Cómo se ponían los mitimaes y cuántas suertes dellos había y cómo eran estimados por los Incas. En este capítulo quiero escribir lo que toca a los indios que llaman mitimaes, pues en el Perú tantas cosas dellos se cuentan y tanto por los Incas fueron honrados y privilegiados y tenidos, después de los orejones, por los más nobles de las provincias; y esto digo porque en la Historia que llaman de Indias está escripto por el autor que estos mitimaes eran esclavos de Huaina Capac. En estos descuidos caen todos los que escriben por relación y cartapacios, sin ver ni saber de donde escriben, para poder afirmar la verdad. En la mayor parte de las provincias del Perú, o en todas ellas, había y aún hay de estos mitimaes y tenemos entendido que hobo tres maneras o suertes dellos; lo cual convino grandemente para la sustentación dél y para su conservación y aun para su población; y entendido cómo y de que manera estaban puestos estos mitimaes y lo que hacían y entendían, conocerán los letores cómo supieron los Incas acertar en todo para la gobernación de tantas tierras y provincias como mandaron. Mitimaes llaman a los que son traspuestos de una tierra en otra; y la primera manera o suerte de mitimaes mandada poner por los Incas era que, después que por ellos había sido conquistada alguna provincia o traída nuevamente a su servicio, tuvieron tal orden para tenella segura y para que con brevedad los naturales y vecinos della supiesen cómo la habían de servir y de tener y para que desde luego entendiesen los demás que entendían y sabían sus vasallos de muchos tiempos, y para que estuviesen pacíficos y quietos y no todas veces tuviesen aparejo de se rebelar y, si por caso se tratase dello, hobiese quien lo estorbase --trasmutaban de las tales provincias la cantidad de gente que della parecía convenir que saliese; a los cuales mandaban pasar a poblar otra tierra del temple y manera de donde salían, si fría fría, si caliente caliente, en donde les daban las tierras y campos y casas tanto y más como dejaron; y de las tierras y provincias que de tiempo largo tenían pacíficas y amigables y que habían conoscido voluntad para su servicio, mandaban salir otros tantos o más y entremetellos en las tierras nuevamente ganadas y entre los indios que acababan de sojuzgar, para que dependiesen dellos las cosas arriba dichas y los impusiesen en su buena orden y policía, para que, mediante este salir de unos y entrar de otros, estuviese todo seguro con los gobernadores y delegados que se ponían, según y como digimos en los capítulos de atrás. Y conosciendo los Incas cuánto se siente por todas las naciones dejar sus patrias y naturalezas propias, porque con buen ánimo tomasen aquel destierro, es averiguado que honraban a, estos tales que se mudaban y que a muchos dieron brazalete de oro y de plata y ropas de lana y de pluma y mugeres y eran privilegiados en otras muchas cosas; y así, entre ellos había espías que siempre andaban escuchando lo que los naturales hablaban e intentaban, de lo cual daban aviso a los delegados o con priesa grande iban al Cuzco a informar dello al Inca. Con esto todo estaba seguro y los mitimaes temían a los naturales y los naturales a los mitimaes y todos entendían en obedecer y servir llanamente. Y si en los unos o en los otros había motines o tramas o juntas, hacíanse grandes castigos; porque los Incas, algunos dellos fueron vengativos y castigaban sin templanza y con gran crueldad. Para este efecto estaban puestos los unos mitimaes, de los cuales sacaban muchos para ovejeros y rabadanes de los ganados de los Incas y del sol y otros para roperos y otros para plateros y otros para canteros y para labradores y para debujar y esculpir y hacer bultos; en fin, para lo que más les mandaban y dellos requerían servir. Y también mandaban que de los pueblos fuesen a ser mitimaes a las montañas de los Andes, a sembrar maíz y criar la coca y beneficiar los árboles de fruta y proveer la que faltaba en los pueblos donde con los fríos y con las nieves no se pueden dar ni sembrar estas cosas. Para el segundo efecto que los mitimaes se pusieron fue porque los indios de las fronteras de los Andes, como son Chunchos y Moxos Cheriguanaes, que los más dellos tienen sus tierras a la parte de Levante a la decaída de las sierras y son gentes bárbaras y muy belicosas y que muchos dellos comen carne humana y que muchas veces salieron a dar guerra a los naturales de acá y les destruyan sus campos y pueblos, llevando presos los que dellos podían; Para remedio desto había en muchas partes capitanías y guarniciones ordinarias, en las cuales estaban algunos orejones. Y porque la fuerza de la guerra no estuviese en una nación, ni presto supiesen concertarse para alguna rebelión o conjuración, sacaban para soldados destas capitanías mitimaes de las partes y provincias que convenían, los cuales eran llevados a donde digo y tenían sus fuertes, que son pucaraes, para defenderse si tuviesen necesidad; y proveían de mantenimiento a esta gente de guerra del maíz y otras cosas de comida que los comarcanos proveían de sus tributos y derramas que les eran echadas; y la paga que se les hacía era, en algunos tiempos, mandalles dar algunas ropas de lana y plumas o braceletes de oro y de plata a los que se mostraban más valientes; y también les daban mujeres de las muchas que en cada provincia estaban guardadas en nombre del Inca; y como todas las mas eran hermosas, teníanlas y estimábanlas en mucho. Sin esto les daban otras cosas de poco valor, lo cual tenían cargo de proveer los gobernadores de las provincias, porque tenían mando y poder sobre los capitanes a quien estos mitimaes obedecían. Y sin las partes dichas, tenían algunas destas guarniciones en las fronteras de los Chachapoyas y Bracamoros y en el Quito y en Caranque, que es adelante del Quito, al Norte, junto a la provincia que llaman de Popayán, y en otras partes donde sería menester, así en Chile como en los llanos y sierras. La otra manera de poner mitimaes era más extraña; porque, aunque esotras son grandes, no es novedad poner capitanes y gente de guarnición en fronteras, puesto que hasta agora no ha faltado quien así lo haya acertado a hacer; y era que, si por caso, andando conquistando la tierra de sierras o valles o campaña o en ladera aparejada para labranza y crianza, y que fuese de buen temple y fértil, que estuviese desierta y despoblada, que fuese como he dicho y teniendo las partes que he puesto, luego con mucha presteza mandaban que de las provincias comarcanas que tuviesen el mismo temple que aquellas para la sanidad de los pobladores, que viniesen tantos que bastasen a poblarlas, a los cuales luego repartían los campos, proveyéndolos de ganados y mantenimientos todo lo que habían menester, hasta tener fructo de sus cosechas; y tan buenas obras se hacían a éstos tales y tanta diligencia en ello mandaba poner el rey que en breve tiempo estaba poblado y labrado y tal que era gran contento verlo. Y desta manera se poblaron muchos valles en los llanos y pueblos en la serranía de los que los Incas veían, como de los que por relación sabían haber en otras partes; y a estos nuevos pobladores por algunos años no les pedían tributo ni ellos lo daban, antes eran proveídos de mujeres y coca y mantenimientos, para que con mejor voluntad entendieren en sus poblaciones. Y desta manera había en estos reinos, en los tiempos de los Incas, muy poca tierra que pareciese fértil que estuviese desierta, sino todo tan poblado como saben los primeros chripstianos que en este reino entraron. Que por cierto no es pequeño dolor contemplar que, siendo aquellos Incas gentiles e idólatras, tuviesen tan buena orden para saber gobernar y conservar tierras tan largas, y nosotros, siendo chripstianos, hayamos destruído tantos reinos; porque, por donde quiera que han pasado chripstianos conquistando y descubriendo, otra cosa no parece sino que con fuego se va todo gastando. Y hase de entender que la ciudad del Cuzco también estaba llena de gentes estranjeras, todo de industria; porque habiendo muchos linages de hombres, no se conformasen para levantamiento ni otra cosa que fuese deservicio del rey; y d estos hoy día están en el Cuzco Chachapoyas y Cañares y de otras partes, de los que han quedado de los que allí se pusieron. Tiénese por muy cierto de los mitimaes, que se usaron desde Inca Yupanque, el que puso las postas, y el primero que entendió en engrandecer el templo de Curicancha, como se dirá en su lugar; y aunque otros algunos indios dicen que fueron puestos estos mitimaes desde el tiempo de Viracocha Inca; padre de Inca Yupanqui, podrálo creer quien quisiere, que yo hice tanta averiguación sobre ello que torno a afirmar haberlo inventado Inca Yupanqui; y así lo creo y tengo para mí. Y, con tanto, pasemos adelante.
