CAPÍTULO XXVIII De un desatino que Vitachuco ordenó para matar los españoles y causó su muerte Los indios que salieron rendidos de la laguna pequeña, que fueron más de novecientos, habían quedado por orden del gobernador presos y repartidos entre los castellanos para que de ellos se sirviesen como de siervos y los tuviesen por tales en pena y castigo de la traición que habían cometido. Lo cual se hizo sólo por amedrentar y poner freno a los indios de la comarca, donde la fama del hecho pasado llegase, porque no se atreviesen a hacer otro tanto, empero con propósito de soltarlos y darles libertad luego que saliesen de su provincia. Pues como Vitachuco, que estaba retirado en su casa en figura de preso, supiese esto, y como el triste estuviese ciego en su pasión, y de noche y de día no imaginase en otra cosa sino de qué manera pudiese matar a los españoles, precipitado ya en su obstinación y ceguera, le pareció que por ser aquellos novecientos indios --según la relación de cuatro pajecillos que le servían, y según que era verdad-- de los más nobles, valientes y escogidos de toda su gente, bastarían ellos solos a hacer lo que todos juntos no habían podido, y que cada cual de ellos podría matar un castellano como él pensaba matar al suyo, pues, poco más o menos, eran tantos los indios como los cristianos. Persuadiose que, al tiempo de acometer el hecho, tendrían ventaja los indios a los cristianos porque sería cuando todos ellos estuviesen descuidados comiendo, y también porque no estarían recatados de hombres rendidos, hechos esclavos y sin armas. Y como imaginó el desatino así se precipitó en él, sin advertir si los indios estaban aprisionados o sueltos, si tendrían armas o no, pareciéndole que, como a él no habían de faltar armas hechas de sus fuertes brazos, así las tendrían todos ellos. De esta determinación tan acelerada y desatinada dio cuenta Vitachuco por sus cuatro pajes a los más principales de los novecientos indios. Mandoles que, para el tercero día venidero a medio día en punto, estuviesen apercibidos para matar cada uno de ellos al español que le hubiese cabido en suerte por señor, que a la misma hora él mataría al gobernador, y que tratasen esto con secreto pasando el mandato de unos a otros. Y que, para empezar el hecho, les daba por seña una voz que cuando matase al general daría tan recia que se oyese en todo el pueblo. Esto mandó Vitachuco el mismo día que el gobernador le había dado la reprehensión y restituídole a su amistad y gracia, para que se vea de qué manera agradecen los ingratos y desconocidos los beneficios que les hacen. Los pobres indios, aunque vieron el desatino que su cacique les enviaba a mandar, obedecieron, y respondieron diciendo que con todas sus fuerzas harían lo que les mandaba o morirían en la empresa. Los indios del nuevo mundo tienen y tenían tanta veneración, amor y respeto a sus reyes y señores que los obedecían y adoraban no como a hombres sino como a dioses, que como ellos lo mandasen, tan fácilmente se arrojaban en el fuego como en el agua, porque no atendían a su vida o muerte sino al cumplimiento del precepto del señor, en el cual ponían su felicidad. Y por esta religión, que por tal la tenían, obedecieron a Vitachuco tan llanamente, sin replicarle palabra alguna. Siete días después de la refriega y desbarate pasado, al punto que el gobernador y el cacique habían acabado de comer, que por hacerlo amigo le hacía el general todas las caricias posibles, Vitachuco se enderezó sobre la silla en que estaba sentado y, torciendo el cuerpo a una parte y a otra, con los puños cerrados extendió los brazos a un lado y a otro y los volvió a recoger hasta poner los puños sobre los hombros y de allí los volvió a sacudir una y dos veces con tanto ímpetu y violencia que las canillas y coyunturas hizo crujir como si fueran cañas cascadas. Lo cual hizo por despertar y llamar las fuerzas para lo que pensaba hacer, que es cosa ordinaria y casi convertida en naturaleza hacer esto los indios de la Florida cuando quieren hacer alguna cosa de fuerzas. Habiéndolo, pues, hecho, Vitachuco se levantó en pie con toda la bravosidad y fiereza que se puede imaginar y en un instante cerró con el adelantado, a cuya diestra había estado al comer, y, asiéndole con la mano izquierda por los cabezones, con la derecha a puño cerrado le dio un tan gran golpe sobre los ojos, narices y boca que sin sentido alguno, como si fuera un niño, lo tendió de espaldas a él y a la silla en que estaba sentado, y para acabarlo de matar se dejó caer sobre él dando un bramido tan recio que un cuarto de legua en contorno se pudiera oír. Los caballeros y soldados que acertaron a hallarse a la comida del general, viéndole tan mal tratado y en tanto peligro de la vida por un hecho tan extraño y nunca imaginado, echando mano a sus espadas arremetieron a Vitachuco y a un tiempo le atravesaron diez o doce de ellas por el cuerpo, con que el indio cayó muerto, blasfemando del cielo y de la tierra por no haber salido con su mal intento. Socorrieron estos caballeros a su capitán en tan buena coyuntura y con tan buena dicha que, a no hallarse presentes para valerle o a tardarse algún tanto con el socorro, de manera que el indio pudiera darle otro golpe, lo acabara de matar, que el que le dio fue tan bravo que estuvo el gobernador más de media hora sin volver en sí y le hizo reventar la sangre por los ojos, narices, boca, encías y labios altos y bajos como si le dieran con una gran maza. Los dientes y muelas quedaron de tal manera atormentados que se le andaban para caer, y en más de veinte días no pudo comer cosa que se hubiese de mascar, sino viandas de cuchara. El rostro, particularmente las narices y los labios, quedaron tan hinchados que en los veinte días hubo bien que emplastar en ellos. Tan terrible y fuerte, como hemos dicho, se mostró Vitachuco para haber de morir, de donde se coligió que los fieros y amenazas tan extrañas que de principio había hecho, habían nacido de esta bravosidad y fiereza de ánimo, la cual, por haber sido rara, no había admitido consigo la consideración, prudencia y consejo que los hechos grandes requieren. Juan Coles, demás de lo que hemos dicho de la puñada, añade que derribó con ella dos dientes al gobernador.
