El año 1931 señaló otro giro decisivo en la historia moderna de Japón: las Fuerzas Armadas japonesas invadieron Manchuria, lanzando a su país por un camino de acción directa en el continente. El incidente de Manchuria no fue tanto la causa de la orientación japonesa hacia la expansión militar como el síntoma de agudísimos problemas internos y de una tensión creciente en las relaciones de Japón con el mundo exterior. El alejamiento de Japón de la comunidad de las potencias democráticas había ido aumentando desde la terminación de la Primera Guerra Mundial; parecía que el destino de Japón se hallaba en el continente y no en la cooperación con las potencias occidentales. Lo que lanzó el ataque contra Manchuria, dando paso a la consolidación del militarismo en Japón, debe ser analizado en el contexto del empeoramiento de la política interna y en el carácter del problema continental con que Japón se enfrentaba. En los años treinta, los japoneses estaban convencidos de la necesidad de proteger sus intereses. En esa fecha -1940-, Konoye anunció la adopción de una Nueva Estructura Nacional con el fin de transformar al Japón en un Estado avanzado de defensa nacional. También a comienzos de 1940 fueron disueltos los partidos políticos, y su lugar lo ocupó la Asociación para la Asistencia a la Autoridad Imperial, que, basada en la idea del partido único, proponía la unificación de todo el esfuerzo burocrático y político de Japón en torno a los objetivos imperiales. Los esfuerzos de movilización realizados bajo la Asociación fueron de tres clases: la llamada movilización popular, es decir, el esfuerzo de movilizar totalmente el frente interno social; la movilización de la voluntad nacional, consistente en el esfuerzo por llevar a cabo una fusión de todas las organizaciones políticas, sociales y culturales del país, y la movilización espiritual: mantener la unanimidad en el pensamiento y la creencia de las consignas de un exacerbado nacionalismo. Desde 1940, Japón se encerró en un círculo de acontecimientos que lo situaban más en el ultranacionalismo y expansionismo imperialista y en el aislamiento del mundo occidental, y que acabaron lanzándolo al torbellino de la Segunda Guerra Mundial, cuyos hitos más importantes fueron: en el orden diplomático-internacional, en julio de 1940 acuerdo con el Gobierno francés de Vichy para la ocupación de Indochina; en septiembre del mismo año firma del Pacto Tripartito de Berlín, que sellaba una alianza militar entre Alemania, Italia y Japón, y concedía a este país el reconocimiento de su primacía en Extremo Oriente, afirmándose la determinación japonesa de crear un orden asiático, y, en abril de 1941, firma de un pacto de no agresión con la URSS, que lo dejaba libre para avanzar en dirección sur, hacia las colonias francesas, holandesas y británicas. En el plano del expansionismo imperialista, en agosto de 1940 Konoye formuló su declaración sobre política nacional fundamental (Tiedemann), insistiendo en el plan del nuevo orden en Asia oriental, y desarrolló la idea de una esfera de coprosperidad asiática oriental mayor que situaba a Japón en el centro de un bloque defensivo, cuyo perímetro pasaba por las zonas coloniales. En este sentido, el ministro Matsuoka anunció el programa de una Asia Grande: en primer lugar, el Imperio, de acuerdo con la política del Ministerio de Ultramar, formado por Corea, Formosa, Manchuria y China del norte; y en segundo lugar, los países integrados en un espacio económico bajo dirección japonesa que serán agrupados en una misma zona monetaria, el bloque del yen: Siberia oriental, Sajalin, Tailandia, Birmania, Nueva Caledonia e Indias holandesas. A fines de 1940, el plan imperialista se completó: los proyectos de expansión económica parecían estar a punto de alcanzar sus objetivos, aunque faltaba lo esencial: el control efectivo de este vasto espacio geográfico; y fue durante 1941 cuando se desarrollaron los preparativos militares. Por último, en octubre de 1941 el general Tojo fue nombrado primer ministro, y el Japón militarista, ultranacionalista y expansionista entró de lleno, en diciembre del mismo año, en la Segunda Guerra Mundial. En el marco, por tanto, de estos planes y acuerdos, tanto nacionales como internacionales, la intervención de Japón en la Segunda Guerra Mundial cubrió las siguientes fases: a) desde 1937, la guerra con China, ya citada; b) desde diciembre de 1941, con el ataque a Pearl Harbor, guerra con Estados Unidos y Gran Bretaña, y, hasta 1942, gran expansión y conquistas japonesas en el Pacífico y en el continente asiático: China, Filipinas, Indochina, Hong Kong, Malaya, Singapur, Birmania, Indonesia; c) desde 1943, ofensiva aliada por el Pacífico y el continente y retrocesos japoneses, hasta los bombardeos atómicos sobre Hiroshima y Nagasaki, en agosto de 1945, con lo que Japón capituló ante los aliados en septiembre del mismo año. Japón, potencia mundial y en plena expansión imperialista en 1937, pasaba a ser un país derrotado, arruinado y ocupado en 1945.
