Capítulo XXII De cómo el capitán Francisco Pizarro prosiguió el descubrimiento y lo que le sucedió Más deseo le dio al capitán y a los españoles de ver aquella tierra que habían descubierto, cuando Pedro de Candía les contaba lo que había visto; mas, como siendo tan pocos no bastasen para descubrir por tierra ni hacer ningún hecho, aguardaban a cuando siendo Dios servido, revolviesen con potencia; y por alcanzar enteramente lo que había, determinaron de pasar adelante en el navío; y así luego, desplegando las velas, partieron de aquel lugar, llevando un muchacho que les dieron para que les mostrase el puerto de Payta; y como fuesen navegando, descubrieron el puerto de Tangarara, y allegaron a una isla pequeña de grandes rocas, donde oyeron bufidos o bramidos temerosos; saltaron en el batel algunos y como fuesen a ver lo que era, vieron que los daban infinidad grande de lobos marineros, de los cuales hay muchos y muy grandes por aquella costa. Volvieron al navío y anduvieron hasta que llegaron a una punta, a quien pusieron por nombre del Aguja; más adelante entraron en un puerto, a quien llamaron Santa Cruz, por ser tal día en él. Habíase extendido por toda la costa de la tierra que llamamos Perú, de cómo andaban los españoles por ella en el navío y que eran blancos y con barbas, que ni hacían mal ni robaban, antes daban de lo que traían, y eran muy piadosos y humanos y otras cosas de las que juzgaron por lo que veían que había en ellos. Esta fama engrandecíalo más que el hecho, y cómo los hombres, aunque sean bárbaros, huelgan de ver cosas, aunque sean más peregrinas a entender, muchos había que deseaban ver los españoles y a su navío y al negro y ver el arcabuz cómo lo soltaban. Y como fuesen en el paraje que he dicho, salieron algunas balsas con indios para venir donde estaban, trayendo mucho pescado, frutas, con otros mantenimientos para les dar. El capitán lo recibió todo con grande agradecimiento, mandando que diesen a los indios de las balsas algunos peines y anzuelos y cuentas de las de Castilla. Un principal venia entre aquellos indios, que dijo al capitán cómo una señora que estaba en aquella tierra a quien llamaban "la capullana", como oyese decir lo que de él y sus compañeros se contaba, le había dado gran deseo de los ver; por tanto, que le rogaba saltase en tierra y que serían bien proveídos de lo que hubiesen menester. El capitán respondió que mucho agradecía lo que había dicho de parte de aquella señora, que él volvería breve y por le hacer placer saltaría en tierra a verla. Con esto se volvieron los indios y el navío se partió, y por hacerles impedimento el viento austro, anduvieron barloventeando más de quince días; y a la verdad, pocas veces reina el levante en aquella parte. La leña les faltó; por proveerse de ella tomaron puerto porque iban de luengo de costa. No estaban echadas las áncoras, ni aferradas las velas, cuando estaban junto al navío muchas balsas que venían con pescado y otras comidas y frutas para ellos. Mandó el capitán a Alonso de Molina que fuese a tierra con los indios que habían venido en las balsas para traer leña para el navío, y como volviese con recaudo, alteróse tanto la mar, que andaban las olas tan altas y ella tan brava, que no pudo llegar. El capitán aguardó tres días para lo tomar, mas por temor de que las amarras no se quebrasen y el navío se perdiese en la costa, alzaron áncoras para salir de allí, creyendo que el cristiano estaría con los indios seguramente, pues que él de ellos se conocía tan buena voluntad y tan poca malicia. Navegaron de allí hasta que llegaron a Colaque, que está entre Tangara y Chimo, lugares donde se fundaron las ciudades de Trujillo y San Miguel. Los indios salieron a ellos a recibirlos con mucha alegría, trayéndoles de comer de lo que había en su tierra; proveyéronles de agua y leña; diéronles cinco ovejas. Un marinero llamado Bocanegra, viendo que eran tan buena tierra la que veía, salióse del navío con los indios y con ellos envió a decir al capitán, que lo tuviesen por excusado y no le aguardasen, porque él se quería quedar entre tan buena gente como eran aquellos indios. Para saber si era verdad, mandó el capitán a Juan de la Torre que fuese, y volvió al navío afirmando al capitán como estaba bueno y alegre sin tener ganas de volver al navío; Porque los indios, muy contentos cuando le oyeron decir que se quería quedar entre ellos, lo tomaron en sus hombros y sentado en andas lo llevaron la tierra adentro. Vio Juan de la Torre manadas de ovejas, grandes sementeras, muchas acequias verdes y tan hermosas, que parecía la tierra ser tan alegre, que no había con que compararla. A estos animales, que llaman los indios como yo conté en mi primera parte, pusieron los españoles ovejas, porque les vieron lana y ser tan mansos y domésticos. Partiéndose de allí el capitán navegó por su camino, descubriendo hasta que llegó a lo de Santa, con gran deseo de ver si podría descubrir la ciudad de Chincha, de quien contaban los indios grandes cosas; mas como llegase donde digo, los mismos españoles le hablaron para que se volviese a Panamá para buscar gente con que pudiesen poblar y señorear la tierra, de la cual no había que pensar, sino que era la mejor del mundo y más rica, según lo veían por la muestra. Buen consejo le pareció a Francisco Pizarro, y como no veía ya la hora que estar de vuelta con pujanza de españoles, mandó arribar el navío por donde habían venido, habiendo descubierto de aquella vez toda la costa hasta Santa.
