Capítulo XXVII De las cosas que sacrificaban los indios Las más principales fiestas que tenían los indios señaladas para los sacrificios, en las cuales se regocijaban y eran dadas del Ynga en todos los pueblos, y se hacían generales sacrificios, se llamaban Capac raymi, vitucuy, utquilla, mayocati, atoarco, hitoayo y en ellas se sacrificaban a los truenos y relámpagos por su estado y por aquel que hacía el mundo y así mesmo cuando había esterilidad en las sementeras. Juntamente en las menguantes de la Luna había sacrificios y esto era en el Cuzco, en el templo del Sol, y si el Inga iba camino o a alguna guerra, donde quiera que le cogía el tiempo señalado del sacrificio, lo hacía, y llevaba consigo las tres huacas dichas del trueno, relámpago y el Sol. La demás gente común sacrificaban en sus tierras con sus huacas particulares. Las cosas de que usaban en los sacrificios eran diferentes y de mil modos y maneras, y el orden que tenían era éste: Hacía el Ynga, para este efecto, junta de curacas, y gobernadores y señores principales, y de mucho número de indios, en el Cuzco, y se venían a juntar a la casa del Sol donde, habiendo precedido ayunos a su usanza, y teniendo recogimiento algunos días, y confesándose con algunos hechiceros deste oficio, por mano de los pontífices y sacerdotes de las huacas, sacrificaban y ofrecían unos carneros, que tenían dedicados para aquel efecto, blancos, sin mancha ni defecto alguno. Estos carneros llevaban delante de sí, cuando iban a la casa del Sol al sacrificio, y con ellos también solían ofrecer otros corderos blancos, de lana larga, y otros bermejos, que llaman topo unga, y otros ganados de diversos colores, el cual era escogido, y que no había de tener falta, ni fealdad ninguna. Solían otras veces ofrecer desto géneros de carneros y corderillos, hechos de oro y plata maciza y también chaquiras, que ellos dicen mollo, y unas aves que llaman tocto, que se crían en los despoblados, y las plumas de una ave que llaman ellos pillco, que son de hermosos colores y vista, y una ave que hay en los Andes. Otras veces ofrecían polvos de almejas de la mar, molidas, que dicen paucar mollo y yahuar mollo, y cantidad de ropa de hombre y mujer, finísima y muy pequeña, hecha conforme la medida de los ídolos, con muchos colores de plumerías, y otras cosas que usaban para este efecto. Los cuales sacrificios se remataban con comer y beber, fiestas y placeres y borracheras, que ninguna cosa hacían de bien y mal, de contento ni regocijo, sin este fin. Otros sacrificios había bárbaros y cruelísimos, y otros eran de niños de diez años abajo, pero no se hacían con la frecuentación que se refiere haberse usado en México y sus provincias, donde era en gran multitud. Acá era para negocios de muchísima importancia, como en tiempo de grandísima hambre o pestilencia, o mortandad, ofrecidos y mostrados al ídolo a quien los sacrificaban, después los ahogaban y enterraban y con él ropa fina y otra por tejer. En este sacrificio hacían infinitas ceremonias, y según la calidad del negocio así las diferenciaban en los ritos y modos. En los ganados que sacrificaban tenían cuidado en la gravedad del negocio para que se ofrecía, la edad y la color, para conformarla con la causa. Res que fuese hembra jamás la sacrificaban, teniendo atención lo uno al multiplico y lo otro a ofrecer cosa preciosa y de más estima. Los cuyes, que son unos animalejos a manera de gazapos, que crían ordinariamente en sus casas, ansí en los llanos como en la sierra, éstos entraban también en los sacrificios, y servían para mirar y adivinar los malos y prósperos sucesos, y aun hasta hoy día lo usan, con grandísimo secreto, entre ellos. Pocos sacrificios hacían en que no entrasen la coca, yerba preciada en todo este Reyno para sus deleites y regalos. No acostumbraron sacrificar animales silvestres, porque decían que para ofrenda a las huacas, y siendo dirigidas y ordenadas para su bien, salud y aumento, no habían de ofrecer sino cosas que ellos hubiesen criado y aumentado con su solicitud y cuidado, para dar muestra de lo mucho que estimaban sus huacas y lo mucho que dellas esperaban. Cuando querían ir a la guerra, hacían sacrificio de pájaros de la puna, para con ellos disminuir y abajar las fuerzas de los enemigos y las fuerzas de las huacas e ídolos contrarios. Este sacrificio llamaban cuzco viza, o contiviza, o haulla vica o copa vica y hacíanle en esta forma: tomaban muchos géneros de pájaros de la puna y juntaban en cantidad leña espinosa, que dicen entre ellos yanlli, y encendíanla y luego juntaban los pájaros, y a esta junta llamaban quico, y echábanlos en el fuego, y alrededor dél andaban los oficiales del sacrificio, con ciertas piedras redondas y esquinadas, donde estaban pintadas culebras, leones, sapos, tigres y decían, encanto, usachum, que significa suceda nuestra victoria bien, y otras palabras, en que decían piérdanse las fuerzas y ánimo de las huacas de mis enemigos, y sacaban unos carneros negros, que algunos días habían estado en prisión y sin comer, llamados urcu, y, matándolos, decían que así como los corazones de aquellos estaban desmayados, los corazones de sus contrarios desmayasen; y si en estos carneros veían que cierta carne que está tras el corazón no se había consumido con los ayunos y en prisión pasada, lo tenían a mala señal y traían unos perros negros, que en aquel tiempo había, llamados apuurcos, y matábanlos y echábanlos en una llanada y con ciertas ceremonias hacían comer aquella carne a una gente que se entiende ser uros, gente zafia, vil y para poco, del Collao. Estos sacrificios algunas veces los hacían para fin que el Ynga no fuese ofendido con ponzoña, y para esto ayunaban desde la mañana hasta que salía el estrella y entonces comían hasta hartarse, orando a uso de moros. Este sacrificio, dicen los indios, era el más acepto y benévolo a sus huacas e ídolos para vencer y contrastar la fuerza de los ídolos contrarios. Aunque el día de hoy han cesado estos sacrificios, a causa de no haber ya guerras ni contiendas entre ellos, todavía hay algunos rastros, que con el tiempo se van consumiendo y olvidando. Deben de usar de ellos en pendencias y riñas de indios particulares y comunes, y hay necesidad de advertir los curas en tiempo de borracheras y fiestas, especial con los cuyes, que es lo que hoy más les ha quedado como cosa doméstica, y que traen siempre entre manos. Las conchas de la mar, que llaman mollo, ofrecían a las fuentes y manantiales, diciendo que las conchas eran hijas de la mar madre y origen de todas las aguas; y según los colores diferentes, así tienen los nombres y los efectos que se usaba dellas, y aun en el día de hoy echan deste mollo molido por superstición en la chicha. Esta chaquira es dañosa porque sirve a todos los más géneros de sacrificios, como la puedan haber como la coca y cuyes que dijimos. Ofrecían plumas de diferentes colores, blancas, amarillas, verdes, azules y coloradas, las cuales traían de los Andes llamadas, paucar pillco y parihuana. También usaban ofrecer oro y plata, haciendo diferentes figuras pequeñas de harina de maíz formando bollos de ella y otras legumbres, chicha y cuantos géneros tenían de comidas, coca, como ya dijimos, o cestillos della, sebo, cabellos y sangre propia, o de los animales que sacrificaban, rociando con ella las figuras que, hacían y, finalmente, de todo cuanto criaban y sembraban; hasta el hijo que engendraban, si les parecía conveniente, lo sacrificaban. Todavía, que toca a cuyes, coca, comida, chicha, plumas, carneros, sebo, entre ellos, con todo el secreto del mundo, algunos acostumbran. Y porque en este capítulo se trata de perros, quiero poner una cosa notable y es, que siete leguas de Potosí esta peña grande y, por encima della, cae un gran golpe de caliente en un estanque hondo, que mana de debajo de la tierra, y se aumenta con la que le entra de arriba, y es de forma la propiedad del pozo, y, allí se ahogan y, se cuecen, sin que se puedan remediar, aunque de propósito los quieran tener. Y con otro ningún animal no sucede esto, que con los perros, que es cosa extraña y de admiración.
