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Este aparato se diseñó como sustituto del Dornier Wal 33. Su función era la de hidroavión de reconocimiento y de correo para la Deutsche Lutthansa. En 1935 emprendió el vuelo el primer prototipo. De todos los aparatos que se fabricaron, la mayoría fue destinada a uso castrense. De este modelo surgieron algunas variantes como el Do 18D, el Do 18G, y el Do 18H, entre otros.
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Bombardero medio de reconocimiento cuyo origen se encuentra en el Do 17K, que a su vez derivaba del Do 17M, fabricado en comandita por Alemania y Yugoslavia. De este prototipo surgieron otros modelos como el Do 215A, el Do 215B-5 y el Do 215B-4. Los dos primeros fueron solicitados por los suecos y los soviéticos, respectivamente. De todas las variantes que se ejecutaron, la más avanzada fue el Do 215B-5. Se trataba de un caza nocturno con infrarrojos y 2 cañones fijos de 20 mm. El armamento se completaba con 4 metralletas orientables de 7,2 que disparaban hacia delante.
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Este bombardero surge ante las necesidades surgida en 1937 para crear un avión de largo alcance para bombardear en horizontal y picado. Tenía su antecedente en el DO 215. El DO 217E fue el primer aparato que se fabricó y a éste le siguieron cinco modelos más -del DO 217E-0 al 216E-4-. Un paso más fue la creación del DO 217K, un bombardero nocturno. De este modelo se proyectaron más variantes y subvariantes con cambios en el motor y el armamento.
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Este avión antibuque es una versión del DO 217E y como rasgo distintivo presenta unos soportes en las alas para transportar misiles antibuque guiados. Participó con una unidad de la Luftwaffe, destinada al ataque contra los convoyes de buques británicos, en 1943. Aunque estos aviones provocaron hundimientos en las operaciones que participaron, no llegaron a representar una amenaza seria para los convoyes de barcos aliados.
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Durante los últimos años de la guerra, la Luftwaffe intentó paliar la falta de nuevos y más modernos prototipos, producida por la ausencia de experimentación en los años precedentes debido al convecimiento de que la guerra sería corta. Sin embargo, con el devenir de los años y, especialmente, a partir de 1943, cuando Alemania comienza a sufrir grandes derrotas, la experimentación aeronáutica dio un salto considerable, aunque se perdió en una multitud de proyectos. Algunos de estos resultaban ciertamente interesantes, pero la difícil situación de un país que ya estaba perdiendo la guerra hizo que se fabricaran de manera insuficiente, de tal forma que los aparatos salidos de la fábrica apenas tuvieron incidencia. Uno de los más logrados fue el Dornier Do 335 Pfeil (Flecha). Dotado de motor a pistón, este caza llevaba una hélice de tracción en la purta anterior y otra de propulsión en la posterior. Inicialmente se proyectó construir una variante como caza biplaza y otra como cazabombardero nocturno, aunque ninguno llegó a entrar en acción.
contexto
Dos
Comí carne en Viernes Santo, pero ¿qué iba a hacer?. Antes de la hora de la cena entregué al rey muchas cosas que había traído y escribí bastantes palabras de su lengua. Cuando el rey y los otros me vieron escribir y después repetía, leyéndolas sus palabras, quedaron atónitos. Con lo que llegó el momento de cenar. Trajeron dos platos grandes de porcelana, el uno lleno de arroz y el otro de carne de cerdo con su pringue. Cenamos entre las mismas demostraciones gesticulantes; luego fuimos al palacio real, que adoptaba la forma de una pirámide de heno y estaba recubierto completamente con hojas de higuera y de palmas. Fue edificado sobre gruesas estacas que lo distanciaban de la tierra, así que había que subir unos peldaños para entrar. Hizo que nos sentásemos sobre una esterilla de mimbres, manteniendo cruzadas las piernas como los sastres. A la media hora, trajeron un plato de pescado asado con jengibre a pedacitos alrededor, y vino. El hijo mayor del rey, que era el príncipe, apareció donde estábamos, el rey le dijo que se sentara junto a nosotros y lo hizo así. Sirvieron otros dos platos: uno de pescado en su salsa y el otro de arroz, sin más fin que el de que comiéramos también con el príncipe. Mi compañero, tras tanta comida y bebida, llegó a embriagarse. Alúmbranse con unas lámparas cuyo combustible es resina de árbol a la que llaman ánima, envuelta en hojas de palma y de higuera. Dionos a entender el rey que quería marcharse a dormir; dejonos con el príncipe, en cuya compañía descansamos sobre las esteras de mimbre y cojines de hojarasca. Llegado el día, volvió el rey y me tomó de la mano de nuevo, fuimos así hasta donde habíamos cenado, para desayunar, pero ya una lancha acercábase por nosotros. Antes de partir, el rey nos besó con alegría la mano y ambos la suya; un su hermano nos acompañaba con tres hombres. Era rey de otra isla. El capitán general lo retuvo a almorzar a bordo, colmándole de obsequios. En la isla de aquel rey que conduje a la nao, encuéntranse pepitas de oro grandes como nueces y aun huevos, sólo con cribar la tierra. Todas las vasijas de ese rey son de oro e incluso alguna parte de su casa. Así nos lo refirió él mismo. Por su esmero en el vestir y cuidado, resultaba el más hermoso de los hombres que viésemos entre estos pueblos. Sus cabellos negrísimos le alcanzaban a media espalda, bajo turbante de seda: pendían de sus orejas dos aros inmensos de oro. Unos pantalones de paño, bombachos, enteramente recamados de seda, cubríanle de cintura a rodilla. Al costado, una daga con descomunal empuñadura --de oro también--, y su funda de madera tallada; en cada diente ostentaba, por fin, tres manchas de oro, que parecía que en él estuvieran engastadas. Olía a los perfumes de estoraque y de benjuí; era oliváceo bajo su mucha pintura. Su isla se llama Butuan y Calagan. Cuando estos reyes quieren encontrarse, reúnense los dos para cazar en la isla ante la que nos hallábamos. El primer rey se llama Colambu; el segundo, rajá Siain. El domingo, último día de marzo y Pascua, envió muy de mañana a tierra el capitán general al sacerdote, con alguna escolta, para que preparasen dónde decir misa y al intérprete para advertir que no íbamos a bajar para comer con ellos, sino para oírla. Aunque sin más, el rey envionos dos cerdos muertos. Cuando llegó la hora de la ceremonia, desembarcamos alrededor de cincuenta hombres, sin las corazas pero armados y con la mejor ropa que pudimos. Antes de llegar a la playa, disparáronse seis bombardazos en señal de fiesta. Cuando pisamos tierra firme, ambos reyes se abrazaron a nuestro capitán general, situándole después entre ellos y en tal orden acudieron al lugar consagrado, no muy lejos de la orilla. Antes que el Sacrificio comenzase, el capitán roció todo el cuerpo de los reyes con agua perfumada. Ofrecimos las limosnas; acercáronse los reyes, como nosotros, a besar la Cruz, aunque sin ofertorio. Al elevar el cuerpo de Nuestro Señor, permanecieron de rodillas y lo adoraban con las manos juntas. Las carabelas dispararon toda su artillería a un tiempo al alzarse el cuerpo de Cristo, dándole la señal de la tierra con arcabuzazos. Terminada la misa, algunos de los nuestros comulgaron. El capitán general ordenó empezar un baile con las espadas, en lo que tuvieron los reyes gran placer; hizo que trajesen más tarde un crucifijo con los clavos y la corona, al cual prestó reverencia al punto. Explicoles por el intérprete que no era otro el estandarte que le diera el emperador, su amo, para que, por doquiera que estuviese, dejase aquella señal suya y que él quería plantarla allí hasta en beneficio de ellos. Para que, si se aproximaran naves de las nuestras, supiesen por la cruz que nosotros habíamos estado allá antes y no causaran estrago ni en ellos ni en sus cosas. Que, si apresaban a alguno de los suyos, sólo con mostrarles aquella señal lo dejarían libre. Y que convenía, en resumen, plantar la cruz aquella sobre la cima del monte más alto que hubiera allí, para que al verla cada mañana, la adorasen; que era el modo de que ni truenos, ni rayos, ni tempestades, les perjudicaran en cosa alguna. Se lo agradecieron mucho, asegurando que harían todo aquello de buen talante. Aún les instó a manifestar si eran moros o gentiles o en quién creyeran; y contestaron que no adoraban a nadie, reduciéndose a levantar las manos juntas y la cara, al cielo y que a su dios le llamaban "Abba", cuyas manifestaciones llenaron al capitán de alegría. Viéndolo, el primer rey alzó al cielo las manos y dijo que desearía, si fuese posible, darle pruebas de su amor hacia él. Repuso el intérprete que por qué motivo disponían allá de tan pocos alimentos. Contestó que no habitaba en aquel lugar sino cuando venía de caza y para ver a su hermano; sino que moraba usualmente en otra isla con los suyos. Instósele a que, si tenía enemigos, declaráselo, pues en tal contingencia, acercarían las naves a destruirlos y les obligarían a obedecerle. Lo agradeció, manifestando que tenía a dos islas enemigas, sí, pero que no era ocasión de atacarlas. El capitán dijo aún que, si Dios determinaba que en otro periplo arribase por estas tierras, conduciría a tantas gentes, que habría de dejárselas por completo sometidas (a Colambu). Que era ya hora de ir a almorzar y que volverían luego para que se pusiera la Cruz sobre el monte. Insistieron en que les placía. Tras hacer desfilar en parada al batallón y la descarga de sus mosquetes, abrazose de nuevo el capitán con los dos reyes y tomamos licencia. Tras el almuerzo, volvimos allá sin armas y, poco menos que presididos por los dos reyes, escalamos la cima más alta que hallarse pudo. Al pisarla, no olvidó el capitán general decirles lo por bien empleados que daba sus sudores, derivado del afecto que les tenía; pues, teniendo allí la Cruz, sólo habrían ya de conocer ayudas. Y preguntoles qué puerto era mejor para avituallarse. Dijeron que había tres: Ceylon, Zubu y Calaghan; pero que Zubu era el más grande y de mejor tráfico. Y se ofrecieron a prestarnos pilotos para enseñar el rumbo. El capitán general dio las gracias y decidió ir donde le dijeron, porque así lo marcaba su triste suerte. Ahincada la Cruz, rezamos cada uno un padrenuestro y un avemaría, adorándola; e igual los reyes. Bajamos después por sus campos sembrados, hasta donde el balangai. Ordenaron los reyes traer algunos cocos para refrescar nuestras gargantas. Pidioles, en fin, el capitán los ofrecidos pilotos, pues quería zarpar con la nueva aurora, que los trataría como a sí mismo y dejando, además, en hospedaje uno de los nuestros. La respuesta fue que, en cualquier momento que los deseara, estaba a sus órdenes. Mas, con la noche, el rey primero mudó de parecer. Estábamos ya de mañana prontos a partir, cuando le envió al capitán general el recado de que por amor suyo, aguardase dos días hasta que recogiese el arroz y las demás cosechas; rogándole le prestara también algunos hombres de ayuda, pues así despachaban más rápido y él mismo quería convertirse en nuestro piloto. Mandole algunos hombres el capitán, pero tanto comieron y bebieron los reyes, que el sueño los postró todo el día. Hubo quien, para excusarlos, dijo que se habían encontrado mal. Aquel primer día, los nuestros no hicieron nada; pero los dos siguientes sí trabajaron. Uno de aquellos indígenas trajo una escudilla con arroz, más ocho o diez higos --todo atado-- y pretendía el trueque por un cuchillo de los que valen tres cuatrines, lo menos. Comprendiendo el capitán hasta qué punto le interesaba el cuchillo a aquél, le llamó para disuadirle. Echó mano a la escarcela y quiso darle por su arroz un real: negose. Le mostró un ducado: tampoco. Al final, se avenía a darle un doblón de dos ducados. Nada le importaba, salvo un cuchillo y así, logró que se lo dieran. Habiendo desembarcado otro de los nuestros, por la provisión de agua, uno de la isla también quiso entregarle una corona de oro macizo, bujada, tremenda de tamaño, a cambiar por seis sartas con cuentas de vidrio; pero el capitán se opuso a la operación, para que prevaleciera su principio de que tasábamos en más nuestras baratijas que su oro. Estos pueblos son paganos; andan pintados y desnudos con sólo un jirón de tejido vegetal tapándoles las vergüenzas; son desenfrenados bebedores. Sus mujeres cúbrense de la cintura para abajo, también con telas arbóreas y les llegan hasta el suelo los cabellos negrísimos; llevan taladradas las orejas y llenas de oro. Mastican sin cesar una fruta llamada areca, que recuerda a los peros en la forma: La parten en cuatro trozos, envolviéndolos después en las hojas de su tronco, llamado betre --que tiene el tamaño de las de la morera--, máscanlo todo y, cuando se ha formado ya en la boca una especie de papa, la escupen. Les queda aquélla encarnadísima. Todos los pueblos de esta parte del mundo lo toman, porque refresca considerablemente el corazón. Si dejasen de tomarlo, morirían. En esta isla hay perros, gatos, cerdos, gallinas y cabras; arroz, jengibre, cocos, higos, naranjas, limones, mijo, panizo, cera y mucho oro. Está a nueve grados y dos tercios de latitud Norte y a ciento sesenta y dos de longitud de la línea de repartición y a veinticinco leguas de la Acquada; se llama Mazana. Siete días paramos, pues, en total. Al término, seguimos el soplo del mistral, pasando junto a cinco islas: Ceylon, Bohol, Canighan, Bagbai y Gatighan. En esta de Gatighan hay murciélagos como águilas de grandes; no queríamos detenernos y sólo dimos muerte a uno: sabía a gallina. Abundan las palomas, tórtolas, papagayos y ciertas aves negras, gallináceas también, con buen cuerpo y larga cola. Estas ponen huevos enormes, como de ánsar, escóndenlos bajo la arena y el calor los incuba. Los pollitos salen así, sacudiéndose la arena. Los huevos son comestibles. De Mazana a Gatighan quedan veinte millas. Al salir hacia poniente desde Gatighan, el rey de Mazana no pudo seguir nuestra andadura; de forma que nos decidimos a esperarle entre las islas de Polo, Ticobon y Poxon. Al reunírsenos, se maravillaba de nuestra velocidad. Invitole el capitán general a que subiese en su nao con algunos de sus jerarcas, y le plugo sobremanera. Así