Busqueda de contenidos
contexto
CAPÍTULO XXVIII Del bálsamo Las plantas formó el Soberano Hacedor no sólo para comida, sino también para recreación y para medicina y para operaciones del hombre. De las que sirven de sustento, que es lo principal, se ha dicho, y algo también de las de recreación; de las de medicina y operaciones se dirá otro poco. Y aunque todo es medicinal en las plantas, bien sabido y bien aplicado, pero algunas cosas hay que notoriamente muestran haberse ordenado de su Creador para medicina y salud de los hombres, como son licores, o aceites o gomas, o resinas, que echan diversas plantas, que con fácil experiencia dicen luego para qué son buenas. Entre éstas, el bálsamo es celebrado con razón por su excelente olor, y mucho más extremado efecto de sanar heridas, y otros diversos remedios para enfermedades, que en él experimentan. No es el bálsamo que va de Indias Occidentales de la misma especie que el verdadero bálsamo que traen de Alejandría o del Cairo, y que antiguamente hubo en Judea, la cual sola en el mundo, según Plinio escribe, poseyó esta grandeza, hasta que los emperadores Vespasianos la trajeron a Roma e Italia. Muéveme a decir que no es de la misma especie el un licor y el otro, ver que los árboles de donde mana, son entre sí muy diversos, porque el árbol del bálsamo de Palestina era pequeño y a modo de vid, como refiere Plinio de vista de ojos, y hoy día los que le han visto en Oriente dicen lo mismo; y la Sagrada Escritura, el lugar donde se daba este bálsamo le llamaba viña de Engaddi por la similitud con las vides. El árbol de donde se trae el bálsamo de Indias, yo lo he visto y es tan grande como granado, y aun mayor, y tira algo a su hechura, si bien me acuerdo, y no tiene que ver con vid, aunque Estrabón escribe que el árbol antiguo del bálsamo era del tamaño de granados; pero en los accidentes y en las operaciones, son licores muy semejantes, como es en el olor admirable, en el curar heridas, en el color y modo de sustancia; pues lo que refieren del otro bálsamo que lo hay blanco y bermejo, y verde y negro, lo mismo se halla en el de Indias. Y como aquél se sacaba, hiriendo o sajando la corteza, y destilando por allí el licor, así se hace en el de Indias, aunque es más la cuantidad que destila. Y como en aquel hay uno puro que se llama apobálsamo, que es la propria lágrima que destila, y hay otro no tan perfecto, que es el licor que se saca del mismo palo o corteza, y hojas exprimidas y cocidas al fuego, que llaman jilobálsamo; así también en el bálsamo de Indias hay uno puro, que sale así del árbol, y hay otro que sacan los indios cociendo y exprimiendo las hojas y palos, y también le adulteran y acrecientan con otros licores, para que parezca más. En efecto, se llama con mucha razón bálsamo y lo es, aunque no sea de aquella especie, y es estimado en mucho y lo fuera mucho más si no tuviera la falta que las esmeraldas y perlas han tenido, que es ser muchas. Lo que más importa es que para la sustancia de hacer crisma, que tan necesario es en la santa iglesia y de tanta veneración, ha declarado la Sede Apostólica, que con este bálsamo de Indias se haga crisma en Indias, y con él se dé el sacramento de Cofirmación y los demás donde la Iglesia lo usa. Tráese a España el bálsamo, de la Nueva España y la provincia de Guatimala, y de Chiapa y otras por allí es donde más abunda, aunque el más preciado es el que viene de la isla de Tolú, que es en Tierrafirme no lejos de Cartagena. Aquel bálsamo es blanco, y tienen comúnmente por más perfecto el blanco que el bermejo, aunque Plinio el primer lugar da al bermejo, el segundo al blanco, el tercero al verde, el último al negro. Pero Estrabón parece preciar más el bálsamo blanco, como los nuestros lo precian. Del bálsamo de Indias trata largamente Monardes en la primera parte y en la segunda, especialmente del de Cartagena o Tolú, que todo es uno. No he hallado que en tiempos antiguos, los indios preciasen en mucho el bálsamo ni aún tuviesen de él uso de importancia, aunque Monardes dice que curaban con él los indios de sus heridas, y que de ellos aprendieron los españoles.
contexto
Capítulo XXVIII De las demás cosas que adoraban los indios Como dije en el capítulo antecedente, no había cosa fuera de los términos comunes, a quien no atribuyesen los indios alguna deidad y reverencia, ofreciéndole sacrificios a su modo, y así adoraban la tierra fértil, que llaman camac pacha, y la tierra nunca cultivada que dicen pacha mama, y en ella derramaban chicha y arrojaban coca y otras cosas, rogándole que les hiciese bien, y ponían en medio de las chácaras una piedra grande, para en ella invocar a la Tierra, y le pedían les guardase las chácaras y, al tiempo que cogían los frutos della, si hallaban un género de papas diferentes que las ordinarias, llamadas llallaguas, y las mazorcas de maíz y otras raíces de diferente hechura, las adoraban y hacían, como dicen comúnmente, la mocha con diversas ceremonias, y comían y bebían y bailaban alrededor de ellas, y aun no ha muchos años que en cierto lugar de indios yungas en la sierra, porque nació un hongo mayor que los ordinarios, se juntaron los indios e indias e hicieron con él una solemne procesión, cantando y bailando alrededor dél, y le ordenaron una gran fiesta como a cosa divina y, habiéndose sabido y castigado por cierto corregidor a los autores de semejantes idolatrías, los dejó volver a donde habían cometido la maldad, para que reincidiesen en ella, como se sospechaba de su mala inclinación, porque estos casos no se castigan cual deben; la atrocidad dellos para en el castigo y pena, dar escarmiento a los demás. En las minas, que ellos dicen coya, reverenciaban a. los metales mejores, que llaman mama, y a las piedras dellos las horadaban, besándolas, con diferentes ceremonias, y a la plata y a las pepitas de oro en polvo y a las guairas, donde se funde la plata, y al metal llamado soroche, al azogue y bermellón que llaman ychma, y limpi, que eran muy preciados para sus supersticiones. Al tiempo del barbechar o arar la tierra, sembrar o coger el maíz, papas y quinua, yucas, camotes y otras legumbres y frutas de la tierra, le suelen ofrecer sebo quemado, coca, cuy, corderos y otras cosas, bebiendo y danzando y, para ello, algunas veces ayunaban, absteniéndose de comer carne, sal y otras cosas que hubiesen llegado a juego, y tenían por abusión que las mujeres preñadas, o las que estaban con el monstruo, pasasen por los sembrados. Cuando levantaban alguna casa nueva, hacían sacrificio con sebo, cuyes y coca y carneros y, cuando las cubren y acaban, las velaban de noche, bebiendo y bailando, y todo para que les sucediese bien y, yendo al pasto a ver el ganado, hacían lo mesmo, para que multiplicase. Los indios ovejeros adoraban a una estrella que ellos llaman urcuchillay, que dicen es un carnero de muchos colores, el cual entiende en la conservación del ganado. Esta se entiende ser la que los astrólogos llaman lira; y también reverenciaban otras dos estrellas, que andaban cerca desta, llamadas catuchillay y urcuchillay, que fingen ser una oveja con un cordero. Los que vivían en las montañas y lugares de arboleda, adoraban una estrella, que dicen choquechinchay, que es un tigre, a cuyo cargo fingían estaban los tigres, osos, leones y también hacían reverencia a otra estrella, dicha ancochinchay, y otra que llaman machacuay, que predomina sobre las serpientes y culebras, para que no les hiciesen mal y les librase de semejantes animales y peligros, porque tuvieron creído que todos los animales y aves de la tierra tenían en el cielo otro semejante suyo, a cuyo cargo estaba su generación y aumento, y así adoraban a diversas estrellas, como a la chacana, topa-torca, mamanay, mirco y miqui-quiray y otras así. Habíaseme olvidado decir que, después de la huaca del Viracocha y el Sol, la tercera en lugar y estimación que tenían, era la del trueno, a quien llamaban chuquiylla, catuylla e yntillapa, y fingían que es un hombre que en el cielo estaba en su voluntad el tronar, llover, granizar y todo lo demás que pertenece a la región del aire y, en general, reverenciaban a ésta en todo el reino, y le sacrificaban niños de la misma manera que al Sol y si, cuando tronaba acaso acontecía parir alguna mujer en el campo, decían que la criatura que nacía era hijo del trueno, y ansí se había de dedicar a su servicio, y aún hoy día lo afirman, y hay mucho número de hechiceros que llaman hijos del trueno. También le llaman Santiago al rayo, por causa de haber visto en la conquista del Cuzco al bienaventurado apóstol Santiago, patrón de nuestra España, pelear contra los indios, y en favor de los españoles, con espada de fuego, que despedía de sí muchos rayos; y así a la dicha ciudad conquistaron con poca fuerza de los nuestros, por lo cual vino la ciudad a tomarle por patrón y abogado; y así se llama Santiago a la dicha ciudad, y sacan aquel día el estandarte, y hacen mucha fiesta.