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Capítulo XXII De la miserable ruina que vino a la ciudad de Arequipa No hay duda sino que a un corazón cristiano y tierno, donde cabe comparación y lástima de los prójimos, no podrá traer a la memoria, la desventurada ruina, que a esta ciudad de Arequipa ha venido por azote y plaga enviada de Dios, sin lágrimas, no hay pecho endurecido, que no se ablande en la consideración de esta miseria, y se podrá decir muy bien lo que Jeremías en los trenos: ¡cómo está asentada la ciudad que solía estar llena de su pueblo! Porque, quien vio a esta tan próspera, tan rica, tan opulenta, tan llena de gente y la ve ahora tan pobre, tan miserable, tan desdichada, tan sola, casi podrá decir: aquí fue Troya, pues ya casi sólo quedan las memorias. Habiendo antecedido, por doce días continuos, algunos temblores de poca consideración antes del viernes de la primera semana de Cuaresma, que fueon ocho de febrero de mil y seiscientos años, esta noche arreció de manera que parecía hervir la tierra, y nadie se aseguraba ni atrevía a estar debajo de tejado, casi pronosticando el mal que se les aparejaba. El sábado siguiente arreciaron los temblores y, fueron más a menudo, y tales que se cayeron algunas casas y, como a las cinco de la tarde comenzó a obscurecer el cielo hacia la banda de la costa de la mar, y de tinos cerros, llamados Sucavaya, salían y se oían terribles y espantosos truenos y relámpagos, que duraron hasta la oración. Entonces empezó a llover cantidad de arenilla blanca, pero tan poca que la cogían en las capas para mostrarla como cosa de prodigio y, en anocheciendo, fue cayendo y cargando la lluvia de ceniza, aunque tomada entre las manos tenía alguna aspereza, y apretada entre los dedos quedaban de ella algunos granillos negros que relumbraban algo y daban muestras de metal quemado, y con la noche se fue aumentando, de manera que en pequeño espacio cubrió el suelo y, duró hasta las once de la noche, que a esta hora acabó de llegar la tempestad de truenos y relámpagos, que con la furia que traían, parecía venirse el cielo abajo, y que se hundía la tierra, y, todo el infierno lo ocupaba el aire, y, muchos imaginaron que los espíritus dél traían aquella oscuridad revuelta con fuego y ruido. Aún se dijo públicamente en el pueblo que ciertos soldados se determinaron ir fuera dél, hacia la parte donde venía aquella tempestad, para certificarse de qué procedía, y llegando al matadero, que está a las últimas, vieron unos bultos negros y horribles que les causaron tanto pavor y espanto que, al momento, sin poder pasar más adelante se volvieron. De lo cual se infiere que los demonios, como testigos de la desolación de cinco pueblos que adelante diré, donde se usaban grandes supersticiones y hechicerías, y donde se presume habrían tenido gran ganancia de almas que allí parecieron por la ruin opinión en que estaban los de aquellos pueblos, vendrían hacia Arequipa a ver el fin de aquella tormenta, pensando hiciera dios della, lo que de los pueblos dichos; y es cosa averiguada que de asombro murió un hombre. Dentro de pocos días estaba el pueblo con esto confuso y absorto, sin saber de dónde se causaba aquella inundación y con temor tran grande, que nadie tenía seguro de amenecer vivo, y así andaban atónitos los hombres por las calles e iglesias, pidiendo confesión, y fue de suerte que la mayor parte de la gente la hizo, y los que quedaron fueron por falta de confesores bastantes, y hubo personas que había más de ocho años que estaban olvidados de este sacramento, y esta noche lo pidieron a él con gran devoción. En la mayor furia de esta tormenta entró en la ciudad un ermitaño que vivía dos leguas de la ciudad, al parecer de buena vida, desnudo, con una cruz en la una mano y una piedra en la otra, dándose en los pechos y pidiendo a voces misericordia y provocando con lágrimas al pueblo a penitencia, y se le juntó mucha gente admirados de su fervor. A las dos de la noche fue Dios servido cesase su tempestad de truenos y relámpagos por las ocasiones, disciplinas y exorcismos que en todos los monasterios hubo; pero no cesó el llover ceniza y de color no tan blanca como la pasada, la cual daba de sí un olor hediondo de piedra azufre; y en Lima, que está ciento y setenta leguas de Arequipa, la costa abajo, y Arica, más de setenta, se oyeron los truenos que el volcán de sí echaba, y afirman que eran a la manera de tiro de artillería y al sonido y respuesta dellos; y muchas personas entendieron que eran los navíos del Rey que habían salido en busca de un inglés corsario y peleaban en la mar. Pero en Arequipa, con estar más cerca del volcán, no se oían sino truenos naturales y de los ordinarios, acompañados con tan grandes relámpagos, que duraba la claridad de uno de ellos casi un avemaría. Esta noche se vieron salir, de la parte donde era la tempestad, infinitos globos de fuego que atravesaban todo el cielo. Hubo muchos penitentes azotándose y con cruces, y en el convento de Santo Domingo, según afirmaron los religiosos dél, se mostraron encima de una cruz del cementerio tres lumbres, y de allí se mudaron sobre la capilla mayor y de allí aparecieron sobre un arco de la iglesia nueva y se ocultaron. Poco claro, a las ocho del día, amaneció el domingo veinte del mes, lloviendo ceniza. Salió el sol y duró hasta las diez, que se obscureció tan tristemente, que a la una del día era noche tan cerrada que fue necesario andar con lumbres por las calles y, como a las tres, aclaró algo; pero fue una claridad dudosa y confusa. Tornó de nuevo a llover ceniza, causando desconsuelo porque, según las señales que había, no parecía cesaría la tormenta hasta la última destrucción de la ciudad, y más que hasta entonces se ignoraba la causa de tan prodigiosos y espantables efectos. Lunes amaneció más claro, aunque el sol en todo el día se mostró y a las coho se tornó a cerrar, de manera que hasta las tres de la tarde parecía de noche y fueron necesarias lumbres, aunque no como el domingo antes. Llovió ceniza hasta la noche, y en ella se vieron estrellas y alguna claridad que causó consuelo. Este día se juntó todo el pueblo en la iglesia mayor, y fueron con solemne procesión a Santa Maria, una iglesia que está fuera de la ciudad, que es abogada de los temblores, y la trajeron y hubo un devoto sermón a la puerta de la iglesia mayor, que predicó el prior de San Agustín Fray Diego Pérez, hombre muy docto y gran predicador, que después fue provincial de su orden, y a la noche se hizo una devota procesión de disciplina con un crucifijo y Nuestra Señora del Rosario. El martes amaneció más claro que los demás días, de suerte que se pudieron ver los cerros de alrededor del pueblo; llovió todo el día ceniza, y al alba hubo un temblor algo grande y entre día otros pequeños. El miércoles amaneció algo oscuro y, aunque después aclaró, no se vio el sol y llovió dos horas ceniza, y