Capítulo XXXIV De cómo los de la isla pensaron todavía en dar muerte a los españoles; el Tumbala fue preso y cómo pelearon los isleños con los nuestros Estuvieron en la Puná los cristianos españoles el tiempo dicho; fueron servidos de los indios bien, los cuales los desamaban grandemente, porque veían y conocían que pretendían hacerse señores de ellos y parecíales que no eran de la suerte de los incas, a quien ellos servían; y también habían venido de Túmbez muchos de sus enemigos, y a su pesar estaban en su isla con el favor que tenían de los españoles. Hacían grandes sacrificios a sus dioses; y aun los que para ello eran diputados, hablaban con el demonio, para tomar su consejo. No sabían por dónde ni cómo buscasen manera para dar la muerte a los que tan mal querían. Hernando Pizarro no era llegado a se juntar con su hermano. Es fama que Tumbala, señor principal, con otros de sus aliados y confederados, después de muy altercado y platicado, determinaron de con engaño matar a los cristianos, haciéndoles entender que querían hacer una caza real, que ellos llaman "chaco" (y a la verdad es de ver), y que mirando ellos, como cosa nueva, los animales que morían y prendían; con armas secretas darían en ellos y los matarían. Animáronse para este hecho todos ellos, y así dicen que algunos de ellos rogaron a Hernando Pizarro que viese la caza, hecha otra a ella semejante; y que respondió que lo haría por les hacer placer. Mas siendo avisado de un indio, a quien Tumbala había rogado fuese a se hallar con los cristianos en el chaco (que hacer querían, por les dar placer y contentamiento) respondió que era contento. Antiguamente en esta tierra ningún indio descubría el secreto por su señor encargado; perdieron tal costumbre, con otras buenas; entrando los españoles en su tierra; y así, habiendo Tumbala y los demás ordenado lo que se ha escrito, no faltó de ellos mismos quien descubrió el secreto y lo dijo a Felipillo, que luego lo contó a Pizarro, de que se espantó de cómo los indios le buscaban la muerte sin les hacer él daño. No quiso dejar de ir, ni dio entero crédito a las palabras del intérprete, pero mandó a los españoles, así los que iban a pie como en caballo, que fuesen apercibidos para guerra y no para ver caza. Ellos lo hicieron bien de gana. En el lugar señalado se juntó mucha gente adonde, como vieron el recato de los nuestros y su silencio, sospecharon lo que podría ser, y así, con dolor de sus ánimos entendieron en la caza a su costumbre. Fue de ver, porque es extraña: tomáronse infinidad de venados grandes con otros animales, lo cual se repartió por los cristianos. Dijéronme que hubieron tales palabras Alonso de Riquelme, tesorero, y Hernando Pizarro, que Riquelme, muy sentido, se embarcó en un navío, publicando que volvía a España a dar cuenta al rey de cosas que convenían; súpolo don Francisco Pizarro y aun recibió pena de ello; mandó a Juan Alonso de Badajoz que le apercibiese algunos españoles, con los cuales volvió hasta la punta de Santa Elena, donde lo alcanzó y volvió consigo y reconcilió con su hermano. Pues, como los indios, que habían tomado el designio de la muerte procurar a los españoles, y eran en la liga, no asosegaban cuando estaban en fiestas con los vasos de su vino en las manos, decían que para qué buscaban coyuntura para les matar, que, era muy gran vergüenza, que saliesen todos juntos públicamente a lo hacer, pues eran tan pocos, que puestos en ello les sería más fácil de lo que pensaban. Para este hecho fueron avisados muchos de la tierra firme, creyendo todos que era remedio común y provecho general matar aquellos advenedizos que, por no trabajar, querían andar a robar como andaban; y aunque andaba este trato doble no se descuidaban en les servir, antes lo hacían con más diligencia que antes. Sin esto, entendí que estando Pizarro haciendo partes de cierto oro que le habían dado de presentes por los pueblos que pasó desde Cuaque hasta allí, y hablando con Jerónimo de Aliaga y Blas de Atienza, llegó uno de los intérpretes que le descubrió todo lo que pasaba. Entendido por él y avisado cómo Tumbala con otros principales estaban en juntas tratando de ello, mandó que todos estuviesen apercibidos para lo que viniese, y que fuesen los que bastasen y le trajesen preso a Tumbala con los otros caciques que hallasen con él; y sin que se pudiesen ausentar, tomaron los que hallaron que pasaban de diez y seis, todos principales, y Tumbala entre ellos. Fueron llevados al alojamiento de Pizarro, estando allí los intérpretes, les habló con enojo que por qué eran tan cautelosos, pues por tantas vías habían procurado lo matar a él y a los suyos, sin les haber tomado sus haciendas ni mujeres ni otra cosa que lo que les daban de su voluntad para comer, lo cual había disimulado las veces pasadas, habiendo sido de todo avisado, porque deseó salir de su isla en gracia de ellos y dejarlos por sus amigos y confederados; mas que lo habían mirado mal, y dado ocasión que al descubierto como a traidores enemigos les hiciesen la guerra y que el castigo comenzaría por ellos, como movedores principales de ella. Y como esto dijo y otras cosas, mandó que Tumbala fuese mirado con cuidado, porque por ser el principal no quería que muriese, y los demás se entregaron en manos de los de Túmbez, sus enemigos, los cuales los mataron con gran crueldad; sin haber cometido otro delito que querer defender su tierra de quien se la quería usurpar, en lo cual creían que no pecaban. Estaban juntos los de la liga para dar en los españoles, de donde salieron por mandado de sus mayores más de quinientos indios lo más con varas recias de palma aguda. Y desde que vieron la muerte que habían dado a los principales; y cómo Tumbala estaba preso, de que recibieron gran turbación; llamaban en su lengua a sus dioses que los favoreciesen contra los cristianos, a los cuales maldecían muchas veces porque así habían entrado en sus tierras y procuraban su destrucción. En esto el gobernador con los suyos estaban con recelo de guerra, aunque creyó que por estar Tumbala en su poder, no osarían los suyos venir a dársela. Mas como los indios fueron vistos, salieron los españoles a ellos armados en sus caballos con sus lanzas en las manos; que no quisieron revolver a la junta, tan sentidos estaban de los españoles, y comenzaron arrojar tiros echados con fuerza, porque algunos la tienen en los brazos. Los caballos andaban ya entre ellos, lo mismo los rodeleros; mataron muchos de los indios, y más fueron heridos de lanza y espada. No pudieron sostenerse contra la virtud que los nuestros tienen en el pelear, y así, los que quedaron, dando aullidos temerosos, volvieron las espaldas con gran temor, dejando herido el caballo de Hernando Pizarro de tal manera, que murió luego, porque él se había entrado entre ellos. Mandó Pizarro que lo echasen en un silo hondable que allí estaba y lo cerrasen, porque los indios de Túmbez no creyesen que eran poderosos de matar caballos. Como anduviesen en esta desconformidad los de la Puná con los cristianos, los de Túmbez robaban a discreción, y más era lo que destruían y arruinaban, por el odio y enemistad antigua; y aun por los tener más gratos Pizarro, les mandó entregar más de cuatrocientas personas, de los naturales, que los de la Puná tenían cautivos y en secreto. Tan mal querían los de Túmbez a los cristianos como los de la Puná, creyendo que habían de ver por sus casas lo que veían sus vecinos por las suyas.