arribamos a Zubu, que está a 15 leguas desde Gatighan. A mediodía del domingo 15 de abril, penetrábamos en el puerto de Zubu, rebasando muchos pequeños poblados con la mayoría de sus casas construidas sobre los árboles. Al acercarnos a la ciudad, ordenó el capitán general que se empavesaran las carabelas, medio arriose el trapo como en zafarrancho de combate y disparó las bombardas todas, con lo que se sembró el pánico por doquier. El capitán envió a uno de sus ayudantes con el intérprete como embajador cerca del rey de Zubu. Cuando éstos desembarcaron, encontráronse con una multitud agrupada en torno a su rey, temerosos de los bombardazos aún. Informoles el intérprete de ser éstas nuestras costumbres al llegar a semejantes sitios: disparar todas las bombardas en prenda de amistad y de honor al respectivo rey. Respiraron el citado y los suyos oyéndole e hizo aquél, que su edecán preguntase a los nuestros qué querían. Díjoles el intérprete que su señor era capitán del mayor rey y príncipe del mundo y que se empeñaba entonces en descubrir Maluco. Pero que, como había sabido de su renombre notable a través del rey de Mazana, le venía a visitar, así como a entregarle por vituallas, mercaderías. Contestó que en buen hora era llegado, pero que era su uso que toda nave que se albergase en su puerto le pagara tributo y que no eran cuatro días que un junco de Ciama cargado de oro y de esclavos, se lo rindiese. En aseveración de cuyas palabras, señalole a un mercader de los de Ciama que había permanecido allí para seguir traficando en lo de los esclavos y el oro. El intérprete repuso que su señor, como capitán de tan gran rey, no pagaba tributo a rey alguno del orbe y que si quería paz, tendría paz y, si guerra, guerra. Entonces el mercader moro advirtió al rey: "Cata, raja, chiba"; o sea: "Atiende bien, señor... Estos son de los que conquistaron Calicut, Malaca y toda la India mayor. Si bien se les hace, hacen bien; si mal, mal y peor, como en Calicut y Malaca hicieron". El intérprete lo comprendió todo y pudo interrumpir con que el rey su señor era más potente en soldados y en navíos que el rey de Portugal y era rey de España y emperador de todos los cristianos y que, si se negaba a ser amigo suyo, enviaría en otra expedición a tanta gente que lo arrasarían todo. Otra cosa hablaba aún el moro con el rey. Entonces, éste dijo que se iba a aconsejar de los suyos y que contestaría en la jornada siguiente. Hizo servir un almuerzo con muchas viandas, carne en todos los platos --que eran de porcelana-- y abundantes ánforas de vino. Luego de tal colación, los nuestros regresaron a dar cuenta de su embajada. El rey de Mazana, que después de este otro era el más importante y señoreaba diversas islas, bajó a tierra para explicar a su congénere la gran cortesía del capitán general. El lunes por la mañana nuestro escribano, en compañía del intérprete, desembarcó en Zubu. Vino el rey con sus principales a la plaza e indicó a los nuestros que se sentasen cerca. Preguntoles si más de un capitán iba en aquella compañía y si intentaban que él pagase tributo a su amo el emperador. Respondieron que no, que pretendían solamente que comerciase con ellos antes que con otros. Dijo que eso le satisfacía y, si nuestro capitán quería ser amigo suyo, que le enviaría un poco de sangre de su brazo derecho y el haría otro tanto, en símbolo de su amistad más verdadera. Aceptose la comisión. Terminó el rey inquiriendo, ya que cuantos capitanes tocaban allá intercambiaban presentes con él, sobre si era nuestro capitán o él mismo quien debía empezar. Ante lo que el intérprete dijo que, pues deseaba mantener tal costumbre, empezara él; y él empezó. Subieron a la nao el rey de Mazana y el moro en la mañana del martes. Saludó el primero al capitán general de parte del de Zubu, y explicole cómo estaba reuniendo más víveres que podía para dárselos y cómo iba a enviar a un sobrino suyo y a dos o tres de sus jefes después del almuerzo para establecer la paz. Ordenó el capitán general que uno vistiese la armadura y que les explicaran que todos nosotros combatíamos con ella. El moro se espantó mucho, pero el capitán calmábalo con la advertencia de que nuestras armas eran dulces con los amigos y ásperas con los enemigos: y que, con tan poco esfuerzo como un pañuelo enjugaba el sudor, nuestras armas derriban y destruyen a todos los adversarios y perseguidores de nuestra fe. Hizo todo esto, a fin de que el moro, que parecía más astuto que los demás, se lo repitiera al rey. Después del yantar, acercáronse a la nao el sobrino del rey, que era príncipe, el rey de Mazana, el moro, el gobernador y el barrachel mayor, con ocho principales, para concertar con nosotros la paz. El capitán general, ocupando un trono de terciopelo encarnado; los demás principales, en sillas de cuero y los demás, en cuclillas sobre alfombras, les preguntó a través del intérprete si su costumbre era tratar en secreto o en público y si aquel príncipe y el rey de Mazana estaban capacitados para estipular la paz. Respondieron que debatían en público y que efectivamente aquellos dos hallábanse capacitados. Disertó con amplitud el capitán sobre la paz y sobre que él rogaba a Dios que la confirmase en el cielo. Contestaron que jamás habían oído cosas semejantes y que les causaba gran placer oírle. Observando el capitán el buen ánimo con que escuchaban y respondían, empezó a tocar asuntos que los indujeran a nuestra fe. Preguntó quién habría de suceder al rey a su muerte: enterándose de que no tenía hijos varones, sino hembras y que aquel sobrino suyo estaba casado con la mayor, por lo que era el príncipe. Y de que cuando envejecen padre o madre no se los honra ya, sino que mandan sobre ellos los propios hijos. Informoles el capitán de que Dios creara el cielo, la tierra, el mar y tantas otras cosas y de que impuso se honrara a padre y madre (que quien lo contrario hacía era condenado al fuego eterno) y de que todos descendíamos de Adán y Eva, nuestros primeros padres y de que tenemos un alma inmortal y de muchos otros puntos referentes a la fe. Alborozadísimos, le suplicaron accediera a dejarles dos hombres, uno por lo menos, para que en tal fe les instruyera y que les rendirían gran honor. Replicaba que por el momento no podía dejarles a ninguno; pero que si querían hacerse cristianos, los bautizaría nuestro preste y que en otra expedición traería clérigos y frailes que los aleccionarían en nuestra fe. Arguyeron que primero deberían hablar al rey y después convertirse en cristianos. Todos lloraban, con tanta alegría. Habloles el capitán que no se hicieran cristianos por miedo ni por complacernos, sino voluntariamente; pues a los que quisieran vivir según sus leyes de hasta entonces, ningún daño se les haría. Aunque cristianos serían mejor vistos y halagados que los otros. Todos gritaron a una voz que no se hacían cristianos por miedo, ni por nuestra complacencia, sino por espontánea voluntad. Entonces les dijo que, si se convertían en cristianos, les entregaba una armadura, pues su rey se lo había impuesto así. Y cómo no podían usar de sus mujeres, siendo gentiles, sin grandísimo pecado y cómo les aseguraba que, siendo cristianos, no se les aparecería más el demonio, sino en el mismo punto de su muerte. Aseguraron no encontrar respuesta para tan bellas palabras, pero a sus manos se remitían y que dispusiese de ellos como de sus más fieles servidores. El capitán, llorando, los abrazó y estrechando una mano del príncipe y una del rey entre las suyas, juroles por su fe en Dios y por su hábito de caballero que les daba la paz perpetua con España. Respondieron que juraban lo propio. Conclusas las paces, mandó el capitán que sirviesen que comer; después, el príncipe y el rey ofrendaron al capitán los presentes que traían: algunos cestillos de arroz, cerdos, cabras y gallinas y pidiéndoles disculpas por ser tales muy pobres cosas para alguien como él. El capitán regaló al príncipe un alquicel blanco de sutilísima tela, una barretina encarnada, sartas de cuentas de cristal y un vaso de vidrio dorado. Todos los cristales son apreciadísimos allí. Al rey de Mazana no le dio ningún regalo, pues se lo había hecho ya con una veste de Cambaya y otros obsequios. Más cosas repartió entre los acompañantes; a quién una, a quién otra. Mandó después al rey de Zubu, por mediación mía y de otro, una túnica de seda amarilla y morada --a la moda turca--, una barretina encarnada de paño muy fino, collares de vidrio también. Presentando todo en bandeja de plata, más dos vasos en mano semejantes al del príncipe. Llegando a la ciudad, encontramos al rey en su palacio con muchos hombres, sentado en tierra sobre una esterilla de palma. Sólo un taparrabos de algodón le impedía enseñar las vergüenzas; llevaba un turbante con bordados de aguja, un collar de gran precio y dos enormes ajorcas de oro con piedras preciosas. Era gordo y pequeño, tatuado al fuego diversamente. Otra esterilla ante sí, servíale de mantel, pues estaba comiendo huevos de serpiente escudillera, servidos en dos vasijas de porcelana y tenía también cuatro jarras llenas de vino de palma, cubiertas con hierbas oloríferas. Un canuto metido en cada una le servía para, indistintamente, sorber. Tras la reverencia de rigor, hízole saber el intérprete hasta qué punto su señor le quedaba reconocido por tantos obsequios y que le mandaba aquellos otros no por corresponder sino por el amor intrínseco que le tenía. Ceñímosle la túnica, tocámosle de la barretina y le dimos parte de lo demás. Por fin, besando primero los dos vasos y poniéndomelos sobre la cabeza, se los presenté y con el mismo ceremonial él los aceptó. A seguida, nos hizo comer de aquellos huevos y beber por aquellos canutos. Y mientras, los suyos repetíanle el parlamento del capitán y su exhorto para que se hiciesen cristianos. Quería el rey que nos quedásemos para la cena; le comunicamos que nos resultaba imposible. Otorgada la licencia, nos condujo el príncipe a su mansión, donde cuatro muchachas tocaban instrumentos de música: una un tambor --casi como nosotros, pero acurrucada en tierra--, otra percutía con un bastón engordado en su extremo con tejido de palma sobre dos pedazos de metal colgados --ya en éste, ya en aquél--; la tercera, sobre otra rodela metálica mayor y del mismo modo; la última, por fin, hacía entrechocar dos bastoncillos de igual especie, a los que arrancaba sonidos muy suaves. Tan a compás actuaron, que parecían expertas en música. Eran las cuatro hermosas y blancas, casi como nuestras mujeres y de sus proporciones; salían desnudas, salvo un tejido vegetal de la cintura a la rodilla y alguna desnuda enteramente; con el pabellón de la oreja deformado por un cerquillo de madera muy largo, que se les enhebraba ahí, con la cabellera larguísima y negra, ceñida por estrecho turbante; descalzas en cualquier momento. El príncipe nos invitó a bailar con tres, desnudas de arriba a abajo. Las referidas placas de metal fabrícanse en la región del Signio Magno, que llaman también China. Úsanla por allá para lo que las campanas nosotros y tiene por nombre aghon. El miércoles por la mañana, al haber fallecido un hombre a bordo aquella noche, bajamos el intérprete y yo a preguntar al rey dónde podríamos enterrar el cadáver. Vímosle rodeado de muchos y tras la usual reverencia, lo consulté. Respondió: "Si tanto yo como mis vasallos pertenecemos completamente a tu señor, mayormente deberá considerar suya esta tierra". Expliqué de qué forma pretendíamos consagrar el punto y notarlo con una cruz: prosiguió que le satisfacía sin disputa y que había de adorarla tal como nosotros. Fue sepultado en el centro de la plaza, tan bien como supimos: para dar ejemplo. Y la consagramos después. A la tarde, enterramos a otro. Descargamos en el pueblo mucha mercancía, situándola en una casa que el rey garantizó; así como a cuatro hombres que también quedaron, al objeto de tratar mercaderías de por grande. Viven estos pueblos con justicia; conocen las medidas y el peso. Aman la paz, el ocio y la quietud. Poseen balanzas de madera. Son: una barrilla horizontal, colgada por la mitad de una cuerda --que la sostiene--, a un extremo queda el garfio; al otro, las señales --como cuarto, tercio, libra...