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Capítulo XXXVI De las huacas que adoraban los indios Todas las cosas de que tenemos noticia en las antiguallas de este Reyno, son deducidas de los quipos de los indios viejos y conforme su variedad así es fuerza la haya, en quien escribiere sus historias. En el modo y orden de los sacrificios es tanta la confusión con que lo refieren, que es imposible vaya la narración de ello tan concertada y distinta como yo quisiera. Mi deseo ha sido bueno, mi diligencia mucha en ello, y mi trabajo sin cesar; si en algo me errare, crea el lector que no tengo culpa culpable, que yo he procurado sacar a la luz la verdad. El primer ynga que más se esmeró en los sacrificios fue Pacha Cuti Ynga, y por otro nombre Ynga Yupanqui, y dio la orden cómo habían de ofrecer los sacrificios, ilustró y, aun algunos dicen, fundó la Casa del Sol, tan famosa y rica en todo el Reino, llamada Curi Cancha, que significa Patio de Oro, por la mucha abundancia de plata y oro que en ella había. Aun algunos han querido decir que tuvo en ella el Ynga todas la suertes y diferencias, que había en este Reino, de árboles y semillas y animales bravos y domésticos y aves mansas y de rapiña, todas ellas echas de oro y plata, que, cierto, si ello fue así, no habido príncipe, rey ni monarca, desde la creación del mundo acá, que tan rico, precioso y admirable jardín de recreación haya hecho. Los huertos pensiles de Babilonia, uno de los milagros que celebra la Antigüedad, son nada en comparación de este huerto. Todas las siete maravillas del mundo callen y se oculten con silencio para no celebrarse ya sino sólo esta. Sin esta Casa del Sol hizo otra para la Luna, también suntuosísima. Estas eran las huacas principales a quien el Ynga sacrificaba, y a quien tenía hechas estatuas con otra antiquísima, desde el primer Ynga Manco Capac, llamada Huana Cauri. Hizo después Ynga Yupanqui hacer el templo de Quisuar Cancha, dedicado al Hacedor, y donde puso su estatua. Llamábanle Pacha Yachachic, que significa Hacedor de Todo: era de oro, de la grandeza de un muchacho de diez años, figura de un hombre puesto en pie, el brazo derecho alto, con la mano casi serrada, y los dedos pulgar e índex altos, como persona que estaba mandando. Hizo este Ynga una consideración de buen filósofo, diciendo, que una cosa, que una pequeña nube ocultaba y casi privaba de su luz, como podía ser Dios, sino que sobre ella había otro más poderoso, y esto era querer ir recelando al soberano Señor y criador de todas las cosas. Pero no acertaban, aunque otros Yngas antes de éste también habían invocado al Hacedor con el nombre de Tepibiracocha; y, como los bienes que del Sol recibían, les eran tan manifiestos, le temían y adoraban, llamándose el Ynga ordinariamente Hijo del Sol. En el Templo dicho de Curi Cancha estaban las estatuas del Tieci, dicho del trueno y relámpago, que todos estos reverenciaban como a cosa temerosa y espantable, y que les podían hacer daño. Había juntamente muchos altares con diferentes ídolos y guacas porque tuvieron los Yngas esta orden: que en conquistando una provincia, luego traían consigo la huaca principal que en ella adoraban y reverenciaban, para, con este medio, tener más sujetos a los naturales de aquella provincia, y que della concurriesen al Cuzco, y a aquel famoso templo de todas las naciones de este Reino, con presentes y dones y sacrificios, cada cual a su ídolo y huaca, y así estaban más obedientes a los mandatos del Ynga, y contribuían personas que asistiesen en el templo del Sol, en guarda de su ídolo; y cada año enviaban para sacrificar lo necesario, según el uso y costumbre que cada pueblo tenía, y las cosas que ofrecían a sus ídolos. Si se hubiesen de enumerar todos aquellos a quien hacían reverencia, sería cosa imposible, por no saberse sus nombres y ser infinitos. Los más conocidos eran los arriba dichos, y Antiviracocha y Ancocahua Pachacamac, que está junto a Lima, cuatro leguas, donde hay un famosísimo templo, al cual concurrían de todo el Reino como en romería. Titicaca, que fue otro frecuentadísimo edificio, en la Laguna de Chucuito, donde hay ahora una imagen, dicha de Nuestra Señora de Copacabana, en un pueblo que está allí fundado a cargo de religiosos del orden de San Agustín; la cual resplandece con infinito número de milagros, y, cada día, así españoles como indios experimentan la intercesión desta misericordiosa madre, con millones de millones de bienes espirituales y corporales, donde el demonio era visitado, honrado y adorado, y donde la majestad del omnipotente Dios era deservido y enojado. Ha sido servido que el día de hoy sea en su Santísima Madre, abogada nuestra, venerado, conocido y estimado, y estos miserables conozcan las mercedes que por su medio e intercesión reciben. Sin estas huacas e ídolos, había otros por todo el Reino, sin número, en las provincias, en los pueblos particulares en los ayllos y tribus, en las casas y caminos, montes, cerros, cuevas, piedras, encrucijadas, árboles, de manera que, cualesquiera cosa que excedía los límites y términos ordinarios, y que era admirable, espantosa, que causaba miedo, espanto o admiración, luego la adoraban y reverenciaban, y ofrecían sacrificios, y la tenían por negocio divino y sobrenatural, hasta las lagunas o ríos donde habían sucedido casos notables. Las estrellas, el lucero, las cabrillas, las fuentes, manantiales, el arco del cielo, o si alguno juntaba un montón de piedras, y lo ponía en algún camino, y ellos llamaban apachitas, luego, todos los que pasaban, lo respetaban y adoraban. Todo esto procedía de su condición tan supersticiosa y miserable, o, por mejor decir y acertar, de que el demonio, permitiéndolo Dios, por sus pecados los tenía ciegos y entontecidos, que no acertaban en ninguna cosa, y buscando a Dios no le hallaban, pues tropezaban en las criaturas, y reparaban en ellas, adorando y reverenciando cosas sucias y bajas, y así se ha dicho en los demás capítulos, haciendo mensión de sus idolatrías, abusiones y huacas.