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CAPÍTULO XXXIV Dos leyes que los indios de la Florida guardaban contra las adúlteras Antes que salgamos de Mauvila, porque atrás tenemos prometido contar algunas costumbres, a lo menos las más notables, que los indios de la Florida tienen, será bien decir aquí las que en la provincia de Coza, que atrás dejamos, y en la de Tascaluza, donde al presente quedan nuestros españoles, guardan y tienen por ley los indios en castigar las mujeres adúlteras que entre ellos se hallan. Es así que en toda la gran provincia de Coza era ley que, so pena de la vida y de incurrir en grandes delitos contra su religión, cualquier indio que en su vecindad sintiese mujer adúltera, no por vista de malos hechos sino por sospecha de indicios (los cuales indicios señalaba la ley cuáles habían de ser en calidad y cuántos en cantidad), era obligado, después de haberse certificado en su sospecha, a dar noticia de ella al señor de la provincia, y en su ausencia, a los jueces del pueblo. Los cuales hacían información secreta de tres o cuatro testigos y, hallando culpada la mujer en los indicios, la prendían y el primer día de fiesta que venía de las que ellos guardaban en su gentilidad mandaban pregonar que toda la gente del pueblo saliese, después de comer, a tal lugar del campo cerca del pueblo, y de la gente que salía se hacía una calle larga o corta, según era el número. Al un cabo de la calle se ponían dos jueces, y al otro cabo otros dos. Los unos de ellos mandaban traer ante sí la adúltera, y llamando al marido, le decían: "Esta mujer, conforme a nuestra ley, está convencida de testigos que es mala y adúltera, por tanto haced con ella lo que la misma ley os manda." El marido la desnudaba luego hasta dejarla como había nacido y con un cuchillo de pedernal (que en todo el nuevo mundo no alcanzaron los indios la invención de las tijeras) le trasquilaba los cabellos (castigo afrentosísimo usado generalmente entre todas las naciones de este nuevo mundo), y así trasquilada y desnuda la dejaba el marido en poder de los jueces y se iba llevándose la ropa en señal de divorcio y repudio. Los jueces mandaban a la mujer que luego, así como estaba, fuese por la calle que había hecha de la gente hasta los otros jueces y les diese cuenta de su delito. La mujer iba por toda la calle y, puesta ante los jueces les decía: "Yo vengo condenada por vuestros compañeros a la pena que la ley manda a las mujeres adúlteras, porque yo lo he sido. Envíanme a vosotros para que mandéis en esto lo que os parezca que conviene a vuestra república." Los jueces les respondían: "Volved a los que acá os enviaron y decidles de nuestra parte que es muy justo que las leyes de nuestra patria, que nuestros antepasados ordenaron para la honra, se guarden, cumplan y ejecuten en los malhechores. Por tanto, nosotros damos por aprobado lo que en cumplimiento de la ley os mandaron, y a vos os mandamos que en ningún tiempo lo quebrantéis." Con esta respuesta, se volvía la mujer a los primeros jueces, y el ir y venir que le mandaban hacer llevando recaudos por entre la gente hecha calle no servía más que de afrentarla y avergonzarla, mandándole parecer delante de todo su pueblo con denuesto y vituperio, trasquilada, desnuda y con tal delito, porque el castigo de la vergüenza es de hombres. Toda la gente del pueblo, mientras la pobre mujer iba y venía de unos jueces a otros, le tiraban, por afrenta y menosprecio, terrones, chinas, palillos, paja, puñados de tierra, trapos viejos, pellejos rotos, pedazos de estera, y cosas semejantes, según cada cual acertaba a llevarla para se la tirar en castigo de su delito, que así lo mandaba la ley, dándole a entender que de mujer se había hecho asqueroso muladar. Los jueces la condenaban luego a perpetuo destierro del pueblo y de toda la provincia, que era pena señalada por ley, y la entregaban a sus parientes amonestándolos con la misma pena, no le diesen favor ni ayuda, para que en público ni en secreto entrase en todo el estado. Los parientes la recibían y, cubriéndola con una manta, la llevaban donde nunca más pareciese en el pueblo ni en la provincia. Al marido daban licencia los jueces para que se pudiese casar. Esta ley y costumbre guardaban los indios en la provincia de Coza. En la de Tascaluza se guardaba otra más rigurosa en castigar las adúlteras, y era que el indio que por malos indicios viese (como era ver entrar o salir un hombre a deshora en casa ajena), sospechase mal de la mujer que era adúltera, después de haberse certificado en su sospecha con verle entrar o salir tres veces, estaba obligado por su vana religión, so pena de maldito, a dar cuenta al marido de su sospecha y del hecho de la mujer, y habíale de dar otros dos o tres testigos que hubiesen visto parte de lo que el acusador decía, u otro indicio semejante. El marido pesquisaba a cada uno de ellos de por sí, invocando sobre él grandes maldiciones si le mintiese y grandes bendiciones si le dijese la verdad y, habiendo hallado que la mujer había caído en aquella sospecha por malos indicios que había dado, la sacaba al campo, cerca del pueblo, y la ataba a un árbol, y, si no lo había, a un palo que él hincaba, y con su arco y sus flechas la asaeteaba hasta que la mataba. Hecho esto, se iba al señor del pueblo, y en su ausencia a su justicia, y le decía: "Señor, yo dejo mi mujer muerta en tal parte porque tales vecinos míos me dijeron que era adúltera. Mandadlos llamar, y siendo verdad que me lo dijeron, me dad por libre, y, no lo siendo, me castigad con la pena que nuestras leyes mandan y ordenan." La pena era que los parientes de la mujer flechasen al matador hasta que muriese y dejasen sin sepultura en el campo, como él había hecho a la mujer, a la cual, como a inocente, mandaba la ley que la enterrasen con toda pompa y solemnidad. Empero, hallando el juez que los testigos eran contestes y que se comprobaban los indicios y la sospecha, daban por libre al marido y licencia para que pudiese casarse, y mandaban pregonar, so pena de la vida, ninguna persona, pariente, amigo o conocido de la mujer muerta fuese osado a darle sepultura ni quitarle tan sola una flecha de las que en su cuerpo tenía, sino que la dejasen comer de aves y perros para castigo y ejemplo de su maleficio. Estas dos leyes se guardaban, en particular, en las provincias de Coza y Tascaluza, y, en general, se castigaba en todo el reino con mucho rigor el adulterio. La pena que daban al cómplice ni al casado adúltero, aunque la procuré saber, no supo decírmela el que me daba la relación, más de que no oyó tratar de los adúlteros sino de ellas. Debió ser porque siempre en todas naciones estas leyes son rigurosas contra las mujeres y en favor de los hombres, porque, como decía una dueña de este obispado, que yo conocí, las hacían ellos como temerosos de la ofensa y no ellas, que, si las mujeres las hubiesen de hacer que de otra manera fueran ordenadas.