--. Cuando quieren pesar, toman un platillo, que cuelga de tres cordeles, como los nuestros, lo cargan con las señales, y así pesan justo. Disponen de medidoras muy grandes, sin fondo. Juegan los muchachos con la zampoña, semejante a la nuestra y la llaman subin. Las casas son de tableros y cañas, edificadas sobre estacas gordas que las separan del suelo: que son menester escaleras para subir y tienen habitaciones igual que entre nosotros. Bajo las casas guardan sus cerdos, cabras y gallinas. Abundan por aquí los cornioles, grandes, hermosos de ver, que matan a las ballenas cuando éstas los engullen vivos. Una vez dentro de aquel cuerpo, decídense a salir de su coraza y se les comen el corazón. Que, vivos aún, suelen encontrarlos estos indígenas, junto al corazón de las ballenas muertas. Estos cornioles tienen dientes, la piel negra, el lomo y la carne blancas; por allá llámanlos laghan. Abrimos el viernes nuestro almacén, lleno de mercancías, el cual les produjo seria admiración. Por metal, hierro o cualquier otro artículo de peso, daban oro; por los de poco tamaño, arroz, cerdos, cabras y demás víveres. Estos pueblos entregaban diez pesos de oro por catorce libras de hierro: un peso y cerca de ducado y medio. El capitán general no quiso que se aceptase demasiado oro, porque más de un marinero hubiese vendido por un poco de él todas sus cosas: con lo que se habría desnivelado el tráfico para siempre. El sábado, por haber prometido el rey al capitán convertirse en cristiano el domingo, elevose en la plaza, sacra ya, una tribuna con adornos de tapices y ramos de palma, donde bautizarlo y enviole a decir también que no se asustara en la aurora con los bombardazos, ya que era nuestra costumbre, en las fiestas sonadas, hacer sonar la pólvora en las piezas. El domingo por la mañana y 14 de abril, bajamos a tierra cuarenta hombres, con dos de ellos en armadura completa y el estandarte real. Apenas nos encaminábamos, tronó toda la artillería. La población nos seguía de una a otra parte. Abrazáronse el rey y el capitán general. Díjole éste que la enseña real no se desembarcaba nunca sino con cincuenta hombres de la guisa en que andaban aquellos dos, más cincuenta escopeteros; pero, por su gran amor, había accedido a bajarla entonces. Tras de lo cual, alegres, se situaron frente a la tribuna. Sentáronse allí los dos sobre tronos de terciopelo rojos y morados, los jerarcas en cojines y otros sobre esteras. El capitán indicó al rey por el intérprete, que debía dar gracias a Dios porque le inspirara para hacerse cristiano y que ahora vencería a sus enemigos con más facilidad que antes. Respondió que quería ser cristiano; pero que algunos de sus principales no querían, porque alegaban ser tan hombres como él. Con esto, nuestro capitán ordenó llamar a todos los gentiles hombres del rey, comunicándoles que, si no le obedecían como a tal, los mataría inmediatamente y entregaría sus bienes al monarca. Respondieron que obedecerían. Dijo al rey que, apenas llegase a España, había de regresar con tanto poder, que lo convertiría en el rey mayor de aquellas partes, puesto que fuera el primero en decidir hacerse cristiano. Levantó el otro las manos al cielo, en gracias, apremiándole a que se quedara allá alguno de nosotros, para mejor instruir a aquel pueblo en la fe. Respondió el capitán que, para contentarle, dejaría allí dos; sabrían informar a estos otros sobre las cosas de España. En el medio de la plaza se colocó una gran cruz. Advirtió el capitán que si querían hacerse cristianos, como en jornadas anteriores manifestasen, era menester que quemaran todos sus ídolos, sustituyéndolos por una cruz y que, cada día, con las manos juntas, la adoraran; más cada mañana, sobre el rostro, hacer la señal de la cruz (enseñándoles cómo se hacía). Y a cualquier hora, por la mañana al menos, debían acercarse a esta cruz y adorarla de hinojos y que cuanto había dicho se esforzasen en confirmarlo con buenas obras. El rey y todos los suyos querían confirmar todo, en efecto. El capitán general explicó que se había vestido enteramente de blanco para demostrar su sincero amor hacia ellos. Respondieron que no sabían qué replicar a tan dulces palabras. Tras y por ellas, condujo el capitán al rey de la mano sobre la tribuna para que le bautizasen, diciéndole que se llamaría don Carlos, como el emperador su dueño; el príncipe, don Fernando, como el hermano del emperador; uno de los principales, Fernando también, por nuestro principal --el capitán, mejor dicho--, el moro, Cristóbal. Después, a quién un nombre, a quién otro. Bautizáronse antes de la misa quinientos hombres. Oída aquélla, el capitán convidó a yantar consigo al rey y a otros principales. No aceptaron. Acompañáronnos hasta el rompeolas, dispararon nuevamente todas las bombardas y abrazáronse los jefes como despedida. Después del almuerzo volvimos a tierra a desembarcar el cura y otros, para bautizar a la reina, la cual apareció con cuarenta damas. Condujímosla sobre la tribuna, haciéndola sentarse sobre un cojín y alrededor las demás, hasta que el sacerdote se revistió. Mostrámosle una imagen de Nuestra Señora, un precioso Niño Jesús de talla y un crucifijo, ante todo lo cual le vino gran contrición y pidió el bautismo con lágrimas. La llamamos Juana, como a la madre del emperador, a su hija mujer del príncipe, Catalina, a la reina de Mazana, Isabel y su nombre correspondiente a las demás. Ochocientas almas se bautizaron, entre hombres, mujeres y niños. La reina era joven y hermosa, cubierta enteramente por un lienzo blanco y negro; llevaba rojísimas la boca y las uñas y un sombrero grande de hojas de palma --amplio, como quitasol--, con corona alrededor, según las tiaras papales, que a ninguna parte va sin ella. Nos pidió el Niño Jesús, para colocarlo en el puesto de sus ídolos y se marchó al atardecer. El rey, la reina y muchos otros bajaron a la playa, luego. Y el capitán entonces, hizo que se diparasen muchos morteretes y las bombardas mayores, lo que fue para todos diversión grande. El capitán y el rey se daban tratamiento de hermanos. Este último se llamaba rajá Humabón. Antes de los ocho días quedaron bautizados todos los de aquella isla y algunos de las otras. Se puso fuego a un poblado, por negarse a obedecernos, al rey y a nosotros, en una isla vecina. Plantamos allá la cruz, porque esos pueblos eran gentiles. A haber sido moros, lo que hubiésemos plantado es una horca, en símbolo de más dureza, porque los moros son bastante más duros de convertir que los paganos. A diario se trasladaba a tierra el capitán general, con objeto de oír misa y decía al rey muchas cosas concernientes a la fe. La reina, con mucha pompa, vino a oír misa en una ocasión también. Tres doncellas la precedían, portándole tres de sus sombreros en mano; iba ella vestida de blanco y negro, con un velo grande de seda a listas de oro, sobre el cabello, que se lo cubría enteramente, así como la espalda. Un buen grupo de mujeres la seguía, éstas todas desnudas y descalzas, fuera de que arrollábanse en torno a las partes vergonzosas un entretejido de palma, más un turbante que les ceñía el nacer de los esparcidos cabellos. Hecha la reverencia ante el altar, la reina ocupó un cojín recamado de seda. Antes de comenzar el Santo Sacrificio, asperjola el capitán, como a otras de sus damas también, con aguas de olor: nada las deleitaba de tal manera. Enterado el capitán de cuánto placía a la reina el Niño Jesús, se lo regaló, indicándole que sustituyera con él a sus ídolos, porque era en memoria del hijo de Dios. Aceptó, agradeciéndolo mucho. Un día, el capitán general, antes de la misa, hizo que vinieran el rey (con sus ropas de seda mejores) y los notables de la ciudad. El hermano del rey, padre del príncipe, llamábase Bendara; otro hermano del rey, Cadaio y algunos, Simiut, Sibnaia, Sicaca y Maghelibe y muchos otros que dejo por no alargarme. Hizo que todos ellos juraran obediencia a su rey y le besaran la mano; después hizo que aquél jurara ser en todo momento fiel al rey de España; lo cual juró. Entonces, el capitán rindió su espada ante la imagen de Nuestra Señora, previniendo al rey de que, cuando se juraba así, antes se debía aceptar la muerte que romper el juramento y que él juraba así por aquella imagen, más por la vida de su soberano el emperador y por su hábito de caballero, corresponder hasta lo último a tal fidelidad. Entregó entonces el capitán al monarca un trono de terciopelo encarnado, diciéndole que, doquiera se trasladara, hiciese que uno de los suyos cargase delante con él y explicole cómo. Repuso que obedecería de grado, por su amor y dijo al capitán que estaba terminando unas joyas que le regalaría él. Las cuales eran: dos aros muy grandes de oro para las orejas, dos brazaletes para fijar más arriba de las muñecas y otros dos cercos con que ceñir los tobillos, más otras piedras preciosas, para adornar las orejas también. Esos son los más bellos adornos que pueden usar los reyes de tales estados, pues van descalzos a perpetuidad y con sólo un pedazo de tela de cintura a rodillas. Preguntó un día el capitán general al rey y a sus edecanes por qué razón no quemaban sus ídolos, según prometieran, habiéndose hecho cristianos y por qué se les sacrificaba aún tanta carne. Contestaron que no es que se contuviesen por ellos mismos, sino por un enfermo: por ver si los ídolos le volvían la salud. Pues eran cuatro días ya que no hablaba. Era hermano del príncipe y el más valiente y sabio de la isla. El capitán insistió en que se quemasen los ídolos y creyeran en Cristo: pues, si el enfermo se bautizaba, sanaría al punto y que, de no obedecer, les cortaría la cabeza. Respondió entonces el rey que lo harían, pues creía en Cristo verdaderamente. Marchamos en procesión desde la plaza al hogar del enfermo, como mejor supimos y allí lo encontramos, que no podía ni moverse ni hablar. Bautizámosle, así como a sus dos esposas y a diez doncellas. Luego, el capitán le preguntó cómo se encontraba. Habló de repente y dijo que, por la gracia de Dios, bastante bien. Ese fue un manifiestísimo milagro en nuestros tiempos. Oyéndole hablar, el capitán dio conmovidas gracias al Señor; dándole entonces una tisana que le había hecho preparar. Más tarde, enviole un colchón, un par de sábanas, una colcha de paño amarillo y una almohada y cada día, hasta que se repuso completamente, le mandaba tisanas, aguas de rosas, aceite rosado y algunas conservas de azúcar. Antes de los cinco días hallábase en pie; se ocupó en que echaran al fuego, delante del rey y de la población reunida, un ídolo que habían mantenido oculto ciertas viejas en su casa y ordenó, por último, que se destruyesen muchos tabernáculos de junto al mar, donde se solía comer la carne consagrada. Ellos mismos, gritando: "¡Castilla!", "¡Castilla!" los echaban por tierra; afirmando que, si Dios les daba vida, habrían de quemar cuantos ídolos hallaran, mal que hubiesen de registrarlos por la casa del rey. Los tales ídolos son de madera, huecos y sin tallar en el reverso; tienen abiertos los brazos, hacia dentro los pies, las piernas separadas y desmesurado el rostro. Este, con cuatro dientes enormes, como de jabalí y la estatuilla entera, pintarrajeada. Hay en esta isla muchas villas. He aquí sus nombres, como los de los señores de cada una: Cinghapola, con sus señores Cilaton, Cigubacan, Cimaningha, Cimatichat, Cimabul; Mandani, con su señor Apanovan; Lalan, con su señor Theteu; Lautan, con su señor Iapan. Además, otras: Cilumai y Lubucun. Todos ellos nos obedecían y nos daban víveres y tributos. Cerca de la isla de Zubu, por otra parte, había otra, Matan, en cuyo puerto precisamente, nos resguardábamos. La villa que incendiamos estaba aquí y su nombre era Bulaia. Interesaría a vuestra Ilustrísima Señoría conocer las ceremonias con que éstos bendicen el puerco. Antes que nada, golpean el aghon; traen después platos grandes: dos, con rosas y hojas de arroz y mijo --cocidas y revueltas, éstas-- y peces asados; el tercero, con paños de Cambaia y dos banderitas de palma. Uno de tales paños extiéndenlo en el suelo; vienen dos mujeres viejísimas, cada una con una especie de trompeta de caña en la mano. Colócanse sobre el paño extendido, saludan al sol y vístense los que quedaron en el plato último. Una se anuda a la frente un liencillo con dos cuernos, agita otro en la mano y, haciendo sonar su caña, baila y llama al sol; la otra toca también, teniendo en la mano libre una de las banderitas que trajeran. Bailan y llaman de esta forma, un poco, diciendo mil cosas para el sol, pero como entre sí. La primera, abandona el pañuelo para agitar ahora la banderita y las dos, haciendo sonar sus trompetas generosamente, bailan alrededor del cerdo atado. La de los cuernos siempre se dirige tácitamente al sol y le responde la otra. Después, a la de los cuernos, preséntanle una taza de vino y bailando y diciendo ciertas palabras, que la otra contesta, tras varias veces de fingir que se bebe el vino, lo derrama sobre el corazón del puerco. Y repetidamente, torna a bailar. Ponen en sus manos, entonces, una lanza. Agitándola y sin callar la boca nunca, sigue bailando --como su compañera-- y, tras simular cuatro o cinco veces que va a clavar la lanza en el corazón del animal, con inesperada presteza lo traspasa, por fin, de parte a parte. Inmediatamente, se tapa la herida con hierbas. La que lo mató, metiéndole una antorcha encendida en la boca, que estaba ardiendo durante todo el ceremonial, la apaga. La otra, bañando la punta de su trompeta en sangre del cerdo, ensangrienta con el dedo, en primer lugar, la frente de su marido, luego las de los demás --aunque a nosotros no se nos acercaron nunca--; después, desvístense y se comen los manjares de aquellos platos que trajeran, convidando a las mujeres (a ellas solas). El animal se desuella al fuego. Nadie más que las viejas pueden consagrar la carne del cerdo; ni la probarían, no habiéndolo sacrificado en aquella forma. Estos pueblos andan desnudos, cubriéndose solamente las vergüenzas con un tejido de palmas que atan a la cintura. Grandes y pequeños se han hecho traspasar el pene cerca de la cabeza y de lado a lado, con una barrita de oro o bien de estaño, del espesor de las plumas de oca y en cada remate de esa barra tienen unos como una estrella, con pinchos en la parte de arriba; otros, como una cabeza de clavo de carro. Diversas veces quise que me lo enseñaran muchos, así viejos como jóvenes, pues no lo podía creer. En mitad del artefacto hay un agujero, por el cual orinan, pues aquél y sus estrellas no tienen el menor movimiento. Afirman ellos que sus mujeres lo desean así y que de lo contrario, nada les permitirían. Cuando desean usar de tales mujeres, ellos mismos pinzan su pene, retorciéndolo, de forma que, muy cuidadosamente, puedan meter antes la estrella, ahora encima y después la otra. Cuando está todo dentro, recupera su posición normal y así no se sale hasta que se reblandece, porque de inflamado no hay quien lo extraiga ya. Estos pueblos recurren a tales cosas por ser de potencia muy escasa. Tienen cuantas esposas desean, pero una principal. Cada vez que bajaba a tierra alguno de los nuestros, ya fuese de día, ya fuese de noche, sobraban los que le invitasen a comer y beber. Sus alimentos están sólo medio cocidos y muy salados; beben seguido y mucho, con aquellos canutos en las jarras y cada comida dura cinco o seis horas. Las mujeres nos preferían ampliamente sobre ellos. A todas, a partir de los seis años, se les deforma la natura por razón de aquellos miembros de sus varones. Cuando uno de sus notables muere, dedícanle estas ceremonias. En primer término, todas las mujeres principales del lugar acuden a casa del difunto; en medio de ella aparece en su féretro el tal, bajo una especie de entrecruzado de cuerdas en el que enredaran un sinfín de ramas de árboles. En el centro de esas ramas, un gran lienzo de algodón forma como dosel y a su sombra se sientan las mujeres principales, todas cubiertas con sudarios de algodón blanco, mientras a cada una su doncella le hace aire con un abanico de palma. Las no principales se sientan, tristes, en torno a la cámara mortuoria. Después, una cortaba el pelo del muerto, despacio, con un cuchillo. Otra --la que fue su mujer principal-- yacía sobre él y juntaba su boca y sus manos y sus pies a los del cadáver. Cuando aquélla cortaba el pelo, ésta plañía y, cuando dejaba de cortar, ésta cantaba. En varias