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De cómo salió la nao desta bahía, y lo que sucedió hasta llegar a la boca de la Manila Desta había de Cobos, que está doce grados y cinco sesmos de elevación de Polo ártico, salió la nao martes veinte y nueve de enero, y en su salida se echaron a la mar dos muertos; y a las cinco de la tarde ya estaba del todo embocada, y dejada muy atrás la isla de San Bernardino, que está en medio de la boca. A la noche, en el paraje de un isla que se dice Capul, halláronse unos furiosos rilleros y escarceos, alhajeados de corrientes, que son allí muy poderosos, y tanto que hicieron dar a la nao una vuelta en redondo, y aprovechó mucho su bondad para no dar en tierra. El siguiente día, de un puerto que está en la isla de Luzon, que se dice Nivalon, salieron indios en barangais con muchas gallinas, puercos, vino y fruta; mas por no haber ya casi con que rescatar los soldados, se compró poco. Navegóse la isla en la mano sin dejarla, yendo por entre otras muchas de noche a la ventura, pasando por partes que dijeron los pilotos práticos, después, que no sabían cómo no se habían perdido en muchos bajos que había por donde fueron, los cuales nunca vieron; y si los hay, fue el Señor servido de guardarlos. Jueves primero de febrero, la gobernadora, en el paraje que dice de Galván, envió en la barca a sus dos hermanos y otros siete hombres, con achaque de que iban a tierra a buscar de comer. Este negocio llegó a punto que el capitán don Diego mandaba tirar con un arcabuz a un marinero que se subió a la mesana. El piloto mayor dijo a la gobernadora que a nadie estaba mejor que a ella acabar el viaje en paz. Esto fue mucho y necio, y así se deja. La barca no vino, aunque se estuvo esperando el día, y ellos fueron a Manila, a donde había quince leguas, por cierto delgado que la isla hace, a dar aviso desta ida. Aquella siguiente noche al amanecer, se halló la nao ensenada en islas sin ver salida, sin barca y sin comida, por haberse acabado la provisión del puerto de atrás. Veíanse por allí muchas embarcaciones de indios, que todas se huían de la nao aunque della los hacían señas, porque como aquel tiempo no era en el que van las naos de la Nueva España, entendían ser nao de ingleses, porque tienen muy presente lo de Tomás Candi, y aviso del gobernador que lo hagan así. No faltaba pena de verse tan estrechos, y mucho más de no verse por donde salir con la nao. Anduvieron así en calma lo que se pudo de tina parte a otra, cuando se vio una muy angosta canal, que poco más tendrá de ancho que un tiro de piedra, y con el viento que refrescó a popa la acometieron, y salieron por entre la isla de la Caza y la de Luzon, por junto a una punta que se dice del Azufre, a mar ancha de una grande ensenada que se dice de Bombon. Donde hay hambre no hay contento. Los soldados, porque la gobernadora no les quería mandar dar su ración, amanecieron muy marchitos alrededor de la escotilla. El piloto mayor por verlos así, hizo con el escribano decir a la gobernadora que le hiciese merced de mandar dar de comer a aquella gente, y que si no quería dárselo, él la haría una obligación de pagarla en Manila lo que gastase con ellos hasta llegar, o si no, de darla otro tanto en la misma especie, y que si no, podría ser fuese desentrañada la bodega; que no era justo que habiendo que comer en aquella nao, la gente de ella muriese a falta. Mandóle llamar la gobernadora, y en llegando le dijo: --Señor capitán, ¿vuesa merced tiene gastados cuarenta mil pesos como yo gasté en esta jornada, o esta gente tráela a su cargo para lo que dice? Mal paga el adelantado lo mucho que le quería. Respondióle a esto el piloto mayor, diciendo: --Señora mía, yo gasté mi hacienda y cada uno la suya, y muchos la vida, y todo lo gastado se sabe; y del señor adelantado he sido yo con más verdad servidor que él se ha mostrado mi amigo, y esas memorias pasadas no me han de obligar a que me parezcan bien presentes faltas, ni vaya contra ellas, que duelen mucho a quien las sabe conocer. Esta gente tiene la misma necesidad de comer un día que tuvo el otro y tenemos todos, y hasta ponerlos en Manila hay obligación de darles la parte de cuanto hubiere que comer y que beber; y lo que es cargos, al del señor adelantado y al de vuesa merced había estado al traer largo lo que había necesidad en su jornada, y al mío el cuidado de guardarlo y disponerlo con fidelidad, midiendo su cantidad, camino y gente con el tiempo que esta nao pudo gastar conforme la poca vela que lleva. Dijo la gobernadora, convencida, que hiciese matar una ternera que allí había. Estando en estos conciertos, se tuvo vista de dos caracoas, que cada una la bogaban cuarenta indios, veinte por banda, con canaletes. Hízose con una bandera señal a la que venía delante. Desvióse, y no quiso esperar. Púsose la proa en la otra que temiendo llegó, y con un cabo que se le dio, se amarró. Preguntóse al patrón de donde venía, y para dónde iba. Dijo, que de Manila, que estaba de allí veinte leguas, y esto en lengua castellana (que hablaba bien), y que iba a Cebú, la primera población que los españoles fundaron en aquellas partes, que es la isla cien leguas de Manila. Pidióles un indio para guía, porque había la nao de pasar aquella noche unos bajos que se dicen de Tuley. Diéronle con precio de tres pesos por su trabajo. Compróles el piloto mayor dos cestos grandes de arroz, por dos patacones, que repartió por toda la gente, y la gobernadora quiso comprar otros dos; mas desavenidos en el precio, y dada la guía, largaron. el cabo y se fueron y nuestra gente a su camino. Pasóse aquella noche con mucha vigilancia, y la mañana siguiente se alcanzó a ver la boca de la bahía, a la cual se fue acercando por tierra de la isla de Fortun. Era contrario el viento por estar la entrada a la parte de Poniente y ser brisa del Nordeste la que venteaba.
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Cómo se hizo tablazón para los bergantines y una carabela En este tiempo el gobernador mandó que se buscase madera para aserrar y hacer tablazón y ligazón, así para hacer bergantines para el descubrimiento de la tierra como para hacer una carabela que tenía acordado de enviar a este reino para dar cuenta a Su Majestad de las cosas sucedidas en la provincia en el descubrimiento y conquista de ella; y el gobernador personalmente fue por los montes y campos de la tierra con los oficiales y maestros de bergantines y aserradores; los cuales en tiempo de tres meses aserraron toda la madera que les paresció que bastaría para hacer la carabela y diez navíos de remos para la navegación del río y descubrimiento de él; la cual se trajo a la ciudad de la Ascensión por los indios naturales, a los cuales mandó pagar sus trabajos, y de la madera con toda diligencia se comenzaron a hacer los dichos bergantines.
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Cómo vinieron todos los caciques e calachionis del río de Grijalva y trajeron un presente, y lo que sobre ello pasó Otro día de mañana, que fue a los postreros del mes de marzo de 1519 años, vinieron muchos caciques y principales de aquel pueblo de Tabasco y otros comarcanos, haciendo mucho acato a todos nosotros, e trajeron un presente de oro, que fueron cuatro diademas, y unas lagartijas, y dos como perrillos, y orejeras, e cinco ánades, y dos figuras de caras de indios, y dos suelas de oro, como de sus cotaras, y otras cosillas de poco valor, que yo no me acuerdo que tanto valía, y trajeron mantas de las que ellos traían e hacían, que son muy bastas; porque ya habrán oído decir los que tienen noticia de aquella provincia que no las hay en aquella tierra sino de poco valor; y no fue nada este presente en comparación de veinte mujeres, y entre ellas una muy excelente mujer, que se dijo doña Marina, que así se llamó después de vuelta cristiana. Y dejaré esta plática, y de hablar della y de las demás mujeres que trajeron, y diré que Cortés recibió aquel presente con alegría, y se apartó con todos los caciques y con Aguilar el intérprete a hablar, y les dijo que por aquello que traían se lo tenía en gracia; mas que una cosa les rogaba, que luego mandasen poblar aquel pueblo con toda su gente, mujeres e hijos, y que dentro de dos días le quería ver poblado, y que en esto conocerá tener verdadera paz. Y luego los caciques mandaron llamar todos los vecinos, e