De cómo se robaban los unos a los otros Después de haberlos informado y señalado bien lo que habían de hacer, se volvieron, y nos dejaron con aquéllos; los cuales, teniendo en la memoria lo que los otros les habían dicho, nos comenzaron a tratar con aquel mismo temor y reverencia que los otros, y fuimos con ellos tres jornadas, y lleváronnos adonde había mucha gente; y antes que llegásemos a ellos avisaron cómo íbamos, y dijeron de nosotros todo lo que los otros les habían enseñado, y añadieron mucho más, porque toda esta gente de indios son grandes amigos de novelas y muy mentirosos, mayormente donde pretende algún interés. Y cuando llegamos cerca de las casas, salió toda la gente a recebirnos con mucho placer y fiesta, y entre otras cosas, dos físicos de ellos nos dieron dos calabazas, y de aquí comenzamos a llevar calabazas con nosotros, y añadimos a nuestra autoridad esta cerimonia, que para ellos es muy grande. Los que nos habían acompañado saquearon las casas; mas, como eran muchas y ellos pocos, no pudieron llevar todo cuanto tomaron, y más de la mitad dejaron perdido, y de aquí por la halda de la sierra nos fuimos metiendo por la tierra adentro más de cincuenta leguas, y al cabo de ellas hallamos cuarenta casas, y entre otras cosas que nos dieron, hobo Andrés Dorantes un cascabel gordo, grande, de cobre, y en él figurado un rostro, y esto mostraban ellos, que lo tenían en mucho, y les dijeron que lo habían habido de otros sus vecinos; y preguntándoles que dónde habían habido aquello, dijéronlo que lo habían traído de hacia el Norte, y que allí había mucho, y era tenido en grande estima; y entendimos que do quiera que aquella había venido, había fundición y se labraba de vaciado, y con esto nos partimos otro día, y atravesamos una sierra de siete leguas, y las piedras de ellas eran de escorias de hierro; y a la noche llegamos a muchas casas, que estaban asentadas a la ribera de un muy hermoso río, y los señores de ellas salieron a medio camino a recebirnos con sus hijos a cuestas, y nos dieron muchas taleguillas de margarita y de alcohol molido, con esto se untan ellos la cara; y dieron muchas cuentas, y muchas mantas de vacas, y cargaron a todos los que venían con nosotros de todo cuanto ellos tenían. Comían tunas y piñones; hay por aquella tierra pinos chicos, y las piñas de ellos son como huevos pequeños, mas los piñones son mejores que los de Castilla, porque tienen las cáscaras muy delgadas; y cuando están verdes, muélenlos y hácenlos pellas, y ansí los comen; y si están secos, los muelen con cáscaras, y los comen hechos polvos. Y los que por allí nos recebían, desque nos habían tocado, volvían corriendo hasta sus casas, y luego daban vuelta a nosotros, y no cesaban de correr, yendo y viniendo. De esta manera traíamos muchas cosas para el camino. Aquí me trajeron un hombre, y me dijeron que había mucho tiempo que le habían herido con una flecha por la espalda derecha, y tenía la punta de la flecha sobre el corazón; decía que le daba mucha pena, y que por aquella causa siempre estaba enfermo. Yo le toqué, y sentí la punta de la flecha, y vi que la tenía atravesada por la ternilla, y con un cuchillo que tenía, le abrí el pecho hasta aquel lugar, y vi que tenía la punta atravesada, y estaba muy mala de sacar; torné a cortar más, y metí la punta del cuchillo, y con gran trabajo en fin la saqué. Era muy larga, y con un hueso de venado, usando de mi oficio de medicina, le di dos puntos; y dados, se me desangraba, y con raspa de un cuero le estanqué la sangre; y cuando hube sacado la punta, pidiéronmela, y yo se la di, y el pueblo todo vino a verla, y la enviaron por la tierra adentro, para que la viesen los que allá estaban, y por esto hicieron muchos bailes y fiestas, como ellos suelen hacer; y otro día le corté los dos puntos al indio, y estaba sano; y no parescía la herida que le había hecho sino como una raya de la palma de la mano, y dijo que no sentía dolor ni pena alguna; y esta cura nos dio entre ellos tanto crédito por toda la tierra, cuanto ellos podían y sabían estimar y encarescer. Mostrámosles aquel cascabel que traímos, y dijéronnos que en aquel lugar de donde aquél había venido había muchas planchas de aquellos enterradas, y que aquello era cosa que ellos tenían en mucho; y había casas de asiento, y esto creemos nosotros que es la mar del Sur, que siempre tuvimos noticia que aquella mar es más rica que la del Norte. De éstos nos partimos y anduvimos por tantas suertes de gentes y de tan diversas lenguas, que no basta memoria a poderlas contar, y siempre saqueaban los unos a los otros; y así los que perdían como los que ganaban, quedaban muy contentos. Llevábamos tanta compañía, que en ninguna manera podíamos valernos con ellos. Por aquellos valles donde íbamos, cada uno de ellos llevaba un garrote tan largo como tres palmos, y todos iban en ala; y en saltando alguna liebre (que por allí había hartas), cercábanlas luego, y caían tantos garrotes sobre ella, que era cosa de maravilla, y de esta manera la hacían andar de unos para otros, que a mi ver era la más hermosa caza que se podía pensar, porque muchas veces ellas se venían hasta las manos; y cuando a la noche parábamos, eran tantas las que nos habían dado, que traía cada uno de nosotros ocho o diez cargas de ellas; y los que traían arcos no parescían delante de nosotros, antes se apartaban por la sierra a buscar venados; a la noche cuando venían traían para cada uno de nosotros cinco o seis venados, y pájaros y codornices, y otras cazas; finalmente, todo cuanto aquella gente hallaban y mataban nos lo ponían delante, sin que ellos osasen tomar ninguna cosa, aunque muriesen de hambre; que así lo tenían ya por costumbre después que andaban con nosotros, y sin que primero lo santiguásemos; y las mujeres traían muchas esteras, de que ellos nos hacían casas, para cada uno la suya aparte, y con toda su gente conoscida; y cuando esto era hecho, mandábamos que asasen aquellos venados y liebres, y todo lo que habían tomado; y esto también se hacía muy presto en unos hornos que para esto ellos hacían; y de todo ello nosotros tomábamos un poco, y lo otro dábamos al principal de la gente que con nosotros venía, mandándole que lo repartiese entre todos. Cada uno con la parte que le cabía venían a nosotros para que la soplásemos y santiguásemos, que de otra manera no osaran comer de ella; y muchas veces traíamos con nosotros tres o cuatro mil personas. Y era tan grande nuestro trabajo, que a cada uno habíamos de soplar y santiguar lo que habían de comer y beber, y para otras muchas cosas que querían hacer nos venían a pedir licencia, de que se puede ver qué tanta importunidad rescebíamos. Las mujeres nos traían las tunas y arañas y gusanos, y lo que podían haber; porque aunque se muriesen de hambre, ninguna cosa habían de comer sin que nosotros la diésemos. E yendo con éstos, pasamos un gran río, que venía del Norte; y pasados unos llanos de treinta leguas, hallamos mucha gente que lejos de allí venían a recebirnos, y salían al camino por donde habíamos de ir, y nos recebieron de la manera de los pasados.
