CAPÍTULO XXIII Vitachuco manda a sus capitanes concluyan la traición, y pide al gobernador salga a ver su gente Con gran contento interior se apartaron de su consulta el soberbio Vitachuco y los cuatro indios intérpretes. Estos, esperando verse presto libres y en grandes cargos y oficios y con mujeres nobles y hermosas; y aquél, imaginándose ya victorioso de la hazaña que tenía mal pensada y peor trazada. Ya le parecía verse adorar de las naciones comarcanas y de todo aquel gran reino por los haber libertado y conservado sus vidas y haciendas; imaginaba ya oír los loores y alabanzas que los indios, por hecho tan famoso, con grandes aclamaciones le habían de dar. Fantaseaba los cantares que las mujeres y niños en sus corros, bailando delante de él, habían de cantar, compuestos en loor y memoria de sus proezas, cosa muy usada entre aquellos indios. Ensoberbecido Vitachuco más y más de hora en hora con estas imaginaciones y otras semejantes que los imprudentes y locos, para su mayor mal y perdición, suelen concebir, llamó a sus capitanes, y dándoles cuenta de sus vanos pensamientos y locuras, no para que las contradijesen ni para que le aconsejasen lo que le convenía, sino para que llanamente le obedeciesen y cumpliesen su voluntad, les dijo que se diesen prisa a poner en ejecución lo que para matar a aquellos cristianos tantos días antes les tenía mandado y no le dilatasen la honra y gloria que por aquel hecho, mediante el esfuerzo y valentía de ellos, tenía alcanzada, de la cual gloria les dijo que ya él gozaba en su imaginación. Por tanto, les encargaba le sacasen de aquellos cuidados que le daban pena y le cumpliesen las esperanzas que por tan ciertas tenía. Los capitanes respondieron que estaban prestos y apercibidos para le obedecer y servir como a señor que ellos tanto amaban, y dijeron que tenían aprestados los indios de guerra para el día que los quisiese ver juntos, que no aguardaban más de que les señalase la hora para cumplir lo que tenía ordenado. Con esta respuesta quedó Vitachuco muy contento y despidió a los capitanes, diciéndoles avisaría con tiempo para lo que hubiesen de hacer. Los cuatros indios intérpretes, volviendo a considerar con mejor juicio lo que el cacique les había dicho y comunicado, les pareció la empresa dificultosa y la victoria de ella imposible, así por la fortaleza de los españoles, que se mostraban invencibles, como porque nunca los sentían tan mal apercibidos y descuidados que pudiesen tomarlos a traición, ni eran tan simples que se dejasen llevar y traer como Vitachuco lo tenía pensado y ordenado. Por lo cual, venciendo el temor cierto y cercano a la esperanza dudosa y alejada, porque les parecía que también ellos habían de morir como participantes de la traición si los castellanos la sabían antes que ellos la revelasen, acordaron mudar consejo y, quebrantando la promesa del secreto que habían de guardar, dieron cuenta a Juan Ortiz de la traición ordenada para que él, con larga relación de todo lo que Vitachuco les había comunicado, se la diese al gobernador. Sabida por el adelantado la maldad y alevosía del curaca y habiéndola consultado con sus capitanes, les pareció disimular con el indio, dándole a entender que ignoraban el hecho. Y así mandaron a los demás españoles que, andando recatados y sobre aviso, mostrasen descuido en sí porque los indios no se escandalizasen. Parecioles, asimismo, que el mejor y más justificado camino para prender a Vitachuco era el mismo que él había imaginado para prender al gobernador, porque cayese en sus propias redes. Para el cual efecto mandaron apercibir una docena de soldados de grandes fuerzas que fuesen con el general para que prendiesen al cacique el día que él convidase al gobernador que saliese a ver su ejército. Con estas cosas apercibidas en secreto estuvieron los castellanos a la mira de lo que Vitachuco hacía de sí. El cual, venido el día por él tan deseado, habiendo apercibido todo lo que para salir con su mala intención le pareció ser bastante y necesario, llegó luego por la mañana al gobernador, y con mucha humildad y veneración le dijo suplicaba a su señoría tuviese por bien hacer una gran merced y favor a él y a todos sus vasallos de salir al campo, donde le esperaban, para que los viese puestos en escuadrón, en forma de batalla, para que, favorecidos con su vista y presencia, todos quedasen obligados a servirle con mayor ánimo y prontitud en las ocasiones que adelante, en servicio de su señoría, se ofreciesen; y que gustaría que los viese de aquella manera en forma de guerra para que conociese la gente y viese el número con que podría servirle; y también para que viese si los indios de aquella tierra sabían hacer un escuadrón como las otras naciones de quien había oído contar que eran diestros en el arte militar. El gobernador, con semblante de ignorancia y descuido, respondió holgaría mucho verlos como lo decía y que, para más hermosear el campo y para que los indios tuviesen asimismo qué ver, mandaría saliesen los españoles caballeros e infantes puestos en sus escuadrones, para que unos con otros, como amigos, escaramuzasen y se holgasen ejercitándose en las burlas para las veras. El curaca no quisiera tanta solemnidad y aparato, mas con la obstinación y ceguera que en su ánimo tenía de que había de salir con aquel hecho, no rehusó el partido, pareciéndole que el esfuerzo y valentía propia y la de sus vasallos bastaría a vencer y desbaratar los castellanos por más apercibidos que fuesen.
