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Capítulo XXXVI Cómo Huayna Capac prendió a Pinto, cacique cayambi, y envió un capitán contra los chiriguanas Mucho sintió Huayna Capac que se le hubiese ido de las manos Pinto, el cacique de los cayambis, porque tenía fama de muy valeroso y de grandísimo ánimo y braveza, y pareciéndole que no estaba concebida la guerra hasta que lo hubiese a las manos, envió detrás dél una capitanía de gente esforzada, para que de todas las maneras lo prendiesen a él y a los suyos. Esta gente le fue dando alcance hasta que, viéndose perseguido, se metió en una montaña espesa, desde donde dio mucho trabajo a la gente del Ynga, porque no teniendo lugar señalado se andaba de una parte a otra haciendo grandes daños en los pueblos conquistados, matando y robando a los que en ellos estaban y destruyéndoles las sementeras. Hasta que Huayna Capac quiso en persona con parte de su ejército a seguirle, y llegando donde estaba mandó atajar todos los pasos por donde se podía huir al monte, de suerte que no pudo escaparse ni salir, y faltándole el mantenimiento forzado del hambre, se hubo de entregar con los suyos en poder de Huayna Capac. Este Pinto fue muy valiente y de gran coraje y ánimo, tanto que después de preso, estando en poder del Ynga, por regalos y caricias que le hacía, jamás le vieron el rostro alegre y contento, y así de rabia y tristeza vino a morir, y muerto mandó Huayna Capac que le desollasen y del cuero hiciesen un atambor para hacer en el Cuzco el taqui del sol, y así lo envió al Cuzco. Concluido todo lo dicho, mandó Huayna Capac escoger de todos los prisioneros los más principales y los más bien agestados, y señalados entre los demás por su orden de todas edades, así hombres como mujeres, para enviarlos al Cuzco y que los guardasen para meterlos en el triunfo con que pensaba entrar según su usanza antigua. Visto este mandato por la gente popular vencida y que iban entresacando la más granada y lustrosa della, entendieron que esto se hacía para matarlos, y que porque no se rebelasen escogían los más principales, y como pudieron se rehicieron de algunas armas y sacaron otras que tenían escondidas y tornaron a querer dar muestras de nueva guerra y defender sus personas. Visto esto por Huayna Capac con grandísima ira y enojo, los mandó rodear de su ejército y hacerlos pedazos y entre ellos a muchos de los que tenían escogidos para el triunfo, y así perdieron la vida los que no murieran si supieran conocer la intención de Huayna Capac, que era reservarlos y ponerlos por mitimas en otras tierras, conforme su costumbre guardaba antiguamente para que no se rebelasen. Y con esto se concluyó la conquista de los cayambis, que tanto tiempo duró y dio tanto en que entender al Ynga, y le costó tantas muertes de los suyos y de hermanos y parientes y otros principales capitanes. Acabada la guerra se volvió Huayna Capac a Tomebamba acompañado de su ejército, dejando primero guarnición de muy buenos soldados en la fortaleza, así para la seguridad de la tierra como para que los enemigos que andaban por otras provincias huidos no volviesen a rebelarse de nuevo y alborotasen la tierra, que quedaba quieta y pacífica. Llegando Huayna Capac a Tomebamba vinieron nuevas del Cuzco, cómo los chiriguanas habían salido en mucho número de sus tierras y entrando en las del Ynga, haciendo daños y destrozos increíbles, matando la gente que estaba de guarnición en la fortaleza de Vsco Turo y otra gran multitud de la gente de la tierra, y con esta destrucción no habían parado hasta Chuquisaca, que es la tierra adentro. Desto recibió grandísimo enojo Huaina Capac, y propuso vengarse dello, y mandó luego se aparejase un capitán famoso y que tenía noticia de aquella tierra y gente, llamado Yasca, para que en el Cuzco hiciese gente y soldados nuevos y. con el mayor ejército que le fuese posible partiese a aquellas fronteras, donde pusiese todo el recaudo necesario en las poblaciones que se habían desamparado por miedo de los enemigos y por muerte de los soldados que él había dejado y los naturales dellas, y reprimiese las insolencias de los chiriguanas, de suerte que otra vez no se atreviesen a salir de sus términos. Yasca, el capitán dicho, partid luego con gran presteza para el Cuzco, y por mandado de Huayna Capac llevó consigo las huacas Catiquilla, Huaca de Caja Marca, con la gente que estaba en la guerra de aquella provincia y de la de Huamachuco y la huaca Cuychaculla de los chachapoyas, con la gente dellos, y la huaca Tumayrica, y Chinchay Cocha con la gente Tartima y Atabillos, y así vinieron juntos caminando hasta el Cuzco, donde los gobernadores del Apochila, Quita y Auquitopa Ynga, los recibieron muy bien, y luego mandaron apercibir todo lo necesario para la jornada, así de soldados del Cuzco como de otras partes, y de comidas y ojotas y armas. Saliendo Yasca del Cuzco entró en el Collao, donde hizo apercibir gran número de gente de aquella provincia, que llevó consigo, y llegado a los chiriguanas empezó la guerra, y aunque fue trabajosa y difícil, se supo dar tal maña que los venció en algunos rencuentros y los hostigó de manera que se hubieron de retirar a sus tierras y montañas dellos, donde viven de ordinario y dejaron las poblaciones que tenían ocupadas del Ynga. En esta guerra prendió el capitán Yasca algunos chiriguanas, a los cuales después envió a Quito a que los viese Huayna Capac, que nunca los había visto. Y habiendo reparado las tierras destruidas y pobladas y fortificado los puestos necesarios para prevenir lo que podía suceder en su ausencia, y dejando guarniciones en los fuertes, como antes solía hacer, se volvió con el resto del ejército al Cuzco, con grande alegría de haber concluido aquella jornada dichosamente, de que se habían recelado mucho. Por ser la gente tan valiente y animosa y robusta como es notorio en este Reino, y llegado al Cuzco, conforme la orden que tenía de Huayna Capac, dio licencia a toda la gente de las provincias que habían venido con él a la jornada, para que se volviesen a sus tierras naturales, y ellos lo hicieron con mucha voluntad porque estaban cansados de los largos caminos y peligrosas guerras en que habían andado, y se llevaron sus huacas que habían traído como está dicho.