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CAPÍTULO XXIX De la extraña batalla que los indios presos tuvieron con sus amos Oída la voz del cacique, la cual, como dijimos, había dado a sus vasallos por seña de la desesperación que causó su muerte y la de todos ellos, sucedieron en el real entre indios y españoles lances no menos crueles y espantables que dignos de risa. Porque, en oyendo el bramido del cacique, cada indio arremetió con su amo por le matar o herir, llevando por armas los tizones del fuego o las demás cosas que en las manos tenían, que, a falta de las que deseaban, convertían en armas ofensivas cuanto hallaban por delante. Muchos dieron a sus amos en la cara con las ollas de la comida que, según las tenían hirviendo, algunos salieron quemados. Otros les dieron con platos, escudillas, jarros y cántaros. Otros, con los bancos, sillas y mesas, donde las había, y con todo lo demás que a las manos se les ofrecía, aunque no les servía más que de mostrar el deseo que tenían de los matar, según que cada uno podrá imaginar que pasaría en caso semejante. Con los tizones hicieron más daño que con otras armas, y pudo ser que los tuviesen apercibidos para este efecto, porque los más salieron con ellos. Un indio dio a su amo un golpe en la cabeza con un tizón y lo derribó a sus pies, y, acudiéndole con otros dos o tres, le hizo saltar los sesos. Muchos españoles sacaron desbaratadas las cejas y narices y estropeados los brazos a tizonazos; otros alcanzaron grandes puñadas, bofetones, pedradas o palos, cada cual según le cupo la suerte de tan cevil mercado como dentro en sus casas sin pensarlo ellos, se les ofreció. Un indio, después de haber maltratado a palos a su amo y héchole los hocicos a puñadas, huyendo de otros castellanos que venían al socorro, subió por una escalera de mano a un aposento alto, llevó consigo una lanza que halló arrimada a la pared y con ella defendió la puerta de manera que no le pudieron entrar. A la grita acudió un caballero, deudo del gobernador, que se decía Diego de Soto, que traía una ballesta armada, y desde el patio se puso a tirarle. El indio, que no pretendía conservar la vida sino venderla lo mejor que pudiese, no quiso, aunque vio que el español le apuntaba con la ballesta, huir el cuerpo, antes, por tirar bien su lanza, se puso frontero de la puerta y la desembrazó al mismo tiempo que Diego de Soto soltaba su ballesta. No le acertó el indio con la lanza, más pasole tan cerca del hombro izquierdo que, dándole con el asta un gran varapalo, le hizo arrodillar en tierra e hincó por ella media braza de lanza, que quedó blandeando en el suelo. Diego de Soto acertó mejor al indio, que le dio por los pechos y le mató. Los españoles, vista la desvergüenza y atrevimiento de los indios y sabiendo cuán mal parado estaba el gobernador de la puñada, perdieron la paciencia y dieron en matarlos y vengarse de ellos, principalmente los que estaban lastimados de los palos o afrentados de las bofetadas, los cuales, con mucha cólera, mataban los indios que topaban por delante. Otros españoles que no se daban por ofendidos, pareciéndoles cosa indigna de sus personas y calidad de matar hombres rendidos, puestos en figura y nombre de esclavos, los sacaban a la plaza y los entregaban a los alabarderos de la guarda del gobernador, que en ella estaban para los justiciar, los cuales los mataban con sus alabardas y partesanas. Y para que los indios intérpretes, y otros que en el ejército había de servicio llevados de las provincias que atrás habían dejado, metiesen prendas y se enemistasen con los demás indios de la tierra y no osasen adelante huirse de los españoles, les mandaban que los flechasen y los ayudasen a matar, y así lo hicieron. Un castellano, llamado Francisco de Saldaña, pequeño de cuerpo y muy pulido en sí, por no matar un indio que le había cabido en suerte cuando los dieron por esclavos, lo llevaba tras sí atado por el pescuezo a un cordel para lo entregar a los justiciadores. El indio, cuando asomó a la plaza y vio lo que en ella pasaba, recibió tanto coraje que asió a su amo por detrás, como venía, con la una mano por los cabezones y con la otra por la horcajadura y, levantándolo en alto como a un niño, lo volvió cabeza abajo sin que el castellano pudiese valerse y dio con él en el suelo tan gran golpe que lo aturdió, y luego saltó de pies sobre él con tanta ira y rabia que hubiera de reventarlo a coces y patadas. Los españoles que lo vieron acudieron al socorro con las espadas en las manos. El indio, quitando a su amo la que traía ceñida, salió a recibirlos tan feroz y bravo que, aunque ellos eran más de cincuenta, los detuvo, haciendo de ellos una gran rueda, trayendo la espada a dos manos, con tanta velocidad de cuerpo y desesperación del ánimo que mostraba bien el deseo y ansia que tenía de matar alguno antes que lo matasen. Los castellanos se apartaban de él, no queriendo matarle por no recibir daño a trueque de matar un desesperado. Así anduvo el indio, cercado de todas partes, acometiendo a todos, sin que alguno quisiese acometerle, hasta que trajeron armas enastadas con que lo mataron. Estos, y otros muchos casos semejantes, acaecieron en esta más que cevil batalla, donde hubo cuatro españoles muertos, muchos malamente lastimados. Y fue buena dicha que los más indios estaban en cadenas y otras prisiones, que, a hallarse sueltos según eran valientes y animosos, hicieran más daño. Mas con todo eso, aunque aprisionados, tentaron hacer todo el que pudieron, por lo cual los mataron a todos sin dejar alguno a vida, que fue gran lástima. Este fin tuvo la temeridad y soberbia de Vitachuco, nacida de su ánimo más feroz que prudente, sobrado de presunción y falto de consejo, que sin propósito alguno se causó la muerte y la de mil y trescientos vasallos suyos, los mejores y más nobles de su estado, por no haberse aconsejado con alguno de ellos como lo hizo con los extraños, que, como tales, después le fueron enemigos. También causó la muerte de los cuatro buenos capitanes que habían escapado de la pequeña laguna, que, a vueltas de los demás indios, los mataron a ellos. Porque van a mal partido los cuerdos que están sujetos y obligados a obedecer y hacer lo que ordena y manda un loco, que es una de las mayores miserias que en esta vida se padecen.
