CAPÍTULO XXIV Dos indios se ofrecieron a guiar los españoles donde hallen mucho oro Todo el tiempo que el gobernador Hernando de Soto estuvo invernando en el alojamiento y pueblo de Apalache, siempre tuvo cuidado de inquirir y saber qué tierras, qué provincias había adelante hacia el poniente, por la parte que tenía imaginado y trazado de entrar el verano siguiente para ver y descubrir aquel reino. Con este deseo andaba siempre informándose de los indios que en su ejército había domésticos de días atrás y de los que nuevamente prendían, importunándoles dijesen lo que de aquella tierra y partes de ella sabían. Pues como el general y todos sus capitanes y soldados anduviesen con este cuidado y diligencia, sucedió que entre otros indios que prendieron, los que iban a correr el campo prendieron a un indio mozo de diez y seis o diez y siete años; conociéronle algunos indios de los que eran criados de los españoles y tenían amor a sus amos. Estos les dieron noticia para que se la diesen al gobernador cómo aquel mozo había sido criado de unos indios mercaderes que con sus mercaderías, vendiendo y comprando, solían entrar muchas leguas la tierra adentro y que había visto y sabía lo que el gobernador tanto procuraba saber. No se entienda que los mercaderes iban a buscar oro ni plata sino a trocar unas cosas por otras, que era el mercadear de los indios porque ellos no tuvieron uso de moneda. Con este aviso, pesquisaron al mozo lo que sabía. Respondió que era verdad tenía noticia de algunas provincias que con los mercaderes sus amos había andado y se atrevía a guiar los españoles doce o trece jornadas de camino que había en lo que él había visto. El gobernador entregó el indio a un español encargándole tuviese particular cuidado de él no se les huyese; mas el mozo les quitó de esta congoja porque en breve tiempo se hizo tan amigo y familiar de los españoles que parecía haber nacido y criádose entre ellos. Pocos días después de la prisión de este indio prendieron otro casi de la misma edad o poco mayor y, como el primero lo conociese, dijo al gobernador: "Señor, este mozo ha visto las mismas tierras y provincias que yo y otras más adelante, que las ha andado con otros mercaderes más ricos y caudalosos que mis amos." El indio nuevamente preso confirmó lo que había dicho el primero y de muy buena voluntad se ofreció a los llevar y guiar por las provincias que había andado, que dijo eran muchas y grandes. Preguntado por las cosas que en ellas había visto, si tenían oro o plata o piedras preciosas, que era lo que más deseaban saber, y mostrándole joyas de oro y piezas de plata y piedras finas de sortijas, que entre algunos capitanes y soldados principales se hallaron, para que entendiese mejor las cosas que le preguntaban, respondió que en una provincia, que era la postrera que había andado, llamada Cofachiqui, había mucho metal como el amarillo y como el blanco y que la mayor contratación de los mercaderes sus amos era comprar aquellos metales y venderlos en otras provincias. Demás de los metales dijo que había grandísima cantidad de perlas, y para decir esto señaló una perla engastada que vio entre las sortijas que le mostraron. Con estas nuevas quedaron nuestros españoles muy contentos y regocijados, deseando verse ya en el Cofachiqui para ser señores de mucho oro y plata y perlas preciosas. Volviendo a los hechos particulares, que entre indios y españoles acaecieron en Apalache, es así que, entrado ya el mes de marzo, sucedió que salieron del real veinte caballos y cincuenta infantes y fueron una legua del pueblo principal a otro de la jurisdicción a traer maíz, que lo había en abundancia por los poblezuelos de toda aquella comarca, en tanta cantidad que los españoles en todo el tiempo que estuvieron en Apalache nunca se alejaron legua y media del pueblo principal para proveerse de zara y otras semillas y legumbres que comían. Pues como hubiesen recogido el maíz que habían de llevar se emboscaron en el mismo pueblo con deseo de prender algunos indios, si a él viniesen. Pusieron una atalaya en lo más alto de una casa que se diferenciaba mucho de las otras y parecía templo. Pasado un buen espacio, el atalaya dio aviso que en la plaza, que era muy grande, estaba un indio mirando si había algo en ella. Un caballero, llamado Diego de Soto, sobrino del gobernador, que era uno de los mejores soldados del ejército y muy buen jinete, salió corriendo a caballo a prender el indio por mostrar su destreza y valentía más que por necesidad que de él tuviese. El indio, como vio el caballero, corrió con grandísima ligereza una carrera de caballo por ver si con la huida podía escaparse, que los naturales de este gran reino de la Florida son ligeros y grandes corredores y se precian de ello. Mas, viendo que el caballo le iba ganando tierra, se metió debajo de un árbol que halló cerca, que es guarida que los peones, a falta de picas, siempre suelen tomar para defenderse de los caballos; y, poniendo una flecha en el arco, que como otras veces hemos dicho de continuo andan apercibidos de estas armas, esperó a que llegase a tiro el español. El cual, no pudiendo entrar debajo del árbol, pasó corriendo por lado y tiró un bote al enemigo, corriendo la lanza sobre el lado izquierdo por ver si podía alcanzarle. El indio, guardándose del golpe de la lanza, tiró la flecha al caballo al tiempo que emparejaba con él y acertó a darle entre la cincha y el codillo con tanta fuerza y destreza que el caballo fue trompicando quince o veinte pasos adelante y cayó muerto sin menear pie ni mano. A este punto iba corriendo a media rienda otro caballero llamado Diego Velázquez, caballerizo del gobernador, no menos valiente y diestro en la jineta que el pasado, el cual había salido en pos de Diego de Soto para le socorrer, si lo hubiese menester. Viendo, pues, el tiro que el indio había hecho en el compañero, dio más prisa al caballo, y, no pudiendo entrar debajo del árbol, pasó por lado tirando otra lanzada como la de Diego de Soto. El indio hizo la misma suerte que en el primero, porque al emparejar del caballo le dio otro flechazo tras el codillo, y, como al pasado, le hizo ir dando tumbos hasta caer muerto a los pies del compañero. Los dos compañeros españoles con sus lanzas en las manos se levantaron a toda prisa, y, por vengar la muerte de sus caballos, arremetieron con el indio, el cual, contento con las dos buenas suertes que en tan breve tiempo y con tan buena ventura había hecho, se fue corriendo al monte haciendo burla y escarnio de ellos, volviendo el rostro a hacerles visajes y ademanes, y les decía yéndose al paso de ellos sin querer correr lo que podía: "Peleemos todos a pie y veremos quién son los mejores." Con estas palabras y otras que dijo en vituperio de los castellanos, se puso en salvo, dejándolos bien lastimados de tanta pérdida como la de dos caballos, que, por sentir estos indios la ventaja que les hacían los españoles a caballo, procuraban y holgaban más de matar un caballo que cuatro cristianos, y así, con todo cuidado y diligencia tiraban antes al caballo que al caballero.
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De un escándalo que causó un tigre entre los españoles y los indios Caminando el gobernador y su gente por la vera de unas arboledas muy espesas, ya que quería anochecer atravesóse un tigre por medio de los indios, de lo cual hobo entre ellos tan grande escándalo y alboroto, que hicieron a los españoles tocar alarma, y los españoles, creyendo que se querían volver contra ellos, dieron en los indios con apellido de Santiago, y de aquella refriega hirieron algunos indios; y visto por los indios, se metieron por el monte adentro huyendo, y hobieran herido con dos arcabucazos al gobernador, porque le pasaron las pelotas a raíz de la cara; los cuales se tuvo por cierto que le tiraron maliciosamente por lo matar, por complacer a Domingo de Irala, porque le había quitado el mandar de la tierra, como solía. Y visto por el gobernador que los indios se habían metido por los montes, y que convenía remediar y apaciguar tan grandes escándalos y alboroto, se apeó solo y se lanzó en el monte con los indios, animándolos y diciéndoles que no era nada, sino que aquel tigre había causado aquel alboroto, y que él y la gente española eran sus amigos y hermanos, vasallos de Su Majestad, y que fuesen todos con él adelante a echar los enemigos de la tierra, pues que los tenían muy cerca. Y como ver los indios al gobernador en persona entre ellos, y con las cosas que les dijo, ellos se sosegaron, y salieron del monte con él; y es cierto que en aquel trance estuvo la cosa en punto de perderse todo el campo, porque si los dichos indios huían y se volvían a sus casas, nunca se aseguraran ni fiaran de los españoles, ni sus amigos y parientes; y ansí, se salieron, llamando el gobernador a todos los principales por sus nombres que se habían metido en los montes con los otros, los cuales estaban muy atemorizados, y les dijo y aseguró que viniesen con él seguros, sin ningún miedo ni temor; y que a los españoles los habían querido matar, ellos habían sido la causa, porque se habían puesto en arma, dando a entender que los querían matar, porque bien entendido tenían que había sido la causa aquel tigre que pasó entre ellos y que había puesto el temor a todos, y que pues eran amigos, se tornasen a juntar, pues sabían que la guerra que iban a hacer era y tocaba a ellos mismos, y por su respecto se la hacía, porque los indios guaycurúes nunca les habían visto ni conoscido los españoles, ni hecho ningún enojo ni daño, y que por amparar y defender a ellos, y que no les fuesen hechos daños algunos, iban contra los dichos indios. Siendo tan rogados y persuadidos por el gobernador por buenas palabras, salieron todos a ponerse en su mano muy aterrorizados, diciendo que ellos se habían escandalizado yendo caminando, pensando que del monte salían sus enemigos, los que iban a buscar, y que iban huyendo a se amparar con los españoles, y que no era otra la causa de su alteración; y como fueron sosegados los indios principales, luego los otros de su generación se juntaron, y sin que hobiese ningún muerto; y ansí juntos, el gobernador mandó que todos los indios allí adelante fuesen a la retaguardia, y los españoles en el avanguardia, y la gente de a caballo delante de toda la gente de los indios españoles; y mandó que todavía caminasen como iban en la orden por dar más contento a los indios, y viesen la voluntad con que iban contra sus enemigos, y perdiesen el temor de lo pasado, porque, si se rompiera con los indios, y no se pusiera remedio, todos los españoles que estaban en la provincia no se pudieran sustentar ni vivir en ella, y la habían de desamparar forzosamente; y así fue caminando hasta dos horas de la noche, que paró con toda la gente, a do cenaron de lo que llevaban, debajo de unos árboles.
