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CAPÍTULO XXV Del espacioso rendirse de los indios vencidos y de la constancia de siete de ellos Por mucho que los castellanos afligieron los indios que estaban en la laguna, no pudieron hacer tanto que ellos no mostrasen el ánimo y esfuerzo que tenían, que, aunque reconocían el trabajo y peligro en que estaban, sin esperanza de ser socorridos, elegían por menos mal la muerte que mostrar flaqueza en aquella adversidad. Con esta pertinacia se estuvieron hasta las doce de la noche, que no hubo alguno de ellos que quisiese rendirse, y habían pasado catorce horas de tiempo que estaban en el agua. De allí adelante, por las muchas persuasiones de Juan Ortiz y de los cuatro indios intérpretes, que con él estaban, y por las promesas y juramentos que les hacían asegurándoles las vidas, empezaron a salir los más flacos, a darse de uno en uno y de dos en dos, tan remisamente que, cuando amaneció, no había cincuenta indios rendidos. Por la persuasión de éstos, viendo los que quedaban en el agua que no los habían muerto ni hecho otro mal, antes, como ellos decían, los trataban bien, se dieron en mayor número, aunque con tanta dilación y tan por fuerza que muchos cerca de la orilla se volvían a lo fondo de la laguna, mas el amor de la vida volvía a sacarlos de ella. De esta manera anduvieron recelando la salida y el rendirse hasta las diez del día. Entonces se dieron juntos los que habían quedado, que serían como doscientos hombres, habiendo pasado veinte y cuatro horas de tiempo que habían andado nadando en el agua. Era gran lástima verlos salir medio ahogados, hinchados de la mucha agua que habían bebido, traspasados del trabajo, hambre y cansancio y falta de sueño que habían padecido. Solos siete indios quedaron en la laguna, tan pertinaces y obstinados que ni los ruegos de las lenguas intérpretes, ni las promesas del gobernador, ni el ejemplo de los que se habían rendido fueron parte para que ellos hiciesen lo mismo, antes parecía que mostraban haber cobrado el ánimo, que los demás habían perdido y querían morir y no ser vencidos. Y así, esforzándose como mejor pudieron, respondieron a lo que les decían que ni querían sus promesas, ni temían sus amenazas ni la muerte. Con esta constancia y fortaleza estuvieron hasta las tres de la tarde, y estuvieran hasta acabar la vida, sino que a aquella hora, pareciéndole al gobernador inhumanidad dejar perecer hombres de tanta magnanimidad y virtud, que aun en los enemigos nos enamora, mandó a doce españoles grandes nadadores que, llevando las espadas en las bocas a imitación de Julio César en Alejandría de Egipto y de los pocos españoles que, haciendo otro tanto en el río Albis, vencieron al duque de Sajonia y a toda su liga, entrasen en la laguna y sacasen los siete valerosos indios que en ella estaban. Los nadadores entraron en el agua asiéndolos, cuál por pierna, brazo o cabellos, los sacaron arrastrando hasta echarlos en tierra más ahogados que vivos, que casi no sentían de sí. Quedaron tendidos en el arena tales cuales se puede imaginar estarían hombres que había casi treinta horas que, sin haber puesto los pies en tierra (a lo que pareció), ni haber recibido otro algún alivio, habían andado contrastando con el agua. Hazaña por cierto increíble y que yo no osara escribirla, si la autoridad de tantos caballeros y hombres grandes que, en Indias y en España, hablando de ella y de otras que en este descubrimiento vieron, no me la certificaran, sin la autoridad y verdad del que me dio la relación de esta historia, que en toda cosa es digno de fe. Y porque nombramos al río Albis, será razón no pasar adelante sin referir un dicho muy católico que el maese de campo Alonso Vivas (hermano del buen doctor Luis Vivas), a cuyo cargo quedó la guarda de la persona del duque de Sajonia, dijo después de aquella rota. Y fue que, hablándose un día delante de aquel grosísimo y fiero sajón de muchos milagros que las imágenes de Nuestra Señora en diversas partes del mundo habían hecho, el duque (como hombre atosigado de las herejías de Martín Lutero) dijo estas palabras: "En una villa de las mías había una imagen de María, y decían que hacía milagros. Yo la hice echar en el río Albis, mas no hizo milagro alguno." El maese de campo, lastimado de tan malas palabras, salió con gran presteza y dijo: "¿Qué más milagro queréis, duque, que haberos perdido vos en ese mismo río de la manera que os perdisteis, tan en contra de vuestras esperanzas y las de toda vuestra liga?" El duque bajó el rostro hasta hincar la barba en el pecho, y no la alzó más en todo aquel día ni salió de su aposento en otros tres, de corrido y avergonzado de que el católico español hubiese convencido su infidelidad y su herejía, probando haber hecho aquella imagen de Nuestra Señora milagro en su misma persona y haberlo él experimentado en su propio daño. Este cuento y otros muchos de aquellos tiempos y de otros más atrás y más adelante, me contó don Alonso de Vargas, mi tío, que se halló presente a él y sirvió en toda aquella jornada de Alemania con oficio de sargento mayor con un tercio de españoles, llamándose Francisco de Plasencia, y después fue capitán de caballos. Los españoles, movidos de lástima y compasión del trabajo que los siete indios pasaron en el agua y admirados de la fortaleza y constancia de ánimo que mostraron, los llevaron a su alojamiento y los hicieron todos los beneficios posibles para revocarlos a esta vida, con los cuales, y con su buen ánimo, volvieron en sí en toda la noche siguiente, que, según escaparon los tristes, fue menester todo este tiempo. Venida la mañana, el gobernador mandó llamarlos, y, con muestra de enojo, mandó preguntarles la causa de su pertinacia y rebeldía, que, viéndose cuáles estaban y sin esperanza de socorro, no quisiesen rendirse como lo habían hecho los demás sus compañeros. Los cuatro de ellos eran hombres de a treinta y cinco años, poco más o menos; respondieron, hablando a veces ya el uno ya el otro y tomando éste la razón donde aquél, por turbarse