CAPÍTULO XXIII Ofrece el cacique Coza su estado al gobernador para que asiente y pueble en él, y cómo el ejército sale de aquella provincia Un día de los que estuvieron los españoles en este pueblo llamado Coza, el señor de él, que había comido a la mesa del gobernador, habiendo hablado con él muchas cosas pertenecientes a la conquista y al poblar de la tierra y habiendo respondido con mucha satisfacción del adelantado a todo lo que acerca de esto le había preguntado, cuando le pareció tiempo, se levantó en pie y, haciendo al general una gran reverencia con mucha veneración a la usanza de los indios y volviendo los ojos a los caballeros que a una mano y otra del gobernador estaban, como que hablaba con todos, dijo: "Señor, el amor que a vuestra señoría y a todos los suyos he cobrado en estos pocos días que ha que le conozco me fuerza a suplicarle que, si busca tierras buenas donde poblar, tenga por bien de quedarse en la mía y hacer asiento en ella, que yo creo que es una de las mejores provincias que vuestra señoría habría visto de cuantas ha hallado en este reino, y más, hago saber a vuestra señoría que acertó a pasar por lo más flaco y ver lo menos bueno de ella. Si vuestra señoría gustase de verla de espacio, yo le llevaré por otras partes mejores que le darán todo contento y podrá tomar de ellas lo que mejor le pareciese para poblar y fundar su casa y corte. Y, si no quisiese hacerme de presente esta merced, a lo menos no me niegue el invernar en este pueblo el invierno que viene, que está ya cerca, donde le serviremos como vuestra señoría verá, que a las obras me remito. Y entonces podrá vuestra señoría enviar de espacio sus capitanes y soldados para que, habiendo visto mi tierra por todas partes, traigan verdadera relación de lo que he dicho para mayor satisfacción de vuestra señoría." El gobernador le agradeció su buena voluntad y le dijo que en ninguna manera podía poblar dentro en la tierra hasta saber qué puerto o puertos tenía en la costa de la mar para recibir los navíos y gente que de España, o de otras partes viniesen a ellos con ganados y plantas y las demás cosas necesarias para poblar, que, cuando fuese tiempo, recibiría su ofrecimiento y mantendría siempre su amistad, y que entretanto sosegase, que no tardaría en volver por allí poblando la tierra y que entonces haría cuanto le pidiese de su gusto y contento. El cacique le besó las manos y dijo que tomaba aquellas palabras de su señoría por prendas de su promesa, y que las guardaría en su corazón y en su memoria hasta verlas cumplidas, que lo deseaba en extremo. Este señor era de edad veintiséis o veintisiete años, muy gentil hombre, como lo son los más de aquella tierra, y de buen entendimiento. Hablaba con discreción y daba buena razón de todo lo que le preguntaban; parecía haberse criado en una corte de toda doctrina y policía. Pasados diez o doce días que el ejército hubo descansado en el pueblo de Coza, más por condescender con la voluntad del curaca, que gustaba de los tener en su tierra, que por necesidad que hubiesen tenido de descansar, le pareció al gobernador seguir su viaje en demanda de la mar, como lo llevaba encaminado, que desde que salió de la provincia de Xuala había caminado hacia la costa haciendo un arco por la tierra para salir al puerto de Achusi como lo habían concertado con el capitán Diego Maldonado, que había quedado a descubrir la costa y había de venir al principio del invierno venidero al dicho puerto de Achusi con socorro de gente y armas, ganado y bastimentos, como atrás dejamos dicho. Y éste era el fin principal del gobernador: ir a este puerto para empezar a hacer su población. El cacique Coza quiso acompañar al general hasta los límites de su tierra y así salió en su compañía con mucha gente noble de guerra y mucho bastimento e indios de carga que lo llevasen. Caminaron con el orden acostumbrado cinco jornadas. Al fin de ellas llegaron a un pueblo llamado Talise, que era el último de la provincia de Coza y frontera y defensa de ella. Era fuerte en extremo, porque, demás de la cerca que tenía hecha de madera y tierra, le cercaba casi todo un gran río y lo dejaba hecho península. Este pueblo Talise no obedecía bien a su señor Coza, por trato doble de otro señor llamado Tascaluza, cuyo estado confinaba con el de Coza y le hacía vecindad no segura ni amistad verdadera, y, aunque los dos no traían guerra descubierta, el Tascaluza era hombre soberbio y belicoso, de muchas cautelas y astucias, como adelante veremos, y, como tal, tenía desasosegado este pueblo para que no obedeciese bien a su señor. Lo cual, habiéndolo entendido de mucho atrás el cacique Coza, holgó de venir con el gobernador, así por servirle en el camino, y en el mismo pueblo Talise, como por amedrentar los moradores de él con el favor de los españoles y hacer que le fuesen obedientes. En el pueblo de Coza quedó huido un cristiano, si lo era, llamado Falco Herrado. No era español ni se sabía de cuál provincia fuese natural, hombre muy plebeyo, y así no se echó menos hasta que el ejército llegó a Talise. Hiciéronse diligencias para volverlo a cobrar, mas no aprovecharon, porque muy desvergonzadamente envió a decir con los indios que fueron con los recaudos del gobernador que por no ver ante sus ojos cada día a su capitán, que le había reñido y maltratado de palabra, quería quedarse con los indios y no ir con los castellanos, por tanto, que no le esperasen jamás. El curaca respondió más comedida y cortésmente a la demanda que el gobernador le hizo pidiéndole mandase a sus indios trajesen aquel cristiano huido; dijo que, pues no habían querido quedarse todos en su tierra, holgaba mucho se hubiese quedado siquiera uno, que suplicaba a su señoría le perdonase, que no haría fuerza para que volviese al que de su gana se quedase, antes lo estimaría en mucho. El gobernador, viendo que quedaba lejos y que los indios no le habían de compeler a que volviese, no hizo más instancia por él. Olvidádosenos ha de decir cómo en el mismo pueblo de Coza quedó un negro enfermo que no podía caminar, llamado Robles, el cual era muy buen cristiano y buen esclavo. Quedó encomendado al cacique y él tomó a su cargo el regalarle y curarle con mucho amor y voluntad. Hicimos caudal de estas menudencias para dar cuenta de ellas para que, cuando Dios Nuestro Señor sea servido que aquella tierra se conquiste y gane, se advierta a ver si quedó algún rastro o memoria de los que así se quedaron entre los naturales de este gran reino.
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CAPÍTULO XXIII Puerto de Cilam. --Hospitalidad. --Almuerzo. --Paseo por la costa. --Flamencos. --Excursión de caza a Punta Arenas. --Camino salvaje. --Tomamos posesión de una choza. --Gran variedad y muchedumbre inmensa de gallinolas. --Atolladero. --Flamencos y rabihorcados. --Aventura grotesca. --Disecación de pájaros. --Vuelta al puerto. --El cuartel. --Una catástrofe. --Partida. --Pueblo de Cilam. --Montículo gigantesco. --Vista desde su parte superior. --Otro montículo. --Relatos de Herrera y Cogolludo. --La tumba de Lafitte. --Hospitalidad de los Padres. --Partida de Cilam. --Temax. --Iglesia y convento. --Izamal. --Fiesta de la Santa Cruz. --Aspecto de la ciudad. --Montículos. --Adornos colosales en estuco. --Cabeza gigantesca. --Montículo estupendo. --Cámaras interiores. --Iglesia y convento fabricados sobre un montículo antiguo. --Leyenda. --Baile Al amanecer el siguiente día salimos del fondo de la canoa, y nos encontramos fondeados en el puerto de Cilam, que consiste en unas pocas chozas fabricadas alrededor de un cuadro arenoso en una baja y árida costa. Arrojamos a las olas parte de nuestro destrozado equipaje, y nos dirigimos a tierra. Tres semanas hacía que nos habíamos embarcado; nuestro viaje de la costa fue más interesante de lo que esperábamos; y sin embargo nada hubo más agradable para nosotros que su término. Nos considerábamos muy felices en escapar de las molestias y confinamiento de la canoa. El patrón salió a buscarnos posada, y yo le seguí con uno de los marineros llevando parte de la carga. Un hombre que en aquel momento abría la puerta de una especie de bodega me invitó, ofreciéndome aquella pieza para nuestro alojamiento: habiéndola examinado, no vacilé en aceptarla. Ese hombre jamás había oído hablar de nosotros, ni nosotros de él, y probablemente ni él ni nosotros volveremos a tener jamás noticias recíprocas: era otro ejemplo del buen tratamiento universal que encontramos en todo el país. Cilam es el puerto de Izamal, de donde dista once leguas. Conforme a nuestro itinerario, Dimas debía juntársenos allí con los caballos; pero ni había llegado, ni se sabía nada de él en el puerto. Supimos, sin embargo, que era imposible proporcionarse yerba fresca para las bestias en aquel punto; especie que llegaría a oídos de Dimas en el pueblo inmediato, distante de allí unas tres leguas, obligándole por eso a detenerse. A pesar de todo, no estábamos tranquilos, porque el cabo había tenido que hacer un viaje de doscientas cincuenta millas, y por lo mismo nuestro primer cuidado fue despachar a Albino a tomar lenguas. Después de eso, teníamos que atentar la empresa de procurarnos un almuerzo y tomar providencias para la comida, que estábamos determinados a que fuese de lo mejor que el país proporcionaba, y consistía en pescado y gallina: cada artículo debía comprarse separadamente, y enviarse con su respectiva porción de manteca a que fuese cocinado en diferentes casas. Mientras se hacían estos preparativos, dimos un paseo por la costa. Hacia la extremidad de un banco de arena había una punta saliente, sobre una línea que vista desde el agua me había parecido una nube de brillo singular y al mismo tiempo de una notable delicadeza de colorido. Al acercarme, observé que aquella nube era un peñasco cubierto de flamencos. A mi regreso di cuenta al Dr. Cabot de mi descubrimiento; y mientras estaba yo hablando, dionos el huésped un tan vivo relato de los flamencos, garzas rojas, chocolateras y otras aves marinas que había en Punta Arena, distante de allí como dos leguas, que se me exaltó la imaginación con la idea de tan espléndidas nubes de aquel bello plumaje. El Dr. Cabot estaba ansioso de estrechar más y más sus conocimientos con aquellas aves, y en tal virtud resolvimos marchar allí aquella misma tarde, si llegaban los caballos, y, después de unas pocas horas empleadas en la cacería, dar alcance a Mr. Catherwood en Izamal el siguiente día oportunamente llegó Dimas con los caballos en buen estado; y como él había estado descansando algunos días, tomámosle juntamente con un indio que nos facilitó el huésped, y a las cuatro de tarde nos pusimos en marcha. Por espacio de una legua anduvimos por la orilla del mar; pero el camino fue haciéndose muy difícil con las puntas de las rocas y los manglares que interceptaban el paso con la espesura y densidad de su follaje, y con lo erizado de sus raíces, que oponían una verdadera muralla; en algunos sitios era absolutamente difícil pasar a caballo: de cuando en cuando volvíamos a salir sobre una playa áspera y pedregosa, y en la inteligencia de que habíamos salido a dar un corto paseo, vinimos a encontrarnos imprevistamente en uno de los caminos más agrestes y rudos que jamás hubiésemos encontrado en el país. Al anochecer, llegamos a una cabaña situada en una posición bella y pintoresca en el fondo de una pequeña bahía, con un frágil puente de dos pies de ancho, que se extendía a corta distancia de la costa, y una canoa flotante en una extremidad. La choza consistía en dos departamentos, puestos en contacto por una enramada cubierta, desocupada a la sazón y clamando al parecer por habitantes. Una sarta de pescados pendía de una de las vigas, y en el suelo se veían unos cuantos tizones apagados. Colgamos nuestras hamacas, encendimos un buen fuego, y, cuando el dueño de la choza llegó, ya le teníamos lista una taza de chocolate y procuramos hacerle sentir que estaba en su propia casa; pero éste no era negocio muy fácil: el tal individuo era un muchacho