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Cómo Diego Velázquez envió a un su criado que se decía Gaspar de Garnica, con mandamiento y provisiones para que en todo caso se prendiese a Cortés y se le tomase el armada, y lo que sobre ello se hizo Hay necesidad que algunas cosas desta relación vuelvan muy atrás a se relatar, para que se entienda bien lo que se escribe; y esto digo que parece ser que, como el Diego Velázquez vio y supo de cierto que Francisco Verdugo, su teniente e cuñado, que estaba en la villa de la Trinidad, no quiso apremiar a Cortés que dejase el armada, antes le favoreció, juntamente con Diego de Ordás, para que saliese; diz que estaba tan enojado el Diego Velázquez, que hacía bramuras, y decía al secretario Andrés de Duero y al contador Amador de Lares que ellos le habían engañado por el trato que hicieron, y que Cortés iba alzado: y acordó de enviar a un criado con cartas y mandamientos para la Habana a su teniente, que se decía Pedro Barba, y escribió a todos sus parientes que estaban por vecinos en aquella villa, y al Diego de Ordás y a Juan Velázquez de León, que eran sus deudos e amigos, rogándoles muy afectuosamente que en bueno ni en malo no dejasen pasar aquella armada, y que luego prendiesen a Cortés, y se lo enviasen preso e a buen recaudo a Santiago de Cuba. Llegado que llegó Garnica (que así se decía el que envió con las cartas y mandamientos a la Habana), se supo lo que traía, y con este mismo mensajero tuvo aviso Cortés de lo que enviaba el Velázquez, y fue desta manera: que parece ser que un fraile de la Merced que se daba por servidor de Velázquez, que estaba en su compañía del mismo gobernador, escribía a otro fraile de su orden, que se decía fray Bartolomé de Olmedo, que iba con Cortés, y en aquella carta del fraile le avisaban a Cortés sus dos compañeros Andrés de Duero y el contador de lo que pasaba: volvamos a nuestro cuento. Pues como al Ordás lo había enviado Cortés a lo de los bastimentos con el navío (como dicho tengo), no tenía Cortés contradictor sino a Juan Velázquez de León; luego que le habló lo trajo a su mandado, y especialmente que el Juan Velázquez no estaba bien con el pariente, porque no le había dado buenos indios. Pues a todos los más que había escrito el Diego Velázquez, ninguno le acudía a su propósito; antes todos a una se mostraron por Cortés, y el teniente Pedro Barba muy mejor; y demás desto, aquellos hidalgos Alvarados, y el Alonso Hernández Puertocarrero, y Francisco de Montejo, y Cristóbal de Olí, y Juan de Escalante, e Andrés de Monjaraz, y su hermano Gregorio de Monjaraz; y todos nosotros pusiéramos la vida por el Cortés. Por manera que si en la villa de la Trinidad se disimularon los mandamientos, muy mejor se callaron en la Habana entonces; y con el mismo Garnica escribió el teniente Pedro Barba al Diego Velázquez, que no osé prender a Cortés porque estaba muy pujante de soldados, e que hubo temor no metiese a sacomano la villa y la robase, y embarcase todos los vecinos y se los llevase consigo. E que, a lo que ha entendido, que Cortés era su servidor, e que no se atrevió a hacer otra cosa. Y Cortés escribió al Velázquez con palabras tan buenas y de ofrecimientos, que los sabía muy bien decir, e que otro día se haría a la vela, y que le sería muy servidor.
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Capítulo XXIV De cómo el capitán tomó posesión en aquellas tierras y lo que más hizo hasta que salió de ellas Como el capitán Francisco Pizarro hubo comido y holgado con aquellos señores que por le honrar se habían juntado, les habló con las lenguas que tenían, diciéndoles cuánto cargo le habían echado en la honra que le habían hecho, que él confiaba en Dios algún día se lo pagar, y que de presente, por el amor que les habían cobrado, les quería avisar de lo que tanto les convenía, que era que olvidasen su creencia tan vana y los sacrificios que hacían tan sin provecho, pues a solo Dios convenía honrar y servir con sacrificios de buenas obras y no con derramar sangre de hombres ni de animales, afirmándoles que el sol a quien adoraban por Dios, no era más que cosa criada para dar lumbre al mundo y para la conservación de él; que Dios todopoderoso tenía su asiento en el más eminente lugar del cielo, y que los cristianos adoraban a este Dios, a quien llaman Jesucristo, y que si ellos hacían lo mismo les daría gloria del cielo, y no haciéndolo, les echaría en el infierno para siempre jamás. Concluyó con ellos con decirles que procuraría la vuelta con brevedad y traería religiosos para que los bautizasen y les predicasen la palabra del santo, evangelio. Y luego les dijo que supiesen que todos ellos habían de reconocer por señor y rey al que era de España y de otros muchos reinos y señoríos; y que en señal de obediencia alzasen una bandera que les puso en las manos; la cual los indios la tomaron y la alzaron tres veces riéndose, teniendo por burla todo lo que les había dicho, porque ellos no creían que en el mundo hubiese otro señor tan grande y poderoso como Guaynacapa; mas como lo que les pedía no les costaba nada, concedieron en todo con el capitán, riéndose de lo que les decía. Esto pasado, el capitán se despidió de los indios para se volver al navío; y como fuesen en una balsa, se trastornó de tal manera, que aína se ahogaran. Como entró en el navío, se acostó en una cama. Halcón, como vio que se apartaba de la cacica, fue a le rogar que lo dejasen en aquella tierra entre aquellos indios; no quiso, porque era de poco juicio y no los alterase, lo cual sintió tanto Halcón, que luego perdió el seso y se tornó loco, diciendo a grandes voces: "Xora, xora, bellacos, que esta tierra es mía y de mi hermano el rey y me la tenéis usurpada", y con una espada quebrada se fue para ellos. El piloto, Bartolomé Ruiz, le dio con un remo un golpe, de que cayó en el suelo, y metiéronlo debajo de cubierta, echándole una cadena. Volviendo con el navío por donde habían venido, llegaron a otro puerto de la costa, donde hallaron muchos indios en balsas para recibirlos con mucha alegría, y como el navío surgió fueron a él con grandes presentes que los caciques enviaban al capitán, y llegó un indio con una espada y un jarro de plata que, al tiempo que el capitán cayó (en el puerto donde estuvo) en el agua, se perdió; mas los indios le buscaban tanto y con tanta diligencia, que lo hallaron y por tierra se lo enviaron y llegó, a este tiempo; los ricos hombres de aquella comarca con algunos caciques fueron al navío muy alegres en verlo surto en el puerto, y hablaron con el capitán rogándole, que pues había saltado en la tierra de sus vecinos, que hiciese en la suya lo mismo, porque dejarían en rehenes, de ellos mismos, los que él mandase. Respondió que no quería que quedasen en la nao ninguno de ellos sino salir como mandaban, por les hacer placer, porque su deseo era de les dar todo contentamiento, quedaron con oír esto los principales muy contentos, y así lo estuvieron hasta que se volvieron a tierra, donde mandaron aparejar bastimento para les dar de comer y que se hiciese una ramada semejante a la que tuvieron donde primero habían estado. Francisco Pizarro estaba espantado cuando veía tanta razón en aquellas gentes, y cómo andaban vestidos y los principales bien tenidos. Y por la mañana fue a tierra, donde fue recibido de la manera que lo hicieron los otros; y así le dieron de comer a él y a sus compañeros; y como estuviesen juntos muchos principales, les hizo otro parlamento sobre que les convenía dejar sus ídolos y ritos que tenían y tomar nuestra fe y adorar por Dios a nuestro redentor y señor Jesucristo, y que habían de entender que presto serían sujetos al emperador don Carlos, rey de España, y les hizo alzar la bandera ni más ni menos que a los otros; mas también lo tuvieron todo por burla y se reían, muy de gana de lo que le oían. Como se quisiese recoger al navío, rogó a los principales que allí estaban que le diese cada uno de ellos un muchacho para que aprendiese la lengua y supiesen hablar para cuando volviesen. Diéronle un muchacho a quien llamaron Felipillo, y a otro que pusieron don Martín. Un español marinero llamado Ginés, pidió licencia al capitán para se quedar entre los indios, y lo mismo hizo Alonso de Molina, el cual dijo que se quería quedar en Túmbez hasta que, siendo Dios servido, volviese con gente para poblar aquella tierra. Francisco Pizarro encomendó mucho a los indios a Ginés, que entre ellos se quedó; respondieron que mirarían por él. Pasado esto se partió de allí y como se embarcó, arribó la vuelta de Túmbez. Como llegó la nao a cabo Blanco, saltó en tierra para tomar posesión en nombre del emperador, y como fuese en una canoa para lo hacer, poco faltó para se perder, porque era pequeña y zozobró. Como se vio en la costa, dijo en presencia de los que iban con él: "Sedme testigos cómo tomo posesión en esta tierra con todo lo demás que se ha descubierto por nosotros, por el emperador nuestro señor y por la corona real de Castilla". Como esto dijo, dio algunos golpes, poniendo su señal como se suele hacer. Volvió al navío, anduvieron hasta que llegaron a la playa de Túmbez, donde lo estaban aguardando muchos principales y caciques; fueron luego en balsas algunos de ellos llevando refresco. El capitán les habló como había hecho a los demás, y les dijo que para que por ellos fuese conocido que su amistad era verdadera y de amigo, que él quería dejarles un cristiano, para que le mostrasen su lengua y le tuviesen entre ellos, Holgáronse en extremo en lo saber, prometieron de lo mirar y guardar, como él vería cuando volviesen; y así Alonso de Molina con su hato se quedó en Túmbez. De estos cristianos dicen unos que se juntaron a cabo de algunos días todos tres, y que llevando a Quito al rey Guaynacapa los dos de ellos, supieron que era muerto y los mataron a ellos. Otros dicen que fueron viciosos en mujeres y que los aborrecieron tanto, que los mataron. Lo más cierto, y que yo creo, es lo que también he oído, que