De cómo se escapó Nezahualcoyotzin por dos veces de las manos del tirano y de la muerte del rey Chimalpopoca y de Tlacateotzin señor de Tlatelulco Muy en el alma de Nezahualcoyotzin quedaron escritas las palabras de su tío Chimalpopoca, por cuya causa no tan solamente guardó y cumplió sus consejos, que alegóricamente y por metáforas le había dicho, sino que también ejecuto y guardo el sentido literal de ellas, pues así como llegó a la ciudad de Tetzcuco, mandó luego de secreto trasminar las paredes por donde cabía su estrado y asiento, que después le valió para escaparse con la vida (como delante se dirá); el cual hecha esta diligencia, se volvió a la ciudad de Azcaputzalco para ver al tirano y darle las gracias de la merced que a su tío le había hecho en soltarle, a donde llegó al amanecer y se fue luego a palacio, en cuyo patio principal vio mucha gente armada y por las paredes arrimadas muchas lanzas y rodelas, que el rey Maxtla acababa de mandarles a que fuesen a la ciudad de Tetzcuco a matarle y viéndole uno de aquellos capitanes, se adelantó a recibirlo y le dijo: "seáis muy bien venido, señor, que en este punto el rey nos despacha para vuestra ciudad y corte a buscar a Páncol, que anda herido" y luego lo llevo a una sala para que allí aguardase lo que Maxtla mandaba y determinaba. Nezahualcoyotzin, pasando por entre aquellos soldados los saludó a todos y les dijo quería ver al gran señor. Y uno de los criados de palacio avisó luego al rey cómo le quería ver y estaba aguardando en una sala Nezahualcoyotzin; al cual mandó llamar y yendo a su presencia, le volvió el rostro y no le quiso hablar y Nezahualcoyotzin vido que allí en un estrado estaba con las damas y concubinas de su tío el rey Chimalpopoca, las cuales se decían la una de ellas Quetzalmalin y la otra Pochtlampa y dándoles Nezahualcoyotzin al rey unos ramilletes de flores en las manos, no los admitió y así los puso delante de él y hablando con él, no le respondió. Visto esto, Nezahualcoyotzin se salió y Chacha el recamarero le dijo en secreto cómo el rey su señor había mandado matarle y aquella gente armada que había visto en el palacio, las acababa de despachar para el efecto; que procurase salirse y escapar con la vida, si hubiese lugar y así Nezahualcoyotzin se salió por un postigo, que entraba a unos jardines que el rey tenía dentro de su palacio y se fue a una sala grande que el techo tenía de paja y a Xiconocatzin que era el que había venido a acompañarle desde la ciudad de Tetzcuco, le mandó que se pusiese a la puerta y mirase si parecía alguno mientras él se escapaba y salía y que si viniesen a buscarle, dijese que había salido fuera a cierta necesidad que se le había ofrecido y que si pudiese escapar, que cerca de Tlatelulco le aguardaba. Y así desbaratando el techo de la sala en la parte que vio más conveniente se salió por allí y se fue huyendo a la parte referida. Aún no había bien escapado, cuando a gran prisa vinieron ciertos capitanes derechos a Xiconocatzin, al cual le dijeron que le fuese a llamar porque el rey le buscaba. El cual no aguardó más razones porque luego se salió de palacio a toda prisa, poniendo su persona en cobro hasta ir a alcanzar a Nezahualcoyotzin y ya a esta razón toda aquella gente de guerra y guarda del rey estaba alborotada y buscándole por toda la ciudad y aunque algunos de los que habían ido en su seguimiento, le habían dado alcance, era tan ligero, que se les fue de entre las manos, amenazándolos que antes de mucho a su sangre y fuego los destruiría. Cerca de Tlatelulco, después de haber pasado los peligros y trances referidos se juntaron Nezahualcoyotzin y Xiconocatzin, los cuales iban muy fatigados de hambre, que los obligó a comprar de comer en las primeras casas que toparon de la ciudad y luego se embarcaron y pasaron a su ciudad de Tetzcuco. Y viendo el tirano Maxtla que Nezahualcoyotzin se había escapado y los soldados no lo habían podido matar, ejecutó en ellos su ira y rigor, no dejando a ninguno con vida y luego despachó a México con mandato expreso matasen a Chimalpopoca y a Acateotzin y yendo derechos a Tenochtitlan, hallaron que el rey estaba en una sala del templo, en donde estaban labrando unos escultores a un ídolo llamado Techuxílotl, los cuales luego que vieron al rey lo apartaron de entre aquellos oficiales y lo llevaron a otra sala del templo, que se decía Huitzcali, como que querían tratarle de algunas cosas graves y estando con él a solas en aquella sala, lo mataron dándole en la cabeza con una porra y así como salieron de la sala dijeron a los mexicanos que entrasen a ver a su señor que quedaba durmiendo y ellos se fueron a gran prisa hacia Tlatelulco. Los mexicanos viendo a su rey muerto, se fueron en seguimiento y habiéndolos alcanzado tuvieron una refriega con ellos. Aunque Tlacateotzin se pudo escapar por entonces, entrándose en una canoa grande cargada de preseas de oro y pedrería y tomando la vía de Tetzcuco se fue huyendo por la laguna. Los tepanecas dieron tras de él y lo alcanzaron en medio de ella y lo alancearon; que éste fue el fin que estos dos señores mexicanos tuvieron. Después de muertos los cogieron los mexicanos sus vasallos y les hicieron las exequias y honras que ellos acostumbraban y harto quisieran vengar esta injusticia; mas lo remitieron a otra ocasión, porque sus fuerzas no eran bastantes para ello y lo que a la sazón les importaba era darles sucesores, que los rigiesen y gobernasen y así los tenochcas juraron y dieron la obediencia a Itzcoatzin, hermano menor de Chimalpopoca, persona en quien concurrían todas las partes y requisitos necesarios a un rey en una ocasión de tanta calamidad y aprieto. Los tlatelulcos eligieron por su señor a Quautlatoatzin, no menos valeroso que el rey Itzcoatzin.