creció hasta este día un palmo en alto por toda la ciudad, con cuyo peso se hundieron algunas casas, y fue necesario que las demás se descargasen de la ceniza. El río, con venir muy crecido, estuvo seco que apenas se oía, y todas las quebradas cercanas al volcán se secaron, y el río de Tambo que es muy caudaloso, estuvo tres días que no corrió, y otra vez doce días y, saliendo de madre, fue con tanta furia que asoló todo el valle sin dejar heredad ni ganado, mulas, caballo y sementeras y cañaverales, que todo lo llevó y asoló. El jueves no llovió e hizo el día claro, y la noche en que se vieron la Luna y estrellas. El viernes amaneció nublado, obscuro, y a las ocho del día se cerró más y comenzó a llover ceniza, y este día tembló la tiera muy recio, y la ciudad vino al convento de Nuestra Señora de las Mercedes a pedir la imagen de Nuestra Señora de Consolación, que es de gran devoción y que ha resplandecido con milagros, y esta tarde, juntas las religiones y el común del pueblo, la llevaron con toda la decencia posible a la iglesia mayor por nueve días, y hubo sermón en ella. Sábado, veinte y seis, habiéndose visto a las tres de la mañana la Luna muy clara, amaneció cuando apenas se pudo echar de ver era llegado el día y, al instante, se volvió a cerrar la cosa más tenebrosa y lóbrega que jamás se vio, porque ni con la lumbre se acertaba a andar por las calles ni entrar en las iglesias, y luego empezó a llover ceniza con más furia que al principio, y diferenciaba en la color que tiraba como a bermeja, y duró el llover hasta el domingo a las ocho del día, que aclaró y cesó y recibió el pueblo gran consuelo, porque había cuarenta horas que duraba la oscuridad, desde el viernes a las seis de la tarde. Este día fue de confusión, temor, lágrimas y suspiros, y se renovaron las penitencias, limosnas, confesiones, votos y promesas, porque todos entendían ser llegado el último día de su vida y aun del mundo. Todos se recogieron a la iglesia mayor y, estando diciendo misa en medio de aquellas tinieblas, se oyeron en la capilla cantar golondrinas y andar alrededor del Santísimo Sacramento que estaba descubierto, que parecía pedían remedio y misericordia al Criador. Una de ellas se vino a parar al cáliz estando para consumir, y se dejó asir de la mano del preste, que era el comisario del Sancto oficio. Este día, sin comer, la gente se fue a la Compañía de Jesús, que todos estaban olvidados del sustento del cuerpo, y salió de allí una procesión con un crucifijo y la imagen del Niño Jesús y de Nuestra Señora de Copacabana y el Lignun Crucis y muchos relicarios en manos de sacerdotes, y anduvo todas las iglesias, hallándose en ellas grandes y pequeños, los rostros al parecer difuntos del desmayo, miedo y confusión, y de pies a cabeza cubiertos de ceniza, y a cada ruido o temblor les parecía era el último instante de su vida. Acabada esta procesión, salió de Santo Domingo otra con el crucifijo de la Veracruz, Nuestra Señora del Rosario y San jacinto y todo el pueblo con ella y muchos disiplinantes, con gran devoción y lágrimas, y por momentos se hincaban de rodillas, dando voces a Dios y pidiéndole misericordia, y acabada esta procesión, pasaron a San Francisco las imágenes de la iglesia mayor y a Nuestra Señora de la Consolación, porque del mucho peso de la ceniza se venía abajo, y el Sanctísimo Sacramento se puso en la pila del bautismo. Esta noche se quedó el pueblo, hombres y mujeres a velar y dormir, por las iglesias, queriendo acabar la vida en ellas, como veían tan portentosas señales y especialmente un temblor, el mayor que hasta allí se había oído, y hasta media noche llovió con gran fuerza ceniza y de allí adelante disminuyo. El domingo sí aclaró algo y hubo procesión de San Agustín con el Crucifijo y Nuestra Señora de Gracia, y fue a la Compañía donde hubo sermón. Este día estuvo el cielo de un color bermejo y negro, y con poca claridad, y toda la noche llovió ceniza, de suerte que sobre las casas la había de alto de un palmo. El lunes amaneció claro, pero no de suerte que se viese el sol, y a las tres de la tarde obscureció de todo punto, y por no estar el reloj concertado, como no lo andaba nadie, se entendió era de noche y se tañó a oración, y a las cinco de la tarde volvió a aclarar aunque lloviendo ceniza, y para consuelo vino otro temblor grandísimo. Desta suerte se ha ido continuando esta tempestad, tormenta y miseria por más de un mes que, si el día amanecía algo alegre, se tornaba triste, obscuro y tenebrosos con los nublados, cenizas, truenos, relámpagos y globos de fuego que se veían por los aires, y así cada cual podrá imaginar cuál estarían en esta ciudad los vecinos della, con qué aflicción de espíritu y amargura del corazón, esperando por instantes la muerte, y estimando con esta miseria en poco la vida. Una confusión había general en toda la ciudad, y era no poder averiguar con certidumbre la causa de tantos niños, y de dónde procedía tan horrible y espantosa tempestad y, aunque se sospechaba sería cierto volcán de hacia Omate, diez y ocho leguas de la ciudad, por haber visto los que de allá venían vomitar llamas y salir humo obscuro de aquel lugar, no había cosa cierta en treinta días, hasta que vino una carta del corregidor de aquel partido, que por su bien estaba en Arequipa, en que le referían la verdad de lo que pasaba, que es negocio temeroso. Era un volcán que estaba entre Omate y Quinistaca, y se llamó Huainaputina que declarándolo dirá: volcán mancebo, porque Putina significa volcán y Huaina, mozo, distante del pueblo de Omate dos leguas, el cual reventó a diez y nueve de febrero. Fue tanta la cantidad y muchedumbre que arrojó de sí y lanzó de piedra, tierra y, ceniza, que, la que cayó en el dicho pueblo y su contorno, pasaba de treinta y dos palmos de altura, los veinte y dos de piedra y los diez de ceniza. Trajéronse a Arequipa algunas piedras, y eran las mayores pómez, del tamaño de un adobe, y las menores como naranjas, el color negro y vetadas como metal y pesadas. Caían espesísimas y hechas una brasa encendida, y ninguna acertaba a indio que no le derribase y descalabrase, y, temerosos los indios desto, se encerraron en sus casas, donde creció por momentos