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CAPÍTULO XXIII Del maguey, y del tunal y de la grana, y del añil, y algodón El árbol de las maravillas es el maguey, de que los nuevos o chapetones (como en Indias los llaman), suelen escribir milagros, de que da agua y vino, y aceite y vinagre, y miel, y arrope e hilo, y aguja, y otras cien cosas. Él es un árbol que en la Nueva España estiman mucho los indios, y de ordinario tienen en su habitación alguno o algunos de este género para ayuda a su vida, y en los campos se da y le cultivan. Tiene unas hojas anchas y groseras, y el cabo de ellas es una punta aguda y recia, que sirve para prender o asir como alfileres, o para coser, y esta es el aguja; sacan de la hoja cierta hebra e hilo. El tronco, que es grueso, cuando está tierno le cortan y queda una concavidad grande, donde sube la sustancia de la raíz, y es un licor que se bebe como agua, y es fresco y dulce; este mismo, cocido, se hace como vino, y dejándolo acedar se vuelve vinagre; y apurándolo más al fuego es como miel; y a medio cocer, sirve de arrope, y es de buen sabor y sano, y a mi parecer es mejor que arrope de uvas. Así van cociendo estas y otras diferencias de aquel jugo o licor, el cual se da en mucha cuantidad, porque por algún tiempo cada día sacan algunas azumbres de ello. Hay este árbol también en el Pirú, mas no le aprovechan como en la Nueva España. El palo de este árbol es fofo y sirve para conservar el fuego, porque como mecha de arcabuz tiene el fuego, y le guarda mucho tiempo, y de esto he visto servirse de él los indios en el Pirú. El tunal es otro árbol célebre de la Nueva España, si árbol se debe llamar un montón de hojas o pencas unas sobre otras, y en esto es de la más extraña hechura que hay árbol, porque nace una hoja, y de aquella, otra, y de ésta, otra, y así va hasta el cabo, salvo que como van saliendo hojas arriba o a los lados, las de abajo se van engrosando y llegan cuasi a perder la figura de hoja, y hacer tronco y ramos, y todo él espinoso, y áspero y feo, que por eso le llaman en algunas partes cardón. Hay cardones o tunales silvestres, y éstos o no dan fruta, o es muy espinosa y sin provecho. Hay tunales domésticos, y dan una fruta en Indias muy estimada, que llaman tunas, y son mayores que ciruelas de fraile, buen rato, y así rollizas; abren la cáscara, que es gruesa, y dentro hay carne y granillos como de higos, que tienen muy buen gusto y son muy dulce, especialmente las blancas, y tienen cierto olor suave; las coloradas no son tan buenas de ordinario. Hay otros tunales que aunque no dan ese fruto, los estiman mucho más y los cultivan con gran cuidado, porque aunque no dan fruta de tunas, dan empero el beneficio de la grana, porque en las hojas de este árbol, cuando es bien cultivado, nacen unos gusanillos pegados a ella y cubiertos de cierta telilla delgada, los cuales delicadamente cogen y son la cochinilla tan afamada de Indias, con que tiñen la grana fina; déjanlos secar, y así secos los traen a España, que es una rica y gruesa mercadería; vale la arroba de esta cochinilla o grana, muchos ducados. En la flota del año de ochenta y siete vinieron cinco mil y seiscientas y setenta y siete arrobas de grana, que montaron doscientos y ochenta y tres mil, y setecientos y cincuenta pesos, y de ordinario viene cada año semejante riqueza. Danse estos tunales en tierras templadas, que declinan a frío; en el Pirú no se han dado hasta agora, y en España, aunque he visto alguna planta de éstas, pero no de suerte que haya que hacer caso de ella. Y aunque no es árbol sino yerba, de la que se saca el añil, que es para tinte de paños, por ser mercadería que viene con la grana, diré que también se da en cuantidad en la Nueva España y vino en la flota que he dicho, obra de veinte y cinco mil y doscientas y sesenta y tres arrobas, que montaron otros tantos pesos. El algodón también se da en árboles pequeños y en grandes, que tienen unos como capullos, los cuales se abren y dan aquella hilaza o vello, que cogido, hilan y tejen y hacen ropa de ello. Es uno de los mayores beneficios que tienen en las Indias, porque les sirve en lugar de lino y de lana para ropa; dase en tierras calientes, en los valles y costa del Pirú, mucho, y en la Nueva España, y en Filipinas y China, y mucho más que en parte que yo sepa, en la provincia de Tucumán y en la Santacruz de la sierra, y en el Paraguay, y en estas partes, es el principal caudal. De las islas de Santo Domingo se trae algodón a España, y el año que he dicho se trajeron sesenta y cuatro arrobas. En las partes de Indias donde hay algodón, es la tela de que más ordinariamente visten hombres y mujeres, y hacen ropa de mesa, y aún lonas o velas de naos. Hay uno vasto y grosero; otro delicado y sutil, y con diversas colores lo tiñen y hacen las diferencias que en paños de Europa vemos en las lanas.
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Capítulo XXIII Del modo que el Ynga guardaba en la guerra Por haber tratado, en el capítulo precedente, de las ordenanzas y estatutos que dejó Pachacuti Ynga a estos indios y entre ellos puesto, las que en la guerra guardaban, no será fuera de propósito tratar ahora del modo y traza que tenían en hacer la guerra los indios enemigos de provincias extrañas, y a los sujetos que se les revelaban y negaban el vasallaje, y cómo juntaban para este efecto los soldados señalados de las provincias, porque también en esto, como negocio tan sustancial para el gobierno y aumento de su monarquía, tuvieron especialísimo cuidado en prevenir lo necesario, y disponerlo en tiempo para las ocasiones que se ofreciesen cuando, por insolencia o atrevimiento de sus vecinos, se les hacía algún daño o correría, talándoles las chácaras y destruyendo los sembrados, o metiéndose por fuerza en los los mojones y términos de las tierras del Ynga, o cautivándole algunos vasallos suyos. Primero usaban, aunque no siempre, prevenir al Señor o curaca que había hecho o consentido se hiciese el agravio, lo castigase y enmendase, para que así se conservase entre ellos la paz y, no lo haciendo, el Ynga llamaba a Consejo a los cuatro orejones principales de su corte y, habiendo comunicado con ellos su intención y aprobada, hacía junta de todos los capitanes que había en el Cuzco, que hubiesen seguido las guerras y conquistas, y mandaba le llamasen el capitán general, o su teniente, que asistían en la frontera donde pensaba mover la guerra. Con él venían algunos capitanes y hombres prácticos que sabían los secretos de la provincia, los fuertes, ríos, cerros, valles, entradas y salidas de los bosques, y las manidas y asientos donde los enemigos se podían fortalecer y amparar, y ocultarse para emboscadas, y tuviesen noticia de los mantenimientos y lugares donde los había juntos. A estos capitanes les proponía lo que pensaba hacer para que, conforme a ello, le diesen consejo, y como se podría hacer la guerra más seguramente y concluirse más presto, y lo que era necesario para ello. Estos capitanes lo conferían entre sí y, habido acuerdo, cada uno daba su parecer y decía el modo que se había de guardar. De todo lo que le aconsejaban sacaba lo que mejor y más conveniente se juzgaba, y daba por sus quipos la orden que