partes de la habitación había muchas vasijas de porcelana con fuego y encima, mirra, estoraque y benjolí, que perfumaban la casa ampliamente. Tuvieron el cadáver allá cinco o seis días, con tantas ceremonias --creo que impregnado de alcanfor--; luego, lo enterraron en el féretro mismo, cerrado con clavos de madera en un cobertizo rodeado por una empalizada. En esta ciudad, más o menos a la medianoche --pero todas--, aparecía un pájaro negrísimo, grande como un cuervo, y no empezaba aún a volar sobre las casas, que graznaba ya. Con lo que ladraban todos los perros. Sus graznidos oíanse cuatro o cinco horas, y jamás quisieron explicarnos la razón. El viernes 26 de abril, Zula, señor de la isla de Matan, envió a uno de sus hijos para que se presentase ante el capitán general con dos cabras; y diciéndole que él hubiese querido rendir entero su tributo, pero que el otro señor de allá, Celapulapu, negábase a obedecer al rey de España, y no lo había completado. Y que, la noche siguiente, le mandara una sola lancha llena de hombres, pues él cooperaría en el combate. El capitán general decidió ir en persona, con tres embarcaciones. Le suplicamos reiteradamente no viniera, pero él, buen pastor, negábase a abandonar a su rey. A medianoche, partimos sesenta hombres, armados con coseletes y celadas, junto al rey cristiano, los príncipes y algunos poderosos, más veinte o treinta balangai; llegamos a Matan tres horas antes del amanecer. No quiso el capitán combatir desde el primer momento; antes ordenó advertirles, por el moro, que, si querían obedecer al rey de España, y reconocer al rey cristiano como su señor, pagándonos además el tributo, sería él su amigo; mas de lo contrario, que aguardasen a saber cómo herían nuestras lanzas. Respondieron que, si nosotros disponíamos de lanzas, las de ellos, de caña, habían ardido en el incendio, como sus armas todas; y que no empezásemos el asalto entonces, pues era mejor aguardar a que rompiese el día, que iban a ser más gente. Lo cual proclamaban a fin de que emprendiésemos su persecución, pues habían cavado fosas detrás de las viviendas y querían hacernos caer allí. Hecho el día, saltamos al agua --nos llegaba al muslo-- cuarenta y nueve hombres sólo y avanzamos más de dos tiros de ballesta hasta alcanzar la playa. Las lanchas no pudieron avanzar de ninguna forma por los pedruscos a flor de agua casi. Los otros once hombres quedaron a su cuido. Cuando alcanzamos la tierra, aquella gente había conseguido reunir tres batallones con más de mil quinientos indígenas. Cuyos tres, de pronto, al oírnos, abalanzáronse hacia donde estábamos con fortísimas voces, uno por cada flanco, de frente el otro. Cuando se percató de esto el capitán, dividionos en dos grupos, y así dio comienzo la refriega. Los escopeteros y ballesteros tiraron desde demasiado lejos, cerca de media hora en vano, traspasándoles sólo los escudos, hechos de tabla delgadísima, y los brazos. El capitán gritaba: ¡No disparéis! ¡No disparéis!, mas no le valía de nada. Cuando vieron los otros que las balas no los herían, determináronse a insistir, y arreciaban en sus gritos. En el momento de cada descarga, no la aguardaban quietos, sino con saltos de acá para allá; a cubierto de sus escudos, disparábannos tantas flechas, tantas lanzas de caña (sobre el capitán general, alguna de hierro), tantas jabalinas endurecidas al fuego, piedras y fango, que apenas nos podíamos defender. Ante ello, comisionó el capitán a algunos, para que les incendiasen las casas y asustarlos. Cuando vieron que sus casas ardían, su ferocidad se redobló. Próximos a tal hoguera, caían para siempre dos de los nuestros; conseguimos que aquella alcanzase a veinte o treinta viviendas, lo más. Pero atacaron tanto, en ese punto, que una flecha envenenada traspasó la pierna derecha del capitán. Por lo que éste ordeno que nos retiráramos poco a poco; pero la mayoría huyó en desbandada. Así que seis u ocho solamente permanecimos junto al capitán. No nos disparaban alto, sino a las piernas, por llevarlas desnudas. Y no podíamos resistir, ante un aluvión de lanzas y piedras como aquél. Las bombardas de las naos eran incapaces de prestarnos ayuda, por la distancia, así que hubimos de replegarnos más de un tiro de ballesta dentro del agua, que nos alcanzó ya a la rodilla, sin dejar de combatir. Ni de perseguirnos ellos: que llegaban a recoger hasta cuatro o seis veces la misma lanza, para enviárnosla nuevamente. Conociendo al capitán, tanto se concentró su ataque en él, que por dos veces le destocaron del yelmo. Pero, como buen caballero que era, sostúvose con gallardía. Con algunos otros, más de una hora combatimos así, y rehuyendo retirarse, un indio le alcanzó con una lanza de caña en el rostro. Él, instantáneamente, mató al agresor con la suya, dejándosela recta en el cuerpo; metió mano, pero no consiguió desenvainar sino media tizona, por otro lanzazo que cerca del codo le dieran. Viendo lo cual, vinieron todos por él, y uno, con un gran terciado --que es como una cimitarra, pero mayor--, medio le rebañó la pierna izquierda, derrumbándose él boca abajo. Llovieron sobre él, al punto, las lanzas de hierro y de caña, los terciarazos también, hasta que nuestro espejo, nuestra luz, nuestro reconforto y nuestro guía inimitable cayó muerto. Mientras le herían, volviose algunas veces aún, para ver si alcanzábamos las lanchas todos; después, viéndole ya cadáver, heridos y lo mejor que nos cupo, alcanzamos aquéllas, que huían ya. El rey cristiano nos hubiese prestado ayuda; pero, antes de desembarcar, habíale encargado nuestro jefe que bajo ningún pretexto abandonara su balangai, sino que observase cómo combatíamos. Cuando el rey supo su fin, lloró. A no haber sido por ese pobre capitán, ninguno de nosotros se hubiese salvado en las lanchas; porque, gracias a su ardor en el combate, fue como las pudimos alcanzar. Fío mucho en Vuestra Señoría Ilustrísima porque la fama de capitán tan generoso no se extinga con nuestros tiempos. Entre las otras virtudes que concurrían en él, era la más permanente --a través de avatares bien apretados-- su fortaleza para resistir el hambre mejor que todos, así como que conocía las cartas náuticas y navegaba como nadie en el mundo. Y se verá la verdad de esto abiertamente, ya que ninguno se ingenió ni se atrevió hasta conseguir dar una vuelta a ese mundo según él ya casi la había dado. La batalla se desarrolló el sábado 27 de abril de 1521 (el capitán quiso librarla en sábado por ser el día más de su devoción). Fueron muertos con él ocho de nuestros hombres, y cuatro indios ya bautizados: éstos, por las bombardas de las naves, que en plena refriega acercáronse a prestar ayuda. Y, de los enemigos, quince sólo; contra, además, muchos heridos nuestros. Después del yantar, envió el rey cristiano a inquirir --con nuestro consentimiento-- cerca del de Matan si no querrían entregar el cuerpo del capitán con los de los otros caídos: que, a cambio, se les daría cuanta mercancía apeteciesen. Respondieron que no se entregaba tal hombre, como pensábamos, y que no lo devolverían por la mayor riqueza del mundo; antes querían conservarlo, para su memoria. Apenas murió el capitán, los cuatro hombres que teníamos en el poblado para la adquisición de víveres hicieron subir éstos a bordo. Nombramos después dos gobernadores: Duarte Barbosa, portugués, pariente del capitán y Juan Serrano, español. Nuestro intérprete, que se llamaba Enrique, por haber resultado ligeramente herido, no bajaba ya a tierra para resolver las cosas necesarias, sino que solía permanecer tumbado bajo una tolda. Por lo que Duarte Barbosa, gobernador de la nao capitana, le reprendió a gritos, advirtiéndole que no por la muerte de su señor, el capitán, quedaba libre, sino que ya se encargaría él de que, apenas de regreso en España, pasase a servir a doña Beatriz, mujer del capitán general; amenazole con que, si no bajaba a tierra, había de mandarlo azotar. Levantose el esclavo, pareciendo obedecer a tales palabras, y bajó a tierra a transmitir al rey cristiano que querían marcharse pronto. Pero que, si querían concertarse con él, él se apoderaría de los barcos y de la carga toda; de manera que organizaron una traición. El esclavo volvió a bordo, aparentemente más activo que antes. El miércoles por a mañana, 1 de mayo, mandó el rey cristiano notificar a los gobernadores que tenía a punto ya las joyas que prometiera enviar al rey de España, con la súplica de que almorzasen con él, acompañados por otros caballeros, pues se las daría. Veinticuatro hombres bajaron a tierra; entre ellos, nuestro astrólogo, que se llamaba San Martín de Sevilla. Yo no pude bajar, por seguir vendado de resultas de una flecha envenenada que recibí en la frente. Juan Carbalho, con el preboste, volvió a poco, diciéndonos que habían visto cómo aquel hermano del príncipe que sanara casi de milagro se llevaba hacia su casa al sacerdote... Y que sospecharon algún mal. No había terminado sus palabras, cuando oímos grandes gritos y lamentos. Levamos anclas con rapidez y, disparando sobre el poblado muchas bombardas, fuimos hacia tierra; y, mientras nuestro fuego, vimos a Juan Serrano en camisa, atado y herido que nos gritaba no tirásemos más, o lo matarían. Preguntámosle si todos los demás habían muerto, y contestó que todos, a excepción del intérprete. Suplicaba una y otra vez que lo rescatáramos con la entrega de cualquier mercancía, pero Juan Carvalho, su compadre, no quiso --y tampoco los portugueses, en afán de ser sus propios dueños-- tocar tierra. Sin cesar de plañir, nos repitió Juan Serrano que, aún no habríamos desplegado velas, ya sería él muerto. Y que rogaba a Dios que, en el día del juicio, demandase su alma a Juan Carvalho, su compadre. Zarpamos, sin más. No sé si quedó muerto o vivo. Hay en aquella isla perros, gatos, arroz, mijo, harina, soja, jengibre, higos, naranjas, limones, caña de azúcar, ajos, miel, cocos, duriones, azúcar, carne de varias especies, vino de palma y oro. Es isla grande, con un buen puerto con dos entradas: a poniente y a greco-levante. Está en los 10 grados de latitud del Polo Ártico, en los 164 de longitud de la línea de partición, y se llama Zubu. En ella, antes de la muerte del capitán, conseguimos precisiones sobre Maluco. Sus habitantes tocan una viola con cuerdas vegetales. A dieciocho leguas de distancia de aquella isla de Zubu, apenas resguardándonos en otra que llaman Bohol, incendiamos, antes de abandonar el archipiélago, la Concepción, porque era ya poquísima gente para tres, luego de acumular en las otras lo más útil. Enfilamos más tarde el Sur-Sureste, costeando una isla por nombre Panilonghon, en la que los hombres son negros como etíopes. Arribamos después a cierta isla grande, cuyo rey, para concertar paces con nosotros, extrájose sangre de la mano izquierda, untándose con ella después el cuerpo, la cara y el techo de la lengua, en símbolo de insuperable amistad. Igual hicimos, por corresponder, nosotros. Sólo yo bajé con dicho rey a tierra, para conocer la isla. Llegamos inesperadamente a un río, muchos pescadores ofrendaron su pesca al rey, pero éste, sin demora, despojose del taparrabos que le cubría, y, en compañía de sus notables, comenzaron todos a bogar entre canciones y cruzamos ante muchas viviendas que se asomaban a aquel río. A las dos de la mañana, alcanzamos la suya. Desde la desembocadura del río --donde las naos-- hasta la casa del rey mediaban dos leguas. Entrando en tal casa, saliéronnos al encuentro con muchos hachones de caña y de hojas de palmera. Hachones, que ardían con resina, como ya antes se explicó. Hasta que trajeron la cena, el rey, con un par de jerarcas y dos de sus esposas, muy bellas, bebieron un gran odre de vino de palma, sin consumir bocado alguno. Alegando haber cenado antes, yo no quise beber más que una vez. Al hacerlo, realizaban todos las mismas ceremonias del rey de Mazana. Vino después la cena, de arroz y pescados saladísimos, sobre escudillas de porcelana. El arroz les servía de pan. Lo cuecen de la siguiente forma: primero meten en una olla de barro como las nuestras una hoja lo suficientemente amplia para que forre todo su interior; después, vierten el agua, y el arroz --abundantísimo, desproporcionado--; dejan que éste hierva, hasta que, sin agua, tórnese duro, y extraen esa masa sólida a pedazos. En todas estas partes cuecen el arroz igual. Apenas comidos, ordenó el rey que trajeran una esterilla de cañas, otra de palma y un cojín de hojas, para que yo durmiese. El rey, en compañía de sus dos esposas, fue a hacerlo en un lugar apartado, y en compañía siempre de uno de sus dos magnates. Llegado el día, y mientras preparaban qué comer, recorrí aquellas tierras. Abundaba por las chozas más el oro que los alimentos. Almorzamos arroz y pescado, nuevamente. Tras ello, indiqué al rey por ademanes que deseaba saludar a la reina; respondió que lo agradecía. Subimos juntos hasta lo alto de un monte, donde se encontraba la habitación de la reina. Al entrar, me incliné en una profunda reverencia, y ella --por mí-- lo mismo. Senteme a su lado: entreteníase en la confección de una estera de palma, de las para dormir. Abundaban en el interior de la vivienda las vasijas de porcelana, más cuatro láminas de metal, una mayor que todas y dos muy reducidas, de aquellas que se golpean. Vi alrededor también a muchas esclavas y esclavos de su servicio. Las casas de aquí eran por el estilo de las descritas páginas atrás. Obtenida la licencia, regresamos a la del rey. Me obsequió él entonces con una colación de caña de azúcar. Lo que en esta isla abunda más es el oro; me enseñaron ciertas vallas, en cuyo terreno, acotado, notificáronme que abundaba tanto aquel como el pelo en sus cabezas. Pero no disponían de hierros para cavar, ni acaso les interesaba, por desidia. A primera hora de la tarde, quise volver a la nao, y acompañome el rey, con sus nobles, por lo que el mismo balangai nos devolvió. Desandando el río, vi en la orilla derecha a tres hombres, clavados a un árbol al que faltaban las ramas enteramente. Pregunté al rey quiénes eran, y díjome que malhechores y ladrones. Andan estos pueblos tan desnudos como los de antes. El rey se llama rajá Calanao. El puerto es bueno, y por aquí se encuentra arroz, jengibre, cerdos, cabras, gallinas y otras cosas. Está en los ocho grados de latitud