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Cómo otro día nos trujeron otros enfermos Otro día de mañana vinieron allí muchos indios y traían cinco enfermos que estaban tollidos y muy malos, y venían en busca de Castillo que los curase, y cada uno de los enfermos ofresció su arco y flechas, y él los rescibió, y a puesta del sol los santiguó y encomendó a Dios nuestro Señor, y todos le suplicamos con la mejor manera que podíamos les enviase salud, pues él vía que no había otro remedio para que aquella gente nos ayudase y saliésemos de tan miserable vida; y él lo hizo tan misericordiosamente, que venida la mañana, todos amanescieron tan buenos y sanos, y se fueron tan recios como si nunca hobieran tenido mal ninguno. Esto causó entre ellos muy gran admiración, y a nosotros despertó que diésemos muchas gracias a nuestro Señor, a que más enteramente conosciésemos su bondad, y tuviésemos firme esperanza que nos había de librar y traer donde le pudiésemos servir; y de mí sé decir que siempre tuve esperanza en su misericordia que me había de sacar de aquella captividad, y así lo hablé siempre a mis compañeros. Como los indios fueron idos y llevaron sus indios sanos, partimos donde estaban otros comiendo tunas, y éstos se llaman cutalches y malicones, que son otras lenguas, y junto con ellos había otros que se llaman coayos y susolas, y de otra parte otros llamados atayos, y éstos tenían guerra con los susolas, con quien se flechaban cada día; y como por toda la tierra no se hablase sino en los misterios que Dios nuestro Señor con nosotros obraba, venían de muchas partes a buscarnos para que los curásemos; y a cabo de dos días que allí llegaron, vinieron a nosotros unos indios de los susolas y rogaron a Castillo que fuese a curar un herido y otros enfermos, y dijeron que entre ellos quedaba uno que estaba muy al cabo. Castillo era médico muy temeroso, principalmente cuando las curas eran muy temerosas y peligrosas, y creía que sus pecados habían de estorbar que no todas veces suscediese bien el curar. Los indios me dijeron que yo fuese a curarlos, porque ellos me querían bien y se acordaban que les habla curado en las nueces, y por aquello nos habían dado nueces y cueros; y esto había pasado cuando yo vine a juntarme con los cristianos; y así, hubo de ir con ellos, y fueron conmigo Dorantes y Estebanico, y cuando llegué cerca de los ranchos que ellos tenían, yo vi el enfermo que íbamos a curar que estaba muerto, porque estaba mucha gente al derredor de él llorando y su casa deshecha, que es señal que el dueño estaba muerto; y ansi, cuando yo llegué hallé el indio los ojos vueltos y sin ningún pulso, y con todas señales de muerto, según a mí me paresció, y lo mismo dijo Dorantes. Yo le quité una estera que tenia encima, con que estaba cubierto, y lo mejor que pude supliqué a nuestro Señor fuese servido de dar salud a aquél y a todos los otros que de ella tenían necesidad; y después de santiguado y soplado muchas veces, me trajeron su arco y me lo dieron, y una sera de tunas molidas, y lleváronme a curar otros muchos que estaban malos de modorra, y me dieron otras dos seras de tunas, las cuales di a nuestros indios, que con nosotros habían venido; y hecho esto, nos volvimos a nuestro aposento, y nuestros indios, a quien di las tunas, se quedaron allá; y a la noche se volvieron a sus casas, y dijeron que aquel que esta muerto y yo había curado en presencia de ellos, se había levantado bueno y se había paseado, y comido, y hablado con ellos, y que todos cuantos había curado quedaban sanos y muy alegres. Esto causó muy gran admiración y espanto, y en toda la tierra no se hablaba en otra cosa. Todos aquellos a quien esta fama llegaba nos venían a buscar para que los curásemos y santiguásemos sus hijos; y cuando los indios que estaban en compañía de los nuestros, que eran los cutalchiches, se hubieron de ir a su tierra, antes que se partiesen nos ofrescieron todas las tunas que para su camino tenían, sin que ninguna les quedase, y diéronnos pedernales tan largos como palmo y medio, con que ellos cortan, y es entre ellos cosa de muy gran estima. Rogáronnos que nos acordásemos de ellos y rogásemos a Dios que siempre estuviesen buenos, y nosotros se lo prometimos; y con esto partieron los más contentos hombres del mundo, habiéndonos dado todo lo mejor que tenían. Nosotros estuvimos con aquellos indios avavares ocho meses, y esta cuenta hacíamos por las lunas. En todo este tiempo nos venían de muchas partes a buscar, y decían que verdaderamente nosotros éramos hijos del Sol. Dorantes y el negro hasta allí no habían curado; mas por la mucha importunidad que teníamos, viniéndonos de muchas partes y buscar, venimos todos a ser médicos, aunque en atrevimiento y osar acometer cualquier cura era yo más señalado entre ellos, y ninguno jamás curamos que no nos dijese que quedaba sano; y tanta confianza tenían que habían de sanar si nosotros los curásemos, que creían en tanto que allí nosotros estuviésemos ninguno de ellos había de morir. Estos y los demás atrás nos contaron una cosa muy extraña, y por la cuenta que nos figuraron parescía que había quince o diez y seis años que habla acontescido, que decían que por aquella tierra anduvo un hombre, que ellos llaman Mala Cosa y que era pequeño de cuerpo y que tenía barbas, aunque nunca claramente le pudiedon ver el rostro, y que cuando venía a la casa donde estaban se les levantaban los cabellos y temblaban, y luego parescía a la puerta de la casa un tizón ardiendo; y luego, aquel hombre entraba y tomaba al que quería de ellos, y dábales tres cuchilladas grandes por las ijadas con un pedernal muy agudo, tan ancho como la mano y dos palmos en luengo, y metía la mano por aquellas cuchilladas y sacábales las tripas; y que cortaba de una tripa poco más o menos de un palmo, y aquello que cortaba echaba en las brasas; y luego le daba tres cuchilladas en un brazo, y la segunda daba por la sangradura y desconcertábaselo, y dende a poco se lo tornaba a concertar y poníale las manos sobre las heridas, y decíannos que luego quedaban sanos, y que muchas veces cuando bailaban aparescía entre ellos, en hábito de mujer unas veces, y otras como hombre; y cuando él quería, tomaba el buhío o casa y subíala en alto, y dende a un poco caía con ella y daba muy gran golpe. También nos contaron que muchas veces le dieron de comer y que nunca jamás comió; y que le preguntaban dónde venía y a qué parte tenía su casa, y que les mostró una hendedura de la tierra, y dijo que su casa era allá debajo. De estas cosas que ellos nos decían, nosotros nos reíamos mucho, burlando de ellas; y como ellos vieron que no lo creíamos, trujeron muchos de aquellos que decían que él había tomado, y vimos las señales de las cuchilladas que él había dado en los lugares en la manera que ellos contaban. Nosotros les dijimos que aquél era un malo, y de la mejor manera que podimos les dábamos a entender que si ellos creyesen en Dios nuestro Señor y fuesen cristianos como nosotros, no ternían miedo de aquél, ni osaría venir a hacelles aquellas cosas; y que tuviesen por cierto que en tanto que nosotros en la tierra estuviésemos él no osaría parescer en ella. De esto se holgaron ellos mucho y perdieron mucha parte del temor que tenían. Estos indios nos dijeron que habían visto al asturiano y a Figueroa con otros, que adelante en la costa estaban, a quien nosotros llamábamos de los higos. Toda esta gente no conoscía los tiempos por el Sol ni la Luna, ni tienen cuenta del mes y año, y más entienden y saben las diferencias de los tiempos cuando las frutas vienen a madurar, y en tiempo que muere el pescado y al aparescer de las estrellas, en que son muy diestros y ejercitados. Con éstos siempre fuimos bien tratados, aunque lo que habíamos de comer lo cavábamos, y traíamos nuestras cargas de agua y leña. Sus casas y mantenimientos son como las de los pasados, aunque tienen muy mayor hambre, porque no alcanzan maíz ni bellotas ni nueces. Anduvimos siempre en cueros como ellos, y de noche nos cubríamos con cueros de venado. De ocho meses que con ellos estuvimos, los seis padescimos mucha hambre, que tampoco alcanzan pescado. Y al cabo de este tiempo ya las tunas comenzaban a madurar, y sin que de ellos fuésemos sentidos nos fuimos a otros que adelante estaban, llamados maliacones; éstos estaban una jornada de allí, donde yo y el negro llegamos. A cabo de los tres días envié que trajese a Castillo y a Dorantes; y venidos, nos partimos todos juntos con los