juntos salieron con los de Túmbez a la guerra que tenían con los de la Puná, donde después de haber los tres cristianos peleado mucho, fueron vencidos los de Túmbez; y como ellos no pudieron huir tanto, los enemigos los alcanzaron y mataron. Cierto si quedaran hombres sabios o religiosos que pretendieran aprovechar las ánimas de estos infieles, no hay que dudar sino que Dios fuera con ellos; pero eran mancebos de poco saber, criados en la mar, y que se apocarían tanto que los indios los matarían como ellos dicen, como se ha contado. Como el capitán hubo estado hablando con los de Túmbez, que se ha dicho, y entendido de ellos grandes cosas que decían de Chincha, se partió, metiendo primero algunas ovejas que los indios les dieron, las cuales mandó el capitán que se curasen y guardasen para llevar por muestra, y no quiso pasar en la isla de la Puná, y al tiempo que pasaban por la punta que pusieron por nombre de Santa Elena, donde se habían juntado muchos principales para ver el capitán y hablarle, creyendo que los cristianos eran favorecidos de Dios y cosa suya, pues así andaban por la mar siendo tan pocos; y como vieron al navío, fueron a él; hablaron con Francisco Pizarro, diciendo que estaban todos muy alegres con ver que eran tan buenos y amigos de verdad; y que tomasen puerto en su tierra, donde serían servidos. El capitán no quiso salir del navío, mas por complacer, mandó que surgiesen; y como volvieron los que habían ido a tierra, dieron cuenta a los otros de cómo habían visto al capitán, y determinaron de le hacer un presente de lo que ellos más estimaban que eran mantas de su lana y algodón, y unas cuentas de hueso menudas a que llaman chaquira, que es gran rescate; oro, bien pudieran lastrar el navío con lo que había en aquella tierra, mas como el capitán había mandado que no preguntasen por oro ni plata ni hiciesen caso de él, aunque más de ello viesen, no les dieron ninguno; mas fueron a la nao treinta y tantos principales, y cada uno en señal de amor y de gran voluntad le dio una manta y le echó al cuello una sarta de la chaquira dicha, y las mantas se las ponían junto a las espaldas, porque así es su costumbre. Al ruido que tenían los indios, subió Halcón arriba, pidiendo primero licencia, teniendo como tenía sus prisiones; y mirando contra el capitán, a grandes voces dijo: "Quien vio asno enchaquirado ni albardado como ése". Lo cual dijo por él, y dio grandes voces a los indios, diciendo que los cristianos le tenían usurpado el reino, que eran unos traidores, tales por cuales. El capitán les hizo entender como estaba loco, y les agradeció el presente, rogándoles ya que se querían partir, que les diesen un muchacho, para que aprendiese la lengua, diéronselo, el cual murió después en España. De aquí navegaron, y en Puerto Viejo salieron muchas balsas con mantenimientos, mostrando todos mucha alegría con ver y hablar con los españoles; y le dieron otro muchacho, a quien pusieron por nombre don Juan. No saltaron más en tierra ni pararon hasta la Gorgona, donde habían dejado los españoles, con quien mucho se holgaron, aunque hallaron al uno que llamaban Trujillo muerto. A los demás abrazaron y contaron lo que habían visto y lo que dejaban descubierto; y recogiéndose todos al navío, se hicieron a la vela con determinación de no parar hasta llegar a Panamá.
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Capítulo XXIV De la Villa Rica de Oropesa y la ciudad de Castro Virreina La Villa Rica de Oropesa, en el asiento de Huancavillca, es una de las más necesarias y ricas deste Reino del Perú, como diremos adelante. Llamóse Huancavillca antiguamente porque en ella se dio una muy porfiada y cruel batalla entre dos capitanes: el uno llamado Huamán que era Ynga, y el otro Huanca, natural de aquella tierra y, aunque hizo su deber muy valerosamente, al cabo fue vencido y preso. Los soldados del Huamán, gozosos de la victoria, pusieron a aquel valle o asiento, Huanca, por causa y memoria del capitán vencido, y Villca, por un cerro muy alto que allí estaba, y así se le quedó Huancavillca: Después, cuando el virrey don Francisco de Toledo visitó este Reino y subió a Potosí, considerando que en el beneficio que a los metales se hacía por fundición, aunque se sacaba mucha cantidad de dinero, era a mucha costa, y se perdía en la labor casi la mitad de la plata y quedaba oculta por no apurarse los metales y, habiéndose descubierto en este asiento unas ricas minas de azogue, mandó, en nombre de su majestad, se fundase allí una villa, la cual se llamó de Oropesa, por ser él natural de Oropesa en los Reinos de España y hermano del conde de aquella villa. Fue la población desta Oropesa el remedio universal deste Reino a causa que, habiéndose repartido indios entre los mineros, se empezaron a sacar muchos millares de quintales de azogue el cual, pagándoselo su majestad a como con ellos se concertaba, lo llevaban por tierra al puerto de Chincha, que está más abajo, siete leguas, del de Pisco, y allí, embarcándolo en navíos, se transporta a la villa de Arica, de donde en recuas de carneros de la tierra es llevado a la villa imperial de Potosí, y entregado a los oficiales reales della, que lo reparten entre los mineros del cerro, con que se beneficia, el día de hoy, los metales, tres veces al doble, en más cantidad que solían antes por fundición. Se saca al doble la plata y más pura y más acendrada que solía, creciendo la ley, todo lo cual resulta desta villa de Oropesa y de su azogue, y al Rey y a los mineros della y a los de Potosí no tiene cuenta ni suma el grandísimo interés que les resulta y riqueza. Está la villa fundada en medio de dos cerros: el uno es de donde se saca el azogue, y otro enfrente, de plata, que se sacó en un tiempo y se dejó por seguir las minas de azogue. El temple es muy frío y desabrido, pero todo lo hace sufrir el deseo de plata. La villa es de gente rica y que gastan el dinero con prodigalidad y excesivamente. Hay en ella vicario, puesto por el obispo del Cuzco, en cuya jurisdicción cae, y tres beneficiados con ochocientos pesos ensayados de salario y un convento de religiosos dominicos y un hospital, donde se curan indios enfermos. Pero, si ha sido de grandísima riqueza y aumento para el Reino esta villa, también ha sido causa de muchísima disminución a las provincias, de donde acuden indios a ella, repartidos para la labor de las minas, porque los que entran en los socavones y, aun los que están en los asientos dando fuego al beneficio, se suelen azogar del humo y de otros accidentes que les resultan, y mueren más que se podrán significar. Acontece abrir una sepultura donde hay indio enterrado que así murió, para enterrar otro, y hallar entre los huesos corriendo el azogue. Pasa un río junto a esta villa que tiene su puente de piedra y, a par della, al pie del cerro de plata, nace una fuente de agua caliente, la cual se cuaja y torna piedra, de manera que los más edificios y casas que hay en la villa, son hechos de la piedra que desta fuente y agua se hace, la cual no es muy pesada, antes algo liviana y ligera, y no hay animal, aunque pasen cerca della caballos, mulas y carneros, que lleguen a beber della. Ha acontecido a un negro beberla y morir aquel día, que en el vientre se le debe de cuajar, y oprimir los espíritus vitales y ahogar. Se pudiera hacer con esta agua cualquiera figura, si se amoldara, como se hacen de bronce, plomo y plata. La ciudad de Castro Virreina está catorce leguas desta villa de Oropesa, en las minas de Choclococha; el cual nombre le vino que, como dijimos al principio de este capítulo, el capitán Huanca fue vencido, pusieron su salud en la huida y, llegando a una laguna que en su lengua llaman Chocha, como los enemigos victoriosos los siguiesen y casi diesen alcance por ir más ligeros y sueltos, echaron todo el mantenimiento que llevaban en esta laguna, que se hacía en una llanada grande, al pie de tinos cerros, porque los enemigos no se aprovechasen dellos. Dicen que después, con las calores, se secó aquella laguna, y con la humedad que le había quedado, brotó el maíz en cantidad, y de aquí le vino llamarse Choclococha, que significa laguna de choclos. Es tierra asperísima y fría, aunque riquísima de minas y así, gobernando este Reino don García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, el año de mil y quinientos y noventa y dos, un griego a quien después mataron a puñaladas y lo hallaron en una cueva, sin que se supiese quién, descubrió unas muy famosas minas en los cerros alrededor della. El uno de donde más plata se ha sacado, es el de Hurcum Cocha, por una laguna que tiene al pie, y pobló allí una villa que llamó Castro Virreina, por el nombre de doña Teresa de Castro, hija del conde de Lemos, su mujer; y en ella puso gobernador, aplicándole el corregimiento de los chocoruos, una provincia de indios que está allí cerca, dándole muy extendida jurisdición. Después Su Majestad, pasados algunos años, la honró con título de ciudad. Tiene su vicario puesto por el obispo del Cuzco y otros dos beneficiados y su hospital, donde se curan los indios enfermos que son hartos. Tiene esta ciudad privilegio de Su Majestad, que en ella se quinta la plata al décimo, a causa de alentar a los pobladores y mineros de ella a que siguiesen las minas. Porque no se queden el olvido otras minas, que en tiempo del conde del Villar, cuando gobernaba, se descubrieron en Vilcabamba, junto a donde el gobernador Martín Hurtado de Arbieto fundó la ciudad de San Francisco de la Victoria, cuando hubo desecho y preso al Ynga Tupa Amaro. Diré que al principio fue mucha la riqueza que dellas se sacó de metales, que llaman machacado, que casi todo era plata y no tenía necesidad de fundirse ni beneficiarse y, como no fuese este metal en venas y vetas seguido, sino se hallase a bolsas, y en buscarlas se gastase mucho dinero, cayeron las minas de su primera estimación y así, aunque ahora se labra, es con poca gente, porque los mineros principales las han ido dejando.