contexto
De cómo se hicieron otras dos entradas, que fueron las últimas, y lo que pasó hasta que se dieron velas El día siguiente se hizo el viento Norte, y con ser poco, se rompieron tres cables que la nao tenía por amarras, quedando un delgado cable que para tener una barca parecía flaco, y fue tan fuerte que él solo sostuvo la nao que no fuese a dar en tierra, de que estuvo muy cerca. Más tarde fue enviado Luis Andrada por caudillo, con treinta hombres, a buscar de comer para el viaje. Fue a la isleta que llamábamos huerta y en un estero halló cinco canoas de las grandes, cargadas de espuertas de bizcocho de la tierra, que los indios allí tenían retirado, y sin ninguna dificultad lo cogió todo y envió a la nao: y dijo que mató ciento y veinte puercos, de que se vio parte, y que halló los indios de paz, y después se amontaron porque soldados mal mirados toman más licencia que les dan para hacer agravios. Por esto en los caminos que son angostos, hicieron cuevas cubiertas de ramas y tierras, y dentro clavaron púas derechas, a donde un soldado se enclavó un pie. En cuanto anduvieron en esta entrada, se dio orden con los enfermos, y la nao se aprestó del todo. Venido el caudillo, fue luego el piloto mayor con veinte hombres a la misma isla, siguiéndole muchas embarcaciones de los indios. Dejando en la barca seis hombres, saltó con los demás en tierra, y los indios de ella, como escarmentados, los recibieron con las flechas en las manos, haciendo la perneta, dando gritos y vueltas. Hízoseles con bandera blanca señal de paz; mas ellos daban más vueltas y más voces. Allegóse más el piloto mayor haciendo de la misa señal. Era un camino angosto y de mucha arboleda; y ansí comenzó de todas partes a llevar flechas y piedras. Hizo tirar dos arcabuces perdidos y dar arremetida al pueblo, en que no halló más de espuertas de su bizcocho en las casas, y otras de raíces muy naranjadas de que hacen tinta del mismo color. Siguió los indios que iban huyendo por una cuestecilla arriba, y llegando a lo alto, se halló en una muy hermosa llanada y de grande abundancia de frutales, a donde se cortaron muchos y grandes racimos de plátanos, cantidad de cocos, y en una casa se halló gran número de bizcocho; y cargado por escoltas a vista una de otra, por no dividirse, lo embarcaron todo, sin que se les hiciese mal ninguno, con haber habido muchos encuentros con ellos, ni tampoco se hirió ni mató a indio, porque el piloto mayor decía a los soldados que no les tirasen a dar, sino a espantallos. Hecho esto, mandó a la barca le fuese siguiendo playa en la mano, a un puesto a donde iba a cortar palmitos; y cuando llegó, no fue vista la barca, por más que se procuró. Hizo junta, y todos fueron de acuerdo de ir a la parte a donde habían saltado en la isla. Iban marchando ya puesto el sol, cuando encontraron un sitio que con unas peñas hacía un buen reparo. Por esto y haber allí una canoa, decían al piloto mayor esperase a que del todo fuese de noche, para que uno en la canoa fuese a dar aviso a la nao y los viniesen a buscar. El piloto mayor dijo que el no parecer la barca daba pena, y mucha más considerando el lugar poco seguro a donde estaban los marineros de más cuenta, a cuya falta no quedaba quien pudiese llevarla y la gente a donde estaba acordado: con que no se tendrá noticia del descubrimiento hecho, y de la presunción de la parte. Preguntó qué pólvora había. Dijéronle que diez cargas. Dijo ser poca, y mejor pasar adelante, buscando alguna de las muchas embarcaciones, que ganadas, si los indios los necesitasen, después de gastar la pólvora se defenderían con las espadas y rodelas, y dio por razón que si a la barca había sucedido desgracia, los indios la habían de ver, y esconder sus embarcaciones para que no se pudiesen ir. Esto acordó. Encargó la vanguardia a un soldado, y él con otros fue caminando por la playa, a donde había una grande espesura de árboles que desde su creación están allí sin haber quien les ponga mano, y unos grandes peñascos con cuchillas y puntas y partes casi imposibles de andar de día, cuanto y más de noche obscura. Unas veces les daba el agua a la rodilla y otras a medio cuerpo. Iban subiendo y bajando troncos y peñas, y torciendo caminos al mar y al monte. Eran por todos diez: los dos enfermos, que sentados dijeron a los demás que se fuesen y los dejasen, que ya no podían andar más. El piloto mayor que oído la resolución, les dijo no los habían de dejar, sino llevarlos, si necesario fuese, a hombros. Esforzados algo más, daban sus pasos, o traspiés. Era más de media noche cuando oídos dos arcabuces y luego otros dos, los compañeros delanteros se dieron prisa por saber qué fuese la causa; y hallaron ser la barca que acababa de llegar, y se habían detenido por la contrariedad del viento, y dado vuelta a la isla. Embarcada la gente, volvieron a las naos, donde al romper del alba llegaron, hablando la gente de ella con el mismo cuidado y pena de la tardanza. Este día propuso la gobernadora a los pilotos que quería salir de aquella isla, a buscar la de San Cristóbal, por ver si en ella hallaba la nao almiranta, para hacer lo que fuese para más servicio de Dios y de Su Majestad: y que si no la hallasen, su determinación era ir a la ciudad de Manila en Filipinas, a traer sacerdotes y gente para volver a la población y acabar aquel descubrimiento; y que para esto rogaba, persuadía y mandaba a cada uno de los que allí estaban, le diesen