la piedra, tierra y ceniza, que quedaron todos enterrados en ella para siempre. Desta tormenta se escaparon hasta quince o veinte indios, que con un cacique llamado don Francisco Cayla se recogieron a un cerro, donde los halló el escribano del corregidor, que fue el que dio el aviso y, llevando frazadas y otras cosas de defensa, pasada la primera tormenta, bajaron hacia el dicho pueblo con grandísimo trabajo, y apenas podían hallar señal dél ni conocerle, si no fuera por las puntas de unos sauces altísimos que estaban en la plaza y la hediondez de los cuerpos muertos de hombres y animales, y en muchos días no cesó el volcán de echar humo, fuego y ceniza y temblar la tierra reciamente, y oyéndose un ruido ordinario y espantoso, y de noche salían dél globos de fuego que parecía abrasaban el aire. Desta manera abrasó y enterró para siempre cinco pueblos, que tenían vecinos, llamados Chiqui, y Omate, Quinistaca, Tasatachen y Collana, sin que de todos ellos escapase ánima viva. Refieren que el viernes y sábado, antes que reventase el volcán, diez y ocho y diez y nueve de febrero, en la furia de los temblores mucha de la gente de estos pueblos, a la falda del cerro, ofrecieron lana de colores y otras cosas que solían antiguamente, y algunos indios e indias desesperando se arrojaban vivos en las quebradas y concavidades que se iban abriendo del volcán. Dicen que tendrá grandísimo circuito la boca, y bien es de entender, a quien considerarse la ceniza que dél ha salido, que llegó hasta Chuquisaca y Potosí y, por la parte de la Puna, que son doscientas y cincuenta leguas, y a Yca por los Llanos, que son más de cien leguas y hasta el Cuzco de travesía, que son setenta leguas y en circuito más de seiscientas, y que el altor, en partes, era de treinta y dos palmos y en otras a cuatro y a tres y a dos y a una vara y a media, en la que menos un palmo sin lo que en el mar y ríos se consumió. Anduvo entre los indios de la comarca una superstición, diciendo que se habían juntado a consulta el volcán que reventó y el que está sobre la ciudad de Arequipa, y le dijo que reventase; y el de Arequipa le dio por respuesta que no lo haría por ser como era cristiano y llamarse Francisco, y de las palabras y enojos que tuvieron, resultó el de Arequipa darle al otro un encontrón que le hizo reventar. Cosa ridícula y que arguye la ceguedad de estos miserables. Quedaron los caminos de manera que no se podía caminar, y en parte las cabalgaduras de los caminantes se hundían en la ceniza. Hase perdido y quedado enterrado infinito ganado vacuno y ovejuno, y en las lomas muchas mulas que allí se criaban, porque se cegaron los pastos y se ocultaron las aguas. En la ciudad se siguió luego hambre, por haberse desbaratado los molinos, y en todas las casas se morían las bestias, y no quedó en el cielo ave, golondrina, paloma tórtolas, gorriones, aunque todas no murieron, y en el valle de Víctor las tórtolas, en el tiempo de la obscuridad, acudían a las partes y aposentos donde veían lumbre, y se sentaban junto la gente y se dejaban tomar ciegas y flacas, y las vicuñas y huanacos de la Puna andaban abobadas y se metían entre la gente y murieron muchísimas, y las sabandijas de la tierra no quedó ninguna; no quedó chácara de maíz que se pudiese aprovechar, porque cubiertas de cenizas, se perdió y, como estaba en flor, no hubo remedio ninguno para ello. Por otra parte los indios, vista la perdición de sus chácaras, ayudados de sus usos y abominaciones antiguas, dieron en comerse todas las aves, cuyes y carneros que tenían, aunque era cuaresma, diciendo que se acababa el mundo y querían morir hartos. Colgaban perros vivos por los pies y les daban muchos golpes y azotes, diciendo que con aquello se acabaría la tempestad, y se empezó a creer entre ellos que en ciertos días se había de hundir toda la tierra y abrasarse. Así iban huyendo y dejaban sus casas. Todos los árboles frutales de la ciudad se perdieron, porque se desgajaron y arruinaron sin quedar cosa en pie y los sauces, de que había diferentes alamedas, los destrozó tronchándolos y derribándolos y en las higueras no quedó hoja. Pues semejantes males bien se pudieran llevar, si las haciendas y heredades del valle de Víctor y Siguas, que están a siete leguas de Arequipa, quedarán en pie y de provecho, pero a la hora que llegó a Arequipa cayó sobre el valle otra inundación de ceniza más brava y temerosa, que pasaba de media vara de alto la que había. La segunda obscuridad que también le alcanzó, la acrecentó de manera que se hundieron muchas bodegas y se asolaron infinitas heredades, y las que en general corrieron más riesgo, fueron las que estaban en partes bajas y arrimadas a cerros, porque, como la ceniza no hacía asiento en ellos, antes se deslizaba, bajaba corriendo con tanto ímpetu, que parecía avenida de agua, y a modo de una corriente furiosa discurría por las heredades, llevándose por delante cuanto topaba, y enterrándolo todo y quebrando las vasijas. Así, viñas, olivares y cañaverales quedaron perdidos sin que diese género de cosecha alguna, y ha sido tanta la ruina que no se espera en muchos años volverán en sí, y se entiende el daño pasó de dos millones de ducados. Sucedieron cosas monstruosas y notables y casi increíbles, si no se vieran y palparan con las manos. Una fue que en el valle de Quilca, a donde se juntan los dos ríos de los valles de Víctor y Asiguas, y hacen uno muy caudaloso, yendo un indio y un negro a las orillas, acertó a bajar en aquel instante una avenida de ceniza tan brava que, cogiéndolos sin se poder escapar, y al negro dio con él en el río y lo ahogó, y al indio lo pasó en vuelo a la otra banda sin hacerle mal alguno. En el valle de Quilca perecieron cinco personas, y en el de Paica tres, pues en los valles de Tambos, Majes, Moquegua, Camaná, Ocaña sucedieron cosas lastimosas y para referir con lágrimas, porque no quedó en ellos olivar, cañaveral, ají, sementeras y viñas que no asolase, y aún sucedió, un olivar que estaba junto a la mar, arrancallo de raíz la ceniza y lo llevó hasta la mar, donde se veían andar los árboles. Como refiero arriba, no hubo jamás en treinta días uno seguro, porque, si alguno amaneció claro y sereno, luego