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Ejército de Cortés para cercar a México Mandó después, al día siguiente, mensajeros a las provincias de Tlaxcallan, Huexocinco, Chololla, Chalco y otros pueblos, para que todos viniesen dentro de diez días a Tezcuco con sus armas y los demás aparejos necesarios al cerco de México, pues los bergantines estaban ya acabados, y todo lo demás estaba a punto, y los españoles tan deseosos de verse sobre aquella ciudad, que no esperaban una hora más de aquel tiempo que de plazo les daba. Ellos, para que no se pusiese el cerco en su ausencia, vinieron en seguida como les fue mandado, y entraron por ordenanzas más de sesenta mil hombres, la más lucida y armada gente que podía ser, según el uso de aquellas partes. Cortés les salió a ver y recibir, y los aposentó muy bien. El segundo día de Pascua del Espíritu Santo salieron todos los españoles a la plaza, y Cortés hizo tres capitanes como maestres de campo, entre los cuales repartió todo el ejército. A Pedro de Albarado, que fue uno, dio treinta de a caballo, ciento setenta peones, dos tiros de artillería y más de treinta mil indios, con los cuales pusiese real en Tlacopan. Dio a Cristóbal de Olid, que era el otro capitán, treinta y tres españoles a caballo, ciento ochenta peones, dos tiros y cerca de treinta mil indios, con que estuviese en Culuacan. A Gonzalo de Sandoval, que era el otro maestre de campo, dio veintitrés caballos, ciento sesenta peones, dos tiros y más de cuarenta mil hombres de Chalco, Chololla, Huexocinco y otras partes, con que fuese a destruir a Iztacpalapan, y luego a tomar asiento donde mejor le pareciera para campamento. En cada bergantín puso un tiro, seis escopetas o ballestas, y veintitrés españoles, hombres casi los más diestros en mar. Nombró capitanes y veedores de ellos, y él quiso ser el general de la flota; de lo cual algunos principales de su compañía que iban por tierra murmuraron, pensando que corrían ellos mayor peligro; y así, le requirieron que se fuese con el ejército y no en la armada. Cortés no hizo caso de tal requerimiento, porque, además de ser más peligroso pelear por agua, convenía poner mayor cuidado en los bergantines y batalla naval, que no habían visto, que en la de tierra, pues se habían hallado en muchas. Y así, partieron Albarado y Cristóbal de Olid el 10 de mayo, y fueron a dormir a Acolman, donde tuvieron entrambos gran discusión sobre el aposento; y si Cortés no enviara aquella misma noche una persona que los apaciguó, hubiera habido mucho escándalo y hasta muertes. Durmieron al otro día en Xilotepec, que estaba despoblada. Al tercero entraron bien temprano en Tlacopan, que también estaba, como todos los pueblos de la costa de la laguna, desierto. Se aposentaron en las casas del señor, y los de Tlaxcallan dieron vista a México por la calzada, y pelearon con los enemigos hasta que la noche los dispersó. Al otro día, que era 13 de mayo, fue Cristóbal de Olid a Chapultepec, rompió los caños de la fuente y quitó el agua a México, como Cortés se lo había mandado, a pesar de los contrarios que se lo defendían duramente peleando por agua y tierra. Un gran daño recibieron al quitarles esta fuente que, como en otro lugar dije, abastecía la ciudad. Pedro de Albarado se ocupó en adobar los malos pasos para los caballos, preparando puentes y tapando acequias; y como había mucho quehacer en esto, gastaron allí tres días, y como peleaban con muchos, quedaron heridos algunos españoles, y muertos muchos indios amigos, aunque tomaron algunos puentes y trincheras. Se quedó Albarado allí en Tlacopan con su guarnición, y Cristóbal de Olid se fue a Culuacan con la suya, conforme a las instrucciones que de Cortés llevaban. Se hicieron fuertes en las casas de los señores de aquellas ciudades, y cada día, o escaramuzaban con los enemigos, o se juntaban a correr el campo y llevar a sus reales centli, fruta y otras provisiones de los pueblos de la sierra, y en esto pasaron toda una semana.