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De las cosas admirables de la Nueva España Es admirable que en la provincia yucateca un demonio acostumbrara conversar familiarmente con quienquiera de los españoles, estar presente en sus reuniones y que fuera oída realmente su voz. Y en la misma se ven ruinas de edificios fabricados con arte admirable; otras semejantes se encuentran cerca de Mitla, no lejos de la Ciudad de Oaxaca y otras no muy lejos de Cuernavaca, de las cuales es fama que nunca se encuentran de la misma medida y que al contacto de la cosa más insignificante solían moverse y estremecerse, pero ahora (según dicen) están inmóviles, porque debido a la injuria del tiempo y a la incuria de los indios, se ha perdido la piedra donde se encerraba oculta casi toda la fuerza de ese arte y estructura maravillosa. También se han encontrado huesos humanos innumerables, no en un solo lugar, pero principalmente junto a Texcoco, de increíble magnitud, y dientes maxilares que tienen de ancho por todas partes casi cinco pulgadas uncias. Hay un lago junto a Ocuila, no lejos de la campiña de Cuernavaca, habitado tan sólo por los peces que llaman axolotl, el cual lago se ve siempre limpísimo por el cuidado de muchas avecillas que están a la orilla y que cualquier cosa ajena que cae en él, a toda prisa la sacan y expurgan. Hay un riachuelo cerca de Cuernavaca que desde un valle, a ninguno, por perspicaz que sea, no le parezca que suba y se eleve a gran altura a lugares superiores. Hay también unos campos abiertos cerca de Tuxtla que unos cercopitecos, chicos y grandes, han dividido de tal manera entre ellos, que no cruzan los límites que han constituido, ni penetran a los campos ajenos. También algunos lugares son frecuentemente heridos del rayo y otros próximos a ellos nunca jamás lo han sido. En Teccispan, no lejos del campo de Yautepec, brota con tanto ímpetu un manantial que pasa de la altura de cuatro hombres y de tal manera repele todo, que moles pesadísimas echadas en él, las escupe y en manera alguna las traga o las devora. ¿Y qué diré también de los muchos volcanes que se encuentran principalmente en Nicaragua, Jalapa y en la ciudad de los Ángeles, encendidos con fuegos perpetuos y que vomitan humaredas terribles, mezcladas de hollín y pavesa? Y lo que es más admirable es que están cubiertos de nieve todo el año y que un frío intenso tiene allí guerra incesante con un calor ardiente, y que reventando alguna vez han vomitado maravillosa cantidad de piedra pómez negra y líquida de cenizas y han destruido e inundado las ciudades circunvecinas. La tierra tiembla por todos lados y absorbe por sus grietas hombres y anchísimos ríos, los cuales ha tenido por tres y cuatro días y después los ha arrojado confundidos, pero las ciudades y sus habitantes los ha destruido por completo. Hay una montaña no lejos de Tlapa, que al contacto de los pies de un solo hombre tiembla todo con su falda que se extiende a lo lejos. También cuando caen hojas de árbol y algunas otras cosas en ciertos ríos inmediatamente se petrifican. Hay fuentes que dan agua en el verano y en el invierno se secan. La fuente de Huastepec, de agua dulcísima y salubérrima y que inmediatamente después de su nacimiento se esparce en un río no mediocre, después de un pequeño intervalo se contamina de tal manera y ensucia con aguas sulfúreas que ya ni para beber es idónea. Nacen también fuentes dulces y amargas, cálidas y frías en módicos intervalos. ¿Qué diré de las muchas diferencias de sal que se encuentran condensadas entre esa gente y de aguas que se ven hervir en su mismo nacimiento, de fuentes que se secan durante las lluvias y durante la sequía afluyen con abundancia de agua, de otras que brotan dentro del mismo mar y cuyas linfas por más tiempo que duren mezcladas con las aguas saladas saben dulcísimas? Otras que brotan por aquí y por allá pueden cocer carne y fundir hierro; piedras enormes se mueven a un levísimo impulso; una clase de hombres en su mayor parte jorobados se ven del otro lado de río de las Conchas; y otras muchas cosas semejantes a éstas que si tuviera más tiempo ocioso (porque ahora en verdad escribimos muy deprisa) serían tal vez referidas más amplia mente: en cuanto a las muchas maravillas que pertenecen a las plantas, a los animales, y a los metales, con la mayo diligencia y exactitud que pudimos quedan referidos en nuestros libros de Historia Natural. q. v.
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CAPÍTULO XXIV De la nueva que tuvo Motezuma de los españoles que habían aportado a su tierra, y de la embajada que les envió Pues a los catorce años del reinado de Motezuma, que fue en los mil y quinientos y diez y siete de Nuestro Salvador, aparecieron en la mar del Norte unos navíos con gente, de que los moradores de la costa, que eran vasallos de Motezuma, recibieron grande admiración; y queriendo satisfacerse más quién eran, fueron en unas canoas los indios a las naos, llevando mucho refresco de comida y ropa rica, como que iban a vender. Los españoles les acogieron en sus naos, y en pago de las comidas y vestidos que les contentaron, les dieron unos sartales de piedras falsas, coloradas, azules, verdes y amarillas, las cuales creyeron los indios ser piedras preciosas. Y habiéndose informado los españoles de quién era su rey, y de su gran potencia, les despidieron, diciéndoles que llevasen aquellas piedras a su señor, y dijesen que de presente no podían ir a verle, pero que presto volverían y se verían con él. Con este recado fueron a México los de las costa, llevando pintado en unos paños, todo cuanto habían visto, y los navíos y hombres, y su figura, y juntamente las piedras que les habían dado. Quedó con este mensaje el rey Motezuma, muy pensativo, y mandó no dijesen nada a nadie. Otro día juntó su consejo, y mostrando los paños y los sartales, consultó qué se haría, y resolviose en dar orden a todas las costas de la mar, que estuviesen en vela, y que cualquiera cosa que hubiese, le avisasen. Al año siguiente, que fue a la entrada del diez y ocho, vieron asomar por la mar, la flota en que vino el Marqués del Valle, D. Fernando Cortés, con sus compañeros, de cuya nueva se turbó mucho Motezuma, y consultando con los suyos, dijeron todos que sin falta era venido su antiguo y gran señor Quetzalcoatl, que él había dicho volvería, y que así venía de la parte de Oriente, adonde se había ido. Hubo entre aquellos indios una opinión que un gran príncipe les había en tiempos pasados dejado y prometido que volvería, de cuyo fundamento se dirá en otra parte. En fin, enviaron cinco embajadores principales, con presentes ricos, a darles la bienvenida, diciéndoles que ellos sabían que su gran señor Quetzalcoatl venía allí, y que su siervo Motezuma le enviaba a visitar, teniéndose por siervo suyo. Entendieron los españoles este mensaje por medio de Marina, india, que traían consigo, que sabía la lengua mexicana. Y pareciéndole a Hernando Cortés que era buena ocasión aquella para su entrada en México, hizo que le aderezasen muy bien su aposento, y puesto él con gran autoridad y ornato, mandó entrar los embajadores, a los cuales