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La llamada al poder no pudo llegar en mejor momento para los liberales. En junio de 1885, mediante una llamada ley de garantías, elaborada por Alonso Martínez y Montero Ríos -como representantes de fusionistas e izquierdistas, respectivamente- habían formado un único partido bajo la dirección de Sagasta. Concluía así el complejo proceso de integración en la monarquía "de las ovejas liberales descarriadas por la actuación de Isabel II", en frase de Vicens Vives. En la ley de garantías se proponía una especial protección para los derechos individuales recogidos en la Constitución y se propugnaban, como principales reformas políticas, el sufragio universal masculino, el juicio por jurados, y un procedimiento para la reforma constitucional. Todas estas cuestiones serían planteadas por una o varias leyes orgánicas. Pero en el artículo 1°- de la ley quedaba expresamente reconocida la soberanía compartida por las Cortes con el Rey. En lo más importante, la tesis doctrinaria de Cánovas había terminado por imponerse sobre la tesis progresista, y de los revolucionarios de 1868, de la soberanía nacional. Era, como indica Miguel Artola, "el término de un proceso de abandono sucesivo de posiciones por parte de las fuerzas democráticas". No se trataba de una "cuestión metafísica", como pudiera parecer a primera vista -ha escrito José Varela Ortega-, sino de un asunto político práctico: quién tenía la última palabra en el ejercicio de la soberanía, si el electorado o la Corona. Según "la ortodoxia progresista, todo cambio político dependía exclusivamente del electorado"; pero esto no era factible para Cánovas porque "nadie respetaría el fallo (...) de las urnas". Las consecuencias fueron muy importantes: "el abandono por parte de los liberales del principio político de soberanía nacional o popular (...) quitó carga ideológica al Partido Liberal y, en consecuencia, a todo el régimen. Y es así como las inclinaciones no-ideológicas que caracterizaban a los partidos políticos españoles -basados como estaban en el patronazgo- vinieron a ser reforzadas". Al margen del acuerdo, algunos izquierdistas que habían pretendido que las reformas de la ley de garantías tuvieran rango constitucional, siguieron dando vida a una disminuida Izquierda Dinástica, bajo el liderazgo del general López Domínguez, sobrino del general Serrano. En enero de 1886, Sagasta, ya en el gobierno, intentó atraerlos al partido liberal ofreciendo la embajada en París a López Domínguez, pero las peticiones de éste -27 diputados a Cortes en las próximas elecciones generales, además de diversos nombramientos- parecieron excesivas a los notables liberales y se frustró la unión. El primer ministerio formado por Sagasta en la Regencia era una perfecta mezcla de los notables de las distintas ramas que componían el partido: Moret (Estado), Montero Ríos (Fomento), Venancio González (Gobernación), Alonso Martínez (Gracia y Justicia), Camacho (Hacienda), Gamazo (Ultramar), Jovellar (Guerra) y Berenguer (Marina). Cristino Martos no tenía ninguna cartera pero estaba reservada para él la presidencia del Congreso. La conciliación en las bases, en las clientelas, no resultó tan sencilla. En las elecciones de 1886 se enfrentaron entre sí más de cien candidatos del partido, ante la inhibición de Sagasta y del ministro de la Gobernación. Ambos, ante la avalancha de peticiones -reconocía el periódico conservador La Época, en honor a la verdad-contestan invariablemente "que (...) no habrá candidatos ministeriales y que se sentarán en el Congreso los que, por su propia influencia, cuenten con más votos". A lo largo de los casi cinco años siguientes, las Cortes elegidas en abril de 1886 -las Cortes de más larga duración de la Restauración, las únicas que estuvieron a punto de agotar su vida legal- fueron cumpliendo el programa liberal y consolidando así el partido. Entre las principales leyes aprobadas están la de asociación de 1887, de lo contencioso administrativo, y del jurado, ambas de 1888, y la ley electoral (de sufragio universal masculino) de 1890, a la que, por su trascendencia, prestaremos una atención especial. No fue fácil para Sagasta mantener unido un partido tan heterogéneo y, por tanto, con necesidades tan amplias y variadas. Las dificultades se manifestaron especialmente a partir de 1887, con las disidencias de Cristino Martos y el general Cassola, y el enfrentamiento entre Gamazo y Moret, representantes máximos, dentro del partido, de las opiniones e intereses proteccionistas y librecambistas, respectivamente. Es difícil encontrar otras razones que las puramente personales en la disidencia de Martos. El conflicto con el general Manuel Cassola -que ejercía una importante influencia personal en Murcia- tenía, por el contrario, una justificación de carácter político. Cassola, nombrado ministro de la Guerra en 1887, presentó una serie de reformas militares que incluían el servicio militar obligatorio y una amplia reorganización interna del Ejército; ante la cerrada oposición que presentaron a estos proyectos no sólo el partido conservador sino muchos altos jefes militares, Sagasta no quiso forzar la situación y, sin desautorizar al ministro, no le prestó el apoyo necesario para sacar adelante sus reformas. El general dimitió en junio de 1888, realizando a continuación algunas campañas críticas contra su antiguo presidente. Mucha mayor importancia tenía el enfrentamiento interno que se originó a causa de la política económica del partido y que sería la cuestión en torno a la cual giraría la vida de éste, hasta final de siglo. Los temas de política económica eran tradicionalmente dejados al margen de la disciplina de los partidos -éstos no eran partidos de intereses, no en el sentido de que sus componentes no defendieran intereses concretos sino porque, institucionalmente, los partidos no asumían la representación de ningún