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CAPÍTULO XXX El gobernador pasa a Osachile. Cuéntase la manera que los indios de la Florida fundan sus pueblos. Después de la batalla digna de risa que hemos contado, aunque sangrienta y cruel para los pobres indios, estuvo el gobernador cuatro días en el pueblo de Vitachuco reparando el daño que él y los suyos habían recibido. Al quinto día salieron en demanda de otra provincia que está cerca de aquélla, llamada Osachile. Caminaron el primer día cuatro leguas. Alojáronse a la ribera de un gran río que divide los términos de estas dos provincias. Para lo pasar era necesario hacer otra puente como la que se hizo en el río de Ochile, porque no se podía vadear. Teniendo los castellanos la tablazón hecha para echarla en el agua, acudieron los indios de la otra parte a defender la obra y el paso. Los cristianos, dejando la fábrica de la puente, hicieron seis balsas grandes en que pasaron cien hombres, entre ballesteros y arcabuceros, y cincuenta caballeros armados, que llevaron las sillas de los caballos en las balsas. Cuando éstos hubieron tomado tierra, el gobernador (que, aunque emplastado el rostro, se hallaba presente a todo) mandó echar al río cincuenta caballos que pasaron a nado. Los españoles que estaban de la otra parte, habiéndolos recibido y ensillado, con toda diligencia salieron al llano. Los indios, viendo caballos en tierra limpia de monte, desampararon el puesto y dejaron los cristianos libres para hacer su puente, la cual echaron al río, y, con la diligencia acostumbrada, la acabaron en día y medio. El ejército pasó el río, caminó dos leguas de tierra sin monte, y, al fin de ellas, halló grandes sementeras de maíz, frisol y calabaza de la que en España llaman romana. Con las sementeras empezaba la poblazón de casas, derramadas y apartadas unas de otras sin orden de pueblo; y éstas iban por espacio de cuatro leguas hasta el pueblo principal, llamado Osachile, el cual era de doscientas casas grandes y buenas y era asiento y corte del curaca y señor de aquella tierra y había el mismo nombre Osachile. Los indios, que por las dos leguas de tierra limpia y rasa no habían osado esperar a los españoles, luego que los vieron entre los sembrados, revolviendo sobre ellos y encubriéndose con los maizales, les echaron muchas flechas acometiéndolos por todas partes sin perder tiempo, lugar y ocasión, doquiera que se les ofrecía, para les poder hacer daño, con lo cual hirieron muchos castellanos. Mas tampoco se iban los indios alabando, porque los cristianos, reconociendo la desvergüenza y coraje rabioso que los infieles traían por los matar o herir, en topándolos al descubierto, los alanceaban sin perdonar alguno, que muy pocos tomaron a prisión. Así anduvo el juego riguroso en las cuatro leguas de los sembrados, con pérdida, ya de unos, ya de otros, como siempre suele acaecer en la guerra. Del pueblo de Vitachuco al de Osachile, hay diez leguas de tierra llana y apacible. Los españoles hallaron el pueblo de Osachile desamparado, que el curaca y sus indios se habían ido a los montes. El gobernador le envió luego mensajeros de los pocos indios que en su tierra prendieron, convidándole con la paz y amistad. Mas el curaca Osachile ni salió ni respondió a los recaudos, ni volvió indio alguno que los hubiese llevado. Debió ser por el poco tiempo que los cristianos estuvieron en su pueblo, que no fueron más de dos días. En los cuales, poniéndose los españoles en emboscadas, prendieron muchos indios para servirse de ellos; después de rendidos, eran domésticos y de buen servicio, aunque con las armas en las manos se habían mostrado feroces. Por el poco tiempo que los españoles estuvieron en esta provincia, y por ser ella pequeña, aunque bien poblada de gente y abastada de comida, acaecieron pocos casos que contar más de los que se han dicho. Por lo cual será razón, porque no salgamos tan presto de ella, describamos el sitio, traza y manera de este pueblo Osachile para que por él se vea el asiento y forma de los demás pueblos de este gran reino llamado la Florida, porque, como toda su tierra sea casi de una misma suerte y calidad, llana y con muchos ríos que corren por ella, así todos sus naturales pueblan, visten, comen y beben casi de una misma manera, y aun en su gentilidad, en sus ídolos, ritos y ceremonias (que tienen pocas) y en sus armas, condición y ferocidad, difieren poco o nada unos de otros. De donde, visto un pueblo, los habremos visto casi todos y no será menester pintarlo en particular, si no se ofreciere alguno tan diferente que sea forzoso hacer de por sí relación de él. Para lo cual es de saber que los indios de la Florida siempre procuraron poblar en alto, siquiera las casas de los caciques y señores cuando no podían todo el pueblo. Y porque toda la tierra es muy llana y pocas veces hallan sitio alto que tenga las demás comodidades útiles y necesarias para poblar, lo hacen a fuerza de sus brazos, que, amontonando grandísima cantidad de tierra, la van pisando fuertemente, levantándola en forma de cerro de dos y tres picas en alto y encima hacen un llano capaz de diez o doce, quince o veinte casas, para morada del señor y de su familia y gente de servicio, conforme a su posiblidad y grandeza del estado. En lo llano, al pie del cerro natural o artificial, hacen una plaza cuadrada, según tamaño del pueblo que le ha de poblar; alderredor de ella hacen los más nobles y principales sus casas, y luego la demás gente común las suyas. Procuran no alejarse del cerro donde está la casa del señor, antes trabajan de cercarle con las suyas. Para subir a la casa del curaca hacen calles derechas por el cerro arriba, dos o tres o más, como son menester, de quince o veinte pies de ancho. Por paredes de estas calles hincan gruesos maderos que van juntos unos de otros y entran en tierra más de un estado. Por escalones atraviesan otros maderos, no menos gruesos que los que sirven de paredes, y los traban unos con otros. Estos maderos que sirven de escalones son labrados de todas cuatro partes porque la subida sea más llana. Las gradas distan una de otra cuatro o seis u ocho pies, según que es la disposición y aspereza del cerro más o menos alto. Por ella subían y bajaban los caballos fácilmente, porque eran anchas. Todo lo demás del cerro, fuera de las escaleras, lo cortan en forma de pared, de manera que no pueden subir por él, porque de esta suerte queda la casa del señor más fortalecida. De esta forma y traza tenía Osachile su pueblo y casa, la cual desamparó por parecerle más fuerte el monte, donde se estuvo sin querer aceptar la amistad de los españoles sin responder a sus mensajes.