se obscurecía, de manera que parecía noche tenebrosa, y los aires que se levantaban y con ello la ceniza ahogaba la gente y la hacía estar encerrada, y por todas partes se vio esta desdichada y afligida ciudad rodeada de trabajos y aflicciones y, según refieren personas fidedignas que en estas tribulaciones se hallaron, no fue la mitad de lo que está dicho la calamidad y desventura que pasaron lo pobres ciudadanos de Arequipa, lo cual puedo afirmar yo como testigo de vista, que a todo me hallé presente en la dicha ciudad. Pues para remedio de tanto infortunio, el año de mil y seiscientos y cuatro, a veinte y cuatro del mes de noviembre, víspera de Santa Catarina mártir, tembló la tierra con tanta furia y estruendo, que no quedó en aquella miserable ciudad edificio que no viniese abajo, con tal ruina y destrucción que se renovaron las plagas, pérdidas y miserias antiguas. De los conventos el de San Francisco, por ser de bóveda, quedó en pie y el de San Agustín de la misma suerte, pero tan lastimados, abiertos y para hundirse, que fue fuerza derrocarlos para seguridad, y hacerlos de nuevo, y así parece que la ira del inmenso Dios ha caído sobre aquella ciudad, para azote y castigo de los pecados que en ella se cometían.
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CAPÍTULO XXII Cómo ya los mismos indios estaban cansados y no podían sufrir las crueldades de sus dioses Esta tan excesiva crueldad en derramar tanta sangre de hombres, y el tributo tan pesado de haber de ganar siempre cautivos para el sustento de sus dioses, tenía ya cansados a muchos de aquellos bárbaros, pareciéndoles cosa insufrible; y con todo eso, por el gran miedo que los ministros de los ídolos les ponían de su parte, y por los embustes con que traían engañado al pueblo, no dejaban de ejecutar sus rigurosas leyes; mas en lo interior, deseaban verse libres de tan pesada carga. Y fue providencia del Señor que en esta disposición hallasen a esta gente los primeros que les dieron noticia de la ley de Cristo, porque sin duda ninguna les pareció buena ley y buen Dios el que así se quería servir. A este propósito me contaba un padre grave en la Nueva España, que cuando fue a aquel reino, había preguntado a un indio viejo y principal, cómo los indios habían recibido tan presto la ley de Jesucristo, y dejado la suya sin hacer más pruebas ni averiguación, ni disputa sobre ello, que parecía se habían mudado sin moverse por razón bastante. Respondió el indio: "No creas, padre, que tomamos la ley de Cristo tan inconsideradamente como dices, porque te hago saber que estábamos ya tan cansados y descontentos con las cosas que los ídolos nos mandaban, que habíamos tratado de dejarlos y tomar otra ley. Y como la que vosotros nos predicásteis nos pareció que no tenía crueldades y que era muy a nuestro propósito, y tan justa y buena, entendimos que era la verdadera ley, y así la recibimos con gran voluntad". Lo que este indio dijo se confirma bien con lo que se lee en las primeras relaciones que Hernando Cortés envió al Emperador Carlos Quinto, donde refiere que después de tener conquistada la ciudad de México, estando en Cuyoacán, le vinieron embajadores de la república y provincia de Mechoacán, pidiéndole que les enviase su ley y quien se la declarase, porque ellos pretendían dejar la suya porque no les parecía bien. Y así lo hizo Cortés y hoy día son de los mejores indios y más buenos Cristianos que hay en la Nueva España. Los españoles que vieron aquellos crueles sacrificios de hombres, quedaron con determinación de hacer todo su poder para destruir tan maldita carnicería de hombres; y más cuando vieron que una tarde, ante sus ojos, sacrificaron sesenta o setenta soldados españoles, que habían prendido en una batalla que tuvieron durante la conquista de México. Y otra vez hallaron en Tezcuco en un aposento, escrito de carbón: "Aquí estuvo preso el desventurado de fulano con sus compañeros, que sacrificaron los de Tezcuco". Acaeció también un caso extraño pero verdadero, pues lo refieren personas muy fidedignas, y fue que estando mirando los españoles un espectáculo de aquellos sacrificios, habiendo abierto y sacado el corazón a un mancebo muy bien dispuesto, y echándole rodando por la escalera abajo como era su costumbre, cuando llegó abajo, dijo el mancebo a los españoles en su lengua: "Caballeros: muerto me han"; lo cual causó grandísima lástima y horror a los nuestros. Y no es cosa increíble que aquel hablase habiéndole arrancado el corazón; pues refiere Galeno haber sucedido algunas veces en sacrificios de animales, después de haberles sacado el corazón y echádole en el altar, respirar los tales animales, y aun bramar reciamente y huir por un rato. Dejando por agora la disputa de cómo se compadezca esto con la naturaleza, lo que hace al intento es ver cuán insufrible servidumbre tenían aquellos bárbaros al homicida infernal, y cuán grande misericordia les ha hecho el Señor en comunicarles su ley mansa, justa y toda agradable.
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CAPÍTULO XXII El ejército sale de Ychiaha y entra en Acoste y en Coza, y el hospedaje que en estas provincias se les hizo Recibida la relación de las minas de oro que fueron a descubrir, mandó el gobernador apercibir para el día siguiente la partida, la cual hicieron nuestros castellanos dejando al curaca y a sus indios principales muy contentos de las dádivas que el general y sus capitanes les dieron por el hospedaje que les hicieron. Caminaron aquel día la isla abajo, que, como dijimos, era de cinco leguas en largo. A la punta de ella, donde el río se volvía a juntar, estaba fundado otro pueblo llamado Acoste. Era de otro señor bien diferente del pasado. El cual recibió a los castellanos muy de otra manera que el cacique de Ychiaha, porque no les mostró semblante alguno de amistad, antes estaba puesto en arma con más de mil y quinientos indios de guerra, bien compuestos de plumajes y apercibidos de armas, las cuales traían en las manos sin las querer dejar, aunque habían recibido ya a los españoles en su pueblo. Y se mostraban tan bravos y ganosos de pelear que no había indio que, hablando con español, no presumiese clavarle los dedos en los