en todo se había de tener en el empezar la guerra, y proseguirla y acabarla, y la gente que para ello se había de juntar, y las partes y lugares por donde se había de entrar, y donde se había de reparar. Hacia nombramiento de capitán general al indio de más valor y más práctico que había entre sus deudos, y le daba las insignias y con él por acompañados, que le asistiesen y aconsejasen, otros dos orejones principales, y algunas veces dábales unas andas ricas, y vestidos del Ynga, y mujer de las coyas o ñustas principales, para honrarle y animarle. Luego despachaba mensajeros a todas las provincias, de donde se había de sacar gente, a prevenirla, y a los capitanes de las provincias, que se aparejasen los soldados y los bastimentos necesarios, y las demás cosas con que acudían en tiempo de guerra. En sabiéndose en cada provincia la determinación del Ynga, luego los gobernadores y capitanes hacían reseña de la gente que había en ella señalada para la guerra, y miraban las armas que tenía cada uno, conforme a lo que se había inclinado y ejercitado desde niño, y si alguno estaba falto de armas, lo castigaban con gran rigor; y de toda la gente de milicia escogían los más valientes y de mejor disposición, y más sufridores de trabajos, y que se hubiesen hallado en otras guerras y, con ellos, mezclaban algunos bisoños y soldados nuevos, para que se empezasen a hacer a las armas, como dicen. Visto el número que de la provincia salía, les señalaban indios mancebetes de diez y ocho a veinte y cinco años, que fuesen con ellos y les ayudasen a llevar los mantenimientos y comidas y vestidos y el bagaje, que acá decimos. Dábanles ojotas y otras cosas que habían menester y, con una increíble brevedad, los despachaban tan presto, que aun no se había ordenado, cuando estaba puesto en ejecución y, así, en brevísimo tiempo se juntaban numerosísimos ejércitos. Los capitanes tenían sus banderas y, en ellas, las señales por donde eran conocidos diferentes, y cuando entraban en la batalla era la primera y más notable la del capitán general, y la más preferida en todas las ocasiones de guerra. No daba el Ynga sueldo ni paga a los soldados, porque jamás la usó, ni ellos tuvieron moneda jamás, sino exentábalos y dábales muchos privilegios, sin estar obligados a acudir a servicios personales en parte ninguna, ni a labor de puentes, caminos ni minas y, al tiempo que iban a las guerras, señalábales el mantenimiento ordinario, y dábales vestidos muy cumplidamente. Acabada la conquista hacíales mil mercedes y honrábalos, dándoles las mujeres que ellos querían y mostraban, y con esto acudían con grandísima puntualidad y amor a la guerra, y cada cual presumía adelantarse en ella y hacer mayores muestras de su valentía. Si se les acababan los bastimentos en cualquier lugar que llegaban, se los daban de los depósitos del Ynga, que había en toda la tierra para este efecto, y para repartir en tiempo de hambre a los pobres, y así no podían los soldados padecer necesidad alguna, sino siempre tenían lo necesario, abundantemente. Las armas que usaban los indios eran lanzas tostadas, hechas de palma, que son fuertes y ponzoñosas, arcos y flechas, dardos arrojadizos, macanas hechas de palma y hondas, champis, que tienen en la punta una como estrella de cobre fortísima, y rodelas y también morriones tejidos, que eran muy ricos y defendían un golpe de espada. Para tocar alarma usaban de unos atambores a modo de atabales, y los palotes eran hechos de plata y los remates, con que herían, redondos. Tenían unos caracoles que suenan mucho, y los hacían retumbar y con cabazos grandes y de caracoles y ostiones, y aun flautas de huesos de venados. Al pelear se embijaban, para parecer más fieros y terribles a los contrarios. Al tiempo que se había de dar la batalla, el capitán general ordenaba los escuadrones, conforme a la disposición de la tierra, unas veces poniendo los de lanza juntos y los honderos aparte, y cada género de armas diferentemente; otras veces los mezclaban unos con otros, como pedía la ocasión y los enemigos con quien peleaban, y ya que estaban a punto, el general les hacía una plática poniéndoles delante las victorias habidas y lo mucho que enojarían al Ynga si no venciesen, y el premio que esperaban y la honra y despojos que alcanzarían venciendo. Luego, con los instrumentos que tenían, hacían la señal de arremeter al primer escuadrón, lo cual ellos al instante ejecutaban, con un alarido y estruendo terrible, con que hundían el mundo. Si el lugar donde se peleaba era capaz, embestían siempre todos juntos, dejando siempre un escuadrón de socorro, y si no poco a poco. Si la batalla se vencía, gozaban los despojos como podían, sin que a nadie se quitase nada de lo que ganaba de vestidos y armas, sólo los cautivos se reservaban para el triunfo y lo que el Ynga ordenase, el cual, sabida la victoria, enviaba grandes regalos de vestidos, andas y mujeres al general y a los que con él se habían señalado. Si se perdía y era por culpa del general, removíale del oficio y enviaba otro, o si no iba él en persona. Cuando el Ynga salía personalmente a la guerra, entonces se hacía llamamiento general de todas las provincias y nadie se quedaba, ni rehusaba el ir con él. Dejaba en el Cuzco señalado gobernador, que siempre era hermano suyo, o muy cercano pariente, y continuaba la guerra sin descansar, hasta conquistar la provincia, y concluido sacaba la gente más dispuesta, y de mejor talle, para el Triunfo, llevábase el señor o capitán de la provincia conquistada. Dejaba sus guarniciones bastantes y sacaba gran parte de la gente vencida, y trasplantábala a otras provincias apartadas, y de semejante temple y calidad, para que mejor se conservasen y multiplicasen, y allí les daba tierras abundantemente con que viviesen. El Ynga volvíase al Cuzco con la mayor parte de su ejército, y entraba triunfando, por el modo y orden que dijimos en la vida de Huascar Ynga, cuando metieron el cuerpo de Huaina Capac, su padre, que vino de Quito, que fue el más famoso y solemne triunfo que hasta allí había habido. Solía el Ynga, cuando enviaba a la guerra o iba él en persona, llevar la imagen del Sol y del trueno, y otras estatuas e ídolos, como para su defensa y amparo, y con ellas deshacer la fuerza de las huacas e ídolos de sus enemigos, y arruinarlas y destruirlas, como vimos que Huaina Capac llevó la figura del Sol y otras en su vida, cuando fue a la conquista de Tomebamba y Cayampis.