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CAPÍTULO XXIX Del liquedámbar y otros aceites y gomas, y drogas que se traen de Indias Después del bálsamo tiene estima el liquedámbar: es otro licor también oloroso y medicinal, más espeso en sí, y que se viene a cuajar y hacer pasta de complexión cálido, de buen perfume, y que le aplican a heridas y otras necesidades, en que me remito a los médicos, especialmente al doctor Monardes que en la primera parte escribió de este licor y de otros muchos medicinales, que vienen de Indias. Viene también el liquedámbar de la Nueva España, y es sin duda aventajada aquella provincia en estas gomas, o licores o jugos de árboles, y así tienen copia de diversas materias para perfumes y para medicinas, como es el ánime, que viene en grande cantidad, el copal y el suchicopal, que es otro género como de estoraque y encienso, que también tiene excelentes operaciones y muy lindo olor para sahumerios. También la tacamahaca y la caraña, que son muy medicinales. El aceite que llaman de abeto también de allá lo traen, y médicos y pintores se aprovechan asaz de él, los unos para sus emplastos y los otros para barniz de sus imágenes. Para medicina también se trae la cañafístola, la cual se da copiosamente en la Española, y es un árbol grande, y echa por fruta aquellas cañas con su pulpa. Trajéronse en la flota en que yo vine, de Santo Domingo, cuarenta y ocho quintales de cañafístola. La zarzaparrilla no es menos conocida para mil achaques; vinieron cincuenta quintales en la dicha flota de la misma isla. En el Pirú hay de esta zarzaparrilla, mucha y muy excelente en tierra de Guayaquil, que está debajo de la Línea. Allí se van muchos a curar, y es opinión que las mismas aguas simples que beben, les causan salud por pasar por copia de estas raíces, como está arriba dicho, con lo cual se junta, que para sudar en aquella tierra no son menester muchas frazadas y ropa. El Palo de Guayacán, que por otro nombre dicen Palo Santo o Palo de las Indias, se da en abundancia en las mismas islas, y es tan pesado como hierro, y luego se hunde en el agua; de este trajo la flota dicha, trescientos y cincuenta quintales, y pudiera traer veinte, y cien mil, si hubiera salida de tanto palo. Del palo del Brasil, que es tan colorado y encendido, y tan conocido y usado para tintes y para otros provechos, vinieron ciento y treinta y cuatro quintales de la misma isla, en la misma flota. Otros innumerables palos aromáticos y gomas, y aceites y drogas, hay en Indias, que ni es posible referillas todas, ni importa al presente; sólo diré que en tiempo de los reyes ingas del Cuzco, y de los reyes mexicanos, hubo muchos grandes hombres de curar con simples, y hacían curas aventajadas, por tener conocimiento de diversas virtudes y propriedades de yerbas, y raíces, y palos y plantas, que allá se dan, de que ninguna noticia tuvieron los antiguos de Europa. Y para purgar hay mil cosas de estas simples, como raíz de Mechoacán, piñones de la Puna y conserva de Guanuco, y aceite de higuerilla y otras cien cosas, que bien aplicadas y a tiempo no las tienen por de menor eficacia que las drogas que vienen de Oriente, como podrá entender el que leyere lo que Monardes ha escrito en la primera y segunda parte, el cual también trata largamente del tabaco, del cual han hecho notables experiencias contra veneno. Es el tabaco un arbolillo o planta asaz común, pero de raras virtudes; también en la que llaman contrayerba y en otras diversas plantas, porque el autor de todo repartió sus virtudes como él fue servido, y no quiso que naciese cosa ociosa en el mundo; mas el conocello el hombre y saber usar de ello como conviene, este es otro don soberano que concede el Creador a quien Él es servido. De esta materia de plantas de Indias, y de licores y otras cosas medicinales, hizo una insigne obra el doctor Francisco Hernández, por especial comisión de sus Majestad, haciendo pintar al natural todas las plantas de Indias, que según dicen pasan de mil doscientas, y afirman haber costado esta obra más de sesenta mil ducados, de la cual hizo uno como extracto el doctor Nardo Antonio, médico italiano, con gran curiosidad. A los dichos libros y obras remito al que más por menudo y con perfección quisiere saber de plantas de Indias mayormente para efectos de medicina.
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Capítulo XXIX Del cuidado que tenían los indios en que se aumentasen las huacas, y los ayunos que hacían y sacrificios generales Tuvieron todos los yngas y sus descendientes cuidado muy particular, en que se aumentasen las huacas y creciese el número de sus ídolos, y juntamente con ello los sacrificios y ceremonias dellos y, ya está dicho, que en conquistando alguna provincia, luego tomaba la huaca principal de ella o del pueblo, y la traía al Cuzco, y desta manera tenía aquella provincia sujeta, y contribuía con criados y gente para los sacrificios. Esta huaca la ponía en el templo famoso de Curicancha, o las ponían en otros lugares diferentes o en los caminos, conforme a la provincia de donde era, y, de esta manera, hubo en el Cuzco y sus contornos, infinito número de huacas, ídolos y adoratorios de diferentes nombres en los cerros, encrucijadas, peñascos y fuentes y, cuando había grandísima necesidad, en que se había de hacer sacrificio general por todas las cuatro partes, en que estaba dividido este reino, precedía un ayuno general, en el cual no comían sal ni ají, que eran las principales cosas y de mayor apetito y gusto que tenían. Concluido este ayuno, llevaban los sacrificios, sacándolos de la casa del Sol con mucha veneración y reverencia, y los principales eran los hechiceros de ella, acompañados de mucha cantidad de indios que los seguían, y en el camino iban ayunando, y no llevaban consigo mujeres de ninguna edad, y en todo el camino no miraban a parte ninguna ni volvían la cara atrás, sino siempre cabizbajos, y guardábase esto con tanto rigor que, al que se descuidaba en ello, lo mataban sin remedio. Con este silencio iban caminando y a trechos, con mucha atención, hincados de rodillas decían: el Sol sea mozo; la luna doncella no se revuelva; la tierra haya mucha paz; el Ynga viva muchos años; hasta que sea viejo, no enferme, no tropiece ni caiga; viva bien, guárdenos y gobiérnenos. Acabado esto, caminaban derecho, sin volver el rostro a parte ninguna, y donde quiera que la noche les tomaba: en llano o cuesta arriba o abajo, allí paraban y sacrificaban los carneros que llevaban para este efecto de todas suertes, derramando la sangre dellos por los cerros altos y bajos y peñas, y esto hacían para que lloviese o nevase, y en los cerros que había dificultad de subir, echaban la sangre en unos vasillos de barro muy tapados y tirábanlos con hondas a lo alto para que se quebrasen y derramasen. La carne, que destos sacrificios quedaba, no la comían, sino la quemaban, ni en todo el camino podían cazar ni tomar cosa alguna. Con estos sacrificios iba un orejón de los del Consejo del Ynga, para ver cómo sacrificaban por los pueblos. Llegados a los yngas que están en la costa de la mar, habiendo sacrificado lo que ellos les traían y, puestas otras cosas en unas bolsas, precediendo muchas ceremonias, las arrojaban dentro la mar, y así se volvían al Cuzco. Lo que se llevaba hacia los Andes, a lo último que era sujeto al inga, lo hacían quemar muy solemnemente con diferentes ceremonias en una barbacoa, hecha de palo de palma, que es muy recio y, hecho, se volvían el orejón y hechiceros. Acabados todos estos sacrificios, el Ynga se holgaba, comiendo y bebiendo con sus deudos y capitanes y la demás gente, y les daba de comer cinco o seis días; y en el primero hacía matar mil cabezas de ganado, y repartía por todos, los cuales lo comían por la salud del Ynga, el cual en ese tiempo hacía muchas mercedes y daba cosas preciosas y mujeres a los capitanes y gobernadores; como eran vestidos de cumbi y plumajes de argentería, copas de oro y plata en platos de lo mismo y criados. Habiendo recibido esto los curacas y gobernadores y capitanes, se levantaban y entraban adonde estaba la imagen del Sol, y otras veces, acá fuera cuando la sacaban y ponían en la plaza que está delante de su casa, y la adoraban con profunda humildad y luego al Ynga y, saliéndose de aquel lugar, se vestían las ropas y ponían los plumajes que les había dado, y tornaban a entrar vestidos, y adoraban al sol y al Ynga, y luego bailaban un rato y se sentaban y bebían; y el Ynga les tornaba a hacer mercedes de ovejas, coca, ají y otras cosas de comer a cada uno según su calidad, y lo que le había servido. Acabado esto, les proponía lo que pensaba hacer de guerras o de edificios famosos o puentes o fortalezas, y les señalaba a cada uno lo que habían de contribuir de sus provincias y, aceptado, se partían a ponerlo por obra.