y no acertar a salir con ella, la dejaba. Otras veces ayudaba uno de los que callaban con la palabra que el que iba hablando no acertaba a decir, que es estilo de los indios ayudarse unos a otros en los razonamientos que tienen con personas graves ante quien temen turbarse. Guardando, pues, su estilo, estos cuatro indios respondieron al gobernador muchas y largas razones por las cuales, en suma, se entendió que habían dicho lo siguiente: que bien habían visto el peligro en que estaban de perder sus vidas, y la desconfianza que tenían de ser socorridos, mas que, con todo eso, les había parecido, y lo tenían por cosa muy cierta, que en ninguna manera cumplían, en rendirse, con la obligación de los oficios y cargos militares que ejercitaban, porque, habiendo sido elegidos en la prosperidad por su príncipe y señor, honrados y aventajados con nombres e insignias de capitanes, porque los tuvo por hombres de fortaleza, ánimo y constancia, era justo que en la adversidad satisficieran a la obligación de los oficios y mostraran no haber sido indignos de ellos y dieran a entender a su curaca y señor no haberse engañado en la elección que de ellos había hecho. Querían, asimismo, demás de haber cumplido con las obligaciones militares y con lo que a su señor debían, dejar ejemplo a sus hijos y sucesores, y a todos los soldados y hombres de guerra, cómo se hubiesen de haber en casos semejantes, principalmente los puestos y constituidos por capitanes y superiores de otros, cuyos hechos de ánimo y fortaleza, o de flaqueza y cobardía, eran más notados para los honrar o vituperar que los de la gente plebeya, soez y baja que no tenían honra ni cargo con quien cumplir. Por todo lo cual, con haber pasado lo que su señoría había visto, en haber quedado con las vidas no quedaban satisfechos que hubiesen hecho el deber ni cumplido con las obligaciones de capitán y caudillo. Por tanto, fuera para ellos mayor merced y honra haberlos dejado morir en la laguna que no haberles dado la vida. Y así, no dejando de reconocer el beneficio que les había hecho, suplicaban a su señoría mandase quitársela, porque con grandísima vergüenza y afrenta vivirían en el mundo y jamás osarían parecer ante su señor Vitachuco que tanto los había honrado y estimado, si no morían por él.
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CAPÍTULO XXV Del chicozapote, y de las anonas y de los capolíes Algunos encarecedores de cosas de Indias, dijeron que había una fruta que era carne de membrillo, y otra que era manjar blanco, porque les pareció el sabor digno de estos nombres. La carne de membrillo o mermelada (si no estoy mal en el cuento), eran los que llaman zapotes o chicozapotes, que son de comida muy dulce y la color tira a la de conserva de membrillo. Esta fruta decían algunos criollos (como allá llaman a los nacidos de españoles en Indias), que excedía a todas las frutas de España. A mí no me lo parece: de gustos dicen que no hay que disputar, y aunque lo hubiera, no es digna disputa para escribir. Danse en partes calientes de la Nueva España estos chicozapotes. Zapotes que no creo difieren mucho he yo visto de Tierrafirme; en el Pirú no sé que haya tal fruta. Allá el manjar blanco es la anona o guanábana, que se da en Tierrafirme. Es la anona del tamaño de pera muy grande, y así algo ahusada y abierta; todo lo de dentro es blando y tierno como manteca y blanco y dulce, y de muy escogido gusto. No es manjar blanco, aunque es blanco manjar, ni aún el encarecimiento deja de ser largo, bien que tiene delicado y sabroso gusto, y a juicio de algunos es la mejor fruta de Indias. Tiene unas pepitas negras en cuantidad. Las mejores de éstas que he visto, son en la Nueva España, donde también se dan los capolíes, que son como guindas, y tienen su hueso, aunque algo mayor, y la forma y tamaño es de guindas, y el sabor bueno, y un dulce agrete. No he visto capolíes en otra parte.
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Capítulo XXV De los ritos que guardaban estos indios con los difuntos Tuvieron por cierto los indios que las ánimas vivían después desta vida, y que los buenos tenían descanso y holganza, y los malos dolor y pena, pero nunca llegó a su entendimiento este descanso y pena dónde había de ser, ni en qué lugar lo habían de tener, ni tampoco alcanzaron que los cuerpos hubiesen de resucitar con las almas, y a esta causa tuvieron grandísima diligencia en honrar los cuerpos de los difuntos y de guardarlos y honrarlos. El vulgo ignorante entendió que las comidas y bebidas, y ropas ricas que ponían a los difuntos, se aprovechaban de ellas en esotra vida y los sustentaba y libraba de trabajos, aunque los Yngas y algunos que alcanzaron más deste negocio, no creyeron esto. Tuvieron otro error, entendiendo comúnmente que a los que Dios en esta vida había dado prosperidades, riquezas y descanso los tenía por amigos y así en la otra vida también se los daba, y deste error y engaño procedió en ellos hacer tanta honra, y venerar con tanto cuidado, a los señores ricos y poderosos, aun después que habían muerto. Por el contrario, a los viejos, pobres y enfermos, teniéndolos por desechados de Dios, los despreciaban y no hacían caudal de ellos. En el día de hoy dura, de manera que aunque sea curaca e indio principal, si es pobre, viejo o enfermo no lo respetan, antes lo desechan. A los cuerpos de los difuntos tuvieron siempre, sus descendientes, hijos y nietos y los demás, suma veneración y respeto y ponían mucha diligencia en que se conservase, y para esto les ponían ropa y comidas y hacían sacrificios. Especialmente a los señores e Yngas ponían una infinita suma de ministros, criados y sirvientes, los cuales sólo entendían en sus sacrificios y honrra. Todos los Yngas, en su vida, tenían cuidado en hacer una estatua suya, que representaba su persona, llamada huaoqui, a la cual los indios ordenaban grandes fiestas. El día que el Ynga moría, ninguna cosa de sus tesoros e riquezas, vajilla, cántaros de oro y plata y ropa, heredaba su hijo, el que le sucedía en su Reyno, pero todo se