su parecer en la forma que entendiese ser más conveniente. El acuerdo y parecer de todos fue se saliese al Oessudueste todo el tiempo que fuese menester, para ponerse en altura de once grados; y que si la isla, o la almiranta no se hallasen, en tal caso siguiesen el camino de las islas Filipinas; y lo formaron todos de sus nombres, y el piloto mayor en su parecer se obligó de volver acompañando a la gobernadora, si ella volvía como decía. Viendo el piloto mayor la nao cuán maltratada estaba así de casco como de aparejos, los marineros pocos, la gente enferma, y que había de ser necesario dar treinta hombres, los más sanos, para con ellos tripular la fragata y galeota, dijo a la gobernadora: que su parecer era dejarse aquellos dos bateles pequeños; pues así por su mal despacho, como porque sus pilotos no eran de satisfacción, como porque con sus jarcias y velas y la gente que habían de llevar, se despacharía muy mejor la capitana y se aseguraría el viaje. A esto replicó el capitán de la galeota, que porque los navíos no le costaron su dinero decía que los dejasen. Respondióle el piloto mayor que no le movía otra cosa más de lo que entendía convenir al bien de todos, y que en Manila a donde se pretendía ir, se hallarían por menos de doscientos pesos otros mejores, y que por tan corta cantidad no era justo arriesgar lo mucho. Ayudaron al capitán de la goleta ciertos lisonjeros enemigos de la verdad y de la razón, los cuales la gobernadora tenía para su consejo de Estado, guerra y mar; y cada uno dijo su poco, y así se quedó siendo nada. Quisiéronse luego descargar de enfados y trabajos de enfermos. Mandáse que fuesen llevados en la fragata. El piloto mayor lo contradijo, diciendo no era justo por la poca comodidad que allá había el quitarlo de la buena que allí tenían; pues todos podían ir alojados y abrigados en la nao grande y no en la pequeña al sol, sereno y lluvia. Respondieron que allá se les haría una tolda con una vela al modo de galera, debajo de la cual irían a su voluntad. El piloto mayor dijo que la navegación no siempre sufría toldos, y los enfermos siempre habían menester reparos. Mandóse en público que los dejasen, y por otra mano un cierto sargento los iba a su pesar echando en la barca. Dio uno voces. Acudió el piloto mayor, quitándosele de las manos, riñendo tan poca piedad y tan gran locura. Al fin mandó la gobernadora que los dejasen: y así, se quedaron. Venida la tarde, salió el piloto mayor a visitar la galeota y fragata, y les dejó la harina y agua necesaria, e instrucción de la navegación que habían de hacer, y una carta de marear al piloto de la fragata, que no la tenía ni la entendía. A la noche salió a tierra el capitán don Diego de Vera, con algunas personas de su compañía, desenterró el cuerpo del adelantado para llevarlo en la fragata a Manila, porque en la capitana no quisieron consentir por abusos que nunca faltan.
contexto
De cómo los indios agaces rompieron las paces Demás de lo que Gonzalo de Mendoza dijo y avisó al gobernador, de que se hace mención en el capítulo antes que éste, le dijo que los indios de la generación de los agaces, con quien se habían hecho y asentado las paces la noche del proprio día que partió de la ciudad de la Ascensión a hacer la guerra a los guaycurúes, habían venido con mano armada a poner fuego a la ciudad y hacerles la guerra, y que habían sido sentidos por las centinelas, que tocaron al arma; y ellos, conosciendo que eran sentidos, se fueron huyendo, y dieron en las labranzas y caserías de los cristianos, de los cuales tomaron muchas mujeres de la generación de los guaraníes, de cristianas nuevamente convertidas, y que de allí adelante habían venido cada noche a saltear y robar la tierra, y habían hecho muchos daños a los naturales por haber rompido la paz; y las mujeres que habían dado en rehenes, que eran de su generación, para que guardarían la paz, la misma noche que ellos vinieron habían huído, y les habían dado aviso cómo el pueblo quedaba con poca gente, y que era buen tiempo para matar los cristianos; y por aviso de ellas vinieron a quebrantar la paz y hacer la guerra, como lo acostumbran; y habían robado las caserías de los españoles, donde tenían sus mantenimientos, y se los habían llevado, con más de treinta mujeres de los guaraníes. Y oído esto por el gobernador, y tomada información de ello, mandó llamar los religiosos y clérigos, y a los oficiales de Su Majestad y a los capitanes, a los cuales dio cuenta de lo que los agaces habían hecho en rompimiento de las paces, y les rogó, y de parte de Su Majestad les mandó, que diesen su parescer (como Su Majestad lo mandó, que lo tomase, y con él hiciese lo que conviniese), firmándolo todos ellos de sus nombres y mano, y siendo conformes a una cosa, hiciese lo que ellos le aconsejasen; y platicado el negocio entre todos ellos, y muy bien mirado, fueron de acuerdo y le dieron por parescer que les hiciese la guerra a fuego y sangre, por castigarlos de los males y daños que continuo hacían en la tierra; y siendo éste su parescer, estando conformes, lo firmaron de sus nombres. Y para más justificación de sus delitos, el gobernador mandó hacer proceso contra ellos, y hecho, lo mandó juntar y acumular con otros cuatro procesos que habían hecho contra ellos; antes que el gobernador fuese los cristianos que antes en la tierra estaban habían muerto más de mil de ellos por los males que en la tierra continuamente hacían.