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De cómo salía la nao y los otros dos bajeles de la bahía Graciosa: los trabajos que por el viaje había: pérdida de la galeota, y dase razón de un ermitaño Había desde la bahía Graciosa a Manila distancia de novecientas leguas. El siguiente día, diez y ocho de noviembre del mismo año, salieron los tres navíos en demanda de la isla de San Cristóbal, y estaban los aparejos tales, que para recoger la barca se rompían tres veces. Murieron en un mes cuarenta y siete personas. Los demás se llevaron casi todos enfermos pero alegres, pareciéndoles que ya tenían sus trabajos acabados. Los ojos puestos en las chozas del pueblo, diciendo: --¡Ahí te quedarás, rincón del infierno, que tanto nos has costado! Llorando maridos, hermanos y amigos, caminaban vencidos del propio amor. Navegóse este día y el siguiente al Oessudueste. Pesado el sol, y hechas cuentas, se hallaron once grados. Miróse luego si por alguna parte se via tierra, y no fue vista. Este mismo día cayeron malos el contramaestre y otros cuatro marineros; y cinco o seis que quedaron sanos, dijeron al piloto mayor: que mirase que aquella nao estaba desaparejada, llena de enfermos, faltos de agua y comida, y no se podía con ella andar arando la mar. Ayudaron los soldados, y no faltaron voces: ni había viento, y se rompió el estay mayor, con que hubo un mal sabor que duró un rato por estar variables los pareceres. Remediado, dijo el piloto mayor a la gobernadora que la altura en que estaba era de once grados; conforme a lo acordado que mirase lo que mandaba se hiciese. A que respondió, que pues no se via la isla de San Cristóbal ni el almiranta parecía, que hiciese su camino a Manila. El piloto mayor hizo gobernar con el viento Sueste al Noroeste, por huir de la Nueva Guinea de que se hacía muy cerca, por no hallarse entre islas, u otras tierras; que si no fuera por la incomodidad del navío, diera orden de ir costeando aquella tierra y saber lo que era. Por este rumbo fuimos navegando hasta veinte y siete del mes, y bajar a cinco grados. Viose este día en la mar un grueso tronco, un grande hilero de rosuras de río, con tres almendras como las que dejábamos, muchas pajas, culebras, y el viento Sudoeste con refregones, colages y aguaceros de aquella parte: y por estas señas entendimos que la Nueva Guinea estaba cerca de este paraje. Empezamos a hallar grandes olas venidas del Noroeste y del Nornorueste, que dieron a la nao mal trato, y peor cuando había bonanzas o calmas: señal de cursar aquellos vientos de la otra parte de la línea. Duró esto hasta casi las islas de los Ladrones. También hubo contrastes sin hallar viento hecho hasta otros cinco grados parte del Norte, y en ellos se halló brisa del Lesnordeste al Nordeste que duró todo viaje; y si el sol estuviera cerca del cenit cuanto lo estaba de Capricornio, no sé cómo fuera al doblar la Equinocial. Navegóse hasta diez de diciembre: hallóse altura de medio grado por llegar a la línea, paraje en que se halló, estando claro el cielo, sosegado el aire, quieta la mar, sin verse tierra, un tal frío de noche, que era menester cubrirse con paños de lana, y de día un sol tan fuerte, que aún no apuntaba por el horizonte, ya no se podía sufrir su calor. La galeota había días que se conocía de ella que maleaba, porque se apartaba y no quería acudir a las obligaciones de su capitanía. La gobernadora hizo que se notificase al capitán de ella que, so pena de traidor, no dejase la conserva, ni se apartase media legua; pero siempre le pareció que la capitana, por sus incomodidades y llevar el árbol mayor rendido, no había de llegar a salvamento. Por esto aquella noche viró de otra vuelta, y desapareció sin ser más vista. La ración que se daba era media libra de harina, de que sin cernir se hacían unas tortillas amasadas con agua salada y asadas en las brasas; medio cuartillo de agua lleno de podridas cucarachas, que la ponían muy ascosa y hedionda. La paz no era mucha, cansada de la mucha enfermedad y poca conformidad. Lo que se veían eran llagas, que las hubo muy grandes en pies y piernas; tristezas, gemidos, hambre, enfermedades y muertos con lloros de quien les tocaba; que apenas había día que no se echasen a la mar uno y dos, y día hubo de tres y cuatro: y fue de manera, que para sacar los muertos de entre cubiertas, no había poca dificultad. Andaban los enfermos con la rabia arrastrados por Iodos y suciedades que en la nao había. Nada era oculto. Todo el pío era agua, que unos pedían una sola gota, mostrando la lengua con el dedo, como el rico avariento a Lázaro. Las mujeres, con las criaturas a los pechos, los mostraban y pedían agua, y todos a una se quejaban de mil cosas. Bien se vio aquí el buen amigo, el que era padre o era hijo, la caridad, la cudicia y la paciencia en quién la tuvo; y se vio quién se acomodó con el tiempo y con quien así lo ordenaba. Viéronse muchas muertes sin confesión, y otras faltas que de verlas todas juntas era para sentir sumamente. La Salve se rezaba a la tarde, delante de la imagen de Nuestra Señora de la Soledad, que fue todo el consuelo en esta peregrinación. Había ido a la jornada un venerable viejo y buen cristiano, que en Lima era barchilon, que servía al hospital de los indios: su nombre era Juan Leal (que tal fue él para todas las necesidades que hubo). Este siervo de Dios y viejo honrado, con poca salud, porque era convaleciente, sin asco (que había bien de qué tenerle con mucha verdad, porque ,él mismo buscaba en qué ocuparse de noche y de día sin descansar), fue el que en el campo y en la nao, cuando estaba surta, y en el presente viaje, llevó en peso el servicio de los enfermos, con rostro alegre, mostrando a lo claro que aquellas sus entrañas ardían en caridad; con que sangraba, echaba ventosas, hacía las camas, las medicinas, y todo pasaba por sus manos en servicio de los enfermos: ayudábalos a bien morir, amortajábalos y los acompañaba hasta la sepultura o sacarlos de peligro. Hombre, al fin, que mostraba bien en las palabras y obras cuanto sentía ver tantos y tan miserables trances; pero había orejas a donde llegadas sus voces, por no hallar puertas se volvían a su dueño, que de nuevo las convertía en más amor y más cuidado de acudir, como acudió, con su piedad acostumbrada.
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De cómo el gobernador soltó uno de los prisioneros guaycurúes, y envió a llamar los otros Después de haber hecho lo que dicho es contra los agaces, mandó el gobernador llamar a los indios principales guaraníes que se hallaron en la guerra de los guaycurúes, y les mandó que le trujesen todos los prisioneros que habían habido y traído de la guerra de los guaycurúes, y les mandó que no consintiesen que los guaraníes escondiesen ni traspusiesen ninguno de los dichos prisioneros, so pena que el que lo hiciese sería muy bien castigado; y así trujeron los españoles los que habían habido, y a todos juntos les dijo que Su Majestad tenía mandado que ninguno de aquellos guaycurúes no fuese esclavo, porque no se habían hecho con ellos las diligencias que se habían de hacer, y antes era más servido que se les diese libertad; y entre los tales indios prisioneros estaba uno muy gentil hombre y de muy buena proporción, y por ello el gobernador lo mandó soltar y poner en libertad, y le mandó que fuese a llamar los otros todos de su generación; que él quería hablarles de parte de Su Majestad y recebirlos en su nombre por vasallos, y que, siéndolo, él los ampararía y defendería, y les daría siempre rescates y otras cosas; y dióle algunos rescates, con que se partió muy contento para los suyos, y ansí se fue, y dende a cuatro días volvió y trujo consigo a todos los de su generación, los cuales muchos de ellos estaban malheridos; y así como estaban vinieron todos, sin faltar ninguno.