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Del gran llanto que por Malope hicieron los indios. Las grandes enfermedades que en el campo vinieron, con la muerte del adelantado y capellán, y las tres victorias que los indios tuvieron Venida la mañana, se oyó en el pueblo y casa de Malope un grande llanto de mucha gente junta. Mandó el adelantado que fuesen luego por la cabeza del alférez, y la llevasen a los indios, dándolos a entender, lo mejor que se pudiese, que por la muerte de su Malope se había dado esta otra. Mas como los indios vieron que iba la barca a su pueblo, dejando los lloros se huyeron todos al monte. Los de la barca les daban voces para que no se fuesen, mostrándoles la cabeza; pero nada aprovechó, que todos se emboscaron. Visto esto, se la dejaron colgada a su puerta, y se volvieron. Las otras dos cabezas, a petición del vicario, para dallas sepultura mandó el adelantado fuesen quitadas de los palos. Descuidáronse de enterrarlas, y como quedaron aquella noche en la playa, la mañana siguiente se hallaron mondas porque los perros las comieron. A todo esto nuestro adelantado iba cada día hallándose con menos salud, y a gran priesa mandó se le hiciese casa, en la cual desembarcado con su familia, se recogió. Ya en este tiempo había bajado del cielo el castigo que merecían nuestras desconfianzas, desórdenes y crueldades, con muchas enfermedades y faltas del remedio de ellas. El capitán don Lorenzo, a cuyo cargo estaban ya las cosas de mar y tierra, envió una madrugada en la barca veinte soldados con un caudillo, para que le trajese algunos muchachos, con ánimo de enseñarles nuestra lengua, por la falta que hos hacía no entender la suya. Los indios que con mucho cuidado velaban, se defendieron la salida a tierra con tanto ánimo, que antes que los nuestros se desenvolviesen, flecharon siete, y al caudillo; y gozando la ocasión, les fueron siguiendo con tiros de muchas flechas y pedradas y grandes gritos: y llegaron tan cerca del campo, que fue necesario salir don Lorenzo, con la bandera tendida y resto de la gente sana, a defender la entrada. Tiróseles un verso con que se fueron retirando, en cuyo alcance hicieron y flecharon seis, y a don Lorenzo, que recogidos y curados fueron. Visto esto, don Lorenzo envió a un soldado por caudillo de otros para quemarles las canoas, piraguas y casas, haciéndoles, como les hicieron, todo el más daño que se pudiese: de que trajo ocho soldados heridos. Con estas tres victorias habidas todas en un día, quedaron tan ufanos que de día y de noche flechaban al campo, y tiraban piedras de tal manera que hicieron dos; de que murió el uno. Con los soldados heridos, y enfermedad del adelantado y de otras muchas personas, sólo se procuraba defender y asegurar el pueblo, siendo las mayores entradas que hacía nuestra gente sólo a buscar bledos, que a ratos costaban caros. Víspera de San Lucas evangelista murió el primero de nuestros compañeros, el capellán Antonio de Serpa; por cuya muerte hizo el vicario un muy del alma sentimiento y dolorosa lamentación, cuanto lo fue a clavar los ojos en el cielo, diciendo: --¡Oh, Dios mío! ¡Qué castigo tan grande es éste que por mis pecados me enviáis! ¿Dejaisme, Señor, sin sacerdote con quien me confiese? ¡Oh, padre Antonio de Serpa, sin sacerdote con quien me confiese? ¡Oh, padre Antonio de Serpa! ¡Dichoso vos, que habéis muerto habiendo recibido los sacramentos! ¡Y quién pudiera trocar por vos la suerte, y no quedar en la que estoy para mí tan desdichada, pues puedo confesar a cuantos están aquí y no tengo quien me confiese! Andaba escondido el rostro, sin querer admitir consuelo; fuese a la iglesia, y sobre el altar lloró y sollozó reciamente, y otras muchas cosas hizo y dijo el buen vicario en cuanto se amortajó el difunto, y abrió la cueva a donde fue sepultado. La siguiente noche, que se contaron diez y siete de octubre, hubo un eclipse total de luna, que al ascender por el Oriente ya venía toda eclipsada. El adelantado se halló tan flaco, que ordenó su testamento que apenas pudo firmar. Dejó por heredera universal y nombrada por gobernadora a doña Isabel Barreto, su mujer, porque de Su Majestad tenía cédula particular con poder para nombrar la persona que quisiere. A su cuñado don Lorenzo nombró por capitán general; y mandando llamar al vicario, cumplió con todas las obligaciones del alma. En esto se pasó la noche, y vino el día, que fue de San Lucas; viéndole el vicario tan al cabo, le dijo que una persona de suerte y buena vida bien sabía cuánto importaba el bien morir, que estaba en tiempo de poder negociar con Dios lo que le faltaba. Díjole más otras cosas, tan santas como piadosas, que el adelantado oyó mostrando bien a entender cuán conforme estaba con la voluntad del Señor que lo crió. Hizo el vicario traer un Cristo, en cuya presencia pareció que el adelantado humilló las rodillas en su corazón, y ayudándole a decir el salmo de misere mei y el credo, a la una después del medio día pasó nuestro adelantado de esta vida con que se le acabó su jornada de tantos y tan largos tiempos deseada. Murió al parecer de todos como de él se esperaba. Todos le conocimos muchos deseos de acertar en cuanto hacía. Era persona celosa de la honra de Dios y del servicio del Rey, y a quien las cosas mal hechas no parecían bien, ni las bien hechas, mal. Era muy llano; no largo en razones: y él mismo decía que no las esperasen de él, sino obras, y que parecía que sabía bien mirar las cosas que tocaba a su conciencia. Paréceme que podré decir con razón que sabía más que hacía, porque ninguna cosa vi que pasó por alto. La gobernadora sintió su muerte y ansí muchos, aunque algunos se holgaron de ella. Venida la tarde, con la mayor pompa que nos dio lugar el tiempo, le fuimos a sepultar, en un ataúd cubierto con un paño negro, en hombros de ocho oficiales los más señalados; los soldados los arcabuces el revés a la usanza de entierros de generales. íbanse arrastrando dos banderas, y en dos atambores cubiertos de luto dando unos golpes tardos y roncos, el pífano hacía el mismo sentimiento, y llegados a la iglesia, el vicario lo encomendó; y sepultado, nos volvimos a dar el pésame a la gobernadora de su desgracia.
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CAPÍTULO XXIII El gobernador envia relación de su descubrimento a La Habana. Cuéntase la temeridad de un indio Con la relación que el capitán Diego Maldonado trajo de toda la costa y del buen puerto que había descubierto en Achusi holgaron mucho, porque, conforme a las trazas que el general llevaba hechas, les parecía que los principios y medios de su descubrimiento y conquista iban bien encaminados para los fines que en ella pretendían de poblar y hacer asiento en aquel reino. Porque lo principal que el gobernador y los suyos deseaban para poblar era descubrir un puerto tal cual se había descubierto, donde fuesen a surgir los navíos que llevasen gente, caballos, ganados, semillas y otras cosas necesarias para nuevas poblaciones. Pocos días después de la venida de Diego Maldonado, le mandó el gobernador fuese a La Habana con los dos bergantines que tenía a su cargo y visitase a doña Isabel de Bobadilla y le diese cuenta de lo que hasta entonces por mar y tierra habían andado y visto, y enviase la misma relación a todas las demás ciudades y villas de la isla, y que para el octubre venidero (que esto era el fin de febrero del año de mil y quinientos y cuarenta) volviese al puerto de Achusi con los dos bergantines y la carabela que Gómez Arias había llevado, y con otro algún navío o navíos más, si hallasen a comprar, y en ellos trajesen todas las ballestas y arcabuces, plomo y pólvora que se pudiese haber, y mucho calzado de zapatos y alpargates, y otras cosas que el ejército había menester, de las cuales por escrito le dio una memoria con instrucción de lo que había de hacer, porque para entonces pensaba el gobernador hallarse en el puerto de Achusi, habiendo hecho un gran cerco por la tierra adentro y descubierto las provincias que