en el aire. El silencio volvió a reinar en el mar. La flota de Nagumo siguió aproximándose a la isla de Oahu, capital de las Hawai, mientras en los hangares y sobre las cubiertas se disponía una segunda oleada de aviones. Nagumo consultaba su reloj. Ninguna noticia de los aviones. El plan funcionaba como en los ejercicios de entrenamiento, que tantos meses de esfuerzo habían costado a la flota y a los pilotos. Todo iba bien. La segunda oleada debía saltar al aire. Nagumo dio la orden a las 7:15 de la mañana y de los seis portaaviones despegó la segunda flecha mortal de Tokio: 170 aparatos. Apenas había partido el último de los bombardero cuando, a las 7:53, la estación de radio del Akagi recibió el primer mensaje. El capitán de fragata Fuchida, jefe de una de las alas del ataque, gritaba jubiloso: "¡Sorpresa lograda!". A las 7:58, los escuchas japoneses captaban la alarma en inglés: "¡Ataque aéreo sobre Pearl Harbor. Esto no es un ejercicio!". Era la voz del contraalmirante Patrick Bellinger. Sobre el aeropuerto de Wheeler, en el interior de la isla, picaban los cazas y los bombardero en vertical, despedazando los aparatos situados sobre las pistas. Saltaban por los aires los hangares y las densas columnas de humo se elevaban hacía el cielo procedentes de los depósitos de carburantes. Minutos después aviones torpederos y bombarderos de vuelo horizontal irrumpían en la bahía de Pearl Harbor. El capitán de corbeta Itaya, que dirigía la primera oleada, llegó al cielo de la base hacia las 7:50. Pearl Harbor aun dormía -cuenta Itaya- en la bruma matinal. Todo estaba en calma y tranquilo en el puerto. No se veía ni una estela de humo sobre los barcos fondeados en Oahu. Las líneas bien ordenadas de los cuarteles, la blanca red de carreteras para los coches que subían hasta la cima de las montañas ofrecían magníficos objetivos en todas las direcciones. Además en el interior del puerto se alineaban impecablemente, de dos en dos, grandes barcos de la flota del Pacífico. Allí abajo, en la ciudad que despertaba el día de fiesta, sólo los madrugadores y los centinelas advirtieron la llegada de los aviones: 94 buques de los 127 que componían la flota del Pacífico, a las ordenes del contraalmirante Kimmel, se encontraban en el puerto. El ulular de sus sirenas de alarma comenzó a ser apagado por el estallido de las bombas japonesas. Hombres que acudían medio desnudos a las piezas antiaéreas vieron cómo el acorazado Arizona se estremecía violentamente bajo el impacto de una bomba de 800 kilos y cómo, segundos después, se partía en dos al penetrar otra por una chimenea y estallar en la sala de máquinas. Nunca antes similar concentración artillería disparó contra escuadrillas atacantes, pero la eficacia era mínima. El humo de las explosiones, de los incendios, de los barcos agonizantes lo cubría todo. Los aparatos japoneses se lanzaban contra sus presas entre las nubes que ya cubrían el puerto y los artilleros les veían aparecer sólo segundos antes de que la carga mortal desgarrase el acero de la escuadra americana. El acorazado Oklahoma encajó tres torpedos consecutivos y se hundió en segundos con 415 hombres atrapados dentro de sus paredes de acero. Aun en los días de aquella triste Navidad sobrevivía alguno de ellos dentro del inmenso ataúd, sin que los equipos de rescate pudieran penetrar en el tremendo blindaje del coloso sumergido, que no soportó el impacto de los torpedos japoneses. Poco antes de las nueve de la mañana desapareció del cielo hawaiano el último de los aviones de la primera oleada. Pero la tregua fue sólo de minutos. Hacia las nueve de la mañana el martillo pilón de Tokio volvió a golpear sobre el metal americano y sólo pasadas las diez de la mañana cesó el