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Cómo el español que estaba en poder de indios, que se llamaba Jerónimo de Aguilar, supo cómo habíamos arribado a Cozumel, y se vino a nosotros, y lo que más pasó Cuando tuvo noticia cierta el español que estaba en poder de indios que habíamos vuelto a Cozumel con los navíos, se alegró en grande manera y dio gracias a Dios, y mucha priesa en se venir él, y los indios que llevaron las cartas y rescate, a se embarcar en una canoa; y como le pagó bien en cuentas verdes del rescate que le enviamos, luego la halló alquilada con seis indios remeros con ella; y dan tal priesa en remar, que en espacio de poco tiempo pasaron el golfete que hay de una tierra a la otra, que serían cuatro leguas, sin tener contraste de la mar; y llegados a la costa de Cozumel, ya que estaban desembarcando, dijeron a Cortés unos soldados que iban a montería (porque había en aquella isla puercos de la tierra) que había venido una canoa grande allí junto al pueblo, y que venía de la punta de Cotoche; e mandó Cortés a Andrés de Tapia y a otros dos soldados que fuesen a ver qué cosa nueva era venir allí junto a nosotros indios sin temor ninguno con canoas grandes, e luego fueron; y desque los indios que venían en la canoa, que traía alquilados el Aguilar, vieron los españoles, tuvieron temor y se querían tornar a embarcar e hacer a lo largo con la canoa; e Aguilar les dijo en su lengua que no tuviesen miedo, que eran sus hermanos; y el Andrés de Tapia, como los vio que eran indios (porque el Aguilar ni más ni menos era que indio), luego envió a decir a Cortés con un español que siete indios de Cozumel eran los que allí llegaron en la canoa; y después que hubieron saltado en tierra, en español, mal mascado y peor pronunciado, dijo: "Dios y Santa María y Sevilla"; e luego le fue a abrazar el Tapia; e otro soldado de los que habían ido con el Tapia a ver que cosa era, fue a mucha prisa a demandar albricias a Cortés, cómo era español el que venía en la canoa: de que todos nos alegramos; y luego se vino el Tapia con el español donde estaba Cortés; e antes que llegasen donde Cortés estaba, ciertos españoles preguntaban al Tapia que es del español, aunque iba allí junto con él, porque le tenían por indio propio, porque de suyo era moreno e tresquilado a manera de indio esclavo, e traía un remo al hombro e una cotara vieja calzada y la otra en la cinta, e una manta vieja muy ruin e un braguero peor, con que cubría sus vergüenzas, e traía atado en la manta un bulto, que eran Horas muy viejas. Pues desque Cortés lo vio de aquella manera, también pico como los demás soldados y preguntó al Tapia que qué era del español. Y el español como lo entendió se puso de cuclillas, como hacen los indios, e dijo: "Yo soy". Y luego le mandó dar de vestir camisa e jubón, e zaragüelles, e caperuza, e alpargatas, que otros vestidos no había, y le preguntó de su vida e cómo se llamaba y cuándo vino a aquella tierra. Y él dijo, aunque no bien pronunciado, que se decía Jerónimo de Aguilar y que era natural de Écija, y que tenía órdenes de evangelio; que había ocho años que se había perdido él y otros quince hombres y dos mujeres que iban desde el Darién a la isla de Santo Domingo, cuando hubo unas diferencias y pleitos de un Enciso y Valdivia, e dijo que llevaban diez mil pesos de oro y los procesos de unos contra los otros, y que el navío en que iban dio en Los Alacranes, que no pudo navegar, y que en el batel del mismo navío se metieron él y sus compañeros e dos mujeres, creyendo tomar la isla de Cuba o Jamaica, y que las corrientes eran muy grandes, que les echaron en aquella tierra, y que los calachionis de aquella comarca los repartieron entre sí, y que habían sacrificado a los ídolos muchos de sus compañeros, y dellos se habían muerto de dolencia; e las mujeres, que Poco tiempo pasado había que de trabajo también se murieron, porque las hacían moler, y que a él que le tenían para sacrificar, e una noche se huyó y se fue a aquel cacique, con quien estaba (ya no se me acuerda el nombre que allí le nombró), y que no habían quedado de todos sino él e un Gonzalo Guerrero, e dijo que le fue a llamar e no quiso venir. Y desque Cortés le oyó, dio muchas gracias a Dios por todo, y le dijo que, mediante Dios, que de él sería bien mirado y gratificado. Y le preguntó por la tierra e pueblos, y el Aguilar dijo que, como le tenían por esclavo, que no sabía sino traer leña e agua y cavar en los maíces; que no había salido sino hasta cuatro leguas que le llevaron con una carga, y que no la pudo llevar e cayó malo dello, y que ha entendido que hay muchos pueblos. Y luego le preguntó por el Gonzalo Guerrero, e dijo que estaba casado y tenía tres hijos, y que tenía labrada la cara e horadadas las orejas y el bezo de abajo, y que era hombre de la mar, natural de Palos, y que los indios le tienen por esforzado; y que había poco más de un año que cuando vinieron a la punta de Cotoche una capitanía con tres navíos (parece ser que fueron cuando vinimos los de Francisco Hernández de Córdoba), que él fue inventor que nos diesen la guerra que nos dieron, y que vino él allí por capitán, juntamente con un cacique de un gran pueblo, según ya he dicho en lo de Francisco Hernández de Córdoba. E cuando Cortés lo oyó, dijo: "En verdad que le querría haber a las manos, porque jamás será bueno". ¡Dejarlo he!, y diré cómo los caciques de Cozumel cuando vieron al Aguilar que hablaba su lengua, le daban muy bien de comer, y el Aguilar los aconsejaba que siempre tuviesen devoción y revencia a la santa imagen de nuestra señora y a la cruz, que conocieran que por allí les vendría mucho bien; e los caciques, por consejo de Aguilar, demandaron una carta de favor a Cortés, para que si viniesen a aquel puerto otros españoles, que fuesen bien tratados e no les hiciesen agravios; la cual carta luego se la dio; y después de despedidos con muchos halagos e ofrecimientos, nos hicimos a la vela para el río de Grijalva, y desta manera que he dicho se hubo Aguilar, y no de otra, como lo escribe el cronista Gómara; e no me maravillo, pues lo que dice es por nuevas. Y volvamos a nuestra relación.