por aquel paraje hubiese para dar principio a la población, mas convenía poblar primero el puerto, cosa tan necesaria para lo de la mar y lo de tierra. Mandole asimismo dijese a Gómez Arias se viniese con él para el tiempo señalado, porque por su mucha prudencia para las cosas de gobierno, y por su buena industria y mucha práctica para las de la guerra, le convenía tenerlo consigo. Con esta orden y comisión salió el capitán Diego Maldonado de la bahía de Aute y fue a La Habana, donde por las buenas nuevas que del gobernador y de su ejército llevaba, y por el próspero suceso hasta entonces habido y por el que se esperaba tener adelante, fue muy bien recibido de doña Isabel de Bobadilla y de toda la ciudad de La Habana, de donde se envió luego el aviso a las demás ciudades de la isla, las cuales con mucho regocijo solemnizaron la prosperidad del gobernador. Y para el tiempo señalado se hicieron grandes apercibimientos de enviarle socorro de gente, caballos y armas y las demás cosas necesarias para poblar. Todo lo cual aprestaban las ciudades en común, y los hombres ricos en particular, esforzándose cada cual en su tanto de enviar o llevar lo más y mejor que pudiese para mostrar el amor que a su gobernador y capitán general tenían, y por los premios que esperaban. En los cuales apercibimientos los dejaremos y volveremos a contar algunas cosas particulares que acaecieron en la provincia de Apalache, por los cuales se podrán ver las ferocidades de los indios de aquella provincia y juntamente su temeridad, porque cierto por sus hechos muestran que saben osar y no saben temer como se verá en el caso siguiente y en otros que se contarán, aunque no todos los que sucedieron que, por huir prolijidad, nos excusaremos de los más. Es así que un día de los del mes de enero del año de mil y quinientos y cuarenta sucedió que el contador Juan de Añasco y otros seis caballeros andaban en buena conversación paseando a caballo las calles de Apalache y, habiéndolas andado todas, les dio gusto salirse al campo alderredor del pueblo sin apartarse lejos, porque por las asechanzas de los indios que tras cada mata se hallaban emboscados no estaba el campo seguro. Empero, no habiendo de apartarse del pueblo, les pareció podrían salir sin armas, a lo menos defensivas, y así salieron solamente con las espadas ceñidas, salvo uno de ellos, llamado Esteban Pegado, natural de Yelves, que acertó a ir armado y llevaba una celada en la cabeza y una lanza en la mano. Yendo así en su conversación, vieron un indio y una india que, en lo rozado de un monte que estaba cerca del pueblo, andaban cogiendo frisoles que del año pasado habían quedado sembrados. Debían de cogerlos más por entretenerse hasta ver si salía algún castellano del pueblo que por necesidad que tuviesen de los frisoles, porque como habemos dicho la provincia estaba llena de todo mantenimiento. Como los españoles viesen los indios, fueron a ellos para los prender. La india, viendo los caballos, se cortó, que no acertó a huir. El marido la tomó en brazos y corriendo la llevó al monte que estaba cerca y, habiéndola puesto en las primeras matas, le dio dos o tres empellones diciéndole que se metiese por el monte adentro. Hecho esto, pudiendo haberse ido con la mujer y escaparse, no quiso, antes volvió corriendo adonde había dejado su arco y flechas, y, cobrándolas, salió a recibir a los castellanos con tanta determinación y tan buen denuedo como si ellos fueran otro indio solo como él. Y de tal manera hizo este acometimiento que obligó a los españoles a que unos a otros se dijesen que no lo matasen sino que lo tomasen vivo, por parecerles cosa indigna que siete españoles a caballo matasen un solo indio a pie, y también porque juzgaban que un ánimo tan gallardo como el infiel mostraba no merecía que lo matasen sino que le hiciesen toda merced y favor. Yendo todos con esta determinación, llegaron al indio, que por ser el trecho corto aún no había podido tirar una flecha, y lo atropellaron y procuraron rendir sin lo dejar levantar del suelo encontrándole ya el uno ya el otro, siempre que se iba a levantar, y todos le daban grita que se rindiese. El indio cuanta más prisa le daban tanto más feroz se mostraba y así caído como andaba, unas veces poniendo la flecha en el arco y tirándola como le era posible y otras dando punzadas en las barriga y pospiernas de los caballos, los hirió todos siete, aunque de heridas pequeñas porque no le daban lugar a poderlas dar mayores. Y, escapándose de entre los pies de ellos, se puso en pie y, tomando el arco a dos manos, dio con él un tan fiero palo sobre la frente a Esteban Pegado, que era el que a recatonazos más le acosaba, que le hizo reventar la sangre por cima de las cejas y le corrió por la cara y lo medio aturdió. El español portugués, viéndole ofendido y tan mal tratado, encendido en ira dijo: "Pesar de tal, ¿será bien que aguardemos a que este indio solo nos mate a todos siete?" Diciendo esto le dio una lanzada por los pechos que le pasó de la otra parte y lo derribó muerto. Hecha esta hazaña, requirieron sus caballos y los hallaron todos heridos, aunque de heridas pequeñas, y se volvieron al real admirados de la temeridad y esfuerzo del bárbaro y corridos y avergonzados de contar que un indio solo hubiese parado de tal suerte a siete de a caballo.
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Cómo, yendo siguiendo los enemigos, fue avisado el gobernador como iban delante Caminando el gobernador y su gente por la orden ya dicha todo aquel día, después de puesto el sol a hora del Ave María, sucedió un escándalo y alboroto entre los in dios que iban en la hueste; y fue el caso que se vinieron apretar los unos con los otros, y se alborotaron con la venida de un espía que vino de los indios guaycurúes, que los puso en sospecha que se querían retirar de miedo de ellos, la cual les dijo que iban adelante, y que los había visto todo el día cruzar por toda la tierra, y que todavía iban adelante caminando sus mujeres e hijos, y que creían que aquella noche asentarían su pueblo, y que los indios guaraníes habían sido avisados de unas esclavas que ellos habían captivado pocos días había, de que otra generación de indios que se llaman merchireses y que ellos habían oído decir a los de su generación que los guayacurúes tenían guerra con la generación de los indios que se llaman guatataes, y que creían que iban a hacerlos daño a su pueblo, y que a esta causa iban caminando a tanta priesa por la tierra; y porque las espías iban tras de ellos caminando hasta los ver a donde hacían parada y asiento, para dar el aviso dello; y sabido por el gobernador lo que la espía dijo, visto que aquella noche había buena luna clara, mandó que por la misma orden todavía fuesen caminando todos adelante sobre aviso, los ballesteros con sus ballestas armadas, y los arcabuceros cargados los arcabuces y las mechas encendidos (según que en tal caso convenía); porque, aunque los indios guaraníes iban en su compañía y eran también sus amigos, tenían todo cuidado de recatarse y guardarse de ellos tanto como de los enemigos, porque suelen hacer mayores traiciones y maldades si con ellos se tiene algún descuido y confianza; y así suelen hacer de las suyas.