como de 16 años, hijo del propietario que había salido aquel día para aprovecharse de lo poco que aún quedaba de la estación de la pesca. Por cierto que estaba muy lejos de esperarnos, y le causamos alguna sorpresa: jamás en su vida había visto un extranjero, y no se tranquilizó en manera alguna porque le hubiésemos dicho que habíamos ido allí a cazar flamencos y chocolateras. El indio que nos guiaba, que por cierto no comprendía mejor lo que nos había movido a verificar aquella excursión, dio al mozo algunas explicaciones sobre nuestro objeto; pero, no siéndole posible comprender a derechas el asunto de que se trataba, el muchacho se retiró a la otra división de la cabaña y nos dejó en plena posesión del resto. Habíamos tomado nuestras precauciones para evitar una mala noche; pero, por desgracia, no había en aquel sitio agua ni ramón para los caballos. A fuerza de súplicas conseguimos de nuestro joven huésped que nos cediese una parte del poco maíz que allí tenía para hacer sus tortillas; pero los animales pasaron la noche sin agua, por no haber quien se la proporcionase en aquella hora. Al alba del siguiente día escuchamos un terrible graznido de patos, que nos hizo saltar de las hamacas, y lanzarnos fuera de la habitación. Algo más allá de la extremidad o punta del pequeño estanque había un prolongado banco de arena, materialmente cubierto de una inmensa muchedumbre de estos pájaros. Nuestro huésped no podía acompañarnos, sin preparar primero sus redes de pesca, y Dimas tenía que llevar a los caballos para darles agua; pero, a pesar de eso, nos lanzamos a la canoa, acompañados del único indio que llevábamos. Al momento descubrimos que nuestro hombre no conocía mucho el terreno, ni el manejo de una canoa, siendo lo peor del caso, que no comprendíamos una sola palabra de lo que nos decía. Algo más abajo del sitio en que estábamos, la costa formaba una amplia bahía, proyectándose hacia nosotros la llamada "Punta de Arenas", cubierta de árboles hasta la lengua del agua, mientras que en la bahía aparecían algunos bajos de arena cubiertos de una tal muchedumbre de gallinolas y otras aves acuáticas, que casi excedían en su guarismo al poder de la imaginación, Al examinarlas de cerca, el Dr. Cabot pudo enumerar rápidamente cinco especies de patos y ánades, siete de garzas de varios colores, dos de codornices reales, tres de agachadizas y pelícanos, y en pos de una multitud de otras especies de aves de todas denominaciones, llamadas en la ornitología del país cocos, alcatraces, rabihorcados, chocolateras, pigies, y otras de diferentes dimensiones que nos fue imposible clasificar, pero cuyo brillante plumaje y estrepitoso graznido formaban, al pasar nosotros a través de ellas, una animadísima e interesante escena, de poco provecho para una cacería, porque no habría sido más que hacer una matanza inútil y sin objeto. En una hora habríamos podido cargar nuestra canoa de pájaros, un par de los cuales se habría considerado como el resultado brillante de una buena cacería matutina; pero no habríamos sabido qué hacer de ellos, y por otra parte no había allí los que buscábamos: una sola manada de flamencos vimos, pero se encontraba fuera de nuestro alcance, y era en el momento en que nos habíamos sumido en el fango. Nuestro guía indio nos puso en horribles conflictos, y nos estuvo engañando hasta que llegamos al fondo de la bahía y entramos en el brazo de una especie de estero. imposibilitados de hablar con el indio, y suponiendo que nos encaminaba bien, seguimos subiendo el estero con harta lentitud, hasta que descubrimos haber salido ya de la región de los pájaros marinos; mas la escena era tan silenciosa, quieta y solemne, que nos era sensible tener que retroceder, y por otra parte en ambas riberas de la ría se veía al blanco plumaje de las gaviotas y pelícanos modificar el verde follaje de los árboles, y a la garza que como estatua en el agua cejaba un tanto su prolongado cuello para contemplarnos. No había tiempo, sin embargo, para admirar detenidamente esta escena, y fue preciso retroceder. Cerca de la boca del estero, una manada de chocolateras levantó el vuelo pasando por nuestras cabezas y también fuera de nuestro alcance; pero, habiendo visto el sitio en que se detuvieron, nos dirigimos hacia aquel rumbo hasta que nos detuvo un banco de lodo espeso, por lo cual nos echamos al agua, o mejor dicho al fango, y allí nos sentimos arrastrar por vías desconocidas e inesperadas hasta las regiones subterráneas, encontrándonos en tal cual peligro de descender más y más hasta el punto de que sólo nuestros sombreros vinieran a ser el signo funerario sobre nuestra tumba de fango. Procuramos desenredarnos de aquel mal paso, moviéndonos en otra dirección, y otra y otra vez volvimos a sumirnos, luchando por dos horas, trabajando, pataleando, riéndonos y disparando tiros al vuelo sobre las hermosas chocolateras, que se cernían sobre nosotros. Al fin logró el Dr. Cabot derribar una, y nos apartamos tomando cada cual por su lado. Siguiendo nuestras tareas a lo largo de ambas riberas así separados, derribé yo otra que fue a caer del otro lado del estero: al arrojarme allí, caí de espaldas, el agua saltó sobre mis enlodados vestidos, de los que tuve que despojarme más que de prisa. Un viento fuerte soplaba en el interior de la bahía, y, como no había piedra ninguna a la mano con que poder asegurar el sombrero y los vestidos más ligeros, todo esto fue a caer al agua en el momento mismo en que la chocolatera desplegaba de nuevo las alas, y se echaba a revolotear por la playa. Distraído entre el ave que se escapaba y los vestidos que el viento arrebataba, abandoné éstos por el pájaro hasta que logré cogerle y, asegurándole bajo el brazo, volví entonces a buscar mis vestidos y sombrero, que se hallaban ya a larga distancia en el agua. Al fin pude recogerlos y volver a tierra firme con mi doble carga, y me encontré sobre la playa representando la figura de un anticuario en conflictos, ratificando sin duda aquel proverbio indio que vino a servirme de consuelo, a saber: que ningún hombre podía parecer un héroe a los ojos de su ayuda de cámara. En honor de este acontecimiento, determiné hacer un ensayo de disecación y traerme el pájaro a mi país, en memoria de aquel sitio. En aquellos momentos se me unió el Dr. Cabot y fue necesario regresar. Sólo habíamos conseguido un pájaro cada uno de nosotros; y si bien el esperado espectáculo de grandes nubes de plumaje hermoso no se había realizado, no por eso era menos cierto el relato de nuestro huésped: la verdad era que la estación se hallaba a punto de concluir y aquellos pájaros habían emigrado hacia el norte. Y no obstante, aun de esos pájaros hubiéramos conseguido cargar dos canoas con mejor conocimiento de las localidades, y de las otras especies todo cuanto hubiéramos querido. Con seguridad que para una partida de caza no se ha visto jamás un sitio tan a propósito como aquél, y la idea de una casa o cabaña para reunir los objetos de la cacería en Punta Arenas, residiendo allí por algunos meses durante la buena estación y con gente suficiente para consumir cuanto se cazase, se presentó a nuestro espíritu casi con tantos atractivos como la exploración de las ciudades arruinadas. Al regreso, cada uno de nosotros disparó un tiro, del cual resultaron treinta o cuarenta pájaros muertos, que recogimos, dejando sin embargo algunos en la playa. De vuelta a la cabaña echamos algunos en una olla después de desplumarlos, se supone, y nos sentamos en seguida a emprender las labores de la disecación. Con un toque final del Dr. Cabot, logré preparar una muestra miserable de un hermoso pájaro, que contemplaba sin embargo con la mayor satisfacción, como el recuerdo de un sitio notable y de una aventura interesante: entretanto, las aves que estaban cocinándose daban signos evidentes de la riqueza de su parte alimenticia. Sólo teníamos tortillas para acompañar la comida, pero ni las aves ni nosotros tuvimos motivo alguno de queja. A las cuatro de la tarde nos despedimos de nuestro joven huésped, y al oscurecer llegamos al puerto dirigiéndonos a la arenosa plaza. La puerta que el día antes se nos abrió con tanta alegría estaba ahora cerrada, pero no por la mano de la inhospitalidad. Mr. Catherwood y el propietario habían partido para el pueblo, y la casa había quedado cerrada. Algunos de los vecinos, sin embargo, salieron a nuestro encuentro y nos condujeron al cuartel, guarnecido únicamente por dos mujeres, que se rindieron a discreción y nos proveyeron de chocolate, y, aunque la casa era suficientemente espaciosa para todos nosotros, inesperadamente nos dieron las buenas noches y se fueron a dormir a la vecindad. Si se hubieran quedado, no estando tan cansadas como nosotros y pudiendo por consecuencia tener el sueño más ligero, se habría evitado una triste catástrofe. Habíamos colocado cuidadosamente los pájaros en una mesa con objeto de que se secasen; durante la noche entró en la pieza un gato, y despertamos para ver arrastrado por el suelo el fruto de todo un día de trabajos, y el gato autor de aquella desgracia escapándose por uno de los agujeros que había en la pared de la casa. Es verdad que esta reflexión no nos presentaba consuelo ninguno; pero lo cierto es que, si el gato hubiera tenido nueve vidas, el arsénico que empleamos para preparar los pájaros probablemente habría bastado para quitárselas todas. Antes de amanecer el siguiente día, estábamos otra vez en las sillas. Todavía por alguna distancia al interior del puerto aparecía el terreno como lavado del mar, arenoso y árido. Un poco más allá comenzó la misma superficie árida y pedregosa; y, antes de que nos hubiésemos alejado mucho, descubrimos que estaba cojo el caballo del Dr. Cabot. No había tiempo que perder, me adelanté para procurarle otro y a las ocho de la mañana llegué al pueblo de Cilam. Al entrar descubrí inesperadamente que en aquel sitio descollaba el monumento de otra ciudad arruinada; y, dirigiéndome a la plaza, vi en uno de sus ángulos el cuyo más gigantesco que había encontrado en todo el país. A pesar de cuanto habíamos visto en materia de ruinas, la inesperada vista de la presente aumentó de una manera inmensa el interés de nuestro prolongado viaje a través de las antiguas ciudades aborígenes. Dejando mi caballo en la casa real y encargando al alcalde que mandase buscar otro para el Dr. Cabot, me dirigí a la cima del cerro. En su base y en el atrio de la iglesia había cinco enormes naranjos cargados de fruto. Un grupo de indios estaba ocupado en extraer piedras del montículo para reparar la pared de la iglesia, en tanto que vigilaba estas labores un joven, que desde luego reconocí ser el padre. Acompañome a la cima del montículo, que era uno de los mayores que yo hubiese visto, pues tenía como cuatrocientos pies de largo y cincuenta de elevación. No había a la vista edificio ni estructura de ninguna especie; y si lo hubo alguna vez, había caído a la acción del tiempo o de la mano del hombre. La iglesia, el atrio y las pocas casas de piedra que había en el pueblo se construyeron con los materiales extraídos de este cuyo. Paseándome por la cima, descubrí un agujero, en cuyo fondo se veía la destruida bóveda de un techo, a cuyo través se descubría un departamento inferior. Esto explicaba el carácter de aquella fábrica. Un edificio debió de extenderse a lo largo de todo el montículo, cuya parte superior se había desplomado, convirtiendo el conjunto en una masa informe y confusa de ruinas. Desde la cima se obtenía una extensa vista de la gran llanura boscosa que se extendía alrededor; y allí cerca, descollando entre los árboles, había otro cuyo que pocos años antes estuvo coronado de un edificio llamado el Castillo, como los de Chichén y Tuluum. El padre, que era un joven de poco más de treinta años, se acordaba perfectamente de la época en que el castillo estaba en pie con sus puertas abiertas, con columnas que le decoraban y con corredores que le daban vuelta. Repito que la vista de estas ruinas fue enteramente inesperada: si hubiesen