contexto
Cómo Cortés repartió los navíos y señaló capitanes para ir en ellos, y asimismo se dio la instrucción de lo que habían de hacer a los pilotos, y las señales de los faroles de noche, y otras cosas que nos avino Cortés, que llevaba la capitana; Pedro de Alvarado y sus hermanos, un buen navío que se decía San Sebastián; Alonso Hernández Puertocarrero, otro; Francisco de Montejo, otro buen navío; Cristóbal de Olí, otro; Diego de Ordás, otro; Juan Velázquez de León, otro; Juan de Escalante, otro; Francisco de Morla, otro; otro de Escobar, "el paje"; y el más pequeño, como bergantín, Ginés Nortes; y en cada navío su piloto, y el piloto mayor Antón de Alaminos, y las instrucciones por donde se habían de regir e lo que habían de hacer, y de noche las señales de los faroles; y Cortés se despidió de los caciques e papas, y les encomendó aquella imagen de nuestra señora, e a la cruz que la reverenciasen, e tuviesen limpio y enramado, y verían cuánto provecho dello les venía; e dijéronle que así lo harían, e trajéronle cuatro gallinas y dos jarros de miel, y se abrazaron; y embarcados que fuimos en ciertos días del mes de marzo de 1519 años, dimos velas, e con muy buen tiempo íbamos nuestra derrota; e aquel mismo día a hora de las diez dan desde una nao grandes voces, e capean e tiran un tiro para que todos los navíos que veníamos en conserva lo oyesen; y como Cortés lo oyó e vio se puso luego en el bordo de la capitana, e vido ir arribando el navío en que venía Juan de Escalante, que se volvía hacia Cozumel; e dijo Cortés a otras naos que venían allí cerca: "¿Qué es aquello, qué es aquello?" Y un soldado que se decía Zaragoza le respondió que se anegaba el navío de Escalante, que era adonde iba el cazabe. Y Cortés dijo: "Plegue a Dios no tengamos algún desmán". Y mandó al piloto Alaminos que hiciese señas a todos los navíos que aribasen a Cozumel. Ese mismo día volvimos al puerto donde salimos, y descargamos el cazabe, y hallamos la imagen de nuestra señora y la cruz muy limpio e puesto incienso, y dello nos alegramos; e luego vino el cacique y papas a hablar a Cortés, y le preguntaron que a qué volvíamos; e dijo que porque hacía agua un navío, que lo quería adobar, y que les rogaba que con todas sus canoas ayudasen a los bateles a sacar el pan cazabe, y así lo hicieron; y estuvimos en adobar el navío cuatro días. Y dejemos de más hablar en ello, e diré cómo lo supo el español que estaba en poder de los indios, que se decía Aguilar, y lo que más hicimos.
contexto
Capítulo XXVIII De cómo el gobernador don Francisco Pizarro volvió a la Tierra Firme, enviando primero ciertos españoles en un navío que dieron nueva de lo que había negociado En su tierra estuvo poco el gobernador, porque, lo uno, él tenía poco dinero que gastar, y lo otro, que no veía ya la hora que estar en la tierra que dejaba descubierta. Iban por oficial de la hacienda real, Alonso de Riquelme, tesorero; García de Saucedo, veedor, Francisco Navarro, contador. Procuró Pizarro de allegar gente; mas como le veían tan pobre, no creían que había riqueza donde los querían traer. Trajo consigo cuatro hermanos: el principal era Hernando Pizarro, hombre de buena persona y gran pundonor; era hijo legítimo del capitán Gonzalo Pizarro, padre de todos ellos; y a Juan e Gonzalo Pizarro, hermanos suyos de padre bastardos, porque sólo Hernando Pizarro era legítimo; y a Francisco Núñez de Alcántara, su hermano de madre. Juntó alguna gente, aunque poca, y porque en la Tierra Firme se supiese estar ya despachado y de camino, despachó que fuesen en un navío quince o veinte españoles; los cuales llegaron al Nombre de Dios y lo contaron al gobernador. Como mejor pudo, pasando hartas necesidades y trabajos, por los pocos dineros que tenía, se aprestó y vino a Sant Lucar, donde salió a (...) del mes (...) del año (...) de (...) y navegaron la vuelta de las Indias. El capitán Diego de Almagro supo de los que habían venido, cómo Francisco Pizarro venía por gobernador de la tierra, que intitulaban la Nueva Castilla, y cómo el adelantamiento lo procuro para sí mismo; quejábase de su compañero públicamente, que había ido a venir hecho señor, sin se acordar dél que lo había puesto en todo; decía más: que Pizarro le dio mal pago por lo que por él había hecho, y que no tenía que se quejar del rey, porque si él fuera a su presencia, no le pagara con le hacer alcaide de Túmbez; y que venido Pizarro no le había de entrar hombre de los que venían con él en su casa, ni había de gastar más de lo gastado. Don Hernando de Luque le decía que suya era la culpa, pues procuró con tanto ahínco la ida de Francisco Pizarro en España, y estorbó lo que él daba por parecer, que fuese una persona a los negociar, que con equidad los trataría; y que puesto que había oído aquello, que se sosegase, que no veía por qué creer más del dicho de aquéllos. Dicen que no bastó el electo don Hernando de Luque a lo apaciguar, antes se fue luego a las minas. Luque, como esto vio, buscó algunos dineros prestados con que pagó los fletes de los que digo vinieron delante; yendo por su camino, al Nombre de Dios, Nicolás de Ribera, a lo hacer, Almagro estaba tan sentido como se ha dicho; no bastaba ninguna razón que sobre ello le hablaban, a que se amansase. El electo Hernando de Luque le escribió algunas cartas amonestándole se viniese a Panamá, pues todo cuanto Pizarro había negociado era para todos, pues con él tenía compañía; sin esto le escribió para le contentar, que supiese que lo que él decía del adelantamiento que traía Pizarro, que era burla. Con estas cosas, y con lo que le dijo Nicolás de Ribera que volvió del Nombre de Dios por donde él estaba, perdió parte de su pasión y escribió al electo que recogiese la gente y la proveyese en el entretanto que él iba a Panamá; donde sin pasar muchos días llegó, hablando bien a los que habían venido y porque su compañero hallase hecha alguna hacienda cuando llegase envió carpinteros a cortar madera al río que llaman de Lagartos, para adobar las naos, que estaban muy gastadas de los viajes pasados. El piloto Bartolomé Ruiz también se quejaba de Francisco Pizarro, porque no le negoció la vara de alguacil mayor, habiéndolo prometido y jurado; decía, que si él no fuera en el navío y no tomara los indios de Túmbez en la balsa, que no quedara en la Gorgona con la esperanza que quedó de descubrir brevemente lo que aquellos indios decían. El capitán Diego de Almagro en la Tierra Firme procuraba allegar alguna gente para la conquista que se había de hacer del Perú y de tener bastimento para que comiesen los que viniesen de España. A Nicaragua fue nueva de cómo el emperador había encomendado la gobernación del Perú a Francisco Pizarro. Aguardaban muchos a saber que hubiese llegado a Tierra Firme para hallarse en la conquista; y en la Española y en otras muchas partes de las Indias se había divulgado esta nueva.