indios, que iban a comer una frutilla de unos árboles, de que se mantienen diez o doce días, entretanto que las tunas vienen; y allí se juntaron con estos otros indios que se llamaban arbadaos, y a éstos hallamos muy enfermos y flacos y hinchados; tanto, que nos maravillamos mucho, y los indios con quien habíamos venido se volvieron por el mismo camino; y nosotros les dijimos que nos queríamos quedar con aquéllos, de que ellos mostraron pesar; y así, nos quedamos en el campo con aquéllos, cerca de aquellas casas, y cuando ellos nos vieron, juntáronse después de haber hablado entre sí, y cada uno de ellos tomó el suyo por la mano y nos llevaron a sus casas. Con éstos padecimos más hambre que con los otros, porque en todo el día no comíamos más de dos puños de aquella fruta, la cual estaba verde; tenía tanta leche, que nos quemaba las bocas; y con tener falta de agua, daba mucha sed a quien la comía; y como la hambre fuese tanta, nosotros comprámosles dos perros, y a trueco de ellos les dimos unas redes y otras cosas, y un cuero con que yo me cubría. Ya he dicho cómo por toda esta tierra anduvimos desnudos; y como no estábamos acostumbrado a ello, a manera de serpientes mudábamos los cueros dos veces en el año, y con el sol y el aire hacíansenos en los pechos y en las espaldas unos empeines muy grandes, de que rescibíamos muy gran pena por razón de las muy grandes cargas que traíamos, que eran muy pesadas; y hacían que las cuerdas se nos metían por los brazos; y la tierra es tan áspera y tan cerrada, que muchas veces hacíamos leña en montes, que cuando la acabábamos de sacar nos corría por muchas partes sangre, de las espinas y matas con que topábamos, que nos rompían por donde alcanzaban. A las veces me acontesció hacer leña donde, después de haberme costado mucha sangre, no la podía sacar ni a cuestas ni arrastrando. No tenía, cuando en estos trabajos me veía, otro remedio ni consuelo sino pensar en la pasión de nuestro redemptor Jesucristo y en la sangre que por mí derramó, y considerar cuánto más sería el tormento que de las espinas él padesció que no aquel que yo entonces sufría. Contrataba con estos indios haciéndoles peines, y con arcos y con flechas y con redes. Hacíamos esteras, que son cosas, de que ellos tienen mucha necesidad; y aunque lo saben hacer, no quieren ocuparse en nada, por buscar entretanto qué comer, y cuando entienden en esto pasan muy gran hambre. Otras veces me mandaban traer cueros y ablandarlos; y la mayor prosperidad en que yo allí me vi era el día que me daban a raer algunos, porque yo lo raía muy mucho y comía de aquellas raeduras, y aquello me bastaba para dos o tres días. También nos acontesció con éstos y con los que atrás habemos dejado, darnos un pedazo de carne y comérnoslo así crudo, porque si lo pusiéramos a asar, el primer indio que llegaba se lo llevaba y comía; parescíanos que no era bien ponerla en esta ventura, y también nosotros no estábamos tales, que nos dábamos pena comerlo asado, y no lo podíamos tan bien pasar como crudo. Esta es la vida que allí tuvimos, y aquel poco sustentamiento lo ganábamos con los rescates que por nuestras manos hecimos.
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CAPITULO XXII De otros muchos reinos que hay en este nuevo mundo y de sus nombres y propiedades, y en especial de la famosa ciu- dad de Malaca Cerca de este reino de Sián están dos reinos juntos, el uno de ellos se llama Lugor y el otro Patane. Son ambos de un Rey moro de casta malaya; y no obstante esto, la gente de estos reinos son gentiles y se ha conocido en ellos voluntad de que serían cristianos de buena gana si tuviesen quien les predicase el Evangelio. La tierra es muy rica de oro y pimienta y otras muchas cosas de droguería, y la gente muy pusilánime y para poco, y a esta causa son más amigos de casas de regalo y contentamiento que de guerras ni cuestiones. Al cabo de este reino está el Estrecho de Malaca, en el cual hay dos reinos pequeños, el uno de ellos se llama Paon y el segundo Jor. La gente del primero es la gente más traidora que debe haber en el mundo como lo han experimentado muchas veces los portugueses. La del segundo reino, una vez está de paz y otras de guerra con los dichos portugueses: la paz la tienen cuando se ven en necesidad de ella, y la guerra muy de ordinario. En estos dos reinos son todos medio moros, a cuya causa parece que vendrían de mala gana a nuestra Ley evangélica, si ya con el favor de Dios no se ablandasen y dispusiesen sus corazones. Este Estrecho de Malaca está debajo la Equinocial y pónense desde el reino de Cochinchina hasta el 376 leguas. Es un mal Estrecho y muy peligroso para las naos que van por él, que pocas veces dejan de padecer borrasca o otro mayor peligro, como les sucedió a una bien grande en la boca del Estrecho en presencia del Padre fray Martín Ignacio, que se la tragó en muy poco espacio la mar y más de 300 mil ducados de mercaduría que llevaba; aunque este suceso lo atribuyeron los nuestros más a justo juicio de Dios que a la tormenta, porque, según se entendió, habían precedido grandes culpas, a lo menos al tiempo que se hundió, pues con estar bien cerca la en que iban él y otros muchos, no tuvo sospecha de peligro. Desde este Estrecho hasta Malaca se va por una costa de mar y hay 25 leguas de camino: toda la orilla está poblada de grandes arboledas muy espesas, y así por esto como por ser tierra despoblada, hay muchos tigres y lagartos grandísimos y otras muchas fieras. Esta ciudad de Malaca está en nuestro Polo Artico elevada del Ecuador un solo grado. Antiguamente era la más principal ciudad de todos estos reinos y en ella residía un gran Rey Moro. Después fue conquistada por los portugueses (que hicieron en estas guerras cosas muy hazañosas y de gran fortaleza y ánimo) hasta echar los moros de ella y de toda la comarca y hacer su mezquita (que era un edificio singular) Iglesia mayor, como lo es el día de hoy; y demás de ella hay tres monasterios de religiosos de Santo Domingo y de San Francisco y de los Padres de la Compañía de Jesús. Es la tierra templadísima con estar tan cerca de la línea equinocial y es la causa que todas las semanas ordinariamente llueve tres o cuatro veces, que es la mayor sanidad que hay en toda esta tierra, por lo cual es fertilísima y abundantísima de mantenimientos, y particularmente de frutas, que hay muchas y algunas nunca vistas en Europa. Entre las cuales hay una que llaman en lengua malaca durion, y es tan buena que he oído afirmar a muchos que han dado vuelta al mundo, que exceden en sabor a todas las que han visto y gustado en todo él. Es de la forma de un melón, cuya corteza es algo dura y tiene unas espinacas blandas por de fuera, como un vello, y dentro en unas casicas de carne, que es del mesmo color que el manjar blanco, y de tan buen sabor y alimento como él. Dicen algunos que lo han visto que podría ser la en que pecó Adán, llevados (sic) del singular sabor, y de que las hojas del árbol que la cría son tan grandes que puede con una cubrirse un hombre; pero esto es adevinanza. Hay cañafístola para cargar flotas, y muy buena y gruesa y de singular efecto. Una de las cosas más notables de este reino es un maravilloso árbol y de virtud admirable, el cual echa muchas raíces de tan contraria virtud, que las que hacen de Oriente son contra cualquiera ponzoña y calenturas y otras muchas enfermedades que hacen guerra a la vida humana, y las raíces que produce al Poniente son ponzoña finísima y muy dañosa y de efectos en todo diferentes de los primeros. De manera que aquí parece se hallan dos contrarios en un sujeto, cosa que en filosofía se suele poner por imposible. Es esta ciudad de gran contratación, porque acuden a ella de todos los reinos que hemos dicho y de otros muchos que están cercanos, y particularmente mucho número de naos gruesas de la India, Cantón y Chincheo y de otras muchas partes. También los japones llevan a vender allí la plata, y los del reino de Sián muchas cosas muy curiosas, en especial clavo y pimienta de las Islas Malucas, y los de Burneo mucho sándalo y nuez moscada; los de la Java y Pegu el palo de águila, los de Cochinchina y Cham gran número de telas de seda y otras drogas y especerías; los de Samatra o Trapobana mucho oro y cosas labradas y ropas finas de bengalas y coromandel. Todas estas y otras cosas hacen esta ciudad muy insigne y bastecida, y por tal es tenida y engrandecida de los portugueses, que van ordinariamente todos los años a contratar a ella.
