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La escasez de escenas de carácter costumbrista en el Barroco español hace que estas obras velazqueñas adquieran una mayor importancia. Realizadas durante su etapa sevillana, en ellas se aprecia la influencia de las imágenes flamencas e italianas que llegaban al puerto hispalense. Los rostros de los dos personajes que se sientan a la mesa aparecen total o parcialmente ocultos, llamando más la atención el bodegón que aparece en la zona izquierda del lienzo, iluminado por un fogonazo de luz clara que provoca fuertes zonas de sombra. Esta iluminación está inspirada en el Tenebrismo imperante en los primeros años del siglo XVII en Italia, gracias a las novedades impuestas por Caravaggio. El colorido es el habitual en las imágenes pintadas por Velázquez en estos años - véase la Vieja friendo huevos o El aguador de Sevilla - empleando tonalidades oscuras que contrastan con el blanco, de igual manera que hará dos siglos después Manet. La pincelada minuciosa es otra marca característica de esta fase, abandonándola a medida que transcurre el tiempo. Lo más atrayente es el realismo de ambas figuras, alejado de la idealización del Manierismo.
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A partir de 1830, Friedrich, cuya salud física y mental se desmorona, alcanzando el colapso en 1835, retoma la serie de figuras contemplando la luna al atardecer que tantos frutos diera entre 1816 y 1820. De nuevo, el pintor medita al atardecer ante el símbolo de Cristo y el mundo de las almas, en la costa o ante un túmulo funerario, como en Paseo al crepúsculo, conservado en Heidenheim. En este caso, reitera, con significativas variaciones, la composición de Dos hombres en la playa a la luz de la luna, de 1817, de la misma manera que en la próxima, Hombre y mujer contemplando la luna, reitera el esquema creativo de Dos hombres contemplando la luna, de 1819. Ahora, si bien la luna permanece como centro de la composición, Friedrich abandona la perfecta simetría, que no armonía, del cuadro de 1817. En este sentido, como en el colorido, se halla más cercana a Dos hombres contemplando la luna, realizada durante una época de crisis en que retoma ciertos modelos post-barrocos de fines del siglo XVIII. En cualquier caso, su significado permanece inalterable, si cabe con una aumentada melancolía de parte del pintor que, en ese mismo 1835, padecerá un ataque de apoplejía que dejará secuelas definitivas, como si presagiara su propia muerte. Por intermediación de su amigo ruso Sukowski, quien trataba de aliviar la penosa situación económica del maestro, la obra fue adquirida por el Zar Nicolás I.
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Nos hallamos ante una de las obras más copiadas de Friedrich. Dado el éxito que alcanzó enseguida, el propio pintor realizó algunas réplicas. Fue ejecutada en 1819, aunque Friedrich la retocó al año siguiente. Perteneció a Dahl, quien en 1840, a la muerte del maestro, la donó a la Gemäldegalerie de Dresde. El propio Dahl afirmaba que las figuras aquí representadas en traje típico eran Christian Wilhelm Bommer, cuñado de Friedrich, y August Heinrich Bommer. Sin embargo, se trata, con toda probabilidad, del propio maestro con su pupilo August Heinrich, fallecido prematuramente en 1822. El joven estudiante se apoya en el hombro de Friedrich, quien a su vez aparece con su característico bastón. El hecho de que vistan el traje típico alemán no es casual. Este traje era un símbolo de las aspiraciones de los liberales frente a la política de la Restauración. A partir de los Decretos de Karlsbad los "demagogos", como se designaba a estos republicanos, fueron perseguidos, sus asociaciones prohibidas y la censura establecida. En 1820 en Prusia el rey Federico Guillermo IV decretó la prohibición de estas ropas para los funcionarios públicos. A pesar de este ambiente adverso, Friedrich llevó a sus lienzos una y otra vez el traje germánico tradicional, declarando públicamente sus ideas. Esto tuvo un elevado coste social: en plena Restauración Friedrich era un personaje "incómodo", y esta actitud provocó el retraimiento de muchos posibles amigos y coleccionistas. El propio pintor explicaba a Peter Cornelius, con sorna, el cuadro de esta manera: los dos personajes "están entregados a alguna suerte de conspiración demagógica". La escena se sitúa en los acantilados de la isla de Rügen, pero los pinos y las rocas han sido tomados de otros lugares de montaña, en especial el Harz. La composición es típica de la llamada época de crisis, entre 1816 y 1820, en que Friedrich abandona su característica composición simétrica. No existe la perspectiva, carece de profundidad: todo pertenece al primer plano; más allá sólo se alza la luna. Su significado expresa la dualidad de concepciones religiosas que abundan en la obra del artista: la pagana, representada por la encina, y la cristiana, por el abeto. La luna naciente, símbolo de Cristo, ilumina el sendero de la vida. Esta obra se inserta en la numerosa serie de cuadros con parejas de figuras observando la luna de este periodo. La misma composición se repetirá, idéntica, en Hombre y mujer contemplando la luna.
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Recuperado de la crisis que le afectó los últimos días de 1889, Van Gogh vuelve a tomar la naturaleza como modelo, interesándose por los paisajes que rodean el hospital de Saint-Paul, añadiendo en este caso la labor rural en relación con la pintura de Millet que en estos momentos le servía de inspiración. Las dos figuras de los campesinos no dejan de ser meras anécdotas antela grandeza de la naturaleza, recogiendo en ella una atrayente cantidad de colores así como los famosos cuervos que aparecen en otras composiciones - Trigal con cuervos, por ejemplo -. Las siluetas de los contornos están acentuadas por una gruesa línea negra - recordando la labor de sus amigos Gauguin y Bernard dentro del simbolismo - mientras que el color vuelve a ser aplicado de manera casi violenta, apreciándose con claridad las vibrantes pinceladas en el lienzo, resaltando la materia sin ningún pudor. Como es costumbre ya en Vincent, con ese color quiere expresar sus sentimientos al público, quiere utilizarlo como vehículo de expresión. Por eso cautivarán de tal forma las obras de Van Gogh, porque hablan por sí mismas.