sido las únicas que hubiéramos encontrado en el país, las habríamos contemplado con sorpresa y admiración. Además de eso, las tales ruinas presentaban un interés extraordinario, que resultaba del hecho de que existían en un sitio, cuyo nombre nos era conocido y familiar como el de un pueblo indígena, que existía al tiempo de la Conquista. Al tratarse de la desordenada fuga de los españoles que salieron de Chichén Itzá, les hallamos primero en Cilam, cuyo punto describe Herrera como "Una bonita villa, cuyo señor era un joven de la raza de los Cheles, cristiano y grande amigo del capitán Francisco de Montejo, que les recibió y mantuvo. Telok estaba cerca de Cilam; el cual y los demás pueblos a lo largo de la costa estaban sujetos a los Cheles, quienes, hallándose en buena armonía con los españoles, no les molestaron en nada; y así permanecieron algunos meses, hasta que, viendo la imposibilidad de ser socorridos con hombres y otras cosas de que habían gran falta, se determinaron a abandonar del todo el país. Para ello se dirigieron a Campeche, cuarenta leguas distante de Cilam, cuya marcha se consideraba como muy peligrosa, en razón de ser muy populoso el país; pero el señor de Cilam y otros más les acompañaron, hasta que llegaron salvos, y los Cheles volvieron a sus domicilios." También Cogolludo señala la ruta de los españoles hasta Cilam, pero desde allí les lleva por mar a Campeche, con mayor probabilidad; porque, como él mismo observa muy bien, los señores de Cilam no hubieran podido facilitarles una escolta suficiente, que les llevase sanos y salvos a través de cuarenta leguas de un territorio habitado por diferentes tribus, hostiles todas a los españoles, y algunas de ellas hostiles también a los mismos Cheles. Sin embargo, esta diferencia es poco importante: ambos relatos están probando que en aquellas inmediaciones hubo un gran pueblo de habitantes aborígenes y que, lo mismo que en Ticul y Nohcacab, debemos suponer una de dos cosas, o que estos grandes montículos son los restos del primitivo pueblo, o que otro pueblo del mismo nombre, del cual no existe hoy ningún vestigio, existió en aquella comarca. El lector puede recordar que salimos del puerto antes de amanecer. Mientras yo estaba examinando la cima del montículo, nada podía llenar la medida de mi satisfacción como la certidumbre de tener seguro un almuerzo. Parece que el padrecito adivinó mis pensamientos, me tranquilizó sobre el particular, y me habilitó para poder contemplar con espíritu sereno la sublimidad de estos vestigios de un pueblo ya olvidado. Cuando llegó el Dr. Cabot, se encontró con una mesa, que le dejó sorprendido. También nos era conocido el pueblo de Cilam como el teatro de otro suceso de menor importancia. Nuestro amigo equívoco de Isla Mujeres nos había dicho que allí había muerto y estaba enterrado Lafitte; y por tanto procuré averiguar el sitio de su sepulcro. El padre no estaba en el pueblo en aquel tiempo, e ignoraba si había sido enterrado en el camposanto o en la iglesia; pero suponía que sería en esta última, en razón de que Lafitte era un hombre distinguido. Dirigímonos pues allí a examinar las sepulturas que estaban en el suelo, y de entre algunos escombros extrajo el padre una cruz con un nombre escrito en ella, que se imaginó ser el de Lafitte; pero no era tal. El sepulturero que asistió a su entierro había muerto, el padre envió por algunos vecinos; una densa nube oculta la memoria del pirata. Todos tenían noticias de su muerte y entierro; pero ninguno supo decirnos en dónde habían sido depositados sus restos. También habíamos oído decir que su viuda vivía en aquel pueblo; pero eso era falso. Existía allí sin embargo una negra, que había sido criada de esta señora, y que hablaba inglés, según nos dijo. El padre envió a buscarla; pero estaba tan ebria, que no pudo venir. El postrer servicio que nos hizo el padre fue proporcionar un caballo para el Dr. Cabot, que el alcalde no había podido conseguir. Era esta la última vez que contábamos con la hospitalidad de un padre, y al despedirme de ellos no pude menos de arrepentirme de ciertas confidencias que alguna vez he hecho al oído del lector, y que habría sido menos malo reservármelas para mí mismo. A las diez de la mañana nos pusimos en marcha, y a las doce y media llegamos a Temax, pueblo que distaba de allí dos leguas y media. Tiene una hermosa plaza grande, iglesia y convento, y una casa real de piedra con un ancho corredor en el frente, bajo el cual la guardia se estaba meciendo en sus hamacas. Sólo distábamos seis leguas de Izamal, en donde supimos que se estaba celebrando una fiesta, y que aquella misma noche había un baile; pero ni podíamos hacer andar más a nuestros caballos, ni proporcionarnos una calesa, sin embargo de que el camino era de ruedas. Por la noche muy temprano nos echamos en las hamacas; pero apenas nos habíamos acostado, cuando uno de la guardia vino a decirnos que acababa de llegar un carricoche de Izamal, y estaba solicitando gente de retorno. Hicímosle traer a la casa real, y a las dos de la madrugada nos pusimos en marcha a la brillante claridad de la luna, dejando atrás a Dimas, para que nos siguiese con los caballos. El carricoche era tirado de tres mulas, y tenía un colchón en que nos tendimos a la bartola. A las nueve de la mañana penetramos por los suburbios de Izamal, distante apenas quince leguas de Mérida. Las calles tenían faroles, y estaban designadas con objetos visibles, lo mismo que la capital. Mientras lanzábamos una furtiva mirada a través de las cortinas, nos encaminamos a la plaza, que estaba henchida de gentes vestidas de limpio como en día de fiesta. Había una desusada proporción de caballeros con sombrero negro y bastones, algunas casacas militares lucidas y flamantes a tal grado, que nos dimos el parabién de no haber verificado nuestra entrada a caballo, pues teníamos a cuestas todavía el traje enlodado que nos sirvió en Punta Arenas, y según mi cálculo había veintiocho días que no nos hacíamos la barba. Nuestro conductor se detuvo en el centro de la plaza a esperar que le diésemos instrucciones, dirigímosle a la casa real, y cuando nos encaminábamos en aquella dirección, las sillas inglesas colocadas en la zaga llamaron la atención de Albino, quien nos condujo a la casa en que Mr. Catherwood estaba ya instalado. La tal casa distaba poco de la plaza principal, era de piedra, de sesenta pies de frente, dividida en dos espaciosas salas y cuartos inmediatos, un ancho corredor en la parte de adentro y un amplio patio para los caballos, por todo lo cual debíamos pagar tres reales diarios de alquiler, que eran dos tercios más, según se nos dijo, de los que otros acostumbran a pagar. En pocos momentos nos aderezamos del mejor modo que podría proporcionar nuestro equipaje, y nos lanzamos otra vez a la calle. Era el último día de la fiesta de la Santa Cruz. Por la munificiencia del gobierno, la villa de Izamal acababa de ser erigida en ciudad, y a la fiesta de la Santa Cruz venía a juntarse el júbilo por este aumento de dignidad política. Los toros se habían concluido; pero todavía existía en el centro de la plaza el circo que había servido para el efecto, adornado fantásticamente; y dos toros situados bajo uno de los corredores, cuyas heridas chorreaban sangre aún, estaban allí como una señal de la pasada lucha. Entre la muchedumbre de indios aparecían varios vecinos, alegres y bien vestidos al estilo de la capital, y bajo el corredor de una casa situada en uno de los ángulos, con vistosa enramada que se proyectaba hacia la plaza, la música se ocupaba en llamar al pueblo para que concurriese al baile. Del fondo de la más completa soledad habíamos ido a caer en medio de las diversiones, fiestas y regocijos. Pero, enmedio de esta escena bulliciosa y alegre, el ojo se convertía involuntariamente a unos cerros inmensos que descollaban sobre las casas, con cuyos materiales la ciudad entera había sido edificada sin disminuirse aparentemente sus proporciones colosales, proclamando el poder de las generaciones que los habían levantado, y destinado probablemente a permanecer en pie, aun cuando los raquíticos edificios de un conquistador más civilizado tuviesen que reducirse a polvo. Uno de los mayores montículos, en que a la sazón había bancos colocados para ver desde allí la plaza de toros, cerraba por un lado el patio de la casa que ocupábamos y se extendía hasta el de la señora Méndez, propietaria de ambas casas. Este cerro puede tener como doscientos pies de largo sobre treinta de alto. La porción que daba a nuestro patio se hallaba enteramente en ruinas; pero la que correspondía al de la señora mostrando estaba que sus vastos lados estuvieron en otro tiempo cubiertos de colosales adornos de estuco, cuya mayor parte ha caído, pero entre sus fragmentos se deja ver una cabeza gigantesca de siete pies ocho pulgadas de elevación y siete pies de ancho. Todas las facciones están formadas de piedras salientes cubiertas de estuco, y una piedra de un pie y seis pulgadas se prolonga de la barba, acaso para colocar el copal que debía quemarse ante el ídolo, constituyendo con eso una especie de altar. Era la primera vez que veíamos un adorno de esta especie sobre la parte exterior de una de sus estructuras. La severidad y fiereza de expresión que mostraban las facciones,nos trajeron a la memoria los ídolos de Copan; y sus colosales proporciones correspondientes a la magnitud del montículo produjeron en nuestro ánimo una impresión extraordinaria de grandeza. A dos o tres cuadras de la plaza, visible en todas sus enormes proporciones, se hallaba el más estupendo cuyo o cerro que vimos en todo el país, pues era acaso de seis o setecientos pies de largo y sesenta de elevación, el cual, según pudimos comprobar indubitablemente, encierra en su seno habitaciones interiores. Vagando de estos monumentos, de un poder antiguo a la contemplación de la raza degradada que hoy habita cerca de ellos, el extranjero no puede menos de entregarse a especulaciones y conjeturas extrañas; pero en el costado norte de la plaza hay otro monumento que hace concretar sus pensamientos, y se presenta a su espíritu un breve rasgo de historia. Hablo de la gran iglesia y convento de frailes franciscanos que se encuentran en una altura y dan a la plaza un cierto carácter peculiar, que no posee ninguna otra en Yucatán. Dos ramales de escalones de piedra guían hasta esa altura, y el área en que termina probablemente es de doscientos pies en cuadro: en tres de sus lados hay una columnata que forma un paseo magnífico, desde el cual se obtiene una vista extensa de toda la ciudad y su comarca. Esta elevación es evidentemente artificial y no la obra de los españoles. Desde la primera época de la conquista hay relatos de un gran pueblo indígena llamado Izamal, y gracias al cuidado piadoso que los primitivos monjes cuidaron de conservar recuerdos sobre la erección de su iglesia y convento, asuntos que ocupaban entonces con mucha especialidad la atención de los escritores, nos encontramos hoy con recuerdos auténticos, que hacen desaparecer toda incertidumbre con respecto al origen de esos antiguos montículos. Según refiere el padre Lizana, en el segundo capítulo provincial celebrado en el año de "1533, el padre Fr. Diego de Landa fue electo guardián del convento de Izamal con encargo de construir el edificio, porque los frailes habitaban hasta entonces en casas de paja. El padre Landa escogió para la fábrica uno de los cerros o montículos hechos a mano que entonces existían, llamado Papulchac por los nativos, lo cual, según el padre Lizana, significa la habitación o residencia de los sacerdotes de los ídolos. Este sitio fue escogido para que el diablo fuese arrojado de allí por la divina presencia de Cristo Crucificado, y para que el lugar en donde vivían los sacerdotes gentiles, lugar que había sido de abominación e idolatría, viniese a serlo de santificación, y los ministros del verdadero Dios ofreciesen sacrificios y adorasen a su Divina Majestad". Éste es un claro e inequívoco testimonio