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CAPÍTULO XXIV De la manera con que el demonio procuró en México, remedar la fiesta de Corpus Christi, y comunión que usa la santa Iglesia Mayor admiración pondrá la fiesta y semejanza de comunión que el mismo demonio, príncipe de los hijos de soberbia, ordenó en México; la cual, aunque sea un poco larga, es bien referilla como está escrita por personas fidedignas. En el mes de mayo, hacían los mexicanos su principal fiesta de su dios Vitzilipuztli, y dos días antes de la fiesta, aquellas mozas que dijimos arriba que guardaban recogimiento en el mismo templo y eran como monjas, molían cuantidad de semilla de bledos, juntamente con maíz tostado, y después de molido, amasábanlo con miel, y hacían de aquella masa un ídolo tan grande como era el de madera, y poníanle por ojos unas cuentas verdes, o azules o blancas, y por dientes unos granos de maíz, sentado con todo el aparato que arriba queda dicho; el cual después de perfeccionado, venían todos los señores, y traían un vestido curioso y rico, conforme al traje del ídolo, con el cual le vestían; y después de muy bien vestido y aderezado, sentábanlo en un escaño azul, en sus andas, para llevarle en hombros. Llegada la mañana de la fiesta, una hora antes de amanecer, salían todas estas doncellas vestidas de blanco, con atavíos nuevos, y aquel día las llamaban hermanas del dios Vitzilipuztli. Venían coronadas con guirnaldas de maíz tostado y reventado, que parece azahar, y a los cuellos, gruesos sartales de lo mismo, que les venían por debajo del brazo izquierdo; puesta su color en los carrillos, y los brazos desde los codos hasta las muñecas, emplumados con plumas coloradas de papagayos, así aderezadas tomaban las andas del ídolo en los hombros, y sacábanlas al patio, donde estaban ya todos los mancebos vestidos con unos paños de red, galanos, coronados de la misma manera que las mujeres. En saliendo las mozas con el ídolo, llegaban los mancebos con mucha reverencia, y tomaban las andas en los hombros, trayéndolas al pie de las gradas del templo, donde se humillaba todo el pueblo; y tomando tierra del suelo, se la ponían en la cabeza, que era ceremonia ordinaria entre ellos en las principales fiestas de sus dioses. Hecha esta ceremonia, salía todo el pueblo en procesión con toda la priesa posible, e iban a un cerro que está una legua de la ciudad de México llamado Chapultepec, y allí hacían estación y sacrificios. Luego partían con la misma priesa a un lugar cerca de allí, que se dice Atlacuyauaya, donde hacían la segunda estación, y de allí a otro pueblo, una legua adelante, que se dice Cuyoacán, de donde partían volviéndose a la ciudad de México, sin hacer pausa. Hacíase este camino de más de cuatro leguas en tres o cuatro horas; llamaban a esta procesión Ypayna Vitzilipuztli, que quiere decir, el veloz y apresurado camino de Vitzilipuztli. Acabados de llegar al pie de las gradas, ponían allí las andas y tomaban unas sogas gruesas, y atábanlas a los asideros de las andas, y con mucho tiento y reverencia, unos tirando de arriba y otros ayudando de abajo, subían las andas con el ídolo a la cumbre del templo, con mucho ruido de flautas y clamor de bocinas, y caracoles y atambores. Subíanlo de esta manera, por ser las gradas del templo muy empinadas y angostas, y la escalera bien larga, y así no podían subir con las andas en los hombros. Y al tiempo que subían al ídolo, estaba todo el pueblo en el patio con mucha reverencia y temor. Acabado de subirle a lo alto, y metido en una casilla de rosas que le tenían hecha, venían luego los mancebos y derramaban muchas flores de diversas colores, hinchiendo todo el templo dentro y fuera de ellas. Hecho esto, salían todas las doncellas con el aderezo referido, y sacaban de su recogimiento unos trozos de masa de maíz tostado, y bledos, que era la misma de que el ídolo era hecho, hechos a manera de huesos grandes, y entregábanlos a los mancebos, y ellos subíanlos arriba y poníanlos a los pies del ídolo, por todo aquel lugar, hasta que no cabían más. A estos trozos de masa llamaban los huesos y carne de Vitzilipuztli. Puestos allí los huesos, salían todos los ancianos del templo, sacerdotes y levitas, y todos los demás ministros, según sus dignidades y antigüedades, porque las había con mucho concierto y orden con sus nombres y dictados. Salían unos tras otros con sus velos de red de diferentes colores y labores, según la dignidad y oficio de cada uno, con guirnaldas en las cabezas y sartales de flores en los cuellos. Tras éstos salían los dioses y diosas que adoraban en diversas figuras, vestidos de la misma librea, y poniéndose en orden alrededor de aquellos trozos de masa, hacían cierta ceremonia de canto y baile, sobre ellos, con lo cual quedaban benditos y consagrados por carne y huesos de aquel ídolo. Acababa la bendición y ceremonia de aquellos trozos de masa con que quedaban tenidos por huesos y carne del ídolo, de la misma manera de huesos grandes, y entregábanlos a los mancebos, y ellos subíanlos arriba y poníanlos a los pies del ídolo, por todo aquel lugar, hasta que no cabían más. A estos trozos de masa llamaban los huesos y carne de Vitzilipuztli, pues, los sacrificios salían luego todos los mancebos y mozas del templo, aderezados como está dicho; puestos en orden y en hileras los unos en frente de los otros, bailaban y cantaban al son de un tambor que les tañían, en loor de la solemnidad y del ídolo que celebraban, a cuyo canto todos los señores y viejos, y gente principal, respondían bailando en el circuito de ellos, haciendo un hermoso corro como lo tienen de costumbre, estando siempre los mozos y las mozas en medio, a cuyo espectáculo venía toda la ciudad. En este día del ídolo Vitzilipuztli era precepto muy guardado en toda la tierra, que no se había de comer otra comida sino de aquella masa con miel de que el ídolo era hecho, y este manjar se había de comer luego en amaneciendo, y que no se había de beber agua ni otra cosa alguna sobre ello, hasta pasado medio día, y lo contrario tenían por gran agüero y sacrilegio. Pasadas las ceremonias, podían comer otras cosas. En este ínterin, escondían el agua de los niños, y avisaban a todos los que tenían uso de razón que no bebiesen agua porque vendría la ira de dios sobre ellos, y morirían; y guardaban esto con gran cuidado y rigor. Concluidas las ceremonias, bailes y sacrificios, íbanse a desnudar, y los sacerdotes y dignidades del templo tomaban el ídolo de masa, y desnudábanle de aquellos aderezos que tenía, y así a él como a los trozos que estaban consagrados, los hacían muchos pedazos, y comenzando desde los mayores, repartíanlos y dábanlos a modo de comunión a todo el pueblo, chicos y grandes, hombres y mujeres, y recibíanlo con tanta reverencia, temor y lágrimas, que ponía admiración, diciendo que comían la carne y huesos de dios, teniéndose por indignos de ello; los que tenían enfermedades pedían para ellos, y llevábanselo con muchas reverencias y veneración. Todos los que comulgaban, quedaban obligados a dar diezmo de aquella semilla de que se hacía el ídolo. Acabada la solemnidad de la comunión, se subía un viejo de mucha autoridad, y en voz alta predicaba su ley y ceremonias. ¿A quién no pondrá admiración que tuviese el demonio tanto cuidado de hacerse adorar y recibir al modo que Jesucristo nuestro Dios ordenó y enseñó, y como la Santa Iglesia lo acostumbra? Verdaderamente se echa de ver bien lo que al principio se dijo, que en cuanto puede, procura Satanás usurpar y hurtar para sí la honra y culto debido a Dios, aunque siempre mezcla sus crueldades y suciedades, porque es espíritu homicida e inmundo, y padre de mentira.