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Cómo el capitán Hernando Cortés se embarcó con todos los demás caballeros y soldados para ir por la banda del sur al puerto de la Habana; y envió otro navío por la banda del norte al mismo puerto, y lo que más le acaeció Después que Cortés vió que en la villa de la Trinidad no teníamos en qué entender, apercibió a todos los caballeros y soldados que allí se habían juntado para ir en su compañía, que embarcasen juntamente con él en los navíos que estaban en el puerto de la banda del sur, y los que por tierra quisiesen ir, fuesen hasta la Habana con Pedro de Alvarado, para que fuese recogiendo más soldados, que estaban en unas estancias que era camino de la misma Habana; porque el Pedro de Alvarado era muy apacible, y tenía gracia en hacer gente de guerra. Yo fui en su compañía por tierra, y más de otros cincuenta soldados. Dejemos esto, y diré que también mandó Cortés a un hidalgo que se decía Juan de Escalante, muy su amigo, que se fuese en un navío por la banda del norte. Y también mandó que todos los caballos fuesen por tierra. Pues ya despachado todo lo que dicho tengo, Cortés se embarcó en la nao capitana con todos los navíos para ir la derrota de la Habana. Parece ser que las naos que llevaba en conserva no vieron a la capitana, donde iba Cortés, porque era de noche, y fueron al puerto; y asimismo llegamos por tierra con Pedro de Alvarado a la villa de la Habana; y el navío en que venía Juan de Escalante por la banda del norte también había llegado, y todos los caballos que iban por tierra; y Cortés no vino, ni sabían dar razón de él ni dónde quedaba, y pasáronse cinco días, y no había nuevas ningunas de su navío, y teníamos sospecha no se hubiese perdido en los Jardines que es cerca de las islas de Pinos, donde hay muchos bajos, que son diez o doce leguas de la Habana; y fue acordado por todos nosotros que fuesen tres navíos de los de menos porte en busca de Cortés; y en aderezar los navíos y en debates, "vaya Fulano, vaya Zutano, o Pedro o Sancho", se pasaron otros dos días y Cortés no venía; y había entre nosotros bandos y medio chirinolas sobre quién sería capitán hasta saber de Cortés; y quien más en ello metió la mano fue Diego de Ordás, como mayordomo mayor del Velázquez, a quien enviaba para entender solamente en lo de la armada, no se le alzase con ella. Dejemos esto, y volvamos a Cortés, que como venía en el navío de mayor porte (como antes tengo dicho), en el paraje de la isla de Pinos o cerca de los Jardines hay muchos bajos, parece ser tocó y quedó algo en seco el navío, e no pudo navegar, y con el batel mandó descargar toda la carga que se pudo sacar, porque allí cerca había tierra, donde lo descargaron; y desque vieron que el navío estuvo en flote y podía nadar, le metieron en más hondo, y tornaron a cargar lo que habían descargado en tierra, y dio vela; y fue su viaje hasta el puerto de la Habana; y cuando llegó, todos los más de los caballeros y soldados que le aguardábamos nos alegramos con su venida, salvo algunos que pretendían ser capitanes; y cesaron las chirinolas. Y después que le aposentamos en la casa de Pedro Barba, que era teniente de aquella villa por el Diego Velázquez, mandó sacar sus estandartes, y ponerlos delante de las casas donde posaba; y mandó dar pregones según y de la manera de los pasados, y allí en la Habana vino un hidalgo que se decía Francisco de Montejo, y éste es el por mí muchas veces nombrado, que, después de ganado México fue adelantado y gobernador de Yucatán y Honduras; y vino Diego de Soto el de Toro, que fue mayordomo de Cortés en lo de México; y vino un Angulo, y Garci Caro y Sebastián Rodríguez, y un Pacheco, y un fulano Gutiérrez, y un Rojas (no digo Rojas "el rico"), y un mancebo que se decía Santa Clara, y dos hermanos que se decían los Martínez, del Fregenal, y un Juan de Nájera (no lo digo por "el sordo", el del juego de la pelota de México), y todas personas de calidad, sin otros soldados que no me acuerdo sus nombres. Y cuando Cortés los vio todos aquellos hidalgos y soldados juntos se holgó en grande manera, y luego envió un navío a la punta de Guaniguanico, a un pueblo que allí estaba de indios, adonde hacían cazabe y tenían muchos puercos, para que cargase el navío de tocinos, porque aquella estancia era del gobernador Diego Velázquez; y envió por capitán del navío al Diego de Ordás, como mayordomo mayor de las haciendas del Velázquez, y envióle por tenerle apartado de sí; porque Cortés supo que no se mostró mucho en su favor cuando hubo las contiendas sobre quién sería capitán cuando Cortés estaba en la isla de Pinos, que tocó su navío, y por no tener contraste en su persona le envió; y le mandó que después que estuviese cargado el navío de bastimentos, se estuviese aguardando en el mismo puerto de Guaniguanico hasta que se juntase con otro navío que había de ir por la banda del norte, y que irían ambos en conserva hasta lo de Cozumel, o le avisaría con indios en canoas lo que había que hacer. Volvamos a decir del Francisco de Montejo y de todos aquellos vecinos de la Habana, que metieron mucho matalotaje de cazabe y tocinos, que otra cosa no había; y luego Cortés mandó sacar toda la artillería de los navíos, que eran diez tiros de bronce y ciertos falconetes, y dio cargo dellos a un artillero que se decía Mesa y a un levantisco que se decía Arbenga y a un Juan Catalán, para que los limpiasen y probasen y para que las pelotas y pólvora todo lo tuviesen muy a punto; e dioles vino y vinagre con que lo refinasen, y dioles por compañero a uno que se decía Bartolomé de Usagre. Asimismo mandó aderezar las ballestas y cuerdas, y nueces y almacén, e que tirasen a terrero, e que a cuántos pasos llegaba la fuga de cada una dellas. Y como en aquella tierra de la Habana había mucho algodón, hicimos armas muy bien colchadas, porque son buenas para entre indios, porque es mucha la vara y flecha y lanzadas que daban, pues piedra era como granizo; y allí en la Habana comenzó Cortés a poner casa y a tratarse como señor, y el primer maestresala que tuvo fue un Guzmán, que luego se murió o mataron indios; no digo por el mayordomo Cristóbal de Guzmán, que fue de Cortés, que prendió Guatemuz cuando la guerra de México. Y también tuvo Cortés por camarero a un Rodrigo Rangel, y por mayordomo a un Juan de Cáceres, que fue, después de ganado México, hombre rico. Y todo esto ordenado, nos mandó apercibir para embarcar, y que los caballos fuesen repartidos en todos los navíos: hicieron pesebrera, y metieron mucho maíz y yerba seca. Quiero aquí poner por memoria todos los caballos y yeguas que pasaron. El capitán Cortés, un caballo castaño zaino, que luego se le murió en San Juan de Ulúa. Pedro de Alvarado y Hernando López de Ávila, una yegua castaña muy buena, de juego y de carrera; y de que llegamos a la Nueva-España el Pedro de Alvarado le compró la mitad de la yegua, o se la tomó por fuerza. Alonso Hernández Puertocarrero, una yegua rucia de buena carrera, que le compré Cortés por las lazadas de oro. Juan Velázquez de León, otra yegua rucia muy poderosa, que llamábamos "la rabona", muy revuelta y de buena carrera. Cristóbal de Olí, un caballo castaño oscuro, harto bueno. Francisco de Montejo y Alonso de Ávila, un caballo alazán tostado: no fue para cosa de guerra. Francisco de Morla, un caballo castaño oscuro, gran corredor y revuelto. Juan de Escalante, un caballo castaño claro, tresalvo: no fue bueno. Diego de Ordás, una yegua rucia, machorra, pasadera aunque corría poco. Gonzalo Domínguez, muy extremado jinete, un caballo castaño oscuro muy bueno y grande corredor. Pedro González de Trujillo, un buen caballo castaño, perfecto castaño, que corría muy bien. Moron, vecino del Bayamo, un caballo overo, labrado de las manos, y era bien revuelto. Baena, vecino de la Trinidad, un caballo overo algo sobre morcillo: no salió bueno. Lares, el muy buen jinete, un caballo muy bueno, de color castaño algo claro y buen corredor. Ortiz el músico, y un Bartolomé García, que solía tener minas de oro, un muy buen caballo oscuro que decían "el arriero": este fue uno de los buenos caballos que pasamos en la armada. Juan Sedeño, vecino de la Habana, una yegua castaña, y esta yegua parió en el navío. Este Juan Sedeño pasó el más rico soldado que hubo en toda la armada, porque trajo un navío suyo, y la yegua y un negro, e cazabe e tocinos; porque en aquella sazón no se podía hallar caballos ni negros si no era a peso de oro, y a esta causa no pasaron más caballos, porque no los había. Y dejarlos he aquí, y diré lo que allá nos avino, ya que estábamos a punto para nos embarcar.