interés-. Sin embargo, la política liberal había sido relativamente librecambista desde 1881 -con el levantamiento de la suspensión de la Base Quinta de la reforma arancelaria de 1869, que preveía una gradual bajada de las tarifas, y los tratados de comercio con Francia en 1882 e Inglaterra de 1886-, mientras que los conservadores se habían manifestado más proteccionistas, aunque no defenderían explícitamente esta postura hasta los años 90. El conflicto surgió en el partido liberal cuando Gamazo, al frente de un importante grupo de diputados y senadores, al amparo de la libertad de opinión existente en lo económico, trató de variar la tradicional política del partido, sustentada por Sagasta al nombrar ministros de Hacienda de orientación librecambista. Germán Gamazo, que era portavoz de la Liga Agraria -uno de los escasos movimientos de opinión organizados, fundada en 1887-, demandaba una solución a la crisis agrícola, que afectó de manera especial al cultivo de cereales. Huía de declaraciones doctrinales; el problema, decía, era la salvación de la riqueza territorial de España. Los medios que proponía eran, en primer lugar, el abaratamiento de la producción mediante la rebaja de los impuestos que gravaban la propiedad de la tierra, el cultivo y la ganadería, aunque para equilibrar los gastos del Estado fuera necesario establecer un impuesto general sobre la renta. En segundo lugar, Gamazo reclamaba la necesaria protección arancelaria. Pretendía quitar significación política a sus propuestas, declarándose enemigo del atomismo de los partidos y contrario a toda disidencia; participó por ello en los debates políticos, a favor de las reformas democráticas. Sin embargo, en la práctica política era implacable, actuando de acuerdo con sus intereses y al margen del partido en todo lo que pudiera tener relación con la política económica como, por ejemplo, en la elección de miembros de las comisiones parlamentarias. Esto creó serios problemas a Sagasta y, a fines de 1888, hasta una crisis de gobierno al perder éste una votación. A lo largo de 1889, el enfrentamiento fue haciéndose más intenso y preocupante para Sagasta al conseguir Gamazo el apoyo de Martínez Campos, con gran influencia en la regente. De la importancia de la crisis interna da idea el que, con motivo de otra crisis, en enero de 1890, Alonso Martínez y no Sagasta recibiese el encargo de formar gobierno con el partido liberal, aunque sin resultado positivo. En medio de estas dificultades, el cumplimiento del programa histórico del liberalismo democrático fue la única fórmula que encontró Sagasta para dar al partido la cohesión y el contrapeso ideológico necesarios, que le permitieran acceder a las peticiones proteccionistas de Gamazo sin espantar a la corriente democrática. Otra razón política que abonaba la conveniencia de la extensión del sufragio -en favor de la cual, por otra parte, no había el menor interés ni la más mínima presión popular- era la promesa de Castelar de disolver su partido y recomendar a sus correligionarios el ingreso en el partido liberal, si se reformaba en este sentido la ley electoral. Por otra parte, en caso de no aprobar el sufragio universal, era lógico pensar que, igual que había ocurrido en 1882, otro partido recogería la bandera de la democracia monárquica; el general López Domínguez, aliado con Romero Robledo por entonces, era el mejor situado para esta operación. Al sacar adelante la ley de sufragio universal, en junio de 1890 -presentado como la culminación del proceso constituyente en España- Sagasta consiguió efectivamente todos estos objetivos: fortaleció el partido, aseguró su liderazgo sobre el mismo, eliminó posibles competidores por la izquierda, y sumó un importante número de republicanos posibilistas que obedecieron a Castelar. Con todos estos elementos favorables, Sagasta cedió -aunque sólo por un tiempo- a las pretensiones de Gamazo. Todos parecían salir ganando, todos menos el ya imperfecto sistema representativo. El 5 de julio de 1890, inexplicablemente para todos, Sagasta fue sustituido por Cánovas en la presidencia del Consejo de ministros. La causa de la crisis fue revelada, años más tarde, por el conde de Romanones, al relatar en su biografía de la reina regente la confidencia que ésta le hizo sobre los sucesos de aquellos días. Sagasta dimitió ante la amenaza de Romero Robledo de hacer públicos ciertos documentos relacionados con la concesión de un ferrocarril en Cuba, en los que aparecía implicada la mujer del jefe liberal. Romero, a través de Martínez Campos, puso en conocimiento de la regente el asunto, quien lo trasmitió a Sagasta a través de López Puigcerver, ministro de Gracia y Justicia. Planteada la crisis, María Cristina aceptó la renuncia del político riojano. Un potentado cubano pagó más de 40.000 pesetas oro por los documentos que, meses más tarde, destruyó Moret. Comenta Raymond Carr que "entre las manos de Sagasta no sólo moría el programa sino también el capital moral del liberalismo". El Ayuntamiento y la Cárcel Modelo de Madrid, en manos liberales, se vieron envueltos por las mismas fechas en asuntos de corrupción. "El desidioso abandono -escribió Gabriel Maura- sellaba como marca registrada todo lo municipal". Las investigaciones en relación con el famoso crimen de la calle Fuencarral, pusieron de manifiesto que algunos presos entraban y salían con libertad de la Cárcel Modelo. Francisco Silvela acusó al gobierno de no conseguir "hacer obligatorios los presidios a aquellos penados que disfrutaban de recursos para tener abono de tendido". De cualquier forma, la inmoralidad administrativa y la corrupción -cuya importancia en comparación con la de otros períodos de la historia contemporánea de España estamos lejos de poder evaluar- no eran privativas de los liberales; eran la consecuencia de una política de clientelas, con un absoluto predominio del poder ejecutivo sobre el legislativo y el judicial.