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Cómo en el golfo de Samaná, de la isla Española, se originó la primera contienda entre los indios y los cristianos Domingo, a 13 de Enero, estando sobre el Cabo Enamorado, en el golfo de Samaná, de la isla Española, el Almirante mandó la barca a tierra, donde los nuestros hallaron en la playa algunos hombres de fiero aspecto, que, con arcos y con saetas, mostraban estar aparejados para guerra, y tener el ánimo alterado y lleno de asombro. Sin embargo, trabada con ellos conversación, les compraron dos arcos y algunas saetas; con gran dificultad se logró que uno de ellos fuese a la carabela, para hablar con el Almirante; de hecho, su habla estaba conforme con su fiereza, la cual parecía mayor que de toda la otra gente que hasta entonces habían visto, porque tenían la cara embadurnada de carbón; como quiera que todos aquellos pueblos tienen la costumbre de pintarse, unos de negro, otros de rojo, otros de blanco, unos de un modo, y otros de otro; llevaban los cabellos muy largos y recogidos atrás en un redecilla de plumas de papagayos. Uno de ellos, estando delante del Almirante, desnudo según lo había parido su madre, como van todos los que aquellas tierras hasta ahora descubiertas, dijo, con hablar altivo, que así iban todos en aquella región. Creyendo el Almirante que sería de los caribes, y que a éstos los separaba de la Española el golfo, le preguntó dónde habitaban tales indios, y él mostró con un dedo que más al Oriente, en otras islas, en las que había pedazos de guanin tan grandes como la mitad de la popa de la carabela, y que la isla de Matinino estaba toda poblada de mujeres, con las cuales, en cierto tiempo del año, iban a echarse los caribes; y si luego parían varones, se los daban a sus padres para que los criasen. Habiendo éste respondido por señas y por lo poco que podían entenderle los indios de San Salvador a cuanto le preguntaban, el Almirante mandó darle de comer y algunas bagatelas, como cuentas de vidrio y paño verde y rojo. Luego lo envió a tierra, para que llevase muestra del oro que, según él, tenían los otros indios. Cerca, ya la barca, de tierra, encontró en la playa, escondidos entre los árboles, cincuenta y cinco indios, todos desnudos, con largos cabellos, como acostumbran las mujeres en Castilla, y detrás de la cabeza penachos de papagayos y de otras aves; todos armados de arco y saetas. A éstos, cuando los nuestros salieron a tierra, hizo aquel indio dejar los arcos, las flechas, y un recio palo que llevaban en lugar de espada, porque, como hemos dicho, no tienen género alguno de hierro. Cuando estuvieron cerca de la barca, los cristianos salieron a tierra, y habiendo comenzado a comprar arcos, flechas y otras armas, por encargo del Almirante, aquéllos, después de vender dos arcos, no sólo no quisieron vender más, sino que con desprecio y con muestras de querer aprisionar a los cristianos, fueron muy prestos a coger sus arcos y saetas, donde las habían dejado, y también cuerdas para atar a los nuestros las manos. Pero éstos, estando sobreaviso y viéndoles venir tan airados, aunque no eran más que siete, animosamente les resistieron, e hirieron a uno con una espada en las nalgas y a otro en el pecho con una saeta; por lo cual, los indios, asustados del valor de los nuestros y de las heridas que hacían nuestras armas, echaron a correr, dejando la mayor parte de sus arcos y las flechas. Y ciertamente habrían quedado muchos muertos, si no lo hubiese prohibido el piloto de la carabela, a quien mandó el Almirante al cargo de la barca, y por cabeza de los que estaban en ella. Esta escaramuza no desagradó al Almirante, quien se convenció de que esta gente era de los mismos caribes, de quienes todos los otros indios tienen tanto miedo; o que al menos confinaban con ellos. Es gente arriscada y animosa, según lo demostraban su aspecto, su ánimo, y lo que habían hecho. Esperaba el Almirante que oyendo los isleños lo que siete cristianos habían hecho contra cincuenta y cinco indios de aquel país, tan feroces, serían más estimados y respetados los nuestros que dejaba en la Villa de la Navidad, y que nadie tendría atrevimiento de hacerles daño. Aquellos indios, después, por la tarde, hicieron hogueras en tierra, para mostrar más valor, por lo que la barca tornó a ver qué querían; pero de ningún modo se pudo lograr que se fiasen, y por ello se volvió. Eran los mencionados arcos de tejo, casi tan grandes como los de Francia e Inglaterra; las flechas son de tallos que producen las cañas en la punta donde echan la semilla, los cuales son macizos y muy derechos, por largura de un brazo y medio; y arman la extremidad con un palillo de una cuarta y media de largo, agudo y tostado al fuego, en cuya punta hincan un diente o una espina de pez, con veneno. Por cuyo motivo, el Almirante llamó a dicho golfo, que los indios nombraban de Samaná, Golfo de las Flechas; dentro del cual se veía mucho algodón fino, y ají, que es la pimienta usada por ellos, que abrasa mucho la boca, y es en parte alargado y en parte redondo; cerca de tierra, a poco fondo, brotaba mucha de aquella hierba que hallaron los nuestros, en hiladas, por el mar Océano, de lo que conjeturaron que nacía toda cerca de tierra, y que después de madura se separaba y era llevada por las corrientes del mar a mucha distancia.
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Cómo queriendo salir este Inca a hacer guerra por la provincia del Collao se levantó cierto alboroto en el Cuzco y de cómo los Chancas vencieron a los Quíchuas y les ganaron su señorío. Estando Inca Yupanqui en el Cuzco procurando de lo ennoblecer determinó de ir a Collasuyo, que son las provincias que caen a la parte del Austro de la ciudad, porque tuvo aviso que los descendientes de Zapana, que señoreaban la parte de Atuncollao, eran ya muy poderosos y estaban tan soberbios que hacían junta de gente para venir sobre el Cuzco; y así mandó apercibir sus gentes. Y como el Cuzco mucho tiempo no sufre paz, cuentan los indios que, como hobiese allegado mucha gente Inca Yupanqui para la jornada que quería hacer, estando ya para se partir, como hobiesen venido algunos capitanes de Condesuyo con gente de guerra, trataron entre sí de matar al Inca, porque si de aquella jornada salía con victoria quedaría tan estimado que a todos querría tener por vasallos y criados. Y así, dicen que estando el Inca en sus fiestas algo alegre con el mucho vino que bebían, allegó uno de los de la liga y que habían tomado el partido ya dicho y alzando el brazo descargó un golpe de bastón en la cabeza real: y que el Inca, turbado y con ánimo, se levantó diciendo: "¿Qué hiciste, traidor?" Y ya los de Condesuyo habían hecho muchas muertes; y el mismo Inca se pensó guarecer con irse al templo; mas fue en vano pensarlo, porque alcanzado de sus enemigos le mataron, haciendo lo mesmo a muchas de sus mugeres. Andaba gran ruido en la ciudad, tanto que no se entendían los unos a los otros: los sacerdotes se habían recogido al templo y las mujeres de la ciudad, aullando, tiraban de sus cabellos, espantadas de ver al Inca muerto de sangre, como si fuera algún hombre vil. E muchos de los vecinos quisieron desamparar la ciudad y los matadores la querían poner a saco, cuando, cuentan que, haciendo gran ruido de truenos y relámpagos, cayó tanta agua del cielo que los de Condesuyo temieron y sin proseguir adelante se volvieron, conteniéndose con el daño que habían hecho. Y dicen los indios que en este tiempo eran señores de la provincia que llamaban Andaguailas los Quichuas y que de junto a un lago que había por nombre Choclococha salieron cantidad de gente con dos capitanes llamados Guataca y Uasco, los cuales vinieron conquistando por donde venían, hasta que llegaron a la provincia dicha; y como los moradores della supieron su venida, se pusieron a punto de guerra animándose los unos a los otros, diciendo que sería justo dar la muerte a los que habían venido contra ellos; y así, saliendo por una puerta que va a salir hacia los Aymaraes los Chancas con sus capitanes venían acercándose a ellos de manera que se juntaron y tuvieron algunas pláticas los unos con los otros y, sin quedar avenidos, se dio la batalla entre ellos; que cierto según la fama pregona, fue reñida y la victoria estuvo dudosa; mas al fin, los Quichuas fueron vencidos y tratados cruelmente, matando a todos los que podían a las manos haber, sin perdonar a los niños tiernos, ni a los inútiles viejos, tomando a sus mujeres por mancebas. Y, hechos otros daños, se hicieron señores de aquella provincia y la poseyeron como hoy día la mandaban sus descendientes. Y esto helo contado porque adelante se ha de hacer mucha mención de estos Chancas. Y volviendo a la materia, como los de Condesuyo se fueron del Cuzco fue limpiada la ciudad de los muertos y hechos grandes sacrificios: y se dice por muy cierto que a Inca Yupanqui no se le hizo en su entierro la honra que a los pasados ni le pusieron bulto como a ellos y no dejó hijo ninguno.