sobre el uso primitivo y ocupación del cerro, en que hoy se encuentran la iglesia y convento de Izamal. Este relato prosigue y dice así: "En otro cerro, en que estaba el ídolo llamado Kiuic-Kahmó, fundó un pueblo o asiento llamado San Ildefonso; y a otro cerro llamado Humpictoh, en donde cae el pueblo de Izamal, diole por patrón a San Antonio de Padua, demoliendo el templo que allí había; y en donde estaba el ídolo llamado Haboc fundó un pueblo dicho Santa María, con cuyos medios procuró borrar el recuerdo de tan grande idolatría". No se necesita hacer comentarios sobre estos relatos. Un testimonio semejante, dado por incidente, y sin intención, prueba indubitablemente,que estos grandes cerros tenían consigo templos e ídolos, y habitaciones de sacerdotes, usados actualmente por los indios que ocupaban el país al tiempo de la conquista, y esta prueba, según mi opinión, acaso cuando fuese única sin auxilio de otras, sería suficiente para disipar la misteriosa nube que envuelve las ruinas de Yucatán. En los tiempos presentes, distínguese el pueblo de Izamal en todo el país por su celebrada feria, pero hay un sentimiento más fuerte de parte de los indios acerca de la santidad de la Virgen, a la cual se daba allí culto. En la crónica de los hechos de los frailes aparece que los indios continuaron dando culto al demonio, y que el venerable padre Landa, después de una fuerte lucha personal con tan peligroso enemigo, se propuso traer una imagen de la Santa Virgen, ofreciendo ir a buscarla él mismo a Goatemala, en cuya ciudad existía un escultor inteligente. A la sazón se quiso otra imagen para el convento de Mérida; y ambas fueron traídas en una caja, verificándose el milagro de que, por más que llovía en el camino, jamás caía el agua sobre la caja, ni sobre los indios conductores, ni en cierto trecho en rededor. En Mérida los frailes escogieron para su convento la que les pareció de rostro más hermoso y devoto. La otra, aunque traída por los indios de Izamal y destinada para su pueblo, reclamáronla los españoles de Valladolid, diciendo que no debía permanecer en un pueblo de indios. Los de Izamal se resistieron, los españoles intentaron realizar su propósito, y, cuando la imagen estaba ya en los suburbios del pueblo, se la sintió de repente tan pesada, que los conductores no podían ir adelante con la carga. La M. D. intervino en favor de los indios de Izamal, y no hubo fuerza humana capaz de remover de allí la imagen. La devoción de los fieles creció a la vista de tales maravillas, y en todos partes, por mar y tierra, mediante la invocación de esta imagen, se han hecho tantos milagros, que si se recopilasen, según dice Cogolludo, podía haberse escrito un volumen de ellos. Pero la imagen de esta Virgen se ha destruido. En la pilastra izquierda de la puerta mayor de la iglesia hay una lápida con una inscripción que nos refiere la lamentable historia de que, en un gran incendio de la iglesia, las llamas devoraron enteramente a la Santa Virgen; pero los ánimos de los fieles se han tranquilizado con la seguridad de que otra imagen, tan buena como lo fue la anterior, ha venido a reemplazarla. Después que visitamos la iglesia, volvimos a la vasta galería que mira a la plaza. Una muchacha, muy joven aún, a quien habíamos visto durante todo el día sentada en uno de los corredores, todavía permanecía allí con la vista clavada sobre la bulliciosa escena de la plaza; pero, distraída según las apariencias, engolfada en sus pensamientos, y tal vez esperando en vano a alguno que no veía llegar. Por la noche nos dirigimos al baile que se daba en la parte exterior de una casa situada en uno de los ángulos de la plaza. La sala era una pieza destinada para refrescar. En el corredor había una hilera de asientos destinados para los que no tomaban parte en el baile, y en el frente una espaciosa enramada que se proyectaba en la plaza, y con piso de hormigón, para los danzantes. El baile había comenzado desde las ocho de la noche precedente y, con una ligera interrupción de pocas horas durante el día, había proseguido desde entonces; pero ya se dejaba ver que también para bailar la capacidad humana tiene sus ciertos límites, porque el salón estaba mucho menos concurrido que lo que había estado durante el día. Dos oficiales del ejército o milicia, que habían trabajado ardorosamente todo el día con una determinación que prometía a Yucatán maravillas en la invasión con que México le amenazaba entonces, mandaron a rodar sus vestidos militares y conservaban el puesto vestidos de chaqueta sencilla. Uno llevó un sillón para que descansase su fatigada pareja durante los intervalos de la danza; otro siguió su ejemplo, y gradualmente todas las señoras tuvieron que colocarse en sillones para descansar. En la última contradanza pocas parejas acudieron al puesto. Señoras, violinistas y luces, todo estaba amortiguándose, y por tanto partimos de allí. Antes de que nos hubiésemos colocado en las hamacas, una explosión de música, semejante al postrer esfuerzo de la naturaleza que fuese a expirar, terminó definitivamente el baile.
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CAPÍTULO XXIII De los últimos sucesores de los Ingas Lo demás que a lo dicho se sigue, está largamente tratado en las historias de las Indias, por españoles, y por ser ajeno del presente intento, sólo diré la sucesión que hubo de los Ingas. Muerto Atahualpa en Cajamalca, y Guascar en el Cuzco, habiéndose apoderado del reino Francisco Pizarro y los suyos, Mangocapa, hijo de Guaynacapa, les cercó en el Cuzco, y les tuvo muy apretados; y al fin, desamparando del todo la tierra, se retiró a Vilcabamba, allá en las montañas, que por la aspereza de la sierra pudo sustentarse allí, donde estuvieron los sucesores Ingas hasta Amaro, a quien prendieron y dieron la muerte en la plaza del Cuzco, con increíble dolor de los indios, viendo hacer públicamente justicia, del que tenían por su señor. Tras esto sucedieron las prisiones de otros de aquel linaje de los Ingas. Conocí yo a D. Carlos, nieto del Guaynacapa, hijo de Paulo, que se bautizó y favoreció siempre la parte de los españoles contra Mangocapa, su hermano. En tiempo del Marqués de Cañete, salió de Vilcabamba, Sayritopa Inga, y vino a la Ciudad de los Reyes, de paz, y diósele el valle de Yucay, con otras cosas, en que sucedió una hija suya. Esta es la sucesión que se conoce hoy día de aquella tan copiosa y riquísima familia de los Ingas, cuyo mando duró trescientos y tantos años, contándose once sucesores en aquel reino, hasta que del todo cesó. En la otra parcialidad del Urincuzco, que como arriba se dijo se derivó también del primer Mangocapa, se cuentan ocho sucesores en esta forma. A Mangocapa sucedió Cinchiroca; a éste, Capac Yupangui; a éste, Lluqui Yupangui; a éste, Maytacapa; a éste, Tarco Guaman; a éste, un hijo suyo, no le nombran, y a éste, D. Juan Tambo Maytapanaca. Y esto baste para la materia del origen y sucesión de los Ingas, que señorearon la tierra del Pirú, con lo demás que se ha dicho de sus leyes y gobierno, y modo de proceder.
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Capítulo XXIII Que trata de la plática y exhortación que hizo el general Pedro de Valdivia a su gente y la orden que les dio para caminar y lo que le sucedió en esta jornada hasta llegar al valle de Aconcagua Allegados al valle de Limarí donde estaban veinte de a caballo, los cuales hallaron con demasiada congoja y faltos de bastimentos y sin esperanza alguna, más de la que en Dios y en su madre sagrada tenían, porque había nueve días que no comían sino hierbas cocidas en agua y sin sal, y no tenían nueva cierta de su capitán. Y viendo que los veinte caballeros que hallaron en el valle tenían las mismas ansias, se estaban mirando unos a otros que apenas se conocían. Estando ansí pensativos tan perplejos, así los españoles como los indios de su servicio, desconfiados del comer y de la vida, teniendo la muerte por vecina y hecho con ella partido, el cual no les era otorgado porque no les era seguro, fue servido nuestro Señor remediarlo, como siempre suele remediar. Y estando en aquesto llegaron los dos de a caballo que el general había enviado, los cuales, como vieron todo el campo junto, se regocijaron como hombres que iban regocijados y alegres en llevar nuevas que a todos alegrasen. Pusieron piernas a sus caballos y arremetieron diciendo a alta voz: "¡Alegraos, señores, que Dios es con vosotros y con todos, que el general está ocho leguas de aquí, con tanto bastimento que habrá para diez mil hombres!". Fue tanta la alegría que todos recibieron en saber de su capitán, y que tenía remedio para remediar tanta necesidad, que estaban casi fuera de sí de gozo, dando infinitas gracias a nuestro Señor Dios, en pensar que lo tenían seguro y la vida cierta, y la muerte apartada por aquella vía y aun olvidada en este tiempo. Estando el general buscando más bastimento, tomó ciertos indios, de los cuales supo por nueva cómo habían visto por la mar una nao. Entendiendo que era la que en la ciudad de los Reyes había fletado, acordó de partirse para donde su campo estaba, llevando los bastimentos que tenía, con el cual fueron remediados. Y allegado que fue, fue muy bien recebido. Luego acordó tomar nuevo trabajo. Tomó el avanguardia con toda diligencia. Salió de este valle con treinta de a caballo, y dejó todo lo restante del campo a su teniente Alonso de Monrroy para que a poco a poco fuese marchando hasta el valle de Mapocho, donde pensaban fundar un pueblo en nombre de Dios nuestro Señor y de Su Majestad Carlo Quinto, Emperador de las Españas, etc. Y al tiempo de su partida habló a todos generalmente en esta forma: "Ya, señores y amigos míos, veis cómo la tierra toda está alzada, y el trabajo tan grande que todos habemos tenido en buscar y hallar bastimento para nuestra sustentación, y cómo los caballos y nosotros estamos en los huesos por buscarla. "Yo tengo nueva por los indios de este valle que es pasado un navío la costa arriba, y si por no tener nueva de nosotros diese la vuelta, ya veis el daño que se nos recrecería. Demás de esto bien se puede entender seguramente que los indios no lo dirán, porque a nos conviene, ni menos les avisarán dónde estamos. "Habéis de saber que de aquí al valle de Mapocho hay cincuenta leguas. Podrá ser que los indios tengan alzados los bastimentos y puestos donde ellos lo suelen poner, y pues Dios ha sido servido remediarnos, cada uno guarde y gaste moderadamente de lo que tienen porque no vengan a necesidad de ella, y en esto se tenga el aviso que conviene, aunque me parece que el hombre escarmentado seguro pasa el vado. "A mí me conviene ir adelante a buscarlo, y tenerlo aparejado para cuando esto que tenemos venga a faltar. Y ya que yo prosiga mi camino, yo dejaré gente con lo que hallare que seáis remediados, como hasta aquí lo habéis sido. Y porque el invierno es sabido que viene muy breve, es bien dar orden en cómo no padescamos por estos caminos, porque siendo combatidos de tantas necesidades, causarían que antes que llegásemos adonde tanto deseamos, pereciésemos todos. Por estas causas nos conviene caminar y poner diligencia en negocio que nos es tan importante. "Por tanto, yo, señores, os ruego y pido por merced a todos, vuestras mercedes en general, aunque soy cierto si particularmente cada uno de vuestras mercedes tuviesen el cargo, que yo tengo entendido se darían tan buena mana y con tan buen ánimo y diligencia, que les sobrase lo que agora nos falta. Y os doy mi fe y palabra de hacer lo que debo, gobernándome con toda la discreción que ser pueda. "Y pues veis, señores, que en estas tierras donde Dios siempre ha sido servido hacernos infinitas mercedes, no tenemos de quién esperar socorro si no es el de Dios. Agora tenemos más tiempo que el que se puede pasar en allegar, donde tendremos mucha más confianza en la bendita madre de Dios. Por tanto, tengamos firme fe, pues vamos con intención santa y muy buena, que es aumentar nuestra Santa Fe católica empleando en ella nuestras personas con toda voluntad".