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CAPÍTULO XXX De las grandes arboledas de Indias, y de los cedros, y ceibas, y otros árboles grandes Como desde el principio del mundo la tierra produjo plantas y árboles por mandato del Omnipotente Señor, en ninguna región deja de producir algún fruto; en unas más que en otras. Y fuera de los árboles y plantas que por industria de los hombres se han puesto y llevado de unas tierras a otras, hay gran número de árboles que sola la naturaleza los ha producido. De éstos me doy a entender que en el nuevo orbe (que llamamos Indias) es mucho mayor la copia, así en número como en diferencias, que no en el orbe antiguo y tierras de Europa, Asia y África. La razón es ser las indias de temple cálido y húmedo, como está mostrado en el libro segundo, contra la opinión de los antiguos, y así la tierra produce en extremo vicio infinidad de estas plantas silvestres y naturales, de donde viene a ser inhabitable y aún impenetrable la mayor parte de Indias, por bosques y montañas, y arcabucos cerradísimos que perpetuamente se han abierto. Para andar algunos caminos de Indias, mayormente en entradas de nuevo, ha sido y es necesario hacer camino a puro cortar con hachas, árboles, y rozar matorrales, que como nos escriben padres que lo han probado, acaece en seis días caminar una legua y no más. Y un hermano nuestro, hombre fidedigno, nos contaba que habiéndose perdido en unos montes, sin saber adonde ni por donde había de ir, vino a hallarse entre matorrales tan cerrados que le fue forzoso andar por ellos sin poner pie en tierra por espacio de quince días enteros, en los cuales también por ver el sol y tomar algún tino, por ser tan cerrado de infinita arboleda aquel monte, subía algunas veces trepando hasta la cumbre de árboles altísimos, y desde allí descubría camino. Quien leyere la relación de las veces que este hombre se perdió y los caminos que anduvo, y sucesos extraños que tuvo (la cual yo por parecerme cosa digna de saber, escribí sucintamente) y quien hubiera andado algo por montañas de Indias, aunque no sean sino las diez y ocho leguas que hay de Nombre de Dios a Panamá, entenderá bien de qué manera es esta inmensidad de arboleda que hay en Indias. Como allá nunca hay invierno que llegue a frío, y la humedad del cielo y del suelo es tanta, de ahí proviene que las tierras de montaña producen infinita arboleda, y las de campiña, que llaman sabanas, infinita yerba. Así que para pastos, yerba y para edificios, madera, y para el fuego, leña, no falta. Contar las diferencias y hechuras de tanto árbol silvestre, es cosa imposible, porque de los más de ellos no se saben los nombres. Los cedros, tan encarecidos antiguamente, son por allá muy ordinarios para edificios y para naos, y hay diversidad de ellos: unos blancos y otros rojos y muy olorosos. Danse en los Andes del Pirú, y en las montañas de Tierrafirme, y en las Islas y en Nicaragua, y en la Nueva España, gran cantidad. Laureles de hermosísima vista y altísimos; palmas infinitas; ceibas de que labran los indios las canoas, que son barcos hechos de una pieza. De La Habana e Isla de Cuba, donde hay inmensidad de semejantes árboles, traen a España palos de madera preciada, como son ébanos, caobana, granadillo, cedro y otras maderas que no conozco. También hay pinos grandes en Nueva España, aunque no tan recios como los de España; no llevan piñones, sino piñas vacías. Los robles que traen de Guayaquil son escogida madera, y olorosa cuando se labran y de allí mismo, cañas altísimas cuyos cañutos hacen una botija o cántaro de agua, y sirven para edificios, y los palos de mangles, que hacen árboles y mástiles de naos y los tienen por tan recios como si fuesen de hierro. El molle es árbol de mucha virtud; da unos racimillos, de que hacen vino los indios. En México le llaman árbol del Pirú, porque vino de allá; pero dase también y mejor en la Nueva España que en el Pirú. Otras mil maneras hay de árboles, que es superfluo trabajo decirlas. Algunos de estos árboles son de enorme grandeza; sólo diré de uno que está en Tlacochabaya tres leguas de Oaxaca, en la Nueva España. Este, midiéndole aposta se halló en sólo el hueco de dentro tener nueve brazas, y por de fuera medido, cerca de la raíz, diez y seis brazas, y por más alto, doce. A este árbol hirió un rayo desde lo alto por el corazón hasta abajo, y dicen que dejó el hueco que está referido. Antes de herirle el rayo, dicen que hacía sombra bastante para mil hombres, y así se juntaban allí para hacer sus mitotes y bailes y supersticiones; todavía tiene rama y verdor, pero mucho menos. No saben qué especie de árbol sea, más de que dicen que es género de cedro. A quien le pareciere cedro fabuloso aqueste, lea lo que Plinio cuenta del plátano de Licia, cuyo hueco tenía ochenta y un pies, que más parecía cueva o casa que no hueco de árbol, y la copa de él parecía un bosque entero, cuya sombra cubría los campos. Con este se perderá el espanto y la maravilla del otro tejedor que dentro del hueco de un castaño tenía casa y telar, y del otro castaño o qué sé era, donde entraban a caballo ocho hombres y se tornaban a salir por el hueco de él, sin embarazarse. En estos árboles así extraños y disformes, ejercitaban sus idolatrías mucho los Indios, como también lo usaron los antiguos gentiles, según refieren autores de aquel tiempo.
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Capítulo XXX De otros ritos y ceremonias que usaban los indios No creo ha habido nación en el mundo de mayores agüeros, abusiones, ritos y ceremonias que estos indios, porque en todas las cosas que trataban, las tenían y para cualquier fin. Al tiempo de adorar las huacas, comúnmente inclinaban la cabeza, alzaban las manos y hablaban con ellas, significándoles sus necesidades y pidiéndoles lo que querían. Es cosa ordinaria entre ellos, cuando pasan los ríos o arroyos o lagunas, beber dellos por modo de salutación, adorándolos y pidiéndoles que los dejen pasar en salvo y no los lleven, y a las fuentes y manantiales lo mismo, para que no los dañen, y a los lagos y pozos hondos por el mismo fin, todo con superstición. Los indios de la sierra, cuando van de camino, tienen de costumbre echar en el camino o encrucijadas, en los cerros o en los montones de piedras, dichos apachitas, en las peñas y cuevas o en sepulturas antiguas, ojotas, plumas, coca mascada o maíz mascado, pidiéndoles los dejen pasar en salvo, y les den fuerzas para pasar su camino y descanso en él. También usan tirarse las cejas y pestañas, y ofrecerlas al Sol, a los cerros o a las apachitas, al viento, cuando hay torbellinos o tempestades, a los rayos o truenos, a las peñas, cuevas, quebradas, angosturas en veneración, pidiéndoles los dejen volver en paz. Cuando usaban ir lejos de sus tierras a algunos negocios, se encomendaban a sus huacas, y pedían a los hechiceros lo hiciesen ellos, y les dijesen los buenos o malos sucesos que habían de tener en el camino y en la vuelta, y si volverían con salud o morirían allá, y para este efecto bebían, haciendo sus ceremonias y ritos, y lo mismo acostumbraban las mujeres e hijos, padres y madres, hermanos y deudos de éstos, cuando estaban ausentes por ellos; y cuando llegaban al lugar, ofrecían sacrificios a la huaca dél o al cerro que estaba cerca, bebiendo y holgándose. Los indios de los llanos que reverenciaban y adoraban la mar, para que estuviese siempre mansa y no se embraveciese contra ellos, y les diese mucha abundancia de pescado, y con esto le echaban harina de maíz blanco y almagre y otras cosas. La Cordillera Nevada era reverenciada u otra cualquier sierra, que estuviese de ordinario con nieve como a cosa temerosa, y en las chácaras ponían en algunas partes una piedra muy grande, para guarda della y para invocarla y llamarla. Para purificarse de sus pecados y males pasados, se lavaban en los ríos y fuentes, y la chicha que habían de beber, con los dedos asperjaban y rociaban hacia el sol o la luna y estrellas, o hacia la tierra, cuando era el año estéril por falta de lluvias o por abundancia deltas o por hielo o granizo, y finalmente, cuando había falta de temporales, pedían ayuda a las huacas, al sol y luna y a los ídolos, llorando y gritando, ofrecían sacrificios de sebo y coca, y mataban animales y aun criaturas, como va dicho, y aun se confesaban con hechiceros para este fin, ayunando, y mandaban a sus mujeres hijos y criados que ayunasen y llorasen, e hiciesen lo mismo que ellos. En algunas partes, especiales en los Andes, usaban sacrificar a las huacas, truenos o cerros y rayos, algún hombre o criatura, matándolo y derramando la sangre, para aplacar con este sacrificio. Todas estas cosas han cesado va por la misericordia de Dios, y el demonio, a quien se hacía el sacrificio, no goza destas crueldades.
