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El tema de la educación de María provocó discusiones en los círculos intelectuales de la Sevilla del siglo XVII. Tras el cisma protestante, los pintores recibieron normas desde la Iglesia para tratar los temas más fundamentales de la doctrina católica de tal manera que resultaran fácilmente comprensibles para el vulgo iletrado. De este modo, la Virgen, cuya inmaculada concepción fue puesta en duda por los protestantes, pasó a ser uno de los temas más queridos por los fieles. Por ello proliferaron escenas de su vida, como el capítulo referente a su educación. Pero esto creaba problemas como el de la perfección de María, que no hubiera necesitado aprender nada. Sin embargo, el éxito de una escena que muestra a la madre de María, Santa Ana, enseñando a leer a su joven hija, fue grande entre los clientes que encargaban y compraban pintura. Precisamente a propósito de este cuadro de Roelas, el teórico Pacheco hizo un comentario en contra de lo apropiado del asunto. Sin embargo, el cuadro se conservó gracias a lo querido del episodio y a la calidad técnica de su autor. Los rasgos intimistas, como los objetos cotidianos que rodean a las mujeres, lo hacían muy cercano a los espectadores de la época, por lo que se siguió pintando en este estilo.
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El asunto iconográfico de la Educación de la Virgen empieza en el siglo XV pero en el Barroco alcanzará gran popularidad. Cano, como otros artistas de su generación, lo trata en alguna ocasión. La Virgen ocupa la zona derecha de la composición, recortando la infantil figura ante un amplio cielo. En la zona opuesta se halla santa Isabel, cubierta la cabeza con una toca e inclinándose para sostener el libro en su regazo. El aspecto naturalista de esta zona contrasta con el amplio cortinaje rojo que cubre la zona superior del lienzo, cortinaje que es abierto por dos angelitos en posturas escorzadas. Las tonalidades brillantes y el efecto atmosférico conseguido por el maestro indican su admiración por la escuela veneciana, especialmente por Veronés y Tiziano.
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Para exaltar las glorias de su vida y de su regencia, la reina madre de Francia María de Medicis encargó a Rubens una serie de lienzos que decoraran el Palacio del Luxemburgo en París. El encargo también incluía una serie dedicada a exaltar al esposo de María, Enrique IV, que no se llegó a completar al ser exiliada la reina en 1631 por su hijo Luis XIII.Para la elaboración de los 25 lienzos que constituyen la serie, el maestro flamenco empleó figuras alegóricas inspiradas en la mitología clásica, combinadas con símbolos cristianos. No todos los cuadros salieron de los pinceles del maestro, considerando los expertos que en esta tela que observamos apenas intervino el maestro, quedando su ejecución en manos de los miembros del taller, siempre considerando que los bocetos en los que se fijaba la composición general sí eran obra de Rubens.La Educación de María de Medicis es la tercera tela de la serie y en ella se muestra a la diosa Minerva enseñando lectura a la joven y futura reina; Apolo será el encargado de enseñarla música, mientras que Mercurio- que parece en una escorzada postura en la parte central del lienzo- debe instruir a María el arte de la elocuencia. Las Tres Gracias ofrecen su belleza a la pequeña María, ataviada elegantemente como corresponde a una muchacha de su rango. Sobre el suelo encontramos un instrumento musical, un escudo y una paleta con sus pinceles, las artes liberales que la reina debe ayudar a su florecimiento, dejando la guerra de lado -de ahí el escudo caído-. El grupo formado por María y Minerva recuerda la iconografía de la educación de la Virgen, muy habitual en la pintura barroca.Las diferentes figuras están bañadas por una dorada iluminación que crea contrastes lumínicos y acentúa las brillantes tonalidades, especialmente los rojos, en sintonía con la escuela veneciana. La felicidad de la Regencia de María de Medicis y el Encuentro de María de Medicis y Enrique IV también forman parte de la serie.