ataque. Un inmenso y pavoroso silencio, sólo interrumpido por el aullido de ambulancias, de coches de bomberos y de pequeñas explosiones en depósitos de municiones o combustible cayó sobre Pearl Harbor, ensordecida por tres horas de bombarderos de incesante cañoneo de las defensas antiaéreos. En el Akagi, el almirante Nagumo valoraba su situación. De los 183 aparatos de la primera oleada sólo nueve faltaban sobre la cubierta de los portaaviones. El segundo ataque tuvo menos fortuna: sólo regresaron 150 aparatos. La flota japonesa había cumplido su misión y viró hacia el noroeste. Aparte de los 29 aviones perdidos, Nagumo debía contabilizar la muerte o captura de 55 pilotos y tripulantes, la de diez submarinistas y la destrucción de sus cinco submarinos enanos, que se mostraron completamente ineficaces. La contabilidad norteamericana resultó mucho más dolorosa y lenta: 2.403 muertos y 1.778 heridos era su tragedia humana. En lo material había que contabilizar la destrucción de los acorazados Arizona y Oklahoma; las grandes averías y destrozos sufridos por el West Virginia, California y Nevada (que pudieron ser reparados y participarían más tarde en la guerra); se fueron a pique tres destructores y cuatro buques más pequeños; sufrieron daños graves tres cruceros y tres destructores más. En total, 300.000 toneladas de buques de guerra fueron destruidos o inutilizados temporalmente. Las pérdidas aéreas se cifraron en 183 aviones destruidos y 63 parcialmente dañados, casi el total de los que se hallaban en la isla. Un análisis posterior acorta, sin embargo, el éxito japonés. Cuando Nagumo comenzó a alejarse de las Hawai perdió la oportunidad de su vida. En Pearl Harbor quedaron más de 70 buques indemnes, entre ellos tres acorazados, con escasos daños, y una docena de cruceros, inmensos talleres y diques secos cuya destrucción hubiera supuesto para USA mayor pérdida que la de sus dos acorazados abatidos ese día y, sobre todo, inmensos depósitos de combustible que hubieran paralizado a la flota norteamericana durante meses. ¿Por qué no lanzo Nagumo la tercera oleada?, ¿Quizá temeroso de enfrentarse a tres portaaviones norteamericanos con unas tripulaciones diezmadas y agotadas ?, ¿Quizá alarmado por las bajas sufridas en el segundo ataque?¿Sobrevaloró el daño causado a la flota norteamericana? Preguntas sin respuesta que, en todo caso, no tendrían objeto en los primeros meses de la guerra del Pacífico, cuando la bandera del Sol Naciente avasallaba cuanto encontraba a su paso. Con respecto a los barcos más dañados, el West Virginia, alcanzado por varios torpedos, se hundió sin volcar; sería reflotado y participaría en la campaña de las Filipinas, 1944. El Tennessee sufrió pocos daños y pudo combatir a finales de 1943. El Maryland, el acorazado que sufrió menos daños, participó en la campaña de Filipinas. El California alcanzado por varios torpedos, se hundió hasta las superestructuras, pero, reflotado, participó en la campaña de Filipinas. El Nevada fue alcanzado por un torpedo y varias bombas; tras ser reparado combatió en la guerra, por ejemplo, en la invasión de Normandia y, después en el ataque de la isla de Iwo Jima. El Pennsylvania, que se hallaba en el dique seco, sufrió escasos daños y se incorporó a la guerra, participando en la batalla de Filipinas. Doce de los 20 aviones japoneses perdidos, en el segundo ataque, fueron derribados por siete cazas norteamericanos que lograron despegar tras el primer ataque japonés. Tras Pearl Habor, la flota norteamericana del Pacífico aún podía contar con tres portaaviones, cuatro acorazados, 20 cruceros, 65 destructores y 56 submarinos. Básicamente esa flota tendría su revancha en la batalla de Midway, seis meses después.