contexto
Capítulo XXVIII De la villa de Oropesa y Canata, en el valle de Cochapampa Este valle está en el distrito y jurisdicción de la ciudad de la Plata, cuarenta y ocho leguas della. Es el más rico y fértil y lleno de bastimentos de cuantos se conocen desde Lima a Tucumán y, si no fuera el socorro que le da a Potosí, Horuro, Chuquiabo y la provincia del Collao, fuera imposible sustentarse en ellos, ni tener lo necesario tanta multitud de gente como encierran en sí. El nombre de Cochapampa túvole en tiempo de los yngas, y dióselo Huaina Capac porque habiendo estado algún tiempo entretenido en aquel memorable edificio de Tiaihuanaco, visitando la provincia de los Charcas, para ponerla en orden y concierto, y llegó al valle de Cochapampa y, para atravesar el valle, había una laguna grandísima que casi cerraba el camino (ellos la llaman Cocha), y Huayna Capac, no queriendo rodear ni torcer el camino, mandó se secase luego, y sus capitanes de aquel infinito ejército, oído y sabido su gusto, dieron orden por todas las compañías que se juntasen cada indio e india con un cántaro, para que la secasen; lo cual hizo aquel gentío sin dilación. Puestos alrededor de la laguna con sus cántaros, fue tanta la priesa, que en menos de seis horas secaron la laguna sin que en ella quedase gota de agua y, como tuviesen los cántaros llenos de agua, un orejón principal se llegó al Ynga y le preguntó que qué harían del agua, y él mandó buscasen alguna quebrada donde la echasen. El orejón a poco trecho la halló, y todo el ejército junto fue y la vertía, tornando a hacerse una espaciosa laguna, la cual duró algunos días, que se fue consumiendo, como era lugar seco y arenoso. La laguna que habían agotado, la allanaron e hicieron en ella una plaza ancha y llana, y por eso fue llamado Cocha Pampa, donde los españoles poblaron una villa muy rica, a cusa de que está rodeada ella, y lleno su distrito de extendidísimas y grandes chácaras que, sin duda, en fertilidad y grosedad de tierra no debe nada a la celebrada Sicilia, antiguo granero de los romanos, porque refiere haber acontecido, de un almud de trigo haberse cogido cuatrocientas hanegas, y al presente se cojen más de ducientas. Tiene muchas crías de ganados, vacas, ovejas, caballos, cabras, asnos, mulas, y las chácaras y heredades están pobladas de indios que dicen yanaconas, los cuales viven allí con mucha libertad. Es de lindo temple y recreación. Hay conventos de religiosos de todas órdenes. Hubo allí antiguamente una cría de ganado reservado y consagrado al Sol, y otro para tener carne en tiempo de las guerras. Esta villa, como dije al principio, da bastimento y comidas a las partes referidas suficientísimamente, porque son grandes las recuas y carneros que della salen todos los días, cargados de trigo, harina, maíz y carnes.
contexto
CAPÍTULO XXVIII De algunas fiestas que usaron los del Cuzco, y cómo el demonio quiso también imitar el misterio de la Santísima Trinidad Para concluir este libro, que es de lo que toca a la religión, resta decir algo de las fiestas y solemnidades que usaban los indios las cuales porque eran muchas y varias, no se podrán tratar todas. Los Ingas, señores del Pirú, tenían dos géneros de fiestas: unas eran ordinarias, que venían a tiempos determinados por sus meses, y otras extraordinarias, que eran por causas ocurrentes de importancia, como cuando se coronaba algún nuevo rey, y cuando se comenzaba alguna guerra de importancia, y cuando había alguna muy grande necesidad de temporales. De las fiestas ordinarias se ha de entender que en cada uno de los doce meses del año, hacían fiesta y sacrificio diferente; porque aunque cada mes y fiesta de él se ofrecían cien carneros, pero las colores o facciones habían de ser diferentes. En el primero, que llaman rayme y es de diciembre, hacían la primera fiesta y más principal de todas, y por eso la llamaban capacrayme, que es decir fiesta rica o principal. En esta fiesta se ofrecían grande suma de carneros y corderos en sacrificio, y se quemaban con leña labrada y olorosa, y traían carneros, oro y plata, y se ponían las tres estatuas del sol y las tres del trueno, padre, e hijo y hermano, que decían que tenía el sol y el trueno. En estas fiestas se dedicaban los mochachos ingas, y les ponían las guaras o pañetes, y les horadaban las orejas, y les azotaban con hondas los viejos, y untaban con sangre el rostro, todo en señal que habían de ser caballeros leales del Inga. Ningún extranjero podía estar este mes y fiesta en el Cuzco, y al cabo de las fiestas entraban todos los de fuera, y les daban aquellos de maíz con sangre del sacrificio, que comían en señal de confederación con el Inga, como se dijo arriba. Y cierto es de notar que en su modo, el demonio haya también en la idolatría introducido trinidad, porque las tres estatuas del sol se intitulaban Apointi, Churiinti e Intiquaoqui, que quiere decir el padre y señor sol, el hijo sol, el hermano sol, y de la misma manera nombraban las tres estatuas del Chuquiilla, que es el dios que preside en la región del aire, donde truena, y llueve y nieva. Acuérdome que estando en Chuquisaca, me mostró un sacerdote honrado una información, que yo la tuve harto tiempo en mi poder, en que había averiguado de cierta guaca o adoratorio donde los indios profesaban adorar a Tangatanga, que era un ídolo, que decían que en uno eran tres, y en tres uno. Y admirándose aquel sacerdote de esto, creo le dije que el demonio todo cuanto podía hurtar de la verdad para sus mentiras y engaños, lo hacía con aquella infernal y porfiada soberbia con que siempre apetece ser como Dios. Volviendo a las fiestas, en el segundo mes, que se llamaba camay, demás de los sacrificios, echaban las cenizas por un arroyo abajo, yendo con bordones tras ellas cinco leguas por el arroyo, rogándole las llevase hasta la mar, porque allí había de recibir el Viracocha aquel presente. En el tercero, y cuarto y quinto mes, también ofrecían en cada uno sus cien carneros negros y pintados, pardos, con otras muchas cosas que por no cansar se dejan. El sexto mes se llama hatuncuzqui aymoray, que responde a mayo; también se sacrificaban otros cien carneros de todos colores. En esta luna y mes, que es cuando se trae el maíz de la era a casa, se hacía la fiesta que hoy día es muy usada entre los indios, que llaman aymoray. Esta fiesta se hace viniendo desde la chacra