ojos, y así lo cometían a hacer. Y si les preguntaban algo, respondían con tanta soberbia, sacudiendo y blandiendo los brazos con los puños cerrados (señales que ellos hacen cuando quieren pelear), que no se les podía sufrir la desvergüenza que tenían ni las palabras y ademanes, que todos provocaban a batalla. De tal manera que muchas veces estuvieron los castellanos, perdida la paciencia, por cerrar con ellos. Mas el adelantado lo estorbó diciéndoles que sufriesen todo lo que hiciesen los indios siquiera por no quebrar el hilo de la paz que hasta allí habían traído desde que salieron de la belicosa provincia de Apalache. Así se hizo como el gobernador lo mandó, mas aquella noche los unos y los otros la pasaron toda puestos en sus escuadrones como enemigos declarados. El día siguiente se mostraron los indios más afables, y el curaca y los más principales vinieron con nuevo semblante a ofrecer al gobernador todo lo que en su tierra tenían, y le dieron zara para el camino. Entendiose que algún buen recaudo que el señor de Ychiaha les hubiese enviado en favor de los españoles hubiese causado aquel comedimiento. El general les agradeció el ofrecimiento y les pagó el maíz, de que ellos quedaron contentos, y el mismo día salió del pueblo y pasó el río en canoas y balsas, de que había gran cantidad. Y daban todos gracias a Dios que los hubiese sacado del pueblo Acoste sin haber quebrado la paz que hasta allí habían traído. Salidos de Acoste, entraron en una gran provincia llamada Coza. Los indios salieron a recibirles de paz y les hicieron toda buena amistad, dándoles para el camino bastimentos y guías de un pueblo a otro. El curaca y señor de esta provincia había el mismo nombre que ella, la cual, por donde los españoles la pasaron, tenía más de cien leguas de largo, todas de tierra fértil y muy poblada, tanto que, algunos días que caminaron por ella, pasaban por diez y por doce pueblos, sin los que dejaban a una mano y otra del camino. Verdad es que los pueblos eran pequeños, de los cuales salían los indios con mucho contento y regocijo a recibir los cristianos y los hospedaban en sus casas, y de muy buena voluntad les daban cuanto tenían, y por el camino les iban sirviendo los de un pueblo hasta llegar al otro, y, cuando éstos los habían recibido, se volvían aquéllos. De esta manera los llevaron por todas las cien leguas, alojándose los españoles unas noches en poblado y otras en el campo, como acertaban a hacerse las jornadas, que todas eran de a cuatro leguas poco más o menos. El señor de aquella provincia Coza, que estaba al otro término de ella, enviaba cada día nuevos mensajeros con un mismo recaudo, repetido muchas veces, dando al gobernador el parabién de su buena venida, suplicándole caminase por su tierra muy poco a poco holgándose y regalándose todo lo que le fuese posible, que él le esperaba en el pueblo principal de su provincia para servir a su señoría y a todos los suyos con el amor y voluntad que ellos verían. Los españoles caminaron veintitrés o veinticuatro días sin acaecerles cosa que sea de contar, si no es repetir muchas veces la buena acogida que los indios les hacían, hasta que llegaron al pueblo principal, llamado Coza, de quien tomaba nombre toda la provincia, donde estaba el señor de ella. El cual salió una gran legua a recibir al gobernador acompañado de más de mil hombres nobles muy bien aderezados con mantos de diversos aforros de pieles. Muchas de ellas eran de martas finas que daban de sí grande olor de almizcle. Traían sobre sus cabezas grandes plumajes, que son la gala y ornamento de que los indios de este gran reino más se precian, y, como éstos fuesen bien dispuestos, como lo son generalmente todos los de aquella tierra, y los plumajes subiesen media braza en alto y fuesen de muchas y diversas colores, y ellos estuviesen en el campo puestos por su orden en forma de escuadrón de veinte por hilera, hacían una hermosa y agradable vista a los ojos. Con esta grandeza y ostentación militar y señoril recibieron los indios al general y a sus capitanes y soldados, haciendo todas las mayores demostraciones que podían de contento que decían tener de verlos en su tierra. Al gobernador aposentaron en una de tres casas que en diversas partes del pueblo tenía el curaca hechas de la forma que de otras semejantes hemos dicho, asentadas en alto, con las ventajas de casas de señor a las de los vasallos. El pueblo estaba fundado a la ribera de un río, tenía quinientas casas grandes y buenas, que bien mostraba ser cabeza de provincia grande y principal como se ha dicho. La mitad del pueblo (hacia la posada del gobernador) tenía desembarazado, donde se alojaron los capitanes y soldados, y cupieron todos en él porque las casas eran capaces de mucha gente, donde estuvieron los castellanos once o doce días servidos y regalados del curaca y de todos los suyos como si fueran hermanos muy queridos, que cierto ningún encarecimiento basta a decir el amor y cuidado y diligencia con que les servían, de tal manera que los mismos españoles se admiraban de ello.
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CAPÍTULO XXII Descubrimiento de un edificio. --Otros dos. --Descripción del primero. --Adorno de estuco. --Columnas. --Corredor. --Pinturas. --Cuarto central. --Altar. --Cuerpo superior. --Tabletas de piedra. --Otro edificio. --Figura mutilada. --Departamentos. --Altar. Otro edificio más. --Esta ciudad fue vista por los primitivos viajeros españoles y continuó ocupada después de la Conquista. --Adoratorios. --Relatos sobre ciudades arruinadas en el interior. --Viaje de regreso. --Mareo. --Nizuk. --Kankún. --Edificios arruinados. --Isla Mujeres. --Pájaros de la mar. --Apariencia de la isla. --Una horrible pira funeral. --Gaviotas. --Lafitte. --Asociaciones piráticas. --Confesión de un pirata. --Visita a las ruinas. --Edificio solitario. --Escena grandiosa. --Corredores. --Inscripciones. --Edificio cuadrado. --Relato de Bernal Díaz. --Partida de la isla. --Cabo Catoche. --Yalahau. --Montículo antiguo. --El Cuyo. --Un conocido antiguo en desgracia A la mañana siguiente concluimos lo que quedaba por hacer, y después de una comida anticipada nos preparamos para dejar las ruinas. Mientras