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De lo que acontesció cuando me quise venir Después que descansamos en Méjico dos meses, yo me quise venir en estos reinos, y yendo a embarcar en el mes de octubre, vino una tormenta que dio con el navío al través, y se perdió; y visto esto, acordé de dejar pasar el invierno, porque en aquellas partes es muy recio tiempo para navegar en él; y después de pasado el invierno, por cuaresma, nos partimos de Méjico Andrés Dorantes y yo para la Veracruz, para nos embarcar, y allí estuvimos esperando tiempo hasta domingo de Ramos, que nos embarcamos, y estuvimos embarcados más de quince días por falta de tiempo, y el navío en que estábamos hacía mucha agua. Yo me salí de él y me pasé a otros de los que estaban para venir, y Dorantes se quedó en aquél; y a 10 días del mes de abril partimos del puerto tres navíos, y navegamos juntos ciento y cincuenta leguas, y por el camino los dos navíos hacían mucha agua, y una noche nos perdimos de su conserva, porque los pilotos y maestros, según después paresció, no osaron pasar adelante con sus navíos y volvieron otra vez al puerto do habían partido, sin darnos cuenta de ello ni saber más de ellos, y nosotros seguimos nuestro viaje, y a 4 días de mayo llegamos al puerto de la Habana, que es en la isla de Cuba, adonde estuvimos esperando los otros dos navíos creyendo que venían, hasta 2 días de junio, que partimos de allí con mucho temor de topar con franceses, que había pocos días que hablan tomado allí tres navíos nuestros; y llegados sobre la isla de la Bermuda, nos tomó una tormenta, que suele tomar a todos los que por allí pasan, la cual es conforme a la gente que dicen que en ella anda, y toda una noche nos tuvimos por perdidos, y plugo a Dios que, venida la mañana, cesó la tormenta y seguimos nuestro camino. A cabo de veinte y nueve días que partimos de la Habana habíamos andado mil y cien leguas que dicen que hay de allí hasta el pueblo de las Azores; y pasando otro día por la isla que dicen del Cuervo, dimos con un navío de franceses a hora de mediodía; nos comenzó a seguir con una carabela que traía tomada de portugueses y nos dieron caza, y aquella tarde vimos otras nuevas velas, y estaban tan lejos, que no podimos conocer si eran portugueses o de aquellos mismos que nos seguían, y cuando anocheció estaba el francés a tiro de lombarda de nuestro navío; y desque fue obscuro, hurtamos la derrota por desviarnos de él; y como iba tan junto de nosotros, nos vio y tiró la vía de nosotros, y esto hecimos tres o cuatro veces; y él nos pudiera tomar si quisiera, sino que lo dejaba para la mañana. Plugo a Dios que cuando amaneció nos hallamos el francés y nosotros juntos, y cercados de las nueve velas que he dicho que a la tarde antes habíamos visto, las cuales conoscíamos ser de la armada de Portugal, y di gracias a nuestro Señor por haberme escapado de los trabajos de la tierra y peligros de la mar; y el francés, como conosció ser el armada de Portugal, soltó la carabela que traía tomada, que venía cargada de negros, la cual traía consigo para que creyésemos que eran portugueses y la esperásemos; y cuando la soltó dio al maestre y piloto de ella que nosotros éramos franceses y de su conserva; y como dijo esto, metió sesenta remos en su navío, y ansí, a remo y a vela, se comenzó a ir, y andaba tanto, que no se puede creer; y la carabela que soltó se fue al galeón, y dijo al capitán que el nuestro navío y el otro eran de franceses; y como nuestro navío arribó al galeón, y como toda la armada vía que íbamos sobre ellos, teniendo por cierto que éramos franceses, se pusieron a punto de guerra y vinieron sobre nosotros, y llegados cerca, los salvamos. Conosció que éramos amigos; se hallaron burlados, por habérseles escapado aquel corsario con haber dicho que éramos franceses y de su compañía; y así fueron cuatro carabelas tras él; y llegado a nosotros el galeón, después de haberles saludado, nos preguntó el capitán, Diego de Silveira, que de dónde veníamos y qué mercadería traíamos y le respondimos que veníamos de la Nueva España, y que traíamos plata y oro; y preguntónos qué tanto sería; el maestro le dijo que traía trescientos mil castellanos. Respondió el capitán: Boa fee que venis muito ricos; pero tracedes muy ruin navio y muito ruin artilleria ¡o fi deputa!, can, à renegado frances, y que bon bocado perdio, vota Deus. Ora sus pos vo abedes escapado, seguime, e non vos apartedes de mi, que con ayuda de Deus, eu vos porna en Castela. Y dende a poco volvieron las carabelas que habían seguido tras el francés, porque les paresció que andaba mucho, y por no dejar el armada, que iba en guarda de tres naos que venían cargadas de especería; y así llegamos a la isla Tercera, donde estuvimos reposando quince días, tomando refresco y esperando otra nao que venía cargada de la India, que era de la conserva de las tres naos que traía el armada; y pasados los quince días, nos partimos de allí con el armada, y llegamos al puerto de Lisbona a 9 de agosto, víspera del señor Sant Laurencio, año de 1537 años. Y porque es así la verdad, como arriba en esta Relación digo, lo firmé de mi nombre, Cabeza de Vaca.-Estaba firmada de su nombre, y con el escudo de sus armas, la Relación donde éste se sacó.