del Polo Ártico, y en los 167 de longitud de la línea de partición; a cinco leguas de Zubu, y por nombre, Chipit. A dos días de cuya isla, en dirección mistral, encuéntrase otra muy grande llamada Lozon, en la que cada año tocan de seis a ocho "juncos" de los pueblos lequíes. Saliendo de aquí entre el poniente y el garbino, dimos sobre una isla muy grande y casi deshabitada. Sus gentes son moras, y eran bandidos de otra isla llamada Burne. Van desnudos como los otros, y disponen de cerbatanas, con carcajes al lado llenos de flechas envenenadas; así como de puñales, en cuyos mangos adornos de oro y piedras preciosas. Y lanzas, rodelas y petos de asta de búfalo. Nos llamaban "cuerpos santos". En esa isla hay pocos alimentos, pero sí árboles enormes. Está en los 7 1/2 grados de latitud del Polo Ártico, a cuarenta leguas de Chipit, y la nombran Caghaian. Veinticinco leguas más al poniente-mistral, avistamos nuevos países y amplios, donde abundan el arroz, el jengibre, los cerdos, cabras, gallinas, higos (largos como medio brazo y como medio brazo gordos). Son excelentes, pero algunos, de a palmo y pico, superan a todos los demás. Hay también cocos, patatas, caña de azúcar, raíces que saben igual que nabos, y arroz cocinado bajo fuego, entre cañas o maderas. Podría a ésta designársela como la tierra de promisión, porque antes de verla padecimos hambre indecible. Más de una vez estuvimos a punto de abandonar las naves bogando hacia tierra, por no morir de necesidad. Concertó el rey paces con nosotros, dándose con uno de nuestros cuchillos un pequeño corte en el pecho, y manchándose con la sangre lengua y frente, en signo de paz muy verdadera; imitámosle nosotros. Esta isla ocupa los 9 1/3 grados de latitud en el Polo Ártico y los 171 1/3 de longitud desde la línea de partición. Se llama Pulaoan. Estos pueblos de Pulaoan van desnudos como los otros. En general, trabajan sus campos, tienen cerbatanas con flechas de madera más de un palmo de anchas, dándoles la forma de arpón con espina de pescado y con caña otras veces, pero sin olvidar nunca su veneno. En lugar de plumas, ostentan ramaje tierno sobre la cabeza. Y a la base de sus cerbatanas se adapta un janetón, con el que combaten en el momento en que se les terminan las flechas. Les encantan los anillos, las cadenas de latón, campanillas, cuchillos, y más aún los hilos tejidos para atar sus anzuelos de pesca. Poseen gallos grandes, domésticos, que no comen por una veneración muy particular: aunque suelan hacerlos reñir entre sí. Y cada uno apuesta por su gallo, que, si se da el caso de que venza, el premio es para él. Beben vino de arroz, destilado, más abundante y mejor que el de palma. A diez leguas de esa isla por el garbino, nos enfrentamos con otra, costeando la cual teníamos la impresión de ascender. Penetrando en su puerto, apareciósenos el Cuerpo Santo, después de mucho de no verle. Cincuenta leguas hay desde el principio de esta isla hasta el puerto. Al día siguiente, nueve de julio, su rey nos destacó un prao muy hermoso, con la proa y la popa trabajadas en oro; sobre aquella, una bandera blanca y azul, empavesada de plumas. A bordo, tocaban unos cuantos las zampoñas y el tamboril. Acompañaban al prao dos almadías, aquel lo tallan en un solo tronco, y las almadías son sus barcas de pesca. Ocho viejos, de sus principales, subieron a nuestra nao, sentándose a popa sobre un tapiz. Presentáronnos una jarra llena de pinturas, conteniendo betrel con areca (que es el fruto que siempre mascan), más flores de jazmín y naranjo; cubierta tal jarra con un pañuelo de seda amarillo; más dos jaulas abarrotadas de gallinas, un par de cabras, tres odres de arroz destilado y algunos haces de caña de azúcar. Y lo mismo, a nuestra otra carabela. Pidieron licencia, después de abrazarnos. El vino de arroz es transparente como el agua, pero de tal graduación, que se emborracharon muchos de los nuestros. Lo llaman arach. A los seis días, envió el rey de nuevo tres praos con mucha pompa, sonando las zampoñas, los tamboriles y placas de latón. Rodearon las naves, y nos saludaban alzando ciertas pequeñas boinas de tela que suelen usar, las cuales les cubren el occipucio solo. Contestamos con salvas de nuestra artillería. Después, nos entregaron como ofrenda diversos víveres, condimentados sólo con arroz: unos, sobre hojas, consistentes en rebanadas anchas. Otros, en tortas de huevo y miel. Advirtiéronos que a su rey le honraba que nos aprovisionásemos de agua y leña, así como se hiciesen sin traba nuestras compras. Oyendo lo cual, comisionamos a siete de nosotros a bordo del prao con presentes para el rey: que eran una túnica de terciopelo verde a la turca, una poltrona de terciopelo morado, cinco brazadas de paño rojo, una barretina, un vaso dotado, un ánfora de cristal con tapón, tres cuadernillos de papel y un tintero -dorado, igualmente-; para la reina, tres varas de paño amarillo, un par de zapatos plateado, un alfiletero de plata lleno de agujas; para el gobernador, tres varas de lienzo rojo, una barretina y un vaso dorado; para el rey de armas, esto es, el que vino en el prao y habló, una túnica de paño encarnado y verde, a estilo turco también, una barretina y un cuadernillo de papeles. Y, para los otros notables, a quién paños, a quién barretinas, a quién más cuadernillos para escribir. Partieron, sin más. Cuando nos dirigimos a la ciudad, hubo que aguardar en el prao cerca de dos horas, hasta la llegada de dos elefantes con gualdrapas de seda, en compañía de doce hombres, cada uno con una vasija de porcelana -cubierta de seda, lo mismo-, que traía nuestros obsequios. Montamos en los elefantes, y nos precedieron aquellos doce hombres con su carga. Tal fue el camino, hasta la casa del gobernador, donde nos sirvió éste una cena de muchos platos. Dormimos aquella noche sobre colchonetas de algodón; su colcha era de tafetán, y las sábanas, de Cambaja.
contexto
Dos
Llegado el dicho Cristóbal Maldonado donde estaba el Capitán, aquí mandó el Capitán que los heridos se curasen, que eran diez y ocho, y no había otra cura sino cierto ensalmo, y con ayuda de Nuestro Señor, dentro de quince días todos estaban sanos, excepto el que murió. Estando en esto vinieron a decir al Capitán cómo los indios revolvían y que estaban junto a nosotros en un paso aguardando a se rehacer; y para que los echasen de allí mandó el Capitán a un caballero llamado Cristóbal Enríquez que fuese allá con quince hombres el cual fue, y en llegando, a un arcabucero que llevaba le pasaron una pierna; de manera que perdimos un arcabucero, porque dende en adelante no nos pudimos aprovechar de él. Luego el dicho Cristóbal Enríquez envió a saber al Capitán lo que pasaba y que le enviase más gente, porque los indios eran muchos y cada hora se reformaban; y el Capitán envió luego a mandar al dicho Cristóbal Enríquez que, no mostrando que se retraía, se viniese poco a poco donde estaban, porque no estaban en tiempo de poner a riesgo la vida de un español ni convenía, ni tampoco él ni sus compañeros iban a conquistar la tierra ni su intención lo era, sino, pues Dios les había traído por este río abajo, descubrir la tierra para que en su tiempo y cuando la voluntad de Dios Nuestro Señor y de Su Majestad fuese, la enviase a conquistar. Y así, aquel día, después de recogida la gente, el Capitán les habló refiriéndoles los trabajos pasados y esforzándolos para en los de porvenir, encargándoles que evitasen los acontecimientos de los indios por los peligros que se podían seguir; y se determinó de seguir todavía el río abajo, y comenzó a embarcar comida, y después de embarcada, mandó al Capitán que los heridos se embarcasen, y los que no podían ir por su pie mandó que los envolviesen en unas mantas y los tomasen otros a cuestas, como que llevaban carga de maíz, porque no embarcasen cojeando y en verlo los indios cobraran tanto ánimo que no nos dejaran embarcar; y después desto hecho, estando los bergantines a punto y desarmados y los remos en las manos, bajó el Capitán con mucha orden con los compañeros, y se embarcaron, y se hizo a lo largo del río, y no estaría un tiro de piedra cuando vienen más de cuatrocientos indios por el agua y por la tierra, y como los de la tierra no se podían aprovechar de nosotros, no servían sino de dar voces y gritos: y los de agua no dejaban de acometer, como hombres que estaban lastimados, con mucha furia; pero nuestros compañeros con las ballestas (y) arcabuces defendían tan bien los bergantines que hacían tener afuera aquella mala gente. Esto sería a puesta de sol, y desta manera acometiéndonos de rato en rato, siguiéndonos toda la noche, que un momento no nos dejaban reparar, porque nos llevaban antecogidos. Así fuimos fasta que fue el día, que nos vimos en medio de muchas y muy grandes poblaciones, donde siempre salían indios de refresco y se quedaban los que iban cansados. A hora de mediodía, que ya nuestros compañeros no podían remar, íbamos todos muy quebrantados de la mala noche y guerra que los indios nos habían dado. El Capitán, porque la gente tomase un poco de descanso y comiese, mandó que nos metiésemos en una isla poblada que estaba en medio del río, y, en comenzando a guisar de comer, allí vinieron mucha cantidad de canoas y acometiéronnos tres veces, de tal manera que nos pusieron en grande aprieto. Visto por los indios que por el agua no nos podían desbaratar, acordaron de nos acometer por la tierra y agua, porque, como había muchos indios, había para todo. El Capitán, viendo lo que los indios ordenaban, acordó de no los esperar en tierra, y así se embarcó y se hizo a largo de río, porque allí se pensaba mejor defender y así comenzamos de caminar y no nos dejando de seguir y dar muchos combates los indios, porque destas poblaciones se habían ya juntado muchos indios y por tierra ya no tenía cuenta la gente que parecía. Andaban entre esta gente y canoas de guerra cuatro o cinco hechiceros todos encalados y las bocas llenas de ceniza, que echaban al aire, en las manos unos guisopos, con los cuales andaban echando agua por el río a manera de hechizos, y después que habían dado una vuelta a nuestros bergantines de la manera dicha, llamaban a la gente de guerra, y luego comenzaban a tocar sus cornetas y trompetas de palo y atambores y con muy gran grita nos acometían; pero, como dicho tengo, los arcabuces y ballestas, después de Dios eran nuestro amparo; y así nos llevaron desta manera fasta nos meter en una angostura en un brazo del río. Aquí nos pusieron en muy gran aprieto, e tanto, que no sé si quedara alguno de nosotros, porque nos tenían echada una celada en tierra, y desde allí nos abarcaban. Los del agua se determinaron de barrer con nosotros, e yendo ya muy determinados de lo facer, estando ya muy juntos, venía adelante el Capitán general señalándose muy como hombre, al cual un compañero de los nuestros llamado Celis, tuvo ojo en él y le tiró con un arcabuz y le dio por mitad de los pechos, que lo mató; y luego su gente desmayó y acudieron a ver a su Señor, y en este medio tiempo tuvimos lugar de salir a lo ancho del río; pero todavía nos siguieron dos días y dos noches sin nos dejar reposar, que tanto tardamos en salir de la población deste gran señor llamado Machiparo, que al parecer de todos duró más de ochenta leguas, que era toda una lengua, estas todas pobladas, que no había de poblado a poblado un tiro de ballesta, y el que más lejos no estaría media legua, y hubo pueblo que duró cinco leguas sin restañar casa de casa que era cosa maravillosa de ver: como íbamos de pasada e huyendo no tuvimos lugar de saber qué es lo que había en la tierra adentro; pero, según la disposición y parecer de ella, debe ser la más poblada que se ha visto, y así nos lo decían los indios de la provincia de Aparia, que había un grandísimo señor la tierra adentro hacia el sur, que se llamaba Ica, y que éste tenía muy gran riqueza de oro y plata; y esta noticia traímos muy buena y cierta. Desta manera y con este trabajo salimos de la provincia y gran señorío de Machiparo y llegamos a otro no menor, que era el comienzo de Oniguayal, y al principio y entrada de su tierra estaba un pueblo de manera de guarnición, no muy grande, en un alto sobre el río, a donde había mucha gente de guerra; y viendo el capitán que ni él ni sus compañeros no podían soportar el mucho trabajo, que no solamente era la guerra, más, juntamente con ella, era hambre, que los indios, aunque teníamos que comer no nos dejaban por la demasiada guerra que nos daban, acordó de tomar el dicho pueblo, y así mandó enderezar los bergantines hacia el puerto, y los indios, visto que les querían tomar el pueblo, acordaron de se poner en toda resistencia; y así fue que llegando junto al puerto, los indios comenzaron a despender de su almacén, de tal manera que nos hacían detener; y visto el Capitán la defensión de los indios, mandó que a muy gran priesa jugasen las ballestas y arcabuces, y remasen para cabordar en tierra; y desta manera hicieron lugar y fueron parte para que los bergantines cabordasen a nuestros compañeros y saltasen en tierra y pelearon después en tierra de tal manera que hicieron huir a los indios, y así quedó el pueblo por nosotros con la comida que tenía. Este pueblo estaba fuerte, y por estar tal, dijo el Capitán que quería reposar allí tres o cuatro días y hacer algún matalotaje para adelante, y así folgamos desta manera y con este propósito, aunque no sin falta de guerra, y tan peligrosa, que en un día a las diez horas allegó muy gran cantidad de canoas a tomar y desamarrar los bergantines que estaban en el puerto, y a no proveer el Capitán de ballesteros que con brevedad saltasen dentro, creemos que no fuéramos parte a los defender; y así, con la ayuda de Nuestro Señor y con la buena maña y ventura de nuestros ballesteros, hízose algún daño en los indios, que tuvieron por bien de se hacer afuera y volver a sus casas: así quedamos descansando dándonos buena posada, comiendo a discresión, y estuvimos tres días en este pueblo. Había muchos caminos que entraban la tierra adentro muy reales, de cabsa de lo cual el Capitán se temía y mandó que nos aparejásemos, porque no quería estar más allí, porque podría ser de la estada recebir daño. Dicho esto por el Capitán, todos comenzaron a se aderezar para se partir cuando les fuese mandado. Habíamos andado desde que