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De cómo el tirano Maxtla hizo prendera Chimalpopoca rey de México y después lo hizo soltar y de los trances peligrosos en que se vio Nezahualcoyotzin Visto por el rey Chimalpopoca la muerte que tuvo Tayatzin, coligió que sin duda el tirano Maxtla había sido avisado del consejo y pláticas que con Tayatzin había tenido sobre el haberse tomado y usurpado para sí el imperio Maxtla y que sus designios habían sido cogerlos a él y a Tlacateotzin juntamente con Tayatzin en las fiestas del estreno de las casas y matarlos a todos tres, como lo hizo con su hermano, si allí se hallasen que sin duda, aunque se habían escapado de este lance, los había de matar por la vía que mejor le pareciese y estando en esta confusión, procurando el mejor medio para no venir a sus manos, Tecuhtlehuacatzin, uno de los más principales caballeros de su corte y deudo suyo, le aconsejó que se armasen los dos a usanza de guerra y con insignias de hombres que se ofrecían al sacrificio de los dioses y que saliendo ataviados de esta manera fuesen al patio del templo mayor y allí tuviesen demostración de quererse sacrificar a sus dioses, con lo cual echarían de ver el intento de sus vasallos, porque sabiendo la causa de su sacrificio, si les querían bien no les consentirían, sino que antes todos se pondrían en armas para defenderle y si viesen en ellos tibieza, prosiguiesen y se sacrificasen a sus dioses, que le sería de mayor gloria morir en sacrificio que venir a las manos del tirano. Lo cual luego pusieron por obra y estando en los actos y ceremonias que en semejantes sacrificios se solían hacer, Motecuhzoma que ya era capitán general del reino e hijo suyo, yéndoles a la mano y queriendo estorbar su intento, no pudo y así dio aviso por la posta a Maxtla como supremo señor que era para que lo remediase y estorbase; el cual luego que lo supo envió a ciertos caballeros con cantidad de gente para que prendiesen al rey Chimalpopoca y que en una jaula fuerte lo pusiesen dentro de su propia ciudad con bastantes guardas y por medida le diesen la comida y Tecuhtlehuacatzin sólo fuese sacrificado. Lo cual se puso luego en efecto, de manera que no salieron con su intento Chimalpopoca y su consejero Tecuhtlehuacatzin, porque los mexicanos se veían muy faltos de fuerzas para poder resistir la furia y enojo de un tan poderoso tirano como era Maxtla. Nezahualcoyotzin tuvo aviso de su hermano Yancuiltzin de todo lo atrás referido y cómo su tío el rey Chimalpopoca quedaba preso y muy afligido y que casi apenas le daban de comer. Se determinó de ir a ver al tirano y pedirle de merced soltase a su tío y le perdonase si en algo le había ofendido; lo cual puso por obra llevando consigo a Tzontecochatzin y asimismo de vuelta de ver a su tío si otra cosa no alcanzaba. El cual llegó a la ciudad de Azcaputzalco ya noche y se fue derecho a casa de un caballero llamado Chacha que era camarero del emperador Maxtla, a quien dijo cómo venía a besarle la mano al gran señor; respondióle que fuese muy bien venido, que por la mañana le llevaría y daría orden de que le viese y así amanecido que fue, lo llevó a palacio y lo metió allá dentro de los cuartos en donde asistía Maxtla, pidiéndole este caballero diese auditorio a Nezahualcoyotzin que le venía a ver y mandándole parecer ante sí, Nezahualcoyotzin le saludó y entre otras razones, le dijo: "muy alto y poderoso señor; bien entiendo y conozco, que el gran peso del gobierno del imperio de vuestra alteza le tendrá afligido y con cuidado; yo vengo a pedirle y suplicarle por el rey Chimalpopoca mi tío, a quien como pluma preciosa que estaba puesta sobre vuestra imperial cabeza, la tiene quitada y el collar de oro y pedrerías con que su real cuello adornaba lo tiene desatado y en sus manos asida y apretado; a quien suplico como rey piadoso eche en olvido la venganza y el castigo y ponga los ojos en el desdichado viejo, que está su cuerpo desflaquecido y desamparado de los bienes y fuerzas de la naturaleza". Habiendo oído estas razones Maxtla dijo a su camarero Chacha: "¿ qué te parece de esto? Nezahualcoyotzin mi hijo es verdadero amigo mío, pues pide que eche en olvido mi venganza; vosotros los tepanecas ¿cuándo diréis otro tanto? Y a Nezahualcoyotzin le dijo: "príncipe, no te entristezcas, que no es muerto el rey Chimalpopoca; anda a verlo y visitarlo, que yo le prendí por los alborotos que andaba haciendo y mal ejemplo que dio a la gente popular y mala nota a los mexicanos y tú Chacha, ve con él para que los de la guarda se lo dejen ver". Esta diligencia hizo Nezahualcoyotzin por ver si a su tío Chimalpopoca podía libertar de la prisión en que estaba. Despedido que fue de Maxtla Nezahualcoyotzin, se fue con el camarero a la ciudad de México Tenochtitlan a verse con su tío y Maxtla, luego que salió de su casa, envió a otro camarero suyo llamado Huecan Mécatl a que fuese a ver a Tlailótlac Tecuhtzintli, un caballero de los de su consejo y parlamento, enviándole a decir por extenso todo lo que había pasado con Nezahualcoyotzin sobre pedir la libertad de su tío Chimalpopoca y cómo era ido a verle; que le enviase su consejo, si mataría primero a Chimalpopoca y a Tlacateotzin y después a Nezahualcoyotzin, pues lo dejó muy encargado su padre el emperador, lo cual por negligencia suya se había dilatado. El consejero envió a decir que a su alteza no le diese pena, pues estaba todo debajo de su mano; que bien podía comenzar a ejecutar su rigor y justicia por donde quisiese y fuese servido; que aunque matase luego a Nezahualcoyotzin, que nadie se atrevería a irle a la mano y pues era su voluntad que muriese primero Chimalpopoca y Tlacateotzin, que así se hiciese; que Nezahualcoyotzin no se escaparía de sus manos, pues no se podía meter dentro de los árboles ni las peñas. Vistas las razones Maxtla de su consejero, no quiso por entonces matar a Nezahualcoyotzin, el cual con su sobrino Tzontecochatzin, habiéndoles dejado entrar las guardas, visitó a su tío y entre otras razones que le dijo fueron: "poderoso señor, trabajos son éstos y esclavitud que padecen los príncipes y señores en el discurso de sus reinados: pague y satisfaga los lances que promete el reinar y mandar entre tiranos: de una cosa se puede consolar, que es dentro de la corte y cabecera del reino que sus padres y abuelos, Acamapichtli y Huitzilihuitl le dejaron y es de tener muy gran lástima de la calamidad de sus súbditos y vasallos, pues están con tanta aflicción los mexicanos y tenochcas, hasta ver en qué ha de venir a parar esta prisión y calamidad de vuestra alteza y qué es lo que pretende hacer el tirano Maxtla, que ya yo fui a verle". Chimalpopoca le respondió: "príncipe mío, qué osadía y atrevimiento es el vuestro en haber venido hasta aquí con tanto riesgo de vuestra persona a verme, que bien lo podíades haber excusado, pues no ha de ser de ningún efecto para poder atajar el rigor que contra mí quiere ejecutar Maxtla; lo que os pido y encargo es, que os juntéis con vuestro Itzcohuatzin y con vuestro primo Motecuhzoma y os aconsejéis lo que mejor os conviniere, porque tú serás el bastimento y munición de los mexicanos y aculhuas, no por vuestra negligencia los desampararéis y advertido que por donde quiera que estuviéredes, vuestra silla y asiento esté trasminado, no en algún tiempo pronuncia sentencia de muerte el tirano Maxtla; andad siempre sobre aviso y con cuidado". Dichas estas razones y otras muchas, se quitó las joyas de oro y piedras preciosas con que tenía adornada su cabeza, rostro y cuello y se las dio a su sobrino Nezahualcoyotzin y a Tzontecochatzin le dio unas orejeras y bezotes de cornelinas; con que los despidió. Idos que fueron, llegó mandato del tirano Maxtla para que lo soltasen de la prisión en que estaba el rey Chimalpopoca, lo cual se cumplió luego y las guardas fueron despedidas.