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Capítulo XXIX De cómo el gobernador, don Francisco Pizarro, llegó al Nombre de Dios, y lo que pasaron entre él y Diego de Almagro; y de cómo en Panamá se tornó a confirmar la amistad e hicieron nueva compañía Conté en lo de atrás cómo el gobernador don Francisco Pizarro se embarcó en el puerto de San Lúcar de Barrameda, donde después de haber tomado tierra en algunos puertos llegó a la ciudad de Nombre de Dios, que en aquel tiempo estaban las casas hechas de madera y paja; ahora es otra cosa, porque como salga de aquel puerto más oro y plata que de ninguno de todos cuantos a mi ver hay en el mundo, y cien flotas cargadas de mercaduría de todo género, háse ennoblecido el pueblo y las casas son de teja y el ornamento de ellas en vigas y tablazón. Trajo el gobernador tres navíos en donde venían ciento y veinte y cinco españoles. Supo luego Diego de Almagro, cómo estaba allí en Panamá. Partióse luego al Nombre de Dios, donde se vieron él y el gobernador. Se hablaron bien en lo público y ansímismo sus hermanos con él. Entendí por muy cierto, que después se supo, que a solas Diego de Almagro se quejó de su compañero diciéndole que cómo la había mirado tan mal con él, pues él con él siempre lo hizo tan bien, que le procuró el cargo del descubrimiento, sustentándolo con enviarle y llevarle gente con los más que él pudo, donde si él pasó trabajos, no se diría que su persona había estado en regalos, pues estaba sin un ojo y quedó tullido hasta el tiempo presente, y que por sus cartas se quedó en la Gorgona, adonde le envió el navío con que descubrió la tierra rica; en todo lo cual había trabajado y solicitado lo que él sabía, pues hasta la ida de España le insistió que fuese y le buscó dineros que gastase, creyendo que había de negociar lo que con él y el electo puso y juró y promedió, lo cual todo había salido al contrario, pues venía gobernador y adelantado, y a él traíale alcaide de Túmbez con ciento mil maravedís de acostamiento, cosa para reír más que para otra cosa; mas que le consolaba que había servido bien y a príncipe cristianísimo, de que no dudaba, mas antes confiaba, que le haría mercedes conformes a su clemencia y benignidad. A lo cual oí también que el gobernador le respondió con algún enojo, diciéndole que no había necesidad que le trajese a la memoria cosas pasadas, pues él las sabía y entendía, y que en España informó de su persona y procuró que le diesen el adelantamiento, lo cual no quisieron, porque no sabían quien fuese, cuanto más que gobernación para que gobernasen dos no se dio jamás, ni se sufre, porque no sería bien gobernada; y que la tierra del Perú era tan grande, que había gobernación para ellos y para todos; cuanto más que lo que él traía también era suyo, pues tenía en todo parte, y que su voluntad era que lo mandase y gobernase como él quisiese. Almagro respondió sentido de lo que le dijo que le mostrase la petición para ver la respuesta que dieron si era como él contaba, mas ni él mostró ni Almagro quedó sin su queja, puesto que se hablaban y trataban como de antes. Y volvió a Panamá a adobar los navíos. Pizarro hizo lo mismo. Fue recibido con mucha honra de todos los vecinos, porque le amaban y querían mucho. Algunos quieren decir, y así es público entre todos los de aquel tiempo, muchos de los cuales hay vivos; que Almagro, como vio a Hernando Pizarro y su estimación le temió y estuvo mal con él, y que Hernando Pizarro, por el consiguiente, le tuvo desde luego en poco, sin le parecer bien sus cosas. De esto unos culpan a Hernando Pizarro y otros a Diego de Almagro, de quien dicen que como estuviese desabrido, y comiesen todos por su mano, diz que no les hartaba de tortillas y que les trataba como a negros; lo cual otros niegan y dicen que él fue principio, medio y fin, para que se hiciere lo que se hizo en el Perú. Los que quisiéredes entender este negocio, preguntad a los amigos de Pizarro lo que es, y juraros han cien veces que es verdad lo que se dice de Almagro, y que en todo es cierto; y haced lo mismo de los que lo fueron de Almagro, y no solamente dirá que los Pizarros le fueron ingratos, y que es verdad lo que de él se decía, pero también lo jurarán. Trabajo grande para quien desea escribir la verdad y contaros lo cierto: que es, a mi entender, que todos erraron y tuvieron dobleces y negociaban con cautelas; así Pizarro como Almagro, como todos ellos. Pues como Almagro se le diese tan poco por dar calor a su compañero para que con brevedad entendiese en partir de Panamá, quiso tratar de hacer cierta compañía con unos vecinos de la ciudad que habían por nombre, Álvaro de Guijo y el contador Alonso de Cáceres. Mas el licenciado Espinosa, que en aquel tiempo estaba en Tierra Firme, y el "electo" y otros hombres honrados, entrevinieron entre ellos y los tornaron a concertar, y hicieron compañía nueva con otra capitulación de que fue la sustancia: que el gobernador dejase a Diego de Almagro la parte que tenía en Taboga, y que no pudiese pedir merced ninguna para sí ni para ninguno de sus hermanos, hasta que él pidiese al emperador una gobernación desde donde se acababa la de Pizarro; y que todo el oro y plata, piedras, repartimientos, naborías, esclavos, con otros cualesquier bienes o haciendas fuesen de ellos dos y del electo don Hernando de Luque. Hecha esta capitulación y nuevo concierto, Diego de Almagro buscó dinero y se pagaron los fletes y gastos que el gobernador había hecho. En este tiempo estaba en Panamá, Hernán Ponce de León, llegado de Nicaragua, con dos navíos, cargados de esclavos suyos, y de su compañero Hernando de Soto, con el cual concertó también don Francisco Pizarro, que le diesen los navíos para la jornada, pagando los fletes; con que a Hernando de Soto hiciese capitán y teniente de gobernador en el pueblo más principal; y a Hernando Ponce, uno de los mayores repartimientos.
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Capítulo XXIX De la ciudad de San Miguel de la Plata, provincia de los Charcas y nuevo reino de Toledo Aunque esta ciudad, de quien hago el presente capítulo, es la última del Reino del Perú por esta parte de la sierra, he querido tratar de ella ahora, reservando hacer mención de la imperial villa de Potosí en el último lugar, como a tan ilustre y famosa. Dicen los viejos antiguos, que antiguamente se llamó Chuquiçapa, por haber habido en aquel asiento muchas chácaras y minas de oro, el cual se llama Chuqui, y por eso tuvo por nombre Chuquiçapa, que significa: lleno y abundante de oro. Por ser la gente de las chácaras, en cuya provincia está, gente algo sospechosa de hurtos, el Ynga mandó fuesen allá mucha multitud de gente de los naturales del Cuzco, y con ellos también muchos yngas y descendientes suyos, los cuales hasta hoy han permanecido allí, y son conocidos por tales y respetados. Otros dicen se llamó Chuquichaca, por haber allí una puente de oro, que eso significa; pero desta puente no hay al presente memoria, donde fuese. Quizás los indios, cuando los españoles conquistaron este Reino, sabiendo la codicia insaciable que traían de oro y plata, la deshicieron y ocultaron, para que no viniese a sus manos, como se entiende a esta causa haber grandes tesoros escondidos en el Reino. Los españoles, al principio, fundaron allí una ciudad que, por estar en provincia tan rica de oro y plata, le dieron este nombre y con mucha razón, pues en su distrito hay y ha habido tanta que, si no se hubiera sacado, pudieran las casas estar enladrilladas de barras. Es de lindo temple y muy hermosa; tiene alrededor mucho número de chácaras, haciendas y heredades, que valen a sus dueños gruesísimas rentas, porque todos los frutos van a parar a Potosí, que está diez y ocho leguas della, donde se gastan y consumen en tiempo de aguas. Es sujeta a rayos, por lo cual es su habitación algo peligrosa, que acaecen desgracias, y así tienen por abogada a la gloriosa Virgen y