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Capítulo XXXIV Que trata de cómo salió el general Pedro de Valdivia para ir a las minas e de cómo echó los indios a sacar oro y cómo quiso despachar al Pirú y de lo que los indios hicieron Habiendo vuelto aquellos dos capitanes que el general había enviado a las minas, y habiendo descansado en aquel sitio, e siendo los cristianos heridos, sanos, se fue a las minas. Y luego dio orden en cómo se sacase oro. E considerando que llevando al Pirú muestra de cómo había en esta tierra oro, le vendría algún socorro, y que no lo llevando, no le vendría gente. E como es metal tan codicioso, aunque para algunos en estas partes ha sido peligroso, como fue para algunos cristianos que aquí se hallaron, y visto la riqueza de la tierra y aparejo para enviar mensajeros al marqués don Francisco Pizarro en Pirú, para que avisase a España a Su Majestad de la riqueza que había en esta tierra y para que él le socorriese de gente y armas, que era la necesidad que al presente tenía, porque eran pocos cristianos y entre muchos enemigos. E conociendo la gente que es y la amistad que muestran, y la poca fidelidad que guardan, y la paz que prometen, y la no obediencia que mantienen, mandaba hacer gran guardia. Hizo recoger y encerrar en la ciudad mucha cantidad de provisión, que bastaba para más de un año. Y con el cuidado que tenía en velarse no tenía que los indios serían parte para enojarle, en tanto que el socorro le viniere para la sustentación de esta tierra y conquista de adelante, que bien cierto estaba, pudiendo el marqués se lo enviaría, como con él había quedado, mayormente enviando un capitán por ello y con el oro la que presente se sacase. Hechas estas consideraciones, se soltó a Michimalongo e se ajuntaron más de seiscientos indios a sacar oro. Luego dio orden en hacer un bergantín. Púsolo luego por obra y luego entendió en cortar la madera en un vallecito que junto a las minas estaba y cerca de la mar. Dende en cuarenta días que se había sacado oro, se halló haber sacado veinte y cinco mil pesos e con herramientas de palo y no buenas bateas. Luego el general lo mandó llevar a la ciudad de Santiago a Alonso de Monrroy lo fundiese, el cual se estaba aderezando para ir con ello a los reinos del Pirú. Y estando Alonso de Monrroy en la ciudad de Santiago, supo en secreto de una conjuración que se trataba entre ciertos soldados que eran de la parcialidad de don Diego de Almagro, los cuales querían matar al general, de los cuales estaba muy confiado. Luego dio aviso al general y fue la carta por la posta, la cual llevó un indio en trece horas a donde el general estaba, que había dieciséis leguas. Allegada la carta y leída, se partió el general con cuatro de a caballo, avisando a los que quedaban pidiesen sobre seguro e que no se descuidasen hasta que él enviase a Alonso de Monrroy, que sería breve, porque haciendo lo que les avisaba, no les osarían acometer los indios. Allegados el general a la ciudad, luego hizo pesquisa y halló que eran culpados a muchos. Pareciéndole que si por rigor castigaba el delito que quedaba sin gente, acordó lo más cómodamente que pudo, aunque por ninguna vía podía dejar de castigar. Ahorcó cinco que eran los que más culpados en aquel negocio eran, y con esto se asosegaron los demás, que estaban rebotados en su vivir según depusieron en sus confesiones. Y confesaron más, que después que viesen muerto al general, se embarcarían en el bergantín que se hacía y se irían a Lima. Esto tenían concertado y entre ellos determinado. Cierto era negocio mal pensado y de prudencia muy falto, porque con aquel hecho desampararan la tierra y todos se fueran de ella, y en ello no acertarían, porque si caso fuera que mataran al general, sus capitanes y ellos se mataran unos a otros, y fuera al revés de lo que pensaban.
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Que trata cómo Nezahualcoyotzin tuvo sobre ciertas contiendas, guerra con su tío Itzcoatzin y habiendo entrado con su ejercito en la ciudad de México, se conformaron y de cómo restituyó a todos los señores en sus señoríos y lo más que pasó en este intervalo de tiempo Habiendo estado Nezahualcoyotzin algún tiempo en la ciudad de Tetzcuco dando orden en componer las cosas tocantes al buen gobierno de los aculhuas, en que se ocupó casi lo restante del año en que entró en la ciudad de Tetzcuco, Itzcoatzin su tío en este tiempo trató con los señores mexicanos, entre otras muchas cosas, como no había sido acertado jurar a su sobrino por supremo señor del imperio y darle el título de Chichimécatl Tecuhtli, que es el que habían tenido los emperadores chichimecas sus pasados, que pues él era viejo y casi como padre suyo, pues era su tío e hijo de su hermana menor la reina Matlalcihuatzin, que más de derecho le venía esta dignidad y soberano señor y que bastábale a su sobrino el título de rey de los aculhuas y compañero en el imperio, como lo era el señor de Tlacopan. No trató este negocio tan en secreto que no viniese a los oídos de Nezahualcoyotzin, el cual, habiendo visto la vana presunción del rey su tío y que parecía ingratitud suya el no reconocer las amistades y favores que le habían hecho en libertarle del cautiverio y sumisión, en que a él y a todos los mexicanos los tenía el rey de Azcaputzalco y que siendo como no era más de tan solamente señor de Tenochtitlan y heredero que pretendía ser del reino de los culhuas, que en aquella sazón era muy pequeño y lo más de ello lo había tenido usurpado el rey de Azcaputzalco y en poder de otros señores, que aún no eran reducidos al imperio, le había dado la mitad de todo lo que le pertenecía y era suyo, así por ser del imperio de los chichimecas sus pasados, como por haberlo ganado por su valor y persona, por lo que su tío estaba en el mayor trono que habían tenido sus padres y abuelos los señores mexicanos, pues eran iguales en el señorío y mando en el imperio, acordó de juntar sus gentes e ir sobre la ciudad de México y por fuerzas de armas mostrar y dar a entender a su tío y a los señores mexicanos ser digno del imperio y de la dignidad de Chichimécatl Tecuhtli; y ante todas cosas porque no pareciese que lo hacía cogiéndolos desapercibidos envió a requirir a su tío, que dentro de tantos días estaría con su ejército sobre la ciudad de México y por medio de las armas le daría a entender ser digno del título y dignidad que tenía de ser Chichimécatl Tecuhtli del imperio. El rey Itzcoatzin, viendo el enojo y predeterminación de su sobrino, envió a disculparse lo mejor que pudo y para más obligarle a que se desenojase, le envió veinticinco doncellas las más hermosas que halló en su corte y de más ilustre linaje, pues eran todas de la casa real de México y con ellas otros presentes y dones de oro y pedrería, plumas ricas y mantas. Nezahualcoyotzin mandó hospedar estas señoras y regalarlas, a quienes hizo muy grandes mercedes y asimismo dio muchos presentes de oro, pedrería, plumas y mantas ricas y cuando vio que ya habían descansado, las tornó a enviar al rey su tío, agradeciéndole los dones que le habían hecho; mas que el negocio y competencia que entre los dos había no se había de negociar ni allanar por medio de mujeres, sino por sus personas y con las armas y entre otros presentes que le envió en recompensa de los que recibió, fue una serpiente de oro que estaba enroscada y el pico de ella metido en su propia natura, por cierta significación que allá entre ellos se entendía bien y que sin duda ninguna para el día citado iría con su ejército sobre la ciudad