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Del estado en que iba la nao prosiguiendo su viaje, y la muerte del ermitaño Hízose lista de los demás enfermos, y a cada uno se daba cada mañana, de más de su ración, un plato de gachas ayudadas con manteca y miel, y a la tarde un jarro de agua con un poco de azúcar para ayudarlos a sustentar; y a las personas que estaban con alguna salud más; ración doblada para poder suplir la bomba cuatro veces cada día, con que se padeció grandemente, porque unos se escondían, otros se sentaban, otros se tendían diciendo no podían trabajar. Noche se pasó toda sin poderlos obligar con el daño que tan cerca estaba, cuyos clamores y necesidades forzosas son dos cosas que no se pueden bien soldar. La nao por tener la jarcia y velas podridas por momentos había que remendar, y que hacer costuras a cabos: era el mal, que no había con qué suplir. iba el árbol mayor rendido por la carlinga: el dragante por no ser amordazado, pendió a una banda y llevó consigo el bauprés, que nos daba mucho cuidado. La cebadera con todos sus aparejos se fueron a la mar, sin cogerse cosa de ella. El estay mayor se rompió segunda vez: fue necesario del calabrote cortar parte y hacer otro estay, que se puso ayudado con los brandales del árbol mayor que se quitaron. No hubo verga que no viniese abajo, rompidas trizas, ostagas, y tal vez estuvo tres días la vela tendida en el combes, por no haber quien la quisiese, ni pudiese izar, y triza de treinta y tres costuras. Los masteleros y velas de gavia, verga de mesana, las quitamos todos para aparejar y ayudar las dos velas maestras, con que sólo se navegaba. Del casco del navío se puede decir, con verdad, que sólo la ligazón sustentó la gente, por ser de aquella buena madera de Guayaquil, que se dice Guatchapelí, que parece jamás se envejece. Por las obras muertas estaba tan abierto el navío, que a pipas entraba y salía el agua, cuando iba a la bolina. Los marineros, por lo mucho que tenían a que acudir, y por sus enfermedades, y por ver la nao tan falta de los remedios, iban ya tan aborridos, que no estimaban la vida en nada; y uno hubo que dijo al piloto mayor, que para qué se cansaba y los cansaba: que más valía morir una que muchas veces; que cerrasen todos los ojos, y dejasen ir la nao a fondo. No querían algunas veces laborar, diciendo que Dios ni el Rey obligaban a lo imposible; que ellos estaban sin fuerzas, y si se colgaban de los brazos, no se podían sustentar sin venir abajo; y si muriesen, ¿quién los había de resucitar? Y al piloto mayor le dijo uno, que se echaría a la mar, aunque le llevase el diablo cuerpo y alma; y otros muchos le decían, que pues los sabía mandar, que les diese de comer, y juntamente de las botijas de vino y aceite y vinagre que tenía la gobernadora, o que se las vendiese a trueque de su trabajo, o que ellos le darían prendas, o pagarían en Manila, o la darían otro tanto de lo mismo, pues era para cobrar fuerzas para llevar su nao y a ella, o si no que muriesen todos a trueque de que ella muriese; y cuando había las mayores necesidades de sus personas, entonces mostraban las suyas y recordaban lo pasado. El piloto mayor trató por veces a la gobernadora de este pleito, que duró todo el viaje, y le dijo que mucho peor era morir que no gastar. Díjole que más obligaciones tenía a ella que no a los marineros que hablaban con su favor del, y que si ahorcase a dos, los demás callarían. Respondióla el piloto mayor, que no trataba sino de remediar necesidades, y que los marineros eran buenos; que si abogaba, no era por afición ni obligación que les tuviese, sino para que llevasen su nao donde ella misma quería; y que la obligación del darla gusto, no le quitaba la que tenía a su oficio; que bien parecía la paga junto a la deuda. Al fin dio dos botijas de aceite; mas como eran muchos gastóse presto; y por esto se renovaron quejas, que duraron todo el viaje. Los soldados, viendo tan largos tiempos (porque ninguno es corto a quien padece), también decían su poco y mucho; y tal dijo, que trocaría la vida por una sentencia de muerte en una cárcel, o por un lugar de un banco en una galera de turcos, a donde moriría confesado, o viviría esperando una victoria, o rescate. --Esperanza en Dios, cuyo poder es mayor que todas nuestras necesidades, dijo uno, y que aquél era viaje armado y sobre pobreza. Esta muerte que tengo por venturosa venida al remate de tan buenas obras, recibida con mansedumbre, ¿qué se puede entender sino que pues el Señor fue servido de llamar en tan buena ocasión a nuestro buen Juan Leal, que fue para premiarle en el cielo lo merecido en el suelo? Murió tan solo y desamparado como los otros. Era en vida y costumbres ejemplar; estimaba el mundo y sus cosas, en lo que merece ser estimado; andaba vestido de sayal pegado a las carnes, hábito a media pierna y descalzo, barba y cabello largo; y en esta estrecha vida, y en servir hospitales, había muchos años que vivía, después de otros muchos que había sido soldado en Chile. Esta misma noche se fue a la mar un enfermo, no se supo cómo, y dando voces, que pedía socorro y las metía en el alma, se quedó sin ser más visto.