no les faltó sino adoralle por su dios. Diéronle su embajada diciendo que su siervo Motezuma le enviaba a visitar, y que como teniente suyo le tenía la tierra en su nombre, y que ya sabía que él era el Topilcin, que les había prometido muchos años había, volver a vellos, y que allí le traía de aquellas ropas, que él solía vestirse cuando andaba entre ellos; que le pedían las tomase, ofreciéndole muchos y muy buenos presentes. Respondió Cortés aceptando las ofertas y dando a entender que él era el que decían, de que quedaron muy contentos, viéndose tratar por él con gran amor y benevolencia (que en esto, como en otras cosas, fue digno de alabanza este valeroso capitán), y si su traza fuera adelante, que era por bien ganar aquella gente, parece que se había ofrecido la mejor coyuntura que se podía pensar, para sujetar al Evangelio, con paz y amor, toda aquella tierra. Pero los pecados de aquellos crueles homicidas y esclavos de Satanás, pedían ser castigados del cielo, y los de muchos españoles no eran pocos; y así los juicios altos de Dios dispusieron la salud de las gentes, cortando primero las raíces dañadas, y como dice el Apóstol, la maldad y ceguera de los unos fue la salvación de los otros. En efecto, el día siguiente después de la embajada dicha, vinieron a La Capitana los capitanes y gente principal de la flota, y entendiendo el negocio, y cuán poderoso y rico era el reino de Motezuma, parecioles que importaba cobrar reputación de bravos y valientes con aquella gente; y que así, aunque eran pocos, serían temidos y recibidos en México. Para esto hicieron soltar toda la artillería de las naos, y como era cosa jamás vista por los indios, quedaron tan atemorizados, como si se cayera el cielo sobre ellos. Después, los soldados dieron en desafiallos a que peleasen con ellos, y no se atreviendo los indios, los denostaron y trataron mal, mostrándoles sus espadas, lanzas, gorgujes, partesanas y otras armas, con que mucho los espantaron. Salieron tan escandalizados y atemorizados los pobres indios, que mudaron del todo opinión, diciendo que allí no venía su rey y señor Topilcin, sino dioses enemigos suyos, para destruirlos. Cuando llegaron a México, estaba Motezuma en la casa de audiencia, y antes que le diesen la embajada, mandó el desventurado sacrificar en su presencia número de hombres, y con la sangre de los sacrificados, rociar a los embajadores, pensando con esta ceremonia (que usaban en solemnísimas embajadas) tenerla buena. Mas oída toda la relación e información de la forma de navíos, gente y armas, quedó del todo confuso y perplejo, y habido su consejo, no halló otro mejor medio que procurar estorbar la llegada de aquellos extranjeros, por artes mágicas y conjuros. Solíanse valer de estos medios muchas veces, porque era grande el trato que tenían con el diablo, con cuya ayuda conseguían muchas veces efectos extraños. Juntáronse pues, los hechiceros, magos y encantadores, y persuadidos de Motezuma, tomaron a su cargo el hacer volver aquella gente a su tierra, y para esto fueron hasta ciertos puestos que para invocar los demonios y usar su arte les pareció. Cosa digna de consideración; hicieron cuanto pudieron y supieron. Viendo que ninguna cosa les empecía a los cristianos, volvieron a su rey, diciendo que aquellos eran más que hombres, porque nada les dañaba de todos sus conjuros y encantos. Aquí ya le pareció a Motezuma echar por otro camino, y fingiendo contento de su venida, envió a mandar en todos sus reinos, que sirviesen a aquellos dioses celestiales que habían venido a su tierra. Todo el pueblo estaba en grandísima tristeza y sobresalto. Venían nuevas a menudo, que los españoles preguntaban mucho por el rey, y por su modo de proceder, y por su casa y hacienda. De esto él se congojaba en demasía, y aconsejándole los suyos y otros nigrománticos que se escondiese, y ofreciéndole que ellos le pornían donde criatura no pudiese hallarle, pareciole bajeza y determinó aguardar, aunque fuese muriendo. Y en fin, se pasó de sus casas reales a otras, por dejar su palacio para aposentar en él aquellos dioses, como ellos decían.
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De la provincia de Quimbaya y de las costumbres de los señores della, y de la fundación de la ciudad de Cartago y quién fue el fundador La provincia de Quimbaya terná quince leguas de longitud y diez de latitud desde el río Grande hasta la montaña nevada de los Andes, todo ello muy poblado, y no es tierra tan áspera ni fragosa como la pasada. Hay muy grandes y espesos cañaverales; tanto, que no se puede andar por ellos si no es con muy gran trabajo, porque toda esta provincia y sus ríos están llenos destos cañaverales. En ninguna parte de las Indias no he visto ni oído a donde haya tanta multitud de cañas como en ella; pero quiso Dios nuestro Señor que sobrasen aquí cañas porque los moradores no tuviesen mucho trabajo en hacer sus casas. La sierra nevada, que es la cordillera grande de los Andes, está siete leguas de los pueblos desta provincia. En lo alto della está un volcán110 que cuando hace claro echa de sí grande cantidad de humo, y nascen desta sierra muchos ríos, que riegan toda la tierra. Los más principales son: el río de Tacurumbi, el de la Cegue, el que pasa por junto a la ciudad, y otros que no se podrán contar, según son muchos; en tiempo de invierno, cuando vienen crescidos, tienen sus puentes hechas de cañas atadas fuertemente con bejucos recios a árboles que hay de una parte de los ríos a otra. Son todos muy ricos de oro. Estando yo en esta ciudad el año pasado de 1547 años, se sacaron en tres meses más de quince mil pesos, y el que más cuadrilla tenía era tres o cuatro negros y algunos indios. Por donde vienen estos ríos se hacen algunos valles, aunque, como he dicho, son de cañaverales, y en ellos hay muchos árboles de frutas de las que suelen haber en estas partes y grandes palmares de los pixivaes. Entre estos ríos hay fuentes de agua salobre, que es cosa maravillosa de ver del arte cómo salen por mitad de los ríos, y para por ello dar gracias a Dios Nuestro Señor. Adelante haré capítulo por sí destas fuentes porque es cosa muy de notar. Los hombres son bien dispuestos, de buenos rostros; las mujeres, lo mismo, y muy amorosas111. Las casas que tienen son pequeñas; la cobertura, de hojas de cañas. Hay muchas plantas de frutas y otras cosas que los españoles han puesto, así de España como de la misma tierra. Los señores son de extremo regalados; tienen muchas mujeres, y son todos los desta provincia amigos y confederados. No comen carne humana si no es por muy gran fiesta, y los señores solamente eran muy ricos de oro. De todas las cosas que por los ojos eran vistas tenían ellos hechos joyas de oro, y muy grandes vasos, con que bebían su vino. Uno vi yo que dio un cacique llamado Tacurumbi al capitán Jorge Robledo que cabía en él dos azumbres de agua. Otro dio este mismo cacique a Miguel Muñoz, mayor y más rico. Las armas que tienen son lanzas, dardos y unas estolicas, que arrojan de rodeo con ellas unas tiraderas, que es mala arma. Son entendidos y avisados, y algunos muy grandes hechiceros. Júntanse a hacer fiestas