de México. Itzcoatzin, vista la resolución de su sobrino, juntó sus gentes y fortaleció su ciudad lo mejor que pudo. Llegando el tiempo que fue sobre ella Nezahualcoyotzin por la parte que llaman Tepeyácac (que es lo que ahora llaman Nuestra Señora de Guadalupe), entró a combatir la ciudad de México, la cual se defendió valerosamente, de tal manera que estuvo siete días Nezahualcoyotzin combatiéndola y de ninguna manera pudo entrar por la ciudad, porque defendía valerosamente la entrada un famosísimo capitán de los mexicanos llamado Ichtecuachichtli, hasta que al último de ello un mancebo llamado Teconatltécatl (que era mochilero del ejército de Nezahualcoyotzin), con gran coraje y como desesperado embistió con el capitán de los mexicanos, de tal manera que a los primeros lances y encuentros que hubo con él, lo mató y rompió el ejército de los mexicanos, siguiéndole los de Nezahualcoyotzin y saqueando las casas más principales de la ciudad y quemando los templos. Lo cual visto por el rey Itzcoatzin, envió con la gente anciana de la ciudad a decir a su sobrino, que era bastante lo hecho, y que no mirase otra cosa más que las canas de sus tíos y mayores los mexicanos. Nezahualcoyotzin que no aguardaba otra cosa, mandó luego recoger el ejército y luego se vieron él y su tío y se hicieron las paces, después de haber dicho en público su sentimiento y mandó que desde aquel tiempo en adelante se le diese un tributo y reconocimiento en todas las ciudades, pueblos y lugares que están en la laguna y su contorno pertenecientes a los dos reinos de México y Tlacopan, que son la ciudad de Tenochtitlan, el barrio de Xoloco, la de Tlacopan, Azcaputzalco, Tenayocan, Tepotzotlan, Quauhtitlan, Toltitlan, Tlecatépec, Huexachtitlan, Coyohuacan, Xochimilco y Cuexomatitlan; dándole de tributo en cada año cada una de estas ciudades y pueblos referidos, cien cargas de mantas blancas con sus cenefas de pelo de conejo de todos colores que son veinte en cada carga y veinte cargas de mantas reales de las que se ponían los reyes en los actos públicos con las mismas cenefas; otras veinte que llamaban esquinadas de a dos colores con la misma cenefa de las que traían puestas en sus areitos y danzas; dos rodelas de plumería con sus divisas de pluma amarilla y otros penachos que llamaban tecpílotl que es lo que se ponían los reyes de Tetzcuco en la cabeza, con otros dos pares de borlas de plumería con que ataban el cabello y por mayordomo y cobrador de estos tributos a un hombre llamado Cáilol que eligió para este efecto. El rey su tío y el de Tlacopan Totoquihuatzin, con todas las demás personas ilustres de todas las demás ciudades y pueblos atrás referidos, se obligaron de que se le daría todo lo que tenía señalado de tributo en cada año, pues lo merecía y había ganado por su valor. Y después de haber sido festejado en la ciudad de México, antes de partirse para la de Tetzcuco, comunicó con su tío el rey Itzcoatzin cómo tenía determinado restituir a todos los señores en sus señoríos, aunque no como antes lo solían estar, sino en cierto modo que fuese de manera, que andando, ellos ni sus descendientes no tuviesen pensamientos de alzarse y rebelarse como lo habían hecho. Itzcoatzin le respondió, que de ninguna manera convenía hacerse, por muchas razones que alegó, entre las cuales fue decir, que ya por su rebeldía no tenían ningún derecho a sus señoríos y que los tenían perdidos, demás de que eran en menoscabo de sus tributos y rentas reales y que se contentasen con vivir a merced y honra de las tres cabezas del imperio, premiándolos cuando por sus obras y buenos servicios lo mereciesen. Nezahualcoyotzin le replicó, que era el hacerlo así modo tiránico que habían usado los reyes tepanecas, que no era más de usurpar y alzarse con lo ajeno, demás de que tenían obligación de darles honras, estado y preeminencias, pues eran todos descendientes y procedían de su casa y linaje, con quienes siempre se habían de honrar y casar sus hijos e hijas que tuviesen, andando el tiempo; a más de que era mayor grandeza de los reyes y soberanos señores tener otros que fuesen sus inferiores y finalmente se determinó, que fuesen restituidos los señores en sus señoríos y así luego todos los que eran y pertenecían a la casa real de México, los hizo restituir Itzcotzin en sus señoríos; y a los que pertenecían a la casa real que era de Azcaputzalco, los hizo restituir Totoquihuatzin rey de Tlacopan; que fueron nueve de México, siete de Tlacopan y trece de la casa real de Tetzcuco, con otro que añadió, que fueron catorce y por todo vinieron a ser treinta señores, que eran los grandes de todo el imperio, que asistían en las cortes de las tres cabezas por sus personas o por las de sus hijos y el reconocimiento que tenían era tan solamente el homenaje y asistencia, y acudir en tiempos de guerra con sus vasallos a servir a sus reyes, sin otro tributo y reconocimiento. Todo lo cual se puso por obra y se efectuó y Nezahualcoyotzin se vino a su corte y ciudad de Tetzcuco a vivir.
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En que se concluye la relación de lo que hay en esta tierra hasta salir de los términos de la villa de Pasto En estas regiones de los pastos hay otro río algo grande, que se llama Angasmayo, que es hasta donde llegó el rey Guaynacapa hijo del gran capitán Topainga Yupangue, rey del Cuzco. Pasado el río Caliente y la gran sierra de cuesta que dije, se va por unas lomas y laderas y un pequeño despoblado o páramo, a donde, cuando yo lo pasé, no hube poco frío. Más adelante está una sierra alta; en su cumbre hay un volcán, del cual algunas veces sale cantidad de humo, y en los tiempos pasados (según dicen los naturales) reventó una vez y echó de sí muy gran cantidad de piedras. Queda este volcán para llegar a la villa de Pasto, yendo de Popayán como vamos, a la mano derecha. El pueblo está asentado en un muy lindo y hermoso valle, por donde se pasa un río de muy sabrosa y dulce agua, y otros muchos arroyos y fuentes que vienan a dar a él. Llámase este valle de Atris; fue primero muy poblado, y agora se han retirado a la serranía; está cercado de grandes sierras, algunas de montañas y otras de campaña. Los españoles tienen en todo este valle sus estancias y caserías, donde tienen sus granjerías, y las vegas y campiña deste río está siempre sembrado de muchos y muy hermosos trigos y cebadas y maíz, y tiene un molino en que muelen el trigo; porque ya en aquella villa no se come pan de maíz, por la abundancia que tienen de trigo. En aquellos llanos hay muchos venados, conejos, perdices, palomas, tórtolas, faisanes y pavas. Los indios toman de aquella caza mucha. La tierra de los pastos es muy fría en demasía, y en el verano hace más frío que no en el invierno, y lo mismo en el pueblo de los cristianos; de manera que aquí no da fastidio al marido la compañía de la mujer ni el traer mucha ropa. Hay invierno y verano, como en España. La villa viciosa de Pasto fundó y pobló el capitán Lorenzo de Aldana en nombre de su majestad, siendo el adelantado don Francisco Pizarro su gobernador y capitán general de todas estas provincias y reinos del Perú, año del Señor de 1539 años; y el dicho Lorenzo de Aldana, teniente general del mismo don Francisco Pizarro, del Quito y Pasto, Popayán, Timana, Cali, Ancerma y Cartago. Y gobernándolo él todo por su persona y por los tenientes que él nombraba, según dicen muchos conquistadores de aquellas ciudades, el tiempo que él estuvo en ellas miró mucho el aumento de los naturales y mandó siempre que fuesen todos bien tratados.