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Por parte alemana, y a pesar de la cerrada negativa de Hitler a ceder parte alguna de los territorios ocupados, Kesselring insistía en la conveniencia de retirarse a la línea del Adigio. Desde su punto de vista, esta operación era necesaria con el fin de guardar las espaldas del Reich, dada la proximidad de las fuerzas aliadas, que ahora se encontraban ya en el valle del Po. Temía además el general la posibilidad de que se produjese un desembarco a sus espaldas, sobre la costa del Adriático, apoyado por la gran potencia aérea de que disponía el enemigo. Pero esta operación era de hecho irrealizable -aunque él no lo supiese- debido a los elevados costos que había supuesto el ya efectuado en el sur de Francia. Por otra parte, las mismas características físicas del terreno no aseguraban la obtención de un éxito en caso de que la operación hubiese sido emprendida. Mientras tanto, hacía tiempo que el mariscal Alexander había dirigido una proclama a la resistencia italiana ordenándole el cese de las operaciones durante este período de tregua. Les animaba a mantenerse alerta así como a aprovisionarse de la mayor cantidad posible de armas y a recoger todas las informaciones de interés. La sorpresa y la decepción habían afectado en profundidad a los partisanos, que se vieron hundidos en una crisis interna que aumentó la desconfianza que sentían ya hacia los aliados. Esta situación fue inmediatamente aprovechada por Kesselring, quien informó a sus superiores de que, en caso de disponer de seis divisiones de refuerzo, haría retroceder a sus adversarios hasta el mismo Nápoles. Mientras, la denominada batalla de Bolonia supondría un tremendo desastre para los resistentes, quienes desoyendo las órdenes aliadas se enfrentaron a los alemanes y fueron aplastados. La primera acción de la ofensiva aliada de primavera tuvo lugar con ocasión de la travesía de la laguna de Commaggio -situada junto al litoral adriático- en la noche del 1 al 2 de abril de 1945. Las dificultades técnicas que se encontraron parecían desaconsejar la prosecución de la operación, pero el general Cobb decidió continuarla, basándose ante todo en la masiva utilización de la artillería. De forma paralela, y de este a oeste, avanzan las fuerzas británicas y neozelandesas, que pocos días después se encuentran con el V Ejército norteamericano en común avance sobre Bolonia. Mientras, eran lanzados fuertes ataques aéreos al norte de esta ciudad sobre las fuerzas alemanas allí estacionadas. El 21 de abril, una brigada polaca alcanza los arrabales de Bolonia sin hallar resistencia. Poco después estarían allí los norteamericanos y, como elemento simbólico, un contingente de italianos. Pero Hitler, a pesar de lo que esto significa, se niega a dar órdenes para la retirada general, mientras el lanzamiento de unidades especiales de paracaidistas tras las líneas alemanas causa el más profundo desconcierto en la zona de Ferrara. A partir del día 24, los aliados liberan sucesivamente La Spezia, Ferrara y otras poblaciones. Los partisanos lo hacen en Reggio Emilia y Parma, mientras se producen violentos enfrentamientos en el interior de Piacenza. La batalla por la Línea Gótica se podía dar ya por prácticamente concluida, pero el día 28 proseguían los últimos combates en el Véneto y Turín. En las siguientes horas, las primeras tropas norteamericanas entran en Milán al tiempo que las británicas lo hacen en Venecia, que se conserva absolutamente intacta. Trieste se subleva, y cuando los aliados entran en ella -al igual que en otras importantes ciudades- ya el poder alemán se ha visto sustituido por el de los cuadros de la resistencia. El día 29 tiene lugar en la ciudad de Casserta la firma del armisticio entre los angloamericanos y las fuerzas alemanas estacionadas en Italia. El comandante militar aliado, general Clark, difunde entonces un mensaje dirigido a los luchadores por la libertad de su país, en el que afirma: "En este día de victoria en Europa, envío un ferviente saludo a todos los patriotas italianos que han colaborado con mis ejércitos en la dura lucha. En este momento de alegría, deseo expresar mi agradecimiento no sólo por vuestro coraje y espíritu de sacrificio, sino también por la valentía demostrada en el campo de batalla... Hombres de muchas naciones han derramado su sangre en Italia por la causa de la libertad. Procurad que no haya sido en vano... Participad como ciudadanos en la resurrección de Italia y celebrad con honor la libertad conquistada a tan alto precio".