aplicaba, y daba desde luego, para los sacrificios, servicio y sustento de sus criados. El día que moría mataban las mujeres a quien él había tenido cuando vivía más afición y amor, y los criados o oficiales con quien más familiarmente había tratado, para que éstos le fuesen a la otra vida, a servir y asistir cerca de su persona. Refieren que cuando murió Huaina Capac, penúltimo Ynga deste Reino, mataron más de mil personas para este efecto. Primero que las matasen comían y bebían y cantaban y bailaban. Los cuerpos destos Yngas, y de sus mujeres, embalsamaban enteros, de suerte que duraban sin corromperse doscientos años y más. Sacrificábanles mil diferencias de cosas, particularmente niños, y de su sangre, hacían una raya de oreja a oreja en el rostro del difunto. Esta superstición ha cesado después que se descubrieron los cuerpos de estos difuntos, pero no del todo el procurarles comida y bebidas y vestidos, aunque poco a poco se va olvidando. Los entierros de la gente común se hacían por la mayor parte en el campo, en lugares altos y donde corriese aire. Cuando los enterraban solían a muchos ponerles en las manos, en la boca, en el seno y otras partes, oro y plata y vestirles las ropas nuevas y, dentro, otras dobladas y chuspas calzado y llautos, y en las endechas y cantos referían las cosas que hicieron notables, y las de sus antepasados. Acostumbraban dar de comer y beber al tiempo del entierro de los difuntos, y el beber era con un canto triste y lamentable, y en estas ceremonias de las exequias gastaban algunos días. Tenían otro error, que las ánimas andaban vagas y solitarias y padecían hambre, sed, y frío y cansancio, y que las cabezas de los difuntos, o sus fantasmas, andaban visitando sus hijos y parientes y otras personas conocidas, en señal que han de morir presto o les ha de suceder algún mal. Por esta causa ofrecían en las sepulturas cosas de comer y beber, y vestidos, y los hechiceros solían, y aún ahora lo hacen, aunque con grandísimo secreto, sacar los difuntos los dientes y cortarles los cabellos y las uñas, para hacer con ellas diversas hechicerías, como en España y otras partes lo acostumbran hacer las viejas hechiceras. Aun en los principios que se iba plantando la fe y religión christiana entre ellos, aunque traían los difuntos a enterrar en las iglesias y cementerios, después de noche volvían y los desenterraban secretamente, sin que llegase a noticia e sus curas, y los llevaban a sus huacas, o a los cerros y pampas donde estaban sus antepasados y en las sepulturas antiguas, o en las casas de los difuntos, y allí los guardaban para darles a su tiempo de comer y beber; y entonces, haciendo juntas de sus parientes y amigos, bailaban y danzaban con gran fiesta y borrachera. Pero estas ceremonias y ritos, como los curas y ministros reales han tenido cuidado de castigarlas, y las han inquirido, han cesado del todo y cada día se van desarraigando de ellos y poniéndolas en olvido, y asentándose en sus corazones las ceremonias saludables, y verdaderas de que usa la Santa madre Iglesia Romana, y van frecuentando por sus difuntos los sufragios con que les dan verdaderas ayudas a los que están en las penas del purgatorio.
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En que se cuenta lo que más pasó con los indios Conocido por los indios el tiempo, iban en seguimiento de su venganza, y así buscaban a nuestra gente cada día trayendo paveses, pensando librarse del arcabuz, como nuestras rodelas se defendían de sus flechas. Estaban muy escarmentados, y así con esta rabia por entre las ramas y árboles nos flechaban, tirando al rostro y piernas, porque las veían desarmadas: y los soldados se tenían la culpa, porque tomaban sus flechas y daban con ellas en las rodelas de punta y en las otras armas duras, para darles a entender como no les hacían mal; pero ellos decían que diesen con ellas en los ojos o piernas; y como no querían, entendían el secreto y siempre tiraban a estos dichos dos lugares. Visto por el general don Lorenzo que nos venían a casa a buscar, mandó a un soldado que con otros doce fuese a hacer mal al pueblo de Malope, entendiendo ser suyos los que hacían daño. Quemaron el pueblo, y se volvieron habiendo sus moradores huido al monte. En cuanto esto pasó, los indios más vecinos al campo estaban dando muchos gritos, y no faltara quien les ayudara a dar más diciendo: --Miren y vean cual se está abrasando el pueblo de Malope, y vean el sentimiento que aquella gente está mostrando. Llamáronles del campo con una banderilla de paz (que también la usan ellos). Llegáronse más un poco, y el general salió a hablallos, llevando al piloto mayor consigo, y que a sus espaldas fuesen seis arcabuceros para lo que pudiese suceder; mas los indios, como viesen arcabuceros, iban dando pasos atrás, y con las manos daban a entender no llegasen. Mandólos el general quedar; y acariciándolos, les dijo: que éramos amigos suyos; y que ¿cómo ya no nos traían de comer como solían? Y ellos, por señas, se quejaban diciendo que si éramos amigos, ¿cómo los mataban, estando en paz? Y luego dijeron: --Malope, Malope, amigos pu (que así llamaban al arcabuz), dando a entender, que si tan amigos éramos de Malope, ¿cómo le habíamos muerto con el arcabuz, y agora le estaban quemando el pueblo? Y lo mostraban con el dedo. Dijo el general que ya los que habían hecho el daño estaban muertos y enviado una cabeza a su pueblo en castigo de lo que hicieron. Preguntaron por el jauriqui, que era el adelantado, y fueles dicho que estaba en el pueblo. Díjoles don Lorenzo que trujesen de comer: y ellos lo hicieron así, viniendo el siguiente día y los demás con la ofrenda acostumbrada. Estos indios me parecieron de buena ley y fáciles de atraer a paz, y ésta guardaron enteramente estando della. Paréceme que la guerra nosotros se la dábamos a ellos; y ellos a nosotros la hacienda: y todo el tiempo que estuvieron de quiebra hubo grande necesidad para buscar de comer. Esta falta suplió la harina que del Perú se había llevado, que fue la vida de esta jornada.