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En que se da cuenta del infelice estado de nuestra gente y muerte del vicario y la embarcación de todos Con los sucesos dichos llegaron los nuestros a estado, que si sólo diez indios vinieran determinados, los degollaran a todos y arrasaran el pueblo bien a su salvo. Finalmente los enfermos apretados de su mal que era grande, y sin remedio se vinieron a la nao, y la gobernadora con ellos; quedando la bandera en tierra con los pocos soldados que tenían alguna salud, en cuanto se recogió agua y leña: y lunes, que se contaron siete de noviembre, se embarcó bandera y gente, y con esto se dio mal fin a esta buena empresa. Yo nunca entendí menos: y se dejó en las uñas de quien de antes la tenía, hasta que Dios permita vayan otros más deseosos de el bien de aquellos perdidos, para que con el dedo les muestren el camino de su salvación para que fueron criados. El pueblo quedó hecho un espectáculo de sentimiento y consideración, por los desastrados y breves sucesos que en él hubo. Era cosa notable ver en la playa andar los perros aullando, como que preguntaban la causa por que se iban y los dejaban. El más chiquito se echó a la mar y vino nadando, y por tanta lealtad fue recibido, y por él se pudo decir que a los osados favorece la fortuna. El vicario ordenó su testamento, y la siguiente noche le velaron tres soldados. Rogó al uno le leyese en el Símbolo de la fe de Fray Luis de Granada. Venido el día, viendo el piloto mayor la poca esperanza de vida con que estaba, y como al parecer se moría, le dijo, que pues se le acortaba el plazo y llegaba el de la cuenta, mirase lo que convenía a su alma, Respondióle el piloto mayor que él hacía oficio de amigo y que no se dejase engañar, porque se iba concluyendo. --¿Y cómo no me lo ha dicho más temprano?, dijo el vicario; y el piloto mayor: que nunca entendió que su enfermedad le pusiera en el estado que le veía. Pidió el vicario un Cristo, y con él en las manos dijo: --¡Oh, Padre eterno que enviaste... Lo que prosiguió no se le entendió, porque luego se le impidió la lengua: y así, agonizando, dio al Salvador y Criador suyo el alma. Esta pérdida fue tal, cual nuestros pecados merecieron. Azote y castigo para que nos desengañemos que teníamos a Dios muy enojado, pues después de tantas aflicciones corporales, nos quitó el regalo espiritual. Fue su muerte muy sentida; no de todos, porque no todos saben sentir semejantes faltas. Era el vicario Juan Rodríguez de Espinosa, un muy honrado sacerdote, a quien por su mucha virtud y buenas partes se debía un grande amor. El piloto mayor, su albacea, le hizo sepultar en la mar; no queriendo fuese en tierra, por temor de que los indios no le desenterrasen e hiciesen con su cuerpo algunas cosas indecentes.
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De cómo el gobernador volvió a la ciudad de la Ascensión con toda su gente Otro día siguiente, siendo de día claro, partieron en buena orden, y fueron caminando y cazando, así los españoles de a caballo como los indios guaraníes, y se mataron muchos venados y avestruces, y ansimismo la gente española con las espadas mataron algunos venados que venían a dar al escuadrón huyendo de la gente de a caballo y de los indios, que era cosa de ver y de muy gran placer ver la caza que se hizo el dicho día; y hora y media antes que anocheciese llegaron a la ribera del río del Paraguay, donde habían dejado el gobernador los dos bergantines y canoas, y este día comenzó a pasar alguna de la gente y caballos; y otro día siguiente, dende la mañana hasta el mediodía, se acabó todo de pasar; y caminando, llegó a la ciudad de la Ascensión con su gente, donde había dejado para su guardia doscientos cincuenta hombres, y por capitán a Gonzalo de Mendoza, el cual tenía presos seis indios de una generación que se llaman yapirúes, la cual es una gente crescida, de grandes estaturas, valientes hombres, guerreros y grandes corredores, y no labran ni crían; mantiénense de la caza y pesquería; son enemigos de los indios guaraníes y de los guaycurúes. Y habiendo hablado Gonzalo de Mendoza al gobernador, le informó y dijo que el día antes habían venido los indios y pasado el río del Paraguay, y diciendo que los de su generación habían sabido de la guerra que habían ido a hacer y se había hecho a los indios guaycurúes, y que ellos y todas las otras generaciones estaban por ello atemorizados, y que su principal los enviaba a hacer saber cómo deseaban ser amigos de los cristianos; y que si ayuda fuese menester contra los guaycurúes, que vernían; y que él había sospechado que los indios venían a hacer alguna traición y a ver su real, debajo de aquellos ofrecimientos, y que por esta razón los había preso hasta tanto que se pudiese bien informar y saber la verdad; y sabido lo susodicho por el gobernador, los mandó luego soltar y que fuesen traídos ante él; los cuales fueron luego traídos, y les mandó hablar con una lengua intérprete español que entendía su lengua, y les mandó preguntar la causa de su venida a cada uno por él. Y entendiendo que de ello redundara provecho y servicio de Su Majestad, les hizo buen tratamiento y les dio muchas cosas de rescates para ellos y para su principal, diciéndoles cómo él los recebía por amigos y por vasallos de Su Majestad, y que del gobernador serían bien tratados y favorecidos, con tanto que se apartasen de la guerra que solían tener con los guaraníes, que eran vasallos de Su Majestad, y de hacerles daño; porque les hacía saber que ésta había sido la causa principal por que les había hecho guerra a los indios guaycurúes; y ansí los despidió y se partieron muy alegres y contentos.