con sus hijos e mujeres en dos días se pobló. Y a lo otro que les mandó, que dejasen sus ídolos e sacrificios, respondieron que así lo harían; y les declaramos con Aguilar, lo mejor que Cortés pudo, las cosas tocantes a nuestra santa fe, y cómo éramos cristianos e adorábamos a un solo Dios verdadero, y se les mostró una imagen muy devota de nuestra señora con su hijo precioso en los brazos, y se les declaró que aquella santa imagen reverenciábamos porque así está en el cielo y es madre de nuestro señor Dios. Y los caciques dijeron que les parece muy bien aquella gran tecleciguata, y que se la diesen para tener en su pueblo, porque a las grandes señoras en su lengua llaman tecleciguatas. Y dijo Cortés que sí daría, y les mandó hacer un buen altar bien labrado; el cual luego le hicieron. Y otro día de mañana mandó Cortés a dos de nuestros carpinteros de lo blanco, que se decían Alonso Yáñez e álvaro López (ya otra vez por mí memorados), que luego labrasen una cruz bien alta; y después de haber mandado todo esto, dijo a los caciques qué fue la causa que nos dieran guerra tres veces, requiriéndoles con la paz. Y respondieron que ya habían demandado perdón dello y estaban perdonados, y que el cacique de Champoton, su hermano, se lo aconsejó, y porque no le tuviesen por cobarde, porque se lo reñían y deshonraban, porque no nos dio guerra cuando la otra vez vino otro capitán con cuatro navíos; y según pareció, decíalo por Juan de Grijalva. Y también dijo que el indio que traíamos por lengua, que se nos huyó una noche, se lo aconsejó, que de día y de noche nos diesen guerra, porque éramos muy pocos. Y luego Cortés les mandó que en todo caso se lo trajesen; e dijeron que como les vio que en la batalla no les fue bien, que se les fue huyendo, y que no sabían de él aunque le han buscado; e supimos que le sacrificaron, pues tan caro les costó sus consejos. Y más les preguntó, que de qué parte traían oro y aquellas joyezuelas. Respondieron que de hacia donde se pone el sol, y decían Culhúa y México, y como no sabíamos qué cosa era México ni Culhúa, dejábamoslo pasar por alto; y allí traíamos otra lengua que se decía Francisco, que hubimos cuando lo de Grijalva, ya otra vez por mí nombrado, mas no entendía poco ni mucho la de Tabasco, sino la de Culhúa, que es la mexicana; y medio por señas dijo a Cortés que Culhúa era muy adelante, y nombraba México, México, y no le entendimos. Y en esto cesó la plática hasta otro día, que se puso en el altar la santa imagen de nuestra señora y la cruz, la cual todos adoramos; y dijo misa el padre fray Bartolomé de Olmedo, y estaban todos los caciques y principales delante, y púsose nombre a aquel pueblo Santa María de la Victoria, e así se llama ahora la villa de Tabasco; y el mismo fraile con nuestra lengua Aguilar predicó a las veinte indias que nos presentaron, muchas buenas cosas de nuestra santa fe, y que no creyesen en los ídolos de que antes creían que eran malos y no eran dioses, ni más les sacrificasen, que los traían engañados, e adorasen a nuestro señor Jesucristo; e luego se bautizaron, y se puso por nombre doña Marina aquella india y señora que allí nos dieron y verdaderamente era gran cacica e hija de grandes caciques y señora de vasallos, y bien se le parecía en su persona; lo cual diré adelante cómo y de qué manera fue allí traída; e de las otras mujeres no me acuerdo bien de todos sus nombres, e no hace al caso nombrar algunas, mas estas fueron las primeras cristianas que hubo en la Nueva-España. Y Cortés las repartió a cada capitán la suya, e a esta doña Marina, como era de buen parecer y entremetida e desenvuelta, dio a Alonso Hernández Puertocarrero, que ya he dicho otra vez que era muy buen caballero, primo del conde de Medellín; y desque fue a Castilla el Puertocarrero, estuvo la doña Marina con Cortés, e della hubo un hijo, que se dijo don Martín Cortés, que el tiempo andando fue comendador de Santiago. En aquel pueblo estuvimos cinco días, así porque se curaban las heridas como por los que estaban con dolor de lomos, que allí se les quitó; y demás desto, porque Cortés siempre atraía con buenas palabras a los caciques, y les dijo cómo el emperador nuestro señor, cuyos vasallos somos, tiene a su mandado muchos grandes señores, y que es bien que ellos le den la obediencia; e que en lo que hubieren menester, así favor de nosotros como otra cualquiera cosa, que se lo hagan saber dondequiera que estuviésemos, que él les vendrá a ayudar. Y todos los caciques le dieron muchas gracias por ello, y allí se otorgaron por vasallos de nuestro gran emperador. Estos fueron los primeros vasallos que en la Nueva-España dieron la obediencia a su majestad. Y luego Cortés les mandó que para otro día, que era domingo de Ramos, muy de mañana viniesen al altar que hicimos, con sus hijos y mujeres, para que adorasen la santa imagen de nuestra señora y la cruz; y asimismo les mandó que viniesen seis indios carpinteros, y que fuesen con nuestros carpinteros, y que en el pueblo de Cintia, adonde Dios nuestro señor fue servido de darnos aquella victoria de la batalla pasada, por mí referida, que hiciesen una cruz en un árbol grande que allí estaba, que llaman ceiba, e hiciéronla en aquel árbol a efecto que durase mucho, que con la corteza, que suele reverdecer, está siempre la cruz señalada. Hecho esto mandó que aparejasen todas las canoas que traían, para nos ayudar a embarcar, porque aquel santo día nos queríamos hacer a la vela, porque en aquella sazón vinieron dos pilotos a decir a Cortés que estaban en gran riesgo los navíos por amor del norte, que es travesía. Y otro día muy de mañana vinieron todos los caciques y principales con todas sus mujeres e hijos, y estaban ya en el patio donde teníamos la iglesia y cruz, y muchos ramos cortados para andar en procesión; y desque los caciques vimos juntos, Cortés y todos los capitanes a una, con gran devoción anduvimos una muy devota procesión, y el padre de la Merced y Juan Díaz el clérigo revestidos, y se dijo misa, y adoramos y besamos la santa cruz, y los caciques e indios mirándonos. Y hecha nuestra solemne fiesta según el tiempo, vinieron los principales e trajeron a Cortés diez gallinas y pescado asado e otras legumbres, e nos despedimos dellos y siempre Cortés encomendándoles la santa imagen de nuestra señora y las santas cruces, y que las tuviesen muy limpias, y barrida la casa e la iglesia y enramado, y que las reverenciasen, e hallarían salud y buenas sementeras; y después que era ya tarde nos embarcamos, y a otro día lunes por la mañana nos hicimos a la vela, y con buen viaje navegamos e fuimos la vía de San Juan de Ulúa, y siempre muy juntos a tierra; e yendo navegando con buen tiempo, decíamos a Cortés los soldados que veníamos con Grijalva, como sabíamos aquella derrota: "Señor, allí queda La Rambla, que en lengua de indios se dice Ayagualulco." Y luego llegamos al paraje de Tonala, que se dice San Antón, y se lo señalábamos; más adelante le mostramos el gran río de Guazacualco, e vio las muy altas sierras nevadas, e luego las sierras de San Martín; y más adelante le mostramos la roca partida, que es unos grandes peñascos que entran en la mar, e tiene una señal arriba como a manera de silla; e más adelante le mostramos el río de Alvarado, que es adonde entró Pedro de Alvarado cuando lo de Grijalva; y luego vimos el río de Banderas, que fue donde rescatamos los dieciséis mil pesos, y luego le mostramos la isla Verde; y junto a tierra vio la isla de Sacrificios, donde hallamos los altares cuando lo de Grijalva, y los indios sacrificados, y luego en buena hora llegamos a San Juan de Ulúa jueves de la Cena después de mediodía. Acuérdome que llegó un caballero que se decía Alonso Hernández Puertocarrero, e dijo a Cortés: "Paréceme, señor, que os han venido diciendo estos caballeros que han venido otras dos veces a esta tierra: Cata Francia, Montesinos Cata París la ciudad, Cata las aguas del Duero, Do van a dar a la mar. Yo digo que miréis las tierras ricas y sabeos bien gobernar." Luego Cortés bien entendió a qué fin fueron aquellas palabras dichas, y respondió: "Dénos Dios ventura en armas como al paladín Roldán; que en lo demás, teniendo a vuestra merced y a otros caballeros por señores, bien me sabré entender." Y dejémoslo, y no pasemos de aquí: esto es lo que pasó; y Cortés no entró en el río de Alvarado, como dice Gómara.