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Tras la publicación del armisticio, los acontecimientos se suceden vertiginosamente. El rey y su Gobierno, con Badoglio al frente, huyen de Roma para acogerse a los aliados en Brindisi. El día 9 se constituye el Gobierno provisional fascista. El 12, Mussolini es liberado. Los aliados desembarcan en Salerno, al sur de Nápoles. El Ejército italiano se desbanda.El mismo día en que se reúne por primera vez el Consejo de Ministros de la República Social Italiana, 27 de septiembre, se desencadena en Nápoles la insurrección contra los ocupantes alemanes. Las famosas "quattro giornate" harán de Nápoles la única ciudad del centro-sur donde se produzca un levantamiento abierto contra los nazis.Cuando los aliados llegan a la ciudad, los alemanes ya la han evacuado. Ocupada Nápoles, el frente se estabilizará en la línea Gustav, apoyada en el baluarte de la abadía de Casino, hasta la primavera siguiente.En este territorio, controlado militarmente por los aliados, se establece el precario Reino del Sur, al que el mando anglo-norteamericano cederá poco a poco la administración civil de distintas provincias. El 10 de octubre de 1943 el Gobierno Badoglio, todavía no reconocido por los aliados oficialmente, declara la guerra a Alemania.La crisis de septiembre influye también profundamente en el antifascismo que había invocado en vano la movilización popular, junto al Ejército, para hacer frente a los alemanes. Los partidos que a lo largo de esas primeras semanas irán constituyendo comités de Liberación Nacional, en las distintas zonas y ciudades, reivindican para éstos la representación legítima del país y denuncian la deserción de la Corona y del Gobierno.El problema de cómo organizar esta oposición divide claramente en dos a las fuerzas antifascistas. Los comunistas, los "azionisti" y los socialistas, creen en la necesidad de organizar, según el modelo francés o yugoslavo, la resistencia armada.Las fuerzas moderadas, vinculadas a la burguesía o a la Iglesia, aun reconociendo la necesidad de superar por completo la experiencia fascista, son contrarias a un giro radical de la situación que, más allá del terreno puramente político e institucional, pueda alterar las relaciones económicas de la sociedad. Nacen así posiciones "attesiste" (de espera) que tantas disputas provocarán en el seno de los CLN.Antes de las primeras bandas de partisanos será la agitación obrera la vanguardia de la Resistencia antifascista. En el triángulo industrial Turín-Milán-Génova, el movimiento huelguístico se desencadenará en los meses de noviembre y diciembre de 1943.La estabilización del frente dará lugar en los primeros meses de 1944 en la Italia ocupada (o si se prefiere en el territorio de la República de Saló) a una fase de estabilización económica debida a los suministros de la industria italiana a los alemanes. Los industriales italianos trabajan para los nazis y, al mismo tiempo, buscan desesperadamente contactos con los aliados o con los CLN.En esos meses -del otoño del 43 a la primavera del 44- el cuadro político general de la iniciativa antifascista se modifica sensiblemente. Máxima importancia tiene el Congreso antifascista celebrado en Bari los días 28 y 29 de enero de 1944, en el que los partidos que habían acudido exigieron la inmediata abdicación del rey y propusieron para el final de la guerra la convocatoria de una Asamblea Constituyente.El 14 de marzo de 1944 la URSS es el primer Gobierno de las Naciones Unidas que reconoce al Gobierno Badoglio y a la Monarquía. El 26 del mismo mes llega a Nápoles Palmiro Togliatti, secretario general del Partido Comunista Italiano, quien, contra lo sostenido hasta entonces por sus camaradas, propone la formación de un Gobierno de unidad nacional y la aceptación transitoria de la Monarquía hasta el fin de la guerra.Este golpe de timón conocido como "svolta di Salerno" permitirá llegar a soluciones concretas.En efecto, el 12 de abril, Víctor Manuel III cede sus poderes, en calidad de Lugarteniente del Reino, a su hijo Humberto (con el compromiso explícito de no abdicar definitivamente hasta que no se resuelva la cuestión institucional).El 22 de mismo mes, también bajo la presidencia de Badoglio, se forma un nuevo Gobierno integrado por los seis partidos antifascistas (democristianos, socialistas, "azionisti", comunistas y Democrazia del lavoro): Los republicanos, irreductibles en la cuestión de la forma de Estado, se autoexcluyen.Otro factor que abre mayores perspectivas a una resistencia armada organizada es la ofensiva aliada de la primavera del 44, que se mantendrá ininterrumpida hasta finales de verano.Así serán liberadas Roma, el 4 de junio, y Florencia, el 11 de agosto. En esta última ya tuvieron un decisivo papel los combatientes italianos de la Resistencia.Con la liberación de la capital, el mariscal Badoglio presenta la dimisión al lugarteniente del Reino, quien encargará la formación de nuevo Gobierno al anciano Ivanoe Bonomi, perteneciente a Democrazia del Lavoro y que había sido miembro del CLN clandestino en Roma. En el nuevo Gobierno se integrarán representantes de los seis partidos mencionados.El desembarco de Normandía el 6 de junio de 1944 y las operaciones aliadas que conducirán a la total liberación de Francia relegan el frente italiano a la condición de frente de segundo orden. En el invierno de 1944-45 se estabilizará en la línea Gotica (línea defensiva alemana que, apoyada en el Apenino, se extiende desde Rímini, en el Adriático, hasta Versilia, en el Tirreno).Paralelamente a esta evolución estratégica del conflicto, procede la expansión del movimiento partisano en los territorios todavía ocupados por los alemanes y por los "repubblichinos".De las primeras bandas surgidas ya en el otoño de 1943 se pasa a organizaciones más amplias y de más rigurosa disciplina. Hay que subrayar, de todos modos, que el Ejército partisano no es un Ejército de cuadros antifascistas como lo había sido la Brigada Garibaldi, que combatió en la guerra civil española.A la Resistencia, que poco antes de la liberación llegó a contar con casi doscientos mil combatientes, llegaron muchos hombres jóvenes movidos por los más diversos impulsos: desde la sensibilización política adquirida a raíz de los acontecimientos de 1943, al deseo de evitar la movilización en el Ejército "repubblichino" o la deportación a Alemania como trabajadores.Una de las primeras medidas del Gobierno Bonomi fue la institución del Corpo Volontari della Libertá, donde se integraban las distintas unidades militares de la Resistencia (las comunistas Brigadas Garibaldi, las de Giustizia e Libertá de los azionisti, los independientes, procedentes del desbandado Ejército tras el armisticio, etc.).El funcionamiento real de este nuevo órgano directivo unificado de la guerrilla se debe sobre todo al entendimiento y la sincera colaboración del comunista Luigi Longo y del futuro presidente del Gobierno Ferruccio Parri, "azionista", ambos del clandestino CLN de la Alta Italia, con sede en el Milán ocupado.No podemos relatar aquí las numerosas gestas de estos bravos, ni sus dificultades, la mayor de las cuales no era ni la Guardia Nacional Republicana ni los SS alemanes, sino la incomprensión de los aliados que desconfiaban de ellos hasta el extremo de que el 13 de noviembre de 1944, el comandante en jefe aliado, general Alexander, les invitó públicamente a la desmovilización.La Resistencia estableció, dentro del territorio ocupado, pequeñas zonas liberadas y contribuyó a la desorganización del enemigo y a la distracción de sus fuerzas, además de liberar numerosas ciudades antes de que llegase a ellas la ofensiva aliada.De hecho, se pueden señalar divergencias entre el CLN de Roma que integraba el Gobierno Bonomi y el CLN de la Alta Italia, lo que provocó no pocas dificultades adiccionales.