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Entre el año 1986 y el 1996, la población universitaria en España ha conocido el extraordinario aumento de un 70%. Si los universitarios de hace medio siglo representaban una parte mínima de su generación, en el año 2000, prácticamente el 30% de los jóvenes españoles de entre 30 y 34 años poseía un título de educación superior. Posteriormente, ha ido ralentizándose, e incluso se aprecia una progresiva reducción en el número de alumnos universitarios a partir del curso 2000-2001. Gráfico
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Una buena educación fue privilegio de unos pocos. La analfabetización estaba presente en gruesas capas de la población, sobre todo los grupos rurales, los oficios manuales y las mujeres, aunque fueran nobles. La enseñanza comenzaba a los cinco o seis o a partir de la primera comunión, cuando el niño aprendía a leer y escribir, hacer algunas operaciones matemáticas y repetir de memoria partes del catecismo. Naturalmente, esto no estaba al alcance de todos los niños. La opción más deseada, aunque la menos común, era contratar un tutor que se alojara en la casa y que enseñara a los niños de modo particular. La alternativa eran los "maestros de primeras letras", una enseñanza privada fuera de la casa que resultaba insuficiente por el alto número de niños que tenían a su cargo, lo que generaba una baja calidad de la enseñanza y problemas de indisciplina. Además, era una educación cara -si bien se aceptaban alumnos pobres ("de limosna")-, por lo que apenas podía ser adquirida por una mínima parte de la población. La educación secundaria la desempeñaban las Escuelas de Gramática. La base de la enseñanza era el latín, y sobre este idioma se impartían Geografía, Historia, Matemática, Filosofía o retórica. El acceso a esta educación fue muy generalizado entre las clases menos privilegiadas, siendo muy alto el número de Escuelas hasta que los arbitristas las criticaron, considerando que la educación era inútil para la juventud y les alejaba de producir y trabajar. En consecuencia, fueron limitadas por Felipe IV, lo que supuso una merma del desarrollo cultural de la población a partir de entonces. En estos centros, la educación abarcaba hasta los diecisiete años, y una vez concluida facultaba al alumno para entrar en la Universidad o la Iglesia. Las clases nobles desconfiaban de la enseñanza popular e implantaron sus propios sistemas de enseñanza, más restringidos y elitistas. La primera opción era contratar a un tutor, que educara al joven en los principios del saber, la educación y la moralidad. Otra posibilidad fueron los Colegios para nobles, como el Colegio Especial de Reales Estudios de San Isidro, que respondieron a los diferentes intentos por parte de los monarcas para formar a una clase dirigente que consideraban deficientemente preparada. Sin embargo, estos intentos fracasaron por el excesivo elitismo de los nobles, que no querían que sus hijos recibieran educación en clases compartidas con más alumnos. Los alumnos más cualificados salieron de los colegios de los jesuitas, en virtud de una preparación rigurosa y sumamente disciplinada, que obligaba a hablar únicamente en latín y dedicaba al estudio prácticamente la totalidad del año, en régimen de internado. El éxito de los colegios de jesuitas se basó también en la ausencia de competencia por parte de las escuelas municipales, carentes de medios adecuados y excesivamente masificadas. El programa educativo tendía a realizar una rigurosa selección de los mejores alumnos, lo que promovía la competitividad entre ellos. El prestigio de los colegios les hizo crecer en número permanentemente. El último escalón de la enseñanza era el universitario. A las viejas universidades medievales de Salamanca, Valladolid o Lérida se sumaron ahora nuevos centros como Alcalá, Valencia, Barcelona o México. Sus alumnos licenciados nutrían la administración, lo que era salida natural para los hijos segundones y fue motivo de los sucesivos intentos de control por parte de la monarquía. Ésta intervino tanto en el proceso de ingreso en los estudios universitarios -limitando la expansión de las escuelas de secundaria- como en la ocupación de cargos académicos, controlando las cátedras. En la Universidad se estudiaban hasta nueve horas al día, durante todo el año excepto una semana de vacaciones en Navidad, otra en Semana Santa y veinte días de fiestas religiosas. En verano había un mes de vacaciones, excepto para los estudiantes de Gramática. La enseñanza se impartía en latín y la vida académica estaba ceñida por numerosas normas y una rigurosa disciplina. De las universidades salieron alumnos destacados, como san Ignacio de Loyola, Domingo de Soto o Martín de Azpilicueta (Alcalá), Nebrija, fray Luis de León, fray Bernardino de Sahagún, Calderón de la Barca, Cervantes y Hernán Cortés (Salamanca). En esta misma Universidad enseñaron fray Luis de León, Vitoria, Soto, o Azpilicueta, entre otros. La influencia de la Universidad sobre la sociedad de la época fue escasa. Anclada en gremialismos y con una concepción conservadora del saber, la Universidad servía para nutrir de funcionarios a la Administración y mantener y reproducir los valores institucionalizados. La imprenta, por otro lado, multiplicó el número de títulos y ejemplares puestos en circulación, antes restringidos a determinados ámbitos básicamente monacales. Sin embargo, no supuso un aumento en el número de lectores, por cuanto, como hemos visto, la educación, aun la más básica, estaba restringida a unos pocos.