que los hombres estaban preparando sus cargas, marqué al Dr. Cabot un punto en la muralla, en que al tiempo de estarla midiendo Mr. Catherwood y yo habíamos espantado a dos pavos de monte. Corrió en persecución de ellos con su cuchillo de caza, y mientras estábamos sentados en las escaleras del castillo oí que me llamaba, diciendo que había encontrado otro edificio que aún no habíamos visto. Pensando en economizar mis zapatos de cuero y huyendo de la ocasión de destrozarlos con andar sobre el peñasco vacilé al principio dudando si iría; pero él insistió. Estaba tan cerca de nosotros, que nos comunicábamos con él sin ningún esfuerzo de la voz, y sin embargo yo no podía ver nada de él ni del edificio. Siguiendo la senda que había llevado, muy luego le hallamos en pie delante del dicho edificio, y mientras le dábamos vuelta para examinarlo, descubrimos otros dos inmediatos, casi invisibles por la densidad del follaje, no obstante que eran los mayores en dimensiones, después del castillo. Nuestros planes quedaban desconcertados con este descubrimiento, porque no podíamos partir de allí sin tomar las vistas de los edificios. Dirigímonos otra vez a los escalones del castillo, y entramos todos a deliberar en consejo. Los cargadores tenían ya listas sus cargas; Bernardo dijo que por todas provisiones no quedaban más que dos tortillas; y la idea de pasar otro día en el castillo nos desalentaba. Hacía tanto tiempo que teníamos la costumbre de dormir, que el sueño hacía parte de nuestra naturaleza: una noche de reposo era indispensable, y por tanto nos pusimos en marcha con el propósito de volver al día siguiente. Antes de amanecer, Albino acompañado de Molas y los marineros se pusieron en camino; y, cuando Mr. Catherwood llegó al sitio, estaba ya despejado el primer edificio, cuyo frente da al poniente, mide treinta y siete pies de largo y diecinueve de ancho, y consiste en dos cuerpos. El exterior estuvo espléndidamente decorado y sobre la cornisa había fragmentos de ricos adornos en estuco. El cuerpo inferior tenía cuatro columnas que formaban cinco puertas de entrada a un estrecho corredor, que encerraba por tres costados a la habitación central. Las paredes del corredor estaban cubiertas en ambos lados de pinturas enmohecidas y casi borradas por la áspera frondosidad de la vegetación que reinaba en torno. Una puertecilla en el frente daba entrada a la cámara, que mide once pies sobre siete y cuyas paredes estaban también cubiertas de pinturas destruidas y borradas: en la pared de la testera había un altar para quemar copal. El edificio superior está directamente encima de la cámara baja, y corresponde con ella en dimensiones, siendo éste el único ejemplar que encontramos de que una pieza estuviese directamente colocada bajo la otra. No había escalera ni ningún otro medio visible de comunicación entre el cuerpo superior e inferior del edificio. A espaldas de éste, había otros dos conexionados con él, pero cubiertos de raíces y completamente destruidos por los árboles. Entre las ruinas había dos tabletas de piedra de superficie convexa, que medían seis pies seis pulgadas de largo, dos pies cuatro pulgadas de ancho y ocho pulgadas de espesor con algunos confusos vestigios de escultura. A la corta distancia de cincuenta y tres pies se encuentra otro edificio, situado en una terraza de seis pies de elevación, con una escalinata en el centro, y mide cuarenta y cinco pies sobre veintiséis, tiene dos pilares en la puerta de entrada y sobre el centro existe la cabeza de una figura mutilada. El interior está dividido en dos departamentos principales y paralelos, y a la extremidad norte del interior hay un pequeño cuarto que contiene un altar cercado, de cinco pies de largo y tres pies seis pulgadas de ancho, destinado para quemar copal. El techo había caído completamente y crecían los árboles desde el piso. Cerca de éste hay otro edificio, mayor que el último, construido sobre el mismo plan, pero más arruinado. Todos estos edificios estaban como a doscientos pies de los escalones del castillo. Estábamos a punto de partir cuando los descubrimos, y si no hubiese sido por la casualidad de que el Dr. Cabot se hubiese dirigido hacia aquel rumbo, abriendo una vereda para coger pájaros, habríamos salido de allí ignorando completamente su existencia. Fácil es imaginarse que, cuando esta ciudad estaba habitada y despejada de árboles, se verían los edificios todos desde el mar. Es sabido que los españoles navegaron a lo largo de esta costa, y es regular que el lector quiera saber si no han dejado algún relato sobre su existencia. Vamos a verlo. Tomando la narrativa de la expedición de Grijalva desde el punto en que la dejamos, después de cruzar desde la isla de Cozumel, continúa así: "Seguimos camino todo el día y toda la noche, y a puestas del sol del día siguiente descubrimos un pueblo o ciudad tan grande, que Sevilla no nos hubiera parecido ni mayor ni mejor. Allí vimos una torre muy elevada. Una muchedumbre de indios estaba en la playa conduciendo dos estandartes que los indios subían y bajaban, como para indicarnos que fuésemos a juntarnos con ellos. El mismo día llegamos a una bahía cerca de la cual existía una torre, la más elevada que hasta allí hubiésemos visto. Notamos un pueblo muy considerable y la campiña estaba regada de varios ríos. Descubrimos una bahía, en donde una escuadra podría haber entrado muy bien". Este relato no es ciertamente tan exacto que pueda mostrar la costa tal como existe actualmente; pero sí más minucioso que otros muchos de los primeros viajes de los españoles, y en mi opinión es más que suficiente para identificar esta ciudad, que hoy se encuentra desolada. Después de cruzar desde la isla de Cozumel, navegando por veinticuatro horas, naturalmente debían ir a dar sobre esta parte de la costa; y la otra circunstancia mencionada del descubrimiento de una bahía, en que una escuadra podía entrar, es todavía más fuerte indicio; porque a la distancia como de ocho leguas más abajo de Tuluum está la bahía de la Ascensión, de la que siempre hablan los escritores españoles como de un puerto en que podía anclar toda la escuadra española. Es la única bahía en toda la extensión