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Del clima de la ciudad de México En mi opinión la ciudad de México tiene un clima intermedio entre frío y caliente, pero un poco húmedo debido a la laguna. Ni durante el invierno se ven obligados los habitantes a recurrir al fuego, ni durante el estío son molestados por el calor, y basta con que se acojan a lugares expuestos al sol si tienen frío, y si tienen más calor del necesario, aun en medio del verano, con que eviten sus rayos. En mayo empiezan las lluvias y duran hasta septiembre; la temperatura en esos meses corresponde a nuestra primavera; entonces casi todas las plantas florecen y dan fruto. Los cuatro meses siguientes se inclinan algo a lo frío, desde febrero hasta mayo crece poco a poco el calor como en tiempo estivo. El cielo es salubre en gran parte, pero debido a la humedad lacustre, como dijimos brevemente, a veces predomina la podredumbre. Los llamados "puntos o exantemas", que suelen acompañar a las fiebres, son peculiares de esta Ciudad. A veces son superados por la fuerza intacta de los enfermos, si les atiende un médico perito y asiduo. Además, el dolor de costado, grave en verdad en esta región, las infecciones de los riñones y de la vejiga, la disentería y la diarrea son allí generalmente mortales. Los alimentos son más húmedos y copiosos que agradables al gusto, aun cuando gustan a aquellos que se han acostumbrado. Los frutos del estío, tanto indígenas como los de nosotros, se sirven en las mesas casi durante todo el discurso del año porque abundan. Apenas hay en el orbe una ciudad que por la copia de los alimentos (para no hablar del oro, de las piedras preciosas y de la plata), y por la abundancia de los mercados y del suelo pueda ser comparada a México. ¿Qué más? Dirías estar en un suelo ubérrimo y fertilísimo, de tal manera brillan y abundan todas las cosas, con penuria de nada y con fertilidad y abundancia de todo. Los caballos, las casas, los caminos públicos, los caballeros y todo lo que si se enumera en lengua española empieza por la letra c (lo que entre ellos ha pasado a proverbio) son hermosísimos. Si vivieras en México podrías, movido por la naturaleza, echar de menos solamente el suelo patrio y natal y la abundancia de tu gente y, si hemos de hablar con libertad, las inteligencias superiores de los españoles. Los indios son en su mayor parte débiles, tímidos, mendaces, viven día a día, son perezosos, dados al vino y a la ebriedad, y sólo en parte piadosos. ¡Qué Dios lo remedie! Pero son de naturaleza flemática y de paciencia insigne, lo que hace que aprendan artes aún sumamente difíciles y no intentadas por los nuestros, y que sin ayuda de maestros imiten preciosa y exquisitamente cualquier obra. Pero ni las plantas echan profundas raíces, ni cualquiera es de ánimo constante y fuerte, y los hombres que nacen en estos días y que a su vez empiezan a ocupar estas regiones, ya sea que deriven su nacimiento únicamente de españoles o ya sea que nazcan de progenitores de diversas naciones, ojalá que obedientes al cielo, no degeneren, hasta adoptar las costumbres de los indios. Pero divagamos. Los que han salido de cualquiera enfermedad convalecen con dificultad. En el estío comienzan las lluvias y en el tiempo sereno de los vientos, principalmente de los boreales, adquiere vigor el campo. La riqueza del trigo indio y del nuestro, de legumbres y de otros cereales es inagotable. Es de admirar que en un intervalo de tres millas se encuentren tantas temperaturas diferentes; aquí te hielas y allá te quemas; no por razón del cielo, sino de la situación y de los valles, a los cuales toca en suerte un cielo muy adecuado, casi templado. Por lo que resulta que estas regiones producen dos cosechas anuales y hasta tres, porque en el mismo tiempo que aquí domina el frío, allá el calor está en vigor y en otra parte una temperatura primaveral acaricia a los hombres y a los otros seres vivientes y hay donde esto mismo pase a un tiempo, si la región es de riesgo y un cielo perpetuamente blando la entibia. ¿Qué diré de las admirables naturalezas de tantas plantas, animales y minerales; de tantas diferencias de idiomas, mexicano, tezcoquense, otomite, tlaxcalteco, quexteco, michoacano, chichimeca y otros muchos que apenas pueden ser enumerados y que varían con brevísimos intervalos de terreno; de tantas costumbres y ritos de los hombres, de tantos vestidos con los que se cubren y modos y maneras de otros ornamentos que apenas pudiera seguirlos la inteligencia humana aun cuando hubiéremos proporcionado cuanta ayuda hubiéramos podido para que, de cualquier modo, se pusieran bajo los ojos de los ausentes, cuando la verdadera imagen sólo puede ser comprendida por los presentes por la experiencia misma y como lo mismo son ofrecer y representar?
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CAPÍTULO XXIII De los presagios y prodigios extraños que acaecieron en México, antes de fenecerse su imperio Aunque la Divina Escritura nos veda el dar crédito a agüeros y pronósticos vanos, y Jeremías nos advierte que de las señales del cielo no temamos, como lo hacen los gentiles; pero enseña con todo eso la misma Escritura, que en algunas mudanzas universales y castigos que Dios quiere hacer, no son de despreciar las señales, y monstruos y prodigios que suelen preceder muchas veces, como lo advierte Eusebio Cesariense; porque el mismo Señor de los cielos y de la tierra, ordena semejantes extrañezas y novedades en el cielo y elementos y animales, y otras criaturas suyas, para que en parte sean aviso a los hombres, y en parte principio de castigo con el temor y espanto que ponen. En el segundo libro de los Macabeos, se escribe que antes de aquella grande mudanza y perturbación del pueblo de Israel, causada por la tiranía de Antíocho llamado Epifanés, al cual intitulan las Letras Sagradas, "raíz de pecado", acaeció por cuarenta días enteros verse por toda Jerusalén, grandes escuadrones de caballeros en el aire, que con armas doradas, y sus lanzas y escudos, y caballos feroces, y con las espadas sacadas, tirándose e hiriéndose, escaramuzaban unos con otros; y dicen que viendo esto los de Jerusalén, suplicaban a Dios alzase su ira, y que aquellos prodigios parasen en bien. En el Libro de la Sabiduría también cuando quiso Dios sacar de Egipto su pueblo, y castigar a los egipcios, se refieren algunas vistas y espantos de monstruos, como de fuegos vistos a deshora, de gestos horribles que aparecían. Josefo, en los libros De Bello Judaico cuenta muchos y grandes prodigios que precedieron a la destrucción de Jerusalén, y último cautiverio de la desventurada gente que con tanta razón tuvo a Dios por contrario. Y de Josefo tomó Eusebio Cesariense, y otros, la misma relación, autorizando aquellos pronósticos. Los historiadores están llenos de semejantes observaciones en grandes mudanzas de estados, o repúblicas o religión. Y Paulo Orosio cuenta no pocas; sin duda no es vana su observancia, porque aunque el dar crédito ligeramente a pronósticos y señales, es vanidad y aun superstición prohibida por la ley de nuestro Dios; mas en cosas muy grandes y mudanza de naciones, y reinos y leyes muy notables, no es vano sino acertado, creer que la sabiduría del Altísimo, ordena o permite cosas que den como alguna nueva de lo que ha de ser, que sirva, como he dicho, a unos de aviso y a otros de parte de castigo, y a todos de indicio, que el Rey de los Cielos tiene cuenta con las cosas de los hombres. El cual, como para la mayor mudanza del mundo, que será el día del juicio, tiene ordenadas las mayores y más terribles señales que se pueden imaginar, así para denotar otras mudanzas menores (pero notables) en diversas partes del mundo, no deja de dar algunas maravillosas muestras, que según la ley de su eterna Sabiduría, tiene dispuestas. También se ha de entender que aunque el demonio es padre de la mentira, pero a su pesar le hace el rey de gloria, confesar la verdad muchas veces, y aun él mismo de puro miedo y despecho la dice no pocas. Así daba voces en el desierto, y por la boca de los endemoniados, que Jesús era el Salvador que había venido a destruille; así por la pitonisa decía que Paulo predicaba el verdadero Dios; así, apareciéndose y atormentando a la mujer de Pilato, le hizo negociar por Jesús, varón justo. Así otras historias sin la sagrada, refieren diversos testimonios de los ídolos, en aprobación de la Religión Cristiana, de que Lactancio, Próspero y otros, hacen mención. Léase Eusebio en los libros de la Preparación Evangélica, y después en los de su Demostración, que trata de esto largamente. He dicho todo esto tan de propósito, para que nadie desprecie lo que refieren las historias y anales de los indios, cerca de los prodigios extraños, y pronósticos que tuvieron de acabarse su reino, y el reino del demonio, a quien ellos adoraban juntamente; los cuales, así por haber pasado en tiempos muy cercanos, cuya memoria está fresca, como por ser muy conforme a buena razón, que de una tan gran mudanza el demonio sagaz se recelase y lamentase, y Dios junto con esto, comenzase a castigar a idólatras tan crueles y abominables, digo que me parecen dignos de crédito, y por tales los tengo y refiero aquí. Pasa pues de esta manera, que habiendo reinado Motezuma en suma prosperidad, muchos años, y puesto en tan altos pensamientos, que realmente se hacía servir y temer, y aun adorar como si fuera dios, comenzó el Altísimo a castigarle, y en parte avisarle, con permitir que los mismos demonios a quien adoraba, le diesen tristísimos anuncios de la pérdida de su reino, y le atormentasen con pronósticos nunca vistos, de que él quedó tan melancólico y atónito que no sabía de sí. El ídolo de los de Cholola, que se llama Quetzalcoatl, anunció que venía gente extraña a poseer aquellos reinos. El rey de Tezcuco, que era gran mágico y tenía pacto con el demonio, vino a visitar a Motezuma, a deshora, y le certificó que le habían dicho sus dioses que se le aparejaban a él y a todo su reino, grandes pérdidas y trabajos. Muchos hechiceros y brujos le iban a decir lo mismo, entre los cuales fue uno que muy en particular le dijo lo que después le vino a suceder, y estándole hablando, advirtió que le faltaban los dedos pulgares de los pies y manos. Disgustado de tales nuevas, mandaba prender todos estos hechiceros; mas ellos desaparecían presto de la prisión, de que el Motezuma tomaba tanta rabia que no pudiendo matarlos, hacía matar sus mujeres e hijos, y destruir sus casas y haciendas. Viéndose acosado de estos anuncios, quiso aplacar la ira de sus dioses, y para esto dio en traer una piedra grandísima para hacer sobre ella bravos sacrificios. Yendo a traerla muchísima gente con sus maromas y recaudo, no pudieron moverla, aunque porfiando, quebraron muchas maromas muy gruesas; mas como porfiasen todavía, oyeron una voz junto a la piedra, que no trabajasen en vano, que no podrían llevarla, porque ya el Señor de lo criado no quería que se hiciesen aquellas cosas. Oyendo esto Motezuma, mandó que allí hiciesen los sacrificios. Dicen que tornó otra voz: "¿Ya no he dicho que no es la voluntad del Señor de lo criado, que se haga eso? Para que veáis que es así, yo me dejaré llevar un rato, y después no podréis menearme." Fue así que un rato la movieron con facilidad, y después no hubo remedio, hasta que con muchos ruegos se dejó llevar hasta la entrada de la ciudad de México, donde súbito se cayó en una acequia, y buscándola, no pareció más, sino fue en el proprio lugar de adonde la habían traído, que allí la tornaron a hallar, de que quedaron muy confusos y espantados. Por este proprio tiempo apareció en el cielo una llama de fuego grandísima y muy resplandeciente, de figura piramidal, la cual comenzaba a aparecer a la media noche, yendo subiendo, y al amanecer, cuando salía el sol, llegaba al puesto de Mediodía, donde desaparecía. Mostrose de este modo cada noche por espacio de un año, y todas las veces que salía, la gente daba grandes gritos, como acostumbran, entendiendo era pronóstico de gran mal. También una vez, sin haber lumbre en todo el templo ni fuera de él, se encendió todo sin haber trueno ni relámpago, y dando voces las guardas, acudió muchísima gente con agua, y nada bastó hasta que se consumió todo; dicen que parecía que salía el fuego de los mismos maderos, y que ardía más con el agua. Vieron, otrosí, salir un cometa siendo de día claro, que corrió de Poniente a Oriente, echando gran multitud de centellas; dicen era su figura de una cola muy larga, y al principio tres como cabezas. La laguna grande que está entre México y Tezcuco, sin haber aire ni temblor de tierra, ni otra ocasión alguna, súbitamente comenzó a hervir, creciendo a borbollones tanto, que todos los edificios que estaban cerca de ella cayeron por el suelo. A este tiempo dicen se oyeron muchas voces como de mujer angustiada, que decía unas veces, "¡Oh, hijos míos, que ya se ha llegado vuestra destrucción!" Otras veces decía: "¡Oh, hijos míos!, ¿dónde os llevaré para que no os acabéis de perder?" Aparecieron también diversos monstruos con dos cabezas, que llevándolos delante del rey desaparecían. A todos estos monstruos vencen dos muy extraños: uno fue, que los pescadores de la laguna tomaron una ave del tamaño de una grulla, y de su color, pero de extraña hechura y no vista. Lleváronla a Motezuma; estaba a la sazón en los palacios que llamaban de llanto y luto, todos teñidos de negro, porque como tenía diversos palacios para recreación, también los tenía para tiempo de pena; y estaba él con muy grande, por las amenazas que sus dioses le hacían con tan tristes anuncios. Llegaron los pescadores a punto de mediodía, y pusiéronle delante aquella ave, la cual tenía en lo alto de la cabeza una cosa como lúcida y transparente a manera de espejo, donde vio Motezuma que se parecían los cielos y las estrellas, de que quedó admirado volviendo los ojos al cielo y no viendo estrellas en él. Tornando a mirar en aquel espejo, vio que venía gente de guerra de hacia Oriente, y que venía armada, peleando y matando. Mandó llamar sus agoreros, que tenía muchos, y habiendo visto lo mismo y no sabiendo dar razón de lo que eran preguntados, al mejor tiempo desapareció el ave, que nunca más la vieron, de que quedó tristísimo y todo turbado el Motezuma. Lo otro que sucedió fue que le vino a hablar un labrador que tenía fama de hombre de bien y llano, y éste le refirió que estando el día antes haciendo su sementera, vino una grandísima águila volando hacia él, y tomole en peso, sin lastimarle, y llevole a una cierta cueva, donde le metió diciendo el águila: "Poderosísimo señor; ya traje a quien me mandaste." Y el indio labrador miró a todas partes a ver con quién hablaba, y no vio a nadie, y en esto oyó una voz que le dijo: "¿Conoces a ese hombre que está allí tendido en el suelo?" y mirando al suelo, vio un hombre adormecido y muy vencido de sueño, con insignias reales y unas flores en la mano, con un pebete de olor, ardiendo, según el uso de aquella tierra, y reconociéndole el labrador, entendió que era el gran rey Motezuma. Respondió el labrador luego después de haberle mirado: "Gran Señor este parece a nuestro rey Motezuma." Tornó a sonar la voz: "Verdad dices; mírale cual está tan dormido y descuidado de los grandes trabajos y males que han de venir sobre él; ya es tiempo que pague las muchas ofensas que ha hecho a Dios, y las tiranías de su gran soberbia, y está tan descuidado de esto, y tan ciego en sus miserias, que ya no siente. Y para que lo veas, toma ese pebete que tiene ardiendo en la mano, y pégaselo en el muslo, y verás que no siente." El pobre labrador no osó llegar ni hacer lo que decían, por el gran miedo que todos tenían a aquel rey; mas tornó a decir la voz: "no temas, que yo soy más sin comparación que ese rey; yo le puedo destruir y defenderte a ti; por eso haz lo que te mando". Con esto, el villano, tomando el pebete de la mano del rey pegóselo ardiendo al muslo, y no se meneó ni mostró sentimiento. Hecho esto le dijo la voz, que pues veía cuán dormido estaba aquel rey, que le fuese a despertar, y le contase todo lo que había pasado; y que el águila, por el mismo mandado, le tornó a llevar en peso, y le puso en el proprio lugar de donde lo había traído; y en cumplimiento de lo que se le había dicho, venía a avisarle. Dicen que se miró entonces Motezuma el muslo, y vio que lo tenía quemado, que hasta entonces no lo había sentido, de que quedó en extremo triste y congojado. Pudo ser que esto que el rústico refirió, le hubiese a él pasado en imaginaria visión. Y no es increíble que Dios ordenase, por medio de ángel bueno, o permitiese por medio de ángel malo, dar aquel aviso al rústico (aunque infiel) para castigo del rey; pues semejantes apariciones leemos en la Divina Escritura, haberlas tenido también hombres infieles y pecadores, como Nabucodonosor y Balam, y la Pitonisa de Saúl. Y cuando algo de estas cosas no hubiese acaecido tan puntualmente, a lo menos es cierto que Motezuma tuvo grandes tristezas y congojas por muchos y varios anuncios de que su reino y su ley, habían de acabarse presto.
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De la provincia de Carrapa y de lo que hay que decir della La provincia de Carrapa está doce leguas de la ciudad de Cartago, asentada en unas sierras muy ásperas, rasas, sin haber en ellas montaña más de la cordillera de los Andes, que pasa por encima. Las casas son pequeñas y muy bajas, hechas de cayas, y la cobertura, de unos cohollos de otras cañas menudas y delgadas, de las cuales hay muchas en aquellas partes. Las casas o aposentos de los señores, algunos son bien grandes y otros no. Había, cuando la primera vez entramos cristianos españoles en esta provincia de Carrapa, cinco principales. Al mayor y mas grande llamaban Irrúa, el cual, los años pasados, se había entrado en ella por fuerza, y como hombre poderoso y tirano, la mandaba casi toda. Entre las sierras hay algunos vallecetes y llanos muy poblados y llenos de ríos y arroyos y muchas fuentes; el agua no tan delgada ni sabrosa como la de los ríos y fuentes que se han pasado. Los hombres son muy crecidos de cuerpo, los rostros largos, y las mujeres lo mismo, y robustas. Son riquísimos de oro, porque tenían grandes piezas dél muy finas, y muy lindos vasos, con que bebían el vino que ellos hacen del maíz106, tan recio que bebiendo mucho priva el sentido a los que lo beben. Son tan viciosos en beber, que se bebe un indio, de una asentada, una arroba y más, no de un golpe, sino de muchas veces. Y teniendo el vientre lleno deste brevaje, provocan a vómito y lanzan lo que quieren, y muchos tienen con la una mano la vasija con que están bebiendo y con la otra el miembro con que orinan. No son muy grandes comedores, y esto del beber es vicio envejescido en costumbre, que generalmente tienen todos los indios que hasta agora se han descubierto en estas Indias. Si los señores mueren sin hijos manda su principal mujer, y aquélla muerta, hereda el señorío el sobrino del muerto, con que ha de ser hijo de su hermana, si la tiene, y son de lenguaje por sí107. No tienen templo ni casa de adoración; el demonio habla también con algunos destos indios, como con los demás. Dentro de sus casas entierran, después de muertos, a sus difuntos, en grandes bóvedas que para ello hacen; con los cuales meten mujeres vivas y otras muchas cosas de las preciadas que ellos tienen, como hacen sus comarcanos. Cuando alguno destos indios se siente enfermo hace grandes sacrificios por su salud, como lo aprendieron de sus pasados, todo dedicado al maldito demonio, el cual (por quererlo Dios permitir) les hace entender las cosas todas ser en su mano y ser el superior de todo. No porque (como dije) estas gentes ignoren que hay un solo Dios hacedor del mundo, porque esta dignidad no permite el poderoso Dios que el demonio pueda atribuir a sí lo que le es tan ajeno; mas esto créenlo mal y con grandes abusos; aunque yo alcancé dellos mismos que a tiempos están mal con el demonio, que lo aborrescen, conosciendo sus mentiras y falsedades; mas, como por sus pecados los tenga tan subjetos a su voluntad, no dejaban de estar en las presiones de su engaño, ciegos en su ceguedad, como los gentiles y otras gentes de más saber y entendimiento que ellos, hasta que la luz de la palabra del sacro Evangelio entre en los corazones dellos; y los cristianos que en estas Indias anduvieron procuren siempre de aprovechar con doctrina a estas gentes, porque haciéndolo de otra manera no sé cómo les irá cuando los indios y ellos parezcan en el juicio universal ante el acatamiento divino. Los señores principales se casan con sus sobrinas y algunos con sus hermanas, y tienen muchas mujeres. Los indios que matan también los comen, como los demás. Cuando van a la guerra llevan todos muy ricas piezas de oro, y en sus cabezas grandes coronas, y en las muñecas gruesos brazales, todo de oro; llevan delante de sí grandes banderas muy preciadas. Yo vi una que dieron en presente al capitán Jorge Robledo, la primera vez que entramos con él en su provincia, que pesó tres mil y tantos pesos108, y un vaso de oro también le dieron, que valió doscientos y noventa, y otras dos cargas deste metal en joyas de muchas maneras. La bandera era una manta larga y angosta puesta en una vara, llena de unas piezas de oro pequeñas, a manera de estrellas, y otras con talle redondo. En esta provincia hay también muchos frutales y algunos venados y guardaquinajes109 y otras cazas, y otros muchos mantenimientos y raíces campestres gustosas para comer. Salidos della, pasamos a la provincia de Quimbaya, donde está asentada la ciudad de Cartago. Hay de la villa de Arma a ella veinte y dos leguas. Entre esta provincia de Carrapa y la de Quimbaya está un valle muy grande, despoblado, de donde era señor este tirano que he dicho llamado Irrúa, que mandaba en Carrapa. Fue muy grande la guerra que sus sucesores y él tuvieron con los naturales de Quimbaya, por los cuales hubieron al fin de dejar su patria, y con las mañas que tuvo se entró en esta provincia de Carrapa. Hay fama que tiene grandes sepulturas de señores que están enterrados en él.