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Cómo vinieron a dar la obediencia los indios guaycurúes a su majestad Dende a cuatro días que el prisionero se partió del real, un lunes por la mañana llegó a la orilla del río con toda la gente de su nasción, los cuales estaban debajo de una arboleda a la orilla del río Paraguay; y sabido por el gobernador, mandó pasar muchas canoas con algunos cristianos y algunas lenguas con ellas, para que los pasasen a la ciudad, para saber y entender qué gente eran; y pasadas de la otra parte las canoas, y en ellas hasta veinte hombres de su nasción, vinieron ante el gobernador, y en su presencia se sentaron sobre un pie como es costumbre entre ellos, y dijeron por su lengua que ellos eran principales de su nasción de guaycurúes, y que ellos y sus antepasados habían tenido guerras con todas las generaciones de aquella tierra, así de los guaraníes como de los imperúes y agaces y guatataes y naperúes y mayaes, y otras muchas generaciones, y que siempre les habían vencido y maltratado, y ellos no habían sido vencidos y maltratados, y ellos no habían sido vencidos de ninguna generación ni lo pensaron ser; y que pues habían hallado otros más valientes que ellos, que se venían a poner en su poder y a ser sus esclavos, para servir a los españoles; y pues el gobernador, con quien hablaban, era el principal de ellos, que les mandase lo que habían de hacer como a tales sus sujetos y obedientes; y que bien sabían los indios guaraníes que no bastaban ellos a hacerles la guerra, porque ellos no los temían ni tenían en nada, ni se atraverían a los ir a buscar y hacer la guerra si no fuera por los españoles; y que sus mujeres e hijos quedaban de la otra parte del río, y venían a dar la obediencia y hacer lo mismo que ellos; y que por ellos, y en nombre de todos, se venían a ofrescer al servicio de Su Majestad.
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Cómo nos tornamos a embarcar y nos hicimos a la vela para el río de Grijalva, y lo que nos avino en el viaje En 4 días del mes de marzo de 1519 años, habiendo tan buen suceso en llevar tan buena lengua y fiel, mandó Cortés que nos embarcásemos según y de la manera que habíamos venido antes que arribásemos a Cozumel, e con las mismas instrucciones y señas de los faroles para de noche. Yendo navegando con buen tiempo, revuelve un viento, ya que quería anochecer, tan recio y contrario, que echó cada navío por su parte, con harto riesgo de dar en tierra; y quiso Dios que a media noche aflojó, y desque amaneció luego se volvieron a juntar todos los navíos, excepto uno en que iba Juan Velázquez de León; e íbamos nuestro viaje sin saber de él hasta mediodía, de lo cual llevábamos pena, creyendo fuese perdido en unos bajos, y desque se pasaba el día e no parecía, dijo Cortés al piloto Alaminos que no era bien ir más adelante sin saber de él, y el piloto hizo señas a todos los navíos que estuviesen al reparo, aguardando si por ventura le echó el tiempo en alguna ensenada, donde no podía salir por ser el viento contrario; e como vio que no venía, dijo el piloto a Cortés: "Señor, tengo por cierto que se metió en uno como un puerto o bahía que queda atrás, y que el viento no le deja salir, porque el piloto que lleva es el que vino con Francisco Hernández de Córdoba e volvió con Grijalva, que se decía Juan álvarez "el manquillo", e sabe aquel puerto; y luego fue acordado de volver a buscarle con toda la armada, y en aquella bahía donde había dicho el piloto lo hallamos anclado, de que todos hubimos placer; y estuvimos allí un día, y echamos dos bateles en el agua, e saltó en tierra el piloto e un capitán que se decía Francisco de Lugo; e había por allí unas estancias donde había maizales e hacían sal, y tenían cuatro cues, que son casas de ídolos, y en ellos muchas figuras, e todas las más de mujeres, y eran altas de cuerpo, y se puso nombre a aquella tierra la punta de las Mujeres. Acuérdome que decía el Aguilar que cerca de aquellas estancias estaba el pueblo donde era esclavo, y que allí vino cargado, que le trajo su amo, e cayó malo de traer la carga; y que también estaba no muy lejos el pueblo donde estaba Gonzalo Guerrero, y que todos tenían oro, aunque era poco, y que si quería, que él guiaría, y que fuésemos allá; e Cortés le dijo riendo que no venía para tan pocas cosas, sino para servir a Dios e al rey. E luego mandó Cortés a un capitán que se decía Escobar que fuese en el navío de que era capitán, que era muy velero y demandaba poca agua, hasta Boca de Términos, e mirase muy bien qué tierra era, e si era buen puerto para poblar, e si había mucha caza, como le habían informado; y esto que le mandó fue por consejo del piloto, porque cuando por allí pasásemos con todos los navíos no nos detener en entrar en él; y que después de visto, que pusiese una señal y quebrase árboles en la boca del puerto, o escribiese una carta e la pusiese donde la viésemos de una parte y de otra del puerto para que conociésemos que había entrado dentro, o que aguardase en la mar a la armada barloventeando después que lo hubiese visto. Y luego el Escobar partió e fue a puerto de Términos (que así se llama), e hizo todo lo que le fué mandado, e halló la lebrela que se hubo quedado cuando lo de Grijalva, y estaba gorda e lucía; e dijo el Escobar que cuando la lebrela vio el navío que estaba en el puerto, que estaba halagando con la cola e haciendo otras señas de halagos, y se vino luego a los soldados, y se metió con ellos en la nao; y esto hecho, se salió luego el Escobar del puerto a la mar, y estaba esperando el armada, e parece ser, con viento sur que le dio, no pudo esperar al reparo y metióse mucho en la mar. Volvamos a nuestra armada, que quedábamos en la punta de las Mujeres, que otro día de mañana salimos con buen tiempo terral y llegamos en Boca de Términos, y no hallamos a Escobar. Mandó Cortés que sacasen el batel y con diez ballesteros le fuesen a buscar en la Boca de Términos o a ver si había señal o carta; y luego se halló árboles cortados e una carta que en ella decía cómo era muy buen puerto y buena tierra y de mucha caza, e lo de la lebrela; e dijo el piloto Alaminos a Cortés que fuésemos nuestra derrota, porque con el viento sur se debía haber metido en la mar, y que no podría ir muy lejos, porque había de navegar a orza. Y puesto que Cortés sintió pena no le hubiese acaecido algún desmán, mandó meter velas, y luego le alcanzamos y dio el Escobar sus descargos a Cortés y la causa por que no pudo aguardar. Estando en esto llegamos en el paraje de Potonchan, y Cortés mandó al piloto que surgiésemos en aquella ensenada; y el piloto respondió que era mal puerto, porque habían de estar los navíos surtos más de dos leguas lejos de tierra, que mengua mucho la mar; porque tenía pensamiento Cortés de darles una buena mano por el desbarate de lo de Francisco Hernández de Córdoba e Grijalva, y muchos de los soldados que nos habíamos hallado en aquellas batallas se lo suplicamos que entrase dentro, e no quedasen sin buen castigo, aunque se detuviesen allí dos o tres días. El piloto Alaminos con otros pilotos porfiaron que si allí entrábamos que en ocho días no podríamos salir, por el tiempo contrario, y que ahora llevábamos buen viento y que en dos días llegaríamos a Tabasco; e así, pasamos de largo, y en tres días que navegamos llegamos al río de Grijalva; e lo que allí nos acaeció y las guerras que nos dieron diré adelante.