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Cómo Cortés supo de dos españoles que estaban en poder de indios en la punta de Cotoche, y lo que sobre ello se hizo Como Cortés en todo ponía gran diligencia, me mandó llamar a mí e a un vizcaíno que se llamaba Martín Ramos, e nos preguntó que qué sentíamos de aquellas palabras que nos hubieron dicho los indios de Campeche cuando venimos con Francisco Hernández de Córdoba, que decían "Castilan, Castilan", según lo he dicho en el capítulo que dello habla; y nosotros se lo tornamos a contar según de la manera que lo habíamos visto e oído, e dijo que ha pensado en ello muchas veces, e que por ventura estarían algunos españoles en aquellas tierras, e dijo: "Paréceme que será bien preguntar a estos caciques de Cozumel si sabían alguna nueva dellos"; e con Melchorejo, el de la punta de Cotoche, que entendía ya poca cosa la lengua de Castilla, e sabía muy bien la de Cozumel, se lo preguntó a todos los principales, e todos a una dijeron que habían conocido ciertos españoles, e daban señas dellos, y que en la tierra adentro, andadura de dos soles, estaban, y los tenían por esclavos unos caciques, y que allí en Cozumel había indios mercaderes que les hablaron pocos días había; de lo cual todos nos alegramos con aquellas nuevas. E díjoles Cortés que luego les fuesen a llamar con carta, que en su lengua llaman amales, e dio a los caciques y a los indios que fueron con las carios, camisas, y los halagó, y los dijo que cuando volviesen les darían más cuentas; y el cacique dijo a Cortés que enviase rescate para los amos con quien estaban, que los tenían por esclavos, porque los dejasen venir; y así se hizo, que se les dio a los mensajeros de todo género de cuentas, y luego mandó apercibir dos navíos, los de menos porte, que el uno era poco mayor que el bergantín, y con veinte ballesteros y escopeteros, y por capitán dellos a Diego de Ordás; y mandó que estuviesen en la costa de la punta de Cotoche, aguardando ocho días en el navío mayor; y entre tanto que iban y venían con la respuesta de las cartas, con el navío pequeño volviesen a dar la respuesta a Cortés de lo que hacían, porque estaba aquella tierra de la punta de Cotoche obra de cuatro leguas, y se parece la una tierra desde la otra; y escrita la carta, decía en ella: "Señores y hermanos: Aquí en Cozumel he sabido que estáis en poder de un cacique detenidos, y os pido por merced que luego os vengáis aquí en Cozumel, que para ello envío un navío con soldados, si los hubiereis menester, y rescate para dar a esos indios con quien estáis, y lleva el navío de plazo ocho días para os aguardar. Veníos con toda brevedad; de mí seréis bien mirados y aprovechados. Yo quedo aquí en esta isla con quinientos soldados y once navíos; en ellos voy, mediante Dios, la vía de un pueblo que se dice Tabasco o Potonchan, etc." Luego se embarcaron en los navíos con las cartas y los dos indios mercaderes de Cozumel que las llevaban, y en tres horas atravesaron el golfete, y echaron en tierra los mensajeros con las cartas y el rescate, y en dos días las dieron a un español que se decía Jerónimo de Aguilar, que entonces supimos que así se llamaba, y de aquí adelante así le nombraré. Y desque las hubo leído, y recibido el rescate de las cuentas que le enviamos, él se holgó con ello y lo llevó a su amo el cacique para que le diese licencia; la cual luego la dio para que se fuese adonde quisiese. Caminó el Aguilar adonde estaba su compañero, que se decía Gonzalo Guerrero, que le respondió: "Hermano Aguilar, yo soy casado, tengo tres hijos, y tiénenme por cacique y capitán cuando hay guerras; íos vos con Dios; que yo tengo labrada la cara e horadadas las orejas; ¿qué dirán de mí desque me vean esos españoles ir desta manera? E ya veis estos mis tres hijitos cuán bonicos son. Por vida vuestra que me deis desas cuentas verdes que traéis, para ellos, y diré que mis hermanos me las envían de mi tierra"; e asimismo la india mujer del Gonzalo habló al Aguilar en su lengua muy enojada, y le dijo: "Mirá con que viene este esclavo a llamar a mi marido: íos vos, y no curéis de más pláticas"; y el Aguilar tornó a hablar al Gonzalo que mirase que era cristiano, que por una india no se perdiese el ánima; y si por mujer e hijos lo hacía, que la llevase consigo si no los quería dejar; y por más que dijo e amonestó, no quiso venir. Y parece ser que aquel Gonzalo Guerrero era hombre de la mar, natural de Palos. Y desque el Jerónimo de Aguilar vio que no quería venir, se vino luego con los dos indios mensajeros adonde había estado el navío aguardándole, y desque llegó no le halló; que ya se había ido, porque ya se habían pasado los ocho días, e aun uno más que llevó de plazo el Ordás para que aguardase; y porque desque vio el Aguilar no venía, se volvió a Cozumel, sin llevar recaudo a lo que había venido; y después el Aguilar vio que no estaba allí el navío, quedó muy triste, y se volvió a su amo al pueblo donde antes solía vivir. Y dejaré esto e diré cuando Cortés vio venir al Ordás sin recaudo ni nueva de los españoles ni de los indios mensajeros, estaba tan enojado, que dijo con palabras soberbias al Ordás que había creído que otro mejor recaudo trajera que no venirse así sin los españoles ni nueva dellos; porque ciertamente estaban en aquella tierra. Pues en aquel instante aconteció que unos marineros que se decían los Peñates, naturales de Gibraleón, habían hurtado a un soldado que se decía Berrio ciertos tocinos , y no se los querían dar, y quejóse el Berrio a Cortés; y tomando juramento a los marineros, se perjuraron, y en la pesquisa pareció el hurto; los cuales tocinos estaban repartidos en siete marineros, e a todos siete los mandó luego azotar; que no aprovecharon ruegos de ningún capitán. Donde lo dejaré, así esto de los marineros como esto del Aguilar, e nos iremos sin él nuestro viaje hasta su tiempo y sazón. Y diré cómo venían muchos indios en romería a aquella isla de Cozumel, los cuales eran naturales de los pueblos comarcanos de la punta de Cotoche y de otras partes de tierras de Yucatán; porque, según pareció, había allí en Cozumel ídolos de muy disformes figuras, y estaban en un adoratorio, en que ellos tenían por costumbre en aquella tierra por aquel tiempo sacrificar, y una mañana estaba lleno el patio donde estaban los ídolos, de muchos indios e indias quemando resina, que es como nuestro incienso; y como era cosa nueva para nosotros, paramos a mirar en ello con atención, y luego se subió encima de un adoratorio un individuo viejo con mantas largas, el cual era sacerdote de aquellos ídolos (que ya he dicho otras veces que papas los llaman en la Nueva-España) e comenzó a predicarles un rato, e Cortés y todos nosotros mirando en qué paraba aquel negro sermón; e Cortés preguntó a Melchorejo, que entendía muy bien aquella lengua, que qué era aquello que decía aquel indio viejo; e supo que les predicaba cosas malas; e luego mandó llamar al cacique e a todos los principales e al mismo papa, e como mejor se pudo dárselo a entender con aquella nuestra lengua, y les dijo que si habían de ser nuestros hermanos, que quitasen de aquella casa aquellos sus ídolos, que eran muy malos e les harían errar, y que no eran dioses, sino cosas malas, y que les llevarían al infierno sus almas; y se les dio a entender otras cosas santas e buenas, e que pusiesen una imagen de nuestra señora que les dió e una cruz, y que siempre serían ayudados e tendrían buenas sementeras, e se salvarían sus ánimas, y se les dijo otras cosas acerca de nuestra santa fe, bien dichas. Y el papa con los caciques respondieron que sus antepasados adoraban en aquellos dioses porque eran buenos, e que no se atrevían ellos de hacer otra cosa, e que se los quitásemos nosotros, y que veríamos cuánto mal nos iba dello, porque nos iríamos a perder en la mar; e luego Cortés mandó que los despedazásemos y echásemos a rodar unas gradas abajo, e así se hizo; y luego mandó traer mucha cal, que había harta en aquel pueblo, e indios albañiles, y se hizo un altar muy limpio, donde pusiésemos la imagen de nuestra señora; e mandó a dos de nuestros carpinteros de lo blanco, que se decían Alonso Yáñez. e álvaro López, que hiciesen una cruz de unos maderos nuevos que allí estaban; la cual se puso en uno como humilladero que estaba hecho cerca del altar, e dijo misa el padre que se decía Juan Díaz, y el papa e cacique y todos los indios estaban mirando con atención. Llaman en esta isla de Cozumel a los caciques calachionis, como otra vez he dicho en lo de Potonchan. Y dejarlos he aquí, y pasaré adelante, e diré cómo nos embarcamos.