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El 11 de diciembre de 1941, los japoneses piden permiso de paso al Gobierno de Thailandia y desde allí invaden Birmania y Malaca. La invasión de Birmania se efectúa con dos divisiones -XV Ejército japonés, del general Iida-, por la costa del Tenasserim, cerca de Moulmein, acompañadas por unidades colaboracionistas birmanas y por los dirigentes nacionalistas Aung San y Thakin Soe, que asumirán el gobierno de las zonas liberadas (24). Tras una primera resistencia británico-india en Thaton, pronto superada, las derrotas británicas se suceden una tras otra; la retirada a través del río Sittang es un desastre y se pierde todo el material pesado. La capital Rangún es evacuada el 7 de marzo de 1942, ante la amenaza -los japoneses han traído dos nuevas divisiones tras la conquista de Singapur- de ver cortada la retirada hacia el norte, y los británicos van abandonando Birmania y entrando en India. Todo el país ha caído en manos japonesas. En marzo, el general sir H. Alexander es designado comandante en jefe de las tropas de Birmania, y el general W. Slim, del Ejército de la India británica, comandante de las fuerzas de tierra. Los nuevos comandantes sólo pueden dar fe de la retirada y, a partir de ahora, tratar de defender India como sea. Con los británicos, se han refugiado en la India cientos de miles de refugiados birmanos e indios. Una vez cruzado el río Chindwin, los japoneses ya no persiguieron a los fugitivos, que estaban agotados, desmoralizados y sorprendidos. En el norte, el V Ejército chino de Chiang Kai-chek (25), mandado nominalmente por el general norteamericano J. Stilwell, pudo proteger durante un tiempo la carretera paralela a la cuenca del río Sittang, pero no pudo entrar en contacto con los británicos que provenían del sur. Aviones norteamericanos del Flying Tiger Corps actuaron contra los japoneses, pero la mayor parte de los aparatos habían sido destruidos en el suelo después de la toma de Rangún. Por otro lado, el frente birmano se había hundido en gran parte cuando los japoneses habían penetrado en las tierras shan meridionales y amenazado directamente las comunicaciones con China: los derrotados chinos, desmoralizados, se convirtieron en fugitivos -y bandidos- saqueando a la población autóctona en su retirada y sólo más adelante podrán reorganizarse. A fines de abril y comienzos de mayo todas las fuerzas aliadas han abandonado Birmania, excepto las chino-norteamericanas de Stilwell, que se refugiarán en el extremo norte, donde los japoneses no pueden o no quieren penetrar, en tierras kachin y shan. Ahora se les planteaba a los japoneses la explotación de su victoria, es decir, la invasión de la India británica. Pero por el momento Iida quiso hacer descansar a sus tropas. Durante el resto del año no habrá prácticamente combates.
obra
A lo largo de la vida de Friedrich los principales ciclos de la naturaleza fueron un tema central de su obra. Desde 1803, en que realizó el primero, hasta 1834, en que concluyó el último, Friedrich creó varios de ellos. Este óleo pertenece al ejecutado entre 1820 y 1822. Constaba de la Mañana, el Mediodía, la Tarde y el Atardecer. Éste último fue realizado como pareja de la Mañana, como se desprende de la correspondencia del pintor con el comprador, el coleccionista de Halberstadt Dr. Willhelm Körte. Se ha asociado, por lo general, el paisaje aquí representado con los del Harz, que Freidrich había visitado en 1811 en compañía del escultor Gottlieb Christian Kühn, pero, aunque es posible, también se puede referir a la zona de Brandemburgo. En el centro del bosque, aparece un motivo típico en Friedrich: dos hombres de espaldas, con el traje tradicional, contemplan el atardecer. La obra se divide en dos planos: en el primero, una suave pendiente, la clásica diagonal hacia la derecha, con varios arbustos, que apenas rompen este ritmo diagonal. El segundo está formado por los estilizados pinos, rectos, elevados como arquitecturas góticas, perfectamente alineados y ordenados, que rompen con el plano anterior, acelerando la progresión visual. Simbolizan la eternidad. Tras ellos se adivina ese horizonte infinito del que procede la luz divina. En el centro, entre ambos planos, casi en el vértice de una "v", se sitúan las figuras, asimiladas a los arbustos circundantes. De este modo el hombre, integrado en la naturaleza, contempla a Dios a través de ella, en ese sentimiento panteísta de estirpe luterana que al artista aprendió junto a Quistorp y Kosegarten en Greifswald.