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Capítulo XXX De cómo el gobernador don Francisco Pizarro salió de Panamá y quedó en ella el capitán Diego de Almagro y cómo entró Mediante la nueva capitulación y compañía hecha entre Pizarro y Almagro, hubo mejor despacho para la jornada que se pensó; porque Almagro entendía en proveer lo necesario, procurando vitualla y lo demás para ella perteneciente. Determinóse por ellos que el gobernador se partiese luego, y que tomado tierra de la parte que del Perú le pareciese, aguardase al socorro que le fuese, para lo cual Almagro había de quedar en Panamá. De Nicaragua, había de ir gente y caballos, lo mismo creían que harían de otras partes, que bastarían juntos todos a señorear la tierra, aunque más grande fuese. Y como Pizarro y Almagro hubiesen platicado sobre estas cosas, y otras, lo que más te convenía, salió Pizarro de Panamá con tres navíos, que aderezados estaban, en los cuales iban ciento y ochenta y tantos españoles, embarcándose con él sus hermanos, Cristóbal de Mena, Diego Maldonado, Juan Alonso de Badajoz, Juan Descobar, Diego Palomino, Francisco de Lucena, Pedro de los Ríos, Melchor Palomino, Juan Gutiérrez de Valladolid, Blas de Atienza, Francisco Martín Albarrán, Francisco Cobo, Juan de Trujillo, Hernando Carrasco, Diego de Agüero, García Martínez de Arbaz (Narváez), Juan de Padilla y otros muchos, hasta la cantidad dicha. Iban treinta y seis caballos, fuerza grande para la guerra de acá, porque sin ellos no se podrían sojuzgar tantas naciones. Llevaban muchas rodelas para cuando entrasen en pelea, hechas al modo morisco (que no es malo sino provechoso) de duelas de pipas, que de España vienen con vino, son fuertes y la flecha que la pasa, o el dardo, será tirado con buen brazo; pocas veces acaece. El gobernador se adelantó hasta llegar a las islas de las Perlas, donde aguardó que todos viniesen, y estando juntos, salió de allí con determinación de no hacer lo que primero hizo (que fue andarse por aquellos manglares que había a ojo), sino ir a tomar puerto, fuera del monte, a la tierra que descubrió. Todos iban muy lozanos porque creían que volverían en breve tiempo con gran riqueza a España; vieron este deseo algunos cumplido y otros murieron en su pobreza. Navegando por el mar anduvieron el camino de su derrota, y el tiempo les ayudó de tal manera que en cinco días a la cuenta de algunos que allí venían, vieron tierra donde luego tomaron puerto, y conocieron que era la bahía que llaman de San Mateo. Platicaron Pizarro y los suyos qué harían para acertar en el comienzo de la empresa tan grande que llevaban: después de bien altercado, se determinó en su consulta que los españoles caminasen con los caballos, por tierra la costa adelante, y que los navíos fuesen por la mar. Púsose por obra y la gente salió de allí y anduvo con trabajos, porque en aquella tierra hay ríos y esteros que pasar. Al fin llegaron una mañana a un pueblo principal a que llaman Cuaque, donde hallaron gran despojo porque los indios, aunque supiesen de los españoles no alzaron la hacienda ni se fueron al monte; fue la causa su descuido y no su voluntad, porque creyeron que los españoles no venían a robar ni saltear a los pacíficos y que no les debían nada, ni en tiempo ninguno habían injuriado, sino que pensaron que habían de holgarse unos con otros y tener banquetes, como se hizo al principio, cuando Pizarro anduvo en el descubrimiento. Como vieron la burla, muchos huyeron; dícese que se tomaron más de veinte mil castellanos y esmeraldas muchas y finas; que en aquel tiempo en dondequiera valieran un gran tesoro; mas como los que iban allí habían visto pocas, no las conocieron, y así se perdieron las más. Por dicho de un fraile llamado fray Reginaldo que allí iba, que decía que la esmeralda era más dura que el acero y que no se podía quebrar; y así con martillos, creyendo que daban en dinero, quebraban las más de las piedras que tomaron. Como los indios vieron estas cosas, espantábanse de tal gente y miraban mucho los caballos, a los cuales creyeron que eran inmortales, si no burlan los que lo dicen. El señor natural de este pueblo, con gran miedo y espanto se escondió en su misma casa maldiciendo tan malos huéspedes como le habían venido. Pizarro y los suyos se aposentaron en el pueblo; y como se hubiesen tomado algunos indios, preguntóles el gobernador por el cacique. Supo de ellos donde estaba escondido de que recibió gran contento por asegurarles; mandó que lo buscasen y trajesen a su presencia, y así se hizo: y con gran temblor pareció ante él, excusándose con las lenguas de que no estaba escondido sino en su propia casa y no ajena, y como viese que sin su voluntad habían entrado en el pueblo y tomado lo que él y sus indios tenían, temiendo de que no le matasen no había venido a verlos. A lo cual, le respondió Pizarro que se asegurase y mandase volver los indios a sus casas, porque no querían cautivarlos ni tomarles su tierra y que lo habían errado en no salir al camino a le ofrecer la paz, porque procurara que los españoles no le hubieran tomado el oro y otras cosas que habían habido de ellos, mas que tuviese por cierto que él mandaría que no le fuese hecho más daño y por que no les cobrasen desamor ni odio trató bien su persona; y así vuelto a su casa, el señor del pueblo mandó que viniesen los indios con sus mujeres, e proveían de bastimentos con lo que más tenían a los cristianos, los cuales fueron tan molestos y enojosos a estos naturales, que como viesen en cuán poco los tenían y cómo los disipaban y robaban, tomaron el monte y los dejaron sus casas y tan de propósito lo hicieron que, aunque salió a buscarlos, topó con pocos.