mártir Santa Bárbara. Reside en esta ciudad una Chancillería Real con un presidente y cuatro oidores y un fiscal, los cuales oidores también hacen oficio de alcaldes de Corte, como en la Audiencia de Quito, y tienen de salario cuatro mil pesos ensayados cada año, y acuden a ella de todo el distrito de las Charcas, que empieza desde el Collao, pasados los Canas y Canches, y comprende grandes corregimientos de indios, como son la Recaja, Orcosuyo, Omasuyo, Huarina, Chucuito, Chuquiago, que es la ciudad de la Paz, Pacajes, Carangas, Cochabamba, Tarija, Arica, Atacama, Porco, Potosí, Santa Cruz de la Sierra, Tucumán y Paraguay. Es arzobispado; dividióse en tres que son: en esta ciudad, en la Paz y en Santa Cruz de la Sierra; y afirman que, cuando era sólo un obispado, tenía más de cincuenta mil ducados de renta. Tiene por sufragáneos el obispado de la Barranca, el de la Paz y el de Tucumán y Paraguay. Hay cinco monasterios de religiosos de Santo Domingo, San Francisco, San Agustín, Nuestra Señora de las Mercedes, y en él una imagen de muchos milagros, y la Compañía de Jesús y uno de monjas agustinas y hospital de descalzos de San Francisco. Ha habido prelados santísimos, desde el primero que fue Fray Domingo de Santo Tomás, gran teólogo y persona celosísima del bien de los naturales, Fray Alonso Granero Davalos, Fray Alonso de la Cerda, todos tres dominicos, don Alonso Ramírez de Vergara, clérigo, y el último Fray Luis López de Solís, agustino, que murió en Lima antes de llegar a su iglesia, que venía de su obispado de Quito. Hay vecinos encomenderos en esta ciudad, muy ricos en renta, en quien están encomendados los indios comarcanos y de su distrito, los cuales, como tengo dicho, en los valles que hay alrededor tienen grandes heredades. Hay mucho concurso de españoles que acuden a sus negocios en grados de apelación, y los corregidores del distrito a sus residencias, y Potosí que es causa que no haya ido la población desta ciudad en grande aumento, a causa que como allí se saca la plata y corre la moneda, todos concurren a ella. Más adelante está la villa de Tarija, población moderna, cuarenta leguas de la Plata, donde hay monasterios de religiosos de las órdenes mendicantes, y están como en frontera de los inquietos chiriguanas, que hacen allí muchos saltos en las chácaras y aun se atreven a llegar a la villa, aunque los hostigan della; pero cada día se va allanando más la tierra y asegurando los caminos, que antes, con dificultad, se podía pasar de la Plata a Tarija, si no era en tropa o con escolta. De aquí se saca mucho ganado vacuno que se lleva a Potosí y allí se gasta. Luego empieza el camino a la provincia de Tucumán y el Paraguay, pobladas de españoles, y con muchas ciudades y sus gobernadores puestos por Su Majestad y dos obispados, pero estas provincias ya no pertenecen al Reino del Perú, porque los yngas no siguieron sus conquistas ni pasaron de la provincia de los chiriguanaes, que por allí tuvieron sus límites y fronteras con guarniciones de soldados ordinarias por los incurosos de esta gente, aunque destas dos gobernaciones recurren a la audiencia de la Plata en los negocios de apelación y en otros de calidad, para que se determinen, y así están sujetas a ella, aunque al presente, poniéndose chancillería en el Reino de Chile, ocurrirán a ella como más cercana destas provincias.
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CAPÍTULO XXIX De la fiesta del jubileo que usaron los mexicanos Los mexicanos no fueron menos curiosos en sus solemnidades y fiestas, las cuales de hacienda eran más baratas, pero de sangre humana sin comparación más costosas. De la fiesta principal de Vitzilipuztli ya queda arriba referido. Tras ella la fiesta del ídolo Tezcatlipuca, era muy solemnizada. Venía esta fiesta por mayo, y en su calendario tenía nombre toxcoatl, pero la misma cada cuatro años concurría con la fiesta de la penitencia, en que había indulgencia plenaria y perdón de pecados. Sacrificaban este día un cautivo, que tenía la semejanza del ídolo Tezcatlipuca, que era a los diez y nueve de mayo. En la víspera de esta fiesta venían los señores al templo, y traían un vestido nuevo, conforme al del ídolo, el cual le ponían los sacerdotes, quitándole las otras ropas y guardándolas con tanta reverencia como nosotros tratamos los ornamentos, y aun más. Había en las arcas del ídolo muchos aderezos y atavíos, joyas y otras preseas y brazaletes de plumas ricas, que no servían de nada sino de estarse allí, todo lo cual adoraban como al mismo dios. Demás del vestido con que le adoraban este día, le ponían particulares insignias de plumas, brazaletes, quitasoles y otras cosas. Compuesto de esta suerte, quitaban la cortina de la puerta, para que fuese visto de todos, y en abriendo, salía una dignidad de las de aquel templo, vestido de la misma manera que el ídolo, con unas flores en la mano y una flauta pequeña de barro de un sonido muy agudo, y vuelto a la parte de Oriente la tocaba, y volviendo al Occidente, y al Norte y Sur, hacía lo mismo. Y habiendo tañido hacia las cuatro partes del mundo, denotando que los presentes y ausentes le oían, ponía el dedo en el suelo y cogiendo tierra con él, la metía en la boca y comía en señal de adoración; y lo mismo hacían todos los presentes, y llorando, postrábanse invocando a la escuridad de la noche y al viento, y rogándoles que no los desamparasen ni los olvidasen, o que les acabasen la vida y diesen fin a tantos trabajos como en ella se padecían. En tocando esta flautilla, los ladrones, fornicarios, homicidas o cualquier género de delincuentes, sentían grandísimo temor y tristeza, y algunos se cortaban de tal manera, que no podían disimular haber delinquido. Y así todos aquellos no pedían otra cosa a su Dios, sino que no fuesen sus delitos, manifiestos, derramando muchas lágrimas con grande compunción y arrepentimiento, ofreciendo cuantidad de incienso para aplacar a dios. Los valientes y valerosos hombres y todos los soldados viejos que seguían la milicia, en oyendo la flautilla, con muy grande agonía y devoción pedían al Dios de lo criado y al Señor por quien vivimos, y al sol, con otros principales suyos, que les diesen victoria contra sus enemigos y fuerzas para prender muchos cautivos, para honrar sus sacrificios. Hacíase la ceremonia sobredicha diez días antes de la fiesta, en los cuales tañía aquel sacerdote la flautilla, para que todos hiciesen aquella adoración de comer tierra y pedir a los ídolos lo que querían, haciendo cada día oración alzados los ojos al cielo con suspiros y gemidos, como gente que se dolía de sus culpas y pecados. Aunque este dolor de ellos no era sino por temor de la pena corporal que les daban, y no por la eterna, porque certifican que no sabían que en la otra vida hubiese pena tan estrecha, y así se ofrecían a la muerte tan sin pena, entendiendo que todos descansaban en ella. Llegado el proprio día de la fiesta de este ídolo Tezcatlipuca, juntábase toda la ciudad en el patio para celebrar asimismo la fiesta del calendario, que ya dijimos se llamaba toxcoatl, que quiere decir cosa seca, la cual fiesta toda se endereza a pedir agua del cielo al modo que nosotros hacemos las rogaciones, y así tenían aquesta fiesta siempre por mayo, que es el tiempo en que en aquella tierra hay más necesidad de agua. Comenzábase su celebración a nueve de mayo, y acabábase a diez y nueve. En la mañana del último día, sacaban sus sacerdotes unas andas muy aderezadas, con cortinas y cendales, de diversas maneras. Tenían estas andas tantos asideros cuantos eran los ministros que las habían de llevar, todos los cuales salían embijados de negro con unas cabelleras largas trenzadas por la mitad de ellas con unas cintas blancas, y con unas vestiduras de librea del ídolo. Encima de aquellas andas ponían el personaje del ídolo señalado para este oficio, que ellos llamaban semejanza del dios Tezcatlipuca, y tomándolo en los hombros, lo