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CAPÍTULO XXXVII De aves proprias de Indias Ora sean de diversa especie, ora de la misma de otras de acá, hay aves en Indias, notables. De la China traen unos pájaros, que penitus, no tienen pies grandes ni pequeños, y cuasi todo su cuerpo es pluma; nunca bajan a tierra; ásense de unos hilillos que tienen, a ramos, y así descansan; comen mosquitos y cosillas del aire. En el Pirú hay los que llaman tominejos, tan pequeñitos, que muchas veces dudé viéndolos volar, si eran abejas o mariposillas, mas son realmente pájaros. Al contrario los que llaman condores, son de inmensa grandeza y de tanta fuerza, que no sólo abren un carnero, y se lo comen sino a un ternero. Las auras que llaman, y otros las dicen gallinazas, tengo para mí que son de género de cuervos; son de extraña ligereza y no menos aguda vista; para limpiar las ciudades y calles, son proprias, porque no dejan cosa muerta; hacen noche en el campo en árboles o peñas; por la mañana, vienen a las ciudades, y desde los más altos edificios atalayan para hacer presa. Los pollos de estas son de pluma blanquisca, como refieren de los cuervos y mudan el pelo en negro. Las guacamayas son pájaros mayores que papagayos y tienen algo de ellos; son preciadas por la diversa color de sus plumas, que las tienen muy galanas. En la Nueva España hay copia de pájaros de excelentes plumas, que de su fineza no se hallan en Europa, como se puede ver por las imágenes de pluma que de allá se traen, las cuales con mucha razón son estimadas y causan admiración que de plumas de pájaros se pueda labrar obra tan delicada y tan igual que no parece sino de colores pintadas, y lo que no puede hacer en pincel y las colores de tinte, tienen unos visos miradas un poco a soslayo tan lindos, y tan alegres y vivos, que deleitan admirablemente. Algunos indios, buenos maestros, retratan con perfección de pluma lo que ven de pincel, que ninguna ventaja les hacen los pintores de España. Al Príncipe de España, D. Felipe, dio su maestro tres estampas pequeñitas, como para registros de diurno, hechas de pluma, y su Alteza las mostró al Rey D. Felipe nuestro señor, su padre, y mirándolas su Majestad, dijo que no había visto en figuras tan pequeñas cosa de mayor primor. Otro cuadro mayor en que estaba retratado San Francisco, recibiéndole alegremente la Santidad de Sixto Quinto y diciéndole que aquello hacían los indios, de pluma, quiso probarlo trayendo los dedos un poco por el cuadro para ver si era pluma aquella, pareciéndole cosa maravillosa estar tan bien asentada, que la vista no pudiese juzgar si eran colores naturales de plumas, o si eran artificiales de pincel. Los visos que hace lo verde y un naranjado como dorado, y otras colores finas, son de extraña hermosura; y mirada la imagen a otra luz, parecen colores muertas, que es variedad de notar. Hácense las mejores imágenes de pluma en la provincia de Michoacán, en el pueblo de Pázcaro. El modo es con unas pinzas tomar las plumas, arrancándolas de los mismos pájaros muertos, y con un engrudillo delicado que tienen, irlas pegando con gran presteza y policía. Toman estas plumas tan chiquitas y delicadas de aquellos pajarillos que llaman en el Pirú tominejos, o de otros semejantes, que tienen perfectísimas colores en su pluma. Fuera de imaginería, usaron los indios otras muchas obras de pluma muy preciosas, especialmente para ornato de los reyes y señores, y de los templos e ídolos. Porque hay otros pájaros y aves grandes de excelentes plumas y muy finas, de que hacían bizarros plumajes y penachos, especialmente cuando iban a la guerra, y con oro y plata concertaban estas obras de plumería rica, que era cosa de mucho precio. Hoy día hay las mismas aves y pájaros, pero no tanta curiosidad y gala como solían usar. A estos pájaros tan galanos y de tan rica pluma, hay en Indias otros del todo contrarios, que demás de ser en sí feos, no sirven de otro oficio sino de echar estiércol, y con todo eso no son quizá de menor provecho. He considerado esto admirándome la providencia del Creador, que de tantas maneras ordena que sirvan a los hombres las otras creaturas. En algunas islas o farellones que están junto a las costa del Pirú, se ven de lejos unos cerros todos blancos; dirá quien les viere que son de nieve, o que toda es tierra blanca, y son montones de estiércol de pájaros marinos que van allí continuo a estercolar. Y es esta cosa tanta, que sube varas y aún lanzas en alto, que parece cosa fabulosa. A estas islas van barcas a sólo cargar de este estiércol, porque otro fruto pequeño, ni grande en ellas no se da; y es tan eficaz y tan cómodo, que la tierra, estercolada con él, da el grano y la fruta con grandes ventajas. Llaman guano el dicho estiércol, de do se tomó el nombre del valle que dicen de Lunaguana, en los valles del Pirú, donde se aprovechan de aquel estiércol, y es el más fértil que hay por allá. Los membrillos y granadas, y otras frutas, en grandeza y bondad exceden mucho, y dicen ser la causa que el agua con que riegan estos árboles, pasa por tierra estercolada y da aquella belleza de fruta. De manera que de los pájaros no sólo la carne para comer y el canto para deleite, y la pluma para ornato y gala, sino el mismo estiércol es también para el beneficio de la tierra, y todo ordenado del Sumo Hacedor para servicio del hombre, con que el hombre se acordase de ser grato y leal a quien con todo le hace bien.
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Capítulo XXXVII Del modo que se podría tener para evitar las hechicerías que hoy usan los indios Ya que tenemos concluido, con algo de las muchas ceremonias, abusos, sacrificios, supersticiones, agüeros, hechicerías, ritos, adivinanzas y suertes que estos indios guardaban, aunque no hemos referido la menor parte de ellas, ni, sería posible sacarse ni saberse del todo, por su infinidad, y también deseando excusar prolijidad y fastidio a los lectores, he querido en este capítulo, movido de las lástimas que he visto, el tiempo que he andado entre los indios, y que hoy duran los ministros de Satanás, que de secreto deshacen los cimientos que los ministros de Jesuchristo van echando, en esta nueva Iglesia de las Yndias, y que todo cuanto trabajan en enseñarles, extirpando sus errores y deshaciéndolos en un año, en sola uña noche que viene y entra entre ellos un apóstol del demonio, lo desbarata porque, como aún los ritos antiguos destos indios no los han arrojado de sí, y su mismos padres y madres, y abuelos y abuelas se los refieren, o por industriarlos en ellos, o por curiosidad vana, asiéntaseles esto, de manera que fácilmente imprimen en ellos y en sus corazones, los abusos y hechicerías que antiguamente guardaron. Por esto he querido, en este capítulo, brevemente dar la traza, que muchos años ha se dio, para el remedio de estos males. No hay pueblo hoy en el Perú, donde no haya algunos indios e indias, cuyos padres y madres usaron oficio de hechiceros y de pontífices y sacerdotes de huacas, y los que en los capítulos antecedentes hemos referido. Si sus padres lo usaron, el día de hoy los hijos lo guardan, y acuden a ellos los indios en las necesidades que se les ofrecen; y si en el pueblo no lo hay, que pocas veces falta, van a buscarlos donde saben los hay, porque entre ellos se comunican de secreto. Muchos de estos ministros, o los más, con cubierta y capa de oficiales de curar, y que son licenciados como ellos dicen, curando las enfermedades, introducen las idolatrías y sacrificios y supersticiones. Algunos salen de sus pueblos, y andan vagando de pueblo en pueblo, muy de secreto; otros, no pueden salir por la vejez y enfermedades que ellos tienen, y los buscan, como hemos dicho, cuando tienen necesidad dellos. Estos son los que siembran las idolatrías, introducen las abuciones y agüeros, y resucitan lo que muchos indios tenían olvidado. Estos derriban los edificios que se levantan por los ministros de Christo y, mientras estos anduvieren entre los indios, y no se deshiciesen y aniquilaren de una vez, imposible es que del todo se desarraiguen las idolatrías y ceremonias antiguas, y que el fruto, que estas nuevas plantas producen, llegue a colmo, y no se seque presto. Los curacas