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CAPÍTULO XXII Vitachuco sale de paz, y arma traición a los españoles, y la comunica a los intérpretes Con la afable respuesta que el gobernador envió, mostró Vitachuco había recibido contento, y, para más disimular su mala intención, daba a entender y públicamente decía que de día en día le crecía el afición y deseo de ver los españoles para servirlos como ellos mismos verían. Mandó a los suyos, los que eran nobles, que se apercibiesen para salir a recibir al gobernador, y que en el pueblo hubiese mucho recaudo de agua, leña y comida para la gente, y hierba para los caballos, y que de los otros pueblos de su estado trajesen mucho bastimento y lo recogiesen todo en aquel donde estaban, porque no hubiese falta de cosa alguna para el servicio y regalo de los castellanos. Juan Coles dice en su relación que afirmaban los indios tener esta provincia de los tres hermanos doscientas leguas de largo. Proveídas estas cosas, salió Vitachuco de su pueblo acompañado de sus dos hermanos y de quinientos caballeros indios gentileshombres, hermosamente aderezados, con plumajes de diversos colores, y sus arcos en las manos, y las flechas de las más pulidas y galanas que ellos hacen para su mayor ornamento y gala. Y, habiendo caminado dos leguas, halló al gobernador alojado con su ejército en un hermoso valle. Hasta allí había caminado el general a jornadas muy cortas porque supo que gustaría Vitachuco de salir al camino a besarle las manos. Y así se las besó con ostentación de toda paz y amistad. Suplicó al gobernador le perdonase las palabras desordenadas que con mala relación había hablado de los castellanos, mas que ahora, que estaba desengañado, mostraría por las obras cuánto deseaba servir a su señoría y a todos los suyos, y por ellas satisfaría lo que con las palabras les hubiese ofendido; y, para lo hacer con mejor título, dijo que por sí, y en nombre de todos sus vasallos, daba a su señoría la obediencia y le reconocía por señor. El gobernador le recibió y abrazó con mucha fidelidad y le dijo que no se acordaba de las palabras pasadas, porque no las había oído para tenerlas en la memoria, que de la amistad presente holgaba mucho, y holgaría asimismo saber su voluntad para darle contento sin salir de su gusto. El maese de campo, y los demás capitanes de guerra y los ministros de la hacienda de Su Majestad, y, en común, todos los españoles, hablaron a Vitachuco con muestras de alegría de su buena venida, el cual sería de edad de treinta y cinco años, de muy buena estatura de cuerpo, como generalmente lo son todos los indios de la Florida, mostraba bien en su aspecto la bravosidad de su ánimo. El día siguiente entraron los castellanos en forma de guerra en el pueblo principal de Vitachuco, llamado del mismo nombre, que era de doscientas casas grandes y fuertes, sin otras muchas pequeñas que en contorno de ellas, como arrabales, había. En las unas y en las otras se aposentaron los cristianos; y el gobernador, y la gente de su guarda de servicio, y los tres hermanos curacas se alojaron en la casa de Vitachuco, que según era grande, hubo para todos. Dos días estuvieron juntos con mucha fiesta y regocijo los tres caciques y los españoles. Al día tercero, los dos hermanos curacas pidieron licencia al gobernador y a Vitachuco para volver a sus tierras, la cual habida, con dádivas que el general les dio, se fueron en paz, muy contentos del buen tratamiento que los españoles les habían hecho. Otros cuatro días anduvo Vitachucho después de que sus hermanos se fueron haciendo grandes ostentaciones en el servicio de los cristianos, por descuidarlos, para con más seguridad hacer lo que contra ellos deseaba y tenía imaginado. Porque su fin e intento era matarlos a todos, sin que escapase alguno, y este deseo era en él tan ardiente y apasionado que le tenía ciego para que no mirase y considerase los medios que tomaba para el efecto, ni los consultase con sus capitanes y criados, ni procurase otro consejo alguno de parientes o amigos que desapasionadamente le dijesen lo que le convenía, sino que le parecía que antes le habían de estorbar su buen hecho que ayudar en él, y que bastaba desearlo él, y trazarlo por sí solo, para que todo le sucediese bien. Y el consejo que pidió y tomó fue de quien se lo dio conforme a su gusto y deseo, sin mirar los inconvenientes y sin juicio ni prudencia; y huyó de los que podían dárselo acertadamente. Condición es de gente confiada de sí misma, a quien sus propios hechos dan el castigo de su imprudencia, como hicieron a este cacique, pobre de entendimiento y falto de razón. No pudiendo Vitachuco sufrir más los estímulos y fuegos de la pasión y deseo que tenía de matar los castellanos, al quinto día de como se habían ido sus hermanos llamó en secreto cuatro indios que el gobernador llevaba por lenguas, que, como las provincias tenían diferentes lenguajes, era menester casi de cada una un intérprete que de mano en mano fuese declarando lo que el primero decía. Dioles cuenta de sus buenos propósitos; díjoles que tenía determinado matar los españoles, los cuales, con la mucha confianza que en su amistad tenían según le parecía, andaban ya muy descuidados y se fiaban de él y de sus vasallos, de los cuales, dijo, tenía apercibidos más de diez mil hombres de guerra escogidos y les había dado orden que, teniendo las armas escondidas en un monte que estaba cerca de allí, saliesen y entrasen en el pueblo con agua, leña y hierba y las demás cosas necesarias para el servicio de los cristianos para que ellos, viéndolos sin armas y tan serviciales, se descuidasen y se fiasen del todo; y que, pasados otros dos o tres días, convidaría al gobernador a que saliese al campo a ver sus vasallos, que se los quería mostrar puestos en forma de guerra para que viese el poder que tenía y el número de soldados con que, en las conquistas que adelante hiciese, le podría servir. A estas razones añadió otras, y dijo: "El gobernador, pues somos amigos, saldrá descuidado, y yo mandaré que vayan cerca de él una docena de indios fuertes y animosos, que, llegando cerca de mi escuadrón, lo arrebaten en peso, como quiera que salga, a pie o a caballo, y den con él en medio de los indios, los cuales arremetían entonces con los demás españoles, que estarán desapercibidos, y, con la repentina prisión de su capitán, turbados; y así con mucha facilidad los prenderán y matarán. En los que prendiesen, pienso ejecutar todas las maneras de muertes que les he enviado a decir por amenaza, porque vean que no fueron locuras y disparates, como las juzgaron y rieron por tales, sino verdaderas amenazas". Dijo que a unos pensaba asar vivos, y a otros cocer vivos, y a otros enterrar vivos con las cabezas de fuera, y que otros habían de ser atosigados con tósigo manso para que se viesen podridos y corrompidos. Otros habían de ser colgados por los pies de los árboles más altos que hubiese para que fuesen manjar de las aves. De manera que no había de quedar género de cruel muerte que no se ejecutase en ellos; que les encargaba le dijesen su parecer y le guardasen el secreto, que les prometía, acabada la jornada, si quisiesen quedar en su tierra, darles cargos y oficios honrosos, y mujeres nobles y hermosas, y las demás preeminencias, honras y libertades que los más nobles de su estado gozaban, y, si quisiesen volverse a sus tierras, los enviaría bien acompañados y asegurados los caminos por do pasasen hasta ponerlos en sus casas. Mirasen que aquellos cristianos los llevaban por fuerza hechos esclavos y que los llevarían tan lejos de su patria que, aunque después les diesen libertad, no podrían volver a ella. Atendiesen, demás del daño particular de ellos, al general universal de todo aquel gran reino que los castellanos no iban a les hacer bien alguno, sino a quitarles su antigua libertad y hacerlos sus vasallos y tributarlos y a tomarles sus mujeres e hijas las más hermosas y lo mejor de sus tierras y haciendas, imponiéndoles cada día nuevos pechos y tributos. Todo lo cual no era de sufrir, sino de remediar en tiempo, antes que tomasen asiento y se arraigasen entre ellos. Que les rogaba y encargaba, pues el hecho era bien común, le ayudasen con industria y consejo, y ayudasen su pretensión por justa y su determinación por animosa, y la traza y orden por acertada. Los cuatro indios intérpretes le respondieron que la empresa y hazaña era digna de su ánimo y valerosidad, y que todo lo que tenía ordenado les parecía bien, y que, conforme a tan buena traza, no podía dejar de salir el efecto como lo esperaban; que todo el reino le quedaba en gran cargo y obligación por haber amparado y defendido la vida y hacienda, honra y libertad de todos sus moradores; y que ellos harían lo que les mandaba, guardarían el secreto, suplicarían al Sol y a la Luna encaminasen y favoreciesen aquel hecho como él lo tenía trazado y ordenado; que ellos no podían servirle más de con el ánimo y voluntad, que, si como tenían los deseos tuvieran las fuerzas, no tuviera su señoría necesidad de más criados que ellos para acabar aquella hazaña tan grande y famosa.