en sus solaces después que han bebido hácense un escuadrón de mujeres a una parte y otro a otra, y lo mismo los hombres, y los muchachos no están parados, que también lo hacen, y arremeten unos a otros, diciendo con un sonete: "Batatabati, batatabati", que quiere decir: "¡Ea, juguemos!"; y así, con tiraderas y varas se comienza el juego, que después se acaba con heridas de muchos y muertes de algunos. De sus cabellos hacen grandes rodelas, que llevan cuando van a la guerra a pelear. Ha sido gente muy indómita y trabajosa de conquistar, hasta que se hizo justicia de los caciques antiguos; aunque para matar algunos no hubo mucha, pues todo era sobre sacarles este negro oro, y por otras causas que se contarán en su lugar. Cuando salían a sus fiestas y placeres en alguna plaza, juntábanse todos indios, y dos dellos, con dos atambores, hacían son, donde, tomando otro delantera, comienzan a danzar y bailar; al cual todos siguen, y llevando cada uno la vasija del vino en la mano; porque beber, bailar, cantar, todo lo hacen en un tiempo. Sus cantares son recitar a su uso los trabajos presentes y recontar los sucesos pasados de sus mayores. No tienen creencia ninguna; hablan con el demonio de la manera que los demás. Cuando están enfermos se bañan muchas veces, en el cual tiempo cuentan ellos mismos que ven visiones espantables. Y pues trato desta materia, diré aquí lo que acontesció en el año pasado de 46 en esta provincia de Quimbaya. Al tiempo que el visorey Blasco Núñez Vela andaba envuelto en las alteraciones causadas por Gonzalo Pizarro y sus consortes, vino una general pestilencia por todo el reino del Perú, la cual comenzó de más adelante del Cuzco y cundió toda la tierra, donde murieron gentes sin cuento. La enfermedad era que daba un dolor de cabeza y accidente de calentura muy recio, y luego se pasaba el dolor de la cabeza al oído izquierdo, y gravaba tanto el mal, que no duraban los enfermos sino dos o tres días. Venida, pues, la pestilencia a esta provincia, está un río casi media legua de la ciudad de Cartago, que se llama de Consota, y junto a él está un pequeño lago, donde hacen sal de agua de un manantial que está allí. Y estando juntas muchas indias haciendo sal para las casas de sus señores vieron un hombre alto de cuerpo, el vientre rasgado y sacadas las tripas y inmundicias, y con dos niños de brazo; el cual, llegado a las indias, les dijo: "Yo os prometo que tengo que matar a todas las mujeres de los cristianos y a todas las más de vosotras", y fuése luego. Las indias y indios, como era de día, no mostraron temor ninguno, antes contaron este cuento, riéndose, cuando volvieron a sus casas. En otro pueblo de un vecino que se llama Giralde Gilestopiñán vieron esta misma figura encima de un caballo y que corría por todas las sierras y montañas como un viento; donde ha pocos días la pestilencia y mal de oído dio de tal manera que la mayor parte de la gente de la provincia faltó, y a los españoles se les murieron sus indias de servicio, que pocas o ningunas quedaron; sin lo cual andaba un espanto que los mismos españoles parescía estar asombrados y temerosos. Muchas indias y muchachos afirmaban que visiblemente veían muchos indios de los que ya eran muertos. Bien tienen estas gentes entendimiento de pensar que hay en el hombre más que cuerpo mortal; no tienen tampoco que sea ánima, sino alguna transfiguración que ellos piensan. Y creen que los cuerpos todos han de resucitar; pero el demonio les hace entender que será en parte que ellos han de tener gran placer y descanso, por lo cual les echan en las sepulturas mucha cantidad de su vino y maíz, pescado y otras cosas, y juntamente con ellos, sus armas, como que fuesen poderosas para los librar de las penas infernales. Es costumbre entre ellos que muertos los padres heredan los hijos, y faltando hijo, el sobrino hijo de la hermana112. También antiguamente no eran naturales estos indios de Quimbaya; pero muchos tiempos ha que se entraron en la provincia, matando a todos los naturales, que no debían ser pocos, según lo dan a entender las muchas labranzas, pues todos aquellos bravos cañaverales paresce haber sido poblado y labrado, y lo mesmo las partes donde hay monte113, que hay árboles tan gruesos como dos bueyes, y otros más; donde se ve que solía ser poblado; por donde yo conjeturo haber gran curso de tiempo que estos indios poblaron en estas Indias. El temple de la provincia es muy sano, a donde los españoles viven mucho y con pocas enfermedades, ni con frío ni con calor.
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CAPITULO XXIV Providencias eficaces que dió su S. Excâ. para los nuevos Establecimientos por el informe del V. P. Presidente Fr. Junípero. Habiéndose detenido el Barco algún corto tiempo en el nuevo Puerto de Monterrey, tuvo lugar el V. Padre para explorar, así aquel terreno, como los demás de sus inmediaciones: y conociendo por su notoria práctica y alta comprensión, que no convenía permaneciese la Misión nombrada San Carlos en el sitio que estaba establecida, respecto a carecerse allí de las tierras necesarias para las labores, y de agua para el riego; y que a distancia de una legua en las Vegas del Río Carmelo, había estas proporciones y las demás que señalan las Leyes de Indias deben tenerse presentes; lo informó todo exactamente al Exmô. Señor Virrey, e Illmô. Señor Visitador general, suplicándoles tuviesen a bien que la Misión de San Carlos se mudase a las Vegas del Río Carmelo. Hízoles presente asimismo la innumerable Gentilidad que la Expedición había descubierto en el espacioso tramo de más de trescientas leguas que se cuentan desde la Frontera de San Fernando Vellicatá, hasta el Puerto de N. P. S. Francisco, como también los muchos y buenos sitios que ofrecían aquellos terrenos, para la formación de Pueblos y Misiones; pudiéndose de ellas hacer una dilatada cordillera, establecerse todas casi a la Costa del Mar del Sur, así para la comunicación, como para convertir a Dios tantas almas, que sepultadas en las tinieblas del Gentilismo perecían eternamente por falta de quien les enseñase la verdadera luz de nuestra Católica Religión. Y que para conseguir tan importantes designios, era necesario que viniesen muchos Operarios Evangélicos, con todo avío de ornamentos y vasos sagrados para la Iglesia, utensilios de casa, y herramientas de campo, para imponer a los recién bautizados en el laborío de tierras, para que por este medio con los frutos que se cogiesen, pudieran mantenerse como gentes, y no como pájaros, según lo hacían con las silvestres semillas que produce el campo; y lograr al propio tiempo su cultura y adelantamiento. Lo mismo escribió al R. P. Guardián del Colegio, con la expresión, de que aunque viniesen cien Religiosos, habría para todos que hacer, por la mies abundante que había Dios puesto allí a la vista del Fernandino Colegio. A él acababan de llegar, casi al propio tiempo que esto informaba el V. Padre, cuarenta y nueve Religiosos que venían de España, pues entraron el día 29 de Mayo del año de 1770. Luego que S. Excâ. recibió aquel informe, y otro igual el Illmô. Señor Visitador D. José de Gálvez, movidos