e indios principales y comunes bien los conocen, y saben en lo que entienden, y el daño que hacen, y de dónde vienen, y dónde los hospedan; pero no osan declararlo ni decirlo a los sacerdotes ni vicarios, ni a los corregidores, que son los que con más fuerza pueden remediarlo, porque los temen no les den alguna ponzoña, con que los maten, como cada día se ve, y yo lo he visto y experimentado que, en acusando algún indio por hechicero, vive poco el que le acusó, y así no osan manifestarlos; y también, porque ellos no descubran sus bellaquerías e idolatrías que los curacas hacen, de que son cómplices y ayudantes los hechiceros, y así él está solapado y encubierto. Los que a esto podían aplicar el remedio, que son los curas y vicarios y los corregidores, los curas no pueden, porque, si algo saben, es mediante confesiones, y en esto es menester mucho recato de no decirlo por el escándalo, y porque no entiendan los indios que se descubre lo confesaron y, muchas veces, no osan porque, como por la mayor parte hay muchos curacas enlazados, en esto temen no les levanten testimonios, y los afrenten o les den algún bocado, con que los maten, que se ha visto hartas veces. Los Corregidores, que son los que más mano y poder tienen, tampoco se atreven, porque, como están embarazados en sus tratos y contratos y granjerías, que es el fin principal y único para el que pretendieron los oficios y vinieron a ellos, no quieren escarbar en esto, porque, las más veces, son curacas los receptadores de los hechiceros, y si se descubre, los curacas e indios han de seguir al Corregidor, y no le han de hacer la ropa, ni dar indios para trajinar el vino y otras granjerías; y si por cumplimiento hacen alguna diligencia o proceso contra los tales, sólo es para guardar el proceso, y que lo sepa el curaca, para tenerlo, con esto, atrahillado y sujeto a todo cuanto hubiere menester el Corregidor para sus granjerías, que no se ose quejar. En viniendo el sucesor al oficio, le entrega el proceso para el mismo fin, de suerte que no hay otro en este negocio, sino que la hacienda se aumente, y tenerles el pie sobre el pescuezo, y la honra de Dios y bien de las almas y justicia, que es lo principal, queda por detrás. Así no hay justicia, ni se guarda, si se castigan los delitos que cada día cometen los curacas en este y otros géneros, ni los robos y hurtos que se hacen, y así luce la hacienda que dello se saca. Con lo que se podría remediar, es que todos los Corregidores, con el secreto posible en los pueblos, hiciesen averiguación de los indios hechiceros que hay en ellos, o los que han sido y son médicos, porque, como tengo dicho, con esta cubierta hacen mil males, y se pase por cierto que, aunque no se publique de secreto, siempre usan este oficio. Sabidos y conocidos los tales en los pueblos de su distrito, manden hacer en la cabeza dél, o donde más de ordinario residen los Corregidores, una casa grande y, sin admitir excusa ni ruegos ni suplicaciones, llévenlos a ella y metanlos dentro, y pónganles una guarda o dos, para que no los dejen salir a parte ninguna, y los domingos y días de doctrina, haga los lleven juntos a la Iglesia y, oída Misa y doctrina, vuelvan a la casa. Para el sustento desta buena gente, se puede sacar de las chácaras de comunidad de cada pueblo, y llevárselo, o si no sus hijos o parientes, como los sustentaban en sus casas, les lleven la comida de cuando en cuando, y los que dellos tuvieren fuerzas, trabajen en hacer ojotas, y otras cosas que suelen, con que se sustenten. Esta gente son, por la mayor parte, viejos y viejas; en pocos años se irán acabando, y no estando los maestros en los pueblos, claro es que los discípulos aprenderán otras facultades, y así remediarán infinitas ofensas de la majestad divina, que tanto se desirve con el pecado de la idolatría, y los que dél nacen, como vemos, los castigos que por él ha hecho. Esto que tengo propuesto no es dificultoso de mandar, ni aun de ponerlo en efecto por los corregidores, si quisiesen atender a un negocio tan importante de la salvación de las almas; pues es cierto no les dan el salario, para que traten y contraten con el dinero de las cajas, sino para que hagan justicia, y procuren de su parte extirpar los errores y abusos destos indios, y ayuden con todas sus fuerzas a los ministros que los doctrinan. No es este remedio nuevo, que en el Concilio Provincial de Lima, hecho el año de mil y quinientos y sesenta y siete, y en el Congregado el año de mil y quinientos y ochenta y tres, confirmado por la santidad de Sixto V, se mandó se hiciese lo que en este capítulo refiero y, si se hubiera ejecutado desde que se ordenó, sabe Dios las ofensas y pecados suyos que se hubieran evitado, y él mucho aumento que en estas plantas nuevas pareciera de la fe y religión christiana. Quizás algún día será Dios servido de inspirar en quien lo puede mandar y poner por obra, que ésta tan santa haya efecto.
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De lo que pasó en esta entrada con los marineros, y cómo vinieron a la nao cuatro españoles, y lo demás hasta surgir en Cavite Hay en la entrada desta bahía de Manila una isla que se dice Marivelez, a donde de ordinario está un centinela español con indios remeros, y barcas ligeras para salir a reconocer los navíos que van entrando, para con presteza avisar al gobernador. Tiene más un farellón pequeño, que se dice el Fraile, Norte-Sur con Marivelez. Estas dos islas hacen tres, pequeñas canales, y para entrar por la que hace Marivelez y el Fraile se comenzó a voltear la nao. Como tenía más velas que los dos papahigos, y la gente estaba ya tan lasa y desganada de trabajar, y con tanta gana de dar con la nao al través por se vengar, ganábase poco o nada, y a ratos se perdía mucho. Anduviéronse así tres días: todos cansados y aburridos de ver que el no montar aquella isla les robaba el contentamiento de llegar a descansar en Manila. Todo era pena, y esperar una y otra marea, haciendo cuenta a las horas de su creciente para que les llevase adentro; mas como no guardan orden, nunca llegó esta hora. Decían los marineros al piloto mayor que varase aquella nao; que bastaba lo trabajado, siendo más de lo que debían. La causa debía de ser de una y otra parte la tierra y los humos de Manila. Cuando acudían era tan despacio, que se podía decir de cumplimiento. No había ya que comer, ni agua para beber. Sólo viento contrario y picante; y por esto las mostradas aflicciones. La gobernadora decía que sólo tenía dos costales de harina y poco vino, y que todo lo quería para decir misas por el alma del adelantado. Mostróse el piloto mayor muy sentido de los marineros que decían que se varase la nao; a cuya causa les dijo que mirasen que toda aquella costa era brava y de grandes tumbos de mar. --¿No ven que están sin barca, la nao llena de enfermos y sin comida? Si dicen que avisarán a Manila, no hay por la mar en qué; pues por tierra es fuerza gastarse días. Esta gente, según está consumida, no es posible sustentarse sólo un día. No se diga que sólos ellos se quieren salvar por más salud, y por saber nadar. Miren que habemos traído esta nao de tan lejos y remotas tierras y partes, por camino jamás navegado. No parezca lo poco mucho a quien ha padecido tanto con buen animo; ¿ni como se ha de sufrir, a donde nos están mirando, perder la palma que por lo trabajado se les debe? Miren bien, que si hubieran traído la nao bien aparejada, siendo mucha la gente sana, bien de comer y pagados, en tal caso pocas gracias. Respondiéronle que ellos sólo eran marineros, y que surta la nao, no se había de reparar, ni dar la palma, sino al piloto mayor que mandaba. El cual les dijo, que el mayor premio que esperaban, sólo era el de surgir la nao en puerto siguro, donde todos gozasen del bien que tanto deseaban. Destos y otros muy penosos lances hubo, cuando aquel piadoso Señor, que todo lo está mirando y siempre en los tiempos de mayores necesidades más acudía con el consuelo y remedio, al fin de padre a hijos aunque desbaratados, fue servido que se acertó a ver un barangay, que a vela y remo a gran prisa venía hacia la nao, que como cerca llegó, se vieron dentro de él cuatro españoles, que cuatro mil ángeles parecieron, con