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CAPÍTULO XXII Del cacao y de la coca Aunque el plátano es más provechoso, es más estimado el cacao en México, y la coca en el Pirú, y ambos a dos árboles son de no poca superstición. El cacao es una fruta menor que almendras y más gruesa, y la cual, tostada, no tiene mal sabor. Ésta es tan preciada entre los indios y aún entre los españoles, que es uno de los ricos y gruesos tratos de la Nueva España, porque como es fruta seca, guárdase sin dañarse largo tiempo, y traen navíos cargados de ella de la provincia de Guatimala, y este año pasado, un corsario inglés quemó en el puerto de Guatulco, de Nueva España, más de cien mil cargas de cacao. Sirve también de moneda, porque con cinco cacaos se compra una cosa, y con treinta otra, y con ciento otra, sin que haya contradicción; y usan dar de limosna estos cacaos, a pobres que piden. El principal beneficio de este cacao es un brebaje que hacen que llaman chocolate, que es cosa loca lo que en aquella tierra le precian, y algunos que no están hechos a él les hace asco; porque tiene una espuma arriba y un borbollón como de heces, que cierto es menester mucho crédito para pasar con ello. Y en fin, es la bebida preciada y con que convidan a los señores que vienen o pasan por su tierra, los indios y los españoles, y más las españolas hechas a la tierra, se mueren por el negro chocolate. Este sobredicho chocolate dicen que hacen en diversas formas y temples: caliente, y fresco y templado. Usan echarle especias y mucho chili; también le hacen en pasta, y dicen que es pectoral y para el estómago, y contra el catarro. Sea lo que mandaren, que en efecto los que no se han criado con esta opinión, no le apetecen. El árbol donde se da esta fruta es mediano y bien hecho, y tiene hermosa copa; es tan delicado, que para guardalle del sol y que no le queme, ponen junto a él otro árbol grande, que sólo sirve de hacelle sombra, y a éste llaman la madre del cacao. Hay beneficio de cacaotales, donde se crían como viñas u olivares en España. Por el trato y mercancía, la provincia que más abunda es la de Guatimala. En el Pirú no se da, mas dase la coca, que es otra superstición harto mayor y parece cosa de fábula. En realidad de verdad, en sólo Potosí monta más de medio millón de pesos cada año la contratación de la coca, por gastarse de noventa a noventa y cinco mil cestos della, y aún el año ochenta y tres, fueron cien mil. Vale un cesto de coca en el Cuzco, de dos pesos y medio a tres, y vale en Potosí, de contado, a cuatro pesos y seis tomines, y a cinco pesos ensayados; y es el género sobre que se hacen cuasi todas las baratas y mohatras, porque es mercadería de que hay gran expedición. Es pues la coca tan preciada, una hoja verde pequeña que nace en unos arbolillos de obra de un estado de alto; críase en tierras calidísimas y muy húmedas; da este árbol cada cuatro meses esta hoja, que llaman allá tresmitas. Quiere mucho cuidado en cultivarse, porque es muy delicada y mucho más en conservarse después de cogida. Métenla con mucho orden en unos cestos largos y angostos, y cargan los carneros de la tierra, que van con esta mercadería a manadas, con mil, y dos mil y tres mil cestos. El ordinario es traerse de los Andes, de valles de calor insufrible, donde lo más del año llueve y no cuesta poco trabajo a los indios, ni aún pocas vidas, su beneficio, por ir de la sierra y temples fríos a cultivalla y beneficialla, y traella. Así hubo grandes disputas y pareceres de letrados y sabios, sobre si arrancarían todas las chacaras de coca; en fin han permanecido. Los indios la aprecian sobre manera, y en tiempo de los reyes ingas, no era lícito a los plebeyos usar la coca sin licencia del Inga o su gobernador. El uso es traerla en la boca y mascarla, chupándola; no la tragan; dicen que les da gran esfuerzo, y es singular regalo para ellos. Muchos hombres graves lo tienen por superstición y cosa de pura imaginación. Yo, por decir verdad, no me persuado que sea pura imaginación; antes entiendo que en efecto obra fuerzas y aliento en los indios, porque se ven efectos que no se pueden atribuir a imaginación, como es con un puño de coca caminar doblando jornadas sin comer a las veces otra cosa, y otras semejantes obras. La salsa con que la comen es bien conforme al manjar, porque ella yo la he probado y sabe a zumaque, y los indios la polvorean con ceniza de huesos quemados y molidos, o con cal, según otros dicen. A ellos les sabe bien y dicen les hace provecho, y dan su dinero de buena gana por ella, y con ella rescatan como si fuese moneda, cuanto quieren. Todo podría bien pasar si no fuese el beneficio y trato de ella con riesgo suyo y ocupación de tanta gente. Los señores ingas usaban la coca por cosa real y regalada, y en sus sacrificios era la cosa que más ofrecían, quemándola en honor de sus ídolos.