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El domingo 28 de junio de 1914 amaneció caluroso y despejado sobre los Balcanes. Aquella mañana de verano, nada hacía presagiar que unas horas más tarde tendría lugar uno de los asesinatos políticos más decisivos de la Historia, magnicidio que a la postre sería el detonante de la Primera Guerra Mundial, en la que 13 millones de personas perderían la vida (contabilizando las víctimas civiles, 23 millones). Para los serbios era un día muy especial: San Vitus (Vidovdan), patrón nacional de Serbia. En esa fecha se recordaba la trágica batalla de Kosovo Polje (el Campo de los Mirlos) de 1389, en la que el reino medieval serbio del príncipe Lázaro fue derrotado por los turcos. Para la Historia serbia, se iniciaba un largo período de sufrimiento bajo la opresión otomana, opresión que, para los nacionalistas serbios, era similar a la que, en 1914, representaba el Imperio Austro-Húngaro como sucesor del Imperio turco en los Balcanes. Ese día era también especial, por razones diferentes, para el archiduque Francisco Fernando, heredero de la corona de Austria-Hungría, ya que celebraba el decimocuarto aniversario de su matrimonio con Sofía Chotek. La pareja se encontraba en ese momento en Bosnia, asistiendo a las maniobras militares de verano y, terminadas éstas, tenían programada una visita a la vecina ciudad de Sarajevo, donde serían recibidos con alto protocolo, algo impensable en Viena, puesto que la esposa del archiduque no era de sangre real. Sofía, embarazada de su cuarto hijo, podría por fin acompañar a su marido en el mismo automóvil en un acto oficial, algo que le era vedado por el estricto protocolo de Viena, dirigido por el implacable gran maestro de ceremonias, el príncipe Montenuovo. También aquel 28 de junio era un día especial parta siete jóvenes serbo-bosnios. Para ellos, la visita del Archiduque el día de la festividad del patrón nacional de Serbia constituía toda una provocación, por lo que representaba el momento oportuno para atentar contra él, representante y heredero del odiado Imperio, y un paso importante para alcanzar el sueño de la Gran Serbia, en la cual se integrasen la mayoría de los eslavos de los Balcanes. En ella debían incluirse, según las aspiraciones nacionalistas, las provincias de Bosnia-Herzegovina, que habían sido anexionadas por el Imperio Austro-Húngaro en 1908.
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Blechen fue el paisajista alemán de mayor talento en la generación inmediatamente posterior a la de Friedrich. Frente a los cuadros de éste, la voluntad naturalista es más evidente en Blechen, cuyos lienzos tampoco tienen la elocución mayestática de su compatriota. En cualquier caso, como veremos, en los años treinta ya habían cambiado las preferencias y las metas que se marcaban los paisajistas. Perviven, no obstante, acentos románticos primigenios como los que comentamos. No olvidemos que Blechen es autor de paisajes con ruinas, castillos, tormentas y escenificaciones que no se despiden de los inicios de la tradición romántica. Un cuadro suyo de 1833, Construcción del puente del Demonio, nos lleva a otro de esos asuntos típicos que veíamos en la imagen romántica de Daguerre. Es el tema de la montaña, en este caso la montaña alpina, y con la vista concreta del nuevo puente que se encontró cuando estaba en construcción, en 1829. Este mismo rincón también fue pintado por Turner en 1819.Tal paisaje de penumbras, inhóspito, hace honor al nombre del puente, las montañas son moles de piedra que ocultan la luz que promete estar al fondo, y parecen imponerse apesadumbradamente sobre la siesta de los obreros que han hecho un alto en el trabajo. Estos elementos hostiles nos ubican en los valores del placer negativo que surge de aquello que espanta, como se nos explica en las investigaciones dieciochescas sobre la poética de lo sublime. El tema majestuoso de la montaña produce sentimientos encontrados de atracción y repulsión, y para este efecto requiere que exista una dualidad previa, un distanciamiento entre objeto y sujeto como el que