ambos del mismo celo de la conversión y salvación de las almas, pasaron Villete al R. P. Guardián de San Fernando, pidiéndole treinta Religiosos Sacerdotes, los diez para que a más de las Misiones mandadas fundar con los títulos de San Diego, San Carlos y San Buenaventura se estableciesen otras cinco con las advocaciones de N. P. San Francisco, Santa Clara, San Gabriel Arcángel, San Antonio de Padua, y San Luis Obispo de Tolosa, en esta nueva California. Otros diez para cinco nuevas Misiones en el País, que media entre San Fernando Vellicatá y San Diego, con los nombres de San Joaquín, Santa Ana, San Juan Capistrano, San Pascual Baylón, y San Félix de Cantalicio; y los diez restantes para Compañeros de los que estaban solos en las antiguas Misiones. En vista del católico pedimento de S. Excâ. nombró el R. P. Guardián y V. Discretorio (de los Religiosos que se ofrecieron voluntariamente) el citado número pedido, y se dio parte al Exmô. Señor Virrey. En cuanto S. Excâ tuvo este aviso del Colegio, dio las providencias correspondientes a efecto de que se entregasen a los Religiosos todos los Ornamentos, vasos sagrados, campanas, y demás útiles para las Iglesias, y Sacristías de las diez Misiones; asimismo mandó dar al Síndico del Colegio diez mil pesos, mil para cada una, con el fin de que se comprasen los demás efectos que se necesitasen para Iglesia, campo y casa; y para el gasto del camino mandó se entregasen cuatrocientos pesos para cada uno de los Misioneros, cuyo Sínodo debía empezar a correrles desde el día de su salida de San Fernando. Envió S. Exca. orden al propio tiempo al Comisario de Marina de San Blas, para que se aprontase el Paquebot San Carlos (que había arribado a aquel Puerto después que el San Antonio) para pasar a Loreto a llevar los veinte Misioneros, y que el San Antonio saliese para Monterrey, con los diez restantes; y que en ambos Barcos se hiciese el correspondiente Rancho para los Religiosos de cuenta de la Real Hacienda; y que se procurasen embarcar en ellos cuantos víveres cupiesen. Así se ejecutó todo, como veremos en el Capítulo siguiente, debiéndose tan favorables providencias a la eficacia de los informes del V. P. Junípero, y a las fervorosas oraciones en que no cesaba de pedir a Dios este su amante Siervo enviase Operarios a esta Viña, procurando al propio tiempo atraer a los Gentiles al Puerto de Monterrey.
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Capítulo XXIV De Tupa Ynga Yupanqui, Inga y Rey Ya dijimos en el capítulo 23 cómo fue Tupa Ynga Yupanqui por voluntad de su padre alzado y reconocido por señor absoluto en estos reinos. Cuando murió su padre, trató de hacer nuevas conquistas y extender y ampliar su señorío, porque fue inga de grande ánimo y fortaleza y muy temido y respetado de todos sus vasallos, de suerte que cualquiera cosa que les mandaba, se cumplía al punto sin dilación donde quiera, con suma presteza y diligencia. Y como tenía ya debajo de su mano tantas provincias y vasallos, lo primero que hizo fue casarse con Mama Ocllo, su hermana, hija de Ynga Yupanqui, su padre, y de Mama Ana Huarque, y en el casamiento hizo solemnísimas fiestas y regocijos, con danzas y bailes a su usanza, juntándose para ello muchos deudos suyos. Concluido con su matrimonio, hizo juntar un innumerable ejército de todas las naciones sujetas a él, y salió del Cuzco a la conquista de los Andes, y llevó consigo por capitanes a Topa Yupanqui, su hermano, y a Otoronco Achache y a Pochalco Yupanqui. Entrando en los Andes fue prosiguiendo en su conquista y llegó hasta la otra parte de la cordillera, donde pasó infinitos trabajos, por ser tierra de montaña y los ríos por allí son muy crecidos y caudalosos, y así fue excesiva la dificultad para pasarlos, que en muchas partes se vio a punto de perderse. Tuvo grandes rencuentros y sucesos famosos en las batallas, donde mostró bien su valor e industria. Conquistó allá dentro, en los Andes, cuatro provincias llamadas o Patari Suyo, indios andes, y otra Manan Suyo, y otra Manari Suyo, y otra de Chunchos. Y pasó hasta los Chiponahuas y Mano Pampa, que es una gente que tienen las bocas negras y pintadas las caras como negros, todo hecho aposta. Y hubo alarma sorprendiendo en las batallas a los caciques destas provincias, llamados vinchin caina y catahuan cuyiu. En una batalla muy reñida su hermano Tupa Yupanqui prendió por su mano a uno de los caciques, llamado Nutan Huari, de suerte que se extendió su fama y nombre por todas aquellas regiones, que aunque al presente no tenemos dellas entera noticia, bien se entiende y presume ser amplísimas y muy pobladas de diversas gentes, sino que la dificultad de pasar estas montañas y cordilleras, y aun haber pocos en este reino, que, sacados aparte los intereses de riqueza, traten de extender el nombre de Cristo y meter su estandarte entre estas bárbaras naciones. Plega a las entrañas de la misericordia del Señor, que por ellas también murió, que ponga en corazón a quien que puede poner esto en efecto que, menospreciando gastos y atropellando inconvenientes, envíe personas que planten el árbol de la santísima cruz en medio de estas gentes fieras, para que se dé por este medio fruto colmadísimo que se trasplante en los bosques y alamedas del cielo. Estando Tupa Ynga Yupanqui en los Andes y en aquellas provincias en la conquista dicha, se salió de allá huyendo un colla y se fue al Collao diciendo que a Topa Ynga Yupanqui le habían muerto en la guerra y que todo su ejército estaba roto y deshecho, sin quedar en él gente de consideración. Bastó esta nueva falsa para que los collas, siguiendo el natural suyo y de todas estas gentes, de ser fáciles en creer cualquiera cosa y la mala voluntad con que llevaban la sujeción de los ingas, que poco había los habían conquistado, trataron muy de secreto, de común consentimiento, de rebelarse, negando la obediencia a los gobernadores puestos por el Inga y echar el yugo que tenían de sí, y así lo efectuaron alzándose en toda la provincia del Collao, y previniéndose para la guerra y defensa, que bien sabían había de venir de nuevo sobre ellos. Las nuevas desta rebelión y alzamiento del Collao llegaron con suma presteza al Cuzco, a Amaro Tupa Inga, hermano de Topa Ynga Yupanqui, que había quedado por Gobernador General en su ausencia, para lo que sucediese. Este, sabido lo susodicho, despachó mensajeros y chasques a su hermano, haciéndole saber lo que pasaba, y pidióle que luego acudiese con diligencia al remedio, no se fortaleciesen los enemigos y dificultasen el sujetarlos de nuevo. Esta nueva sintió con grande extremo Tupa Ynga Yupanqui, viendo que mediante este alzamiento se le cortaba el hilo de sus victorias y conquistas, y así acordó de venir a remediar lo del Collao. Dejando nombrado en los Andes por Gobernador a Otorongo Ochache, su hermano, y que con la gente que le señaló, que fue un buen ejército, prosiguiese en la conquista todo cuanto pudiese, y que acabada la guerra saliese y no entrase en el Cuzco con triunfo ninguno, sino le aguardase en Paucartambo y en Pilco, mientras él concluía lo del Collao, volviese, y entonces entrase con todo triunfando en el