salimos de Aparia a este dicho pueblo trescientas cuarenta leguas, en que las doscientas fueron sin ningún poblado: fallamos en este pueblo muy gran cantidad de bizcocho muy bueno, que los indios hacen de maíz y de ayuca y mucha fruta de todos géneros. Volviendo a la historia, digo que el domingo después de la Ascensión de Nuestro Señor salimos deste dicho pueblo y comenzamos a caminar y no hubimos andado obra de dos leguas cuando vimos entrar por el río otro río muy poderoso y más grande a la diestra mano: tanto era de grande que a la entrada hacía tres islas, de cabsa de las cuales le pusimos el río de la Trinidad; y en estas juntas de uno y de otro había muchas y muy grandes poblaciones y muy linda tierra de Omagua, y por ser los pueblos tantos y tan grandes y haber tanta gente, no quiso el Capitán tomar puerto, y así pasamos todo aquel día por poblado con alguna guerra, porque por el agua nos la daban tan cruda que nos hacían ir por medio del río; y muchas veces los indios se ponían a platicar con nosotros, y como no los entendíamos, no sabíamos lo que nos decían. A hora de vísperas allegamos a un pueblo que estaba sobre una barranca, y por nos parecer pequeño mandó el Capitán que lo tomásemos, y porque también porque tenía en sí tan buena vista que parecía ser recreación de algún señor de la tierra de adentro; y así enderezamos a lo tomar y los indios se defendieron más de una hora, pero al cabo fueron vencidos e nosotros señoreados del pueblo, donde fallamos muy gran cantidad de comida, de la cual nos proveímos. En este pueblo estaba una casa de placer, dentro de la cual había mucha loza de diversas hechuras, así de tinajas como de cántaros muy grandes de más de veinte y cinco arrobas, y otras vasijas pequeñas como platos y escudillas y candeleros desta loza de la mejor que se ha visto en el mundo, porque la de Málaga no se iguala con ella, porque es toda vidriada y esmaltada de todas colores y tan vivas que espantan, y demás desto los dibujos y pinturas que en ellas hacen son tan compasados que naturalmente labran y dibujan todo como lo romano; y allí nos dijeron los indios que todo lo que en esta casa había de barro lo había en la tierra adentro de oro y de plata, y que ellos nos llevarían allá, que era cerca; y en esta casa se hallaron dos ídolos tejidos de pluma de diversa manera, que ponían espanto, y eran de estatura de gigante y tenían en los brazos metidos en los molledos unas ruedas a manera de arandelas, y los mismos tenían en las pantorrillas junto a las rodillas; tenían las orejas horadadas y muy grandes, a manera de los indios del Cuzco y mayores. Esta generación de gentes reside en la tierra adentro y es la que posee la riqueza ya dicha, y por memoria los tienen allí; y también se halló en este pueblo oro y plata; pero como nuestra intención no era sino de buscar de comer y procurar cómo salvásemos las vidas y diésemos noticia de tan grande cosa, no curábamos ni se nos daba nada por ninguna riqueza. Deste pueblo salían muchos caminos y muy reales para la tierra adentro: el Capitán quiso saber dónde iban, y para aquesto tomó consigo a Cristóbal Maldonado y al Alférez y a otros compañeros, y comenzó a entrar por ellos, y no había andado media legua cuando los caminos eran más reales y mayores; y visto el Capitán esto, acordó de se volver, porque vido que no era cordura pasar adelante; y así volvió donde estaban los bergantines, y cuando llegó se ponía ya el sol, y el Capitán dijo a sus compañeros que convenía partir luego de allí porque no convenía en tierra tan poblada dormir noche, y que luego se embarcasen todos; y así fue que, metida la comida y todos dentro de los bergantines, comenzamos a caminar ya que era noche, y toda ella fuimos pasando muchos y muy grandes pueblos fasta que vino el día, que habíamos andado más de veinte leguas, que por huir dello poblado no hacían nuestros compañeros sino remar, y mientras más andábamos, más poblada y mejor hallábamos la tierra, y así íbamos siempre desviados de tierra por no dar lugar a que los indios saliesen a nosotros. Fuimos caminando por esta tierra y señorío de Omagua más de cien leguas, al cabo de las cuales allegamos a otra tierra de otro señor llamado Paguana, el cual tiene mucha gente y muy doméstica, porque llegamos al principio de su poblado a un pueblo que tendría más de dos leguas de largo, a donde los indios nos esperaron en sus casas sin hacer mal ni daño, antes nos daban de lo que tenían. Deste pueblo iban muchos caminos la tierra adentro, porque el señor no reside sobre río, y dijéronnos los indios que fuésemos allá, que se holgaría mucho con nosotros. En esta tierra este señor tiene muchas ovejas de las del Perú y es muy rico de plata, según todos los indios nos decían, y la tierra es muy alegre y vistosa y muy abundosa de todas comidas y frutas, como son piñas y peras, que en lengua de la Nueva-España se llaman aguacates y ciruelas y guanas y otras muchas y muy buenas frutas. Salimos desta población y fuimos caminando siempre por muy gran poblado, que hubo día que pasamos más de veinte pueblos; y esto por la banda donde nosotros íbamos, porque la otra no la podíamos ver por ser el río grande; y así, íbamos dos días por la banda diestra y después atravesábamos e íbamos otros dos días por la mano siniestra, que mientras víamos lo uno no víamos lo otro. El lunes de Pascua de Espíritu Santo, por la mañana, pasamos a vista y junto a un pueblo muy grande y muy vicioso, y tenía muchos barrios, y en cada barrio un desembarcadero al río, y en cada desembarcadero había muy gran copia de indios, y este pueblo duraba más de dos leguas y media, que siempre fue de la manera dicha; y por ser tantos los indios de aquel pueblo, mandó el Capitán que nos pasásemos adelante sin les hacer mal y sin les acometer; pero ellos, visto que nos pasábamos sin les hacer mal, se embarcaron en sus canoas y nos acometieron, pero con su daño, que las ballestas y arcabuces los hicieron volver a sus casas y nos dejaron ir nuestro río abajo. Este mesmo día tomamos un pueblo pequeño, donde fallamos comida, y aquí se nos acabó la provincia del ya dicho señor llamado Paguana, y entramos en otra provincia muy más belicosa y de mucha gente y que nos daba mucha guerra. Desta provincia no supimos cómo se llama el señor de ella; pero es una gente mediana de cuerpo muy bien tratada, y tiene sus paveses de palo y defienden sus personas muy como hombres. Sábado víspera de la Santísima Trinidad, el Capitán mandó tomar puerto en un pueblo donde los indios se pusieron en defensa; pero, a pesar de ello, los echamos de sus casas, y aquí nos proveímos de comida y aún se fallaron algunas gallinas. Este mismo día, saliendo de allí prosiguiendo nuestro viaje, vimos una boca de otro río grande a la mano siniestra, que entraba en el que nosotros navegábamos, el agua del cual era negra como tinta, y por esto le pusimos el nombre del Río Negro, el cual corría tanto y con tanta ferocidad que en más de veinte leguas hacía raya en la otra agua sin revolver la una con la otra. Este mismo día vimos otros pueblos no muy grandes. Otro día siguiente de la Trinidad holgó el Capitán y todos en unas pesquerías de un pueblo que estaba en una loma, donde se falló mucho pescado, que fue socorro y gran recreación para nuestros españoles, porque había días que no habían tenido tal posada. Este pueblo estaba en una loma apartado del río, como en frontera de otras gentes que les daban guerra, porque estaba fortificado de una muralla de maderos gruesos, y al tiempo que nuestros compañeros subieron a este pueblo para tomar comida, los indios lo quisieron defender y se hicieron fuertes dentro de aquella cerca, la cual tenía no más que una puerta y comenzáronse a defender con muy gran ánimo; más como nos víamos en necesidad, determinamos de acometerlos, y así, en esta determinación, se acometió por la dicha puerta, y entrando dentro sin ningún riesgo, dieron en los indios y pelearon con ellos hasta los desbaratar, y luego recogieron comida que había en cantidad. El lunes adelante partimos de allí, pasando siempre por muy grandes poblaciones y provincias proveyéndonos de comida lo mejor que podíamos cuando nos faltaba. Este día tomamos puerto en un pueblo mediano, donde la gente nos esperó. En este pueblo estaba una plaza muy grande, y en medio de la plaza estaba un tablón grande de diez pies en cuadro, figurada y labrada de relieve una ciudad murada con su cerca y con una puerta. En esta puerta estaban dos torres muy altas de cabo con sus ventanas, y cada torre tenía una puerta frontera la una de la otra, y en cada puerta estaban dos columnas y toda esta obra ya dicha estaba cargada sobre dos leones muy feroces que miraban hacia atrás, como recatados el uno del otro, los cuales tenían en los brazos y uñas toda la obra, en medio de la cual había una plaza redonda: en medio desta plaza estaba un agujero por donde ofrecían y echaban chicha para el sol, que es el vino que ellos beben, y el sol es quien ellos adoran y tienen por su dios. En fin, el edificio era cosa mucho de ver, y el Capitán, y todos nosotros espantados de tan gran cosa, preguntó a un indio que aquí se tomó, qué era aquello o por qué memoria tenían aquello en la plaza, y el indio dijo que ellos eran subjetos y tributarios a las amazonas, y que no las servían de otra cosa sino de plumas de papagayos y de guacamayos para forros de los techos de las casas de sus adoratorios, y que los pueblos que ellos tenían eran de aquella manera, y que por memoria lo tenían allí, y que adoraban en ello como en cosa que era insignia de su señora, que es la que manda toda la tierra de las dichas mujeres. Hallose también en esta misma plaza una casa no muy pequeña, dentro de la cual había muchas vestiduras de plumas de diversos colores, las cuales vestían los indios para celebrar sus fiestas y bailar cuando se querían regocijar delante deste tablón ya dicho, y allí ofrecían sus sacrificios con su dañada intención. Salimos luego deste pueblo y dimos luego en otro muy grande que tenía el mismo tablón y divisa que es dicha: este pueblo se defendió mucho, y por espacio de más de una hora no nos dejaron saltar en tierra; pero al cabo hubimos de saltar, y como los indios eran muchos y cada hora crecían, no se querían rendir; pero visto el daño que se les hacía, acordaron de huir, y entonces tuvimos lugar aunque no mucho, para buscar alguna comida, porque ya los indios se revolvían sobre nosotros; pero nuestro Capitán no quiso que aguardásemos, pues que no podíamos ganar nada en la mercaduría, y así mandó que nos embarcásemos e nos fuésemos, y así fue. Partidos de aquí pasamos por otros muchos pueblos donde los indios nos atendían de guerra, como gente belicosa con sus armas y paveses en las manos, dándonos grita, diciendo que por qué huíamos, que allí nos estaban aguardando; pero el Capitán no quería acometer donde vía que no podíamos ganar honra, especial llevando alguna comida, y cuando ésta había, en cualquier parte aventuraba su persona y las de los compañeros; y así, en algunas partes, ellos desde tierra y nosotros desde el agua, nos dábamos guerra; pero como los indios eran muchos, hacían pared y nuestros arcabuces y ballestas les hacían daño y así pasábamos adelante, dejándoles la información ya dicha. Miércoles víspera de Corpus Cristi, siete días de junio el Capitán mandó tomar puerto en una población pequeña que estaba sobre el dicho río, y así se tomó sin resistencia, donde hallamos mucha comida, en especial pescado, que desto se halló tanto y en abundancia que pudiéramos cargar bien nuestros bergantines, y éste tenían los indios a secar para llevar dentro a la tierra a vender; y viendo todos los compañeros que el pueblo era pequeño, rogaron al Capitán que holgase allí, pues era víspera de tan gran fiesta. El Capitán, como hombre que sabía las cosas de los indios, dijo que no hablasen en tal cosa porque no lo pensaba hacer, que aunque el pueblo les parecía pequeño, tenía gran comarca de donde le podían venir a favorecer y hacer daño en nosotros, sino que nos fuésemos como solíamos hacer y irnos a dormir a las montañas; y nuestros compañeros se lo tornaron a pedir por merced que holgase allí. El Capitán, visto que todos lo pedían, aunque contra su voluntad, concedió en lo que pedían, y así estuvimos en este pueblo holgando hasta la hora que el sol se ponía, que los indios venían a ver sus casas, porque cuando saltamos no había mujeres, porque los indios eran idos a entender en sus grangerías; y así, siendo hora, volvíanse, y como hallaron sus casas en poder de quien no conocían, quedaron muy espantados y comenzaron a decir que nos saliésemos de ellas; y juntamente con decir esto acuerdan y ponen por obra de nos acometer, y así lo hicieron; pero al tiempo que ellos entraban por el real, halláronse delante de los indios cuatro o cinco compañeros los cuales pelearon tan bien que fueron parte para que los indios no se atreviesen a entrar donde estaba nuestra gente, y así los hicieron huir, y cuando el Capitán salió no había qué hacer. Esto era ya de noche, y sospechando el Capitán lo que podía ser, mandó que las velas se doblasen y todos durmiesen armados, y así se hizo; pero a media noche, a hora que la luna salía, revuelven los indios en muy gran cantidad sobre nosotros y dan por tres partes a nuestro real: cuando fueron sentidos tenían heridas las velas y andaban entre nosotros, y como dieron alarma salió el Capitán dando voces diciendo: "Vergüenza, vergüenza caballeros, que son nadie; a ellos"; y así nuestros compañeros se levantaron y con muy gran furia acometieron a aquella gente, que, aunque era de noche, fueron desbaratados porque no podían sufrir a nuestros compañeros y así huyeron. El Capitán, pensando que habían de revolver, mandó echarles una celada por donde habían de venir, y los demás que no durmiesen, y mandó que los heridos se curasen, y yo los curé, porque el Capitán andaba de una parte a otra dando orden a lo que convenía para salvación de nuestras vidas, que en esto siempre se desvelaba; y a no ser tan sabio en las cosas de la guerra, que parecía que Nuestro Señor le administraba en lo que debía de hacer, muchas veces nos mataran: y desta manera estuvimos toda la noche, y venido el día mandó el Capitán que nos embarcásemos y nos fuésemos y mandó que ciertas piezas que allí se habían tomado, que