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CAPÍTULO XXV De algunos trances de armas que acaecieron en Apalache, y de la fertilidad de aquella provincia Pocos días después del mal lance de Diego de Soto y Diego Velázquez sucedió otro no mejor, y fue que dos portugueses, el uno llamado Simón Rodríguez, natural de la villa de Marván, y el otro Roque de Yelves, natural de Yelves, salieron en sus caballos fuera del pueblo a coger fruta verde, que la había en los montes cerca del pueblo, y, pudiéndola coger de encima de los caballos de las ramas bajas, no quisieron sino apearse y subir en los árboles y coger de las ramas altas por parecerles que era la mejor. Los indios, que no perdían ocasión que se les ofreciese para poder matar o herir a los castellanos, viendo los dos españoles portugueses subidos en los árboles, salieron a ellos. Roque de Yelves, que los vio primero que su compañero, dando arma, se echó del árbol abajo y fue corriendo a tomar su caballo. Un indio de los que iban tras él le tiró una flecha con un arpón de pedernal y le dio por las espaldas y le pasó a los pechos una cuarta de flecha, de que cayó en el suelo sin poderse levantar. A Simón Rodríguez no dejaron bajar del árbol sino que lo flecharon encima de él como si fuera alguna fiera encaramada y, atravesado con tres flechas de una parte a otra, lo derribaron muerto, y apenas hubo caído cuando le quitaron la cabeza, digo todo el casco en redondo (que no se sabe con qué maña lo quitan con grandísima facilidad), y lo llevaron para testimonio de su hecho. A Roque de Yelves dejaron caído sin quitarle el casco porque el socorro de los españoles a caballo, por ser la distancia breve, iba tan cerca que no dio lugar a los indios a que se lo quitasen; el cual en pocas palabras contó el suceso y pidiendo confesión expiró luego. Los dos caballos de los portugueses, con el ruido y sobresalto de los indios, huyeron hacia el real; los españoles que iban al socorro los cobraron y hallaron que uno de ellos traía en una pospierna una gota de sangre, y lo llevaron a un albéitar que lo curase, el cual, habiendo visto que la herida no era mayor que la de una lanceta, dijo que no había allí qué curar; el día siguiente amaneció el caballo muerto. Los castellanos, sospechando hubiese sido herida de flecha, lo abrieron por la herida y, siguiendo la señal de ella por el largo del cuerpo, hallaron una flecha que, habiendo pasado todo el muslo y las tripas y asadura, estaba metida en lo hueco del pecho, que para salir al pretal no le faltaba por pasar cuatro dedos de carne. Los españoles quedaron admirados, pareciéndoles que una pelota de arcabuz no pudiera pasar tanto. Cuéntanse estas particularidades, aunque de poca importancia, porque acaecieron en este alojamiento, y por la ferocidad de ellas, que es de notar, y, porque es ya razón que concluyamos con las cosas acaecidas en el pueblo principal de Apalache, decimos en suma (porque contarlas todas sería cosa muy prolija), que los naturales de esta provincia, todo el tiempo que los españoles estuvieron invernando en su tierra, se mostraron muy belicosos y solícitos, y que tenían cuidado y diligencia de ofender a los castellanos sin perder ocasión ni lance, por pequeño que fuese, donde pudiesen herir o matar a los que del real se desmandaban, aunque fuese muy poco trecho. Alonso de Carmona, en su Peregrinación, nota particularmente la ferocidad de los indios de la provincia de Apalache, de los cuales dice estas palabras que son sacadas a la letra: "Estos indios de Apalache son de gran estatura y muy valientes y animosos, porque como se vieron y pelearon con los pasados de Pánfilo de Narváez y les hicieron salir de la tierra, mal que les pesó, veníansenos cada día a las barbas y cada día teníamos refriegas con ellos, y, como no podían ganar nada con nosotros a causa de ser nuestro gobernador muy valiente, esforzado y experimentado en guerra de indios, acordaron de andarse por el monte en cuadrillas, y, como salían los españoles por leña y la cortaban en el monte, al sonido de la hacha acudían los indios y mataban los españoles y soltaban las cadenas de los indios que llevaban para traerla a cuestas y quitaban al español la corona, que era lo que ellos más preciaban, para traerla al brazo del arco con que peleaban, y, a las voces que daban y arma que decían, acudíamos luego y hallábamos hecho el mal recaudo, y así nos mataron a más de veinte soldados, y esto fue en muchas veces. Y acuérdome que un día salieron del real siete de a caballo a ranchear, que es buscar alguna comida y matar algún perrillo para comer, que en aquella tierra usábamos todos y nos teníamos por dichosos el día que nos cabía parte de alguno y aún no había faisanes que mejor nos supiesen, y andando buscando estas cosas toparon con cinco indios, los cuales los aguardaron con sus arcos y flechas e hicieron una raya en la tierra y les dijeron que no pasasen de allí porque morirían todos. Y los españoles, como no saben de burlas, arremetieron con ellos, y los indios desembrazaron sus arcos y mataron dos caballos e hirieron otros dos y a un español hirieron malamente; y los españoles mataron uno de los indios y los demás escaparon por sus pies, porque verdaderamente son muy ligeros y no les estorban los aderezos de las ropas, antes les ayuda mucho el andar desnudos." Hasta aquí es de Alonso de Carmona. Sin la vigilancia contra los desmandados, la tenían también contra todo el ejército, inquietándolo con armas y rebatos que de día y de noche le daban, sin querer presentar batalla de gente junta en escuadrón formado sino con asechanzas, escondiéndose en las matas y montecillos por pequeños que fuesen y, donde menos se pensaba que pudiesen estar, de allí salían como salteadores a hacer el daño que podían. Y esto baste cuanto a la valentía y ferocidad de los naturales de la provincia de Apalache. De cuya fertilidad también hemos dicho que es mucha, porque es abundante de zara o maíz y otras muchas semillas de frisoles y calabaza (que en lengua del Perú llaman zapallu), y otras legumbres de diversas especies, sin las frutas que hallaron de las de España, como son ciruelas de todas maneras, nueces de tres suertes, que la una de ellas es toda aceite, bellota de encina y de roble en tanta cantidad que se queda caída a los pies de los árboles de un año para otro porque, como estos indios no tienen ganado manso que la coma, ni ellos la han menester, la dejan perder. En conclusión, para que se vea la abundancia y fertilidad de la provincia de Apalache, decimos que todo el ejército de los españoles con los indios que llevaban de servicio, que por todos eran más de mil y quinientas personas y más de trescientos caballos, en cinco meses, y más, que estuvieron invernando en este alojamiento, se sustentaron con la comida que al principio recogieron, y, cuando la habían menester, la hallaban en los pueblos pequeños de la comarca en tanta cantidad que nunca se alejaron legua y media del pueblo principal para la traer. Sin esta fertilidad de la cosecha tiene la tierra muy buena disposición para criarse en ella toda suerte de ganados, porque tiene buenos montes y dehesas con buenas aguas, ciénagas y lagunas con mucha juncia y anea para ganado prieto que se cría muy bien con ella y comiéndola no han menester grano. Y esto baste para la relación de lo que hay en esta provincia y de sus buenas partes, que una de ellas es poderse criar en ella mucha seda por la abundancia que tiene de morales; tiene también mucho pescado y bueno. FIN DEL LIBRO SEGUNDO