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Capítulo XXX Del rico y afamado Cerro de Potosí y de sus grandezas Sin salir ni exceder de los límites de la verdad, podré afirmar que esta villa imperial de Potosí, de quien se tratará en este capítulo, es la más rica, opulenta y célebre que se conoce en todo el orbe, y que más rentas da a su Rey y más plata ha salido della sola, que de todas las del mundo juntas, y aun se puede decir que ella enriquece a toda Europa, Asia y África, porque de los residuos de España se reparten a las demás provincias, y a España bien se sabe que la hinche el cerro de Potosí de barras que dél salen cada año. Refieren algunos que el año de mil y quinientos y cuarenta, poco más o menos, o el de cuarenta y tres, según otros, se descubrió este famoso mineral en esta manera: Hernando Pizarro, hermano del marqués don Francisco Pizarro, que tantos años vivió preso en la Mota de Medina del Campo, estaba en el asiento de Porco, siete leguas de Potosí, con muchos españoles, beneficiando aquellas riquísimas minas (que si no hubieran dado en agua, fueran las más prósperas del reino), y de allí, teniendo necesidad de comida, envió un yanacona suyo que comprase maíz en Chuquisaca, y este indio con otro yanacona de un Diego Mateos, que llamaron el rico, con algunos carneros fueron, y tomándoles una noche junto a este cerro de Potosí, durmieron junto adonde ahora está poblada la parroquia de San Benito, porque, todo lo que es población al presente, era cenagal y, habiendo soltado unos carneros que llevaban, el uno dellos se fue subiendo el cerro arriba que estaba lleno de quinuales, arbolillos del Perú, en las Punas, y uno destos dos indios fue a recoger los carneros para cargarlos, y como halló menos, fuelo a buscar por entre los quinuales, hasta que llegó a la veta y mina que dicen de estaño, donde halló su carnero y, advirtiendo en las señales, como indio que trabajaba en metales, sacó un poco y lo trujo a su compañero y se lo mostró. Vueltos a Porco y habiendo molido un poco de metal que llevaban, lo guairaron y sacaron dél mucha plata. Teniendo noticia los españoles dello, fueron a reconocer el cerro y a darle catas, para ensayar los metales dél, y acudiendo a la medida de su deseo, se empezó a poblar un asiento y después, en diferente lugar, la villa, que es donde estaba el cenagal. Se ha ido aumentando de suerte que hay hoy en ella tantos españoles, como en la mayor ciudad del Reino y que en la de los Reyes. El cerro es solo, sin tener alrededor ninguno que se le junte. Es redondo y a modo de un pan de azúcar. La una parte dél está al oriente y la otra hacia el norte. Desta parte se hallaron las primeras vetas y las más principales, y fueron cinco: la del estaño, la Veta Rica, la Muiza, la de Mendieta, la de Sojo. Destas vetas salen grandísimos ramos que tienen atravesado todo el cerro, y corren de norte a sur, y es tanta la grandeza dél, que toda la tierra y piedras movedizas y fijas que hay en él, arriba y abajo y en la misma villa, por donde quiera que fueren, tienen ley de plata y se pueden beneficiar. De las vetas principales, como he dicho, salen infinitos caminos y veredas de plata con diferentes nombres, conforme han sido los descubridores, y aún hoy en día se descubren más. Los nombres de algunas se pondrán, aunque no de todas, porque son sin número, y acontece en una veta haber treinta y cinco socavones y nombres diversos. De la Veta Rica salen la de Centeno, el socavón del Rey, Chinchilla, Antona, la de Berrio, Nuestra Señora de Gracia, Santa Bárbara de Arriba, el Espíritu Santo y otras muchas que se labran por el socavón del Rey, y por el de Centeno y las demás. De la veta Muniza, el socavón de Juan Ortiz Lobatopo, San Pedro y San Pablo, San Christóbal, Nuestra Señora de los Remedios, Pancorbo y otros muchos. De la de Mendieta y Sojo salen los Flarencos, Patero Sojo, los Ciegos de Abajo y Arriba, Sibincos, el Limpio, las Animas, San Antón, San Francisco, el Purgatorio y otras muchas. Así al mediodía de la veta del estaño salen: San Juan, la Pedrera, el socavón de Mondragón, San Juan del Estaño, Santa Bárbara, las Amoladeras y otras muchas. Hacia la parte de poniente también está pegado a este gran cerro, otro, como a la cuarta parte, del que sale como teta de mujer, y nace del mismo, sin haber división, y le llaman Huaina Potosí los indios, que significa Potosí el mozo. Está hacia el norte y tiene muchas vetas de plata y, si no es del pueblo, no se ve porque, como he dicho, no hay división alguna. La color del cerro es de leonado obscuro. Tiene, desde el pie a lo alto, una gran legua de subida y de redondo, por encima de Huaina Potosí, dos leguas y por el pie habrá tres leguas largas de rodeo. Las vetas están en doscientos estados, unas más o menos, conforme en ellas se fue hallando la riqueza, y las que están de las dos tercias partes para abajo, dan en metales negrillos, y las que caen a la parte del poniente y del sur y muchas que están a levante, y ninguna dellas ha dado en agua, hasta el día de hoy, que ha sido el origen y causa, por donde se han seguido y sustentado y, si la ventura hubiera ordenado que se atinara en el beneficio de los metales negrillos, y a ellos se pudiera sacar la grandísima riqueza de plata que tiene escondida, es, sin duda, que se sacara de sólo Potosí, y valieran sus rentas más que toda Europa. Pero no ha querido la majestad de Dios se descubra, para reprimir la soberbia de los españoles, y poner límite en la sed insaciable de dineros que tienen, y creciera con el crecimiento de la plata. Los cerros más cercanos a éste son los de Caricari, a una legua de la otra parte de las lagunas, hacia el oeste, con vetas de plata, que algunas se labran. El cerro de Guariguari está a cinco leguas, con vetas de plata y de cobre que se benefician. Andacahua está tres leguas, otro cerro con muchos metales negrillos. El de Hachachiri, a dos leguas, con los mismos metales, y el de Tullosi, así mismo abundante de negrillos, y el de Masnisa de nueve leguas, de Box y otros muchos llenos de minerales ricos, si se diese en beneficio. El nombre que antiguamente tuvo este ilustre cerro, más que todos los del mundo, fue Potoche, y hoy día indios viejos lo conservan. Los españoles, corrompiendo el vocablo, le llamaron Potosí. Deben de pasar los socavones que hay hoy en él, de más de dos mil y, entrando en ellos, a de ir el hombre con una candela en la mano por las escaleras hechas de cueros de vaca, por tan diferentes partes y lugares tan obscuros y tenebrosos, que aun los muy cursados pierden el tino y se pierden. Hay algunas angosturas, de suerte que apenas un hombre hechado de barriga cabe por ellas. En fin, lo que en la mina pasa, es un retrato de infierno, en obscuridad y confusión, y todo les parece a los que allá andan rosas y flores a trueque de sacar plata. Los mineros que andan en la labor en estos socavones que son criados de los señores de mina, pasarán de setecientos, los cuales tiran grandísimos salarios. Trabajan ordinariamente en las minas de doce mil indios arriba. Los ocho mil son barreteros, y los demás llaman apires, que son los que cargan los metales. Gástanse cada día en el cerro más de mil y quinientos pesos de candelas de sebo, sin las que se gastan en el pueblo y en los ingenios. Tiene el cerro una capilla dedicada al seráfico padre San Francisco, con riquísimos ornamentos y aderezos de plata, en la cual todos los jueves se dice misa y, para oírla, se juntan los mineros e infinitos indios, porque los domingos y sábados en la tarde bajan del cerro a la villa, y está aquel camino que no cabe de gente. Llevan al cerro todos los regalos que se pueden comer en las más abundantes ciudades de Europa, indias viejas y mozas, y no quieren por ellos dineros, sino a trueque de metal para rescatar abajo, y así están allí proveídos de lo necesario. Toda la semana suben y bajan carneros cargados de metal para los ingenios, sin que en ninguna hora del día falten. Tiene Su Majestad en este cerro un alcalde mayor de minas y tres veedores, que atienden a mirar los socavones y a componer las diferencias que resultan de la labor entre los mineros, cuando allá se encuentran, y amparar y favorecer los indios. Hay un protector general y un defensor y contador de granos. Ya hemos dicho algo de lo que toca al cerro, bien será que bajemos a la villa a tratar de sus grandezas.