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Capítulo XXXVI Cómo los de Túmbez tuvieron secretos consejos sobre si guardarían la amistad a los cristianos, o si contra ellos se mostrarían enemigos; y de la muerte que dieron a dos españoles, habiendo determinado de matarlos a todos, si pudiesen Habían los principales de Túmbez con muchos de sus indios andado con los españoles en la Puná, donde Francisco Pizarro les había entregado más de trescientas personas, hombres y mujeres, que los de la isla tenían cautivos, consintiendo el daño que hicieron, que fue mucho, sin los estorbar; creyendo que en ellos tendrían amigos fieles para lo de adelante, y ellos mismos en lo público así lo publicaban y decían; mas entendieron que Pizarro con los suyos, de la isla, quería salir para ir derecho a su tierra; temieron el hospedaje de tal gente; parecíales unas veces que sería bien llevar adelante el amistad trabada sin mezcla de engaño, creyendo que habían de señorear la tierra; de los mismos salían pareceres diversos, afirmando que por el inca habían de ser muertos y castigados, los que de ella se hubiesen mostrado favorables, con grandes penas; cuanto más que los españoles no publicaban amistad con igualdad, sino que habían de mandar, señorear exentamente a sus voluntades, y que así se parecía, pues tenían en tan poco sus personas. De manera que, estando en coyuntura los españoles de pasar de la isla a Túmbez, tuvieron congregaciones y juntas ocultas, con recelo de que no fuese aviso a los cristianos de ello; y como lo hubieron pensado y platicado, se vinieron a conformar en procurar la muerte a los españoles con todas sus fuerzas, aunque supiesen sobre el caso perder las vidas. De esto muy ignorante Pizarro estaba, por la confianza que tenía de la palabra que le habían dado de serle amigo; con lo cual determinaron algunos cristianos de meterse en balsas para salir de Túmbez desde la isla, con parte de los caballos y bagajes, y que los demás fuesen en los navíos por la mar. El capitán Hernando de Soto se metió con dos o tres españoles en una balsa, y en otra entró el capitán Cristóbal de Mena; y uno llamado Hurtado con otro mancebito hermano de Alonso de Toro, se embarcó en otra balsa, y comenzaron de andar estando ya determinados los indios en el propósito dicho. Llegaron primero que ningunos este Hurtado con el otro mozo; hallaron en la costa muchos de los de Túmbez, y con engaño y gran disimulación los llevaban como que los querían llevar a aposentar. Los tristes, como iban descuidados, sin ningún recelo, fueron a do les llevaban, y luego con gran crueldad les fueron sacados los ojos, y estando vivos, los bárbaros les cortaban los miembros, y teniendo unas ollas puestas con gran fuego, los metieron dentro y acabaron de morir en este tormento. Saliendo los agresores con determinación de haber en sus manos al capitán Soto, para hacer lo mismo que hicieron de los otros; y como llegase Soto a la playa, los indios que venían rigiendo la balsa eran naturales del mismo Túmbez, y entendieron lo que había pasado; no lo pudieron disimular, porque son inconstantes; antes con alegría saltaron en tierra, de que Soto se turbó y aun recató que venían a le matar. Mas como supieron que eran llegados tan pocos cristianos, tornaron a pensar que sería bien dilatar la muerte de los que ya tenían en su puerto hasta que llegasen más. Soto, con los que con él vinieron estuvieron toda aquella noche, sin dormir; y otro día llegó Pizarro con los demás españoles. Los tumbeztinos, como lo vieron a él y a ellos, temieron, aunque eran muchos, de salir a poner en efecto su propósito, y habiendo vuéltoseles la cólera en flema y esfuerzo en cobardía, pensaron de se absentar, sin querer llegar a oír los bufidos de los caballos, deciendo que eran grandes sus pecados, pues sus dioses no solamente los olvidaban y desamparaban, mas ayudaban a los cristianos para que, siendo tan pocos, los superasen estando sus ánimos alebrestados para huir y dejarles la tierra. Y porque conviene para la claridad de mi escritura, concluir en contar las conclusiones y guerras de los dos hermanos Guascar y Atabalipa, dejaré en este estado este suceso, donde con brevedad procuraré concluir lo que dejo y volveré a ello.
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CAPÍTULO XXXVI Alójanse los nuestros en Chicaza. Danles los indios una cruelísima y repentina batalla nocturna Con el trabajo y peligro que hemos dicho, vencieron nuestros españoles la dificultad de pasar el primer río de la provincia de Chicaza, y, como se viesen libres de enemigos, deshicieron las piraguas y guardaron la clavazón para hacer otras cuando fuesen menester. Hecho esto, pasaron adelante en su descubrimiento y, en cuatro jornadas que caminaron por tierra llana, poblada, aunque de pueblos derramados y de pocas casas, llegaron al pueblo principal llamado Chicaza, de quien toda la provincia toma el nombre. El cual estaba asentado en una loma llana, prolongada norte sur, entre unos arroyos de poca agua, empero de mucha arboleda de nogales, robles y encinas, que tenían caída a sus pies la fruta de dos, tres años, la cual dejaban los indios perder porque no tenían ganados que la comiesen y ellos no la gastaban porque tenían otras frutas que comer mejores y más delicadas. El general y sus capitanes llegaron al pueblo Chicaza a los primeros de diciembre del año mil y quinientos y cuarenta, y lo hallaron desamparado, y, como fuese ya invierno, les pareció que sería bien invernar en él. Con este acuerdo, recogieron todo el bastimento necesario y trajeron de los poblezuelos comarcanos mucha madera y paja de que hicieron casas, porque las del pueblo principal, aunque eran doscientas, eran pocas. Con alguna quietud y descanso estuvieron los nuestros en su alojamiento casi dos meses, que no entendían sino en correr cada día el campo con los caballos, y prendían algunos indios de los cuales enviaba el gobernador los más de ellos con dádivas y recaudos al curaca, convidándole con la paz y amistad. El cual respondía prometiendo largas esperanzas de su venida, fingiendo achaques de su tardanza, duplicando los mensajes, de día en día, por entretener al gobernador, al cual, en recambio de sus dádivas, le enviaba alguna fruta, pescado y carne de venado. Entretanto sus indios no dejaban de inquietar a nuestros españoles con rebatos y arma que les daban todas las noches dos y tres veces, mas no aguardaban a pelear, que, en saliendo a ellos los cristianos, se acogían huyendo. Todo lo cual hacían de industria, como hombres de guerra, por desvelar a los españoles con los rebatos y descuidarlos con la muestra de la cobardía porque pensasen que siempre había de ser así y estuviesen remisos en su milicia para cuando los acometiesen de veras. No estuvieron los indios mucho tiempo en esta cobardía, antes parece que, avergonzados de haberla tenido, quisieron mostrar lo contrario y dar a entender que el huir pasado había sido artificiosamente hecho para descubrir mayor ánimo y esfuerzo a su tiempo, como lo hicieron, según veremos luego. A los postreros de enero del año de mil y quinientos y cuarenta y uno, habiendo reconocido lo favorable que les era el viento norte, que aquella noche corrió furiosamente, vinieron los indios en tres escuadrones a la una de la noche y, con todo el silencio posible, llegaron a cien pasos de las centinelas españolas. El curaca, que venía por capitán del escuadrón de en medio, que era el principal, envió a saber en qué paraje estaban los otros dos colaterales y, habiendo sabido que estaban en el mismo paraje que el suyo, mandó tocar arma, la cual dieron con muchos atambores, pífanos, caracoles y otros instrumentos rústicos que traían para hacer mayor estruendo, y todos los indios, a una, dieron un gran alarido para poner mayor terror y asombro a los españoles. Traían, para quemar el pueblo y para ver los enemigos, unos hachos de cierta hierba que en aquella tierra se cría, la cual, hecha maroma o soga delgada y encendida, guarda el fuego como una mecha de arcabuz y, ondeada por el aire, levanta llama que arde sin apagarse como una hacha de cera. Y los indios hacían con tanta curiosidad estos hachos que parecían hachas de cera de cuatro pabilos y alumbraban tanto como ellas. En las puntas de las flechas traían sortijuelas hechas de la misma hierba para tirarlas encendidas y pegar de lejos fuego a las casas. Con esta orden y prevención vinieron los indios y arremetieron al pueblo, ondeando los hachos, y echaron muchas flechas encendidas sobre las casas y, como ellas eran de paja, con el recio viento que corría se encendieron en un punto. Los españoles, aunque sobresaltados con tan repentino y fiero asalto, no dejaron de salir con toda presteza a defender sus vidas. El gobernador, que, por hallarse apercibido para semejantes rebatos, dormía siempre en calzas y jubón, salió a caballo a los enemigos primero que otro algún caballero de los suyos, y, por la prisa que los enemigos traían, no había podido tomar otras armas defensivas sino una celada y un sayo, que llaman de armas, hecho de algodón colchado, de tres dedos de grueso, que contra las flechas no hallaron otra mejor defensa los nuestros. Con estas armas, y su lanza y adarga, salió el gobernador solo contra tanta multitud de enemigos, porque nunca los supo temer. Otros diez o doce caballeros salieron en pos de él, mas no luego. Los demás españoles, así capitanes como soldados, acudieron con el ánimo acostumbrado a resistir la ferocidad y braveza de los indios, mas no pudieron pelear con ellos porque traían por delante en su favor y defensa el fuego, la llama y el humo, todo lo cual el viento recio que soplaba echaba sobre los españoles, con que los ofendía malamente. Mas con todo eso los nuestros, como podían, salían de sus cuarteles a pelear con los enemigos, unos pasando a gatas por debajo de la llama porque no los alcanzase, otros, corriendo por entre casa y casa, huyendo del fuego. Así salieron algunos al campo; otros acudieron a la enfermería a socorrer los dolientes, porque tenían los enfermos de por sí en una casa aparte, los cuales, sintiendo el fuego y los enemigos, se acogieron los que pudieron huir, y los que no pudieron perecieron quemados antes que el socorro les llegase. Los de a caballo salían según les daba la prisa el fuego y la furia de los enemigos, que como el rebato fue tan repentino, no tuvieron lugar de se armar y ensillar los caballos. Unos los sacaban de diestro, huyendo con ellos porque el fuego no los quemase; otros los desamparaban, que para el fuego no había otra resistencia sino el huir. Pocos salieron a socorrer al gobernador, el cual había gran espacio de tiempo que, con los poquísimos que habían salido al principio de la batalla, peleaba con los enemigos, y fue el primero que aquella noche mató indio, porque siempre se preciaba ser de los primeros en toda cosa. Los indios de los dos escuadrones colaterales entraron en el pueblo, y, con el fuego que en su favor traían, hicieron mucho daño, que mataron muchos caballos y españoles que no tuvieron tiempo de valerse.