ocho indios que lo bogaban. Estos eran el centinela, que se ha dicho está siempre en Marivelez, que se decía Alonso de Albarrán, y el maestresala del gobernador que con dos soldados, por su orden, venían a dar el pésame a la gobernadora de su desgracia, y a traerla una carta, que luego mostró al piloto mayor, en que la hacía muchos y honrosos ofrecimientos; que ya sabia de la ida por los hermanos de la gobernadora que por tierra habían ido. El contentamiento fue tanto y tan mostrado de todos con la vista de los cuatro españoles, cuanto se deja entender. Diéronles las manos y entraron en la nao, en donde fueron recibidos a puros abrazos, que no había otra cosa; y ellos, con mucho cuidado, mirando a los unos y a los otros, y como veían tantos enfermos y llagados, pobres, rotos y tantas miserias, sólo decían: --¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios! Bajó el centinela entre cubiertas a ver el hospital robado, y las mujeres enfermas cuando le vieron, alzaron la voz diciendo, ¿qué las traía para comer? o, denos de lo que come, que rabiamos de hambre y sed; y con la esperanza del refresco, que ya venía, las dejó algo consoladas y se subió arriba muy espantado de todo lo que había visto. Mas viendo dos puercos, que en la nao había, dijo: --¿Cómo no matan estas puercas? --Dijéronle cuyos eran: fuese a la gobernadora, y rogóla mucho que las dejase matar, habiendo dicho: --¡Pese al diablo!; tiempo es éste de cortesías con puercas. Mandólas matar la gobernadora, y un soldado que bien notaba estas cosas, exclamando dijo: --¡Oh cruel avaricia, que hasta a las piadosas mujeres, siendo de condición tan blanda, las haces de pedernal el corazón, y más en obra tan forzosa, barata y lustrosa! Fue Dios servido que todo el bien vino junto. De la vuelta que la nao iba se montó a Marivelez, desde donde envió la gobernadora un soldado con la respuesta de la carta que recibió del gobernador, con que se despachó y volvió el berangay. A poco se tuvo vista de otro barangay en que venía el alcalde mayor de aquella costa, con los hermanos de doña Isabel, y traían mucho pan fresco, vino, fruta que les dio el gobernador; y estándolo repartiendo, se vieron en personas bien compuestas algunas cosas bien lejos de autoridad: porque en los tiempos tan necesitados como era aquél, se suelen descuidar las demás obligaciones. A todos cupo parte, a unos más que a otros, con que comieron por aquella tarde; y venida, se murió un mozo apurado del tiempo atrás. Pasóse la larga noche con esperanzas del día, en que llegó un gran champan cargado de muchas gallinas, terneros, puercos, pan, vino y verdura, que los traía un Diego Díaz Marmolejo, encomendero de aquella tierra, por orden del gobernador. Recogióse todo, y se repartió entre todos con mucha largueza. Fuese la nao acercando al puerto, haciendo algunas vueltas forzosas. Salió Pinao, contramaestre de otra del Rey, con un esquife lleno de marineros, todos vestidos de sedas de colores, a ayudar los pocos mal sanos que en la nao había. Estaba el capitán de aquel puerto en la playa, con bandera tendida y toda la gente de mar en orden con sus armas. Al punto de surgir, se hizo salva con toda la artillería y arcabucería al estandarte Real que iba tendido. De la nao se respondió como se pudo; y con esto se dio fondo, como se pudo, a una áncora a que estaba atalingado el cablecito tan celebrado en esta jornada, a once de febrero de noventa y seis, en el deseado y buscado puerto de Cavite, dos leguas al Sudueste de la ciudad de Manila, cabeza de Filipinas, altura de catorce grados y medio, parte del Norte, con cincuenta personas menos, que murieron después de la salida de Santa Cruz. Surta que fue la nao, entraron luego algunos hombres movidos de caridad que dieron mucho pan y carne, que ya todo rodaba. Luego la gente de mar y otras personas de la ciudad vinieron a ver la nao por cosa de ver, así por sus necesidades como por venir del Perú y traer, como se decía, la Reyna Sabá de las islas de Salomón. Entraron todos, y habiendo visto su poco remedio, se admiraban de que hubiese venido en salvamento; y por haber llegado alababan mucho a Dios, cuya es la honra y gloria, y a quien se debe atribuir el suceso y dar las gracias, porque son suyas, por las grandes y conocidas mercedes que en este viaje hizo. Es de advertir que si la gente que se murió no muriera, que los que quedaron vivos no llegaran con veinte botijas de agua, y dos costales de harina que sobraron: con que se concluyó, como dicen, este mal viaje a salvamento.
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De cómo los indios de la tierra se tornaron a ofrescer Y visto que los cristianos que había enviado a descubrir y buscar camino para hacer la entrada y descubrimiento de la provincia se habían vuelto sin traer relación ni aviso de lo que convenía, y que al presente se ofrescían ciertos indios principales naturales de esta ribera, algunos de los cristianos nuevamente convertidos y otros muchos indios, ir a descubrir las poblaciones de la tierra adentro, y que llevarían consigo algunos españoles que lo viesen, y trujesen relación del camino que ansí descubriesen, habiendo hablado y platicado con los indios principales que a ello se ofrecieron, que se llamaban Juan de Salazar Cupirati, y Lorenzo Moquiraci, y Timbuay, y Gonzalo Mayrairu, y otros; y vista su voluntad y buen celo con que se movían a descubrir la tierra, se lo agradeció y ofresció que Su Majestad, y él en su real nombre, se lo pagarían y gratificarían; y a esta sazón le pidieran cuatro españoles, hombres pláticos en aquella tierra, les diese la empresa del descubrimiento, porque ellos irían con los indios y pornían en descubrir el camino toda la diligencia que para tal caso se requería; y él, visto que de su voluntad se ofrescían, el gobernador se lo concedió. Estos cristianos que se ofrescieron a descubrir este camino, y los indios principales con hasta mil y quinientos indios que llamaron y juntaron de la tierra, se partieron a 15 días del mes de diciembre del año de 1542 años, y fueron navegando con canoas por el río del Paraguay arriba, y otros fueron por tierra hasta el puerto de las Piedras, por donde se había de hacer la entrada al descubrimiento de la tierra, habían de pasar por la tierra y lugares de Aracare, que estorbaba que no se descubriese el camino pasado a los indios, que nuevamente iban, que no fuesen induciéndoles con palabras de motín; y no lo queriendo hacer los indios, se lo quisieron hacer dejar descubrir por fuerza, y todavía pasaron delante; y llegados al puerto de las Piedras los españoles, llevando consigo los indios y algunos que dijeron que sabían el camino por guías, caminaron treinta días contino por tierra despoblada, donde pasaron grandes hambres y sed; en tal manera, que murieron algunos indios, y los cristianos con ellos se vieron tan desatinados y perdidos de sed y hambre, que perdieron el tino y no sabían por dónde habían de caminar; y de esta causa se acordaron de volver y se volvieron, comiendo por todo el camino cardos salvajes, y para beber sacaban zumo de los cardos y de otras yerbas, y a cabo de cuarenta y cinco días volvieron a la ciudad de la Ascensión; y venido por el río abajo, el dicho Aracare les salió al camino y les hizo mucho daño, mostrándose enemigo capital de los cristianos y de los indios que eran amigos, haciendo guerra a todos; y los indios y cristianos llegaron flacos y muy trabajados. Y vistos los daños tan notorios que el dicho Aracare indio había hecho y hacía, y cómo estaba declarado por enemigo capital, con parescer de los oficiales de Vuestra Majestad y religiosos, mandó el gobernador proceder contra él, y se hizo el proceso, y mandó que a Aracare le fuesen notificados los autos, y así se lo notificaron, con gran peligro y trabajo de los españoles que para ello envió, porque Aracare los salió a matar con mano armada, levantando y apellidando todos sus parientes y amigos para ello; y hecho y fulminado el proceso conforme a derecho, fue sentenciado a pena de muerte corporal, la cual fue ejecutada en el dicho Aracare indio, y a los indios naturales les fue dicho y dado a entender las razones y causas justas que para ello había habido. A 20 días del