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Cómo el gobernador rompió los enemigos Rompidos y desbaratados los indios, y yendo en su seguimiento el gobernador y su gente, uno de a caballo que iba con el gobernador, que se halló muy junto a un indio de los enemigos, el cual indio se abrazó al pescuezo de la yegua en que iba el caballero, y con tres flechas que llevaba en la mano dio por el pescuezo a la yegua, que se lo pasó por tres partes, y no lo pudieron quitar hasta que allí lo mataron; y si no se hallara presente el gobernador, la victoria por nuestra parte estuviera dudosa. Esta gente de estos indios son muy grandes y muy ligeros; son muy valientes y de grandes fueras; viven gentílicamente, no tienen casas de asiento, mantiénense de montería y de pesquería; ninguna nasción los venció si no fueron españoles. Tienen por costumbre que si alguno los venciese, se les darían por esclavos. Las mujeres tienen por costumbre y libertad que si a cualquier hombre que los suyos hobieren prendido y captivado, queriéndolo matar, la primera mujer que lo viera lo liberta, y no puede morir ni menos ser captivo; y queriendo estar entre ellos el tal captivo, lo tratan y quieren como si fuese de ellos mismos. Y es cierto que las mujeres tienen más libertad que la que dio la reina doña Isabel, nuestra señora, a las mujeres de España; y cansado el gobernador y su gente de seguir al enemigo, se volvió al real, y recogida la gente con buena orden, comenzó a caminar, volviéndose a la ciudad de la Ascensión; e yendo por el camino, los indios guaycurúes por muchas veces los siguieron y dieron arma lo cual dio causa a que el gobernador tuviese mucho trabajo en traer recogidos los indios que consigo llevó, porque no se los matasen los enemigos que habían escapado de la batalla; porque los indios guaraníes que habían ido en su servicio tienen por costumbre que, en habiendo una pluma o una flecha o una estera de cualquiera de los enemigos, se vienen con ella para su tierra solos, sin aguardar otro ninguno; y así acontesció matar veinte guaycurúes a mil guaraníes, tomándolos solos y dividos; tomaron en aquella jornada el gobernador y su gente hasta cuatrocientos prisioneros, entre hombres y mujeres y mochachos, y caminando por el camino, la gente de a caballo alancearon y mataron muchos venados, de que los indios se maravillaban mucho de ver que los caballos fuesen tan ligeros que los pudiesen alcanzar. También los indios mataron con flechas y arcos muchos venados; y a hora de las cuatro de la tarde vinieron a reposar debajo de unas grandes arboledas, dondo dormieron aquella noche, puestas centinelas y a buen recaudo.
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Cómo Cortés se hizo a la vela con toda su compañía de caballeros y soldados para la isla de Cozumel, y lo que allí le avino No hicimos alarde hasta la isla de Cozumel, más de mandar Cortés que los caballos se embarcasen; y mandó Cortés a Pedro de Alvarado que fuese por la banda del norte en un buen navío que se decía San Sebastián, y mandó al piloto que llevaba el navío que le aguardase en la punta de San Antón, para que allí se juntase con todos los navíos para ir en conserva hasta Cozumel, y envió mensajero a Diego de Ordás, que había ido por el bastimento, que aguardase, que hiciese lo mismo, porque estaba en la banda del norte; y en 10 días del mes de febrero, año de 1519, después de haber oído misa, nos hicimos a la vela con nueve navíos por la banda del sur con la copia de los caballeros y soldados que dicho tengo, y con dos navíos de la banda del norte (como he dicho), que fueron once; con el en que fue Pedro de Alvarado con sesenta soldados, e yo fui en su compañía; y el piloto que llevábamos, que se decía Camacho, no tuvo cuenta de lo que le fue mandado por Cortés, y siguió su derrota, y llegamos dos días antes que Cortés a Cozumel, y surgimos en el puerto, ya por mí otras veces dicho cuando lo de Grijalva; y Cortés aún no había llegado con su flota, por causa que un navío en que venía por capitán Francisco de Morla, con tiempo se le saltó el gobernalle, y fue socorrido con otro gobernalle de los navíos que venían con Cortés, y vinieron todos en conserva. Volvamos a Pedro de Alvarado, que así como llegamos al puerto saltamos en tierra en el pueblo de Cozumel con todos los soldados, y no hallamos indios ningunos, que se habían ido huyendo; y mandó que luego fuésemos a otro pueblo que estaba de allí una legua, y también se amontaron e huyeron los naturales, y no pudieron llevar su hacienda, y dejaron gallinas e otras cosas; y de las gallinas mandó Pedro de Alvarado que tomasen hasta cuarenta dellas, y también en una casa de adoratorios de ídolos tenían unos paramentos de mantas viejas, e unas arquillas donde estaban unas como diademas e ídolos, cuenta se pinjantillos de oro bajo, e también se les tomó dos indios e una india; y volvimos al pueblo donde desembarcamos. Estando en esto llegó Cortés con todos los navíos, y después de aposentado, la primera cosa que hizo fue mandar echar preso en grillos al piloto Camacho porque no aguardó en la mar, como le fue mandado. Y desque vio el pueblo sin gente, y supo cómo Pedro de Alvarado había ido al otro pueblo, e que les había tomado gallinas e paramentos y otras cosillas de poco valor de los ídolos, y el oro medio cobre, mostró tener mucho enojo dello y de cómo no aguardó el piloto; y reprendióle gravemente al Pedro de Alvarado, y le dijo que no se habían de apaciguar las tierras de aquella manera, tomando a los naturales su hacienda; y luego mandó traer a los dos indios y a la india que habíamos tomado, y con Melchorejo, que llevábamos de la punta de Cotoche, que entendía bien aquella lengua, les habló, porque Julianillo su compañero se había muerto, que fuesen a llamar los caciques e indios de aquel pueblo, y que no hubiesen miedo, y les mandó volver el oro e paramentos y todo lo demás; e por las gallinas, que ya se habían comido, les mandó dar cuentas e cascabeles, e más dio a cada indio una casima de Castilla. Por manera que fueron a llamar al señor de aquel pueblo, e otro día vino el cacique con toda su gente, hijos y mujeres de todos los del pueblo, y andaban entre nosotros como si toda su vida nos hubieran tratado; e mandó Cortés que no se les hiciese enojo ninguno. Aquí en esta isla comenzó Cortés a mandar muy de hecho, y nuestro señor le daba gracia que doquiera que ponía la mano se le hacía bien, especial en pacificar los pueblos y naturales de aquellas partes, como adelante verán.