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CAPÍTULO XXIV Del bravo curaca Tascaluza, casi gigante, y cómo recibió al gobernador En el pueblo Talise estuvo el gobernador diez días haciendo diligencias para haber noticia de todas partes de lo que quedaba por andar de su viaje y de lo que había en las provincias comarcanas a un lado y a otro de este pueblo. En el ínterin vino un hijo de Tascaluza, mozo de edad de diez y ocho años, de tan buena estatura de cuerpo que del pecho arriba era más alto que ningún español ni indio de los que había en el ejército. Vino acompañado de mucha gente noble; traía una embajada de su padre en que ofrecía al gobernador su amistad, persona y estado para que de todo ello se sirviese como más gustase. El general lo recibió muy afablemente y le hizo mucha honra, así por su calidad como por su gentileza y buena disposición. El cual, después de haber dado su embajada y habiendo entendido que el adelantado quería ir donde su padre Tascaluza estaba, le dijo: "Señor, para ir allá, aunque no son más de doce o trece leguas, hay dos caminos. Suplico a vuestra señoría mande que dos españoles vayan por el uno y vuelvan por el otro porque vean cuál de ellos es el mejor por el cual vuestra señoría haya de ir, que yo daré guías que seguramente los lleven y vuelvan." Así se hizo, y uno de los dos que fueron a descubrir los caminos fue Juan de Villalobos, el que fue a descubrir las minas de oro y las halló de azófar, el cual era amicísimo de ver primero que otro de sus compañeros lo que en el descubrimiento había. Con esta pasión se ofreció a andar el camino dos veces, y aun tres. Cuando volvieron los dos compañeros con la relación de los caminos, el gobernador se despidió del buen Coza y de los suyos, los cuales quedaron muy tristes porque los castellanos se iban de su tierra. El general salió por el camino que le dijeron era más acomodado. Pasó el río de Talase en balsas y canoas, que era tan caudaloso que no se vadeaba. Caminó dos días, y al tercero, bien temprano, llegó a dar vista al pueblo donde el curaca Tascaluza estaba. No era el principal de su estado, sino otro de los comunes. Tascaluza, sabiendo por sus correos que el gobernador venía cerca, salió a recibirle fuera del pueblo. Estaba en un cerrillo alto, lugar eminente, de donde a todas partes se descubría mucha tierra. Tenía en su compañía no más de cien hombres nobles, muy bien aderezados de ricas mantas de diversos aforros, con grandes plumajes en la cabezas, conforme el traje y usanza de ellos. Todos estaban en pie, sólo Tascaluza estaba sentado en una silla de las que los señores de aquellas tierras usan, que son de madera, una tercia poco más o menos de alto, con algún cóncavo para el asiento, sin espaldar ni braceras, toda de una pieza. Cabe sí tenía un alférez con un gran estandarte hecho de gamuza amarilla con tres barras azules que lo partían de una parte a la otra, hecho al mismo talle y forma de los estandartes que en España traen las compañías de caballos. Fue cosa nueva para los españoles ver insignia militar, porque hasta entonces no habían visto estandarte, bandera ni guión. La disposición de Tascaluza era, como de su hijo, que a todos sobrepujaba más de media vara en alto. Parecía gigante, o lo era, y con la altura de su cuerpo se conformaba toda la demás proporción de sus miembros y rostro. Era hermoso de cara y tenía en ella tanta severidad que en su aspecto se mostraba bien la ferocidad y grandeza de su ánimo. Tenía las espaldas conforme a su altura, y por la cintura tenía poco más de dos tercias de pretina; los brazos y piernas, derechas y bien sacadas, proporcionadas con el cuerpo. En suma, fue el indio más alto de cuerpo y más lindo de talle que estos castellanos vieron en todo lo que anduvieron de la Florida. De la manera que se ha dicho estaba esperando Tascaluza al gobernador y, aunque los caballeros y capitanes del ejército que iban delante llegaban donde él estaba, no hacía movimiento a ellos ni semblante de comedimiento alguno, como si no los viera ni pasaran cerca de él. Así estuvo hasta que llegó el gobernador, y cuando lo vio cerca se levantó a él y salió como quince o veinte pasos de su asiento a recibirle. El general se apeó y lo abrazó, y los dos se quedaron en el mismo puesto hablando entretanto que el ejército se alojaba en el pueblo y fuera de él, porque no cabía toda la gente dentro. Y luego fueron los dos, mano a mano, hasta la casa del gobernador, que era cerca de la casa de Tascaluza, donde dejó al general y se fue con sus indios. Dos días descansaron los españoles en aquel pueblo, y al tercero salieron en seguimiento de su viaje. Tascaluza, por mostrar mucha amistad al gobernador, quiso acompañarle, diciéndole lo hacía para que fuese mejor servido por su tierra. El gobernador mandó que le aderezasen un caballo a la brida en que fuese, como se había hecho siempre con los curacas señores de vasallos que con él habían caminado, aunque se nos ha olvidado decirlo hasta este lugar. En todos los caballos que en el ejército llevaban no se halló alguno que pudiese sufrir y llevar a Tascaluza, según la grandeza de su cuerpo, y no porque era gordo, que como atrás dijimos tenía menos de vara de pretina, ni era pesado por vejez, que apenas tenía cuarenta años. Los castellanos, haciendo más diligencia buscando en qué fuese Tascaluza, hallaron un rocín del gobernador que, por ser tan fuerte, servía de llevar carga. Este pudo sufrir a Tascaluza, el cual era tan alto que, puesto encima del caballo, no le quedaba una cuarta de alto de sus pies al suelo. No tuvo en poco el gobernador que se hallase caballo en que fuese Tascaluza, porque no se desdeñase de que lo llevasen en acémila. Así caminaron tres jornadas de a cuatro leguas, y, al fin de ellas, llegaron al pueblo principal llamado Tascaluza, de quien la provincia y el señor de ella tomaban el nombre. El pueblo era fuerte, estaba asentado en una península que el río hacía, el cual era el mismo que pasaba por Talise y venía más engrosado y poderoso. El día siguiente se ocuparon en pasarlo, y, por el mal recaudo que había de balsas, gastaron casi todo el día, y se alojaron a media legua del río en un hermoso valle. En este alojamiento faltaron dos españoles, y el uno de ellos fue Juan de Villalobos, de quien hemos hecho mención dos veces. No se supo qué hubiese sido de ellos. Sospechose que los indios, hallándolos lejos del real, los hubiesen muerto, porque el Villalobos, dondequiera que se hallaba, era muy amigo de correr la tierra y ver lo que en ella había, cosa que cuesta la vida a todos los que en la guerra tienen esta mala costumbre. Con el mal indicio de faltar los dos españoles, temieron los que notaron la novedad del hecho que la amistad de Tascaluza no era tan verdadera y leal como pretendía él mostrarla. A esta mala señal se añadió otra peor, y fue que, preguntando a sus indios por los dos españoles que faltaban, respondían con mucha desvergüenza si se los habían dado a guardar a ellos, o qué obligación tenían ellos de darles cuenta de sus castellanos. El gobernador no quiso hacer mucha instancia en pedirlos porque entendió que eran muertos y que no serviría la diligencia sino de escandalizar y ahuyentar al cacique y a sus vasallos. Pareciole dejar la averiguación y el castigo para mejor coyuntura. Al amanecer del día siguiente envió el general dos escogidos soldados de los mejores que en todo su ejército había, el uno llamado Gonzalo Cuadrado Jaramillo, hijodalgo natural de Zafra, hombre hábil y plático en toda cosa, de quien seguramente se podía fiar cualquier grave negocio de paz o de guerra; el otro se decía Diego Vázquez, natural de Villanueva de Barcarrota, hombre asimismo de todo buen crédito y confianza. Enviolos con orden que fuesen a ver lo que había en un pueblo llamado Mauvila, que estaba legua y media de aquel alojamiento, donde el curaca tenía mucha gente, con voz y fama que la había hecho juntar para mejor servir y festejar con ella al gobernador y a sus españoles. Mandoles que le esperasen en el pueblo, que luego caminaba en pos de ellos.
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CAPÍTULO XXIV Partida para Mérida. --El camino real. --Cacalchen. --Hacienda de Aké. --Las ruinas. --Gran montículo denominado "El Palacio". --Inmensa escalinata. --Grande acceso. --Columnas. --No hay vestigio de edificio alguno en el montículo. --Otros montículos. --Cámara interior. --Un cenote. --Carácter rudo y macizo de estas ruinas. --Fin de nuestro viaje a través de las ciudades arruinadas de Yucatán. --Número de ciudades descubiertas. --Edificadores de estas ciudades americanas. --Opinión. --Fabricadas por los antepasados de la raza actual de indios. --Réplica de argumentos empleados contra esta creencia. --Falta de tradiciones. --Extraordinarias circunstancias que acompañaron a la Conquista. --Política poco escrupulosa de los españoles. --La falta de tradición no se limita a los sucesos anteriores a la Conquista. --Ni es peculiar a las ruinas americanas. --Degeneración de los indios. --Insuficiencia de estos argumentos. --Despedida final de las ruinas de Yucatán A la mañana siguiente nos pusimos en camino con dirección a Mérida, llevando el proyecto de desviarnos por la última vez y visitar las ruinas de Aké. El camino era de ruedas y uno de los mejores que existen en todo el país; pero era áspero, pedregoso y poco interesante en su paisaje. A la distancia de cinco leguas, detuvímonos en Cacalchen a comer y proporcionarnos un guía para Aké. Por la tarde seguimos nuestro camino, llevando únicamente nuestras hamacas, y encargando a Dimas que siguiese en derechura a Mérida con el resto del equipaje. A poco andar nos apartamos del camino real, penetramos en el bosque siguiendo una vereda estrecha, y poco antes de oscurecer llegamos a la hacienda de Aké, encontrándonos por la última vez entre los elevados y gigantescos monumentos de una antigua ciudad indígena. La hacienda pertenecía al conde Peón y, contra lo que esperábamos, era pequeña, estaba abandonada, en situación ruinosa y enteramente destituida de toda clase de auxilios. No pudimos proporcionarnos ni aun huevos, nada materialmente, a excepción de unas tortillas. El mayordomo estaba ausente, cerrada la casa principal y el único refugio que pudimos conseguir fue una miserable chocilla cuajada de pulgas, que nada hubiera sido parte a disipar. Confiábamos en que lo más duro de nuestros trabajos se habría concluido; pero a sólo una jornada de Mérida nos encontrábamos otra vez en terrible aprieto. A fuerza de ingenio y dándole la menos longitud posible, logró Albino colgar nuestra hamacas; y no habiendo otro recurso, desde muy temprano nos metimos en ellas. Mas como a las diez de la noche oímos el paso de un caballo, y el mayordomo llegó. Sorprendido de encontrar tan inesperados visitantes, pero contento de vernos, abrió la casa principal de la hacienda, y nos dirigimos a tomar posesión de ella envueltos en las sábanas; las hamacas siguieron en pos, y pronto quedaron colocadas. Por la mañana nos proporcionó un almuerzo, concluido el cual y acompañado de él y de todos los indios de la hacienda, que por junto eran seis, nos dirigimos a ver las ruinas. Frente a frente de la puerta de la hacienda descuella el gran cerro llamado El