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Niños y niñas eran educados de manera diferente en Babilonia en función del sexo. Puesto que el destino de la mujer era el matrimonio o servir como sacerdotisa, su educación estaba marcada por ambos caminos. Si elegía el primero, se la educaba en las labores del hogar y el respeto al marido y al padre de éste, continuando con la sumisión debida a su propio padre. Si se decidía que fuera sacerdotisa, ingresaba en el templo y comenzaba una carrera en la que podía alcanzar varios rangos, hasta llegar a ser sacerdotisa de Marduk, el más alto lugar de la jerarquía. Los niños también podían ingresar en el templo. En cualquier caso eran educados en la máxima rigidez y disciplina, sufriendo fuertes castigos corporales si desobedecían a su padre o maestros. Existían escuelas a las cuales las familias adineradas enviaban a sus hijos. En éstas (bit tuppi o "Casa de la tablilla") se enseñaban los rudimentos básicos de escritura, lectura y cálculo, además de alguna lengua como arameo, hitita, griego, egipcio, etc., según la época. Algunas escuelas estaban dirigidas por profesores libres, acogiendo a alumnos en sus casas. Acabado el periodo de estudio, que duraba largos años, el joven se podía hacer escriba (tpsharrum), trabajar como funcionario o desarrollar un oficio.
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Para el Estado y la sociedad aztecas la educación de sus súbditos era una cuestión prioritaria. Mediante ella se inculcaba a los niños y jóvenes los valores imperantes, como la importancia de la guerra y lo militar, la obediencia a los mayores y superiores o la devoción al panteón religioso. La educación de los niños mexicas está muy bien documentada por los cronistas y las fuentes. Así, Sahagún nos informa de que "La manera de criar sus hijos que tenían los señores y gente noble es que después que las madres o sus amas los havían criado por espacio de seis años o siete (...) dávanlos uno o dos o tres pajes para que se regocijassen y borlassen con ellos, a los cuales avissavan la madre que no los consintiesen hazer ninguna fealdad o suziedad o deshonestidad cuando fuessen por el camino o calle. Instruían al niño éstos que andavan con él para que hablasse palabras bien criadas y buen lenguaje, y que no hiziesse desacato a nadie y reverenciasse a todos los que topava por el camino que eran oficiales de la república, capitanes o hidalgos, aunque no fuessen sino personas baxas, hombres y mugeres, como fuessen ancianos". Los jóvenes se educaban en una doble vertiente, tendente a inculcarles valores religiosos y patrióticos. En primer lugar, dados los fuertes lazos de pertenencia al grupo que se manifiestan entre los aztecas ya desde los primeros tiempos, se trata de crear en los niños un vínculo identitario inquebrantable, un sentimiento de unión con el resto de la sociedad, de la que dependen y a la que deben servir. Tal vínculo se había ya manifestado como una herramienta muy útil durante los primeros tiempos antes de asentarse en Tenochtitlan, no en vano los aztecas habían debido vagar por el Valle acosados por otros grupos. En este sentido, la creencia en un dios "nacional", Huitzilopochtli, que habría de guiarlos y protegerlos, se configuró como una de las claves de su expansión y desarrollo como pueblo. Y esta devoción por su dios tribal fue una constante a lo largo de toda su historia, transmitida de generación en generación. En definitiva, en las escuelas y en las historias se trataba de inculcar a los jóvenes valores como el sacrificio, la abnegación, el valor en la lucha, el trabajo por el bien común y la resistencia a la adversidad. Un fuerte sentido de la moral, interpretada de modo rígido, velaba por la formación psicológica de los individuos. Así, se inculcaban el autocastigo, la oración, las privaciones, la humillación o se recurría con frecuencia a los castigos corporales, con el fin de fortalecer tanto los cuerpos como las almas: "Si tu cuerpo cobrare brío o soberbia, castígale y humíllale. Mira que no te acuerdes de cosa carnal. ¡Oh, desventurado de ti, si por ventura admitieres dentro de ti algunos pensamientos malos o suzios! Perderás tus merecimientos y las mercedes que dios te hiziera, si admitieras tales pensamientos. Por tanto, conviénete hazer toda tu diligencia para desechar de ti los apetitos sensuales y briosos. Nota lo que has