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Capítulo XXV De cómo Pizarro llegó a Panamá, donde procuró negociar con Pedro de los Ríos que le diese gente para volver, lo cual, como no se efectuase, determinó de ir a España De la isla de la Gorgona anduvo sin parar el capitán Francisco Pizarro hasta que llegó a la ciudad de Panamá, donde fue recibido honradamente del gobernador y de todos los vecinos de ella, recibiendo sus compañeros alegría tan grande en lo ver, cuanto se puede pensar. Daban gracias a Dios nuestro señor, pues fue servido que en fin de tantos trabajos descubriesen tan gran tierra. Espantábanse de las ovejas, viendo su talle; estimaron su lana, pues con ella ropa tan fina se hacía; loaban los colores de las pinturas de perfectos; creían que, pues hallaron aquel cántaro, con la otra muestra en la isleta, que en las ciudades y pueblos grandes habría mucha plata y oro; y como suele acontecer con semejantes novedades, no se hablaba en la ciudad de otra cosa que en el Perú, loando a Pizarro de constante, pues en trabajo y necesidad, no bastó a desmayar ni perder voluntad de ver el fin que vio de lo que pretendió. Estuvo ocho días retraído sin salir a lo público, en el curso de los cuales trataron muchas cosas sus compañeros, y sobre la manera que se daría, para seguir al descubrimiento y conquista del Perú. Determinaron de hablar a Pedro de los Ríos para que diese lugar que sacasen gente y caballos, pues la mayor parte del provecho sería suyo. Cometióse a don Hernando de Luque el proponer de la plática, la cual se hizo delante de los otros compañeros, porque saliendo Pizarro, fueron con él entrambos a dos a visitar al gobernador; y estando solos ellos con él, habló Luque, representándole, cuánto fue lo que Pizarro y Almagro trabajaron en el Perú y cómo siempre se habían mostrado servidores del rey, habiendo sido lo mismo en la Tierra Firme, donde era su gobernación, en tiempo de Pedrarias, quien, por conocimiento que tenía de ser todo lo que decían verdad, les había dado la demanda de la mar del Sur, donde habían pasado los trabajos que él sabía y le constaba, pues llegó a tanto extremo Francisco Pizarro que lo desampararon sus compañeros y le dejaron en la Gorgona, tierra enferma, poblada de mosquitos y culebras, de donde con el navío que él y Diego de Almagro le enviaron, siendo Dios de ello servido, habían descubierto a la tierra que había oído, de la cual habían traído la muestra que había visto, y que Francisco Pizarro tenía voluntad de volver con brevedad a aquella tierra tan buena y rica; por tanto, que pues él era gobernador de Castilla del Oro, que diese lugar a que sacase gente y favoreciese para la conquista y enviase a su majestad a pedirle merced de ella, pues era de creer se la daría. Pedro de los Ríos respondió encogidamente que si él pudiera que hiciera lo que pedían; mas que no había de despoblar su gobernación por ir a conquistar tierras nuevas, ni que muriesen más de los que habían muerto con aquel cebo que veían de las ovejas y muestra de oro y plata. Pasado esto y otras pláticas entre el gobernador y los tres compañeros, se despidieron de él muy tristes por el poco aparejo que hallaban para la conquista de la tierra que dejaban descubierta. Platicaron entre ellos mucho sobre lo que harían para salir con su intención, determinaron de enviar en España un mensajero para que de su parte informase a su majestad y le pidiese merced de la gobernación y adelantamiento para ellos, y para su compañero, el maestrescuela del obispado, que era el que más ahincaba que hiciesen mensajero. Y así lo tenían concertado. Mas Diego de Almagro, delante de Luque habló con Pizarro, diciendo que, pues tuvo ánimo para gastar entre manglares y ríos de la costa más de cuatro años, pasando tantas hambres y trabajos nunca oídos ni vistos por hombres, que no le faltase, para meterse en un navío y dar consigo en España y ponerse a los pies del emperador, para que le haga mercedes de la gobernación de la tierra; que sería otro negociar, que por mensajero que al fin era tercera persona. Pizarro, cobrando más aliento del que tenía con lo que oyó a su compañero, dijo que tenía razón y que habiendo algún dinero que gastar les estaría a todos ellos mejor su ida, que no "enviar". El maestrescuela Luque, mirándolo con más atención, y conociendo que el mandar no sufre igualdad y que cada uno querría más para sí, contradijo la opinión de Almagro. Con razones bastantes que para ello dio, mandó a decir que enviasen despachos con el licenciado Corral. Pizarro callaba a lo que Luque proponía, dando a entender que pasaría por lo que ellos ordenasen; mas Diego de Almagro, habiéndose puesto en cabeza lo que había dicho, lo sustentaba, y de tal manera lo tornó a decir, que se vino a resumir en su voto, diciendo primero don Hernando de Luque: "Plega a Dios, hijos, que no os hurtéis la bendición el uno al otro, que yo todavía digo que holgara, por lo que a entrambos toca, que juntos fuérades a negociar o enviárades persona que por vosotros lo hiciera". Y como Almagro ahincase tanto en la ida de Pizarro, se capituló que negociase para el mismo Pizarro la gobernación, y para Almagro el adelantamiento, y para el padre Luque el obispado, y para Bartolomé Ruiz el alguacilazgo mayor (); sin lo cual de pedir mercedes aventajadas para los que, de los trece, se hallaron con él en el descubrimiento, habían quedado vivos. Francisco Pizarro dio su palabra de lo hacer así, diciendo que todo lo quería para ellos; mas después sucedió lo que veréis adelante. Acuérdome que andando yo por este Perú mirando los archivos de las ciudades donde están estas sus fundaciones con otros instrumentos antiguos, encontré en la ciudad de los Reyes con escritura que tenía el sochantre en su poder, la cual se pudieron leer de ella unos renglones que decían hablando con Pizarro, Almagro y el padre Luque: "Habéis de negociar lo que hemos concertado, lo cual habéis de hacer sin ningún mal ni engaño ni cautela".