Cuzco. Salió llevando consigo la mitad del ejército, y sin meterlo en el Cuzco lo dejó en Vicos aguardándole, y él se entró en el Cuzco, donde hizo llamamiento de todas las provincias de gente, que viniesen a la guerra. Visto lo cual todos los mancebos se ofrecieron voluntariamente a la guerra para ir con Tupa Ynga Yupanqui. Así, habiendo ordenado todas las cosas que pertenecían a la gobernación del reino, salió del Cuzco, con infinito número de gente, para el Collao, llevando consigo por capitanes a Hualpaya, hijo del Capac Yupanqui, y a Lavico, sus primos hermanos, y a Cuyuchi y a Chic, su hermano, de padre, y en saliendo del Cuzco se juntó con el ejército que había dejado en Vicos, y se fue muy poco a poco esperando alguna gente de guerra que no había llegado, y desque tuvo todo su ejército junto y descansados y gordos los que habían salido de los Andes de los trabajos que allá habían pasado, entró en el Collao, empezando la guerra a fuego y sangre, la cual duró algunos años y fueron infinitos los rencuentros y trances que le sucedieron, y perdió mucha gente, y destruyó y mató infinita de los enemigos. Esta guerra le fue dificultosa por haberse los del Collao fortalecido en tres o cuatro partes que eran Pucara, Asillo, Arapalallahua, desde donde se mantuvieron y sustentaron con grandísima obstinación, desesperados de perdón y aun de la vida, como conocían cuán ofendido tenían a Tupa Ynga Yupanqui con el alzamiento y rebelión, que habían cometido sin causa y sabiendo el castigo tan áspero que se les aparejaba si venían a sus manos. Esto les hizo inventar nuevos y exquisitos modos de defensa. Pero al fin, vencidos de la multitud y valor de la gente del Ynga y de los fuertes capitanes que llevaba consigo, fueron sujetados, destruidos y asolados, y fueron presos los caciques principales, llamados Chuca Chuca y Pachacuti Coaquiri. Y venidos a poder de Tupa Ynga Yupanqui, para escarmiento de los demás y atemorizar con este castigo a todo el reino, los mandó desollar, y sus cueros mandó poner en sus atambores que usaba en la guerra, que fue una barbaridad de hombre sin conocimiento de Dios como él era. Allanada toda la provincia del Collao prosiguió en el castigo de los rebelados, haciéndolos grandísimos en los lugares donde se habían fortalecido y defendido dél, para que quedase memoria en ellos y de allí adelante no les pasase por el pensamiento rebelarse de nuevo, sino le fuesen sujetos y obedientes, así en presencia como en ausencia, y en la paz como en la guerra. Acabada tan felizmente esta jornada, habiendo corrido su fama y nombre por muchas provincias, que no le obedecían, ni hasta allí habían sido conquistadas de sus antecesores ni dél, temerosos de su potencia, le vinieron a dar la obediencia de paz y a reconocerle por Señor y Rey. La provincia de los chumpibilcas, y conde suyo de las cuales con ricos presentes se le ofrecieron para seguirle en la guerra, y mucha gente destas provincias fue con él, como en el capítulo siguiente veremos.
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De la índole y costumbre de aquella gente, y de lo que el Almirante vio en la isla Retirado el Almirante a sus barcas, los indios le siguieron hasta ellas y hasta los navíos, los unos nadando, y otros en sus barquillas o canoas, y llevaban papagayos, algodón hilado en ovillos, azagayas y otras cosillas para cambiarlas por cuentas de vidrio, cascabeles y otros objetos de poco valor. Como gente llena de la primitiva simplicidad, iban todos desnudos, como nacieron, y también una mujer que allí estaba no vestía de otra manera; eran todos jóvenes, que no pasaban de treinta años, de buena estatura; los cabellos lacios, recios, muy negros y cortos, cortados a lo alto de las orejas, aunque, algunos pocos, los habían dejado crecer, largos, hasta la espalda y los habían atado con un hilo grueso alrededor de la cabeza, casi como a modo de trenza. Eran de agradable rostro y de bellas facciones, aunque les hacía parecer algún tanto feos la frente, que tenían muy ancha. Eran de estatura mediana, bien formados, de buenas carnes, y de color aceitunado, como los canarios o los campesinos tostados por el sol; algunos iban pintados de negro, otros de blanco, y otros de rojo; algunos en la cara, otros todo el cuerpo, y algunos solamente los ojos o la nariz. No tenían armas como las nuestras, ni las conocían, porque mostrándoles los cristianos una espada desnuda, la tomaban por el filo, estúpidamente, y se cortaban. Menos aún conocían cosa alguna de hierro, porque hacen sus azagayas, que ya hemos mencionado, con varillas de punta aguda y bien tostadas al fuego, armándola en un diente de pez, en lugar de hierro. Como algunos tenían cicatrices de heridas, se les preguntó, por señas, la causa de tales señales, y respondieron, también por señas, que los habitantes de otras islas venían a cautivarlos, y que al defenderse, recibían tales heridas. Parecían personas de buena lengua e ingenio, porque fácilmente repetían las palabras que una vez se les había dicho. No había allí ninguna especie de animales fuera de papagayos, que llevaban a cambiar juntamente con las otras cosas que hemos dicho; y este trato duró hasta la noche. Después, al día siguiente, que fue 13 de Octubre, de mañana, salieron muchos de ellos a la playa, y en sus barquillas denominadas canoas, venían a los navíos. Estas canoas eran de una sola pieza, hechas del tronco de un árbol excavado como artesas. Las mayores eran tan grandes que cabían cuarenta o cuarenta y cinco personas; las menores eran de distinto tamaño, y algunas tan pequeñas que no llevaban más que una persona. Bogaban con una pala semejante a las palas de los hornos, o aquellas con las que se espada el cáñamo, sólo que los remos no descansaban en el borde de los costados, como hacemos nosotros, sino que las meten en el agua y empujan hacia atrás como los zapadores. Estas canoas son tan ligeras y hechas con tal artificio que, si se vuelcan, los indios, echándose al mar en seguida y nadando, las enderezan y sacan el agua, meciéndolas, como hace el tejedor, cuando voltea la canilla de un lado a otro; y luego que está ya vacía la mitad, sacan el agua que queda con calabazas secas, que para tal efecto llevan divididas por medio en dos partes. Aquel día llevaron para cambiar las mismas cosas que el anterior, cediendo todas por cualquier cosilla que en trueque les fuese dada. No se vieron entre ellos joyas de metal, sino algunas hojillas de oro que llevaban pendiente en la parte exterior de la nariz; y preguntándoles de dónde venía aquel oro, respondieron, por señas, que de hacia el medio día, donde había un rey que tenía muchos tejuelos y vasos, de oro, añadiendo e indicando que hacia el medio día y al sudoeste había muchas otras islas y grandes tierras. Como eran muy afanosos de tener cosas de las nuestras, y por ser pobres, que no tenían que dar en cambio, pronto, los que habían entrado en los navíos, si podían coger algo, aunque fuese un pedacillo roto de un plato de tierra, o de una escudilla de vidrio, se echaban al mar con aquella, y nadando, se iban a tierra; y si llevaban alguna cosa, por cualquier mercancía de las nuestras, o por algún pedacillo de vidrio roto, daban a gusto lo que tenían; de modo que hubo alguno de ellos que dio diez y seis ovillos de algodón, por tres blancas de Portugal que no valen más que un cuatrín de Italia; dichos ovillos pesaban más de veinticinco libras, y el algodón estaba muy bien hilado. En este comercio se pasó el día hasta la tarde, que todos se retiraron a tierra. Es, sin embargo, de advertir, en este caso, que la liberalidad que mostraban en el vender no procedía de que estimasen mucho la materia de las cosas que nosotros les dábamos, sino porque les parecía que por ser nuestras, eran dignas de mucho aprecio, teniendo como hecho cierto que los nuestros eran gente bajada del cielo, y por ello deseaban que les quedase alguna cosa como recuerdo.