de hazer, que es cortar cada día espinas de maguey para hazer penitencia, y ramos para enramar los altares. Y también havéis de hazer sacar sangre de vuestro cuerpo con la espina de maguey, y bañaros de noche, aunque haga mucho frío" (Sahagún). El calmecac era la institución educativa a la que iban destinados los hijos de los nobles -pipiltin. Era el calmecac una institución a medio camino entre el colegio y el monasterio, en la que entraban a los doce o trece años. Sahagún dice que "allí le entregavan a los sacerdotes y sátrapas del templo para que allí fuesse criado y enseñado y avisado para que biviesse bien. Emponíanle que hiziesse penitencia de noche, enramando los oratorios de dentro del pueblo, o en los montes, dondequiera que hazían sacrificios de noche o a la medianoche. Y si no le metían en la casa del recogimiento, metíanle en la casa de los cantores, encomendávanle a los principales de ellos, los cuales le emponían en barrer en el templo o en deprender a cantar, y en todas las maneras de penitencia que se usavan". Los hijos de nobles se educaban en el calmecac y se preparaban para ser los futuros administradores, políticos, sacerdotes o altos jefes militares. Ocasionalmente, el hijo de una familia acaudalada también podía entrar educarse en el calmecac. Las enseñanzas que recibían comenzaban por conocer la historia del pueblo azteca, además de aprender sobre aspectos religiosos, el calendario y los poemas mitológicos, la astronomía y la política. La vida en el calmecac era especialmente dura, sobre todo para los jóvenes más espabilados, de quienes se esperaba un mayor rendimiento. Entre sus labores estaba escoger leña, barrer el suelo, levantarse en la noche o bañarse en agua helada. Los vestidos eran sencillos, austeros; la alimentación, escasa; dormían en el suelo, sobre escuetas esteras; se reprime toda manifestación de alegría. Son los futuros gobernantes y, según el ideal azteca, deben comportarse con total rectitud y de modo ejemplar. Además de los maestros, los ancianos desempeñan un papel importante en la educación, mediante sus palabras dirigidas a los más jóvenes. Los preceptos de los antiguos, huehuehtlahtolli, "la antigua palabra", condicionan la educación y el comportamiento de los jóvenes. En ellos se transmiten valores como el comedimiento o el respeto a los mayores y la autoridad: "El hidalgo tiene padre y madre legítimos, y sale o corresponde a los suyos en gesto o en obras. (...) El buen hidalgo es obediente e imita a sus padres en costumbres, y es recto y justo, prompto y alegre a todas las cosas; figura o traslado de sus antepasados. (...) El que desciende de buen linage y bien acondicionado es discreto, y curioso en saber y buscar lo que le conviene, y en todo tiene prudencia y consideración" (Sahagún). La enseñanza se completa con castigos para aquellos que se desvían de la norma, bien con su pereza o con su desobediencia: "Tenían graves castigos para castigar a los que no eran obedientes y reverentes a sus maestros; en especial se ponían gran diligencia en que no beviessen uctli la gente que era de cincuenta años abaxo. Ocupávanlos en muchos exercicios de noche y de día, y criávanlos en grande austeridad, de manera que los bríos y inclinaciones carnales no tenían señorío en ellos, ansí en los hombres como en las mugeres. Los que bivían en los templos tenían tantos trabajos de noche y de día y eran tan abstinentes, que no se les acordava de cosas sensuales" (Sahagún). Beber alcohol o mantener relaciones sexuales eran faltas especialmente castigadas. Si un joven era hallado borracho podía ser condenado a muerte y ejecutado con presteza. Este mismo castigo también estaba reservado para los que eran sorprendidos practicando sexo, pudiendos ser flechado, quemado vivo o estrangulado: "Asimismo los consagrados al Calmecac eran estrangulados con una cuerda si alguna vez se les encontraba ebrios, o culpable de algún incesto o pecado impúdico" (Hernández). Además de educación religiosa y moral, los jóvenes hijos de nobles recibían educación militar. Aprendían a manejar armas, a obedecer a los superiores y se recibían un entrenamiento físico constante. La enseñanza era teórica y práctica, de tal forma que eran adiestrados en las reglas de la guerra. Nuevamente Sahagún nos ilustra sobre estos ejercicios, cuando escribe que, durante el mes llamado panquetzaliztli, los muchachos y