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Capítulo XXIII De cómo el capitán Francisco Pizarro dio la vuelta y saltó en algunos lugares de los indios, donde fue bien recibido, y lo que más le sucedió Alonso de Molina, el español que por hacer la tormenta no pudo entrar en el navío, como en el capítulo pasado se contó, habíase quedado entre los indios, los cuales lo llevaron donde estaba una cacica, de parte de aquella tierra, donde fue bien tratado y servido sin le hacer enojo ni mal ninguno, antes ni hacerlo dejaban, preguntándole lo que ellos saber deseaban. El capitán, vuelto en el navío, arribó hasta que llegaron en paraje del puerto a quien llamaban Santa Cruz, y entró tan tarde, que eran más de tres horas de noche. Los indios veían el navío y lo mismo Alonso de Molina; aderezaron con presteza una balsa, donde yendo dentro el cristiano con algunos indios, aunque era tan noche, fueron al navío, donde fueron bien recibidos del capitán y de sus compañeros. Enviando la señora "capullana" a rogarles que saltasen en un puerto que más bajo estaba hacia el norte, donde serían de ella bien servidos. El capitán respondió que era contento de lo hacer. Contaba Alonso de Molina muchas cosas de lo que había visto; loaba la tierra de gruesa; decía que no llovía, y que por mucha parte de la costa con agua de regadío sembraban las tierras; y que contaban mucho del Cuzco, y de Guaynacapa. Hablando en estas cosas llegaron al puerto dicho donde surgieron para saltar en tierra, y vinieron muchas balsas con mantenimiento y ovejas que enviaba la susodicha señora; la cual envió a decir al capitán, que para que se fiase de su palabra y sin recelo saltara en tierra, que ella se quería fiar primero de ellos y ir a su navío, donde los vería a todos y les dejaría rehenes para que sin miedo estuviesen en tierra lo que ellos quisiesen. Con estas buenas razones que la cacica envió a decir, se holgó el capitán en extremo; daba gracias a Dios porque había sido servido que tal tierra se había descubierto, pues sería su santa fe plantada y el evangelio predicado entre aquellas gentes que tan buena razón tenían y entendimiento. Mandó que saltasen en tierra cuatro españoles, que fueron, Nicolás de Ribera, que es el que de todos es vivo en el año que yo voy escribiendo lo que leéis, y Francisco de Cuéllar, Halcón y el mismo Alonso de Molina, que había quedado primero entre ellos. Halcón llevaba puesto un escofión de oro con gorra y medallas y vestidos un jubón de terciopelo y calzas negras, llevaba con esto ceñida su espada y puñal, de manera que tenía más manera de soldado de Italia que de descubridor de manglares. Fueron derechos donde estaba la cacica, la cual les hizo a su costumbre gran recibimiento con mucho ofrecimiento, mostrando ella y sus indios gran regocijo. Luego les dieron de comer, y por los honrar se levantó ella misma y les dio a beber con un vaso, diciendo que así se acostumbraba en aquella tierra a los huéspedes. Halcón, el del jubón y la medalla, parecióle bien la cacica y echóle los ojos, porque sin la avaricia que acá nos tiene, es mucha parte la lujuria para que hayan sido muchos tan malos. Como hubieron comido, dijo esta señora que quería ver al capitán y hablarle para que saltase en tierra, pues vendría según razón fatigado de la mar. Respondieron los cristianos que fuese en buen hora. Halcón, mientras más la miraba, más perdido estaba de sus amores. Como llegaron a la nao, el capitán le recibió muy bien, así a ella como a todos los indios que venían con ella, mandando a los españoles que los tratasen con crianza. La señora, con mucha gracia y buenas palabras, dijo al capitán que, pues ella, siendo mujer había osado entrar en su navío, que él, siendo hombre y capitán, no había de rehusar de saltar en tierra; mas que para su seguranza, quería dejar en el navío cinco principales en rehenes. El capitán respondió que por haber enviado su gente y venir con tan poca, no había saltado en tierra, mas que, pues ella tanto se lo rogaba lo haría sin querer más rehenes que su palabra. Muy contenta "la capullana" con lo oír, se lo agradeció, y habiendo visto el navío y sus aparejos, se volvió a su tierra, sin que Halcón apartase los ojos de ella, antes andaba dando suspiros y gemidos. Luego otro día por la mañana, antes que el sol pareciese, estaban alrededor de la nao más de cincuenta balsas con muchos indios para recibir al capitán, y en la una venían doce principales, los cuales entraron en la nao y hablaron con el capitán para que saliese en tierra y ellos quedarían hasta que volviese, porque era muy justo que así se hiciese, pues se iba a meter entre gente extranjera. El capitán respondió que no pensaba que en ellos había cautela, antes los tenían por hermanos y fiaría su persona de cualquiera de ellos; y aunque mucho porfió que saltasen todos en tierra no aprovechó, porque ellos quedaron y estuvieron en la nave, hasta que lo vieron dentro y sin quedar más que los marineros. Salió el capitán y el piloto Bartolomé Ruiz con los otros, y salieron a recibirlos la cacica con muchos principales e indios con ramos verdes y espigas de maíz con grande orden; y tenían hecha una grande ramada, donde había asientos para todos los españoles juntos, los indios algo desviados de ellos, mirándose unos a otros. Y como estuviese la comida aparejada, les dieron de comer mucho pescado y carne de diferentes maneras, con muchas frutas y del vino y pan que ellos usan. Como hubieron comido los principales indios que allí estaban, con sus mujeres, por hacer más fiesta al capitán, bailaron y cantaron a su costumbre; el capitán estaba muy alegre en ver que eran tan entendidos y domésticos; deseaba verse en Castilla del Oro para procurar la vuelta con gente bastante para sojuzgarlos y procurar su conversión.