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Capítulo XXVII Cómo llegó a España el capitán Francisco Pizarro y le fue dada la gobernación del Perú Como el capitán Francisco Pizarro se embarcó en el puerto del Nombre de Dios, anduvo hasta que llegó a España, y como se vio en Sevilla, luego se partió para la corte, derramándose por toda España nueva de como dejaban descubierta tan grande tierra y tan rica. Miraban todos las ovejas que llevó, y como Pedro de Candía, que fue con él, hubiese visto lo de Túmbez y lo contaba, no lo creían, diciendo que era industria para engañar los que quisieran ir allá, para que creyesen que había casas de piedra y tanto oro. Y con esto que anteponían a la verdad atajaban algunas veces al Pedro de Candía, que lo contaba, de tal manera que le hacían callar. Pizarro, como llegó a la corte, presentóse delante de los del Consejo de Indias, porque gobiernan las indias Por comisión que tienen del rey. Informóles de lo que habían trabajado él y sus compañeros; dijo lo que vio en la tierra que descubrió y la noticia que tuvo. Oyéronle bien y tuvieron lástima de sus trabajos. Consultáronlo con el rey, y con mucha facilidad se le concedió la gobernación y le hicieron otras mercedes; díjose que solamente procuró para sí lo más y mejor, sin se acordar de lo mucho que sus compañeros habían trabajado y merecido, y así cuando vino a su noticia de Almagro que no le traía el adelantamiento, mostró sentimiento notable. Y porque se vea lo cierto de este negocio sin que andemos rastreando por opiniones, pondré aquí a la letra algunos capítulos sacados de la capitulación que con él se tomó, según me consta por el original que yo tuve en mi poder algunos días en esta ciudad de los Reyes y dice: "La reina, por cuanto vos, el capitán Francisco Pizarro, vecino de Tierra Firme, llamada Castilla del Oro, por vos y en nombre del venerable padre don Fernando de Luque, maestrescuela y provisor de la iglesia de Darien, sede vacante, que es en la dicha Castilla del Oro y del capitán Diego de Almagro, vecino de la ciudad de Panamá, nos fecistes relación que vos e los dichos vuestros compañeros, con deseo de nos servir y del bien y acrecentamiento de nuestra corona real; puede haber cinco años poco más o menos, que con licencia y parecer de Pedrarias de Ávila nuestro gobernador y capitán general que fue de la dicha Tierra Firme, tomastes a cargo de ir a conquistar, descubrir y pacificar e poblar por la costa del mar del Sur de la dicha tierra a la parte de levante, a vuestra costa y de los dichos vuestros compañeros todo lo que por aquella parte pudiésedes, y fecistes para ello dos navíos e un bergantín en la dicha costa, en que ansí en esto por se haber de pagar la jarcia e aparejos necesarios al dicho viaje e armada desde el Nombre de Dios que es en la costa del norte a la otra costa del sur, como con la gente e otras cosas necesarias al dicho viaje e en tornar a rehacer la dicha armada gastastes mucha suma de pesos de oro; e fuistes a facer e fecistes el dicho descubrimiento, donde pasastes muchos peligros y trabajos, a causa de lo cual vos dejó toda la gente que con vos iba, en una isla despoblada y con solo trece hombres que no vos quisieron dejar; y que con ellos, y con el socorro que de navíos y gente vos hizo el dicho capitán Diego de Almagro, partistes de la dicha isla y descubristes las tierras y provincias del Perú y ciudad de Túmbez; en que habéis gastado, vos e los dichos compañeros, mas de treinta mil pesos de oro; y que con el deseo que tenéis de nos servir queríades continuar la dicha conquista y población, a vuestra costa e mención sin que en ningún tiempo seamos obligados a vos pagar ni satisfacer los gastos que en ello ficieredes, más de lo que en esta capitulación vos fuere otorgado; e me suplicastes e pedistes por merced vos mandase encomendar la conquista de las dichas tierras, e vos concediese y otorgase las mercedes, y con las condiciones, que de suso serán contenidas. Sobre lo cual yo mandé tomar con vos el asiento y capitulación siguiente. "Primeramente doy licencia y facultad a vos el dicho capitán Francisco Pizarro para que por nos y en nuestro nombre y de la corona real de Castilla podáis continuar el dicho descubrimiento, conquista y población de la dicha tierra y provincia del Pirú hasta doscientas leguas: comienzan desde el pueblo que en lengua de indios se dice Temunpulla, y después le llamaste Santiago, basta llegar al pueblo de Chincha, que puede haber las dichas doscientas leguas de costa poco más o menos. "Iten, entendiendo ser cumplidero al servicio de Dios y nuestro, e por honrar vuestra persona, y por vos hacer merced, prometemos de vos hacer nuestro gobernador e capitán general de toda la dicha provincia del Pirú y tierras y pueblos, que al presente hay e adelante hobiere, en todas las dichas doscientas leguas por todos los días de vuestra vida con salario de setecientas y veinte y cinco mil maravedís en cada un año contados desde el día que vos hiciéredes a la vela destos nuestros reinos para continuar la dicha población y conquista, los cuales vos han de ser pagados de las rentas y derechos a nos pertenecientes en la dicha tierra que ansí habéis de poblar del cual salario habéis de pagar en cada un año un alcalde mayor y diez escuderos e treinta peones e un médico e un boticario, el cual salario os ha de ser pagado por los nuestros oficiales de la dicha tierra: "Otrosí, vos hazemos merced de título de nuestro adelantado de la dicha provincia del Pirú y ansimismo del oficio de alguacil mayor de ella, todo ello por los días de vuestra vida." Estos oficios parece que Francisco Pizarro los procuró para sí, sin se acordar de Almagro, ni del piloto que tanto le ayudó y trabajó en el descubrimiento. Lo que se contiene en la capitulación, según parece, es para los dichos porque, prosiguiendo, dice más: "Otrosí, hacemos merced al dicho capitán Diego de doctrina de la persona del dicho don Fernando de Luque, de le presentar a nuestro muy santo padre por obispo de la ciudad de Túmbez, que es en la dicha provincia e gobernación del Perú, con los límites que por nos, con autoridad apostólica, le serán señalados; y entretanto que vienen las bulas del dicho obispado le faremos protector universal de todos los indios de la dicha provincia con salario de mil ducados en cada año, pagados de nuestras rentas de la dicha tierra, entretanto que hay diezmos eclesiásticos de que se pueda pagar. "Otrosí hacemos merced al dicho capitán Diego de Almagro de la tenencia de la fortaleza que hay o hubiere en la dicha ciudad de Túmbez, que es en la dicha provincia del Perú, con salario de cinco mil maravedís cada un año, con más de doscientos mil maravedís en cada un año de ayuda de costa; todo pagado de las rentas de la dicha tierra, aunque el dicho capitán Almagro se quede en Panamá, o en otra parte que le convenga; e le faremos home fijodalgo que goce de las honras e preeminencias que los homes fijosdalgo pueden y deben gozar en todas las Indias, Islas e Tierra Firme del mar Océano." En otro capítulo dice que los trece que se hallaron con el gobernador en el descubrimiento, que sean hidalgos notorios de solar conocido en aquellas partes, y a los que son hidalgos de ellos, que sean caballeros de espuelas doradas. Concluye la capitulación con otro capítulo por donde parece que fue fecho en Toledo a veinte y seis de julio de mil y quinientos e veinte e nueve años. Está firmada de la reina e de Juan Vázquez, su secretario, y señalada con firmas de los del consejo real de Indias. Como la capitulación se asentó, se le dio la instrucción de lo que le mandaba hacer y sus provisiones reales selladas con el sello real, y otros favores y mercedes; con que se partió de la corte, dejando esperanza de buen suceso de las tierras donde quería ir; y fue a Trujillo, donde es su patria.