maestros del calmecac luchabn con los del telpochcalli, la institución de enseñanza a los que asisten los jóvenes hijos del grupo de los plebeyos: "Al mediodía començavan a pelear los unos con los otros. Peleavan con unos ramos de oyámetl o pino, y con cañas, y también con cañas maciças, atadas unas con otras de tres en tres o de cuatro en cuatro. Y cuando se aporreavan con ellas hazían gran ruido; lastimávanse los unos a los otros, y a los que captivavan fregávanles las espaldas con pencas de maguey y molido, lo cual haze gran rescocimiento. Y los ministros del templo a los que captivavan punçávanlos con espinas de maguey las orejas y los molledos de los braços, y los pechos, y los muslos; hazíanlos dar gritos, y si los moços del calmécac vencían a los contrarios, encerrávanlos en la casa real o palacio, y los que ivan tras ellos robavan cuanto havía: petates, icpales y teponaztli, huehuetes, etc. Y si los moços del calpulco vencían a los del calmécac, encerrávanlos en calmécac, y robavan cuanto hallavan: petates, icpales, cornetas y caracoles, etc. Y apartávanse y cesava la escaramuça a la puesta del sol". Como se dijo más arriba, el telpochcalli era la institución a la que iban destinados los hijos de la clase no privilegiada. En ellos, en régimen de internado, se enseñaba urbanidad, a comportarse con corrección, canto, danza y, lo más importante, la guerra. Al acabar la enseñanza diaria se celebraba una gran danza hasta la medianoche.
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La educación de las niñas y doncellas, criollas, indígenas o españolas, se regía por el ideal femenino difundido en obras como La perfecta casada de Fray Luis de León o La formación de la mujer cristiana de Luis Vives. Ese ideal era desarrollado en el hogar o en el claustro. A las mujeres de ascendencia española estaba encomendada la conservación de las tradiciones castellanas, el fomento de la religiosidad doméstica y la consolidación del modelo de vida familiar. Es cierto que no existió un sistema orgánico de instrucción para ellas, ni siquiera instituciones de enseñanza media o superior, pero esto no significaba que la educación femenina estuviera abandonada. Los padres de familia, los directores espirituales y las autoridades civiles y religiosas manifestaban su interés por la formación de las jóvenes. Dentro del hogar recibían también el entrenamiento para la vida doméstica que se consideraba necesario y el hábito de las prácticas religiosas que sustituía al conocimiento de la religión. La educación, sobre todo la de las hijas, debía estar bajo la responsabilidad de la madre, quien debía ser el ejemplo de las virtudes femeninas y el modelo a seguir. Sin embargo, esta formación debía tener como centro el hogar, por lo que se fomentaba la educación en la casa en contra de la que se daba en los conventos. En cualquier caso, también el padre intervenía de alguna manera en la educación familiar. Incluso, en el caso de las familias de comerciantes, estimulaban a sus esposas e hijas a que aprendieran a leer y escribir, pues eran conscientes de que tal vez en algún momento tendrían que hacer frente en los negocios familiares. De hecho, en Buenos Aires, a comienzos del siglo XVIII, casi el 90% de las esposas de los comerciantes podían por lo menos firmar o hacer algunas anotaciones con su infantil caligrafía. La costumbre de leer en familia facilitaba también la formación cultural. El padre o uno de los hijos leía en voz alta mientras que las mujeres cosían o hilaban. Había una gran diferencia entre la educación rural y urbana, acentuada por el hecho de que los indígenas tendieron a permanecer en el campo, mientras que en la ciudad vivían los españoles y mestizos. Las escuelas particulares y centros educativos para niñas se establecieron en las ciudades, por lo que casi todas las niñas españolas o criollas, pobres o ricas tuvieron algún acceso a la instrucción, mientras que las pertenecientes a las castas quedaron en general al margen de cualquier tipo de educación. Las niñas de familias más acomodadas recibían una instrucción más completa en sus casas con profesores particulares. En las ciudades, muchas niñas acudían a las escuelas de amiga, en las que aprendían de memoria el catecismo, se habituaban a la disciplina escolar y se ejercitaban en labores manuales. Estas escuelas se establecieron en América muy pronto, en cuanto