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Capítulo XXV De la ciudad de San Juan de la Frontera de Guamanga En la villa rica de Oropesa, de quien he mostrado está apartada del camino Real que de la Ciudad de los Reyes sube a la ciudad del Cuzco, siete leguas y veinte della, puesta en el camino está la ciudad de Guamanga de famosísimo temple y regalo, y una apacible morada. El nombre de Guamanga le vino, como refieren los naturales della en sus quipus que, cuando el gran Ynga Huaina Capac fue a las provincias de Quito a la conquista de los cayambis y fortaleza de Villcas, pasando por este asiento, dejó nombrado por gobernador de la fortaleza de Villcas a un hijo suyo de mucho valor, llamado Huamán, hasta que él volviese. El cual residía de ordinario en esta fortaleza, que en aquel tiempo era muy grande y de insignes y admirables edificios de piedra labrada, que cierto descubren y dan a entender el poder grandísimo que los Yngas tuvieron, y aun el artificio en labrar tan maravilloso; no alcanzando los instrumentos que nosotros usamos, hacer y disponer tan justas y perfectas las piedras, y pagarlas como si allí se hubieran nacido, que quien llega y pone los ojos en ellos, no puede dejar de ensalzar hasta las nubes la obra y artífice. Pues, como pasase por Villacas el Ynga Huaina Capac, su hijo con los soldados que allí tenía de guarnición le fue acompañado hasta Huamanga, questá once leguas de la fortaleza, y al tiempo que se despidió de su padre para volverse, Huaina Capac, queriéndole hacer algún favor, le dio una camiseta rica de oro con una borla y corona, que ellos llamaban mascapaycha, diciéndole: Huaman ca, que significa: Huaman toma; y él la recibió de rodillas, y se volvió a la fortaleza, y desde entonces le quedó el nombre de Huamanca. En este valle y asiento hacían muchas chácaras y sementeras de maíz para los soldados de Villcas. El año de mil y quinientos y treinta y nueve, a nueve de enero, el marqués don Francisco Pizarro, habiendo visto la fertilidad del valle, fundó allí por el temple tan apacible y el sitio tan cómodo una ciudad, a la cual dio por nombre San Juan de la Frontera, por estar casi en frontera de Manco Ynga, cuando se retiró a Vilcabamba y, por los Andes de Mayo Marca, pasando el río grande, que dicen Marañón, salía a robar y hacer daño al camino Real. Así se pobló para evitárselos y hacerle resistencia, y diole vecinos encomenderos repartiéndoles los indios de su comarca con gruesas rentas, y así se fue aumentando después con muy buenos edificios y casas grandes y espaciosas. Después se le puso San Juan de la Victoria, por la que el licenciado Vaca de Castro, gobernador deste Reino hubo en Chupas, dos leguas de Guamanga, de don Diego de Almagro, el mozo, y de los de Chile, que se habían rebelado, cuando Joan de Herrada mató al marqués Pizarro en Lima. En la cual batalla Francisco de Carvajal, el que después fue maese de campo de Gonzalo Pizarro e hizo tantas crueldades, fue sargento mayor, y la mayor parte de la victoria por la buena orden que dio en la batalla, como soldado viejo, que era único en el Perú. Cuando se pobló esta ciudad, se hallaron en ella edificios muy suntuosos y diferentes de los que el Ynga permitía a indios ordinarios, y los españoles, queriéndose certificar de dónde tuviesen su origen los indios, dijeron haber oído a sus pasados, que cierta gente que en todo parecían a los españoles, habían allí reinado mucho tiempo, los cuales eran blancos y barbados, y ello habían hecho aquellos edificios. Es ciudad de grandísima recreación, y donde hay muchas holguras y grandes sementeras de maíz y de trigo, que se cogen más de veinte y cinco mil cada año, y de frutas de Castilla abundantísima. Tiene un valle donde están heredados los más vecinos de la ciudad, llamado Vinaca, con muchas viñas, de donde se coge el vino que basta para la ciudad, bueno, de suerte que poco se trae de Yca. Hay en su distrito muchas estancias de ganado vacuno y ovejuno y de cabras, de que se hacen muchos cordobanes, así que es muy proveída de pan y carne, que nadie pasa hambre en ella, y hay algunas minas ricas en su comarca. El Corregidor desta comarca suele serlo también de la villa de Oropesa, en Huanca Villca, por caer en su distrito. Es obispado y hay cuatro conventos de religiosos: uno de Santo Domingo y otro de San Francisco, y otro de Nuestra Señora de las Mercedes, donde hay una imagen muy devota, de muchos milagros, y otro ahora nuevamente fundado de la Compañía de Jesús, por orden y gasto de don Antonio de Raya, obispo del Cuzco, y un monasterio de monjas de Santa Clara, que fundó y labró a su costa Antonio de Ore, vecino de ella, y dos parroquias de indios; rodéanla muchas huertas y jardines. Llamábase en su primera fundación Pocra. Desta ciudad se sube a la ciudad del Cuzco, y se pasa por el muy fértil valle de Andaguailas, indios chancas de la Corona Real, y de allí al valle de Abancay, lleno de ingenios de azúcar, puesto en el camino Real del Inca, de regalado temple donde hay haciendas muy ricas.