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Capítulo XXVII De la villa rica de Hururo y de su descubrimiento Este asiento y villa de Hururo es otro nuevo Potosí, así en grandeza de edificio, gente y bastimento, como de riqueza, donde, en tiemp del virrey don Francisco de Toledo, se labró una mina de fundición llamada San Miguel, aunque después se despobló, que sólo quedaron allí en las fundiciones, y labrando estas minas, Sebastián Márquez y su yerno Diego de Alemán, hasta el año de mil y seiscientos y tres, que Francisco de Medrano y Diego de Medrano y Juan de Medrano, hermanos que residían en las minas de Sicasica, fueron a aquel asiento de San Miguel de Hururo, que así se llamaba, a catear los cerros, que son siete, asidos unos con otros que hacen una isla, por noticia que tenían de que había en aquellos cerros minas antiguas, labradas por los indios en tiempo del Ynga. Así descubrieron grandes montes y tierras que por azogue se beneficiaba, y asimismo descubrieron muchas vetas tapadas a manos de los indios, que destapándolas se hallaron pozos a sesenta estados y a menos, llenos de tierras ricas con que las tapaban, y así publicaron estas riquezas. Era en esta sazón Corregidor de aquella provincia de Paria don Polo Ondegardo y, dentro de un mes, le sucedió el contador Francisco Roco de Villagutierre y, como se fue publicando esta riqueza, aunque no la creían, acudieron a ella hasta diez y seis hombres, como fueron Francisco Marmolejo, Julián de la Carrera, Francisco de Tordesillas, Andrés de Cañizares, Luis Sánchez Bejarano, Gerónimo Galeazo, Francisco de Sepúlveda y otros mineros, todos de Potosí. En este tiempo gobernaba don Luis de Belasco estos Reinos, y de ahí a poco tiempo vino el conde de Monterrey. Habían ido toda esta gente limpiando la mina de Pie de Gallo y la de San Christóbal, en que se halló el metal muy rico, y con esta riqueza se avisó al Virrey, conde de Monterrey, y escribió una carta a todos los mineros que no desamparasen aquellas minas, que él les haría merced en nombre de Su Majestad, y que viendo estaba una visita que había hecho el capitán Gonzalo de Paredes Hinojosa por orden del presidente Maldonado. Murió de ahí a pocos días este virrey, y así la Audiencia de la ciudad de Chuquisaca tomó el gobierno de su Audiencia, y, entre las cosas que ordenó, mandó a don Manuel de Castro y Padilla, oidor, que fuese a Hururo y visitase aquellas minas y que, siendo tales como se decía, las poblase. Así bajó a Horuro, por agosto de mil y seiscientos y seis, y habiendo hecho visita de las minas y ensayos de los metales, y estando satisfecho de su riqueza, pobló aquel asiento y repartió solares y alzó horca y cuchillo, en nombre de Su Majestad, e hizo Cabildo y regimiento de dos Alcaldes de la Hermandad, porque ya en esta ciudad, en aquella sazón, había más de doscientas casas, y en ellas más de seiscientos hombres casados y solteros. También había religiosos de todas las órdenes y padres de la Compañía de Jesús. Así les dio cuadras y solares, donde hoy hay grandes conventos, una Iglesia Mayor y vicario, con seis clérigos y más de dos mil españoles y gran suma y multitud de indios y muchas parroquias. Hay oficiales reales, y el día que don Manuel hizo este Cabildo y pobló esta villa, le puso por nombre San Felipe de Austria, que fue día de Todos los Santos, primero de noviembre del año de míl y seiscientos y seis. Es tierra fría, aunque saludable, y han ido en tanto crecimiento sus minas que compiten con Potosí y, para haber tan poco tiempo que se fundó, es cosa admirable la población y gente que hay en ella.
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CAPÍTULO XXVII De otras ceremonias y ritos de los indios, a semejanza de los nuestros Otras innumerables ceremonias y ritos tuvieron los indios, y en muchas de ellas hay semejanza de las de la ley antigua de Moisén; en otras se parecen a las que usan los moros, y algunas tiran algo a las de la ley Evangélica, como los lavatorios u opacuna que llaman, que era bañarse en agua para quedar limpios de sus pecados. Los mexicanos tenían también sus bautismos con esta ceremonia, y es que a los niños recién nacidos les sacrificaban las orejas y el miembro viril, que en alguna manera remedaban la circuncisión de los judíos. Esta ceremonia se hacía principalmente con los hijos de los reyes y señores. En naciendo, los lavaban los sacerdotes, y después de lavados, les ponían en la mano derecha una espada pequeña, y en la izquierda una rodelilla. A los hijos de la gente vulgar les ponían las insignias de sus oficios, y a las niñas, aparejos de hilar, y tejer y labrar, y esto usaban por cuatro días, y todo esto delante de algún ídolo. En los matrimonios había su modo de contraerlos, de que escribió un tratado entero el licenciado Polo, y adelante se dirá algo, y en otras cosas también llevaban alguna manera de razón sus ceremonias y ritos. Casábanse los mexicanos por mano de sus sacerdotes, en esta forma: Poníanse el novio y la novia juntos, delante del sacerdote, el cual tomaba por las manos a los novios, y les preguntaba si se querían casar, y sabida la voluntad de ambos, tomaba un canto del velo con que ella traía cubierta la cabeza, y otro de la ropa de él, y atábalos haciendo un ñudo; y así atados, llevábanlos a la casa de ella, adonde tenían un fogón encendido, y a ella hacíale dar siete vueltas alrededor, donde se sentaban juntos los novios, y allí quedaba hecho el matrimonio. Eran los mexicanos, celosísimos en la integridad de sus esposas, tanto que si no las hallaban tales, con señales y palabras afrentosas lo daban a entender con muy grande confusión y vergüenza de los padres y parientes, porque no miraron bien por ella. Y a la que conservaba su honestidad, hallándola tal, hacían muy grandes fiestas, dando muchas dádivas a ella y a sus padres, haciendo grandes ofrendas a sus dioses, y gran banquete, uno en casa de ella y otro en casa de él. Y cuando los llevaban a su casa, ponían por memoria todo lo que él y ella traían de provisión de casas, tierras, joyas, atavíos, y guardaban esta memoria los padres de ellos, por si acaso se viniesen a descasar, como era costumbre entre ellos, y no llevándose bien, hacían partición de los bienes conforme a lo que cada uno de ellos trajo, dándoles libertad que cada uno se casase con quien quisiese, y a ella le daban las hijas y a él los hijos. Mandábanles estrechamente que no se tornasen a juntar, so pena de muerte, y así se guardaba con mucho rigor. Y aunque en muchas ceremonias parece que concurren con las nuestras, pero es muy diferente por la gran mezcla, que siempre tienen de abominaciones. Lo común y general de ellas, es tener una de tres cosas, que son o crueldad, o suciedad, u ociosidad. Porque todas ellas o eran crueles y perjudiciales, como el matar hombres y derramar sangre, o eran sucias y asquerosas, como el comer y beber en nombre de sus ídolos, y con ellos a cuestas, orinar en nombre del ídolo, y el untarse y embijarse tan feamente, y otras cien mil bajezas; o por lo menos eran vanas y ridículas, y puramente ociosas, y más cosas de niños que