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Una de las series más famosas de Friedrich es la compuesta por parejas de personajes, siempre de espaldas, contemplando la luna en diversas situaciones, que, aunque está formada por obras de distintas épocas, tuvo una mayor presencia entre 1816 y 1820. Algunas alcanzaron cierta notoriedad, como Dos hombres contemplando la luna, de 1819. Tres años antes llevó a cabo este óleo, expuesto en la Academia de Dresde en 1817, con el título 'Paisaje al claro de luna'. Es uno de los primeros paisajes lunares de Friedrich. En él establece lo que será la iconografía básica de esta serie: dos hombres, vestidos con el traje típico germánico, contemplan la luna al atardecer; se han alejado de la orilla y situado, en el centro de la composición, sobre dos rocas. Uno de ellos se apoya en el característico bastón que acompañaba al pintor en todos sus paseos. A pesar de la oscuridad, los contornos son claros y definidos, como correspondería a horas más tempranas. La luna ocupa el centro de la composición, de característica simetría; su luz, al estilo de las vistas marinas de Claudio de Lorena, se refleja en las aguas y alcanza, de este modo, el primer plano. A su vez, esta luz se reparte sobre el horizonte en una amplia elipse, esquema compositivo que había empleado en su Puerto a la luz de la luna, de 1811, y retomará en 1818 en Noche. La luna fue uno de los motivos más queridos de Friedrich a lo largo de su atormentada vida. El pintor, quien salía a pasear todos los días al amanecer en solitario y al anochecer, acompañado, sentía, como todos los románticos, que "la obra verdaderamente auténtica es concebida en una hora sagrada, nace en una hora bendita". Esta hora era el anochecer. Sin embargo, el significado que la luna tuviera dentro de su peculiar panteísmo no está muy claro. Es evidente que, acorde con la tradición iconográfica cristiana, la luna representa a Cristo. Por otra parte, Friedrich se inscribe en el contexto del Romanticismo a la hora de considerar al astro nocturno como emanación del mundo de las almas, el vínculo entre éste y el universo metafísico del más allá. Por ello, su detenida contemplación motivaba una meditación de tipo espiritual; de ella nacía la obra pictórica: "Piensa en cada vibración pura de tu alma como santa; considera santo cada devoto presentimiento, pues es el Arte en nosotros. En un momento inspirado tomará forma visible, y esa forma es tu cuadro". Esta intuición de Friedrich será compartida por numerosos escritores y poetas románticos, especialmente en Alemania; en algunos pintores entroncará con el ossianismo o alcanzará a maestros menos espiritualizados como Ingres o Goya.
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La isla de Rügen siempre fue uno de los motivos más queridos de Friedrich. En la parte sudoriental de esta isla se encuentra la península de Mönchgut, que es la representada en este dibujo a tinta de hacia 1826. Allí había acudido, por última vez en su vida, a restablecerse de una delicada enfermedad que le golpeaba desde 1824. Dos años más tarde habría de retirarse a Teplitz, en Bohemia. La costa de Mönchgut fue dibujada por Friedrich en varias ocasiones; dos años antes, había realizado una peculiar acuarela sobre la zona, Vista del mar a través de las dunas, a partir de un dibujo de 1806. En este caso dos hombres, vueltos hacia el mar, pueblan la costa, en primer término, mientras observan algún punto en la lejanía, posiblemente un velero. El hombre apoyado en el bastón, que señala hacia este punto, puede ser identificado con el propio Friedrich.
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Pocos artistas supieron interpretar la vida parisina con tanta gracia como Renoir. Sus escenas de baile, el Moulin de la Galette, los almuerzos de remeros o El columpio nos muestran una ciudad festiva, alejada de complicaciones de carácter social que eran tan admiradas por Courbet o Daumier, dos artistas admirados por Renoir. Y es que el impresionismo deseaba ser cronista de la sociedad de su tiempo, pero de la que sus pintores estaban viviendo, la vida divertida y bohemia de los cafés, las terrazas o los bailes, como podemos apreciar en esta composición protagonizada por dos jóvenes en el interior de un abarrotado café, apreciándose un amplio número de personajes tras ellas, esbozados por el efecto atmosférico creado en el interior de un recinto lleno de humo y con la luz artificial, enlazando con las obras de Manet y Degas. Una de las jóvenes -para la que posó su futura esposa, Aline Charigot- dirige su cándida mirada hacia el espectador mientras es contemplada atentamente por la otra, quien se apoya en una mesita donde observamos una naranja y un vaso de cristal.Una vez más podemos observar el interesante contraste entre la delicadeza del dibujo -en las manos y los rostros de las jóvenes- y la rapidez y el empastamiento a la hora de aplicar los colores, utilizando una pincelada cargada de pasta, renunciando a detalles para mostrar un instante determinado. Los colores son apagados, predominando el negro azulado de las indumentarias de las jóvenes, también utilizada en Los paraguas. Una vez más podemos observar el interesante contraste entre la delicadeza del dibujo -en las manos y los rostros de las jóvenes- y la rapidez y el empastamiento a la hora de aplicar los colores, utilizando una pincelada cargada de pasta, renunciando a detalles para mostrar un instante determinado. Los colores son apagados, predominando el negro azulado de las indumentarias de las jóvenes, también utilizada en los Paraguas.