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La política africana, las expediciones contra los cristianos y las operaciones militares destinadas a mantener el orden o a extender el control del sultán sobre las regiones todavía insumisas necesitaba un ejército eficaz cuyo coste era, a la fuerza, elevado. El yund arabo-beréber, dotado de pensiones sacadas, por un lado, del tesoro, pero también de los gobiernos locales en las Marcas y probablemente de concesiones de bienes raíces y tributarias, vio -como dijimos antes- su papel progresivamente contestado a causa del reclutamiento masivo de Saqaliba que había que comprar y mantener. La garantía dada, en varias ocasiones, a los rebeldes que aceptaban la sumisión (en Mérida y en Toledo, por ejemplo) permitiéndoles pagar solamente los impuestos canónicos, induce a pensar que la fiscalidad califal buscaba, como es lógico en todo Estado musulmán, paliar la insuficiencia crónica de ingresos imponiendo impuestos suplementarios, mal aceptados a la fuerza. Pero es muy difícil hacerse una idea precisa de cómo era el sistema impositivo con Abd al-Rahman III. Ibn Hawqal enumeró una serie de impuestos: sadaqa, yibava, jarayat, alshar, damanat, marasid, yowali, rusum, que son términos cuya traducción no es evidente la mayoría de las veces, y que dieron, a mediados del X, una cifra global de ingresos en el tesoro muy considerable que llegaría a veinte millones de dinares. Ibn Idhari, en el Bayan, indicó que la yibaya (tributación) en tiempos de al-Nasir llegó a 5,5 millones. Pedro Chalmeta piensa que la diferencia se debe a que el término yibaya sólo designa los impuestos legales, lo que supondría una cantidad considerable de impuestos ilegales. Dudaríamos siempre a la hora de aceptar esta interpretación si consideramos que, siempre desde el punto de mira de Ibn Hawqal, las imposiciones eran poco gravosas en al-Andalus. Las indicaciones proporcionadas por las fuentes escritas sobre los impuestos y la moneda plantean varios problemas: al-Hamadani (muerto en el 903) indicó, por ejemplo, que los habitantes de al-Andalus no utilizaban fracciones de dirham sino solamente fulus (pequeña moneda partitiva de bronce o de cobre), lo que no deja de ser sorprendente si consideramos que este tipo de moneda era raro tanto en las colecciones conocidas como las descubiertas en las excavaciones arqueológicas y que conocemos numerosas fracciones de dirhams, pero tal vez pertenecientes a épocas posteriores al siglo IX. Los problemas relativos a los impuestos y a la moneda, así como a los precios y salarios, no se han investigado de forma sistemática y exhaustiva a través de los textos y las colecciones numismáticas, lo que permitiría analizar toda la información potencialmente disponible. También habría que situar los datos obtenidos en el contexto del mundo musulmán, o al menos, del Occidente en su conjunto. Un hecho importante como la acuñación de oro, cuya significación política y simbólica es evidente, pero que, a su vez, es consecuencia de varios factores de orden económico y de él derivan implicaciones del mismo orden, parece realizarse en los cinco o seis primeros años de forma continuada (años 317-322/929-934), luego se ralentiza pero manteniendo un ritmo regular (años 323-336/935-947), hasta llegar a ser episódica y casi insignificante al final del reino. Tales constataciones no tienen, en el momento actual de nuestros conocimientos, explicaciones satisfactorias. Hay que reconocer que el restablecimiento del poder omeya y su reforzamiento en la primera mitad del X plantean tantos problemas como la desorganización de al-Andalus al final del siglo precedente. En una evolución cuyos aspectos políticos resaltan con más evidencia a nuestros ojos, conviene evidentemente colocar en su justo lugar la inteligencia política del gran soberano Abd al-Rahman III.