Palacio. Súbese a él en el lado del Sur por medio de una inmensa escalinata de ciento treinta y siete pies de ancho, formando una subida de ruda grandeza, igual acaso a cualquier otra de las que existen en el país. Cada escalón es de cinco pies y siete pulgadas de largo y de un pie y cinco pulgadas de alto. La plataforma que está encima es de doscientos veinticinco pies de largo y cincuenta de ancho. Sobre esta gran plataforma aparecen treinta y seis fustes o columnas, en tres líneas paralelas de a doce, apartadas diez pies de N. a S., y quince de oriente a poniente; tienen de catorce a dieciséis pies de alto, cuatro pies de cada lado, y se componen de piedras separadas, de uno a dos pies de espesor. Pocas han caído, aunque algunas han perdido la capa superior. No existen allí vestigios de ninguna otra estructura o techo, y, si lo hubo alguna vez, debió de haber sido de madera, lo cual parecía nada propio y conforme para tan sólida fábrica de piedras. Todo el montículo se encuentra tan cubierto de vegetación, que no pudimos averiguar la posición de las columnas, y aun cuando lo verificamos nada pudimos adelantar con eso nuestro conocimiento sobre sus usos y objeto. Era una nueva y extraordinaria fisonomía de esas ruinas, totalmente diversas de las que hasta allí habíamos visto, y he aquí que al fin de la jornada, cuando nos creíamos ya tan familiarizados con el carácter de las ruinas americanas, una nube nueva y misteriosa venía a interponerse entre ellas y nosotros. En las cercanías hay otros montículos de colosales dimensiones, uno de los cuales también se llama El Palacio; pero de construcción diferente y sin columnas. En otro, y a la extremidad de una escalinata arruinada, hay, sobre una puerta, cierta abertura casi obstruida de escombros, y penetrando en ella por medio de la orqueta de un árbol, bajé a una pieza oscura de quince pies de largo y diez de ancho, de tosca construcción y en el cual, algunas de las piedras de la pared, medían siete pies de largo. Llámase a esta pieza Akabná, que quiere decir casa oscura. Cerca de ella se encuentra un cenote con resto de los escalones que llevaban hasta el agua, de donde antiguamente debió proveerse aquella ciudad. Las ruinas cubren una gran extensión del terreno; pero todas ellas están sepultadas en la maleza y tan destruidas, que difícilmente podían dibujarse; todas eran macizas, y cuantas hasta allí habíamos visto llevaban el sello de una era mucho más antigua que las demás, y se nos figuró por primera vez que estábamos contemplando en el país unas ruinas verdaderamente ciclópicas. A pesar de todo eso, tenemos de ella un destello de luz histórica, ligero es verdad, pero suficientemente a mi juicio para disipar toda noción equívoca. En el relato de la marcha de don Francisco Montejo desde la costa, presentado en las primeras páginas de este libro, se dice que los españoles llegaron a un pueblo llamado Aké, en donde se encontraron con una gran muchedumbre de indios armados. Resultó de este encuentro una batalla que duró dos días, en que los españoles salieron victoriosos, bien que su triunfo no fue obra muy fácil. Ninguna otra mención se hace de Aké, y aun en ésta no se alude en manera alguna a los edificios, pero, por su posición geográfica y por la dirección de la línea de marcha que seguía el ejército español desde la costa, no hay duda de que el Aké de que se hace referencia es el sitio conocido hoy con el mismo nombre, y ocupado por las ruinas que acabo de describir. Extraño es en verdad que no se haga mención de esos edificios; pero deben tenerse presentes las circunstancias de peligro de muerte que cercaban a los españoles, y que sin duda tuvieron una influencia suprema en el espíritu de los soldados que formaban aquella desastrada expedición. En todo caso, esta falta no es más extraña que la falta de descripción que notamos de los grandes edificios de Chichén, y tenemos la mayor prueba posible de que nada debe inferirse rectamente del silencio de los españoles, al considerar que, en el relato comparativamente diminuto de la conquista de México, hallamos que el ejército español marchó casi al pie de las grandes pirámides de Otumba, sin que por eso se haga la más ligera mención de su existencia. Queda ahora concluido mi viaje entre las ciudades arruinadas. Conozco que es imposible dar al lector, por medio de una narración, una verdadera idea del poderoso y vivísimo interés que se siente al andar vagando entre ellas, y por lo mismo he evitado en cuanto me ha sido dable, entrar en detalladas descripciones; pero yo confío en que estas páginas servirán para dar una idea general de la apariencia que debió presentar antiguamente ese país. En nuestro largo, irregular y tortuoso camino habíamos descubierto los vacilantes restos de cuarenta y cuatro ciudades antiguas, la mayor parte de ellas separadas a corta distancia, aunque sin directa comunicación entre sí por los grandes cambios que se han verificado en el país, y por el abandono de los antiguos caminos. Todas ellas, con pocas excepciones, yacían perdidas, sepultadas y desconocidas, sin que jamás hubiesen sido visitadas por un extranjero, y tal vez sin que en algunas de ellas se hubiese fijado nunca el ojo del hombre blanco, involuntariamente nos convertimos por un momento a las terribles escenas de que debió haber sido teatro esta desolada región; escenas de sangre, agonía y angustia que precedieron a la desolación o abandono de estas ciudades. Pero, dejando el espacio sin límites en que pudiera vagar la imaginación, quiero limitarme a considerar los hechos. Si me es permitido decirlo así, en toda la historia de los descubrimientos nada hay que pueda compararse con lo que yo presento en estas páginas. Ellos dan un aspecto enteramente nuevo al gran continente en que habitamos, y dan mayor fuerza que nunca a esta gran cuestión, que alguna vez, no sin alguna duda, me he atrevido a considerar: "¿Quiénes fueron los que edificaron estas ciudades americanas?" Mi juicio en esta cuestión, expresado con toda franqueza y libertad, es así: "que no son la obra de un pueblo ya extinguido, y cuya historia está perdida, sino de las mismas razas que habitaban el país a la época de la conquista española, o de algunos de sus progenitores no muy remotos". Probablemente algunas de esas ciudades se hallaban en ruina; pero yo creo que en general estaban ocupadas por los indios al tiempo de la invasión de los españoles. Los motivos que tengo para creerlo así se encuentran dispersos en estas páginas, se hallan enlazados con tal número de hechos y circunstancias, que no me atrevo a recapitularlos. Pero, en conclusión, solamente haré una breve referencia de los más fuertes argumentos que pudieran presentarse contra mi modo de pensar. El primero es la falta absoluta de tradiciones. Mas yo quisiera preguntar: ¿Para nada deben tomarse en cuenta las sin iguales circunstancias que acompañaron la conquista y la subyugación de la América española? Cada capitán o descubridor, al enarbolar por primera vez el estandarte real en las playas de un país nuevo, dirigía una proclama según cierta fórmula forjada por los más ilustres teólogos y juristas de España. Esa fórmula, la más extraordinaria que hubiese aparecido en la historia del género humano, comenzaba por intimar y requerir a los habitantes para que reconociesen y obedeciesen a la Iglesia, como a la cabeza y poder supremo del Universo, al santo padre llamado el Papa, y a su majestad como a rey y soberano señor de aquellas islas y tierra firme; y concluía de esta manera: "Pero si vosotros rehusaseis o dilataseis minuciosamente el obedecer esta intimación, entonces con la ayuda de Dios entraré a vuestro país por fuerza, os haré una guerra de exterminio, os sujetaré al yugo de la iglesia y del rey, os arrebataré vuestras mujeres e hijos, los convertiré en esclavos y los venderé o dispondré de ellos a gusto de S. M. Además, me apoderaré de vuestros dioses y os haré todo el mal que pueda como a súbditos rebeldes, que rehusáis reconocer y someteros a vuestro legítimo soberano. Y protesto que de toda la sangre que se derrame y de las calamidades que sobrevengan vosotros seréis responsables, y no S. M., ni yo ni ninguno de los caballeros que sirven a mis órdenes". La conquista y subyugación del país se llevó a efecto con todo el espíritu poco escrupuloso de esta proclama. Las páginas de los historiadores están tintas en sangre: y navegando sobre este río enrojecido, aparece al fin la política dominadora, áspera y severa de los españoles, más segura y más fatal que la espada misma; para subvertir todas las instituciones de los nativos del país, y para destruir absolutamente todos los ritos, costumbres y asociaciones que podían mantener viva la memoria de sus padres y de su antigua condición. Un solo hecho triste y sombrío puede probar los efectos de esta política. Antes de la destrucción de Mayapan, la capital del antiguo reino Maya, todos los nobles del país tenían casas en aquella ciudad. Según un relato que sirve a Cogolludo de autoridad, en el año de 1582, cuarenta años después de la Conquista, todos los que se tenían por nobles y señores reclamaban sus solares, como distintivo de su rango; "pero ahora, dice el autor, por el cambio de gobierno y la poca estimación en que se les tiene, no parece que cuiden de conservar la nobleza para su posteridad, porque hoy en día los descendientes de Tutul Xiu, que fue el rey y señor natural por derecho de la tierra Maya, si no trabajan con sus manos en oficios mecánicos, nada tienen que comer". Y si a tan poco tiempo después de la Conquista los nobles no se cuidaban de sus títulos y los descendientes de la casa real no tenían nada que comer si no lo ganaban con el trabajo de sus manos, no debe parecer extraño que los actuales habitantes, que están apartados de los primeros a la distancia de nueve generaciones, sin ningún lenguaje escrito, agobiados por tres siglos de servidumbre y trabajando diariamente para conseguir una subsistencia escasa, ignoren hoy y se encuentren indiferentes en lo relativo a la historia de sus antepasados y de las grandes ciudades que yacen arruinadas a su vista. Y parezca o no extraño, de ello no debe formarse argumento, porque su ignorancia no sólo se limita a las ciudades arruinadas, o a sucesos anteriores a la Conquista. Yo estoy en la creencia de que entre la masa de indios que se llaman cristianos no existe hoy una sola tradición, que pueda dar la más ligera luz sobre ningún acontecimiento de su historia que hubiese ocurrido ahora siglo y medio. Todavía creo más, y es que veo imposible adquirir ningún informe, de cualquier especie que sea, que pase de la memoria del más viejo de los indios vivos. Fuera de que la falta de noticias tradicionales no es peculiar de estas ruinas americanas, hace ya dos mil años que las Pirámides descollaban en los límites del desierto africano, sin que entonces existiese ninguna tradición cierta del tiempo en que se erigieron. Desde el primer siglo de la era cristiana ya citaba Plinio a varios autores muy antiguos que discordaron sobre las personas que fabricaron esas Pirámides, y aun sobre su uso y objeto. Ninguna tradición existe sobre las ruinas de Grecia y Roma: los templos de Phoestum, conocido ahora medio siglo, no tienen tradiciones para averiguar