mes de diciembre vinieron a surgir al puerto de la ciudad de la Ascensión los cuatro bergantines que el gobernador había enviado al río del Paraná a socorrer los españoles que venían en la nao que envió dende la isla de Santa Catalina, y con ellos el batel de la nao, y en todos cinco navíos vino toda la gente, y luego todos desembarcaron. Pedro Destopiñán Cabeza de Vaca, a quien dejó por capitán de la nao y gente, el cual dijo que llegó con la nao al río del Paraná, y que luego fue en demanda del puerto de Buenos Aires; y en la entrada del puerto, junto donde estaba asentado el pueblo, halló un mástel enarbolado hincado en tierra, con unas letras cavadas que decían: "Aquí está una carta"; y fue hallada en unos barrenos que se dieron; la cual abierta, estaba firmada de Alonso Cabrera, veedor de fundiciones, y de Domingo de Irala, vizcaíno, que se decía y nombraba teniente de gobernador de la provincia; y decía dentro de ella cómo habían despoblado el pueblo del puerto de Buenos Aires y llevado la gente que en él residía a la ciudad de la Ascensión por causas que en la parte se contenían; y que de causa de hallar el pueblo alzado y levantado, había estado muy cerca de ser perdida toda la gente que en la nao venía, así de hambre como por guerra que los indios guaraníes les daban; y que por tierra, en un esquife de la nao, se le habían ido veinticinco cristianos huyendo de hambre, y que iban a la costa del Brasil; y que si tan brevemente no fueran socorridos, y a tardarse el socorro un día sólo, a todos los mataron los indios, porque la propia noche que llegó el socorro, porque con haberles venido ciento cincuenta españoles prácticos en la tierra a socorrerlos, los habían acometido los indios al cuarto de alba y puesto fuego a su real, y les mataron e hirieron cinco o seis españoles; y con hallar tan gran resistencia de navíos y de gentes, los pusieron los indios en muy gran peligro; y así, se tuvo por muy cierto que los indios mataran toda la gente española de la nao si no se hallan allí el socorro, con el cual se reformaron y esforzaron para salvar la gente; y que allende de esto, se puso grande diligencia a tornar, a fundar y asentar de nuevo el pueblo y puerto de Buenos Aires, en el río del Paraná, en un río que se llama el río de San Juan, y no se pudo asentar ni hacer a causa que era a la sazón invierno, tiempo trabajoso, y las tapias que se hacían las aguas las derribaban. Por manera que le fue forzado dejarlo de hacer, y fue acordado que toda la gente se subiese por el río arriba y traerla a esta ciudad de la Ascensión. A este capitán Gonzalo de Mendoza, siempre la víspera día de Todos los Santos le acontescía un caso desastrado, y a la boca del río, el mismo día, se le perdió una nao cargada de bastimento y se le ahogó gente harta; y viniendo navegando acontesció un acaso extraño. Estando la víspera de Todos Santos surtos los navíos en la ribera del río junto a unas barraqueras altas, y estando amarrada a un árbol la galera que traía Gonzalo de Mendoza, tembló la tierra, y levantada la misma tierra se vino arrollada como un golpe de mar hasta la barranca, y los árboles cayeron en el río, y la barranca dio sobre los bergantines, y el árbol do estaba amarrada la galera dio tan gran golpe sobre ella, que la volvió de abajo arriba, y así la llevó más de media legua, llevando el mástel debajo y la quilla encima; y de esta tormenta se le ahogaron en la galera y otros navíos catorce personas entre hombres y mujeres; y según lo dijeron los que se hallaron presentes, fue la cosa más temerosa que jamás pasó; y con este trabajo llegaron a la ciudad de la Ascensión, donde fueron bien aposentados y proveídos de todo lo necesario; y el gobernador, con toda la gente, dieron gracias a Dios por haberlos traído a salvamiento y escapado de tantos peligros como por aquel río hay y pasaron.
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Cómo doña Marina era cacica e hija de grandes señores, y señora de pueblos y vasallos, y de la manera que fue traída a Tabasco Antes que más meta la mano en lo del gran Moctezuma y su gran México y mexicanos, quiero decir lo de doña Marina, cómo desde su niñez fue gran señora de pueblos y vasallos, y es desta manera: que su padre y su madre eran señores y caciques de un pueblo que se dice Painala, y tenía otros pueblos sujetos a él, obra de ocho leguas de la villa de Guazacualco, y murió el padre quedando muy niña, y la madre se casó con otro cacique mancebo y hubieron un hijo, y según pareció, querían bien al hijo que habían habido; acordaron entre el padre y la madre de darle el cargo después de sus días, y porque en ello no hubiese estorbo, dieron de noche la niña a unos indios de Xicalango, porque no fuese vista, y echaron fama que se había muerto, y en aquella sazón mu rió una hija de una india esclava suya, y publicaron que era la heredera, por manera que los de Xicalango la dieron a los de Tabasco, y los de Tabasco a Cortés, y conocí a su madre y a su hermano de madre, hijo de la vieja, que era ya hombre y mandaba juntamente con la madre a su pueblo, porque el marido postrero de la vieja ya era fallecido; y después de vueltos cristianos, se llamó la vieja Marta y el hijo Lázaro; y esto sélo muy bien, porque en el año de 1523, después de ganado México y otras provincias, y se había alzado Cristóbal de Olí en las Higüeras, fue Cortés allá y pasó por Guazacualco, fuimos con él a aquel viaje toda la mayor parte de los vecinos de aquella villa, como diré en su tiempo y lugar; y como doña Marina en todas las guerras de Nueva-España, Tlascal y México fue tan excelente mujer y buena lengua, como adelante diré, a esta causa la traía siempre Cortés consigo. Y en aquella sazón y viaje se casó con ella un hidalgo que se decía Juan Jaramillo, en un pueblo que se decía Orizava, delante de ciertos testigos, que uno dellos se decía Aranda, vecino que fue de Tabasco, y aquel contaba el casamiento, y no como lo dice el cronista Gómara; y la doña Marina tenía mucho ser y mandaba absolutamente entre los indios en toda la Nueva-España. Y estando Cortés en la villa de Guazacualco, envió a llamar a todos los caciques de aquella provincia para hacerles un parlamento acerca de la santa doctrina y sobre su buen tratamiento, y entonces vino la madre de doña Marina, y su hermano de madre Lázaro, con otros caciques. Días había que me había dicho la doña Marina que era de aquella provincia y señora de vasallos, y bien lo sabía el capitán Cortés, y Aguilar, la lengua; por manera que vino la madre y su hijo, el hermano, y conocieron que claramente era su hija, porque se le parecía mucho. Tuvieron miedo della, que creyeron que los enviaba a llamar para matarlos, y lloraban; y como así los vio llorar la doña Marina, los consoló, y dijo que no hubiesen miedo, que cuando la traspusieron con los de Xicalango que no supieron lo que se hacían, y se lo perdonaba, y les dio muchas joyas de oro y de ropa y que se volviesen a su pueblo, y que Dios le había hecho mucha merced en quitarla de adorar ídolos ahora y ser cristiana, y tener un hijo de su amo y señor Cortés, y ser casada con un caballero como era su marido Juan Jaramillo; que aunque la hiciesen cacica de todas cuantas provincias había en la Nueva-España, no lo sería; que en más tenía servir a su marido e a Cortés que cuanto en el mundo hay; y todo esto que digo se lo oí muy certificadamente, y así lo juro, amén. Y esto me parece que quiere remedar a lo que le acaeció con sus hermanos en Egipto a Josef, que vinieron a su poder cuando lo del trigo. Esto es lo que pasó, y no la relación que dieron al Gómara, Y también dice otras cosas que dejo por alto. E volviendo a nuestra materia, doña Marina sabía la lengua de Guazacualco, que es la propia de México, y sabía la de Tabasco; como Jerónimo de Aguilar, sabía la de Yucatán y Tabasco, que es toda una, entendíanse bien; y el Aguilar lo declaraba en castellano a Cortés: fue gran principio para nuestra conquista; y así se nos hacían las cosas, loado sea Dios, muy prósperamente. He querido declarar esto, porque sin doña Marina no podíamos entender la lengua de Nueva-España y México. Donde lo dejaré, e volveré a decir cómo nos desembarcamos en el puerto de San Juan de Ulúa.