o heredad, a su casa, diciendo ciertos cantares, en que ruegan que dure mucho el maíz, la cual llaman mamacora, tomando de su chacra cierta parte de maíz más señalado en cuantidad, y poniéndola en una troje pequeña que llaman pirua, con ciertas ceremonias, velando en tres noches, y este maíz meten en las mantas más ricas que tienen, y desde que está tapado y aderezado, adoran esta pirua y la tienen en gran veneración, y dicen que es madre del maíz de su chacra, y que con esto se da y se conserva el maíz. Y por este mes hacen un sacrificio particular, y los hechiceros preguntan a la pirua si tiene fuerza para el año que viene; y si responde que no, lo llevan a quemar a la misma chacra, con la solemnidad que cada uno puede, y hacen otra pirua con las mismas ceremonias, diciendo que la renuevan para que no parezca la simiente del maíz; y si responde que tiene fuerza para durar más, la dejan hasta otro año. Esta impertinencia dura hasta hoy día, y es muy común entre indios tener estas piruas y hacer la fiesta del aymoray. El séptimo mes, que responde a junio, se llama aucaycuzqui intiraymi, y en él se hacía la fiesta llamada intiraymi, en que se sacrificaban cien carneros guanacos, que decían que ésta era la fiesta del sol. En este mes se hacían gran suma de estatuas de leña labrada de quinua, todas vestidas de ropas ricas, y se hacía el baile que llamaban cayo, y en esta fiesta se derramaban muchas flores por el camino, y venían los indios muy embijados, y los señores con unas patenillas de oro puestas en las barbas, y cantando todos. Hase de advertir que esta fiesta cae cuasi al mismo tiempo que los cristianos hacemos la solemnidad del Corpus Christi, y que en algunas cosas tiene alguna apariencia de semejanza, como es en las danzas, o representaciones o cantares. Y por esta causa ha habido y hay hoy día entre los indios, que parecen celebrar nuestra solemne fiesta de Corpus Christi, mucha superstición de celebrar la suya antigua del intiraymi. El octavo mes se llama chahua huarqui, en el cual se quemaban otros cien carneros por el orden dicho, todos pardos, de color de vizcacha, y este mes responde al nuestro de julio. El noveno mes se llama iapaquis, en el cual se quemaban otros cien carneros castaños, y se degollaban y quemaban mil cuíes, para que el hielo, y el aire y el agua, y el sol, no dañasen a las chácaras; éste parece que responde a agosto. El décimo mes se llama coyaraymi, en el cual se quemaban otros cien carneros blancos y lanudos. En este mes, que responde a septiembre, se hacía la fiesta llamada citua, en esta forma, que se juntaban todos antes que saliese la luna el primer día, y en viéndola, daban grandes voces con hachos de fuego en las manos, diciendo: "Vaya el mal fuera", dándose unos a otros con ellos. Estos se llamaban pancocos, y aquesto hecho, se hacía el lavatorio general en los arroyos y fuentes, cada uno en su acequia o pertenencia, y bebían cuatro días arreo. Este mes sacaban las mamaconas del sol, gran cantidad de bollos hechos con sangre de sacrificios, y a cada uno de los forasteros daban un bocado, y también enviaban a las guacas forasteras de todo el reino, y a diversos curacas, en señal de confederación y lealtad al sol y al Inga, como está ya dicho. Los lavatorios y borracheras, y algún rastro de esta fiesta llamada citua, aun duran todavía en algunas partes con ceremonias algo diferenciadas, y con mucho secreto, aunque lo principal y público haya cesado. El undécimo mes se llamaba homaraimi punchaiquis, en el cual sacrificaban otros cien carneros, y si faltaba agua, para que lloviese ponían un carnero todo negro atado en un llano, derramando mucha chicha alrededor, y no le daban de comer hasta que lloviese; esto se usa también agora en muchas partes por este mismo tiempo, que es por octubre. El último mes se llama ayamara, en el cual sacrificaban otros cien carneros y se hacía la fiesta llamada raymicantará rayquis. En este mes, que responde a noviembre, se aparejaban lo necesario para los muchachos que se habían de hacer orejones el mes siguiente, y los muchachos con los viejos hacía cierto alarde dando algunas vueltas; y esta fiesta se llamaba ituraymi, la cual se hace de ordinario cuando llueve mucho o poco, o hay pestilencia. Fiestas extraordinarias, aunque había muchas, las más famosas era la que llamaban ytu. La fiesta del ytu no tenía tiempo señalado, más de que en tiempos de necesidad se hacía. Para ella ayunaba toda la gente dos días, en los cuales no llegaban a mujeres ni comían cosa con sal, ni ají, ni bebían chicha, y todos se juntaban en una plaza donde no hubiese forastero ni animales, y para esta fiesta tenían ciertas mantas, y vestidos y aderezos, que sólo servían para ella, y andaban en procesión, cubiertas las cabezas con sus mantas, muy despacio, tocando sus atambores y sin hablar uno con otro. Duraba esto un día y una noche, y el día siguiente comían y bebían, y bailaban dos días con sus noches, diciendo que su oración había sido acepta. Y aunque no se haga hoy día con toda aquella ceremonia, pero es muy general hacer otra fiesta muy semejante que llaman ayma, con vestiduras que tienen depositadas para ello, y como está dicho, esta manera de procesión a vueltas con atambores, y el ayuno que precede y borrachera que se sigue, usan por urgentes necesidades. Y aunque el sacrificar reses y otras cosas, que no pueden esconder de los españoles, las han dejado, a lo menos en lo público, pero conservan todavía muchas ceremonias que tienen origen de estas fiestas y superstición antigua. Por eso es necesario advertir en ellas, especialmente que esta fiesta del ytu la hacen disimuladamente hoy día en las danzas del Corpus Christi, haciendo las danzas del llamallama y de guacón, y otras conforme a su ceremonia antigua, en lo cual se debe mirar mucho. En donde ha sido necesario advertir de estas abusiones y supersticiones que tuvieron en el tiempo de su gentilidad los indios, para que no se consientan por los curas y sacerdotes, allá se ha dado más larga relación de lo que toca a esta materia; al presente basta haber tocado el ejercicio en que el demonio ocupaba a sus devotos, para que a pesar suyo, se vea la diferencia que hay de la luz a las tinieblas, y de la verdad cristiana a la mentira gentílica, por más que haya con artificio procurado remedar las cosas de Dios, el enemigo de los hombres y de su Dios.