hechos de hombres. La razón de esto es la propria condición del espíritu maligno, cuyo intento es hacer mal, provocando a homicidios o a suciedades, o por lo menos a vanidades y ocupaciones impertinentes; lo cual echará de ver cualquiera que con atención mirare el trato del demonio con los hombres que engaña, pues en todos los ilusos se halla o todo o parte de lo dicho. Los mismos indios, después que tienen la luz de nuestra fe, se ríen y hacen burla de las niñerías en que sus dioses falsos les traían ocupados, a los cuales servían mucho más por el temor que tenían de que les habían de hacer mal si no les obedecían en todo, que no por el amor que les tenían, aunque también vivían muchos de ellos engañados con falsas esperanzas de bienes temporales, que los eternos no llegaban a su pensamiento. Y es de advertir que donde la potencia temporal estuvo más engrandecida, allí se acrecentó la superstición, como se ve en los reinos de México y del Cuzco, donde es cosa increíble los adoratorios que había; pues dentro de la misma ciudad del Cuzco pasaban de trescientos. De los reyes del Cuzco fue Mangoinga Yupangui, el que más acrecentó el culto de sus ídolos, inventando mil diferencias de sacrificios, y fiestas y ceremonias. Y lo mismo fue en México por el rey Izcoatl, que fue el cuarto de aquel reino. En esas otras naciones de indios, como en la provincia de Guatimala y en las Islas y Nuevo Reino, y provincias de Chile, y otras que eran como behetrías, aunque había gran multitud de supersticiones y sacrificios, pero no tenían que ver con lo del Cuzco y México, donde Satanás estaba como en su Roma o Jerusalén, hasta que fue echado a su pesar, y en su lugar se colocó la santa cruz, y el reino de Cristo nuestro Dios ocupó lo que el tirano tenía usurpado.
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CAPÍTULO XXVII Do se cuentan los sucesos de la batalla de Mauvila hasta el primer tercio de ella Los pocos caballeros que pudieron subir en sus caballos, de los que salieron del pueblo, con otros pocos que habían llegado de camino, descuidados de hallar batalla tan cruel, juntándose todos arremetieron a resistir el ímpetu y furia con que los indios perseguían a los españoles que peleaban a pie, los cuales, por mucho que se esforzaban, no podían hacer que los indios no los llevasen retirando por el llano adelante hasta que vieron arremeter los caballos contra ellos. Entonces se detuvieron algún tanto y dieron lugar a que los nuestros se recogiesen, y hechos dos cuadrillas, una de infantes y otra de caballos, arremetieron a ellos con tanto coraje y vergüenza de la afrenta pasada que no pararon hasta volverlos a encerrar en el pueblo. Y, queriendo entrar dentro, fue tanta la flecha y piedra que de la cerca y de sus troneras llovió sobre ellos, que les convino apartarse de ella. Los indios, viéndolos retirar, salieron con el mismo ímpetu que la primera vez. Unos por la puerta y otros derribándose por la cerca abajo, cerraron con los nuestros temerariamente hasta asirse de las lanzas de los caballeros y, mal que les pesó, los llevaron retirando más de doscientos pasos lejos de la cerca. Los españoles, como se ha dicho, se retiraban sin volver las espaldas peleando con todo concierto y buena orden, porque en ella consistía la salud de ellos, que eran pocos, y faltaban los más que habían quedado en la retaguardia, la cual aún no había llegado. Luego cargaron los nuestros sobre los enemigos y los retiraron hasta el pueblo, mas de la cerca les hacían grande ofensa, por lo cual vinieron a entender que les estaba mejor pelear en el llano, lejos del pueblo, que cerca de él. Y así, de allí en adelante, cuando se retiraban, se retiraban de industria más tierra de la que los indios les forzaban a perder por alejarlos del pueblo para que en la retirada de ellos tuviesen los caballeros más campo y lugar donde poderlos alancear. De esta suerte, acometiendo y retirándose ya los unos, ya los otros, a manera de juego de cañas, aunque en batalla muy cruel y sangrienta, y otras veces a pie quedo, pelearon indios y españoles tres horas de tiempo con muertes y heridas que unos a otros se daban rabiosamente. En estas acometidas y retiradas que así se hacían andaba a caballo a las espaldas de los españoles y a vueltas de ellos un fraile dominico llamado fray Juan de Gallegos, hermano del capitán Baltasar de Gallegos, no que pelease, sino que deseaba dar el caballo al hermano, y con este deseo daba voces diciendo que saliese a subir en el caballo. El capitán, que nunca había perdido ser de los primeros como al principio de la batalla le había cabido en suerte, no curó de responder al hermano, porque no se permitía, ni a su reputación y honra convenía, dejar el puesto que traía. En estas entradas y salidas que el buen fraile con ansia de socorrer con el caballo al hermano hacía, a una arremetida que los indios hicieron, uno de ellos puso los ojos en él y, aunque andaba lejos, le tiró una flecha al tiempo que el fraile acertaba a volver las riendas huyendo de ellos y le dio con ella en las espaldas y le hirió, aunque poco, porque traía puestas sus dos capillas y toda la demás ropa que en su religión usan traer, que es mucha, y encima de toda ella traía un gran sombrero de fieltro que, asido de un cordón al cuello, pendía sobre las espaldas. Por toda esta defensa no fue mortal la herida, que el indio de buena gana le había tirado la flecha. El fraile quedó escarmentado y se hizo a lo largo con temor no le tirasen más. Muchas heridas y muertes hubo en esta porfiada batalla, mas la que mayor lástima y dolor causó a los españoles, así por la desdicha con que sucedió como por la persona en quien cayó, fue la de don Carlos Enríquez, caballero natural de Jerez de Badajoz, casado con una sobrina del gobernador, y, por su mucha virtud y afabilidad, querido y amado de todos, de quien otra vez hemos hecho mención. Este caballero, desde el principio de la batalla, en todas las arremetidas y retiradas había peleado como muy valiente caballero y, habiendo sacado de la última retirada herido el caballo de una flecha, la cual traía hincada por un lado del pecho encima del pretal, para habérsela de sacar, pasó la lanza de la mano derecha a la izquierda y, asiendo de la flecha, tiró de ella tendiendo el cuerpo a la larga por el cuello del caballo adelante y, haciendo fuerza, torció un poco la cabeza sobre el hombro izquierdo de manera que descubrió en tan mala vez la garganta. A este punto cayó una flecha desmandada con un arpón de pedernal y acertó a darle en lo poco de la garganta que tenía descubierta y desarmada, que todo lo demás del cuerpo estaba muy bien armado, y se la cortó de manera que el pobre caballero cayó luego del caballo abajo degollado, aunque no murió hasta otro día. Con semejantes sucesos propios de las batallas peleaban indios y castellanos con mucha mortandad de ambas partes, aunque por no traer armas defensivas era mayor la de los indios. Los cuales habiendo peleado más de tres horas en el llano, reconociendo que les iba mal con pelear en el campo raso por el daño que los caballos les hacían, acordaron