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Capítulo XXXVI Que trata del alzamiento de los indios de toda la comarca de la ciudad de Santiago y cómo el general Pedro de Valdivia salió a ellos y de lo que le sucedió en esta jornada Habiendo los indios, gente indómita y sin razón, bárbara, faltos de todo conocimiento y de toda virtud, hecho aquel mal recaudo, acordaron levantarse no solamente aquestos, mas hicieron a todos los demás se alterasen. Y como son amigos de novedades, acordaron hacerse a una todos y hacer de nuevo la guerra. Y como su entendimiento es seguir su apetito y ciega sensualidad, pues siguiéndola como la siguen vienen a ser parte de perder las vidas, no mirando lo que empreden, como muchos la perdieron, el fin que ha de tener y a donde irían a parar sus negocios, aquellos que comienzan cuando se alteran. Con muchas partes habemos visto que caminan como cojos y atinan como ciegos, según que yo he visto y se ve cuando se alzan que perece gran copia de ellos, porque tienen en su condición esta orden: que si al principio, por descuido y por culpa de los españoles, a los indios le sucede bien, reconocen mejor su victoria y con ella engendran brava soberbia, lo cual los destruye. Y como es gente sin orden y sin razón, carecían de experiencias de la guerra. Principalmente con gente tan belicosa como españoles no han buen fin, porque al principio acometen a su salvo y con gran cautela, y por no ser experimentados no se amañan y piérdense. Pues viéndose en el tan acometimiento encarnizados, y viendo que habían comenzado negocio que por ninguna vía podían dejar de perder las vidas, muchos de ellos desampararon sus tierras, porque no era prenda la que habían metido que así fácilmente la habían de dejar de la mano. Por esta vía acordaron añadir un mal a otro y ejecutar su mal propósito y mala y perversa opinión. Y para efectuarla hicieron llamamiento general y ordenaron sus gentes e hicieron grandes banquetes y borracheras, porque así lo tienen por uso. Y en ella hacen sus acuerdos y dan orden a la guerra que juntos allí en aquella junta acordaron, aunque sin acuerdo, rebelarse todos los señores con sus gentes. Hiciéronse en una unión y conformidad, que dieron orden en como matarían a todos los cristianos que había en la tierra, diciendo que eran pocos. Y para efectuarlo concertaron que se ayuntasen por provincias y que se diesen avisos a los que convenía darse. Fueron luego ayuntados diez mil indios en el valle de Anconcagua, del mesmo valle y de los más cercanos, a la voz del cacique Michimalongo, ansí mesmo por parte del cacique Quilicanta. Y ayuntáronse más todos los indios del valle de Mapocho y otros que llaman los picones, que son los que agora se dicen pormocaes, como adelante diré por qué se llamaron picones y porcomaes, que eran todos diez y seis mil indios. Sabido por el general el alteración de los indios y las juntas que los señores habían hecho, acordó salir de la ciudad con la más brevedad que pudo, e ir a romper la más cercana junta y no aguardar a que se ayuntasen todos si fuere posible, porque rompiendo aquéllos, los otros no tienen tantas fuerzas, y de esta suerte son parte para deshacer grandes juntas. Salió el general con sesenta hombres, los treinta de a caballo y los otros de a pie, y fue al valle de Anconcagua a desbaratar a Michimalongo y a su gente. Entretanto, estando preso como arriba dijimos el cacique Quilicanta con los demás caciques, y como era valeroso y de quien hacían todos los caciques mucha mención, era hombre de guerra y de la progenie de los ingas. Este, viéndose preso acordó de tratar amistad con el cacique Michimalongo, haciéndoles saber por mensajeros que le enviaba, pues tenían en medio los cristianos, cómo eran tan pocos, hambrientos y cansados, y que ellos eran muchos en extrema cantidad y estaban en su tierra y la sabían, y que se animase y matase a los cristianos, y que después ellos se concertarían y serían amigos hasta su fin. El Michimalongo, oída la embajada, parecióle bien el negocio y concedió en ello, y respondió que era bien acertado, y que en ello se ganaban dos cosas, lo uno, libertad a su tierra y gente, en echar de ella a sus adversos, como en efecto por tales los tenían, y lo otro, por verse amigo del Quilicanta, que era una cosa que él mucho deseaba porque conocía que era más poderoso que no él. Sabido por Quilicanta la voluntad del Michimalongo, y cómo había concedido en el concierto y ruego, envió a hablar a sus principales indios, diciéndoles que cuatrocientos de ellos viniesen al presente a servir al general para ir con él, y que agora tenían tiempo para poderse vengar de él. E venidos les dijo esto ante el general por asegurarle a él y a ellos, y dijo al general: "Apo sírvete de esos indios, que vienen bien aderezados a punto de guerra, que son muy belicosos y buenos guerreros, que son del valle de Mapocho". Recibiólos el general, pareciéndole que le hacía gran servicio en darle cuatrocientos amigos y hombres de guerra. Y por otra parte hizo el Quilicanta mensajero a los principales que llevaban aquellos cuatrocientos indios a cargo, secretamente, que cuando el general se apease y los demás cristianos de sus caballos para pelear con Michimalongo donde estuviese, que ellos como personas de quien no se tendría sospecha por llevarlos por amigos, se allegasen y matasen luego los caballos, porque aquéllos muertos, no esperaría ningún español. Y como en semejantes peligros Dios nuestro Señor, ampara y socorre y alumbra a los cristianos, remedió y alumbró el entendimiento al general de esta suerte: yendo caminando con sus españoles en el valle de Colina, que es cuatro leguas de la ciudad de Santiago, vido encima de una peña cercana del camino dos indios que miraban a los cristianos. Y como es gente silvestre y mal inclinada, tenían tino a las palabras que su cacique les mandó, más que a la solicitud y disimulación que debían tener, por qué miraban a los cristianos. E visto por el general, que iba delante de su gente, mandó a su maese de campo que pasada toda la gente, ansí españoles como indios, tomase aquellos dos indios que estaban encima de la peña, y los apartase del camino donde nadie los viese, y supiese qué era lo que allí hacían y en qué entendían. Luego el maestre de campo lo puso por obra y tomados aquellos dos indios les quería atormentar. Luego confesaron su intención y mostraron un quipo, que es un hilo grueso con sus ñudos, en el cual tenían tantos ñudos hechos cuantos españoles habían pasado. Con esto confesaron todo cuanto llevaban en voluntad de hacer, según y como su cacique Quilicanta les había mandado. Declararon más, que el día que el general diese la guazábara a Michimalongo habían de dar todo el restante de la tierra en la ciudad y quemarla y matar a los cristianos. Luego fueron estos dos indios ahorcados, porque no supiesen la demás gente lo que dijeron al maestre de campo. Pero Gómez de Don Benito le avisó al general de todo el negocio. Luego el general habló a sus españoles públicamente que la junta de Michimalongo era burla y que no había tal cosa. Esto les dijo por volver a amparar la ciudad con toda priesa. Caminando como digo a la ciudad, supo en el camino cómo toda la gente de guerra de la provincia de los pormocaes se habían juntado en el río de Cachapoal, que son doce leguas de la ciudad, y que allí tenían hecho un fuerte con el señor de aquel valle. Oída la nueva, se dio mayor priesa, y porque no viniesen a la ciudad ante que él allegase, y no la llevasen, que por ventura estaría desapercebida, marchó con su gente con tanta presura que entró en la ciudad a muy buen tiempo. Sabida por los indios de guerra la entrada del general, hicieron alto cerca del dicho río, y de allí esperaban hacer el daño que pudiesen. Y ya que no pudieron efectuar su mal propósito, acordaron estar quedos en aquel fuerte. Acordó el general salir de la ciudad con sesenta hombres de a caballo y de a pie, dejando en la ciudad su teniente y todo recaudo posible, como hombre que bien lo entendía, y como el tiempo y sitio lo requería y la necesidad lo amaestraba.