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Sin embargo, hacia 1330 recala un artista en Toulouse que va a impactar enormemente con su obra en todo el Midi. Es difícil pronunciarse sobre el número de artífices que integraban el que hoy conocemos como Taller de Rieux, pero indudablemente el papel director debe asignarse a uno de ellos. Jean Tissandier, obispo de Rieux, construye su capilla funeraria en los franciscanos de Toulouse, y encarga a estos maestros la decoración escultórica de la misma.Un conjunto de imágenes de tamaño mayor que el natural que representan apóstoles, santos, al propio fundador como donante, haciendo ofrenda de una maqueta (su capilla) a la Virgen, más alguna clave de bóveda procedentes de esta fundación se custodian actualmente en el museo de los Agustinos de Toulouse, a donde llegaron tras ser recogidas después de la destrucción del convento. También llegó entre ellas la soberbia imagen yacente del sepulcro episcopal. Estas piezas responden a un estilo absolutamente inédito en todo el Midi, para el que es difícil incluso hallar paralelos en el norte de Francia. Se trata de figuras de pronunciado movimiento de caderas, vestidas con túnicas, cuyos pliegues han sido abordados desde un prisma absolutamente preciosista y algo barroco (se multiplican, caen en cascada de forma arbitraria, etc.). Este gusto por el detalle que hace que el artista se detenga en lo anecdótico, se patentiza también en el tratamiento del cabello o de las barbas, magistral en el caso de san Pablo. Algunas figuras han sido individualizadas, pero otras presentan rasgos ambiguos, como sucede con san Juan Evangelista. Otra característica de estas piezas es que responden a unos planteamientos, en lo que al volumen se refiere, bastante inusuales para la época. No en vano muchas obras que después se han ido adscribiendo a este círculo artístico, fueron tomadas inicialmente como producciones del gótico internacional.La actividad tolosana de este taller no se limitó a esta capilla de los franciscanos. Intervino también en la obra de la catedral, donde se conservan varias claves de bóvedas de su mano. Fuera ya de la ciudad se han localizado piezas en Mirepoix (claves de bóveda), una magnífica Virgen con el Niño en Tarbes y están en su órbita desde el sepulcro episcopal de Saint-Bertrand-de-Comminges, a la Virgen de Narbona, entre otras muchas obras que se reparten desde el Atlántico hasta el Mediterráneo, con irradiación hacia Cataluña, Aragón y Navarra.
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Uno de estos polos de los templos otonianos, el occidental, ofrecía al exterior una equívoca imagen de su verdadera función interna. Es evidente que se caracteriza por una forma reciamente torreada que depende de las tradicionales soluciones de los "westwerke" carolingios; sin embargo, en sus dos fórmulas más tópicas se aleja del origen. Aunque pervivió durante el siglo X un "westwerk" de gran pórtico torreado dividido su interior en pisos, la innovación otoniana transformó totalmente el interior en busca de espacios de funcionalidad radicalmente distinta: simplemente un pórtico de espacio único de arriba abajo, o el contenedor de un verdadero santuario occidental. De esta última fórmula hemos citado antes ejemplos notables como la catedral de Essen o Santa María de Mittelzell. Una majestuosa torre colocada a los pies del templo no sirve de coronamiento a una entrada monumental que, si existe, es pequeña y lateralizada, sino de imponente y monumental fortaleza que protege el santuario. En este sentido, todavía conservaría el valor simbólico de Jerusalén celeste que hemos señalado para Corvey.En San Pantaleón de Colonia nos encontramos con que el cuerpo torreado enmarca claramente una puerta y hall solemne. Si exteriormente no percibimos cambios a excepción del tratamiento del paramento, ya señalado, el interior es muy diferente. La división en plantas ha desaparecido, parece como si el quadrum y la cripta carolingia se hubiesen fundido en un solo piso bajo, que sirve de vestíbulo rodeado de palcos. La historia del proceso constructivo, transformación y restauración de este edificio es muy compleja y problemática. Poco después del enterramiento de la emperatriz Teófanu (991), el templo sufrió una ampliación con la destrucción de un primitivo "wesrwerk" que debía seguir las formas del de Corvey -la comunidad que lo realizó procedía de este monasterio-; el nuevo macizo occidental es el que ha llegado hasta nosotros.La iglesia de San Salvador de Werden fue ampliada con un "westwerk" que se denominó torre de Santa María (turris Sanctae Maria), cuya consagración por el arzobispo de Colonia se celebró en 943. Aunque toda la iglesia ha sufrido múltiples modificaciones y ampliaciones, todavía es posible reconocer a los lados del espacio central, unitario hasta la base del cuerpo de campanas, unos palcos como los de San Pantaleón. Similar estructura interna se aprecia aún en el ya referido cuerpo occidental de la iglesia de Münstereifel.La catedral de Reims nos ilustra sobre la adecuación de un "westwerk" carolingio a la nueva estructuración de época otoniana. Consagrado por el arzobispo Hincmar en 852, sufrió una importante modificación interna encargada por el arzobispo Adalberon en 976. Manteniendo el aspecto exterior, su interior fue vaciado para permitir prolongar hacia occidente las naves, mientras que se mantenía una tribuna en los colaterales de esta prolongación. De esta manera, el resultado final de la transformación era muy semejante al interior de San Pantaleón.Si el "westwerk" carolingio termina generando la fachada torreada característica de los templos románicos y góticos, en el área germana se codificó, durante el período otoniano e interpretando modelos carolinos, un tipo de fachada de tres torres, una central voluminosa y dos laterales, que se convertirá en una más de las constantes arquitectónicas del románico alemán.