se ahorcasen, y así fue; y esto porque los indios de adelante nos cobrasen temor y no nos acometiesen. Nosotros embarcamos, y hechos a lo largo del río llegaban al pueblo muchos indios a dar en nosotros, y también por el agua venían muchas canoas; pero ya, como íbamos a lo largo, no tuvieron lugar de poner por obra su mala intención. Este día nos metimos en un monte y holgamos el siguiente, y otro día proseguimos nuestro viaje, y no habíamos andado cuatro leguas, cuando vimos por la mano diestra entrar un muy grande y poderoso río, tanto era mayor que el que nosotros llevábamos, y por ser tan grande le pusimos el Río Grande; y pasamos adelante, y a la mano siniestra vimos estar unas poblaciones muy grandes sobre una loma que llegaba al río y por las ver mandó el Capitán que enderezásemos hacia allá, y fuimos; y visto por los indios que íbamos hacia allá, acordaron, según pareció, de no se mostrar, sino estarse en celada, pensando que saltaríamos en tierra, y para esto tenían limpios los caminos que bajaban el río. El Capitán y algunos compañeros conocieron la ruindad que tenían armada y mandó que nos fuésemos de largo; y los indios, visto que nos pasábamos de largo, levántanse más de cinco indios con sus armas y empiezan a darnos grita y a desafiarnos y a dar con las armas unas en otras, y con esto hacían tan gran ruido que parecía hundirse el río. Pasamos adelante y, obra de media legua, dimos en otro mayor pueblo; pero aquí nos hicimos a largo del río. Es esta tierra templada y de muy buena disposición: no supimos su trato, porque no nos dieron lugar a ello; y aquí se acabó esta generación, y dimos en otra que nos fatigó poco. Pasamos adelante y siempre por poblado, y una mañana a hora de las ocho vimos sobre un alto una hermosa población, que al parecer debía ser cabeza de algún gran señor, y por la ver quisiéramos, aunque con riesgo llegar allá; pero no fue posible porque tenía una isla delante, y cuando quisimos entrar habíamos dejado la entrada arriba: y desta cabsa pasamos a vista de ella mirándola. En este pueblo había siete picotas (que) nosotros vimos que estaban en trechos por el pueblo y en las picotas, clavadas, muchas cabezas de muertos, a cuya cabsa le pusimos a esta provincia por nombre la Provincia de las Picotas, que duraba por el río abajo setenta leguas. Bajaban deste pueblo al río caminos hechos a manos, y de una parte y de otra sembrados árboles de fruta, por donde parecía ser gran señor el desta tierra. Pasamos adelante y otro día dimos en otro pueblo del mismo arte, y como tuviésemos necesidad de comida, fuenos forzado acometerle, y los indios se escondieron porque saltásemos en tierra, y así saltaron nuestros compañeros, y visto los indios que ya estaban en tierra, salen de su celada con muy gran furia. Venía adelante el Capitán o señor de ellos animándolos con muy gran grita. Un ballestero de los nuestros tuvo ojo en este señor y tirole y matole; y visto los indios aquello, acordaron de no esperar sino huir, y otros hacerse fuertes dentro de sus casas, y de ellas se defendían y pelaban como perros dañados. Visto el Capitán que no se querían rendir y que no nos habían hecho daño y heridos algunos de nuestros compañeros, mandó poner fuego a las casas donde estaban los indios, y así salieron de ellas y huyeron y hubo lugar de recoger comida, que en este pueblo, loado Nuestro Señor, no faltó, porque había muchas tortugas de las ya dichas y muchos pavos y papagayos y muy gran abundancia, pues pan y maíz, de esto no se escribe; y salimos de aquí y luego nos fuimos a una isla a descansar y gozar de lo que habíamos tomado. Tomose en este pueblo una india de mucha razón, y dijo que cerca de aquí y la tierra adentro estaban muchos cristianos como nosotros y los tenía un señor que los había traído el río abajo; y nos dijo cómo entre ellos había dos mujeres blancas, y que otros tenían indias y hijos en ellas: éstos son los que se perdieron de Diego de Ordás, a lo que se cree, por las señas que daban, que era a la banda del Norte. Caminamos nuestro río abajo sin tomar pueblo, porque llevábamos de comer, y al cabo de algunos días salimos desta provincia, a la salida de la cual estaba una muy gran población, por donde la india nos dijo dónde habíamos de ir a donde estaban los cristianos; pero como nosotros no éramos parte, acordamos de pasar adelante, que para los sacar de donde estaban su tiempo vendrá. Deste pueblo salieron dos indios de una canoa y llegaron al bergantín donde venía nuestro Capitán, sin armas, y llegaron a reconocer y estuvieron mirando; y por mucho que nuestro Capitán los llamó que entrasen dentro y les daba muchas cosas, nunca quisieron, antes, señalando la tierra adentro, se volvieron. Dormimos esta noche fronteros de este pueblo, dentro en nuestros bergantines, y venido el día y comenzando a caminar, sale del pueblo mucha gente y embárcanse y vienen a nos acometer al medio río, por donde nosotros íbamos. Estos indios tienen ya flechas, y con ellas pelean. Tomamos nuestro camino sin los esperar; fuimos caminando tomando comida donde veíamos que no la podían defender y al cabo de cuatro o cinco días fuimos a tomar un pueblo donde los indios no se defendieron. Aquí se halló mucho maíz (y asimismo se halló mucha avena), de lo que los indios hacen pan, y muy buen vino a manera de cerveza, y ésta hay en mucha abundancia. Hallose en este pueblo una bodega deste vino, que no se holgaron poco nuestros compañeros, y hallose muy buena ropa de algodón. Hallose también en este pueblo un adoratorio, dentro del cual había muchas divisas de armas para la guerra colgadas, y sobre todas, en lo alto, estaban dos mitras muy bien a lo naturalmente fechas, como las de los obispos: eran tejidas y no sabemos de qué, porque ello no era algodón ni lana y tenían muchos colores. Pasamos adelante deste pueblo y fuimos a dormir a la otra banda del río, como era nuestra costumbre, al monte, y allí vinieron muchos indios a darnos guerra por el agua; pero a mal de su grado dieron vuelta. Martes a veinte y dos de junio vimos mucha población de la banda siniestra del río, porque estaban blanqueando las casas, que íbamos por medio del río: quisimos ir allá, pero no pudimos por cabsa de la mucha corriente y olas más trabajosas y más en la mar andaban. Miércoles siguiente tomamos un pueblo que estaba en medio de un arroyo pequeño en un muy gran llano de más de cuatro leguas. Tenía este pueblo su asiento todo en una calle, y una plaza en medio, las casas de una parte y otra, y hallamos mucha comida; y este pueblo, por estar de la manera ya dicha, le llamamos el pueblo de la Calle. Jueves siguiente pasamos por otros pueblos medianos y no curamos de parar allí. Todos estos pueblos son estancias de pescadores de la tierra adentro. Desta manera íbamos caminando buscando un apacible asiento para festejar y regocijar la fiesta del bienaventurado San Juan Bautista, precursor de Cristo, y quiso Dios que en doblando una punta que el río hacía, vimos en la costa adelante muchos y muy grandes pueblos que estaban blanqueando. Aquí dimos de golpe en la buena tierra y señorío de las amazonas. Estos pueblos ya dichos estaban avisados y sabían de nuestra ida, de cuya cabsa nos salieron a recibir al camino por el agua, no con buena intención, y como llegaron cerca del Capitán, quisiera traerlos de paz y así los comenzó a hablar y llamar; pero ellos se rieron y hacían burla de nosotros e se nos acercaban y decían que anduviésemos y que allí abajo nos aguardaban, y que allí nos habían de tomar a todos y llevar a las amazonas. El Capitán, enojado de la soberbia de los indios, mandó que les tirasen con las ballestas y arcabuces, porque pensasen y supiesen que teníamos con qué les ofender; y así se les hizo daño y dan la vuelta hacia el pueblo a dar la nueva de lo que habían visto: nosotros no dejamos de caminar y acercar a los pueblos, y antes que allegásemos con más de media legua había por la lengua del agua a trechos muchos escuadrones de indios, y como nosotros íbamos andando, ellos se iban juntando y acercando a sus poblaciones. Estaba en medio deste pueblo muy gran copia de gente, hecho un buen escuadrón, y el Capitán mandó que fuesen los bergantines a cabordar donde estaba aquella gente para buscar comida, y así fue que, en comenzándonos a llegar a tierra, los indios comienzan a defender su pueblo y nos flechar, y como la gente era mucha, parecía que llovían flechas; pero nuestros arcabuceros y ballesteros no estaban ociosos, porque no hacían sino tirar, y aunque mataban muchos, no los sentían, porque con todo el daño que se les hacía andaban unos peleando y otros bailando: y aquí estuvimos en muy poco de nos perder todos, porque como había tantas flechas, nuestros compañeros tenían harto que hacer en se amparar de ellas sin poder remar, de cabsa de lo cual nos hicieron (tanto) daño, que antes que saltásemos en tierra nos hirieron a cinco, de los cuales, yo fui el uno que me dieron con una flecha por una ijada que me llegó a lo hueco, y si no fuera por los hábitos allí me quedara. Visto el peligro en que estábamos, comienza el Capitán a animar y a dar priesa a los de los remos que cabordasen, y así, aunque con trabajo, llegamos a cabordar, y nuestros compañeros se echaron al agua, que les daba a los pechos aquí fue una muy gran y peligrosa batalla, porque los indios andaban mezclados con nuestros españoles, que se defendían tan animosamente que era cosa maravillosa de ver. Andúvose en esta pelea más de una hora, que los indios no perdían ánimo, antes parecía que se les doblaba, aunque vían muchos de los suyos muertos, y pasaban por encima de ellos y no hacían sino retraerse y tornar a revolver. Quiero que sepan cuál fue la cabsa por qué estos indios se defendían de tal manera. Han de saber que ellos son subjetos y tributarios a las amazonas, y sabida nuestra venida, vánles a pedir socorro y vinieron hasta diez o doce, que éstas vimos nosotros, que andaban peleando delante de todos los indios como capitanas, y peleaban ellas tan animosamente que los indios no osaron volver las espaldas, y al que las volvía delante de nosotros le mataban a palos, y ésta es la cabsa por donde los indios se defendían tanto. Estas mujeres son muy blancas y altas, y tienen muy largo el cabello y entrenzado y revuelto a la cabeza; y son muy membrudas y andan desnudas en cueros, tapadas sus vergüenzas con sus arcos y flechas en las manos, haciendo tanta guerra como diez indios; y en verdad que hubo mujer de éstas que metió un palmo de flecha por uno de los bergantines, y otras que menos, que parecían nuestros bergantines puerco espín. Tornando a nuestro propósito y pelea, fue Nuestro Señor servido de dar fuerza y ánimo a nuestros compañeros, que mataron siete u ocho, que estas vimos de las amazonas, a cabsa de lo cual los indios desmayaron y fueron vencidos y desbaratados con harto daño de sus personas; y porque venían de otros pueblos mucha gente de socorro y se habían de revolver, porque ya se tornaban (a) apellidar, mandó el Capitán que a muy gran priesa se embarcase la gente, porque no quería poner arrisco la vida de todos, y así se embarcaron no sin zozobra porque ya los indios empezaban a pelear, y más que por el agua venía mucha flota de canoas, y así nos hicimos a largo del río y dejamos la tierra# Tenemos andadas de donde salimos y dejamos a Gonzalo Pizarro mil y cuatrocientas leguas, antes de más que de menos, y no sabemos lo que falta aquí a la mar. En este pueblo ya dicho se tomó un indio trompeta que andaba entre la gente, que era de edad de fasta treinta años, el cual, en tomándole, comenzó a decir al Capitán muchas cosas de la tierra adentro y le llevó consigo. Hechos como dicho tengo, a largo del río, nos dejamos ir al garete sin remar, porque nuestros compañeros estaban tan cansados que no tenían fuerzas para tener los remos; y yendo por el río, que habíamos andado fasta un tiro de ballesta, descubrimos un pueblo no pequeño en el cual no parecía gente, de cuya cabsa todos los compañeros pidieron al Capitán que fuese allá que tomaríamos alguna comida, pues en el pasado pueblo no nos la habían dejado tomar. El Capitán les dijo que no quería, que aunque a ellos les parecía que no había gente, de allí nos habíamos más de guardar que más que donde claramente la víamos y así nos tornamos a juntar, y yo juntamente con todos los compañeros se lo pedimos de merced, y aunque éramos pasados del pueblo, el Capitán, concediendo su voluntad, mandó volver los bergantines al pueblo, y como íbamos costeando la tierra, los indios en celada escondidos entre sus arboledas repartidos por sus escuadrones y estando por nos tomar en celada, y así, yendo junto a tierra, tuvieron lugar de nos acometer, y así comenzaron a flechar tan bravamente que los unos a los otros no nos víamos; mas como nuestros españoles iban apercibidos desde Machiparo de buenos paveses, como ya hemos dicho, no nos hicieron tanto daño cuanto nos hicieran si no viniéramos apercibidos de la tal defensa; y de todos en este pueblo no firieron sino a mí, que me dieron un flechazo por un ojo que pasó la flecha a la otra parte, de la cual herida he perdido el ojo, y no estoy sin fatiga y falta de dolor, puesto que Nuestro Señor, sin yo merecerlo me ha querido otorgar la vida para que me enmiende y le sirva mejor que fasta aquí; y en este medio tiempo habían ya saltado en tierra los españoles que venían en el barco pequeño; y como los indios eran tantos, teníanlos cercados, que si no fuera porque el Capitán los socorrió con el bergantín grande, se perdían y se los llevaban los indios; y así lo hicieran todavía antes que llegase el Capitán, si no se dieran tan buena maña en pelear con tanto ánimo; pero ya estaban cansados y puestos en muy gran aprieto. El Capitán los recogió, y como me vido herido mandó embarcar la gente; y así se embarcaron, porque la gente era mucha y estaba muy encarnizada, que la podían sufrir nuestros compañeros, y el Capitán temía perder alguno de ellos y no los quería poner en tal aventura porque bien sabía y traslucía la necesidad que había de tener de ayuda, según la tierra era poblada, y convenía conservar la vida de todos, porque no distaban un pueblo de otro distancia de media legua, y menos en toda aquella banda del río de la mano diestra, que es de la banda del sur; y más digo que la tierra adentro, a