propicia el pintor al contrastar fuertemente el poder informe de las colosales montañas con la precaria condición del trabajo del hombre, sobre el que se ciernen estas formaciones como un salvaje reto.El tema de la montaña lo encontramos en numerosos paisajes de fines del XVIII y del primer tercio del siglo XIX. Friedrich pintó la montaña alpina, las Montañas de los Gigantes, los Montes Metálicos y otras formaciones. Es frecuente encontrar en sus composiciones perspectivas enfáticas que acentúan su realidad imponente. El Watzmann (1824-25) se dispone en el lienzo con un punto de vista que obedece a lo que en cinematografía se denomina un contrapicado. La alta montaña era objeto de representación también en el paisajismo británico de fines del XVIII, como ocurre en los cuadros de Francis Towne (1740-1816), John Robert Cozens (1752-1797), en los del pintor y panoramista de corta vida Thomas Girtin (1775-1802) y, por supuesto, en Turner.Joseph Mallord William Turner (1775-1851) realizó a partir de 1802 viajes a las más diversas regiones del continente (Renania, Venecia, la Italia meridional), cuyos paisajes llenaron buena parte de su obra. También frecuentó diferentes zonas de los Alpes, y la alta montaña adquiere un especial papel en el conjunto de su pintura. Ya desde antes aparece la montaña en los paisajes de Turner, siempre imbuidos de un dramatismo perturbador, pero las formaciones alpinas pudieron colmar sus ansias de una naturaleza cruda, fuerte y violentamente expresiva, como la que impregnó muchos de sus paisajes.El paisajismo de Turner se aplicó, por un lado, a asimilar la naturaleza idílica de Lorena y Poussin y a medirse con los coloristas venecianos, y, por otra parte, a desatar su propensión innata al registro de fenómenos fieros en los que la naturaleza parece condensar su energía, y cuya imagen real se encuentra en los mares picados, en el cielo acechante, en la destrucción que provoca el fuego y en el espectáculo adverso de la alta montaña. La tensa celebración de la naturaleza que procede de esos asuntos incide igualmente en los temas de Turner que podrían haber sido objeto de una interpretación idílica, como sus vistas de la campiña italiana o del Rhin.Hay que añadir que su obra busca la trabazón entre dos labores complementarias. En primer lugar, su empeño en la observación y en los apuntes del natural, sobre el que gravita felizmente, como sabemos, una memoria visual extraordinaria. Y en segundo término hay que considerar que Turner fue pintor de tema, recreador de pasajes poéticos y autor de paisaje de historia. Sus equivalentes no se hallaban en la sencillez e intranscendencia que conquistaron para el paisaje los pintores holandeses del XVII, sino en los paisajes ideales de un Claudio Lorena, por mucho que difieran de éste los suyos. En su paisajismo se realiza grande peinture, pintura de tema, cuyos primeros móviles se hallan, no lo olvidemos, en la fidelidad al espectáculo empírico de la naturaleza, que es probablemente el elemento de sus creaciones que hoy en día más nos llena de admiración. En una impresionante tormenta como la de Aníbal atravesando los Alpes (1812) Turner se inspira en una tormenta real que vio en Inglaterra y en su memoria de las vistas alpinas, pero el cuadro final es una visión heroica de lo que podría acontecer en ese evento natural, de una sugerencia imperiosa de lo que se percibe. El fenómeno observado se transforma en ocasión del mito, o en manifestación visible de una leyenda de la historia humana.El motivo de la alta montaña, habitualmente alpina, satisface un deseo de naturaleza no dominada, no sometida, salvaje y, por lo tanto, absolutamente ajena a toda decadencia humana y a toda corrupción. La atracción por este tema surge con la civilización moderna. Fue cultivado en el siglo XVIII especialmente por Joseph Vernet y Caspar Wolf, que tendrán un gran influjo en la generación romántica. La alta montaña, las cumbres peladas, los fenómenos poderosos de la naturaleza como las tempestades y las extensiones marinas inabarcables eran asuntos que trasladaban a un paraíso