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Capítulo XXII De las ordenanzas que los Yngas dieron a sus vasallos Las leyes y estatutos que los Yngas dieron a sus vasallos en este Reino son indicios de la mucha policía que guardaron, y de su prudencia y saber en el gobierno dél. El primero que levantó esta monarquía ya está dicho, fue Manco Capac. A éste y a Pachacuti Ynga Yupanqui se atribuyen las más principales leyes y el orden y concierto y cuidado que en la observancia de ellas tuvieron los indios Huascar Ynga, el último que derechamente renovó y autorizó los estatutos de sus predecesores. La primera Ley: que el que blasfemase o dijese mal del Ynga estuviese en pena colgado todo un día y después, si quedaba vivo, lo desterrasen para siempre de su pueblo a tierras remotas y estériles. Estableció que en ausencia del Ynga, cuando estuviese ocupado en guerras, tuviesen el gobierno cuatro señores, los más principales, y fuesen sobre los tucuc ricuc de las provincias para remediar las cosas a que se acudiese a ellos, y con éstos entrasen dos orejones del linaje del Ynga y, si alguna cosa estuviese en duda y pidiere el remedio breve, acudiese a la Coya a tomar su consejo y, con él, determinase. Mandó que la Corte y cabeza de sus reinos fuese la ciudad del Cuzco, a quien llamaban Tupa Cuzco, y en ella asistiesen los de su Consejo. Mandó que no hubiese testigos de oídas sino oculares, y que la mujer que no pudiese ser testigo, ni indio pobre, por ella la liviandad y en él codicia, les harían decir contra la verdad. Mandó que de los árboles plantados y no injeridos no se cogiese cosa alguna hasta el cuarto año, y que al caminante no le pusiesen estorbo, que no cogiese lo que quisiese de los frutos de la tierra, si tuviese necesidad dello para su sustento y, si la vergüenza lo impedía, le convidasen con ello. Mandó que el llanto y luto no pasase de veinte días, porque este tiempo es suficiente para poder hacer las exequias y llorar. Ordenó que el hijo que fuese desobediente a su padre o le injuriase y maltratase, lo sacasen fuera del pueblo y lo colgasen de los pies. Mandó que al enemigo que muriese en la guerra le diesen sepultura. Si algún indio quitaba a otro alguna cosa, se la restituyese antes de la noche, y el que debía algo, y no lo podía pagar, que hiciese satisfacción en servicio. El que hallaba alguna cosa ajena estaba obligado a manifestarla con voz de pregonero. El ganado que andaba perdido, el que topase con él lo volviese a su manada, o lo guardase en la suya, hasta que su dueño pareciese. Si alguno depositaba alguna cosa en casa de otro, la guardase como cosa suya. Que el hijo no pagase el delito del padre, ni el padre el del hijo. Que ningún indio hiciese ponzoña por arte, ni la comprase de nadie. El que para otro mezclaba ponzoña, si fuese convencido de la maldad, él mismo bebiese. El que a otro por injuriarlo le sacaba algún ojo o le hacía otro mal, llevase la misma pena. Que ninguna mujer estando menstruada, hiciese ni ofreciese sacrificio. Mandó que la mujer que era pública, o se casaba sin licencia del Ynga, no fuese tenida por mujer legítima, y la doncella que fue dada por virgen y se hallaba desflorada y corrupta, en averiguándolo, la matasen, y el que corrompía doncella, si ella lo consentía, ambos a dos morían, por ello más si fue forzada en lugar donde se presumiese serlo, el varón pagaba la pena. La mujer que sin tener hijos quedaba viuda, que se casase con el hermano del marido difunto, para que de aquel matrimonio recibiese generación que sucediese y conservase el linaje. La mujer que pariese varón fuese premiada por ello. Que los de la ciudad del Cuzco de ninguna manera comiesen sangre ni cosa hecha della. Los leprosos y que de suyo eran puercos, sucios y asquerosos, los echasen del pueblo, porque no inficionasen a otros, y los mismo a los que tenían enterrado en su casa algún difunto. Ordenó que los que derramasen la simiente genital, fuesen echados del pueblo por un mes y, al principio del otro mes, volviese al pueblo, y que el pontífice o hechicero hiciese sacrificio por él y por los que durmiendo hubiesen hecho lo mismo, y primero entrasen desnudos en agua fría y así se lavasen. Las mujeres trajesen campanilla y viviesen honestamente. Los señores o ricos pudiesen tener cuantas quisiesen y alcanzase a sustentar, con tal que fuese con licencia del Ynga. Para la guerra hizo las ordenanzas siguientes: que primero que se empezase la guerra por alguna ocasión que hubiese, por embajadores se demandase la cosa robada, satisfacción de la injuria y si los enemigos no quisiesen hacer justicia, ni volver lo que habían llevado, entonces moviesen la guerra. La administración de la guerra fuese encargada al indio o capitán que a los demás sobrepujaba en valor, esfuerzo y prudencia, y los que hubiesen de ir a la guerra fuesen escogidos los más sanos y fuertes y hechos al trabajo. Si los enemigos se retirasen a algún lugar fortalezido, que los árboles fructíferos que hubiesen al derredor no fuesen maltratados ni talados, porque si tuvieran lengua se podían quejar del agravio que les hacían. Que los indios rebeldes los pudiesen matar sin dejar ninguno y los que se diesen y pidiesen misericordia, fuesen hechos tributarios. Que ninguna india, ni mujer pudiese, en tiempo de guerra, tocar atambores, ni contar cosas de alegría ni regocijo, ni tocar ni instrumentos de guerra. Lo mismo los varones, no llegasen a vestidos ni cosas tocantes a mujeres, porque lo tenían por mal agüero. Todas estas ordenanzas, que se mandaron guardar con grandísimo rigor, las dio el Ynga puestas con sus ñudos en los cordeles que ya hemos dicho que ellos llaman quipos. Dellas sacó hartas el Virrey don Francisco de Toledo, que con tanta prudencia y valor gobernó este Reino, cuyas ordenanzas y estatutos el católico rey don Philiphe Segundo mandó se cumpliesen y guardasen, como hechas y ordenadas con acuerdo y prevención notable y dirigidas al bien y aumento deste reino, las cuales, si el día de hoy se guardase con puntualidad, castigando los transgresores de ellas, sin duda los indios fueran creciendo en número infinito y la justicia y religión cristiana fuera temida y respetada. Pero las personas a cuyo cargo está el cumplimiento de ellas son los primeros a quebrantarlas, y los que habían de tener más cuidado al bien espiritual y temporal de los indios, porque están entre ellos con mando y poder real, son los que disminuyen y hacen mayores vejaciones y molestias, todo por la codicia, raíz y fuente de todos los malos. Dios los remedie. Amén.
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De cómo los soldados mataron a Malope, y las prisiones que hubo sobre esta muerte, con la de un alférez y de un matador de Malope Venida la tarde, todos se juntaron en el cuerpo de guardia y el adelantado mandó que se abatiesen las cabezas y esconder el estandarte, cuando llegó uno de los que habían ido y dijo al adelantado, como llegando los soldados a casa de Malope los había regalado y dado lo que tenía; y habiéndole llevado consigo en cierta parte, estando el inocente seguro, un soldado puso la boca de su arcabuz en una sien de Malope, y pegándole fuego, cayó en el suelo palpitando; y que cierta persona doliéndose porque le vio penar, se llegó a él y con un hacha le hizo la cabeza partes, diciendo que nunca mejor cosa habemos hecho. Desta manera tan injustamente mataron a Malope; y dar tanto mal por tanto bien, más fuera obra para up demonio que para un hombre. Este tenía la tierra de paz, y daba de comer. Era medio para que lo diesen otros, y realmente era mucha su bondad. Disculpábanse, diciendo que Malope les había querido hacer una traición. Este parece que fue achaque para dar color a tanta impiedad como usaron. Riñeron al matador, y él dijo poniendo al orden su arcabuz: --Bien muerto está. ¿Hay quien quiera pedir su muerte? Mucho lo sintió el adelantado, y todos lo sentimos mucho, tanto por lo que era el caso en sí, como por la falta que había de hacer. Vino en una canoa el matador de Malope, a quien el adelantado mandó prender y con las manos atrás atadas poner un cepo entrambos pies. Venían ya marchando por la playa la mayor parte de los soldados. Mandó el adelantado a los que consigo estaban se escondiesen en el cuerpo de guardia, y que en entrando, fuesen de cuatro en cuatro echando mano de fulano. Entró el ayudante de sargento mayor, y llegándose cuatro a él desarmaron y metieron en el cepo; llegó otro soldado, a quien sucedió lo mismo. Miraban estos dos a todas partes, y alcanzando de vista al paje del maese de campo, con los ojos le preguntaron por él, y el muchacho corrió por la garganta un dedo dando a entender ser muerto. Mostraron los presos bien su tristeza. Entró luego un sobrino del maese de campo a quien el general honró mucho, diciendo que sabía cuán servidor era del Rey; y lo mismo don Toribio de Bedeterra. Llegó el alférez con el resto de los soldados, y el capitán don Lorenzo le desarmó, y con unos grillos lo entregó a cuatro arcabuceros que lo llevasen a un cuerpo de guardia algo apartado de allí. Andaba la mujer del preso gritando por entre casas