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CAPÍTULO XXX De la fiesta de los mercaderes que usaron los cholutecas Aunque se ha dicho harto del culto que los mexicanos daban a sus dioses, pero porque el que se llamaba Quetzaalcoatl y era dios de gente rica, tenía particular veneración y solemnidad, se dirá aquí lo que de su fiesta refieren. Solemnizábase la fiesta de este ídolo en esta forma: Cuarenta días antes compraban los mercaderes un esclavo bien hecho, sin mácula ni señal alguna, así de enfermedad como de herida o golpe; a éste le vestían con los atavíos del mismo ídolo, para que le representase estos cuarenta días, y antes que le vistiesen, le purificaban, lavándole dos veces en un lago que llamaban de los dioses, y después de purificado, le vestían en la forma que el ídolo estaba vestido. Era muy reverenciado en estos cuarenta días, por lo que representaba; enjaulábanle de noche (como queda dicho) porque no se fuese, y luego de mañana lo sacaban de la jaula y le ponían en lugar preeminente, y allí le servían dándole a comer preciosas viandas. Después de haber comido, poníanle sartales de flores al cuello, y muchos ramilletes en las manos; traía su guardia muy cumplida con otra mucha gente que le acompañaba, y salían con él por la ciudad, el cual iba cantando y bailando por toda ella, para ser conocido por semejanza de su dios; y en comenzando a cantar, salían de sus casas las mujeres y niños a saludalle y ofrecelle ofrendas como a dios. Nueve días antes de la fiesta, venían ante él dos viejos muy venerables de las dignidades del templo, y humillándose ante él, le decían con una voz muy humilde y baja: "Señor, sabrás que de aquí a nueve días se te acaba el trabajo de bailar y cantar, porque entonces has de morir"; y él había de responder que fuese mucho de enhorabuena. Llamaban a esta ceremonia Neyolo Maxitl Ileztli, que quiere decir el apercibimiento; y cuando le apercibían, mirábanle con mucha atención si se entristecía o si bailaba con el contento que solía; y si no lo hacía con el alegría que ellos deseaban, hacían una superstición asquerosa, y era que iban luego y tomaban las navajas del sacrificio, y lavábanles la sangre humana que estaba en ellas pegada de los sacrificios pasados, y con aquellas lavazas hacíanle una bebida mezclada con otra de cacao, y dábansela a beber, porque decían que hacía tal operación en él, que quedaba sin alguna memoria de lo que le habían dicho, y cuasi insensible, volviendo luego al ordinario canto, y aún dicen que con este medio, él mismo con mucha alegría se ofrecía a morir, siendo enhechizado con aquel brebaje. La causa porque procuraban quitar a este la tristeza, era porque lo tenían por muy mal agüero y pronóstico de algún gran mal. Llegado el día de la fiesta, a media noche después de haberle hecho mucha honra de música e incienso, tomábanle los sacrificadores, y sacrificábanle al modo arriba dicho, haciendo ofrenda de su corazón a la luna, y después arrojándolo al ídolo, dejando caer el cuerpo por las gradas del templo abajo, de donde lo alzaban los que lo habían ofrecido, que eran los mercaderes, cuya fiesta era esta, y llevándolo a la casa del más principal, lo hacían aderezar en diferentes manjares, para celebrar en amaneciendo el banquete y comida de la fiesta, dando primero los buenos días al ídolo, con un pequeño baile que hacían, mientras amanecía y se guisaba el sacrificado. Juntábanse después todos los mercaderes a este banquete, especialmente los que tenían trato de vender y comprar esclavos, a cuyo cargo era ofrecer cada año un esclavo para la semejanza de su dios. Era este ídolo de los más principales de aquella tierra, como queda referido, y así el templo en que estaba era de mucha autoridad, el cual tenía sesenta gradas para subir a él, y en la cumbre de ellas se formaba un patio de mediana anchura, muy curiosamente encalado; en medio de él había una pieza grande y redonda a manera de horno, y la entrada, estrecha y baja, que para entrar era menester inclinarse mucho. Tenía este templo los aposentos que los demás, donde había recogimiento de sacerdotes, mozos y mozas, y de muchachos, como queda dicho, a los cuales asistía sólo un sacerdote, que continuamente residía allí, el cual era como semanero, porque puesto caso que había de ordinario tres o cuatro curas o dignidades en cualquiera templo, servía cada uno una semana, sin salir de allí. El oficio del semanero de este templo, después de la doctrina de los mozos, era que todos los días, a la hora que se pone el sol, tañía un grande atambor haciendo señal con él, como nosotros usamos tañer a la oración. Era tan grande este atambor, que su sonido ronco se oía por toda la ciudad, y en oyéndolo, se ponían todos en tanto silencio, que parecía no haber hombre, desbaratándose los mercados y recogiéndose la gente, con que quedaba todo en grande quietud y sosiego. Al alba, cuando ya amanecía, le tornaba a tocar, con que se daba señal de que ya amanecía, y así los caminantes y forasteros se aprestaban con aquella señal para hacer sus viajes, estando hasta entonces impedidos para poder salir de la ciudad. Este templo tenía un patio mediano, donde el día de su fiesta se hacían grandes bailes y regocijos, y muy graciosos entremeses, para lo cual había en medio de este patio un pequeño teatro de a treinta pies en cuadro, curiosamente encalado, el cual enramaban y aderezaban para aquel día con toda la pulicia posible, cercándolo todo de arcos hechos de diversidad de flores y plumería, colgando a trechos muchos pájaros, conejos y otras cosas apacibles, donde después de haber comido se juntaba toda la gente. Salían los representantes y hacían entremeses, haciéndose sordos, arromadizados, cojos, ciegos y mancos, viniendo a pedir sanidad al ídolo; los sordos respondiendo adefesios, y los arromadizados, tosiendo; los cojos, cojeando, decían sus miserias y quejas, con que hacían reír grandemente al pueblo. Otros salían en nombre de las sabandijas, unos vestidos como escarabajos y otros como sapos, y otros como lagartijas, etc., y encontrándose allí, referían sus oficios, y volviendo cada uno por si tocaban algunas flautillas de que gustaban sumamente los oyentes, porque eran muy ingeniosas, fingían asimismo muchas mariposas y pájaros de muy diversos colores, sacando vestidos a los muchachos del templo en estas formas, los cuales subiéndose en una arboleda que allí plantaban, los sacerdotes del templo les tiraban con zebratanas, donde había en defensa de los unos y ofensa de los otros, graciosos dichos, con que entretenían los circunstantes. Lo cual concluido, hacían un mitote o baile con todos estos personajes, y se concluía la fiesta, y esto acostumbraban hacer en las más principales fiestas.