salvaje, embellecido por sus mismos peligros, y en oposición a la escenografía de la vida urbana y de la seguridad burguesa. Arrastra, por consiguiente, el impulso crítico de la civilización propio del pesimismo cultural del filósofo ginebrino Jean-Jacques Rousseau. Rousseau, como es sabido, dedica páginas inolvidables a las experiencias en la alta montaña en "La Nueva Heloísa". Encontramos después descripciones imponentes entre los poetas ingleses, en Goethe, Alexander von Humboldt y en otros autores eminentes.Insistimos en la importancia de los Alpes no porque fueran un tema único, sino porque los pintores se fijaron en ellos como en la cadena montañosa por antonomasia, la que inspiraba las representaciones más exaltadas. Joseph Anton Koch (1768-1839), pintor de historia inclinado a composiciones muy ampulosas, dedicó algunos de sus lienzos a paisajes alpinos en los que podía liberar su gusto por las imaginerías hiperbólicas. Los Alpes, sus espectaculares formaciones, fenómenos meteorológicos y otros eventos naturales llamativos habían sido cantados en forma de poema didáctico por Albrecht von Haller en un famoso libro titulado "Los Alpes", de 1729, que fue muy leído. Tengamos en cuenta que la primera culminación del Mont Blanc fue una hazaña dieciochesca: fueron Pascart y Balmat los que alcanzaron la cumbre de este portento geográfico en 1786. Y en 1787 Horace-Bénedict Saussure llevó a cabo una expedición científica que se plasmó en las sugestivas descripciones de su libro "Viaje a los Alpes".La pintura de Joseph Vernet (1714-1789), un pintor muy admirado por Diderot, asimiló repetidamente este interés declarado por las agrestes formaciones de alta montaña en sus cuadros. Pero el pintor del XVIII realmente especializado en el tema de la montaña, incluso con algún rasgo de topógrafo, fue el suizo Caspar Wolf (1735-1798). Muy pocos pintores se habían atrevido hasta entonces con estos asuntos imponentes y asilvestrados. Pero existe una larga tradición literaria y mítico-religiosa que exalta cualidades extraordinarias en las formaciones montañosas. Pensamos en los mitos del Sinaí, el Parnaso, y en diversas geogonías neoplatónicas y teosóficas. La montaña se presenta incluso en diversas tradiciones como monumento de la creación, como reflejo o encarnación de la magnificencia divina. Hay testimonios notables en este sentido de importantes autores que ya apenas consultamos como Nicolás de Cusa, Jakob Böhme y Shaftesbury, que transcienden a cierta lectura entusiasta de los paisajes de montaña. Por supuesto, la teoría estética del XVIII que se ocupa de las categorías de lo sublime y de lo pintoresco, así como de las cualidades del sentimiento, interpreta con nuevos parámetros -bien psicologistas, bien de cuño idealista- las inquietudes de esta tradición.Los paisajes de Caspar Wolf juegan con la imaginación y con la psicología del espectador presentándole lugares del temor. Pintó, por ejemplo, más de medio siglo antes que Blechen, una vista de El puente del Demonio (1777), que sólo podía tener el atractivo de lo inhóspito. Sus paisajes, con todo, no son composiciones de fantasía, sino que responden a vistas que él ha disfrutado como excursionista, y que trastoca al ejecutar el cuadro de taller para conseguir los efectos adecuados. Este fue el modo de hacer común entre los paisajistas del primer Romanticismo. Decimos que los paisajes de montaña de Wolf son objeto de entusiasmo, pero también lugar del temor, lugar de placeres negativos, como se diría a propósito del sentimiento de lo sublime. La montaña se ofrecía como el elemento más informe y fuera de medida de la naturaleza. Mucho antes el cosmólogo visionario, Thomas Burnet, escribió en "Contemplación bíblica de la Tierra" una curiosa teoría de la creación, según la cual el globo terrestre fue plano y homogéneo en un principio, y el castigo del Diluvio Universal lo convirtió en lo que es, un planeta afeado y destruido. Las montañas son ruinas de aquella primera configuración terrestre. Efectivamente, según esto, parece inevitable que sean motivo de inseguridad e inquietud.