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Las calles engalanadas para la fiesta nacional francesa serán un interesante motivo de inspiración para los artistas. Monet, Manet o Van Gogh tienen escenas de este tipo, tomadas directamente del natural por lo que premia la rapidez de la ejecución y la soltura de los trazos. Vincent parece interesarse más por las últimas horas del día, cuando las luces vespertinas se adueñan del conjunto y apagan ligeramente el color blanco de la enseña gala. Un grupo de figuras anima la composición, apreciándose la esquina de un café en cuyos cristales se contempla la señora de la sombrilla. Las sombras coloreadas empleadas por el artista son síntoma indiscutible de su cercanía al Impresionismo, gracias a su contacto con Pissarro.
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La Guerra de la Independencia supone para Goya, igual que para miles de españoles, un aterrador dilema; su filosofía ilustrada, favorable a la reforma de España y contraria al mal gobierno de Carlos IV y Godoy, le hacen alinearse, formando parte de los afrancesados, con el rey José I; pero su elevado patriotismo y su razón no entienden la masacre que se está produciendo en el país. Tiene, pues, el corazón dividido y estos seis años de conflicto armado van a provocar un importante cambio en su pintura, que se hace a partir de entonces más suelta, más violenta, más negra en definitiva. Contra lo que puede parecer lógico, tanto el Dos de Mayo como su compañero El Tres de Mayo, no se pintaron al iniciarse la contienda, sino al finalizar ésta en 1814. Goya se dirige al Consejo de Regencia, presidido por el cardenal D. Luis de Borbón, solicitando ayuda económica para pintar las hazañas del pueblo español, el gran protagonista de la contienda, en su lucha contra Napoleón; desde febrero hasta mayo de 1814 va a estar el artista ocupado en realizar ambos lienzos. Goya ha querido representar aquí un episodio de ira popular: el ataque del pueblo madrileño, mal armado, contra la más poderosa máquina militar del momento, el ejército francés. En el centro de la composición, un mameluco, soldado egipcio bajo órdenes francesas, cae muerto del caballo mientras un madrileño continúa apuñalándole y otro hiere mortalmente al caballo, recogiéndose así la destrucción por sistema, lo ilógico de la guerra. Al fondo, las figuras de los madrileños, con los ojos desorbitados por la rabia, la ira y la indignación acuchillan con sus armas blancas a jinetes y caballos mientras los franceses rechazan el ataque e intentan huir. Es significativo el valor expresivo de sus rostros y de los caballos, cuyo deseo de abandonar el lugar se pone tan de manifiesto como el miedo de sus ojos. En suma, Goya recoge con sus pinceles cómo pudo ser el episodio que encendió la guerra con toda su violencia y su crueldad para manifestar su posición contraria a esos hechos y dar una lección contra la irracionalidad del ser humano, como correspondía a su espíritu ilustrado. La ejecución es totalmente violenta, con rápidas pinceladas y grandes manchas, como si la propia violencia de la acción hubiera invadido al pintor. El colorido es vibrante y permite libertades como la cabeza de un caballo pintada de verde por efecto de la sombra. Pero lo más destacable del cuadro es el movimiento y la expresividad de las figuras, que consiguen un conjunto impactante para el espectador. Otra guerra, en este caso la Civil española de 1936, provocó serios daños en el lienzo. Al ser transportado el cuadro y su compañero desde Valencia a Barcelona, por orden del gobierno de la República para evitar que las tropas del general Franco tomaran el tesoro pictórico que constituía el Museo del Prado, la camioneta que los llevaba sufrió un accidente, rompiéndose la caja que los protegía y rasgando el lienzo en la parte izquierda. Tras la restauración de las obras, se dejaron en esa zona sendos espacios pintados en marrón, de nuevo para recordarnos la sinrazón de la guerra.
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Durante la transición española a la democracia en varias ocasiones se planteó la posibilidad de una intervención militar en sentido involutivo. En realidad, la tendencia en este sentido de los altos mandos militares fue muy consistente y mucho más peligrosa de lo que durante la época se admitió. Se daban todas las condiciones en el Ejército para que existiera la posibilidad de un golpe de Estado. Durante el régimen anterior había tenido un relevante papel político y existían también algunos factores que conducían a una frustración y podían propiciar su intervención en la política: a la muerte de Franco, el porcentaje del PNB dedicado a la Defensa era muy pequeño en comparación con otros países europeos, pero el número de profesionales de la milicia era demasiado alto. A ello se sumaba una legislación en muchos aspectos anticuada. Gutiérrez Mellado, vicepresidente para Asuntos de la Defensa, fue una figura clave en la transición. Sus intervenciones siempre insistieron en la necesidad de alejar la política de los cuarteles, que debían concentrarse en la preparación técnica. Durante su mandato comenzó una importante labor de modernización de las fuerzas armadas. En 1980 se modificó parcialmente el Código de Justicia militar y en ese mismo año una ley orgánica establecía los criterios básicos de la organización militar. Mientras tanto se pretendía el rejuvenecimiento de los mandos, se adoptaban las medidas presupuestarias para solucionar las más apremiantes deficiencias de la administración militar y se elaboraba un Plan Estratégico Conjunto. De lo que cabe dudar es de si fue acompañada por una política adecuada de nombramientos. Las trayectorias de los que luego resultaron conspiradores y fueron juzgados y condenados como tales no parece equívoca. El teniente coronel Tejero, el general Torres Rojas y el teniente general Jaime Milans del Bosch eran conocidos por su postura antidemocrática y, en algún caso, por su indisciplina. En general, la política seguida consistió en relegar a puestos de menor importancia a quienes parecieran más peligrosos y, de hecho, cuando llegó el momento decisivo, las autoridades militares clave permanecieron fieles a la Constitución. Un caso especial es el del general Alfonso Armada que, por haber estado muy cerca del Rey, parecía fiel a él aunque no ocultara su actitud conservadora y hubiera abominado de la legalización del PCE. Sin