retirarse todos al pueblo y cerrar las puertas y ponerse en la muralla. Así lo hicieron, habiéndose apellidado unos a otros para recogerse de todas partes. El gobernador, viendo los indios encerrados, mandó que todos los de a caballo, por ser gente más bien armada que los infantes, se apeasen, y, tomando rodelas para su defensa y hachas para romper las puertas, que los más de ellos las traían consigo, acometiesen al pueblo y como valientes españoles hiciesen lo que pudiesen por ganarlo. Luego, en un punto, se formó un escuadrón de doscientos caballeros que arremetieron con la puerta y a golpe de hacha la rompieron y entraron por ella no con poco mal de ellos. Otros españoles, no pudiendo entrar por la puerta por ser angosta, por no detenerse en el campo y perder tiempo de pelear, daban con las hachas grandes golpes en la cerca y derribaban la mezcla de barro y paja que por cima tenía y descubrían las vigas atravesadas y las ataduras con que estaban atadas, y por ellas, ayudándose unos a otros, subían sobre la cerca y entraban en el pueblo en socorro de los suyos. Los indios, viendo los castellanos dentro en el pueblo, que ellos tenían por inexpugnable, y que lo iban ganando, peleaban con ánimo de desesperados así en las calles como de las azoteas que había, de donde hacían mucho daño a los cristianos. Los cuales, por defenderse de los que peleaban de los terrados, y por asegurarse de que no les ofendiesen por las espaldas, y también porque los indios no les volviesen a ganar las casas que ellos iban ganando, acordaron pegarles fuego. Así lo pusieron por la obra y, como ellas fuesen de paja, en un punto se levantó grandísima llama y humo que ayudó a la mucha sangre, heridas y mortandad que en un pueblo tan pequeño había. Los indios, luego que se encerraron en el pueblo, acudieron muchos de ellos a la casa que se había señalado para el servicio y recámara del gobernador, la cual no habían acometido hasta entonces por parecerles que la tenían segura. Entonces fueron con mucho denuedo a gozar de los despojos de ella. Mas en la casa hallaron buena defensa, porque había dentro tres ballesteros y cinco alabarderos de los de la guarda del gobernador, que solían acompañar su recámara y servicio, y un indio de los primeros que en aquella tierra habían preso, el cual era ya amigo y fiel criado y, como tal, traía su arco y flechas para cuando fuese necesario pelear contra los de su misma nación en favor y servicio de la ajena. Acertaron a hallarse asimismo en la casa dos sacerdotes, un clérigo y un fraile y dos esclavos del gobernador. Toda esta gente se puso en defensa de la casa: los sacerdotes con sus oraciones y los seglares con las armas. Y pelearon tan animosamente que no pudieron los enemigos ganarles la puerta, los cuales acordaron entrarles por el techo, y así lo abrieron por tres o cuatro partes. Mas los ballesteros y el indio flechero lo hicieron tan bien que a todos los que se atrevieron a entrar por lo destechado, en viéndolos asomar, los derribaron muertos o mal heridos. En esta animosa defensa estaban pocos españoles cuando el general y sus capitanes y soldados llegaron peleando a la puerta de la casa y retiraron de ella los enemigos, con lo cual quedaron libres los de la casa, y se salieron y fueron al campo dando gracias a Dios que los hubiese librado de tanto peligro.
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CAPÍTULO XXVII Del cuidado grande y policía que tenían los mexicanos en criar la juventud Ninguna cosa más me ha admirado ni parecido más digna de alabanza y memoria, que el cuidado y orden que en criar sus hijos tenían los mexicanos. Porque entendiendo bien que en la crianza e institución de la niñez y juventud consiste toda la buena esperanza de una república (lo cual trata Platón largamente en sus libros de legibus) dieron en apartar sus hijos de regalo y libertad, que son las dos pestes de aquella edad, y en ocupallos en ejercicios provechosos y honestos. Para este efecto había en los templos, casa particular de niños, como escuela o pupilaje, distinto del de los mozos y mozas del templo, de que se trató largamente en su lugar. Había en los dichos pupilajes o escuelas, gran número de muchachos, que sus padres voluntariamente llevaban allí, los cuales tenían ayos y maestros que les enseñaban e industriaban en loables ejercicios: a ser bien criados, a tener respeto a los mayores, a servir y obedecer, dándoles documentos para ello; para que fuesen agradables a los señores, enseñábanles a cantar y danzar, industriábanlos en ejercicios de guerra, como tirar con flecha, fisga o vara tostada, a puntería, a mandar bien una rodela y jugar la espada. Hacíanles dormir mal y comer peor, porque desde niños se hiciesen al trabajo y no fuese gente regalada. Fuera del común número de estos muchachos, había en los mismos recogimientos otros hijos de señores y gente noble, y éstos tenían más particular tratamiento; traíanles de sus casas la comida; estaban encomendados a viejos y ancianos que mirasen por ellos, de quien continuamente eran avisados y amonestados a ser virtuosos y vivir castamente, a ser templados en el comer, y a ayunar, a moderar el paso, y andar con reposo y mesura. Usaban probarlos en algunos trabajos y ejercicios pesados. Cuando estaban ya criados, consideraban mucho la inclinación que en ellos había: el que veían inclinado a la guerra, en teniendo edad le procuraban ocasión en que proballe: a los tales, so color de que llevasen comida y bastimentos a los soldados, los enviaban a la guerra, para que allá viesen lo que pasaba y el trabajo que se padecía, y para que así perdiesen el miedo; muchas veces les echaban unas cargas muy pesadas, para que mostrando ánimo en aquello, con más facilidad fuesen admitidos a la compañía de los soldados. Así acontecía ir con carga al campo, y volver capitán con insignia de honra; otros se querían señalar tanto, que quedaban presos o muertos, y por peor tenían quedar presos, y así se hacían pedazos por no ir cautivos en poder de sus enemigos. Así que los que a esto se aplicaban, que de ordinario eran los hijos de gente noble y valerosa, conseguían su deseo. Otros que se inclinaban a cosas del templo y por decirlo a nuestro modo a ser eclesiásticos, en siendo de edad los sacaban de la escuela, y ponían en los aposentos del templo, que estaban para religiosos, poniéndoles también sus insignias de eclesiásticos, y allí tenían sus perlados y maestros que les enseñaban todo lo tocante a aquel ministerio, y en el ministerio que se dedicaban, en él habían de permanecer. Gran orden y concierto era este de los mexicanos, en criar sus hijos, y si agora se tuviese el mismo orden en hacer casas y seminarios donde se criasen estos muchachos, sin duda florecería mucho la cristiandad de los indios. Algunas personas celosas lo han comenzado, y el Rey y su Consejo han mostrado favorecerlo; pero como no es negocio de interés, va muy poco a poco y hácese fríamente. Dios nos encamine para que siquiera nos sea confusión lo que en su perdición hacían los hijos de tinieblas, y los hijos de luz no se queden tanto atrás en el bien.