sacaban en público, al pie de las gradas. Salían luego los mozos y mozas recogidas de aquel templo con una soga gruesa torcida de sartales de maíz tostado, y rodeando todas las andas con ella, ponían luego una sarta de lo mismo al cuello del ídolo, y en la cabeza una guirnalda. Llámase la soga toxcatl, denotando la sequedad y esterilidad del tiempo. Salían los mozos rodeados con unas cortinas de red, y con guirnaldas y sartales de maíz tostado; las mozas salían vestidas de nuevos atavíos y aderezos, con sartales de lo mismo a los cuellos, en las cabezas llevaban unas tiaras hechas de varillas, todas cubiertas de aquel maíz, emplumados los pies y los brazos, y las mejillas llenas de color. Sacaban asimismo, muchos sartales de este maíz tostado, y poníanselos los principales en las cabezas y cuellos, y en las manos unas flores. Después de puesto el ídolo en sus andas, tenían por todo aquel lugar gran cantidad de pencas de maguey, cuyas hojas son anchas y espinosas. Puestas las andas en los hombros de los sobredichos, llevábanlas en procesión por dentro del circuito del patio, llevando delante de sí dos sacerdotes con dos braseros o inciensarios, inciensando muy a menudo al ídolo, y cada vez que echaban incienso, alzaban el brazo cuan alto podían hacia el ídolo y hacia el sol, diciéndoles subiesen sus oraciones al cielo como subía aquel humo a lo alto. Toda la demás gente que estaba en el patio, volviéndose en rueda hacia la parte donde iba el ídolo, llevaban todos en las manos unas sogas de hilo de maguey, nuevas, de una braza con un ñudo al cabo, y con aquellas se disciplinaban, dándose grandes golpes en las espaldas de la manera que acá se disciplinan el Jueves Santo. Toda la cerca del patio y las almenas estaban llenas de ramos y flores, también adornadas y con tanta frescura, que causaban gran contento. Acabada esta procesión, tornaban a subir el ídolo a su lugar adonde lo ponían; salía luego gran cuantidad de gente, con flores aderezadas de diversas maneras, y henchían el altar y la pieza, y todo el patio, de ellas, que parecía aderezo de monumento. Estas rosas ponían por sus manos los sacerdotes, administrándoselas los mancebos del templo desde acá fuera, y quedábase aquel día descubierto, y el aposento sin echar el velo. Esto hecho, salían todos a ofrecer cortinas, cendales, joyas y piedras ricas, encienso, maderos resinosos, mazorcas de maíz y codornices, y finalmente, todo lo que en semejantes solemnidades acostumbraban ofrecer. En la ofrenda de las codornices, que era de los pobres, usaban esta ceremonia, que las daban al sacerdote, y tomándolas, les arrancaba las cabezas, y echábalas luego al pie del altar, donde se desangrasen y así hacían de todas las que ofrecían. Otras comidas y frutas ofrecía cada uno según su posibilidad, las cuales eran el pie de altar de los ministros del templo, y así ellos eran los que los alzaban y llevaban a los aposentos que allí tenían. Hecha esta solemne ofrenda, íbase la gente a comer a sus lugares y casas, quedando la fiesta así suspensa, hasta haber comido. Y a este tiempo, los mozos y mozas del templo, con los atavíos referidos se ocupaban en servir al ídolo de todo lo que estaba dedicado a él para su comida, la cual guisaban otras mujeres, que habían hecho voto de ocuparse aquel día en hacer la comida del ídolo, sirviendo allí todo el día. Y así se venían todas las que habían hecho voto, en amaneciendo, y ofrecíanse a los prepósitos del templo, para que les mandasen lo que habían de hacer, y hacíanlo con mucha diligencia y cuidado. Sacaban después tantas diferencias e invenciones de manjares, que era cosa de admiración. Hecha esta comida y llegada la hora de comer, salían todas aquellas doncellas del templo en procesión, cada una con una cestica de pan en la mano, y en la otra una escudilla de aquellos guisados; traían delante de sí un viejo que servía de maestresala, con un hábito harto donoso. Venía vestido con una sobrepelliz blanca, que le llegaba a las pantorrillas sobre un jubón sin mangas a manera de sambenito de cuero, colorado; traía en lugar de mangas, unas alas, y de ellas salían unas cintas anchas, de las cuales pendía en medio de las espaldas una calabaza mediana, que por unos agujerillos que tenía estaba toda llena de flores, y dentro de ella diversas cosas de superstición. Iba este viejo así ataviado delante de todo el aparato, muy humilde, triste y cabizbajo, y en llegando al puesto, que era al pie de las gradas, hacía una grande humillación, y haciéndose a un lado, llegaban las mozas con la comida e íbanla poniendo en hilera, llegando una a una con mucha reverencia. En habiéndola puesto, tornaba el viejo a guiarlas, y volvíanse a sus recogimientos. Acabadas ellas de entrar, salían los mozos y ministros de aquel templo, y alzaban de allí aquella comida, y metíanla en los aposentos de las dignidades y de los sacerdotes, los cuales habían ayunado cinco días arreo, comiendo sólo una vez al día, apartados de sus mujeres, y no salían del templo aquellos cinco días, azotándose reciamente con sogas, y comían de aquella comida divina (que así la llamaban) todo cuanto podían, de la cual a ninguno era lícito comer sino a ellos. En acabando todo el pueblo de comer, tornaba a recogerse en el patio, a celebrar y ver el fin de la fiesta, donde sacaban un esclavo que había representado el ídolo un año, vestido y aderezado, y honrado como el mismo ídolo, y haciéndole todos reverencia, le entregaban a los sacrificadores, que al mismo tiempo salían, y tomándole de pies y manos, el papa le cortaba el pecho y le sacaba el corazón, alzándolo en la mano todo lo que podía, y mostrándolo al sol y al ídolo, como ya queda referido. Muerto éste, que representaba al ídolo, llegábanse a un lugar consagrado y diputado para el efecto, y salían los mozos y mozas con el aderezo sobredicho, donde tañéndoles las dignidades del templo, bailaban y cantaban puestos en orden junto al atambor, y todos los señores, ataviados con las insignias que los mozos traían, bailaban en cerco alrededor de ellos. En este día no moría ordinariamente más que este sacrificado, porque solamente de cuatro a cuatro años morían otros con él, y cuando éstos morían, era el año del jubileo e indulgencia plenaria. Hartos ya de tañer, comer y beber, a puesta del sol íbanse aquellas mozas a sus retraimientos, y tomaban unos grandes platos de barro, y llenos de pan amasado con miel, cubiertos con unos fruteros labrados de calaveras y huesos de muertos cruzados, llevaban colación al ídolo, y subían hasta el patio, que estaba antes de la puerta del oratorio; y poniéndolo allí, yendo su maestresala delante, se bajaban por el mismo orden que lo habían llevado. Salían luego todos los mancebos puestos en orden, y con unas cañas en las manos, arremetían a las gradas del templo, procurando llegar más presto unos que otros a los platos de la colación. Y las dignidades del templo tenían cuenta de mirar al primero, segundo y tercero y cuarto, que llegaban, no haciendo caso de los demás hasta que todos arrebataban aquella colación, la cual llevaban como grandes reliquias. Hecho esto, los cuatro que primero llegaron, tomaban en medio las dignidades y ancianos del templo y con mucha honra los metían en los aposentos, premiándoles y dándoles muy buenos aderezos, y de allí adelante los respetaban y honraban como a hombres señalados. Acabada la presa de la colación y celebrada con mucho regocijo y gritería, a todas aquellas mozas que habían servido al ídolo, y a los mozos, les deban licencia para que se fuesen, y así se iban unas tras de otras. Al tiempo que ellas salían, estaban los muchachos de los colegios y escuelas a la puerta del patio, todos con pelotas de juncia y de yerbas, en las manos, y con ellas, las apedreaban, burlando y escarneciendo de ellas, como a gente que se iba del servicio del ídolo. Iban con libertad de disponer de sí a su voluntad, y con esto se daba fin a esta solemnidad.