duda, la crisis provocada por la dimisión de Suárez favoreció el clima conspirador. Fue el ambiente de finales del año 1980 el que principalmente sirvió para incubar la conspiración: algunas personalidades aisladas de la izquierda y la derecha aludían a la posibilidad de formar un Gobierno de carácter excepcional que tendría a la cabeza un militar y de ello se hacían eco líderes parlamentarios. Sugerencias de este tipo se oyeron en reuniones en las que estaban incluso militantes socialistas, en este caso delante del propio Armada. En líneas generales toda la clase política, desde el Gobierno a la oposición, se comportó de una manera bastante irresponsable, como acabaría por demostrarse el 23 de febrero: si Suárez parecía llevar al país a un callejón sin salida, González no dudaba en afirmar que en los últimos tiempos la transición a la democracia se había detenido. Mientras tenía lugar la segunda votación para la investidura del sucesor de Suárez, en la tarde del 23 de febrero de 1981, el teniente coronel Tejero, con los guardias civiles transportados en cuatro autobuses ocupó el Congreso de los Diputados, secuestrándolos. La entrada en el edificio se hizo en nombre del rey y en su mayoría los guardias civiles que participaron en la acción no conocían los propósitos de los conspiradores y, por lo tanto, carecían de la convicción necesaria para llevar a cabo el golpe si encontraban dificultades. A partir de este momento de triunfo inicial habrían sido necesarios varios requisitos para que se convirtiera en definitivo. En primer lugar era preciso que existiera una sublevación militar en la periferia que fuera arrastrando a la intervención de los altos mandos militares, pero los conspiradores sólo consiguieron inmediatamente el control de la región militar de Valencia donde el general Milans del Bosch asumió el mando total. Lo decisivo fue que los sublevados fracasaron al no obtener el apoyo del Rey. El planteamiento del golpe se basaba en la creación de una situación excepcional, avalada por el monarca, para reconducir la situación a una normalización como resultado de la cual el régimen democrático padecería la supeditación a los altos mandos militares. Pero el Rey y sus colaboradores, después de informarse de lo acontecido, tomaron una postura diametralmente opuesta a la que los conspiradores esperaban. Fue el propio Rey el que recomendó la inmediata reunión de la Junta de Jefes de Estado Mayor y uno de sus colaboradores quien consiguió que las unidades que habían tomado Radiotelevisión Española la abandonaran. Durante la noche, el monarca realizó más de un centenar de llamadas telefónicas para asegurarse la fidelidad a la Constitución de las unidades; luego admitiría que en algún caso no le había bastado hablar con generales sino que había debido hacerlo también con coroneles. Este cúmulo de circunstancias detuvo el desarrollo del golpe. Sin autorización del Rey, el general Armada acudió al Congreso para lograr ser aceptado como una especie de solución intermedia. Fue perceptible entonces la distancia entre un Tejero que quería volver a un Gobierno puramente militar y un Armada para quien era esencial la obtención del apoyo parlamentario para un Gobierno presidido por él. En cualquier caso, resulta muy improbable que el Congreso hubiera llegado a aceptar la fórmula propuesta por Armada. A partir de este momento, la sublevación había sido derrotada y sólo faltaba saber si el desenlace se produciría sin derramamiento de sangre. El momento decisivo para la derrota del golpe fue la intervención del Rey en televisión en contra de la indisciplina militar. Durante algunas horas estuvo preparada una intervención armada sobre el Congreso pero se aconsejó evitarla para que no se produjera una masacre. Milans, que después de una intervención personal del rey había retirado su bando y sus tropas, aconsejó la rendición a Tejero. A la hora de hacer balance acerca de por qué fracasó la conspiración hay que mencionar, en primer lugar, al monarca que, con tan sólo haber mantenido el silencio, pudo dar lugar a otro resultado del golpe de Estado. Pero la victoria de la legalidad constitucional también se debió a la actitud de muchos altos mandos militares que cumplieron su deber constitucional. Este fue el caso de los generales Gabeiras, primer jefe del Estado Mayor; Quintana Lacaci, gobernador militar de Madrid; Aramburu Topete, director general de la Guardia Civil y Sáenz de Santamaría, de quien dependía la Policía Nacional. El hecho de que fueran ellos los que ocuparan los puestos decisivos no fue casual y demuestra que la política de nombramientos seguida había sido correcta. Un tercer factor que explica el fracaso del golpe radica en las deficiencias mismas de la conspiración. La ocasión aprovechada fue excelente para provocar el descabezamiento de la autoridad civil en España, pero explica también la improvisación con la que se actuó. El golpe no tenía un liderazgo claro y sus principales protagonistas eran incompatibles, no sólo política sino personalmente. Finalmente, también fue un factor importante en la derrota de los golpistas el hecho de que su intentona no sólo fue conocida inmediatamente por la totalidad de los españoles sino que pudieron oír su retransmisión. La inmensa mayoría de los ciudadanos estuvo en contra del golpe, con una indudable sensación de rubor. Derrotado éste, las manifestaciones populares que se celebraron con posterioridad demostraron que el desencanto concluía con el sólo hecho de ver en peligro la democracia. Resulta difícil determinar las consecuencias políticas del intento de golpe de Estado. A menudo se ha afirmado que fomentó una derechización de la política española, pero esto no parece correcto. La verdad es que las actitudes de los principales dirigentes políticos ante el golpe de Estado no tuvieron un reflejo en los resultados electorales posteriores: ni Adolfo Suárez ni tampoco Santiago Carrillo recibieron votos proporcionados a su gallardía en aquellos momentos. Sin duda, el intento de golpe sirvió para desprestigiar cualquier intento de involución militar en la política española. Pero también llamó la atención de todos acerca del peligro de adoptar posiciones irresponsables. El propio Rey recordó, en un texto entregado a los principales líderes políticos, que ya no era imaginable que de nuevo él mismo pudiera desempeñar un papel semejante y tan crucial en caso de una nueva intentona golpista.