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CAPÍTULO XXV De la confesión y confesores que usaban los indios También el sacramento de la confesión quiso el mismo padre de mentira remedar, y de sus idólatras hacerse honrar con ceremonia muy semejante al uso de los fieles. En el Pirú tenían por opinión, que todas las adversidades y enfermedades venían por pecados que habían hecho, y para remedio usaban de sacrificios; y ultra de eso, también se confesaban vocalmente cuasi en todas las provincias, y tenían confesores diputados para esto, mayores y menores, y pecados reservados al mayor, y recibían penitencias, y algunas veces ásperas, especialmente si era hombre pobre el que hacía el pecado y no tenía qué dar al confesor; y este oficio de confesar, también lo tenían las mujeres. En las provincias de Collasuyo, fue y es más universal este uso de confesores hechiceros, que llaman ellos Ichuri o Ichuiri. Tienen por opinión que es pecado notable, encubrir algún pecado en la confesión, y los ichuris o confesores averiguan o por suertes o mirando la asadura de algún animal, si les encubren algún pecado, y castíganlo con darle en las espaldas cuantidad de golpes con una piedra hasta que lo dice todo, y le dan la penitencia, y hacen el sacrificio. Esta confesión usan también cuando están enfermos sus hijos, o mujeres o maridos, o sus caciques, o cuando están en algunos grandes trabajos; y cuando el Inga estaba enfermo, se confesaban todas las provincias, especialmente los collas. Los confesores tenían obligación al secreto, pero con ciertas limitaciones. Los pecados de que principalmente se acusaban eran, lo primero, matar uno a otro fuera de la guerra. Iten hurtar. Iten tomar la mujer ajena. Iten dar yerbas o hechizos para hacer mal. Y por muy notable pecado tenían el descuido en la reverencia de sus guacas, y el quebrantar sus fiestas, y el decir mal del Inga, y el no obedecerle. No se acusaban de pecados y actos interiores, y según relación de algunos sacerdotes, después que los cristianos vinieron a la tierra, se acusan a sus ichuris o confesores, aun de los pensamientos. El Inga no confesaba sus pecados a ningún hombre sino sólo al sol, para que él los dijese al Viracocha y le perdonase. Después de confesado el Inga, hacía cierto lavatorio para acabar de limpiarse de sus culpas, y era en esta forma, que poniéndose en un río corriente, decía estas palabras: "Yo he dicho mis pecados al sol, tu río los recibe; llévalos a la mar, donde nunca más parezcan". Estos lavatorios usaban también los demás que se confesaban con ceremonia muy semejante a la que los moros usan, que ellos llaman el guadoi y los indios llaman opacuna. Y cuando acaecía morírsele a algún hombre sus hijos, le tenían por gran pecador, diciéndole que por sus pecados sucedía que muriese primero el hijo que el padre. Y a estos tales, cuando después de haberse confesado, hacían los lavatorios llamados opacuna (según está dicho), los había de azotar con ciertas hortigas algún indio monstruoso, como corvado o contrecho de su nacimiento. Si los hechiceros o sortílegos, por sus suertes o agüeros afirmaban que había de morir algún enfermo, no dudaba de matar su proprio hijo, aunque no tuviese otro; y con esto entendía que adquiría salud diciendo que ofrecía a su hijo en su lugar, en sacrificio. Y después de haber cristianos en aquella tierra, se ha hallado en algunas partes esta crueldad. Notable cosa es cierto que haya prevalecido esta costumbre de confesar pecados secretos y hacer tan rigurosas penitencias, como era ayunar, dar ropa, oro, plata, estar en las sierras, recibir recios golpes en las espaldas; y hoy día dicen los nuestros que en la provincia de Chicuyto, topan esta pestilencia de confesores o ichuris, y que muchos enfermos acuden a ellos. Mas ya por la gracia del Señor se van desengañando del todo y conocen el beneficio grande de nuestra confesión sacramental, y con gran devoción y fe acuden a ella. Y en parte ha sido providencia del Señor, permitir el uso pasado, para que la confesión no se les haga dificultosa; y así en todo, el Señor es glorificado y el demonio burlador, queda burlado. Por venir a este propósito referiré aquí el uso de confesión extraño que el demonio introdujo en el Japón, según por una carta de allá consta, la cual dice así: "En Ozaca hay unas peñas grandísimas y tan altas que hay en ellas riscos de más de doscientas brazas de altura, y entre estas peñas sale hacia fuera una punta tan terrible, que de sólo llegar los xamabuxis (que son los romeros) a ella, les tiemblan las carnes y se les despeluzan los cabellos, según es el lugar terrible y espantoso. Aquí en esta punta está puesto con extraño artificio un grande bastón de hierro de tres brazas de largo, o más, y en la punta de este bastón está asido uno como peso, cuyas balanzas son tan grandes, que en una de ellas puede sentarse un hombre; y en una de ellas hacen los goquis (que son los demonios en figura de hombres) que entren estos peregrinos uno por uno sin que quede ninguno, y por un ingenio que se menea mediante una rueda, hacen que vaya el bastón saliendo hacia afuera, y en él la balanza va saliendo, de manera que finalmente queda toda en el aire, y asentado en ella uno de los xamabuxis. Y como la balanza en que está sentado el hombre no tiene contrapeso ninguno en la otra, baja luego hacia abajo, y levántase la otra hasta que topa en el bastón, y entonces le dicen los goquis desde las peñas, que se confiese y diga todos sus pecados, cuantos hubiere hecho y se acordare. Y esto es en voz tan alta que lo oigan todos los demás que allí están. Y comienza luego a confesarse, y unos de los circunstantes se ríen de los pecados que oyen, y otros gimen. Y a cada pecado que dicen, baja la otra balanza un poco, hasta que finalmente, habiendo dicho todos sus pecados, queda la balanza vacía igual con la otra en que está el triste penitente. Y llegada la balanza al fin con la otra, tornan los goquis a hacer andar la rueda, y traen para dentro el bastón, y ponen a otro de los peregrinos en la balanza, hasta que pasan todos. Contaba esto uno de los japones después de hecho cristiano, el cual había andado esta peregrinación siete veces, y entrado en la balanza otras tantas, donde públicamente se había confesado, y decía que si acaso alguno de éstos, puesto en aquel lugar, deja de confesar el pecado, cómo pasó, o encubre, la balanza vacía no baja, y si después de haberle hecho instancia que confiese, él porfía en no querer confesar sus pecados, échanlo los goquis de la balanza abajo, donde al momento se hace pedazos. Pero decíanos este cristiano llamado Juan, que ordinariamente es tan grande el temor y templor de aquel lugar en todos los que a él llegan, y el peligro que cada uno ve al ojo, de caer de aquella balanza y ser despeñado de allí abajo, que cuasi nunca por maravilla acontece haber alguno que no descubre todos sus pecados; llámase aquel lugar por otro nombre sangenotocoro, que quiere decir lugar de confesión". Vese por esta relación bien claro, cómo el demonio ha pretendido usurpar el culto divino para sí, haciendo la confesión de los pecados que el Salvador instituyó para remedio de los hombres, superstición diabólica para mayor daño de ellos, no menor en la gentilidad del Japón que en la de las provincias del Collao, en el Pirú.