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CAPITULO XXXIV Viaje del V. Padre de San Blas a México, Copia de la Carta que me escribió desde Tepic, y sucesos del camino. Luego que el V. P. Junípero se vio en tierra de Cristianos, dejando su corazón en la de los Gentiles de Monterrey, se puso en camino de San Blas para Tepic, con el Compañero que llevaba, que era un muchacho Neófito de los primeros que bautizó en Monterrey, el cual le sirvió de mucho, pora que se llevó el Indio las atenciones de todos, así por el camino, como en México, y aún del mismo Señor Virrey, que lo miraba como primicia de esta espiritual Conquista. Llegó a Tepic, y habiendo parado en el Hospicio de la Santa Cruz de la Provincia de Xalisco, me escribió la siguiente Carta. "Viva Jesús, María y José =Carísimo Amigo y mi Señor: Si V. R. ha recibido la Carta que encargué a los Padres de S. Diego escribiesen a V. R. por serme imposible el escribir, ya sabrá de mi embarque, el que por la misericordia de Dios fue feliz, pues a los quince días de hecho a la vela, dimos fondo en San Blas, y desembarcamos el día 4 del corriente. Entonces fue cuando tuve la noticia de haber admitido la total renuncia de esas Misiones. Llegado el día 7 a este Hospicio de Tepic (donde hallé a los Padres Martínez e Imaz, pues los demás ya habían salido para México) supe que V. R. me había despachado Correo para San Diego, el que llegaría poco después de mi salida. Díceme el P. Martínez que el R. P. Guardián, de veinte y tantos Ministros que todavía quedan en esas Misiones antiguas, ha destinado cuatro para las nuevas; y que V. R. quería saber de mí si se necesitaban más. A lo que respondo: que me parece gran lástima que se hayan de ir Religiosos, que están ahora un paso, para volver de tan lejos, multiplicando gastos y trabajo. El Padre Cruzado me tiene pedida licencia, y le es muy debida por lo que ha trabajado, y no puede más. El P. Paterna, a puros ruegos míos puede que continúe, si esto toma mejor aspecto; pero la tiene también pedida. Yo tengo pedido tercero Ministro para Monterrey, para poder yo anclar, porque son allá indispensables dos Misas todos los días festivos, una para la Misión, y otra para el Presidio. Creeré se alegrarán en el Colegio se funden las de San Buenaventura, Santa Clara, y la de N. P. San Francisco, que con las providencias que espero lograr, no ha de ser difícil. Por otra parte, que en unas Misiones de tanta distancia, hubiese uno o otro supernumerario, me parece fuera muy conveniente. De todo lo cual, en resumidas cuentas, mi parecer sería, que de ocho a diez se subiesen arriba hasta mi vuelta, o primera venida de Barco, que supuesto que la tornavuelta es fácil, como de viento en popa, no se perdería mucho. Pero dirán que la comida de tantos puede dificultar mi propuesta; a lo que digo: que ahora hay que comer, y que repartidos no les ha de faltar; y espero en Dios, que en mucho menos de un año, que creo pueda tardar el sucesivo socorro, no han de perecer. También me dice el P. Martínez, que V. R. es uno de los que tienen facultad de ir por el P. Guardián, aunque lo dejan a su elección. Si V. R. determina que allá vivamos y muramos, me será de mucho consuelo; pero sólo digo, que V. R. obre según Dios le inspirare, que yo me conformo con la Divina voluntad. También digo: que mi propuesta del sobredicho número de Ministros, es mi ánimo que tenga efecto, si el tenor de la Carta del R. P. Guardián está en términos de alguna interpretación con que tenga lugar; pero que si redondamente manda que vayan allá cuatro, y que los demás se vuelvan al Colegio, ya no digo nada, sino que Dios lo remedie; y en el ínterin, hagamos la obediencia. Si hubiese tiempo de escribir lo dicho al Padre Guardián, tener respuesta, y poderla poner en manos de V. R. antes de la salida de los Religiosos, fácilmente se componía todo; pero no considero el caso dable. Yo salgo mañana con el favor de Dios, en seguimiento de mi camino. Me encomiendo a todos mis carísimos Hermanos, conocidos, y no conocidos; y quedo rogando a Dios guarde a V. R. muchos años en su santo amor, y gracia. Hospicio de la Santa Cruz de Tepic, y Noviembre 10 de 1772. =B. L. M. de V. R. afectísimo Hermano, Amigo y Siervo =Fr. Junípero Serra. =R. P. Lector y Presidente Fr. Francisco Palou." Parece que Dios nuestro Señor como dueño de esta su mística Hacienda, atendía a los fervorosos anhelos de su diligente Mayordomo, que con tanta solicitud buscaba operarios para la espiritual labor; pues al mismo tiempo que recibí la copiada Carta, llegó a mis manos otra del R. P. Guardián, con fecha de 11 de Noviembre (un día después de la que tenía la del V. Fr. Junípero) en contestación ala que por Septiembre le había escrito yo, proponiéndole lo mismo ira terminis que por Noviembre me dice el V. Padre, y sólo le añadía, que esperaba chanto antes su respuesta; y en caso de que se verificase la entrega de las Misiones, así lo practicaría, pues no dudaba lo diese S. R. por bien hecho; a lo que me respondió con la citada fecha las siguientes palabras: "Aprecio lo dispuesto de la ida de los Padres a Monterrey; sólo temo si querrán dar sínodo para el del Presidio". Y en vista de esta respuesta subí con otros siete, a más de los dos que había enviado; con lo que vio nuestro V. P. cumplidos sus deseos de no detener fundación alguna por falta de Ministros. Siguió el Siervo de Dios su viaje para México con el Indio Neófito de Monterrey que llevaba de Compañero, y al llegar a la Ciudad de Guadalajara, ochenta leguas distante de San Blas, y ciento y veinte de México, enfermaron ambos de un fuerte tabardillo o maligna fiebre, que obligándolos a recibir el Sagrado Viático, los puso a peligro de muerte. No sentía tanto el V. Padre la suya como la del Indio, por las resultas que podría haber en Monterrey, pues no habían de creer sus Parientes y Compatriotas que había sido natural la muerte y para evitar los atrasos que por esto se seguirían, desde luego pedía con todas veras a Dios (como me lo contó varias ocasiones) por la salud del Neófito, olvidándose de la suya. Por lo que pudiera sucederle en el camino, había trabajado un Papel de apuntes de todo lo que consideraba oportuno se pidiese a S. ExcaÆ. el cual despachó desde Tepic al R. Padre Guardián de nuestro Colegio, por si moría en el camino; pero quiso Dios ciarle salud a su Siervo Fr. Junípero, y al mismo tiempo al Indio que lo acompañaba, y luego que medio se reforzaron continuaron su derrota. Llegaron a la Ciudad de Querétaro, que dista cuarenta leguas de la de México; y habiendo posado en el Colegio de la Santa Cruz, recayó el V. P. con el mismo accidente. Retiróse luego a la Enfermería, creyendo que entonces era evidente su muerte, como lo dijo al R. P. Guardián del Colegio, y después me lo contó a mí; y a la tercera visita que le hizo uno de los Médicos del Colegio, lo mandó sacramentar. La tarde misma que había de recibir el sagrado Viático fue al Colegio por accidente otro de los Médicos que no estaba entonces de semana; y habiendo sabido por un Religioso, que iban a sacramentar al P. Presidente de Monterrey, queriendo conocerlo entró a visitarlo, más por curiosidad que por ordenarle medicina alguna, pues ni estaba de turno, ni se había llamado. Habló con el Enfermo, y se informó de él; y tomándole el pulso dijo al Enfermero: "¿y a este Padre van a sacramentar? Si así vamos, también me pueden sacramentar a mí. Levántese Padre, que está bueno, y no tiene nada: avisen al Padre Guardián, y no lo sacramenten." Ocurrió el Prelado luego lleno de alegría al ver tan repentina salud, y repitió lo mismo: "Si no fuera tan tarde (era ya hora de Completas, que concluidas se había de administrar al V. P. el Divino Sacramento) lo haría levantar pues está bueno; pero mañana que se levante, y después de reforzado podrá continuar su viaje." Así lo hizo, y llegó a México el día 6 de Febrero de 1773 muy cansado, desfigurado, y flaco.