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CAPÍTULO XXIV Por qué razón no se puede averiguar bien el origen de los indios Pero cosa es mejor de hacer desechar lo que es falso del origen de los indios, que determinar la verdad; porque ni hay escritura entre los indios ni memoriales ciertos de sus primeros fundadores, y por otra parte, en los libros de los que usaron letras tampoco hay rastro del Nuevo Mundo, pues ni hombres ni tierra, ni aún cielo les pareció a muchos de los antiguos que no había en estas partes, y así no puede escapar de ser tenido por hombre temerario y muy arrojado, el que se atreviere a prometer lo cierto de la primera origen de los indios y de los primeros hombres que poblaron las Indias. Mas así a bulto y por discreción podemos colegir de todo el discurso arriba hecho, que el linaje de los hombres se vino pasando poco a poco hasta llegar al Nuevo Orbe, ayudando a éstos la continuidad o vecindad de las tierras, y a tiempos alguna navegación, y que este fue el orden de venir y no hacer armada de propósito ni suceder algún grande naufragio, aunque también pudo haber en parte algo de esto; porque siendo aquestas regiones larguísimas y habiendo en ellas innumerables naciones, bien podemos creer que unos de una suerte y otros de otra se vinieron en fin a poblar. Mas al fin, en lo que me resumo es que el continuarse la tierra de Indias con esas otras del mundo, a lo menos estar muy cercanas, ha sido la más principal y más verdadera razón de poblarse las Indias; y tengo para mí que el Nuevo Orbe e Indias Occidentales, no ha muchos millares de años que las habitan hombres, y que los primeros que entraron en ellas, más eran hombres salvajes y cazadores que no gente de república y pulida; y que aquéllos aportaron al Nuevo Mundo por haberse perdido de su tierra o por hallarse estrechos y necesitados de buscar nueva tierra, y que hallándola comenzaron poco a poco a poblarla, no teniendo más ley que un poco de luz natural, y esa muy escurecida, y cuando mucho algunas costumbres que les quedaron de su patria primera; aunque no es cosa increíble de pensar que aunque hubiesen salido de tierras de policía y bien gobernadas, se les olvidase todo con el largo tiempo y poco uso; pues es notorio, que aun en España y en Italia, se hallan manadas de hombres que si no es el gesto y figura, no tienen otra cosa de hombres; así que por este camino vino a haber una barbariedad infinita en el Nuevo Mundo.
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CAPÍTULO XXIV De los volcanes o bocas de fuego Aunque en otras partes se hallan bocas de fuego como el monte Etna y el Vesubio, que agora llaman el monte de Soma, en Indias es cosa muy notable lo que se halla de esto. Son los volcanes de ordinario cerros muy altos, que se señalan entre las cumbres de los otros montes. Tienen en lo alto una llanura, y en medio una hoya o boca grande que baja hasta el profundo, que es cosa temerosa mirarlos. De estas bocas echan humo y algunas veces fuego. Algunos hay que es muy poco el humo que echan y cuasi no tienen más de la forma de volcanes, como es el de Arequipa, que es de inmensa altura y cuasi todo de arena, en cuya subida gastan dos días, pero no han hallado cosa notable de fuego sino rastros de los sacrificios que allí hacían indios, en tiempo de su gentilidad, y algún poco de humo alguna vez. El volcán de México, que está cerca de la Puebla de los Ángeles, es también de admirable altura, que sube de treinta leguas alrededor. Sale de este volcán no continuamente sino a tiempos, cuasi cada día, un gran golpe de humo, y sale derecho en alto como una vira, después se va haciendo como un plumaje muy grande hasta que cesa del todo y luego se convierte en una como nube negra. Lo más ordinario es salir por la mañana, salido el sol, y a la noche cuando se pone, aunque también lo he visto a otras horas. Sale a vueltas del humo también mucha ceniza; fuego no se ha visto salir hasta ahora; hay recelo que salga y abrase la tierra, que es la mejor de aquel reino la que tiene en su contorno. Tienen por averiguado que de este volcán y de la sierra de Tlaxcala, que está vecina, se hace cierta correspondencia, por donde son tantos los truenos y relámpagos, y aún rayos que de ordinario se sienten por allí. A este volcán han subido y entrado en él españoles, y sacado alcrebite o piedrazufre para hacer pólvora. Cortés cuenta la diligencia que él hizo para descubrir lo que allí había. Los volcanes de Guatimala son más famosos, así por su grandeza, que los navegantes de la mar del Sur descubren de muy lejos, como por la braveza de fuego que echan de sí. En veintitrés de diciembre del año de ochenta y seis pasado, sucedió caer cuasi toda la ciudad de Guatimala de un temblor, y morir algunas personas. Había ya seis meses que de noche ni de día no cesó al volcán de echar de sí por lo alto, y como vomitar un río de fuego, cuya materia, cayendo por las faldas del volcán se convertía en ceniza y cantería quemada. Excede el juicio humano cómo pudiese sacar de su centro tanta materia como por todos aquellos meses lanzaba de sí. Este volcán no solía echar sino humo, y eso no siempre, y algunas veces también hacía algunas llamaradas. Tuve yo esta relación estando en México por una carta de un secretario del Audiencia de Guatimala, fidedigna, y aun entonces no había cesado el echar el fuego que se ha dicho, de aquel volcán. En Quito los años pasados, hallándome en la Ciudad de los Reyes, el volcán que tienen vecino, echó de sí tanta ceniza, que por muchas leguas llovió ceniza tanta, que escureció del todo el día, y en Quito cayó de modo que no era posible andar por las calles. Otros volcanes han visto que no echan llama, ni humo, ni ceniza, sino allá en lo profundo está ardiendo en vivo fuego sin parar. De estos era aquel que en nuestro tiempo, un clérigo cudicioso se persuadió que era masa de oro la que ardía, concluyendo que no podía ser otra materia ni metal, cosa que tantos años ardía, sin gastarse jamás y con esta persuasión hizo ciertos calderos y cadenas con no sé qué ingenio, para coger y sacar oro de aquel pozo. Mas hizo burla de él el fuego, porque no había bien llegado la cadena de hierro y el caldero, cuando luego se deshacía y cortaba como si fuera estopa. Todavía me dijeron que porfiaba el sobredicho, y que andaba dando otras trazas cómo sacar el oro que imaginaba.