quiénes fuesen sus constructores; la ciudad santa no ha contado sino con las débiles invenciones de los frailes modernos. Ahora, en lo relativo a recuerdos escritos, las ruinas egipcias, griegas y romanas serían tan misteriosas como las ruinas de América. Restringiendo esta consideración a tiempos y países que comparativamente nos son familiares, se verá que no existe la tradición más ligera con respecto a las torres circulares de Irlanda, y que las ruinas de Sronehenge aparecen sobre los llanos de Salisbury sin tradición que nos instruya en lo relativo a la época o nación de sus constructores. El segundo argumento de que haré mención es que un pueblo que poseía el poder, el arte y la ciencia de edificar tales ciudades no habría podido caer en tanta degradación como los miserables indios que yacen ahora alrededor de sus ruinas. Basta responder a esto que su presente condición es la consecuencia natural e inevitable de la misma despiadada política que destruyó radicalmente todos sus recuerdos antiguos, cortó para siempre todas sus noticias tradicionales. Pero, dejando este terreno, las páginas de la historia escrita, llenas están de cambios verificados en el carácter nacional del todo semejante a los que aquí se presentan. Y todavía, prescindiendo de todos los ejemplos análogos que podían sacarse de esas páginas, tenemos a mano y a nuestra vista misma una prueba palpitante en la materia que los indios de ahora habitan aquel país no han experimentado mayor cambio que la raza española que los domina. Bien sea que estuviesen degradadados y que apenas fuesen superiores a los brutos, como quiso representarnos la política de los españoles; o bien sea que no lo fuesen, lo que nosotros sabemos es que al tiempo de la Conquista eran a lo menos orgullosos, bravos y guerreros, y que derramaron su sangre a torrentes para salvar a su patria de las garras de los extranjeros. Vencidos, humillados y abatidos como están ahora, después de largas generaciones de amarga servidumbre, todavía no han cambiado más que los descendientes de aquellos terribles españoles que invadieron y conquistaron su país. En unos y otros se han borrado enteramente los vestigios de aquel carácter atrevido y guerrero de sus antepasados. El cambio es radical en sentimientos y en instintos, innato y transmitido por igual con la sangre. Y al contemplar este cambio en el indio, la pérdida de una habilidad puramente mecánica y artística parece nada comparativamente hablando; porque, en efecto, las artes perecen por sí mismas cuando, como en el caso de los indios, la escuela práctica se ha destruido del todo. Tan degradados como están ahora los indios, no se encuentran por cierto en un lugar más bajo de la escala intelectual que los esclavos de la Rusia; mientras que es un hecho muy sabido que el más insigne arquitecto del país, el arquitecto que fabricó la iglesia de Kazan en San Petersburgo, era un individuo de aquella clase abyecta, y que con la educación ha llegado a ser lo que es. En mi modo de pensar, la enseñanza puede restablecer aún al indio y darle la habilidad suficiente para esculpir la piedra y labrar la madera; y, si recobrase su libertad y el uso desembarazado de las potencias de su espíritu, llegaría a poseer de nuevo la capacidad necesaria para inventar y ejecutar obras iguales a las que vemos en los arruinados monumentos de sus antepasados. El postrer argumento a que se ha dado más fuerza e importancia, contra la hipótesis de haber sido construidas estas ciudades por los antepasados de la raza actual, se funda en la pretendida falta de relatos históricos respecto del descubrimiento o noticia de tales ciudades por los conquistadores. Pero claro es que, si lo alegado fuese verdadero, el argumento sería sofístico, porque concluiría con negar que tales ciudades han existido jamás. Ahora bien, el hecho de su existencia es incontrovertible, y como jamás se ha tenido la idea de hacerlas aparecer como erigidas después de la Conquista, debe admitirse que ya lo estaban desde aquel tiempo. Si han sido erigidas por los indios, o por razas que ya perecieron y jamás han sido conocidas, si estaban desoladas o tenían habitantes, lo cierto e incuestionable es que esos grandes edificios allí estaban, si no enteros, a lo menos mucho más de lo que son ahora; y si desolados, seguramente excitarían más la admiración y el asombro, que en el caso de hallarse deshabitados. De todas maneras, el silencio que se alega de todos los historiadores sería igualmente inexplicable. Pero ese alegato no es verdadero, y los antiguos historiadores no han guardado silencio. Por el contrario, tenemos los brillantes relatos de Cortés y sus compañeros de armas, relatos de soldados, clérigos y seculares, que todos convienen en representar las ciudades existentes en actual uso y ocupación de los indios, con templos y edificios semejantes en carácter y estilo a los que hemos presentado en estas páginas. Y a la verdad, tales relatos han sido tan vivos, que los historiadores modernos, a cuyo frente aparece Robertson, hanles negado por eso mismo la merecida fe, atribuyéndolos a una imaginación acalorada; pero, a mi juicio, esos relatos llevan consigo el sello de la verdad, y parece extraño que se hayan tenido por indignos de fe. Robertson escribió fundado en la autoridad de sus corresponsales en la Nueva España, y uno de ellos, que llevaba una larga permanencia en aquel país aparentando haberlo visitado todo, dice que "hoy no existe el más pequeño vestigio de ningún edificio indio, público o privado, en México ni en ninguna provincia de la Nueva España". Probablemente los que así informaban a Robertson eran mercaderes extranjeros residentes en la ciudad de México, cuyos viajes se habían limitado a los caminos reales y a las poblaciones ocupadas por los españoles; y en aquel tiempo los habitantes blancos ignoraban profundamente la existencia de grandes, solitarias y arruinadas ciudades, que yacían sepultadas en la espesura de las florestas. Hoy es diferente, porque existen mejores medios de información. Muchas y vastas ruinas han aparecido a la luz, y los descubrimientos están probando incontestablemente que las historias, al no mencionar estos grandes edificios, son imperfectas, y que las que han negado su existencia no son verdaderas. Las tumbas están clamando en favor de los antiguos historiadores, y los frágiles y vacilantes esqueletos de las ciudades arruinadas están confirmando el relato de Herrera sobre Yucatán, "en donde, dice, que había tantos y tan grandes edificios de piedra que era cosa de admirar, siendo lo más prodigioso que, sin usar metal ninguno, hubiesen podido levantar tales fábricas, que parecen haber sido templos; porque sus casas eran todas de madera y techadas de paja". Y añade diciendo "que por espacio de veinte años hubo tal gentío en el país y el pueblo se multiplicaba a tal punto, que toda la provincia parecía una sola ciudad". Esos argumentos, pues, que se fundan en la falta de tradición, en la degeneración del pueblo y en la pretendida carencia de relatos históricos, no son suficientes para modificar la creencia que yo tengo de que las grandes ciudades, convertidas hoy en ruinas, han sido la obra de las mismas razas que habitaban el país al tiempo de la conquista. Quién fuese aquel pueblo, de dónde vino y cuáles han sido sus progenitores cuestiones son que envuelven muchos y muy importantes puntos para poder dilucidarse al concluir estas páginas, pero toda la luz que la historia derrama sobre ellas es confusa y lánguida, pudiendo resumirse en pocas palabras. Conforme a las tradiciones, a los jeroglíficos y a los manuscritos mexicanos que se escribieron después de la conquista, los toltecas fueron los primeros habitantes de la tierra de Anáhuac, conocida hoy bajo el nombre de Nueva España o México, y formaban el cuerpo de nación más antiguo que se conoce en el continente de América. Según su propia historia, desterrados en el año 596 de nuestra era, de su país natal, situado al N. O. de México, avanzaron hacia el S. bajo la dirección de sus jefes, y, después de haberse detenido en varios sitios durante una peregrinación de ciento veinte y cuatro años, llegaron a las orillas de un río situado en el valle de México, en donde fabricaron la ciudad de Tula, capital del reino tolteca, cerca del asiento actual de la ciudad de México. Su monarquía duró casi cuatro siglos, en cuyo intervalo se multiplicaron, extendieron su población y fabricaron muchas y grandes ciudades; pero después sobrevino una serie de terribles calamidades. Por espacio de varios años el cielo les negó la lluvia, la tierra les rehusó el alimento, el aire infecto de un contagio mortal llenó los sepulcros de cadáveres; una gran parte de la nación pereció de hambre o pestilencia, siendo del número el último de sus reyes, y en el año de 1052 terminó la monarquía. Los miserables restos de la nación fueron a refugiarse a Yucatán y Goatemala, permaneciendo unos pocos alrededor de las tumbas de sus padres en el gran valle, en donde se fundó después la ciudad de México. Por espacio de un siglo la tierra de Anáhuac permaneció solitaria y despoblada. Los chichimecas, siguiendo los vestigios de las ciudades arruinadas, las vinieron a ocupar; y en pos aparecieron los acolhuas, los tlaxcaltecas y los aztecas, siendo estos últimos los vasallos de Moctezuma en la época de la invasión española. La historia de estas tribus o naciones aparece confusa, ofuscada e indistinta. Los toltecas aparecen como los más antiguos, y se dice que han sido los más cultos y civilizados. Probablemente fueron los que inventaron ese estilo peculiar de arquitectura descubierto en Goatemala y Yucatán y que adoptaron los subsiguientes habitantes; y, como según sus propios anales, no emigraron a esos países desde el valle de México hasta el año 1052 de nuestra era, resulta que las más antiguas ciudades erigidas allí por ellos no podían haber existido sino desde cuatro o cinco siglos antes de la conquista española. Esto les da una fecha muy reciente respecto de las pirámides y templos de Egipto y de los otros monumentos arruinados del antiguo mundo. Esto también les da mucho menos antigüedad que la que les atribuyó el manuscrito maya, y menos todavía de la que yo me atrevería a concederles. Al considerarlas como la obra de los antepasados de la presente raza, no por eso se disipa la nube que cubre su origen. El tiempo y las circunstancias en que fueron fabricadas, el nacimiento, progreso y pleno desarrollo del poder, arte y ciencia que se requiere para su construcción son otros tantos misterios que no se aclararán fácilmente. Elévanse hoy como otros tantos esqueletos de su tumba, envueltos en su funeral mortaja sin presentar semejanza ninguna con las obras de los pueblos conocidos, sino reclamando una existencia distinta, independiente y separada. Descuellan solas, absoluta y enteramente anómalas; tal vez son el objeto más interesante que en el día de hoy pueda presentarse al examen de un espíritu investigador. Yo las abandono con todo el sombrío misterio que las envuelve, y con la débil esperanza de que estas imperfectas páginas puedan arrojar algún rayo de luz sobre la interesante y agitada cuestión relativa a los pobladores de América, y me despido para siempre de las ruinas de Yucatán.