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Capítulo XXXVII Cómo llegado Pizarro a Túmbez, quiso castigar a los indios la muerte que dieron a los dos cristianos y lo que más pasó Como Pizarro supo que los de Túmbez a quien él tanto había honrado, habían hecho tan gran villanía de ponerse en armas para dar la guerra, y muerto tan malamente los dos cristianos; quejábase de ellos llamándolos traidores, y mandó que la gente de las naves saliesen a tierra, aposentándose en dos galpones fuertes, o fortalezas, que allí están; él y Soto con Belalcázar y parte de la gente, en la una, y en la otra el capitán Hernando Pizarro y sus hermanos con el capitán Cristóbal de Mena y los más españoles. Los de Túmbez habían ausentádose en partes secretas del valle. Como Pizarro les había cobrado odio, deseaba castigar la muerte de los dos cristianos, y así mandó luego algunos de sus capitanes, que con la gente conveniente saliesen por la tierra a ranchear, procurando de prender los indios y indias que pudiesen hallar. No les faltó voluntad a los que fueron de ofender a los tumbecinos, espantándose que matasen dos cristianos; y ellos no tenían en nada matar ciento y mil de los indios. Hallaron pocos o no ninguno, mas robaron lo que pudieron así de ovejas como de otras cosas, con que se volvieron al real; mas como no se le hubiese pasado la ira a Pizarro, mandó al capitán Soto que saliese con españoles y pasase el río porque los indios debían de haberse pasado a aquella parte. Salió Soto y pasó el río, mató algunos indios y cautivó más, aunque todos fueron pocos porque estaban entre ciénagas tembladeras. Como los de Túmbez viesen cuán a pecho los españoles tomaban el quererles dar guerra, pues tan de reposo se estaban en su tierra, y como Atabalipa no enviaba ni venía contra ellos, después de haber pensado lo que mejor les estaría, acordaron de pedir perdón de lo pasado y ofrecer la paz sin ningún fingimiento, porque de otra manera destruiríanlos y robaríanlos su valle, que era gran trabajo para ellos ver tal calamidad. Enviaron mensajeros de los más idóneos de ellos para que en nombre de todos tratasen la paz. Parecieron delante la presencia de Pizarro, a quien pidieron de parte del sol, dios en quien ellos adoraban, los tuviese en su gracia, implorando su favor con grandes gemidos, prometiendo que los de Túmbez tendrían alianza perpetua con los españoles sin cautela. Pizarro, parecióle, que aunque la paz de los de Túmbez fuese hecha por no verse matar ni perder ni ranchar su valle, que sería bien asentarla con ellos, aunque durase poco, pues los había menester para que les diesen guías y ayudasen a llevar el bagaje y por otros efectos; y así dijo a los mensajeros, que volviesen a los caciques y les dijesen, que así como en los españoles había esfuerzo para dar guerra, había clemencia para conceder paz; que mirasen no la rompiesen, con engaños, que la prometía porque los quería bien, por el hospedaje que le hicieron cuando con los trece anduvo en el descubrimiento; y por no holgarse con que ellos ni otros fuesen destruidos. Los caciques principales de Túmbez parecieron delante de Pizarro cuando sus mensajeros les contaron lo que respondió, a quien agradecieron lo bien que con ellos lo hacía. Tornado a se aliar, Pizarro, con los de Túmbez, como se ha dicho, preguntó por el camino de adelante, y qué disposición tenía, y si había poblado o no. Respondiéronle la verdad, que por los llanos había grandes arenales con falta de yerba para los caballos y de agua, y que por las sierras había riscos de peña viva y montones de nieve; mas no lo creyó: porque siempre se tiene poco crédito a los dichos de los indios. Los españoles, muchos murmuraban de la tierra, por la poca confianza que tenían de lo de adelante; parábanse muy tristes; tales hubo de ellos que pidieron licencia para volver a Nicaragua o a Panamá; diósela Pizarro, con tanto dejasen las armas y caballos; y mandó que fuesen algunos por la costa a ver la disposición de la tierra, qué tal era. Volvieron afirmando que no había sino cardones y algarrobos, y esto en pocas partes, porque todo era arena, diciendo que lo bueno y bien poblado era lo que dejaban en Puerto Viejo. Pizarro sabía bien que había en la tierra grandes provincias, animaba a sus compañeros para que tuviesen constancia en sufrir hasta que Dios se las deparase. Tomó consejo con Hernando Pizarro, con Hernando de Soto, con Cristóbal de Mena y otros principales, qué sería bien, pues los de Túmbez se les mostraban amigos, dejar en una fortaleza a los cristianos enfermos con parte del bagaje, para salir a la sierra con menos dificultades; lo cual aprobaron todos por buen acuerdo; y así se metieron en la fortaleza mucho bastimento, y para tener agua hicieron un pozo. Quedaron en Túmbez hasta veinte y cinco españoles y entre ellos los oficiales reales y Francisco Martín de Alcántara. Por capitán y justicia nombró Pizarro al contador Antonio Navarro. Antes de esto había salido Francisco Martín de Alcántara con ciertos españoles hacia la sierra, y vieron algunos de los caminos reales que por allí atraviesan, de donde volvieron a avisar de ello. Dos frailes de San Francisco, dicen que como no viesen tan presta las tierras de Chile, pidieron licencia para volverse a Nicaragua; de que tienen bien que dar a Dios cuenta, pues si quisieran predicar y convertir había la necesidad que el lector ve haber. Otros cuatro españoles pidieron licencia a Pizarro, ya que se quería partir de Túmbez, para quedarse allí, diciendo que no querían acabar de gastar sus vidas entre ciénagas y mala ventura. Diósela libremente, diciendo que no había de llevar ninguno contra su voluntad, ni dejar de pasar adelante, aunque solos sus hermanos y él se viesen. El orejón que envió Atabalipa de Caxamalca había llegado disimulado adonde los cristianos estaban, sin que pensasen sino que era uno de los indios que andaban sirviéndoles; contó cuántos eran; lo mismo hizo de los caballos; volvió a dar aviso a quien lo envió de lo que vio, y que creía que, juntándose muchos, les sería fácil matarlos a todos, pues eran tan pocos; y así lo afirmó.