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Capítulo XXXIV Del motín que se levantó en Tomebamba por Mihi y otros capitanes de los orejones, y cómo lo sosegó Huayna Capac Habiendo ordenado Huayna Capac en las provincias recién conquistadas lo dicho en el capítulo precedente, se dio en Tomebamba a placeres y regocijos con su gente, do estuvo algún tiempo, pero no por eso se olvidaba de proveer lo necesario a la guerra y conquista, y a socorrer la gente que había dejado alrededor de la fortaleza de Carangui, que era lo que al presente más cuidado le daba. En este tiempo, el Ynga tenía sumo odio con los orejones, que en el rencuentro de la fortaleza, cuando cayó, le habían dejado solo, que si de los enemigos fuera aquel día conocido, se acabara la guerra con su muerte a sus manos, a cuya causa les tenía la mala voluntad dicha y mostrábaselo con no hacer el caudal que dellos solía en sus fiestas y banquetes, ni teniendo cuidado que las raciones ordinarias se les diesen como de antes, porque se les daba de diez a diez días y después de mes a mes, de suerte que mediante esto los orejones vinieron a grande necesidad y miseria, y todos los regocijos y fiestas del Huayna Capac eran con los yanayacos del Cuzco, que son los de Sacsa Huana, y de éstos mostraba grandísima voluntad y amor, y a éstos hacía grandes favores y regalos, prefiriéndolos en todo, y les decía que a ellos tenía por hermanos y compañeros, y en su prosperidad habían de ser mejorados en todos los despojos de la guerra, y que ellos le habían dado la vida y a ellos se la debía, pues le habían con tanto peligro y muertes librádole de las manos y poder de sus enemigos. Vistas todas estas cosas por los orejones y creciendo cada día más su necesidad de comidas y de lo que habían menester, se juntaron en su cabildo los capitanes Mihi Huayca Mata y Ancascalla, y juntos con todos los orejones de más valor y prendas, Mihi, su general, se levantó y les dijo: no hay ninguno de vosotros, hermanos míos, que no sepa y entienda el poco caso y caudal que Huayna Capac, nuestro señor e Ynga hace de todos nosotros y el menosprecio y poca voluntad que cada día nos va mostrando, y a todos son notorias las necesidades que todos padecemos, sin que ya nos reste otro remedio sino el que yo he imaginado y es el que a todos en general y en particular nos está bien. Y para ello querría que todos unánimes y concordes me favoreciéredes con todas vuestras fuerzas y así tengo determinado que nos volviésemos al Cuzco, nuestro natural, de donde salimos y tenemos nuestras chacras, mujeres e hijos y donde podremos pasar con el trabajo de nuestros brazos sin aguardar a que el Ynga nos dé el sustento necesario y nadie nos tendrá a mal esto, supuesto que forzados de la hambre lo hacemos y no por faltar en nosotros la debida obediencia a nuestro señor. Para mejor conseguir nuestro intento llevaremos con nosotros la figura del Sol, pues en su guarda y defensa venimos del Cuzco y esto todo se ha de hacer mañana al salir del sol, y para ello estemos todos apunto con nuestras armas, hato, y lo que más fuere menester para nuestro camino, en la plaza Huachao Huaire Pampa, y juntos entraré yo en Curicancha y sacaré la figura del Sol conmigo y con los capitanes y con ella empezaremos luego nuestro viaje y lo proseguiremos al Cuzco. Oídas de los capitanes y demás orejones estas razones, todos de común consentimiento las aprobaron y confirmaron, y a su General le rindieron las gracias del buen acuerdo que había tomado en su negocio, y quedaron conformes que aunque les costase las vidas ninguno discrepase de aquel parecer y que al tiempo que saliese el sol se juntasen para poner por obra su determinación. Apenas se había mostrado al oriente el sol, cuando todo el ejército de los orejones estaba junto y puesto a punto en el lugar señalado el día antes, y a este tiempo vino a noticia de Huayna Capac lo que tenían tratado en su partida, y admirado dello envió a decirles qué novedad era aquélla y para qué se habían juntado tan de mañana, y todos los orejones le respondieron que después lo sabría. Oída esta respuesta por Huayna Capac, les tornó a decir que le dijesen a qué guerra querían ir, pues en orden della habían salido a la Pampa, y el General Mihi hizo detener el mensajero y visto por Huayna Capac y que no volvió, acordó de enviar otro principal, al cual juntos los capitanes le respondieron: ya tenemos a nuestro señor harto con nuestros enojos y disgustos, y queremos volvernos a nuestras casas y tierras, porque la hambre y la necesidad nos constriñe a ello. Y diciendo estas palabras Mihi y otros orejones de los más principales y valientes, se entraron en la casa del Sol y Mihi se abrazó de la figura del Sol y lo sacó fuera, y viendo esto los orejones, que estaban aparejados, se holgaron mucho, y en esto llegó Huayna Capac, y con muestras de enojo le dijo a Mihi: ¿qué novedad es ésta?, a lo cual respondió Mihi: basta, Señor; los enojos y disgustos que os hemos dado ya es razón, pues aquí no somos de provecho, nos volvamos a nuestras tierras y queremos llevar con nosotros al Sol nuestro padre, y diciendo esto se salió, y el Ynga tras él. Sabido esto por la demás gente de Colla Suyo, recibieron gran contento, porque con esto les parecía volverían a sus tierras, y viendo Huayna Capac la instancia que hacía Mihi, le fue forzoso dejarle, y así el Mihi comenzó a caminar por la Pampa, con la figura del Sol hacia do estaba la gente del ejército de los orejones. Viendo esto Huayna Capac, y que los orejones tenían razón de amotinarse, pues forzados de hambre lo hacían, y que si quería por fuerza impedirles el viaje sería negocio dificultoso, y según su resolución sucederían muertes y escándalos, acordó, como prudente, llevarlos por medios suaves y mandó que la imagen de su madre saliese al camino a estorbárselo y juntamente todas las huacas que allí en Tomebamba había, y así salieron en hombros de los indios más principales del Consejo de Huayna Capac, y una india cañar muy principal iba diciendo a Mihi: ¡dónde vais, hijo, desa manera! esperad sólo el día de hoy y llevaréis ojotas para el camino, y de los vestidos que yo tengo tejidos e iréis poco a poco. Oyendo estas razones Mihi y los demás capitanes, condescendiendo a sus ruegos se volvió con la figura del sol a Mullucancha y allí, en nombre de la figura de Mama Ocllo, con grandes importunaciones, le empezaron a rogar no se fuese, no obstante que la demás