dos leguas, y más, y a menos, parecían muy grandes ciudades que estaban blanqueando, y demás de esto la tierra es tan buena, tan fértil y tan al natural como la de nuestra España, porque nosotros entramos en ella por San Juan y ya comenzaban los indios a quemar los campos. Es tierra templada, a donde se cogerá mucho trigo y se darán todos frutales: demás desto es aparejada para criar todo ganado, porque en ella hay muchas yerbas como en nuestra España, como es orégano y cardos de unos pintados y a rayas y otras muchas yerbas muy buenas; los montes desta tierra son encinales y alcornocales que llevan bellotas, porque nosotros las vimos, y robledales; la tierra es alta y hace lomas, todas de sabanas; la yerba no es más alta de fasta la rodilla, y hay mucha caza de todos géneros. Volviendo a nuestro camino, el Capitán mandó que nos saliésemos a medio río por huir de lo poblado, que era tanto que ponía grima. Llamamos a esta provincia la provincia de San Juan, porque en su día habíamos entrado en ella, y yo había predicado por la mañana viniendo por el río, por alabanza de tan glorioso precursor de Cristo, y tengo por averiguado que por su intercesión me otorgó Dios la vida. Salimos a medio río; los indios por el agua fueron en nuestro seguimiento, porque el Capitán mandó atravesar hacia una isla que estaba despoblada, y fasta ser noche no nos dejaron los indios; y así nosotros llegamos a la isla a más de diez horas de la noche, a donde el Capitán mandó que no saltásemos en tierra, porque podría ser los indios dar sobre nosotros; y así, pasamos la noche en nuestros bergantines, y venida la mañana, el Capitán mandó que caminásemos con mucha orden fasta salir de esta provincia de Sant Juan, que tiene más de ciento cincuenta leguas de costa, pobladas de la manera dicha. Y otro día, veinte y cinco de junio, pasamos por entre unas islas que pensamos que estuvieran despobladas; pero después que nos hallamos en medio de ellas, fueron tantas las poblaciones que en las dichas islas parecían y vimos, que nos pesó; y como nos vieran, salieron a nosotros al río sobre doscientas piraguas, que cada una trae veinte y treinta indios, y de ellas cuarenta, y destas hubo muchas: venían muy lucidas con diversas divisas y traían muchas trompetas y atambores, y órganos que tañen en la boca, y arrabeles que tienen a tres cuerdas; y venían con tanto estruendo y grita y con tanta orden, que estábamos espantados. Cercáronnos entre ambos bergantines y acometiéronnos como hombres que nos pensaban llevar; más salioles al revés, que nuestros arcabuceros y ballesteros les pusieron tales, como eran muchos, que se holgaron de tenerse afuera; pues en tierra era cosa maravillosa de ver los escuadrones que estaban en los pueblos, tañendo y bailando todos con unas palmas en las manos, mostrando muy gran alegría en ver que nos pasábamos de sus pueblos. Estas islas son altas, aunque no mucho, y de tierra rasa, muy fértiles al parecer, y tan alegres de vista, que aunque nosotros íbamos trabajados, no dejábamos de nos alegrar. Esta isla, que es la mayor, la fuimos costeando: terná en largo seis leguas, que está en el medio río; el ancho no lo sabremos decir: y siempre los indios nos fueron siguiendo hasta nos echar desta provincia de Sant Juan, que, como digo, tiene ciento cincuenta leguas, todas las cuales pasamos con mucho trabajo de hambre, dejando aparte la guerra, porque, como era muy poblada, no hubo lugar de saltar en tierra. Toda esta isla fueron siempre las dichas piraguas y canoas en nuestro seguimiento acometiéndonos cuando se les antojaba; pero como gustaban la fruta de nuestros tiros, íbannos acompañando a trechos. Al cabo desta isla estaba mucho más poblado, de donde salieron de refresco muchas más piraguas a nos acometer: aquí el Capitán, viéndose en tan gran aprieto y deseando la paz con esta gente, por ver si pudiéramos tomar algún rato de descanso, acordó de hablar y requerir a los indios con la paz, y para traerlos a ella mandó echar en una calabaza cierto rescate y arrojarlo al agua, y los indios lo tomaron, pero tuviéronlo en tan poco, que hacían burla de ello; pero por eso no nos dejaron de seguir hasta nos echar de sus pueblos, que, como dicho habemos, eran muchos. Esta noche llegamos a dormir, ya fuera de todo lo poblado, a un robledal que estaba en un llano junto al río, donde no nos faltaron temerosas sospechas, porque vinieron indios a nos espiar, y la tierra adentro había mucho poblado y caminos que entraban a ella, de cuya cabsa el Capitán y todos estábamos en vela aguardando lo que nos podía venir. En este asiento el Capitán tomó al indio que se había tomado arriba, porque ya le entendía por un vocabulario que había fecho y le preguntó que de dónde era natural: el indio dijo que de aquel pueblo donde le habían tomado; el Capitán le dijo que cómo se llamaba el señor desa tierra, y el indio le respondió que se llamaba Couynco, y que era muy gran señor y que señoreaba hasta donde estábamos, que como dicho tengo, había ciento cincuenta leguas. El Capitán le preguntó qué mujeres eran aquellas (que) habían venido a les ayudar y darnos guerra: el indio dijo que eran unas mujeres que residían la tierra adentro siete jornadas de la costa, y por ser este señor Couynco sujeto a ellas, habían venido a guardar la costa. El Capitán le preguntó si estas mujeres eran casadas: el indio dijo que no. El Capitán le preguntó que de qué manera viven: el indio respondió que, como dicho tiene, estaban la tierra adentro, y que él había estado muchas veces allá y había visto su trato y vivienda, que como su vasallo iba a llevar el tributo cuando el señor lo enviaba. El Capitán preguntó si estas mujeres eran muchas: el indio dijo que sí, y que él sabía por nombre setenta pueblos, y contolos delante de los que allí estábamos, y que en algunos había estado. El Capitán le dijo que si estos pueblos eran de paja: el indio dijo que no, sino de piedra y con sus puertas, y que de un pueblo a otro iban caminos cercados de una parte y de otra y a trechos por ellos puestos guardas porque no pueda entrar nadie sin que pague derechos. El Capitán le preguntó si estas mujeres parían: el indio dijo que sí. El Capitán le dijo que cómo no siendo casadas, ni residía hombre entre ellas, se empreñaban: él dijo que estas indias participan con indios en tiempos y cuando les viene aquella gana juntan mucha copia de gente de guerra y van a dar guerra a un muy gran señor que reside y tiene su tierra junto a la destas mujeres y por fuerza los traen a sus tierras y tienen consigo aquel tiempo que se les antoja, y después que se hayan preñadas les tornan a enviar a su tierra sin les hacer otro mal; y después, cuando viene el tiempo que han de parir, que si paren hijo le matan y le envían a sus padres, y si hija, la crían con muy gran solemnidad y la imponen en las cosas de la guerra. Dijo más, que entre todas estas mujeres hay una señora que subjeta y tiene todas las demás debajo de su mano y jurisdicción, la cual señora se llama Coñori. Dijo que hay muy grandísima riqueza de oro y plata y que todas las señoras principales y de manera no es otro su servicio sino oro y plata, y las demás mujeres plebeyas se sirven en vasijas de palo, excepto lo que llega al fuego, que es barro. Dijo que en la cabecera y principal ciudad en donde reside la señora hay cinco casas muy grandes que son adoratorios y casas dedicadas al Sol, las cuales ellas llaman caranaín y en estas casas por de dentro están del suelo hasta medio estado en alto planchadas de gruesos techos aforrados de pinturas de diversos colores, y que en estas casas tienen muchos ídolos de oro y de plata en figura de mujeres, y mucha cantería de oro y de plata para el servicio del Sol; y andan vestidas de ropa de lana muy fina, porque en esta tierra hay muchas ovejas de las del Perú: su traje es unas mantas ceñidas desde los pechos hasta abajo, encima echadas y otras como manto abrochadas por delante con muchos cordones; traen el caballo tendido en su tierra y puestas en la cabeza unas coronas de oro tan anchas como dos dedos y aquellos sus colores. Dijo más: que en esta tierra, según entendimos, hay camellos que los cargan, y dice que hay otros animales, los cuales no supimos entender, que son del tamaño de un caballo y que tienen el pelo de un geme y la pata hendida y que los tienen atados, y que destos hay pocos. Dice que hay en esta tierra dos lagunas de agua salada, de que ellas hacen sal. Dice que tienen una orden que, en poniéndose el sol, no ha de quedar indio macho en todas estas ciudades que no salga afuera y se valla a sus tierras: más dice, que muchas provincias de indios a ellas comarcanas los tienen ellas subjetos y los hacen tributar y que les sirvan, y otras hay con quien tienen guerra, y especial con la que ya dijimos, y los traen para tener que hacer con ellos: éstos dicen que son muy grandes de cuerpo y blancos y mucha gente, y que todo lo que aquí ha dicho ha visto por muchas veces, como hombre que iba y venía cada día; y todo lo que este indio dijo y más nos habían dicho a nosotros a seis leguas de Quito, porque de estas mujeres había allí muy gran noticia, y por las ver vienen muchos indios el río abajo mil y cuatrocientas leguas; y así nos decían arriba los indios que el que hubiese de bajar a la tierra de estas mujeres había de ir muchacho y volver viejo. La tierra dice que es fría y que hay muy poca leña, y muy abundosa de todas comidas; también dice otras muchas cosas, y que cada día va descubriendo más porque es un indio de mucha razón y muy entendido y así lo son todos los demás (de aquella) tierra, según lo habemos dicho. Otro día de mañana salimos deste asiento del robledal no poco alegres, pensando que ya dejábamos atrás todo lo poblado y que teníamos lugar para descansar de los trabajos pasados y presentes: y así comenzamos nuestro acostumbrado camino; pero no habíamos andado mucho, cuando a la mano siniestra vimos muy grandes provincias y poblaciones, y éstas estaban en la más alegre y vistosa tierra que en todo el río vimos y descubrimos, porque era tierra alta de lomas y valles muy poblados, de las cuales dichas provincias salió a nosotros a medio río muy gran copia de piraguas a nos ofender y dar guerra. Estas gentes son tan grandes y mayores que muy grandes hombres y andan trasquilados, y salieron todos tiznados de negro, a cuya cabsa la llamamos la Provincia de los Negros. Salieron muy lucidos y acometiéronnos muchas veces pero no nos hicieron daño, y ellos no fueron sin él. No tomamos ninguno de los dichos pueblos por no darnos lugar el Capitán por la demasiada gente que había. El Capitán preguntó al indio ya dicho cuya era aquella tierra y que quién la sujetaba, y dijo que aquella tierra y poblaciones que se parecían con otras muchas que no víamos, eran de un señor muy grande que había nombre Arripuna, el cual señoreaba mucha tierra; que el río arriba y de traviesa tenía ochenta jornadas que había fasta una laguna que estaba a la parte del norte, la cual está muy poblada, y que la señorea otro señor que se llama Tinamostón; pero dice que éste es muy gran guerrero y que comen carne humana, la cual no comen en toda la demás tierra que hasta aquí hemos andado. Este sobredicho señor no es de la laguna, sino es de otra. Es el que tiene en sí y en su tierra los cristianos de que arriba tuvimos noticia, porque este dicho indio los había visto; y dice que posee y tiene muy gran riqueza de plata y con ella se sirven en toda la tierra, pero que oro no lo alcanzan; y en verdad que la misma tierra da crédito a todo lo que se dice, según la vista y parecer tiene. Fuimos caminando por el río, y al cabo de dos días dimos en un pueblo pequeño donde los indios se nos defendieron, pero desbaratámosles y tomámosles la comida y pasamos adelante, y otro que estaba junto a él mayor: aquí se defendieron y pelearon los indios por espacio de media hora, también y con tanto ánimo, que antes que tuviésemos lugar de saltar en tierra, mataron dentro en el bergantín grande un compañero que se llamaba Antonio de Carranza, natural de Burgos. En este pueblo alcanzaban los indios alguna yerba ponzoñosa, porque en la herida del dicho se conoció, porque al cabo de veinte y cuatro horas dio el ánima a Dios. Tornando a nuestro propósito, diré que se tomó el pueblo y recogimos todo el maíz que cupo en los bergantines, porque, como vimos la yerba, propusímonos de no saltar en tierra ni en poblado si no fuese con demasiada necesidad, y así fuimos con más aviso de que hasta allí habíamos traído. Caminamos con mucha priesa, desviándonos de poblado, y un día en la tarde fuimos a dormir en un robledal que estaba a la boca de un río que entraba por la diestra mano en el de nuestra navegación, que tenía una legua de ancho. El Capitán mandó atravesar para dormir a donde dicho tengo, porque parecía junto a la costa de dicho río no haber poblado y podíamos dormir sin haber zozobra, aunque la tierra de dentro parecía muy poblada: desto no nos temíamos, y paramos en el dicho robledal, y aquí mandó el Capitán poner a los bergantines unas barandas a manera de fosados para defensa de las flechas, y no nos valieron poco. No había poco que estábamos en este dicho asiento, cuando viene mucha cantidad de canoas y piraguas a se nos poner a vista, sin nos hacer otro mal, y desta manera no hacían sino ir y venir. Estuvimos en este asiento día y medio, y pensábamos de estar más. Aquí se avisó de una cosa no de poco espanto y adivinación a los que la vimos, y fue que a hora de vísperas se puso sobre un árbol, debajo del cual estábamos aposentados, un pájaro del cual nunca oímos más del canto, que a muy gran priesa hacía, y distintamente decía huí, y esto dijo tres veces dándose muy gran priesa. También sé decir que este mismo pájaro o otro oímos en nuestra compañía desde el primer pueblo donde hicimos los clavos, y era tan cierto, que notando que estábamos cerca de poblado, al cuarto del alba nos lo decía de esta manera: huí, y esto muchas veces: quiere decir que era tan cierta esta ave en su canto que lo teníamos ya por tan cierto como que lo viéramos; y así era que cuando se oían nuestros compañeros se alegraban, y en especial si había falta de comida, y se aparejaban a ir todos a punto de guerra. Aquí nos dejó esta ave, que nunca la oímos más.
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