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De cómo Nezahualcoyotzin edificó unos palacios para su morada, que fueron los mayores que hubo en la Nueva España y de su descripción Esta división y repartición de tierras de los pueblos y lugares del reino de Tetzcuco se hizo también en el de México y Tlacopan, porque los otros dos reyes y cabezas del imperio fueron siempre admitiendo sus leyes y modo de gobierno, por parecerles ser el mejor que hasta entonces se había tenido y así, lo que se trata y describe del reino de Tetzcuco, se entiende ser lo mismo el de México y Tlacopan, pues las pinturas, historias y cantos que sigo siempre comienzan por lo de Tetzcuco y lo mismo hace la pintura de los padrones y tributos reales que hubo en esta Nueva España en tiempo de su infidelidad y así lo de las casas del rey Nezahualcoyotzin lo sacó de una pintura antiquísima y por ella se echa de ver muy a la clara su grandeza de edificios, salas, aposentos y otros cuartos de retretes, jardines, templos, patios y lo demás que contenían las casas, como muy a la clara el día de hoy se echa de ver por sus ruinas. Estas casas las edificaron todas las tres cabezas de esta Nueva España, Tetzcuco, México y Tlacopan con todos sus llamamientos, en donde andaban ocupadas más de doscientas mil personas cada día. Los obreros mayores, que eran de estas casas, fueron Xilomantzin señor de Culhuacan y Moquihuitzin de Tlaltelulco, aunque a lo más de ella asistía el rey Nezahualcoyotzin personalmente. Tenían las casas de longitud que corrían de oriente a poniente, cuatrocientas y once medidas y media, que reducidas a nuestra medida, hacen mil doscientas treinta y cuatro varas y media y de latitud que es de norte a sur, trescientas veintiséis medidas que hacen novecientas setenta y ocho varas; por la cuadra que caía hacia la parte del sur y oriente era la cerca de una pared muy fuerte de adobes y el cimiento era de muy fuerte argamasa, que tenía de grueso dos varas y de alto tres estados y por la parte del poniente (que era hacia la laguna) y la del norte, estaba cercada de una muralla muy fuerte, que tenía cinco estados de alto y esta muralla hasta el tercio de la altura iba disminuida a manera de estribo y los dos tercios de allí para arriba a plomo cuadrada; en medio de toda esta cuadra estaban los cuartos de la vivienda del rey, las salas de los consejos y los demás cumplimientos que se irán describiendo; tenían estas casas, para lo que era la vivienda y asistencia del rey dos patios principales, que el uno y más grande era el que servía de plaza y mercado y aún el día de hoy lo es de la ciudad de Tetzcuco y el otro, que era más interior (en donde estaban las salas de los consejos), tenía por la parte del oriente la sala del consejo real, en la cual tenía el rey dos tribunales y en medio de ella estaba un fogón grande, en donde de ordinario estaba el fuego sin que jamás se acabase y por el lado derecho del fogón, estaba un tribunal, que era el supremo, a quien llamaban Teoicpalpan que es lo mismo que decir asiento y tribunal de Dios, demás de estar más alto y encumbrado que el otro, la silla y espalda era de oro engastado en piedras turquescas y otras piedras preciosas, delante de la cual estaba uno como a manera de sitial y en él una rodela y macana y un arco con su aliaba y flechas y encima de todo una calavera y sobre ella una esmeralda piramidal, en donde estaba hincado un plumaje o plumero que se llama tecpílotl, que atrás queda referido y unos montones de piedras preciosas; a los lados servían de alfombra unas pieles de tigres y leones y mantas hechas de plumas de águila real, en donde asimismo estaban por su orden cantidad de brazaletes y grebas de oro. Las paredes estaban entapizadas y adornadas de unos palos hechos de pelo de conejo, de todos colores, con figuras de diversas aves, animales y flores; tras de la silla estaba puesto de plumería rica uno a manera de dosel y en medio de unos resplandores y rayos hechos de oro y pedrería. El otro tribunal que llamaban del rey, tenía su silla y asiento más llano y asimismo otro dosel hecho de plumería con las insignias del escudo de armas que solían usar los reyes de Tetzcuco; en este tribunal de ordinario asistían los reyes, en donde hacían sus despachos y audiencias públicas y cuando determinaban las causas graves y de entidad o confirmaban algunas sentencias de muerte, se pasaban al tribunal que llamaban de dios, poniendo la mano derecha sobre la calavera y en la izquierda una flecha de oro que les servía de cetro y entonces se ponían la tiara que usaban, que era como media mitra; asimismo estaban tres de estas tiaras en el sitial referido, la una era de pedrería engastada en oro, la otra de plumería y la tercera tejida de algodón y pelo de conejo de color azul. En esta sala asistían los catorce grandes del reino por su orden y antigüedades; la cual sala hacía tres divisiones. La primera era donde estaba el rey. La segunda, en donde estaban seis de los grandes en sus asientos y estrados: el primero de la mano derecha era el señor de Teotihuacan, el segundo el de Acolman, el tercero el de Tepetlaóztoc y por el lado izquierdo estaban, el primero el señor de Huexutla, el segundo el de Coatlichan, el tercero el de Chimalhuacan. La tercera división (que era la más exterior) estaban otros ocho señores por su orden y antigüedades: por el lado derecho, el primero era el señor de Otompan, el segundo el de Tolantzinco, el tercero el de Quauhchinanco, el cuarto el de Xicotépec y por el lado izquierdo, el primero el de Tepechpan, el segundo el de Teyoyocan, el tercero el de Chicunauhtla y el cuarto el de Chiauhtla. Asimismo se seguía otra sala que estaba en par de ésta por la parte de oriente, que se dividió en dos partes: en la una, que caía por la parte interior, había en lo más principal y en los primeros puestos ocho jueces, que eran nobles y caballeros y los otros cuatro eran de los ciudadanos y después de ellos se seguían otros quince jueces provincianos, que eran naturales de todas las ciudades y pueblos principales del reino de Tetzcuco, los cuales oían todos los pleitos así civiles como criminales, que se incluían debajo de las ochenta leyes que estableció Nezahualcoyotzin y no duraba el más grave más de ochenta días. En la otra parte de la sala, que caía a la parte exterior, estaba un tribunal en donde estaban cuatro jueces supremos, que eran los cuatro presidentes supremos de los consejos y un postigo por donde entraba y salían a comunicar con el rey. Por la parte del norte de este patio se seguía otra sala muy grande, que llamaban de ciencia y música, en donde estaban tres tribunales supremos: en el uno, que caía frontero del patio estaba el tribunal y asiento del rey de Tetzcuco y por un lado a mano derecha estaba el otro tribunal, que era del rey de México y por el lado izquierdo estaba el del rey de Tlacopan, en donde estaban muchas insignias, como eran muchas rodelas, borlas, penachos y otras insignias de plumería rica y cargas de mantas de mucho precio y muchas joyas de oro y pedrería, en los cuales se sentaban y asistían los reyes cuando se juntaban. Allí en medio tenían un instrumento musical que llaman huéhuetl, en donde de ordinario estaban y asistían los filósofos, poetas y algunos de los más famosos capitanes del reino, que de ordinario estaban cantando los cantos de sus historias, cosas de moralidad y sentencias. Tras de esta sala se subía a otra que estaba sobre la muralla fuerte, en donde estaban muchos capitanes y soldados valerosos, que eran los de la guarda del rey y luego se seguía otra casi opuesta a la sala real, en donde asistían los embajadores de los reyes de México y Tlacopan; después estaba un tránsito por donde se entraba a este patio del otro grande de la plaza y en el otro lado de él estaba otra sala grande del consejo de guerra, en donde asistían en lo más principal de ella seis capitanes naturales de la ciudad de Tetzcuco, tres nobles y tres ciudadanos y después de ellos se seguían otros quince capitanes naturales de las ciudades y pueblos más principales del reino de Tetzcuco, a quienes se despachaban todos los negocios pertenecientes al consejo de guerra. Por la pate del mediodía se seguían otras dos salas, en donde estaban y asistían otros tantos jueces por la orden que está dicho, del consejo de hacienda. Tras de ella se seguía la segunda sala, en donde estaba cierta dignidad de hombres, que eran como jueces pesquisidores, que salían fuera de la ciudad a las provincias y ciudades a averiguar y castigar lo que el rey les mandaba. Después de esta sala se seguía otra que era el almacén de las armas y por la parte interior estaban los cuartos de la reina y otros de las damas, las cocinas y los retretes en donde el rey dormía, con muchos patios y laberintos, con las paredes de diversas figuras y labores. Cada una de estas salas que eran casi cuadradas, eran de un largo de cincuenta varas y de ancho poco menos y otras venían a más y a menos. Por la parte de mediodía y por la de oriente de las salas y cuartos referidos estaban los jardines y recreaciones del rey, con muchas fuentes de agua, estanques y acequias con mucho pescado y aves de volantería, lo cual estaba cercado de más de dos mil sabinas, que hoy está la mayor parte de ellas en pie y asimismo había en estos jardines otros muchos laberintos, que estaban en los baños que