gente que estaba fuera de los orejones aparejados para caminar le daban prisa que saliere y empezase su camino, pero allí le entretuvieron hasta que fue casi medio día. Entonces entró Huayna Capac en Mullucancha, donde estaba Mihi, que aún no había salido de allí, y le habló con palabras de amor, de suerte, que aquel día quedaron allí harto contra la voluntad de los orejones, y aquella noche mandó Huayna Capac que en la plaza se pusiese grandísima cantidad de maíz, ganado, comida, ropa de cumbi, hahusca, algodón y otros mil géneros de cosas, y al amanecer mandó pregonar públicamente que solos los orejones de su ejército llevasen aquello, quien más pudiese llevase más a su casa, porque para ellos solos se había mandado poner en la plaza todo aquello. Oyendo este pregón los orejones, cada cual a porfía, empezó con mucha prisa a recoger de los vestidos y comida, olvidados de su partida con el regalo y abundancia presente, y cargados de todo lo que pudieron llevar se fueron a sus casas. Entonces Huayna Capac, al General Mihi, le dio por mujer una india principal, y a los demás capitanes, y los honró y favoreció mucho y enriqueció con dádivas, y mediante éstas, que quebrantan las penas, los sosegó y apaciguó, y de allí adelante mostrándoles buen rostro y afabilidad en todo como de antes se quedaron por entonces en Tomebamba, sin pensamiento de volverse al Cuzco, como lo habían tratado. Tanto pueden los medios suaves tratados con moderación y prudencia que facilitan y acaban las cosas, al parecer de los hombres, imposibles, en todo lo cual se hubo Huayna Capac como príncipe sabio y prudente.
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Cómo el Almirante decidió fundar un pueblo en el paraje donde habitaba el mencionado rey, y le llamó Villa de la Navidad Miércoles, a 26 de Diciembre, llegó el rey principal de aquella isla a la carabela del Almirante, y mostrando gran tristeza y dolor, le consolaba ofreciéndole generosamente todo aquello de lo suyo que le gustase recibir, diciendo que ya había dado tres casas a los cristianos, donde pusieran todo lo que habían sacado de la nave; y que daría muchas más si hacían falta. En tanto llegó una canoa, con ciertos indios de otra isla, que llevaban algunas hojas de oro, para cambiarlas por cascabeles, estimados por ellos más que otra cosa. También de tierra vinieron los marineros, diciendo que de otros lugares concurrían muchos indios al pueblo, llevaban muchos objetos de oro, y los daban por agujetas y cosas análogas de poco valor, ofreciendo llevar mucho más oro si querían los cristianos. Viendo el gran cacique que esto gustaba al Almirante, le dijo que él hubiese hecho llevar gran cantidad del Cibao, la región donde más oro había. Luego, ido a tierra, invitó al Almirante a comer ajes y cazabe, que es el principal alimento de los indios, y le dió algunas carátulas con los ojos y las orejas grandes de oro, y otras cosas bellas que se colgaban al cuello. Después, lamentándose de los caribes, que hacían esclavos a los suyos y se los llevaban para comérselos, se alentó mucho cuando el Almirante, para consolarlo, le mostró nuestras armas, diciendo que con aquellas lo defendería. Se asombró mucho viendo nuestra artillería, la que les daba tanto miedo que caían a tierra como muertos, cuando oían el estruendo. Habiendo el Almirante hallado en aquella gente tanto amor y tan grandes muestras de oro casi olvidó el dolor de la perdida nave, pareciéndole que Dios lo había permitido para que hiciese allí un pueblo y dejase cristianos que traficaran y se informasen del país y de sus moradores, aprendiendo la lengua y teniendo conversación con aquel pueblo, para que, cuando volviese allí de Castilla con refuerzo, tuviese quien le guiase en todo aquello que hiciera falta para la población y el dominio de la tierra. A lo que se inclinó tanto más, porque entonces se le ofrecían muchos, diciendo que se quedarían allí gustosos y harían su morada en aquella tierra. Por lo cual, resolvió el Almirante fabricar un fuerte con la madera de la nave perdida, de la que ninguna cosa dejó que no sacase fuera, y no llevara todo lo útil. A esto ayudó mucho que, al día siguiente, que fue jueves, a 27 de Diciembre, vino nueva de que la carabela Pinta estaba en el río, hacia el cabo de Levante, en la isla. Para saber esto de cierto, mandó el cacique Guacanagari una canoa con algunos indios, que llevaron a dicho lugar un cristiano. Este, habiendo caminado veinte leguas por la costa, volvió sin traer alguna nueva de la Pinta. De donde resultó no darse fe a otro indio que dijo haberla visto algunos días antes. Pero, no obstante, el Almirante no dejó de ordenar la estancia de los cristianos en aquel lugar, pues todos conocían bien la bondad y riqueza de la tierra; los indios llevaban a presentar a los nuestros muchas carátulas y cosas de oro, y daban noticia de muchas provincias de aquella isla donde tal oro nacía. Estando ya para partir el Almirante, trató con el rey acerca de los caribes, de quienes se lamentan y tienen gran miedo. Y tanto para dejarlo contento con la compañía de los cristianos, como también para que tuviese miedo de nuestras armas, hizo disparar una lombarda al costado de la nave, que atravesó a ésta de una banda a otra, y la pelota cayó al agua, de lo que recibió el cacique mucho espanto. Hizo también mostrarle todas nuestras armas, y cómo herían, y cómo con otras se defendían; y le dijo que quedando tales armas en su defensa, no tuviese miedo ya de caribes, porque los cristianos matarían a todos; que los quería dejar para guardarle, y que los tendría en su defensa mientras volvía a Castilla para tomar joyas y otras cosas que llevarle de regalo. Luego le recomendó mucho a Diego de Arana, hijo de Rodrigo de Arana, de Córdoba, de quien se ha hecho mención. A éste, a Pedro Gutiérrez y a Rodrigo de Escovedo, dejaba el gobierno de la fortaleza y de treinta y nueve hombres, con muchas mercancías y mantenimientos, armas y artillería, con la barca de la nave, y carpinteros, calafates y con todo lo demás necesario para cómodamente poblar, esto es, médico, sastre, lombardero, y otras tales personas. Después, con mucha diligencia, se preparó para venir derecho a Castilla, sin más descubrir, temiendo que, pues ya no le quedaba más que un sólo navío, le sucediera cualquier desgracia que diese motivo para que los Reyes Católicos no tuviesen conocimiento de los reinos que recientemente les había adquirido.