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CAPÍTULO XXX Las diligencias que los españoles en socorro de sí mismos hicieron y de dos casos extraños que sucedieron en la batalla Viéndose nuestros españoles en la necesidad, trabajo y aflicción que hemos dicho, considerando que no tenían otro socorro que el de su propio ánimo y esfuerzo, lo cobraron tal que luego con gran diligencia acudieron los menos heridos al socorro de los más heridos, unos procurando lugar abrigado donde ponerlos, para lo cual acudieron a las ramadas y grandes chozas que los indios tenían hechos fuera del pueblo para alojamiento de los españoles. De las ramadas hicieron algunos cobertizos arrimados a las paredes que habían quedado en pie. Otros se ocuparon en abrir indios muertos y sacar el unto para que sirviese de ungüentos y aceites para curar las heridas. Otros trajeron paja sobre que se echasen los enfermos. Otros desnudaban las camisas a los compañeros muertos y se quitaban las suyas propias para hacer de ellas vendas e hilas, de las cuales, las que eran hechas de ropa de lino, se reservaron para curar no a todos sino solamente a los que estaban heridos de heridas más peligrosas, que los demás de heridas no peligrosas se curaban con hilas y vendas no de tanto regalo sino hechas del sayo o del aforro de las calzas, o de otras cosas semejantes que pudiesen haber. Otros trabajaron en desollar los caballos muertos y en conservar y guardar la carne de ellos para darla a los más heridos en lugar de pollos y gallinas, que no había otra cosa con que los regalar. Otros, con todo el trabajo que tenían, se pusieron a hacer guarda y centinela para que, si los enemigos viniesen, no les hallasen desapercibidos, aunque poquísimos de ellos estaban para poder tomar las armas. De esta manera se socorrieron aquella noche unos a otros, esforzándose todos a pasar con buen ánimo el trabajo en que la mala fortuna les había puesto. Tardaron cuatro días en curar las heridas que llamaron peligrosas, porque como no había más que un cirujano, y ése no muy liberal, no se pudo dar más recaudo a ellas. En este tiempo murieron trece españoles por no haberse podido curar. En la batalla fallecieron cuarenta y siete, de los cuales fueron muertos los diez y ocho de heridas de flechas por los ojos o por la boca, que los indios, sintiéndolos armados los cuerpos, les tiraban al rostro. Sin los que murieron antes de ser curados y en la batalla, perecieron después otros veintidós cristianos por el mal recaudo de curas y médicos. De manera que podemos decir que murieron en esta batalla de Mauvila ochenta y dos españoles. A esta pérdida se añadió la de cuarenta y cinco caballos que los indios mataron en la batalla, que no fueron menos llorados y plañidos que los mismos compañeros, porque veían que en ellos consistía la mayor fuerza de su ejército. De todas estas pérdidas, aunque tan grandes, ninguna sintieron tanto como la de don Carlos Enríquez, porque en los trabajos y afanes, por su mucha virtud y buena condición, era regalo y alivio del gobernador, como lo son de sus padres los buenos hijos. Para los capitanes y soldados era socorro en sus necesidades y amparo en sus descuidos y faltas, y paz y concordia en sus pasiones y discordias particulares, poniéndose entre ellos a los apaciguar y conformar. Y no solamente hacía esto entre los capitanes y soldados, mas también les servía de intercesor y padrino para con el general, para alcanzarles su perdón y gracia en los delitos que hacían, y el mismo gobernador, cuando en el ejército se ofrecía alguna pesadumbre entre personas graves, la remitía a don Carlos para que con su mucha afabilidad y buena maña la apaciguase y allanase. En estas cosas y otras semejantes, demás de hacer cumplidamente el oficio de buen soldado, se ocupaba este de veras caballero favoreciendo y socorriendo con obras y palabras a los que le habían menester. De los cuales hechos deben preciarse los que se precian de apellido de caballero e hijohidalgo, porque verdaderamente suenan mal estos nombres sin la compañía de las tales obras, porque ellas son su propia esencia, origen y principio, de donde la verdadera nobleza nació y con la que ella se sustenta, y no puede haber nobleza donde no hay virtud. Entre otros casos extraños que en esta batalla acaecieron, contaremos dos que fueron más notables. El uno fue que en la primera arremetida que los indios hicieron contra los castellanos, cuando con aquella furia no pensada y mal encarecida con que los acometieron y echaron del pueblo y los llevaron retirando por el campo, salió huyendo un español natural de una aldea de Badajoz, hombre plebeyo, muy material y rústico, cuyo nombre se ha ido de la memoria. Sólo éste huyó entonces a espaldas vueltas. Yendo, pues, ya fuera de peligro (aunque a su parecer no lo debía de estar), dio una gran caída de la cual entonces se levantó, mas dende a poco se cayó muerto sin herida ni señal de golpe alguno que le hubiesen dado. Todos los españoles dijeron que de asombro y de cobardía se había muerto, porque no hallaban otra causa. El otro caso fue en contrario, que un soldado portugués llamado Men Rodríguez, hombre noble natural de la ciudad de Yelves, de la compañía de Andrés de Vasconcelos de Silva, soldado que había sido en África en las fronteras del reino de Portugal, peleó todo el día a caballo como muy valiente soldado que era e hizo en la batalla cosas dignas de memoria y, a la noche, acabada la pelea, se apeó y quedó como si fuera una estatua de palo, y sin más hablar ni comer ni beber ni dormir, pasados tres días, falleció de esta vida sin herida ni señal de golpe que le hubiese causado la muerte. Debió ser que se desalentó con el mucho pelear. Por lo cual, en opósito del pasado, decían que este buen fidalgo había muerto de valiente y animoso por haber peleado y trabajado excesivamente. Todo lo que en común y en particular hemos dicho de esta gran batalla de Mauvila así del tiempo que duró, que fueron nueve horas, como de los sucesos que en ella hubo, los refiere en su relación Alonso de Carmona, y cuenta la herida del gobernador y el flechazo de lanza de Nuño Tovar, y dice que se la dejaron hecha cruz. Cuenta la muerte desgraciada de don Carlos Enríquez y la del capitán Diego de Soto, su cuñado, y añade que el mismo Carmona le puso una rodilla sobre los pechos y otra sobre la frente y que probó a tirar con ambas manos de la flecha que tenía hincada por el ojo, y que no pudo arrancarla. También dice las necesidades y trabajos que todos padecieron en común. Y Juan Coles, aunque no tan largamente como Alonso de Carmona, dice lo mismo, y particularmente refiere el número de las heridas de cura que nosostros decimos. Y ambos dicen igualmente los españoles y caballos que murieron en esta batalla, que como fue tan reñida les quedaron bien en la memoria los sucesos de ella.