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De cómo se hacía la Capaccocha y cuánto se usó entre los Incas, lo cual se entiende dones y ofrendas que hacían a sus ídolos. En este lugar entra bien, para que se entienda, lo de la capaccocha, pues todo era tocante al servicio de los templos ya dichos y de otros; y por noticia que se tiene de indios viejos que son vivos y vieron lo que sobre esto pasaba, escribiré lo que de ello tengo entendido que es verdad. Y así, dicen que se tenía por costumbre en el Cuzco, por los reyes, que cada año hacían venir a aquella ciudad a todas las estatuas y bultos de los ídolos que estaban en las guacas, que eran los templos donde ellos adoraban; las cuales eran traídas con mucha veneración por los sacerdotes y camayos dellas, ques nombre de guardianes; y como entrasen en la ciudad eran recebidas con grandes fiestas y procesiones y aposentadas en los lugares que para aquello estaban señalados y establecidos; y habiendo venido de las comarcas de la ciudad y aún de la mayor parte de las provincias número grande de gente, así hombres como mujeres, el que reinaba, acompañado de todos los Incas y orejones, cortesanos y principales de la ciudad, entendían en hacer grandes fiestas y borracheras y taquis. Ponían en la plaza del Cuzco la gran maroma de oro que la cercaba toda y tantas riquezas y pedrería cuanto se puede pensar por lo que se ha escripto de los tesoros questos reyes poseían; lo cual pasado se entendía en lo que todos los años por ellos se usaba, que era questas estatuas y bultos y sacerdotes se juntaban para saber por boca dellos el suceso del año, si había de ser fértil o si había de haber esterilidad; si el Inca tenía larga vida o si por caso morirla en aquel año; si habían de venir enemigos por algunas partes o si algunos de los pacíficos se habían de revelar. En conclusión eran repreguntados destas cosas y de otras mayores y menores que va poco desmenuzarlas; porque también preguntaban si habría peste o si vernía alguna morriña para el ganado y si habría mucho multiplico dél. Y esto se hacía y preguntaba no a todos los oráculos juntos sino a cada uno por sí; y, si todos los años los Incas no hacían esto, andaban muy recatados y vivían doscientos y muy temerosos y no tenían sus vidas por seguras. Y así, alegrado al pueblo y hechas sus solenes borracheras y banquetes y grandes taquis y otras fiestas que ellos usan, diferente en todo a las nuestras, en que los Incas están con gran triunfo y a su costa se hacen los convites, en que había suma de grandes tinajas de oro y plata y vasos de otras cosas, porque todo el servicio de su cocina, hasta las ollas y vasos de servicio, era de oro y plata; --mandaban a los que para aquello estaban señalados y tenían las veces del Gran Sacerdote, que también estaba presente a estas fiestas con tan grand pompa y triunfo como el mesmo rey, acompañado de los sacerdotes y mamaconas que allí se habían juntado, que hiciesen a cada ídolo su pregunta destas cosas, el cual respondía por boca de los sacerdotes que tenían cargo de su bulto; y éstos, como estaban bien beodos, adivinaban lo que más vían que hacía al gusto de los que preguntaban, inventando por ellos y por el diablo, questaba en aquellas estatuas. Y hechas las preguntas a cada ídolo, por ser los sacerdotes tan astutos en maldades, pedían algund término para responder, para que con más devoción y crédito dellos oyesen sus desvaríos; porque decían que querían hacer sus sacrificios para que, estando gratos a los altos dioses suyos, fuesen servidos de responder lo que había de ser. Y así, eran traídos muchos animales de ovejas y corderos y cuis y aves, que pasaba el número de más de dos mill corderos y ovejas; y estos eran degollados, haciendo sus exorcismos diabólicos y sacrificios vanos a su costumbre; y luego denunciaban lo que soñaban o lo que fingían o por ventura lo que el diablo les decía; y al dar de las respuestas teníase gran cuenta en mirar lo que decían y cuántos dellos conformaban en un dicho o suceso de bien o de mal; y así hacían con las demás respuestas, para ver cuál decía verdad y acertaba lo que había de ser en el dicho año. Esto hecho, luego salían los limosneros de los reyes con las ofrendas que ellos llaman capaccocha y, juntándose la limosna general, eran vueltos los ídolos a los templos; y, si pasado el año habían acaso acertado alguno de aquellos soñadores, alegremente mandaba el Inca que lo fuese de su casa. La capaccocha, como digo, era ofrenda que se pagaba en lugar de diezmo a los templos, de muchos vasos de oro y plata y de otras piezas y piedras y cargas de mantas ricas y mucho ganado. Y a las que habían salido inciertas y mentirosas no les daban el año venidero ninguna ofrenda, antes perdían reputación. Y para hacer esto se hacían grandes cosas en el Cuzco, mucho más de lo que yo escribo. Y agora, después de fundada la Audiencia y haberse ido Gasca a España, entre algunas cosas que se trataban en ciertos pleitos, se hacía mención de esta capaccocha; y ello y todo lo demás que hemos escripto es cierto que se hacía y usaba. Y contemos agora de la gran fiesta de Hatun Raimi.