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De cómo Viracocha Inca tiró una piedra de fuego con su honda a Caitomarca y cómo le hicieron reverencia. Luego que hobo enviado el mensajero Viracocha Inca mandó a sus gentes que, alzado el real, caminasen para se acercar a Caitomarca. Y andando por el camino, llegó junto a un río, a donde mandó que parasen para refrescar; y estando en aquel lugar llegó el mensajero, el cual contó cómo los de Caitomarca habían burlado dél y cómo decían que ningún temor tenían a los Incas. Y como fue entendido por Viracocha Inca con gran sana subió en las andas, mandando a los suyos que caminasen a toda priesa; y así lo hicieron hasta ser llegados a la ribera de un río caudaloso y de gran corriente, que creo yo deber ser el de Yucay, y mandó poner sus tiendas el Inca y quisiera combatir el pueblo de los enemigos que de la otra parte del río estaban; mas iba el río tan furioso, que no se pudo poner en efecto. Los de Caitomarca llegaron a la ribera, desde donde con las hondas lanzaban muchas piedras al real del Inca y comenzaron de una y otra parte a dar voces y gritos grandes; porque en esto es estraña la costumbre conque las gentes de acá pelean unos con otros y cuán poco dejan a sus bocas reposar. Dos días cuentan questuvo en aquel río el Inca sin pasarlo, que no había puente ni tampoco se usaban las que agora hay antes que hobiese Incas; porque unos dicen que sí y otros afirman que no. Y como pasase el río Viracocha Inca, dicen que mandó poner en un gran fuego una piedra pequeña y como estuviese bien caliente, puesto en ella cierta mestura o confación para que pudiese en donde tocase emprender la lumbre, la mandó poner en una honda de hilo de oro conque, cuando a él placía, tiraba piedras, y con gran fuerza la echó en el pueblo de Caitomarca; y acertó a caer en el alar de una casa que estaba cubierta con paja bien seca y luego con ruido ardió de tal manera que los indios acudieron por ser de noche al fuego que velan en la casa, preguntándose unos a otros qué había sido aquello y quien había puesto el fuego a la casa. Y salió de través una vieja, la cual dicen que dijo: "Mirá lo que os digo y lo que os conviniere, sin pensar que de acá se haya puesto fuego a la casa, antes creed que vino del cielo, porque yo lo vi en una piedra ardiendo que, cayendo de lo alto, dio en la casa, y la paró tal como la veis". Pues como los principales e mandones con los más viejos del pueblo aquello oyeron, siendo, como son, tan grandes agoreros y hechiceros, creyeron que la piedra había sido enviado por mano de Dios para castigarlos porque no querían obedecer al Inca; e luego, sin aguardar respuesta de oráculo ni hacer sacrificio ninguno, pasaron el río en balsas llevando presentes al Inca: y como fueron delante de su presencia pidieron la paz, haciéndole grandes ofrecimientos con sus personas y haciendas así como lo hacían los confederados suyos. Sabido por Viracocha Inca lo que habían dicho los de Caitomarca les respondió con gran disimulación que, si aquel día no hubieran sido cuerdos en venir, que el siguiente tenía determinado de dar en ellos con grandes balsas que había mandado hacer. Y pasado esto, se hizo el asiento entre los de Caitomarca y el Inca; el cual dio al capitán o señor de aquel pueblo una de sus mujeres, natural del Cuzco, la cual fue estimada y tenida en mucho. Por la comarca destos pueblos corría la fama de los hechos del Inca y muchos, por el sonido della, sin ver las armas de los del Cuzco se le mandaban a ofrescer por amigos y aliados del rey Inca, que no poco contento con ello mostraba tener, hablando a los unos y a los otros amorosamente y mostrando para con todos gran benivolencia proveyendo de lo que él podía a los que veía tener necesidad. Y, como vido que podía juntar grande ejército, determinó de hacer llamamiento de gente para ir en persona a lo de Condesuyo.
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CAPÍTULO XXXIX De los micos o monos de Indias Micos hay innumerables por todas esas montañas de islas, y Tierrafirme y Andes. Son de la casta de monas, pero diferentes en tener cola y muy larga, y haber entre ellos algunos linajes de tres tanto, y cuatro tanto más cuerpo que monas ordinarias. Unos son negros del todo; otros bayos, otros pardos; otros manchados y varios. La ligereza y maña de éstos, admira, porque parece que quieren cuasi imitar las aves. En Capira, pasando de Nombre de Dios a Panamá, vi saltar un mico de éstos de un árbol a otro que estaba a la otra banda del río, que me admiró. Asense con la cola a un ramo y arrójanse a donde quieren, y cuando el espacio es muy grande, que no puede con un salto alcanzarle, usan una maña graciosa: de asirse uno a la cola del otro, y hacer de esta suerte una como cadena de muchos; después, ondeándose todos o columpiándose, el primero, ayudado de la fuerza de los otros, salta y alcanza, y se ase al ramo, y sustenta a los demás hasta que llegan asidos como dije, uno a la cola de otro. Las burlas y embustes, y travesuras que éstos hacen, es negocio de mucho espacio; las habilidades que alcanzan cuando los imponen, no parecen de animales brutos, sino de entendimiento humano. Uno vi en Cartagena, en casa del Gobernador, que las cosas que de él me referían apenas parecían creíbles, como en enviarle a la taberna por vino, y poniéndole en la una mano el dinero y en la otra el pichel, no haber orden de sacarle el dinero hasta que le daban el pichel con vino. Si los muchachos en el camino le daban grita o le tiraban, poner el pichel a un lado y apañar piedras, y tirarlas a los muchachos hasta que dejaba el camino seguro, y así volvía a llevar su pichel. Y lo que es más, con ser muy buen bebedor de vino (como yo se lo vi beber echándoselo su amo de alto) sin dárselo o darle licencia, no había tocar al jarro. Dijéronme también que si veía mujeres afeitadas, iba y les tiraba del tocado, y las descomponía y trataba mal. Podrá ser algo de esto, encarecimiento, que yo no lo vi; mas en efecto no pienso que hay animal que así perciba y se acomode a la conversación humana, como esta casta de micos. Cuentan tantas cosas, que yo por no parecer que doy crédito a fábulas, o porque otros no las tengan por tales, tengo por mejor dejar esta materia con sólo bendecir al Autor de toda criatura, pues para sola recreación de los hombres y entretenimiento donoso parece haber hecho un género de animal que todo es de reír, o para mover a risa. Algunos han escrito que a Salomón se le llevaban estos micos de Indias Occidentales; yo tengo para mí que iban de la India Oriental.