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CAPITULO XXIII Devotas expresiones del Exmô. Señor Marqués de Croix, por la noticia del descubrimiento de Monterrey. Tan importante para mayor gloria de Dios, extensión de nuestra Santa Fe Católica en la más Septentrional California, y honor de nuestro Católico Monarca, consideraban el Excmô. Señor Virrey Marqués de Croix, y el Illmó. Señor Visitador general Don José de Gálvez, el Establecimiento de Monterrey, que la grande alegría que recibieron el día 10 de Agosto del año de 1770 con la noticia de haberse fundado en dicho Puerto la Misión y Presidio de S. Carlos, no la pudieron contener en sus nobles corazones, y la mandaron publicar en la populosa Ciudad de México, Capital de la Nueva España. Pidieron al Señor Deán de aquella Catedral, mandase dar un solemne repique de campanas, al cual correspondieron todas las demás Iglesias, así de Seculares, como de Regulares, causando general alegría en todos los moradores. Preguntábanse unos a los otros por la novedad; y enterado de ella, acompañaron a S. Excâ. en el regocijo, pasando los Principales a Palacio a darle los parabienes, que recibió en compañía del Illmô. Señor Visitador, principal Agente de las espirituales Conquistas, para cuyo efecto trabajó como ninguno, no dedignándose un Caballero de sus circunstancias de servir aún de Peón para la carena de los Barcos, y encajonar por sus propias manos los utensilios que habían de servir a las Misiones; y viendo logrado el fruto de tantos trabajos, rindieron a Dios ambos Señores las gracias por el feliz éxito de la Conquista y Expediciones dirigidas al efecto; con que se extendieron los Dominios de nuestro Católico Monarca por más de trescientas leguas en esta América en lo más Septentrional de ella. Es el expresado tramo de trescientas leguas de longitud, de terrenos fértiles y poblados de inmensa Gentilidad, de cuyos naturales dóciles y apacibles se esperó desde luego su conversión a nuestra Santa Fe, y congregación en Católicos Pueblos, que viviendo sujetos a la Real Corona, asegurasen las Costas de este mar del Sur, o Pacífico. En acción de gracias de tan feliz consecución determinaron los citados Señores que el día inmediato de recibida la noticia, se cantase en la Iglesia Catedral una Misa solemne, a que asistieron ambos, acompañados de todos los Tribunales; y concluida se repitieron los parabienes, que recibió S. Exca. en nombre de nuestro Católico Monarca. Deseoso el Exmó. Señor Virrey de que no sólo los habitantes de la Ciudad de México, sino que también los de toda la N. E. participasen de tan pausibles noticias, mandó imprimir, y repartir una Relación, que se extendió por todo el Reino, la cual me ha parecido conveniente insertar, por percibirse en ella el religioso celo de nuestro V. Fr. Junípero, y el alto concepto en que dichos Señores lo tenían de ejemplar y celoso. COPIA DE RELACIÓN IMPRESA Extracto de noticias del Puerto de Monterrey, de la Misión y Presidio que se han establecido en él con la denominación de S. Carlos, y del suceso de las Expediciones de mar y tierra, que a ese fin se despacharon en el año próximo anterior de 1769. Después de las costosas y repetidas Expediciones que se hicieron por la Corona de España en los dos siglos antecedentes, para el reconocimiento de la Costa Occidental de California, por la Mar del Sur, y la ocupación del importante Puerto de Monterrey, se ha logrado ahora felizmente esta empresa con dos Expediciones de mar y tierra, que a consecuencia de Real Orden, y por disposición de este Superior Gobierno, se despacharon desde el Cabo de San Lucas y el Presidio de Loreto en los meses de Enero, Febrero y Marzo del año próximo anterior. En Junio de él se juntaron ambas Expediciones en el Puerto de San Diego, situado a los 32 grados y medio de latitud; y tomada la resolución de que el Paquebot San Antonio regresase al Puerto de S. Blas, para reforzar su Tripulación, y llevar nuevas provisiones, quedó anclado en el mismo Puerto de San Diego el Paquebot Capitana nombrado S. Carlos, por falta de Marineros, que murieron de escorbuto; y establecida allí la Misión y Escolta, siguió la Expedición de tierra su viaje por lo interior del País, hasta el grado 37 y 45 minutos de latitud, en demanda de Monterrey; pero no habiéndolo hallado con las señas de los Viajes y Derroteros antiguos, y recelando escaseces de víveres, volvió a San Diego, donde con el feliz arribo del Paquebot San Antonio en Marzo de este año, tomaron los Comandantes de mar y tierra la oportuna resolución de volver a la empresa, conforme a las Instrucciones que llevaron para conseguirla. Con efecto salieron de San Diego ambas Expediciones en los días 16 y 17 de Abril del presente, y en este segundo viaje tuvo la de tierra la felicidad de hallar el Puerto de Monterrey, y de llegar a él el de 24 de Mayo y la de mar arribó también el 31 del presente y propio mes. Ocupado así aquel Puerto por mar y tierra con particular complacencia de los innumerables Gentiles que pueblan todo el País, explorado y reconocido en los dos viajes, se solemnizó la posesión el día 3 de Junio, con Instrumento que extendió el Comandante en Jefe, y certificaron los demás Oficiales de ambas Expediciones, asegurando todos ser aquel el mismo Puerto de Monterrey, con las idénticas señales que describieron las Relaciones antiguas del General D. Sebastián Vizcaíno, y Derrotero de D. José Cabrera Bueno, primer Piloto de las Naos de Filipinas. El día 14 del citado mes de Junio último, despachó el dicho Comandante D. Gaspar de Portolá un Correo por tierra al Presidio de Loreto, con la plausible noticia de la ocupación de Monterrey, y de quedar estableciendo en él la Misión y Presidio de San Carlos; pero con el motivo de la gran distancia, aún no ha recibido este Superior Gobierno aquellos Pliegos, y en 10 del presente mes llegaron a esta Capital los que desde el Puerto de San Blas dirigieron el mismo Portalá, el ingeniero D. Miguel Constanzó, y el Capitán D. Juan Pérez Comandante del expresado Paquebot San Antonio, alias el Príncipe, que salió el 9 de Julio de Monterrey; y sin embargo de ocho días de calma, hizo su largo viaje con tanta felicidad y celeridad, que el primero de este mes echó el ancla en San Blas. Quedaron abundantes útiles en el nuevo Presidio y Misión de San Carlos de Monterrey, y el repuesto para un año, a fin de establecer otra Misión en proporcionada distancia, con la advocación de San Buenaventura; y habiendo quedado también por Comandante Militar de aquellos nuevos Establecimientos el Teniente de Voluntarios de Cataluña Don Pedro Fages, con más de treinta hombres, se hace juicio que a esta fecha ya se le habrá unido el Capitán del Presidio de Loreto D. Fernando de Rivera, con otros diez y nueve Soldados, y Baqueros y Arrieros que conducían doscientas reses vacunas, y porción de víveres, desde la nueva Misión de San Fernando de Vellicatá, situada más allá de la Frontera de California, antiguamente reducida, pues salió de aquel para-je el 23 de Mayo último con destino a los expresados Puertos de San Diego y Monterrey. No obstante de que en éste dejaron provistos los Almacenes ya construidos del nuevo Presidio y Misión a la salida del Paquebot San Antonio, y de que en el de S. Diego se regulan anclados los otros dos Paquebotes de S. M. San Carlos, y San Jose, dispone este Superior Gobierno, que a fines de Octubre próximo vuelva el San Antonio a emprender tercer viaje desde el Puerto de San Blas, y conduzca nuevas provisiones, y treinta Religiosos Fernandinos de la última Misión que vino de España, para que en el dilatado y fértil País, reconocido por la Expedición de tierra, desde la antigua Frontera de la California hasta el Puerto de San Francisco, poco distante, y más al Norte del de Monterrey, se erijan nuevas Misiones, y se logre la dichosa oportunidad que ofrece la mansedumbre y buen índole de los innumerables Indios Gentiles que habitan la California Septentrional. En prueba de esta feliz disposición con que se halla la numerosa Gentilidad ya docilísima, asegura el Comandante D. Gaspar de Portolá, y en lo mismo convienen los demás Oficiales y los Padres Misioneros, que nuestros Españoles quedan en Monterrey tan seguros, como si estuvieran en medio de esta Capital; bien que el nuevo Presidio se ha dejado suficientemente guarnecido con Artillería, Tropa y abundantes municiones de guerra; y el R. P. Presidente de las Misiones destinado a la de Monterrey, refiere muy por menor, y con especial gozo, la afabilidad de los Indios, y la promesa que ya le habían hecho de entregarle sus hijos para instruirlos en los Misterios de nuestra Sagrada y Católica Religión; añadiendo aquel ejemplar y celoso Ministro de ella, la circunstanciada noticia de las Misas solemnes que se habían celebrado desde el arribo de ambas Expediciones, hasta la salida del Paquebot San Antonio, y de la solemne Procesión del Santísimo Sacramento que se hizo el día del Corpus, 14 de Junio, con otras particularidades que acreditan la especial providencia con que Dios se ha dignado favorecer el buen éxito de estas Expediciones, en premio sin duda del ardiente celo de nuestro Augusto Soberano, cuya piedad incomparable reconoce como primera obligación de su Corona Real en estos vastos Dominios, la extensión de la Fe de Jesucristo, y la felicidad de los mismos Gentiles, que gimen sin conocimiento de ella en la tirana esclavitud del Enemigo común. Por no retardar esta importantísima noticia, se ha formado en breve compendio la presente Relación de ella, sin esperar los Pliegos despachados por tierra desde Monterrey, entretanto que con ellos, los Diarios de los Viajes por mar, y tierra, y los demás documentos, se puede dar a su tiempo una obra completa de ambas Expediciones. México 16 de Agosto de 1770. =Con licencia y orden del Exmô. Señor Virrey, en la Imprenta del Superior Gobierno. Esta Relación, que impresa corrió con no vulgar aprecio, así en toda ésta, como en la antigua España, da bastantes luces para conocer el alto concepto en que tenían a nuestro V. Fr. Junípero los Superiores Jefes de este Nuevo Mundo, aún ignorando la resolución con que estaba en S. Diego, de no desistir de tan importante y espiritual Conquista, aunque la Expedición se regresase a la antigua California, como queda expresado en el Capítulo XX de esta Historia. Y no contribuyó poco esta buena opinión para conseguir del Superior Gobierno las eficaces providencias que se necesitaban para estos nuevos Establecimientos, como demostrará el siguiente.
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Capítulo XXIII De Mama Ana Huarque Coya, mujer de Ynga Yupanqui Fue esta Coya Mama Ana Huarque, que por otro nombre se llamaba Hipa Huaco, mujer del mayor entendimiento y sagacidad y de gran valor, que gobernó la ciudad del Cuzco por ausencia de su marido Ynga Yupanqui, cuando fue a conquistar a la provincia de Quito, con admirable prudencia, orden y concierto. Así mostró su incomparable ánimo y ser en un terrible terremoto que hubo en su tiempo en la ciudad de Arequipa, resultado de un volcán temeroso que está tres leguas de la dicha ciudad. El cual cuentan los indios que lanzó de sí tanto fuego y con tan espantosas llamaradas, que en muchas leguas quedaron los indios atónitos y absortos. Fue cierto haber revocado y salido del volcán tanta cantidad de ceniza, que llovió en todo el Reyno, con universal admiración y miedo. Si no fuera por el ánimo desta Coya Mama Ana Huarque, se hubiera asolado la mayor parte de la gente de todas las provincias cercanas de Arequipa. La cual mandó lo primero hacer grandísimos sacrificios a sus ídolos en el templo que ellos llaman Tipci Huaci, que quiere decir casa del Universo, y en otros muchos que había en el Cuzco, hasta que sabido por Ynga Yupanqui, su marido, vino con suma prisa dentro de pocos días y se partió a Arequipa con muchos Pontífices, adivinos y hechiceros, y llegado cerca, hizo diversos sacrificios, como se dirá en el capítulo donde se tratare desta ciudad. Murió de allí a pocos días esta Coya, y dejó hijos y una hija, llamada Mama Ocllo, que fue mujer de Tupa Ynga Yupanqui, su hermano mayor. Y aunque los sacrificios eran impíos y vanos y no podían hacer ninguno buen efecto, pero aquella gente engañada se entretenía y animaba viendo que sus Reyes trataban del remedio y de aplacar a su ídolos.