contexto
CAPÍTULO XXVIII Que prosigue la batalla de Mauvila hasta el segundo tercio de ella Cuando pasó lo que en el capítulo precedente contamos, ya había más de cuatro horas que sin cesar peleaban los indios y castellanos matándose unos a otros cruelísimamente, porque los indios parecía que cuanto más daño recibían tanto más se obstinaban y desesperaban de la vida y, en lugar de rendirse, peleaban con mayor ansia por matar los españoles, y ellos, viendo pertinacia, porfía y rabia de los indios, los herían y mataban sin piedad alguna. El gobernador, que había peleado todas las cuatro horas a pie delante de los suyos, se salió del pueblo y, subiendo en un caballo para con él acrecentar el temor a los enemigos y el ánimo y esfuerzo a los suyos, y acompañado del buen Nuño Tovar, que también venía a caballo, volvió a entrar en el pueblo, y ambos caballeros, apellidando el nombre de Nuestra Señora y del Apóstol Santiago, y dando grandes voces a los suyos que les hiciesen lugar, pasaron rompiendo del un cabo al otro del escuadrón de los enemigos que en la calle principal y en la plaza peleaban, y revolvieron sobre ellos alanceándolos a una mano y a otra como valientes diestros caballeros que eran. En estas vueltas y revueltas, al tiempo que el gobernador se enastaba sobre los estribos para dar una lanzada a un indio, otro que se halló a sus espaldas le tiró una flecha por cima del arzón trasero y le acertó en lo poco que el general descubrió desarmado entre el arzón y las coracinas y, aunque tenía cota de malla, se la rompió la flecha y le entró una sexma de ella por la asentadura izquierda y el buen general, así por no dar a entender que estaba herido porque los suyos no se estorbasen por su herida como porque con la prisa de pelear no tuvo lugar de quitarse la flecha, peleó con ella todo lo que la batalla después duró, que fueron casi cinco horas, sin poder asentarse sobre la silla, que no fue poca prueba de la valentía de este capitán y de la destreza que en la silla jineta tenía. A Nuño Tovar dieron otro flechazo en la lanza que, con ser delgada, la atravesaron por medio junto a la mano y el asta de la lanza se mostró tan fina que no se hendió, antes pareció que la flecha había sido un taladro que sutilmente la había barrenado y así, después cortada la flecha por ambas partes, sirvió la lanza como antes. Cuéntase este tiro, aunque de tan poca importancia, porque raras veces acaecen semejantes tiros, y también porque en él se vea lo que muchas veces hemos dicho de la ferocidad y destreza que en sus arcos y flechas los indios de la Florida tienen. Estos dos caballeros, aunque pelearon todo el día y rompieron muchas veces los escuadrones que a cada paso los indios formaban y rehacían, y entraron en los trances más peligrosos de esta batalla, no sacaron más heridas de las que hemos dicho, que no fue poca ventura. El fuego que se puso a las casas iba creciendo por momentos y hacía mucho daño en los indios porque, como eran muchos y no podían pelear todos en las calles y plaza porque no cabían en ellas, peleaban de los terrados y azoteas y allí los cogía el fuego y los quemaba o les forzaba a que, huyendo de él, se despeñasen de los terrados abajo. No hacía menos daño en las casas que tomaba por la puerta que, como se ha dicho, eran salas grandes con no más de una puerta, y, como el fuego la ocupaba, los que estaban dentro, no pudiendo salir fuera, se quemaban y ahogaban con el fuego y con el humo, y de esta manera perecieron muchas mujeres que estaban encerradas en las casas. En las calles no era menos perjudicial el fuego porque con el viento unas veces cargaba la llama y el humo sobre los indios y les cegaba la vista y ayudaba a que los españoles los llevasen de arrancada sin poderles resistir. Otras veces volvía en favor de los indios contra los cristianos y hacía que volviesen a ganar cuanto de la calle habían perdido. Así andaba el fuego favoreciendo ya a los unos, ya a los otros, con que hacía crecer la mortandad de la batalla. Con la crueldad y rabia que se ha visto se sustentó la pelea de ambas partes hasta las cuatro de la tarde, habiendo pasado siete horas de tiempo que peleaban sin cesar. A esta hora, viendo los indios los muchos que de los suyos habían muerto a fuego y hierro y que, por faltar quien pelease, enflaquecían sus fuerzas y crecían las de los castellanos, apellidaron las mujeres y les mandaron que, tomando armas de las muchas que por las calles había caídas, hiciesen por vengar la muerte de los suyos y, cuando no los pudiesen vengar, a lo menos hiciesen como todos: muriesen antes que ser esclavos de los españoles. Cuando les mandaron esto a las mujeres ya muchas de ellas había buen rato que valerosamente andaban peleando entre sus maridos; mas con el nuevo mandato no quedó alguna que no saliese a la batalla tomando las armas que por el suelo hallaban, que asaz había de ellas. Hubieron a las manos muchas espadas, partesanas y lanzas de las que los españoles habían perdido y las convirtieron contra sus dueños, hiriéndoles con sus mismas armas. También tomaban arcos y flechas, y no las tiraban con menos destreza y ferocidad que sus maridos, y se ponían delante de ellos a pelear, y determinadamente se ofrecían a la muerte con más temeridad que los varones, y con toda rabia y despecho se metían por las armas de los enemigos, mostrando bien que la desesperación y ánimo de las mujeres, en lo que han determinado hacer, es mayor y más desenfrenado que el de los hombres. Empero los españoles, viendo que aquello hacían las indias con deseo más de morir que de vencer, se abstenían de las herir y matar, y también miraban que eran mujeres. Entretanto que duraba esta larga y porfiada batalla, las trompetas, pífaros y atambores no cesaban de tocar arma con grande instancia para que los españoles que habían quedado en la retaguardia se diesen prisa a venir al socorro de los suyos. El maese de campo y los que con él venían, caminaban derramados por el campo cazando y habiendo placer, descuidados de lo que pasaba en Mauvila. Pues, como sintiesen el ruido de los instrumentos militares y la grita y vocería que dentro y fuera del pueblo andaba, y viesen el mucho humo que por delante se les descubría, sospechando lo que podía ser, dieron arma de mano en mano hasta los últimos y todos caminaron a toda prisa y llegaron al postrer cuarto de la batalla. Entre éstos venía el capitán Diego de Soto, sobrino del gobernador y cuñado de don Carlos Enríquez, cuya desgracia contamos atrás. El cual, como supiese el suceso del cuñado, a quien amaba tiernamente, sintiendo el dolor de tanta pérdida, con deseo de la vengar se arrojó del caballo abajo y, tomando una rodela y la espada en la mano, entró en el pueblo y llegó donde la batalla andaba más feroz y cruel, que era en la calle principal, aunque es verdad que en todas las otras no faltaba sangre, fuego y mortandad, que todo el pueblo estaba lleno de fiera pelea. En aquel lugar, y a las cuatro de la tarde, entró Diego de Soto en la batalla más a imitar en la desdicha de su cuñado que a vengar su muerte, que no era tiempo de propias venganzas sino de la ira de la fortuna militar, la cual parece que, con hastío de haberles dado tanta paz en tierra de tan crueles enemigos, había querido darles en un día toda junta la guerra que en un año podían haber tenido, y quizá no les hubiera sido tan cruel como la de sólo este día, según veremos adelante que, para batalla de indios y españoles, pocas o ninguna ha habido en el nuevo mundo que igualase a ésta así en la obstinada porfía del pelear como en el espacio de tiempo que duró, si no fue la del confiado Pedro de Valdivia, que contaremos en la historia del Perú, si Dios se sirve de darnos algunos días de vida. Pues como decíamos, el capitán Diego de Soto llegó a lo más recio de la batalla y, apenas hubo entrado en ella, cuando le dieron un flechazo por un ojo que le salió al colodrillo, de que cayó luego en tierra, y sin habla estuvo agonizando hasta otro día, que murió sin que hubiesen podido quitarle la flecha. Esta fue la venganza que hizo a su pariente don Carlos para mayor dolor y pérdida del general y de todo el ejército, porque eran dos caballeros que dignamente merecían ser sobrinos de tal tío.