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Capítulo XXIII De la villa de San Marcos de Arica Más adelante de la infelice ciudad de Arequipa está la villa y puerto de San Marcos, en el valle de Arica, doscientas y cuarenta leguas de la Ciudad de los Reyes. El nombre de Arica, refieren indios antiguos, que le vino por el famoso capitán Apocamac, el cual, habiendo estado mucho tiempo en el Reino de Chile guerreando, dio la vuelta hacia el Cuzco con parte de su ejército victorioso y, llegando a este valle, hizo alto por algunos días y, para dar aviso de lo que en Chile le había sucedido, envió delante a un hermano suyo capitán. Como ellos no sabían leer ni escribir, usaban en lugar de escritura de sus quipus que, como tenemos dicho, son unos cordeles muy galanos y bien hechos y en ellos enviaban tantos nudos grandes como pueblos habían conquistado, y en otros pequeños el número de indios vencidos, y en un cordón negro los que en la guerra habían muerto. Cuando se despidió de Apocamac su hermano para ir al Cuzco, le dijo en su lengua: ¿señor, habéis hecho el quipu que tengo de llevar al Ynga? Entonces Apocamac lo sacó de una chuspa y le dijo: arica, que quiere decir en nuestra lengua: sí, toma. Está el puerto ochenta leguas de la villa Imperial de Potosí y, como el dinero, barras y tejuelos, que del Rey y particulares se bajaba para la Ciudad de los Reyes, lo llevasen con excesivo trabajo, gran costa y dilación de tiemo al puerto de Chule, que está diez y ocho leguas de Arequipa y cuarenta de Arica, el virrey don Francisco de Toledo, teniendo noticia de su buen puerto, y con cuánta más comodidad, menos gasto y tierno se pondría allí la plata y se embarcaría para Lima, mandó al maese de campo Pedro de Valencia, hombre práctico y entendido, le poblase, y dio título de villa de San Marcos, como está dicho. El temple que tiene es enfermo, por ser calidísimo y abundante de muchas frutas, cuyo desorden en el comer acarrea muchas enfermedades. Hase ido aumentando en grande extremo por causa de la contratación y ser una escala riquísima de navíos, que todos los que vienen de Chile le reconocen, y lo más de las mercaderías que de la Ciudad de los Reyes suben a Potosí, van en navíos a descargar en este puerto, de donde en récuas de mulas y de carneros de la tierra, por caminos ásperos y fragosos, suben ochenta leguas a Potosí, y desde allí vuelven cargadas de barras a embarcarse en él, y así es muy rico y de mucha contratación. Hay en él vicario y un convento de religiosos de Nuestra Señora de la Merced, y tiene en él Su Majestad un fuerte con artillería y casa de munición, donde hay arcabuces, picas y otras armas para la defensa del fuerte y de la villa, porque siempre todos los navíos de corsarios ingleses que han pasado desta mar llegan a reconocerle y a ver si hay en su puerto algún navío que llevarse o si hallan disposición de hacer daño y saltar en tierra y robarle. Francisco Draque, que fue el primero, el año de mil y quinientos y setenta y nueve, hizo toda la fuerza posible, pero el maese de campo Pedro de Valencia, con harto poca gente que entonces en él había, como pueblo que se empezaba a poblar, y casi sin armas, se lo defendió, y lo mismo a Thomas Candix, otro inglés corsario, el año de mil y quinientos y ochenta y cinco quiso entrar en él. El año de mil y quinientos y noventa y nueve, otro corsario llegó al pueblo y procuró llevarse un navío que en él había, pero la artillería del fuerte y el mismo maese de campo se lo defendieron y destrozaron una lancha. El año de mil y seiscientos y cuatro, víspera de Santa Catherina, cuando dijimos que en la ciudad de Arequipa sucedió aquel terrible temblor que la asoló, vino la misma ruina por este puerto de Arica, que derribó las más casas dél y, habiendo pasado y entendido que la furia había cesado, la mar agitada y movida de las olas, salió con un ímpetu espantable de los límites ordinarios que en aquella costa tiene y, embistiendo con las casas, acabó de asolar lo que quedaba y aún con mayor daño que el pasado, porque, al retraerse a su lugar, se llevó tras sí todos los bienes muebles, alhajas, cajas con barras, oro y vestidos y las cosas preciosas que en ellas había, y dejó la villa arruinada, pobre y triste, y muchos hombres que estaba ricos en un momento se vieron pobres y desastrados. El que tenía muchas vestiduras que mudarse, se halló desnudo y con necesidad, que así suelen ser las vueltas y revueltas deste mundo en pocas horas. El mismo daño que hizo la mar en esta villa hizo en Camaná, donde salió casi media legua, y arruinó infinitas heredades de viñas y olivares, sacándolas de raíz, llevándoselas a la mar. Hase tornado a poblar esta uilla de San Marcos de Arica, en otro puesto cercano al que de antes tenía, pero más sano y de mejor temple, por estar más descubierto y desenfadado para gozar de los aires y mareas suaves de la mar, que limpian y purifican toda la costa, y así no hay las enfermedades que solían dar a los nuevos en él y que venían de fuera. Todos los años, por el mes de marzo, salen de este puerto dos navíos de Su Majestad, cargados de barras suyas y de mercaderes para Lima, y que se llevan a España desde aquí. Va corriendo la costa, y se pasa por el frigidísimo despoblado de Atancama, y se llega a la ciudad de La serena, la primera del Reino de Chile del cual no es nuestra intención tratar.
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CAPÍTULO XXIII Cómo el demonio ha procurado remedar los sacramentos de la santa Iglesia Lo que más admira de la envidia y competencia de Satanás, es que no sólo en idolatrías y sacrificios, sino también en cierto modo de ceremonias, haya remedado nuestros sacramentos, que Jesucristo Nuestro Señor instituyó y usa su santa Iglesia, especialmente el sacramento de comunión, que es el más alto y divino, pretendió en cierta forma imitar para gran engaño de los infieles, lo cual pasa de esta manera: En el mes primero, que en el Pirú se llamaba rayme, y responde a nuestro diciembre, se hacía una solemnísima fiesta llamada capacrayme, y en ella grandes sacrificios y ceremonias por muchos días, en los cuales ningún forastero podía hallarse en la corte, que era el Cuzco. Al cabo de estos días, se daba licencia para que entrasen todos los forasteros, y los hacían participantes de la fiesta y sacrificios, comulgándolos en esta forma: Las mamaconas del sol, que eran como monjas del sol, hacían unos bollos pequeños de harina de maíz teñida y amasada en sangre sacada de carneros blancos, los cuales aquel día sacrificaban. Luego mandaban entrar los forasteros de todas las provincias, y poníanse en orden, y los sacerdotes, que eran de cierto linaje, descendientes de lluquiyupangui, daban a cada uno un bocado de aquellos bollos, diciéndoles que aquellos bocados les daban para que estuviesen confederados y unidos con el Inga, y que les avisaban que no dijesen ni pensasen mal contra el Inga, sino que tuviesen siempre buena intención con él, porque aquel bocado sería testigo de su intención; y si no hiciesen lo que debían, los había de descubrir y ser contra ellos. Estos bollos se sacaban en platos grandes de oro y de plata, que estaban diputados para esto, y todos recibían y comían los bocados, agradeciendo mucho al sol tan grande merced, diciendo palabras y haciendo ademanes de mucho contento y devoción, y protestaban que en su vida no harían ni pensarían cosa contra el sol ni contra el Inga, y que con aquella condición recibían aquel manjar del sol, y que aquel manjar estaría en sus cuerpos, para testimonio de la fidelidad que guardaban al sol y al Inga, su rey. Esta manera de comunión diabólica se daba también en el décimo mes llamado coyaraime, que era septiembre, en la fiesta solemne que llaman citua, haciendo la misma ceremonia; y demás de comulgar (si se sufre usar este vocablo en cosa tan diabólica), a todos los que habían venido de fuera, enviaban también de los dichos bollos a todas las guacas o santuarios, o ídolos forasteros de todo el reino, y estaban al mismo tiempo personas de todas partes para recebirlos, y les decían que el sol les enviaba aquello en señal que quería que todos lo venerasen y honrasen; y también se enviaba algo a los caciques, por favor. Alguno por ventura terná esto por fábula o invención; mas en efecto es cosa muy cierta que desde Inga Yupangui, que fue el que más leyes hizo de ritos y ceremonias, como otro Numa en Roma, duró esta manera de comunión hasta que el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo echó todas estas supersticiones, dando el verdadero manjar de vida, y que confedera las almas y las une con Dios. Y quien quisiere satisfacerse enteramente, lea la relación, que el licenciado Polo escribió al Arzobispo, de Los Reyes, D. Jerónimo de Loaiza, y hallará esto y otras muchas cosas, que con grande deligencia y certidumbre averiguó.