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CAPÍTULO XXIV Del modo de república que tuvieron los mexicanos Aunque constará por la historia que del reino, sucesión y origen de los mexicanos, se escribirá, su modo de república y gobierno, todavía diré en suma lo que pareciere más notable aquí en común, cuya mayor declaración será la historia después. Lo primero en que parece haber sido muy político el gobierno de mexicanos, es en el orden que tenían y guardaban inviolablemente, de eligir rey. Porque desde el primero que tuvieron, llamado Acamapich, hasta el último, que fue Motezuma, el segundo de este nombre, ninguno tuvo por herencia y sucesión el reino, sino por legítimo nombramiento y elección. Ésta a los principios fue del común, aunque los principales eran los que guiaban el negocio. Después, en tiempo de Izcoatl, cuarto rey, por consejo y orden de un sabio y valeroso hombre que tuvieron, llamado Tlacaellel, se señalaron cuatro electores, y a éstos, juntamente con dos señores o reyes sujetos al mexicano, que eran el de Tezcuco, y el de Tacuba, tocaba hacer la elección. Ordinariamente eligían mancebos para reyes, porque iban los reyes siempre a la guerra, y cuasi era lo principal aquello para lo que los querían, y así miraban que fuesen aptos para la milicia, y que gustasen y se preciasen de ella. Después de la elección se hacían dos maneras de fiestas: unas al tomar posesión del estado real, para lo cual iban al templo y hacían grandes ceremonias y sacrificios sobre el brasero que llamaban divino, donde siempre había fuego ante el altar de su ídolo, y después había muchas oraciones y arengas de retóricos, que tenían grande curiosidad en esto. Otra fiesta y más solemne era la de su coronación, para la cual había de vencer primero en batalla y traer cierto número de cautivos, que se habían de sacrificar a sus dioses, y entraban en triunfo con gran pompa, y hacíanles solemnísimo recibimiento, así de los del templo (que todos iban en procesión tañendo diversos instrumentos, e inciensando y cantando) como de los seglares y de corte, que salían con sus invenciones a recebir al rey victorioso. La corona e insignia real, era a modo de mitra por delante, y por detrás derribada, de suerte que no era del todo redonda, porque la delantera era más alta y subía en punta hacia arriba. Era preeminencia del rey de Tezcuco, haber de coronar él por su mano al rey de México. Fueron los mexicanos muy leales y obedientes a sus reyes, no se halla que les hayan hecho traición. Sólo al quinto rey, llamado Tizocic, por haber sido cobarde y para poco, refieren las historias que con ponzoña le procuraron la muerte. Mas por competencias y ambición, no se halla haber entre ellos habido disensión ni bandos, que son ordinarios en comunidades. Antes, como se verá en su lugar, se refiere haber rehusado el reino el mejor de los mexicanos, pareciéndole que le estaba a la república mejor, tener otro rey. A los principios, como eran pobres los mexicanos, y estaban estrechos, los reyes eran muy moderados en su trato y corte; como fueron creciendo en poder, crecieron en aparato y grandeza, hasta llegar a la braveza de Motezuma, que cuando no tuviera más de la casa de animales que tenía, era cosa soberbia y no vista otra tal como la suya. Porque de todos pescados, y aves y alimañas y bestias, había en su casa como otra Arca de Noé, y para los pescados de mar, tenía estanques de agua salada, y para los de ríos, estanques de agua dulce, para las aves de caza y de rapiña, su comida; para las fieras, ni más ni menos, en gran abundancia, y grande suma de indios ocupados en mantener y criar estos animales. Cuando ya veía que no era posible sustentarse algún género de pescado, o de ave o de fiera, había de tener su semejanza labrada ricamente en piedras preciosas, o plata u oro, o esculpida en mármol o piedra. Y para diversos géneros de vida tenía casas y palacios diversos: unos de placer; otros de luto y tristeza, y otros de gobierno; y en sus palacios diversos aposentos, conforme a la cualidad de los señores, que le servían con extraño orden y distinción.
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Capítulo XXIV Que trata de la salida del general Pedro de Valdivia del valle de Limarí Hecha esta plática, se partió el general Pedro de Valdivia, siguiendo su viaje con los treinta caballeros que te siguieron. Allegó al valle de Cocambala, el cual halló despoblado, y por este respeto pasó al de Chuapa, que es valle en el cual no halló gente ninguna. Luego puso diligencia en tomar algunos indios para que le dijesen dónde tenían escondidos los bastimentos. Andando corriendo el valle tomaron ciertos indios naturales, los cuales dieron aviso dónde había mucho maíz, de lo que tenían escondido en hoyos y algunas ovejas. Luego lo mandó recoger y se hinchieron dos chozas. Y dejó a su maestre de campo con diez y nueve de a caballo en guarda, y para que lo repartiese con toda la gente del campo y que los contentase a todos, porque entendía que vendrían faltos de bastimentos cuando allí allegasen, por ser gran trabajo pasar un campo, aunque sea de poca gente, por los muchos gastadores que lleva, principalmente por tierra necesitada y falta de provisión, y la que hay se ha de ganar con la lanza en la mano y sacarlo debajo de la tierra. Y mandóle que después que hubiesen descansado allí dos días, tomase el maestre de campo Pero Gómez cuarenta de a caballo, los más aparejados, y fuesen en su seguimiento hacia el puerto de Chile, y que allí les esperaría. Luego se partió el general con once caballeros a saber del navío de que tenía nueva. Y allegó cuatro leguas antes del valle de Anconcagua a un valle chico que se dice Palta, donde tomó ciertos indios naturales, de los cuales se informó de la tierra y dónde estaban los señores del valle, porque bien sabía que había mucha gente y que era belicosa y guerreros. Por estas causas iba recatado caminando el valle abajo hacia la mar. Allegó donde estaba un cacique que se llamaba Atepudo con una guarnición de indios para guarda de su persona, porque tenía continuamente guerra con el cacique Michamalongo, señor de la mietadas del valle de Anconcagua. Estaba este cacique Atepudo junto al camino entre unos cañaverales, los cuales tenía casi por fuerza. Y antes que llegasen a donde este cacique estaba con su gente de guarnición, mandó el general a sus caballeros que nadie se desmandase ni matase indio ninguno, porque podrían ser aquéllos sus amigos, pues estaban diferentes con los demás indios; que cada uno procurase con todo aviso buenamente tomar a vida el cacique, si en arma se pusiese, para saber de ellos dónde estaba la más gente para enviarles sus mensajeros y hacerles saber su venida y la causa de ella, porque hecho esto y habida su respuesta, pudiese hacerles la guerra o asegurarles la paz. Allegado el general con sus caballeros cerca de donde estaba este cacique con su gente, fueron sentidos de los indios, y vistos los cristianos, huyeron todos por aquellos carrizales y acequias, de los cuales se tomaron quince, a los cuales habló el general, y les aseguró y les dijo con una lengua que llevaba que por qué huían de los cristianos, que él no venía a hacerles mal ni daño, que no tuviesen miedo, que le hiciesen saber a su cacique Atepudo que él venía a esta tierra por mandado del gran apo de Castilla que de ellos tenía noticia, a decirles que su voluntad era de tenerlos por hermanos y amigos. Y de su parte le avisaba que sirviese a los cristianos, y que tuviesen por señor a un solo Dios, criador de todas las cosas criadas, y que su morada y reino era en los altos cielos, y que allá vivía y de allá gobernaba toda la redondez de la tierra, e que era rey de todos los cristianos e indios, y que él venía a poblar una ciudad en esta tierra, y viniesen a obediencia, que haciéndolo ansí serían amparados y defendidos de sus adversos, ellos y sus mujeres e hijos y casas y haciendas y ganados, y si lo contrario hacían, que les perseguirían y apocarían y les tomarían cuanto tenían y no serían señores de ninguna cosa. Que para decirles esto deseaba mucho que le viniesen a ver todos los señores, así de aquel valle como de toda la tierra, y que ellos se lo enviasen a decir de su parte, y que viniesen sin temor ninguno a le hablar, y que él les aseguraba, porque venidos, les quería hablar de parte de Su Majestad. Y si lo quisiesen hacer, él los tendría por amigos y hermanos, y si no, que les dejaría volver libremente a sus tierras seguros e después les haría la guerra hasta por ella vencerlos y destruirlos. Oída su razón aquellos caciques e indios, dijeron que ellos enviarían mensajeros a todos sin faltar ninguno, y que pasados ocho días serían allí de vuelta con la respuesta. Estando allí esperando, allegó el maestre de campo con toda la gente y real. Y llegado que fue el real, tomó veinte de a caballo y salió para la costa a buscar el Puerto en que los indios le habían dicho que estaba el navío. Y llegado al puerto, halló que era hecho a la vela, de que le pesó mucho y volvióse muy triste al real, teniendo que era el navío que había dejado en la ciudad de los Reyes, y que como no habían sabido nuevas de él, se había vuelto, y halló que habían tomado agua y leña. Llegado que fue al real, descansó allí algunos días a causa que había bastimentos para todos.