se fueron instalando las primeras familias españolas en el continente. Era el nombre que recibían las señoras que educaban niñas y los establecimientos donde lo hacían. Sus funciones, intermedias entre el hogar y la escuela, consistían en aliviar a las madres de la tarea de enseñanza de sus hijas, a las que mantenían entretenidas por unas horas con labores de costura y sometidas a la quietud y el silencio que se consideraban características de una buena educación. Su actividad no estaba reglamentada en las ordenanzas de maestros y nadie pretendía exigirles preparación profesional porque tampoco su labor se consideraba una profesión. En muchos casos las licencias para establecer escuelas de amigas se consideraban una obra benéfica, pues se facilitaba a mujeres desvalidas algún medio de supervivencia. La mayor parte de las amigas limitaban sus enseñanzas al recitado de algunas oraciones y preguntas del catecismo y a las labores de costura, consideradas imprescindibles para que fueran competentes amas de casa. En la práctica de las virtudes se valoraba la obediencia, la laboriosidad y el sosiego. Sin embargo, esta enseñanza estaba un tanto desprestigiada y algunas voces expresaban sus quejas ante la escasa preparación que se daba a las mujeres. Sor Juana Inés de la Cruz lamentaba que las maestras fuesen ignorantes y que las jóvenes más capacitadas para el estudio careciesen de personas que las alentaran. La lectura, la escritura y las cuentas eran conocimientos que rara vez se enseñaban en las escuelas de amiga y, sin embargo, se iban imponiendo poco a poco en la sociedad colonial. En cualquier caso, esta ignorancia no era obstáculo para que muchas mujeres desempeñasen ocupaciones que podían exigir, al menos aparentemente, conocimientos especializados, como la administración de obrajes, estancias y tiendas. Gráfico El interés por la educación femenina fue creciendo en la segunda mitad del siglo XVIII. Fue en ese período cuando empezaron a establecerse en las ciudades las primeras amigas públicas y gratuitas que generalizaron la enseñanza de la lectura, como un conocimiento también muy útil para las mujeres. Hasta la segunda mitad del siglo XVIII como fruto del impulso ilustrado no prosperó la idea de instituciones públicas y privadas dedicadas a la educación de la mujer. En 1755 se inauguró la primera amiga pública y gratuita en México, en el colegio de monjas de la Enseñanza o colegio del Pilar (la Compañía de María). A este le siguió el colegio de Indias y antes de acabar el siglo, el de las Vizcaínas. El ayuntamiento contribuyó a la tarea al abrir y sostener de sus rentas una amiga municipal que se mantuvo hasta el final de la época colonial. Algunos colegios fundados en esta época como el de los Ángeles o el de San Diego en Guadalajara daban clases de música, lectura y escritura. Igual que éstos, otros como el de San Luis de Potosí o San Juan del Río se abrieron bajo la influencia de nuevas ideas e incluían en sus ordenanzas disposiciones relacionadas con la instrucción de las colegialas. El de San Diego en México consideraba el estudio como parte fundamental de las actividades de las colegialas. En el de Santa Rosa en Michoacán era famosa la instrucción musical que recibían las alumnas y se impartían conocimientos de lectura, escritura, aritmética, moral y música. Durante el último tercio del siglo XVIII hubo alumnas especializadas en piano, violín, arpa y órgano. En el fondo era la madre la educadora nata de los hijos. Eran ellas las que se ocupaban de la educación según su capacidad y preparación cultural. Las criollas enseñaban catecismo, a leer, escribir y hacer cuentas. Les enseñaban las costumbres religiosas como la asistencia a Misa, rezar el rosario o bendecir la mesa. Iban así formando a sus hijos en los valores cristianos de una forma paulatina. En esa formación en valores las madres tuvieron una gran influencia. Enseñaban a valorar más el dar que el tener, dejar los lujos, servir a los demás. Siempre es la madre la que educa más directamente a sus hijos hasta en los más ínfimos niveles de la escala económica social. Desempeñaron un importante papel cultural en el ámbito doméstico ya que enseñaban la lengua castellana a las indígenas mientras cosían o cocinaban, trasplantaron el modo de guisar de la Península, y también la manera de vestir, al inculcar, por ejemplo, el uso de la ropa interior.