y ramas, bien recelosa del daño de su marido, porque antes que viniese ya lo lloraba. Don Lorenzo fue a llamar al capellán; y el buen padre, como veía el río turbio, no se atrevía a pasarlo, y así decía: --Señor capitán, ¿qué es lo que de mí se quiere? Mire que soy sacerdote: por un solo Dios que no me maten. --Venga conmigo, le dijo don Lorenzo; que es para un poco. Aquí, aquí, señor, y no pasemos más adelante: y desengañado ser para confesar al alférez, se aseguró y llegó detrás de un árbol, a donde el preso estaba. Empezóle a persuadir a confesión, porque lo querían matar. Dijo el preso: --¿Yo morir? ¿Pues por qué? El clérigo le desengañó. Dicen los que allí se hallaron, que dijo el alférez: --Sea, pues que Dios así lo quiere: y que yendo a ponerse de rodillas a los pies del confesor, que quien a cargo lo tenía y sucedió en su oficio, mandó a un negro del general que con el machete dañador le diese, como lo hizo, por la cabeza y oreja de un golpe, y luego otro: con que le cortó la cabeza, la cual fue puesta como las otras dos, y el cuerpo cubierto con unas ramas y a poco rato echado a la mar, y de su mujer bien llorado. Acabado con el alférez, preguntó muy paso, al oído del general, el capitán don Lorenzo, a cuál sacaría del cepo. Mandóle fuese el ayudante a quien con liberalidad sacó el sargento mayor; mas todos pidieron al adelantado le otorgase la vida, como lo hizo, tomándole en sus manos juramento. Retiróse luego porque no le rogasen por el otro que había mandado sacar del cepo; pues el sargento mayor le tiraba de un brazo; del otro le tenía el piloto mayor diciéndole qué quería con tanta prisa, y el preso, desabrochado el cuerpo, decía: --Aquí estoy: si lo merezco, córtenme la cabeza. Doña Isabel y todos juntos pidieron al adelantado que le otorgase la vida. Hízole jurar lo que al otro, y lo perdonó. Levantado éste, puso lo ojos en la cabeza del maese de campo y las manos en el rostro, y llorando, decía en voz que todos lo oímos: --¡Ay, viejo honrado!; ¡y en esto venisteis a parar al cabo de tantos años de servicios del Rey! ¡Este premio se os ha dado! ¡Muerte afrentosa, y vuestra cabeza y canas puestas en un palo! Fuele un soldado a la mano y le dijo: --No puedo dejar de llorar la mal venturosa suerte del maese de campo, que le tenía en lugar de padre. Oyólo el adelantado, y mandóle que callase. Dijéronle diese gracias por haberle librado del peligro en que estuvo, y que agradeciese a los padrinos la buena tercería que le hicieron. Dio las gracias a todos, y abrazó al compañero con muchas lágrimas. En cuanto esto pasó, el matador de Malope llamó al piloto mayor y le dijo su estado: que por Dios le rogaba fuese tercero en su necesidad, y la segunda vez le dijo con gran tristeza que rogase al adelantado le perdonase su yerro, y para que estuviese cierto cuanto le había de servir de allí en adelante, él se quería casar con la Pancha su criada (ésta era una india del Perú, de mala suerte, carachenta y lo demás) que el adelantado tenía en su servicio. Aseguróle el piloto mayor, diciéndole estuviese cierto que, sin que hiciese lo apuntado, le sería tan buen tercero como luego lo vería. iba el adelantado a sacarle del cepo con sus propias manos para que fuese justiciado: pidióle el piloto mayor le otorgase la vida, a que el adelantado casi enojado le dijo: --Con que tengo de pagar la muerte de mi amigo Malope que éste mató? Y el piloto mayor le dijo: --Con mostrar a los demás indios las cabezas de los dos muertos, para que entiendan se hizo castigo por la muerte de Malope: y para más obligarle le dijo mirase que éramos pocos, y que el lugar obligaba a perdonar. Dijo el adelantado se hiciese cargo de él, y le tuviese preso. Agradeció el piloto la merced, y sacado del cepo, lo entregó a cuatro lo llevasen a la nao. Dio este hombre en no querer comer, hartarse de agua salada, y con la cara a la pared estaba avergonzado, porque unos le decían ¿cómo había muerto a aquel buen indio sin razón? Otros no hacían caso de él; antes merecía estar hecho cuartos por haber hecho tal maldad. Al fin parece que tuvo por más acertada la muerte que la vida. Dejóse ir gastando, y a pocos días murió muy arrepentido, habiendo primero recibido los Satos Sacramentos, que esta ventaja hizo a los otros tres. Y con eso se acabó la tragedia de las islas donde faltó Salomón.
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CAPÍTULO XXII Juan de Añasco llega a Apalache y lo que el gobernador proveyó para descubrir puerto en la costa Es de saber que, cuando el capitán Pedro Calderón llegó al pueblo de Apalache, había seis días que el contador Juan de Añasco, que salió de la bahía de Espíritu Santo con los dos bergantines en demanda de la de Aute, era llegado sin haberle acaecido por la mar cosa digna de memoria. Desembarcose en Aute, sin contradicción de los enemigos, porque el gobernador, tanteando poco más o menos el tiempo que podía tardar en su viaje, envió doce días antes que llegase al puerto una compañía de caballos y otra de infantes que le asegurasen el puerto y el camino hasta el real, los cuales se remudaban de cuatro en cuatro días, que llegando los unos a la bahía se volvían los otros, y, mientras estaban en el puerto tenían las banderas puestas en los árboles más altos para que las viesen desde la mar. Juan de Añasco las vio y se vino al real con las dos compañías, dejando buen recaudo en los bergantines que quedaban en la bahía. Pues como estos dos capitanes Juan de Añasco y Pedro Calderón se viesen ahora juntos en compañía del gobernador y de los demás capitanes y soldados, hubieron mucho placer y regocijo por parecerles que, como se hallasen juntos en los trabajos, por grandes que fuesen se les harían fáciles, porque la compañía de los amigos es alivio y descanso en los afanes. Con este común contento pasaron el invierno estos españoles en el pueblo y provincia de Apalache, donde sucedieron algunas cosas que será bien dar cuenta de ellas sin guardar orden ni tiempo más de que pasaron en este alojamiento. Pocos días después de lo que se ha dicho, como el gobernador nunca estuviese ocioso sino imaginando y dando trazas consigo mismo de lo que para el descubrimiento y conquista, y después para poblar la tierra le pareció convenir, mandó a un caballero de quien tenía toda confianza, natural de Salamanca, llamado Diego Maldonado (el cual era capitán de infantería y con mucha satisfacción de todo el ejército había servido en todo lo que hasta entonces se había ofrecido), que, entregando su compañía a otro caballero, natural de Talavera de la Reina, llamado Juan de Guzmán, gran amigo suyo y camarada, fuese a la bahía de Aute y con los dos bergantines que el contador Juan de Añasco allí había dejado, fuese costeando la costa adelante hacia el poniente por espacio de cien leguas, y con todo cuidado y diligencia mirase y reconociese los puertos, caletas, senos, bahías, esteros y ríos que hallase y los bajíos que por la costa hubiese, y de todo ello le trajese relación que satisficiese, que para lo que adelante se les ofreciese, dijo, le convenía tenerlo sabido todo, y diole dos meses de plazo para ir y volver. El capitán Diego Maldonado fue a la bahía de Aute y de allí se hizo a la vela en demanda de su empresa, y, habiendo andado costeando los dos meses, volvió al fin de ellos con larga relación de lo que había visto y descubierto. Entre otras cosas, dijo cómo a sesenta leguas de la bahía de Aute dejaba descubierto un hermosísimo puerto llamado Achusi, abrigado de todos vientos, capaz de muchos navíos y con tan buen fondo hasta las orillas que podían arrimar los navíos a tierra y saltar en ella sin echar compuerta. Trajo consigo de este viaje dos indios, naturales del mismo puerto y provincia de Achusi, y el uno de ellos era señor de vasallos, los cuales prendió con maña y astucia indigna de caballeros, porque, llegado que fue al puerto de Achusi, los indios le recibieron de paz y con muchas caricias le convidaron que saltase en tierra y tomase lo que hubiese menester, como en la suya propia. Diego Maldonado no osó aceptar el convite por no fiarse de amigos no conocidos. Pues como los indios lo sintieron, dieron en contratar con los castellanos libremente, por quitarles el temor y la sospecha que de ellos podían tener y así iban de tres en tres y de cuatro en cuatro a los bergantines a visitar a Diego Maldonado y a sus compañeros, llevándoles lo que les pedían. Con esta afabilidad de los indios osaron los españoles sondar y reconocer en sus batelejos todo lo que en el puerto había, y, como hubiesen visto y comprado lo que para su navegación había menester, alzaron las velas y se hicieron a largo llevándose los dos indios que trajeron presos, que acertaron a ser el curaca y un pariente suyo. Los cuales, confiados en la buena amistad que infieles y fieles (aunque para ellos no lo fueron) se habían hecho y movidos por la relación que los otros indios les habían dado de los bergantines, con deseo de ver lo que nunca habían visto, osaron entrar en ellos y visitar al capitán y a sus soldados, los cuales, como supiesen que el uno de ellos era el cacique, gustaron llevárselo.