el rey tenía, en donde estando los hombres no daban con la salida, con muchos torreones y chapiteles adornada la casa y el otro patio, que era el mayor y servía de plaza, en medio de la cual estaba el juego de la pelota y hacia la entrada del segundo patio estaba un brasero más grande sobre una peana, el que siempre ardía día y noche, sin que jamás se apagase. Esta plaza estaba cercada de portales y tenía asimismo por la parte del poniente otra sala grande y muchos cuartos a la redonda, que era la universidad, en donde asistían todos los poetas, históricos y filósofos del reino, divididos en sus clases y academias conforme era la facultad de cada uno y asimismo estaban aquí los archivos reales; por un lado de estos cuartos era una de las entradas y puertas del palacio. Luego se seguían otros cuartos con su patio, salas y aposentos, en donde estaban aposentados los reyes de México cuando iban a Tetzcuco y después se seguían los cuartos en donde se recogían y guardaban los tributos de la provincia de Cuauhnáuac y luego otros de la provincia de Chalco. Todos los estados y provincias tenían sus cargos de tributos dentro de palacio y todos los demás los tenían era en casas particulares que estaban dedicadas para este efecto. Por la parte del norte junto a donde caían los templos (como adelante se dirá) y por la parte de afuera de la muralla, se seguían las casas en donde se aposentaban los reyes de Tlacopan cuando iban a esta ciudad y más adelante frontero de los templos estaba la casa de aves, en donde el rey tenía todos cuantos géneros y diversidad había de aves y animales, sierpes y culebras traídas de diversas partes de esta Nueva España y las que no podían ser habidas estaban sus figuras hechas de pedrería y oro y lo mismo era de los peces y así de los que hay y se crían en el mar como en los ríos y lagunas, de tal modo, que no faltaba allí ave, pez ni animal de toda esta tierra, que no estuviese vivo o hecho figura y talla en piedras de oro y pedrería. Finalmente contenía toda la casa del rey, entre los grandes y medianos aposentos y retretes, más de trescientas piezas, todo ello edificado con mucha arte de arquitectura y al tiempo que se cubrían algunas de las salas, queriendo cortar las maderas y planchas por los extremos y quitar las maromas con que las habían arrastrado, que eran de increíble grandeza, les mandó el rey que las dejasen así, que tiempo vendría que sirviesen a otros y no tendrían trabajo de hacerles nuevos huracos, ni ponerles nuevas maromas para arrastrarlas y así se hizo y yo los he visto dentro de los huecos de los pilares y portadas sobre que cargaba y se cumplió su profecía, pues lo han desbaratado y aprovechádose de la madera.
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En el que se contiene la descripción y traza del reino del Perú, que se entiende desde la ciudad de Quito hasta la villa de Plata, que hay más de setecientas leguas Ya que he concluído con lo tocante a la gobernación de la provincia de Popayán, me parece que es tiempo de extender mi pluma en dar noticia de las cosas grandes que hay que decir del Perú, comenzando de la ciudad del Quito. Pero antes que diga la fundación de esta ciudad será conveniente figurar la tierra de aquel reino, el cual terná de longitud setecientas leguas y de latitud a partes ciento y a partes más, y por algunas menos. No quiero yo tratar agora de lo que los reyes ingas señoreaban, que fueron más de mil y doscientas leguas; mas solamente diré lo que se entiende Perú, que es de Quito hasta la villa de Plata, desde el un término hasta el otro. Y para que esto mejor se entienda, digo que esta tierra del Perú son tres cordilleras o cumbres desiertas y a donde los hombres por ninguna manera podrían vivir. La una destas cordilleras es las montañas de los Andes, llenas de grandes espesuras, y la tierra tan enferma que, si no es pasado el monte, no hay gente ni jamás la hubo. La otra es la serranía que va de luengo desta cordillera o montaña de los Andes, la cual es frigidísima y sus cumbres llenas de grandes montañas de nieve, que nunca deja de caer. Y por ninguna manera podrían tampoco vivir gentes en esta longura de sierras, por causa de la mucha nieve y frío, y también porque la tierra no da de sí provecho, por estar quemada de las nieves y de los vientos, que nunca dejan de correr. La otra cordillera hallo yo que es los arenales que hay desde Tumbez hasta más adelante de Tarapacá, en los cuales no hay otra cosa que ver que sierras de arena y gran sol que por ellas se esparce, sin haber agua ni hierba, ni árboles ni cosa criada, sino pájaros, que con el don de sus alas pueden atravesar por dondequiera. Siendo tan largo aquel reino como digo, hay grandes despoblados por las razones que he puesto. Y la tierra que se habita y donde hay poblado es desta manera: que la montaña de los Andes por muchas partes hace quebradas y algunas abras, de las cuales salen valles algo hondos, y tan espaciosos que hay entre las sierras grande llanura, y aunque la nieve caiga, toda se queda por los altos. Y los valles, como están abrigados, no son combatidos de los vientos, ni la nieve allega a ellos; antes es la tierra tan frutífera, que todo lo que siembra da de sí fruto provechoso, y hay arboledas y se crían muchas aves y animales. Y siendo la tierra tan provechosa, está toda bien poblada de los naturales, y lo que es en la serranía. Hacen sus pueblos concertados de piedra, la cobertura de paja, y viven sanos y son muy sueltos. Y así desta manera, haciendo abras y llanadas las sierras de los Andes y la Nevada, hay grandes poblaciones en las cuales hubo y hay mucha cantidad de gente, porque destos valles corren ríos de agua muy buena, que van a dar a la mar del Sur. Y así como estos ríos entran por los espesos arenales que he dicho y se extienden por ellos, de la humidad del agua se crían grandes arboledas y hácense unos valles muy lindos y hermosos; y algunos son tan anchos que tienen a dos o a tres leguas, a donde se ven gran cantidad de algarrobos, los cuales se crían aunque están tan lejos del agua. Y en todo el término donde hay arboledas es la tierra sin arenas y muy fértil y abundante. Y estos valles fueron antiguamente muy poblados; todavía hay indios, aunque no tantos como solían, ni con mucho. Y como jamás no llovió en estos llanos y arenales del Perú, no hacían las casas cubiertas como los de la serranía, sino terrados galanos o casas grandes de adobes, con sus estantes o mármoles; para guarecerse del sol ponían unas esteras en lo alto. En este tiempo-se hace así, y los españoles, en sus casas, no usan otros tejados que estas esteras embarradas. Y para hacer sus sementeras, de los ríos que riegan estos valles sacan acequias, tan bien sacadas y con tanta orden que toda la tierra riegan y siembran, sin que se les pierda nada. Y como es de riego, están aquellas acequias muy verdes y alegres, y llenas de arboledas de frutales de España y de la misma tierra. Y en todo tiempo se coge en aquellos valles mucha cantidad de trigo y maíz y de todo lo que se siembra. De manera que, aunque he figurado al Perú ser tres cordilleras desiertas y despobladas, dellas mismas, por la voluntad de Dios, salen los valles y ríos que digo; fuera dellos por ninguna manera podrían los hombres vivir, que es causa por donde los naturales se pudieron conquistar tan fácilmente y para que sirvan sin se rebelar, porque si lo hiciesen, todos perescerían de hambre y de frío. Porque (como digo), si no es la tierra que ellos tienen poblada, lo demás es despoblado, lleno de sierras de nieve y de montañas altísimas y muy espantosa. Y la figura dellas es que, como tengo dicho, tiene este reino de longitud setecientas leguas, que se extiende de norte a sur, y si hemos de contar lo que mandaron los reyes ingas, mil y doscientas leguas de camino derecho, como he dicho, de norte a sur por meridiano. Y tendrá por lo más ancho de levante a poniente poco más que cien leguas, y por otras partes a cuarenta y a sesenta, y a menos y a más. Esto digo de longitud y latitud se entiende cuanto a la longura y anchura que tienen las sierras y montañas que se extienden por toda esta tierra del Perú, según que he dicho. Y esta cordillera tan grande, que por la tierra del Perú se dice Andes, dista de la mar del Sur por unas partes cuarenta leguas y por otras partes sesenta, y por otras más y por algunas menos; y por ser tan alta y la mayor altura estar tan allegada a la mar del Sur, son los ríos pequeños, porque las vertientes son cortas. La otra serranía que también va de luengo desta tierra, sus caídas y fenescimientos se rematan en los llanos y acaban cerca de la mar, a partes a tres leguas y por otras partes a ocho y a diez, y a menos y a más. La constelación y calidad de la tierra de los llanos es más cálida que fría, y unos tiempos más que otros, por estar tan baja que casi la mar es tan alta como la tierra, o poco menos. Y cuando en ella hay más calor es cuando el sol ha pasado ya por ella y ha llegado al trópico de Capricornio, que es a 21 de diciembre, de donde da la vuelta a la línea equinocial. En la serranía, no embargante que hay partes y provincias muy templadas, podráse decir al contrario que de los llanos, porque es más fría que caliente. Esto que he dicho es cuanto a la calidad particular destas provincias, de las cuales adelante diré lo que hay más que contar dellas.