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Capítulo XXVII Que trata de la allegada del campo al valle de Mapocho y de lo que le sucedió Llegado que fue al valle de Mapocho y allegado a la orilla del río que por este valle va, repartió la gente que traía en cuatro partes y a cada una parte dio un caudillo. Mandó a la una parte que guardasen el fardaje y lo tuviesen a buen recaudo. Este sitio por donde este río corre no se puede decir valle al respecto de los que habemos dicho. Por cuanto desde el valle de Combambalá, que es un puerto que el invierno está nevado, que es un gajo de la cordillera que desciende de este a oeste, divide esta tierra en dos partes: la parte de hasta aquí está una llanura entre la cordillera nevada y otra cordillera de pequeñas sierras que va cercana a la mar. En éste hay valles habitables. La cual cordillera que va junto a la mar, viene también e corre dende los reinos del Pirú. Puesto que esta tierra sea doblada, hay muy grandes llanos. Allegado el general al valle de Chile asentó su campo en un llano, y hechas cuatro partes su gente como tengo dicho, mandó el general a los caudillos de las tres partes que corriesen aquel llano grande cada cuadrilla con su cuadrilla por su parte, y fuesen por todas partes, porque los indios huían de una parte a otra con temor de los cristianos. Topaban en cualquiera parte con los cristianos y a esta causa creyeron que había muchos cristianos que habían venido y estaban en la tierra. En este ejercicio pasaron veinte días en los cuales envió el general mensajeros a los caciques y gente que viniese de paz. Incomportable fue la hambre que en estos veinte días padeció el campo por hacer esta diligencia importante, pues ya pasados estos días que habemos dicho, vinieron de paz el cacique Quilicanta y el otro cacique que arriba dijimos que se dice Atepudo. Estos caciques hacían la guerra al cacique Michimalongo antes que nosotros entrásemos en la tierra. Tenían gran diferencia entre estos cuatro señores. Vinieron otros once caciques de la comarca, los más cercanos, que eran amigos y allegados de aquellos dos caciques, mayormente del Quilicanta. Por ser valeroso y ser uno de los ingas del Pirú estaba puesto por el Inga en esta tierra por gobernador. Y estando este inga en esta tierra cuando vino el adelantado don Diego de Almagro y él le sirviese y se le diese por amigo, fue esta amistad parte que él fuese enemistado de los caciques e indios como muchas veces suele acaecer. Era principalmente adverso suyo Michimalongo, el cual le quiso matar. Viendo el Quilicanta la enemistad que le tenían y le mostraban, ajuntó a todos sus amigos y vínose a poblar al valle y río de Mapocho, y de allí les hacía la guerra a los caciques Michimalongo y Tanjalongo, la cual tenían muy trabada cuando el general allegó con los cristianos a esta tierra. Los caciques salidos de paz, el general los juntó y les habló, haciéndoles saber a lo que venía, y que si daban la obediencia a Su Majestad y servían a los cristianos, como hacían los caciques e indios del Pirú, que ellos y sus mujeres e hijos e indios serían bien tratados y mantenidos en paz y quietud y justicia, y que supiesen que no se habían de rebelar contra los cristianos, a pena que si acaso se rebelasen y quebraban de lo que prometían y no obedecían a los mandamientos reales, serían muy bien castigados como hombres rebeldes. Lo cual les dio bien a entender con un indio que sabia y entendía muy bien la lengua, y el mismo Inga Quilicanta por ser del Cuzco. A lo cual respondió él por todos, que él había venido con todos aquellos caciques e indios a dar la obediencia a Su Majestad, y servir a los cristianos, y que así lo harían de allí en adelante sin faltar punto. Viendo el general los negocios en este término, se informó del temple de aquella tierra, y los indios le dijeron cómo hacía invierno y verano, y que el invierno venía cerca e que llovía mucho. Luego mandó el general a los españoles que hiciesen casas en que se guareciesen del invierno, porque no pereciesen ellos y su servicio e caballos. E luego mandó a los caciques que con su gente por sus mitas les ayudasen a hacer las casas. Llaman mita mudarse los indios de a ocho a ocho. Lo primero que se hizo fue una iglesia en que se decía misa. Dioles más el general a entender a estos caciques y gente que aquélla era casa de Dios, criador de nosotros y de ellos y de todo lo criado en los cielos y en la tierra y en el mar. Y cómo este Dios y señor nuestro es el que gobierna todo lo criado, y es el que vive y reina y ha reinado desde el principio del mundo e reinara para siempre sin fin. Dioles más a entender que a quien le sirve y guarda y cumple sus mandamientos le da la vida eterna, recibiendo agua de bautismo, y el que no creyere ni recibiere ni cumpliere sus mandamientos, recebirá pena perdurable sin fin. Habiéndoles dado a entender todo lo dicho, de suerte que tenían los corazones asentados y apaciguados, porque los indios de cualquier parte de Indias, puesto que sean los más de ellos animosos, que se hayan visto con españoles, en viéndolos, los temen y cometen lo que cualquier animal indómito y silvestre comete, que es apartarse de la presencia de la tal compañía nunca de ellos jamás vista, sobresaltando su corazón, cometiendo la huida y engendrando odio y rencor, como personas salvajes, y en fin, nacidos y criados en pecado. Y a los tales conviene hablarles palabras de seguridad y con amor, halagándolos, mostrándoles el camino por donde han de seguirse, y ellos seguros y asosegados con lo que se les ha dicho. Respondieron los más principales, y dijeron que ya sabían y tenían noticia por dicho de sus antepasados, que "por esta tierra anduvo antiguamente un hombre de vuestra estatura y con la barba crecida como algunos de vosotros", y que lo que este hombre hacía era curar y sanar los enfermos, lavándolos con agua, que hacía llover y criar los maíces y sementeras, y que cuando caminaba por las sierras nevadas, encendía lumbre con sólo el soplo, y hablaba generalmente en sus lenguas y lenguajes a todos, y les daba a entender cómo en lo alto de los cielos estaba el criador de todas las cosas, y que hacía vivir a todas la criaturas, y que tenía allá arriba mucha cantidad de buenos hombres y buenas mujeres. Y de estas cosas les decía. E que pasado cierto tiempo se salió de esta tierra y se fue hacia el Pirú. Y pasado cierta cantidad de tiempo y años vinieron los ingas, grandes señores del Pirú, y conquistaron con mucha gente esta tierra. Y que estas gentes les administraron y mandaron siguiesen sus ritos y ceremonias, idolatrasen como ellos lo tenían de costumbre, adorando el sol y las piedras grandes a que llaman guacas. Y que de esta suerte se pervertieron, puesto que tampoco tomaron lo uno como lo otro, porque ellos no estaban tan arraigados en la predicación y santa dotrina que aquel santo hombre les predicaba, al cual creemos ser apóstol, pues predicaron por todo el universo. También tengo entendido, según de estas gentes bárbaras conozco ser tan indómitas y no bien inclinadas, que viendo aquel santo varón que su santa dotrina y predicación no hacía impresión sus empedernidos corazones, acordaría salirse de estas provincias e irse a las del Pirú, donde es cierto que en el Pirú en un ... El folio número veintiuno que contiene el final del capítulo XXVII, todo el siguiente y gran parte del XXIX, se ha perdido y no figura con el resto del manuscrito.