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Cómo fueron las espías por mandado del gobernador en seguimiento de los indios guaycurúes El dicho sábado fue acordado por el gobernador, con parescer de sus capitanes y religiosos, que, antes que comenzasen a marchar por la tierra, fuesen los adalides a descubrir y saber a qué parte los indios guaycurúes habían pasado y asentado pueblo, y de la manera que estaban, para poderles acometer y echar de la tierra de los indios guaraníes; y así, se partieron los indios, espías y cristianos, y al cuarto de la modorra, vinieron, y dijeron que los indios habían todo el día cazado, y que delante iban caminando sus mujeres e hijos, y que no sabían adónde irían a tomar asiento; y sabido lo susodicho, en la misma hora fue acordado que marchasen lo más encubiertamente que pudiesen, caminando tras de los indios, y que no se hiciesen fuegos de día, porque no fuese descubierto el ejército, ni se desmandasen los indios que allí iban a cazar ni a otra cosa alguna; y acordado sobre esto, domingo de mañana partieron con buena orden, y fueron caminando por unos llanos y por entre arboledas, por ir más encubierto; y de esta manera fueron caminando, llevando siempre delante indios que descubrían la tierra, muy ligeros y corredores, escogidos para aquel efecto, los cuales siempre venían a dar aviso; y demás de esto, iban las espías con todo cuidado en seguimiento de los enemigos, para tener aviso cuando hobiesen asentado su pueblo, y la orden que el gobernador dio para marchar el campo fue que todos los indios que consigo llevaban iban hechos un escuadrón, que duraba bien una legua, todos con sus plumajes de papagayos muy galanes y pintados, y con sus arcos y flechas, con mucha orden y concierto; los cuales llevaban el avanguardia, y tras de ellos, en el cuerpo de la batalla, iban el gobernador con la gente de caballo, y luego la infantería de los españoles, arcabuceros y ballesteros, con el carruaje de las mujeres que llevaban la munición y bastimentos de los españoles, y los indios llevaban su carruaje en medio de ellos; y de esta forma y manera fueron caminando hasta el mediodía, que fueron a reposar debajo de unas grandes arboledas; y habiendo allí comido y reposado toda la gente e indios, tornaron a caminar por las veredas, que iban seguidas por vera de los montes y arboledas, por donde los indios, que sabían la tierra, los guiaban; y en todo el camino y campos que llevaron a su vista, había tanta caza de venados y avestruces, que era cosa de ver; pero los indios ni los españoles no salían a la caza, por no ser descubiertos ni vistos por los enemigos; y con la orden iban caminando, llevando los indios guaraníes la vanguardia, según está dicho, todos hechos un escuadrón, en buena orden, en que habría bien diez mil hombres, que era cosa muy de ver cómo iban todos pintados de almagra y otras colores, y con tantas cuentas blancas por los cuellos, y sus penachos, y con muchas planchas de cobre, que, como el sol reverberaba en ellas, daban de sí tanto resplandor, que era maravilla de ver, los cuales iban preveídos de muchas flechas y arcos.
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Cómo el gobernador Diego Velázquez envió dos criados suyos en posta a la villa de la Trinidad con poderes y mandamientos para revocar a Cortés el poder de ser capitán y tomarle la armada; y lo que pasó diré adelante Quiero volver algo atrás de nuestra plática para decir que como salimos de Santiago de Cuba con todos los navíos de la manera que he dicho, dijeron a Diego Velázquez tales palabras contra Cortés, que le hicieron volver la hoja; porque le acusaban que ya iba alzado y que salió del puerto como a cencerros tapados, y que le habían oído decir que aunque pesase al Diego Velázquez había de ser capitán, y que por este efecto había embarcado todos sus soldados en los navíos de noche, para si le quitasen la capitanía por fuerza hacerse a la vela, y que le habían engañado al Velázquez su secretario Andrés de Duero y el contador Amador de Lares, y que por tratos que habla entre ellos y entre Cortés, que le habían hecho dar aquella capitanía. E quien más metió la mano en ello para convocar al Diego Velázquez que le revocase luego el poder eran sus parientes Velázquez, --y un viejo que se decía Juan Millán, que le llamaban "el astrólogo"; otros decían que tenía ramos de locura e que era atronado, y este viejo decía muchas veces al Diego Velázquez: "Mirad, señor, que Cortés se vengará ahora de vos de cuando le tuvistes preso, y como es mañoso, os ha de echar a perder si no lo remediáis presto." A estas palabras y otras muchas que le decían dio oídos a ellas, y con mucha brevedad envió dos mozos de espuelas, de quien se fiaba, con mandamientos y provisiones para el alcalde mayor de la Trinidad, que se decía Francisco Verdugo, el cual era cuñado del mismo gobernador; en las cuales provisiones mandaba que en todo caso le detuviesen el armada a Cortés, porque ya no era capitán, y le habían revocado poder y dado a Vasco Porcallo. Y también traían cartas para Diego de Ordás y para Francisco de Morla y para todos los amigos y parientes del Diego Velázquez, para que en todo caso le quitasen la armada. Y como Cortés lo supo, habló secretamente al Ordás y a todos aquellos soldados y vecinos de la Trinidad que le pareció a Cortés que serían en favorecer las provisiones del gobernador Diego Velázquez, y tales palabras y ofertas les dijo, que los trajo a su servicio; y aun el mismo Diego de Ordás habló e convocó luego a Francisco Verdugo, que era alcalde mayor, que no hablasen en el negocio, sino que lo disimulasen; y púsole por delante que hasta allí no había visto ninguna novedad en Cortés, antes se mostraba muy servidor al gobernador; e ya que en algo se quisiesen poner por el Velázquez para quitarle la armada en aquel tiempo, que Cortés tenía muchos hidalgos por amigos, y enemigos de Diego Velázquez porque no les había dado buenos indios; y demás de los hidalgos sus amigos, tenía grande copia de soldados y estaba muy pujante, y que sería meter cizaña en la villa, e que por ventura los soldados le darían sacomano e le robarían e harían otro peor desconcierto; y así, se quedó sin hacer bullicio. Y el un mozo de espuelas de los que traían las cartas y recaudos se fue con nosotros, el cual se decía Pedro Laso, y con el otro mensajero escribió Cortés muy mansa y amorosamente al Diego Velázquez que se maravillaba de su merced de haber tomado aquel acuerdo, y que su deseo es servir a Dios y a su majestad, y a él en su real nombre; y que le suplicaba que no oyese más a aquellos señores sus deudos los Velázquez, ni por un viejo loco, como era Juan Millán, se mudase. Y también escribió a todos sus amigos, en especial al Duero y al contador, sus compañeros; y después de haber escrito, mandó entender a todos los soldados en aderezar armas, y a los herreros que estaban en aquella villa, que siempre hiciesen casquillos, y a los ballesteros que desbastasen almacén para que tuviesen muchas saetas, y también atrajo y convocó a los herreros que se fuesen con nosotros, y así lo hicieron; y estuvimos en aquella villa doce días, donde lo dejaré, y diré cómo nos embarcamos para ir a la Habana. También quiero que vean los que esto leyeren la diferencia que hay de la relación de Francisco Gómara cuando dice que envió a mandar Diego Velázquez a Ordás que convidase a comer a Cortés en un navío y lo llevase preso a Santiago. Y pone otras cosas en su crónica, que por no me alargar lo dejo de decir: y al parecer de los curiosos lectores si lleva mejor camino lo que se vio por vista de ojos o lo que dice el Gómara, que no vio. Volvamos a nuestra materia.