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Durante la transición española a la democracia se planteó en varias ocasiones la posibilidad de que se produjera un golpe militar. La crisis provocada el 29 de enero de 1981 por la dimisión del presidente Adolfo Suárez favoreció el clima conspirador, al sumir el país en una manifiesta inestabilidad. Mientras tenía lugar la segunda votación en el Congreso para la investidura del sucesor de Suárez, Calvo Sotelo, en la tarde del 23 de febrero de 1981, tuvo lugar un intento de golpe de estado en el que participaron fuerzas de la Guardia Civil y del Ejército. A las 14,20 horas de aquel día, el teniente de la Guardia Civil Suárez Alonso y otros cinco hombres en cinco coches camuflados bloquean las principales calles de acceso al Congreso. A las 16,40, entra en el edificio y comienza a reconocer los accesos y la seguridad del Congreso. Se encuentran custodiando el edificio funcionarios del Cuerpo Superior de Policía -un comisario y cuatro inspectores- y Policía Nacional. Tras comprobar que la oposición será escasa, Suárez Alonso sale del edificio y avisa a sus contactos del exterior, indicando que la operación puede seguir en marcha. A las 18,21 horas llegan al Congreso cuatro autobuses de la Guardia Civil. El teniente coronel Tejero sale de los autobuses con una docena de hombres y reducen al policía de la puerta, entrando a toda velocidad en dirección hacia la puerta lateral. El policía nacional de guardia saluda a los oficiales, mientras el comisario y los funcionarios de seguridad, que están en una sala cercana jugando a las cartas, rinden sus armas y levantan los brazos. A las 18,23, mientras en el Hemiciclo se debate la investidura de Calvo Sotelo como presidente, irrumpen en él los guardias, con Tejero al frente. El debate está siendo retransmitido, captando la acción tanto las radios como las cámaras de televisión. A las 8 de la tarde, con los golpistas en el Congreso, ya está en marcha la "Operación Diana" contra los sublevados, cercando la Carrera de San Jerónimo. Media hora más tarde, el rey Juan Carlos sondea al estamento militar: son leales los jefes militares de Burgos, Madrid, Granada y Canarias; están con el golpe o son dudosos los de La Coruña, Valladolid, Zaragoza, Barcelona, Baleares, Valencia y Sevilla. A la 1 de la madrugada la trama golpista se desinfla. Tras varias conversaciones entre los líderes del golpe y el Rey, se negocia con Tejero una rendición sin víctimas. Cinco minutos más tarde, éste firma su rendición sobre el capó de un coche aparcado junto al Congreso, siempre y cuando no se produzca un ataque. Al mismo tiempo, las Capitanías generales muestran su apoyo al Rey. A la 1,10 de la madrugada, Juan Carlos I declara por televisión la vuelta a la normalidad: el intento de golpe de estado ya es historia.
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<p>Ya en 1814, después de la expulsión de los franceses que habían invadido España, Goya realiza estos dos cuadros, el 2 de mayo y el 3 de mayo en Madrid, para los que pidió una cantidad de dinero a la Regencia. Goya en esa época era sospechoso de afrancesado, y se inicia en él un sentimiento de ser perseguido o amenazado por el retornado Fernando VII. Aparte de la viva impresión que le había causado la guerra, que le impulsó a realizar sus famosos Desastres, estos dos cuadros le permiten en cierta manera afirmar su adhesión al pueblo español, más allá de sus compromisos intelectuales que le aproximaban a la cultura y la política de la Ilustración. En todas sus obras el protagonista absoluto es el pueblo, en su masa anónima, héroe colectivo y no figura particular como podía serlo el general victorioso o el rey en el campo de batalla. Éste es un concepto claramente romántico y moderno de entender la guerra y los logros nacionales, que se atribuyen al pueblo y su voluntad, más que a sus dirigentes. En el cuadro de los Mamelucos es la masa popular la que envuelve a los guardias egipcios que formaban parte de la tropa francesa, tristemente célebre por su ferocidad en los ataques a la población civil. En éste de los Fusilamientos, lo que vemos son las consecuencias de aquella resistencia de los madrileños. El modo de componer la escena determina las características de los dos grupos protagonistas: por un lado los ejecutados, ofreciendo su cara al espectador y al grupo de los verdugos, rostros vulgares, atemorizados y desesperados, en toda una galería de retratos del miedo que Goya nos ofrece. Cada uno se recoge en una postura diferente, según sea su actitud ante la muerte: está el que se tapa el rostro porque no puede soportarlo o el que abre sus brazos en cruz ofreciendo su pecho a las balas. Este personaje en concreto es un elemento terriblemente dramático, puesto que mira directamente a los soldados, y su camisa blanca atrae el foco de luz como una llamada de atención a la muerte que se acerca. A sus pies, los cuerpos de los ajusticiados anteriormente caen en desorden. Detrás, los otros sentenciados que aguardan su turno para ser fusilados. El otro grupo, paralelo al anterior, lo conforman los soldados franceses que van a ejecutar a los patriotas. Los soldados están de espaldas al espectador, que no puede ver sus rostros, puesto que no tienen importancia: son verdugos anónimos, ejecutando una orden. Su formación es perfecta, en alineamiento mortalmente eficaz, con un movimiento unísono en todos ellos; su operatividad aterra. Todos ellos se encuentran en un exterior nocturno, indefinido, pero que históricamente se sabe fue la montaña de Príncipe Pío, donde según las crónicas se pasó por las armas a los sublevados de la jornada anterior. La pincelada de Goya es absolutamente suelta, independiente del dibujo, lo que facilita la creación de una atmósfera tétrica a través de las luces, los colores y los humos. La composición fue prácticamente copiada por un gran admirador de la pintura española, el impresionista Manet para la Ejecución de Maximiliano en México. Tanto el 2 de Mayo como el 3 de Mayo aparecen en el Museo del Prado desde el primer momento. La única ocasión en la que salieron fue en la evacuación que los republicanos efectuaron en 1936 para salvaguardar las grandes obras de la pintura del Prado durante la Guerra Civil.</p>