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CAPITULO XXXVI Sale de México para S. Blas, y se embarca para estas Misiones de Monterrey. Luego que el V. P. Junípero se vió con tan favorables providencias, y con tanto socorro (limosna del Exmô, Señor Virrey) no sólo para mantener y vestir a sus hijos Neófitos, sino también para aumentar el número de ellos, no veía las horas de ponerse en camino, sin reparar en su avanzada edad, ni en el habitual accidente del pie, que parece no se acordaba de él, pues no trató de ponerse en cura, con tan buena ocasión, sino de ponerse en camino, como lo hizo, por el mes de Septiembre de 1773 en compañía del P. Lector Fr. Pablo Mugartegui, de la Provincia de Cantabria, que le señaló el R. P. Guardián y Venerable Discretorio, alegrándose mucho de ello nuestro V. Siervo de Dios, así por tener Compañero en tan dilatado viaje, como porque con esto se añadía un Operario más en la Viña del Señor. Quiso despedirse de la Comunidad en Refectorio, suplicando al R. Padre Guardián le permitiese el besar los pies a todos los Religiosos, como lo hizo, y pidióle la bendición, y a todos que le perdonasen el mal ejemplo que les hubiese dado, y que lo encomendasen a Dios, porque ya no le verían más. Enterneció a todos de tal suerte, que les hizo saltar copiosas lágrimas, quedando edificados desde luego de su grande humildad y fervor para emprender un viaje tan dilatado, estando en una edad tan crecida, y con la salud tan quebrantada, que casi no se podía tener en pie; recelándose todos no muriese en el campo. Pero poniendo el fervoroso Padre toda la confianza en Dios, emprendió su viaje de doscientas leguas por tierra, y llegaron sin novedad a Tepic, donde hubieron de demorarse hasta Enero del siguiente año, por no estar cargado los Barcos en disposición de salir, pues los estaban cargando. Encargó luego el V. Fr. Junípero pusiesen en la nueva Fragata que iba para Monterrey los avíos pertenecientes a las Misiones del Norte, y en el Paquebot S. Antonio, que salía para San Diego, todo lo que correspondía a las otras, y que la grande limosna de S. Excâ. se repartiese en ambas Embarcaciones. Dispúsose la salida, y se embarcó con el Religioso que lo acompañaba el día 24 de Enero de 1774 en la nueva Fragata nombrada Santiago la nueva Galicia. Al ir a embarcarse el V. Padre no faltó quien le dijera: "Padre Presidente, ya se cumplió la Profecía que V. R. nos echó cuando vino de Monterrey, diciéndonos que cuanto antes acabásemos esta Fragata, pues se había de volver en ella a aquel Puerto: entonces nos reíamos, porque no se pensaba sino en quemarla para aprovechar el hierro, supuesto se iba a despoblar el Puerto; pero vemos ahora verificado su vaticinio, y que se va en la Fragata. Dios lleve a V. R. con bien, y le dé feliz viaje." Sonrióse el Siervo de Dios con su religiosa modestia, y procuró desvanecerle el pensamiento diciéndole: "Los grandes deseos que tenía de ver un grande Barco, que pudiese llevar mucho que comer para aquellos Pobres, me hicieron pronunciar lo que dije; pero supuesto que ya Dios me los ha cumplido, démosle muchas gracias; y yo se las doy también a Vm. y a los demás que han trabajado con tanto afán en beneficio de los pobrecitos de Monterrey." Hízose a la vela la Fragata el citado día 24 de Enero; y aunque la navegación era en derechura para Monterrey, un casual accidente los hizo arribar al Puerto de San Diego el día 13 de Marzo, que dio fondo en dicho Puerto, habiendo sido la navegación de cuarenta y nueve días y con toda felicidad. Aunque el V. Padre deseaba vivamente llegar cuanto antes a su Misión de San Carlos, no dejó de alegrarse de haber arribado a San Diego, por socorrer prontamente la de aquel Puerto, y la de San Gabriel, que se hallaban, corno todas las demás, en gravísima necesidad; la que habiendo cesado desde el mismo día que llegó el Barco, no se ha vuelto a experimentar más, gracias a Dios. Dejo a la consideración del atento Lector el júbilo y contento que tendría el V. Padre al ver a sus súbditos con salud y alegría en medio de tantos trabajos y necesidades que habían padecido; y se le aumentó el gozo cuando vió tan crecido el número de Neófitos, a quienes regaló como a hijos, expresándoles ellos el afecto que le profesaban; y mucho más los Padres admirándose de verlo más robusto y remozando que cuando se fue. No obstante de que con más comodidad podía subir a Monterrey por mar con la misma Fragata, eligió caminar las ciento y setenta leguas por tierra poblada de Gentiles, sólo por dar un estrecho abrazo a todos sus súbditos, y visitar las Misiones en que estaban repartidos, y darles asimismo las gracias de que no las hubiesen desamparado, sino antes bien permanecido constantes en medio de tantas escaseces, que por tan largo tiempo los habían afligido; pero con el gusto que el V. P. tuvo en cada Misión al ver aumentado el número de Cristianos, se le hizo muy ligero el viaje. Tuvo también el gozo de encontrarse en el camino con el Capitán de la Sonora Don Juan Bautista de Anza, que bajaba de Monterrey en cumplimiento del encargo del Exmô. Señor Virrey de abrir camino desde Sonora a Monterrey, que ya queda expresado en el Capítulo antecedente, y le comunicó a S. R. como había cumplido el encargo de S. Excâ. quedando descubierto el paso para la comunicación con las Provincias de Sonora, causándole mucha alegría; aunque al referirle las necesidades con que nos había hallado en el citado Monterrey, pues ni aún siquiera una tablilla de chocolate para que se desayunase habíamos tenido que regalarle, reduciéndose todo el alimento a sola leche, y hierbas, sin pan ni otra ninguna cosa, se le saltaron las lagrimas, y procuró apresurar el paso para llegar cuanto antes con algún socorro, ínterin llegaba la Fragata que había salido de San Diego el día 6 de Abril, al mismo tiempo que el V. Padre, la cual arribó a Monterrey el 9 de Mayo, y S. R. el día 11 del mismo, con cuyo motivo fue general la alegría y contento de todos por el socorro tan grande y favorables providencias que trajo para esta espiritual Conquista; quedando de una vez desterrada la cruelísima hambre que se padecía en estas Poblaciones; y teniendo ya entre nosotros a nuestro V. Prelado, que con su ejemplo, y fervor, nos encendía y animaba para trabajar con gusto en esta Viña del Señor.