de la costa desde el cabo Catoche en que pudiesen entrar embarcaciones de alto bordo, todo lo cual me obliga a creer que el punto desolado conocido hoy bajo el nombre de Tuluum era aquel pueblo o ciudad tan grande, que Sevilla no hubiera parecido ni mejor ni mejor, y que el castillo, de donde nos habían expulsado los mosquitos, era la torre más elevada que hubieran visto los españoles. Todavía creo más, y es que esta ciudad continuó ocupada por sus antiguos habitantes hasta mucho tiempo después de la Conquista; porque Grijalva regresó desde la bahía de la Ascensión, pasó la segunda vez sin desembarcar, y, después de la desastrosa expedición de don Francisco de Montejo, los españoles no hicieron ninguna tentativa sobre esta parte de la costa; de manera que los indígenas debieron permanecer allí largo tiempo sin ser molestados. La impresión de esta ocupación, comparativamente moderna, se recibe del aspecto de los edificios mismos, que, si bien están muy arruinados por la exuberancia de la vegetación, tiene en algunos casos tal apariencia de frescura y buen estado, que en medio de la soledad y desolación que reinan en derredor presentan un espectáculo verdaderamente terrible e imponente. En la parte exterior de las murallas hay varios edificios pequeños, que sin duda estuvieron destinados para adoratorios o altares, de los cuales uno principalmente nos llamó la atención. Se encuentra sobre una terraza que tiene una plataforma circular en la falda del peñasco, con vista al mar y mide quince pies de frente sobre doce de profundidad. La puerta o entrada da frente al norte. El interior consiste en un solo cuarto, y en la testera hay un altar tan bien conservado, que podía usarse para lo que sirvió ordinariamente. Al fin de los escalones y cubierto de las mismas zarzas y palmeras de que está cuajado todo el peñasco hay un pequeño altar con adornos en estuco, uno de los cuales parece representar una piña. Estas pequeñas esculturas carecían en lo absoluto del carácter sólido y macizo de los edificios, y eran tan frágiles que casi podían derribarse con el pie; están al aire libre, expuestos al furor de los vientos orientales y casi bañados por el mar. Era imposible creer que aquel altar hubiese sido abandonado por trescientos años; y no hay duda de que en este intervalo de tiempo algún ojo vigilaba sobre él, alguna mano piadosa lo reparaba, y mucho después de la llegada de los españoles los indios verificaban sobre él sus ritos idolátricos. Atentas las circunstancias de nuestra visita a este sitio, hallamos que era uno de los más interesantes que hubiésemos visto en toda nuestra exploración de las ruinas; pero véome obligado a omitir muchos detalles que merecen ser descritos y comentados, y voy a concluir con una sola observación. El lector sabe ya las dificultades que encontramos para llegar desde el interior a este sitio. Toda la región triangular que media desde Valladolid a la bahía de la Ascensión por un lado, y hasta el puerto de Yalahau por el otro, no está cruzada de un solo camino carretero, y el rancho de Molas es el único establecimiento que se encuentra en la costa que sirve de base a este triángulo. Toda esta región está enteramente desconocida, y el hombre blanco jamás ha entrado en ella. No hay duda de que existen allí ciudades arruinadas, y el joven Molas nos habló de un gran edificio existente a distancia de algunas leguas en el interior, conocido de un indio viejo, cuyo edificio estaba cubierto de pinturas brillantes y de un vivo colorido, siendo perfectamente visible su objeto. Con alguna dificultad logramos ver a este indio; pero era extremadamente incomunicativo, dijo que hacía muchos años que había visto el edificio, y que se había encontrado con él en la estación de la seca mientras se hallaba cazando, y que hoy le sería imposible dar con el sitio en que se hallaba. Yo estoy creído que en esta región muchas ciudades, semejantes a las que habíamos visto en ruina, permanecieron en pie y estuvieron ocupadas por largo tiempo, tal vez una o dos centurias después de la Conquista, y que todavía hasta un período comparativamente reciente algunos indios vivían en ellas de la misma manera que antes del descubrimiento de la América. En efecto, yo concibo que no es imposible que en esta apartada región pueda existir hasta hoy, sin haberla descubierto jamás el hombre blanco, alguna ciudad indígena ocupada por los restos de la antigua raza que todavía daba culto a sus ídolos en los templos de sus padres. Tal vez piensa el lector que yo he avanzado más allá de lo racional. Habíamos ya concluido nuestro viaje a lo largo de la costa; y el objeto que nos propusimos estaba plenamente terminado. Habíamos visto abandonados y en estado de ruinas los edificios mismos que los españoles vieron enteros y habitados por los indios; y los habíamos identificado incuestionablemente, como la obra del mismo pueblo que edificó las grandes ciudades arruinadas que, al principiar nuestro viaje, nos habían parecido envueltas en el velo de un misterio impenetrable. Desde entonces creímos que el descubrimiento y comparación de estas ruinas eran, si no el único, a lo menos el más seguro medio de apartar ese velo; y, aunque otras pruebas se nos han presentado, éstas no son menos interesantes en ese respecto. Quedaba concluido nuestro viaje en esta dirección, y ahora sólo pensábamos en regresar a nuestro país. Una tempestad nos detuvo un día más en Tancah, y el martes por la mañana vino el patrón a toda prisa a decirnos que nos dirigiésemos a bordo porque el viento escaseaba de tal manera, que podía serle difícil salir del puerto: despedímonos de Molas y del carpintero, y a poco rato después estábamos ya en camino. El viento era bastante fuerte, la mar venía tan gruesa y nuestra pequeña canoa se hallaba en tal conmoción, que casi todos nosotros nos vimos acometidos del mareo. Los criados se habían inutilizado a tal punto, que no teníamos probabilidades de comer. Llevábamos un viento fuerte mientras pasamos por delante de varios edificios formados de pequeñas piedras cuadradas, semejantes a aquéllos de que ya hemos hecho referencia; pero, con motivo de la aspereza del mar y lo pedregoso de la costa, nos fue imposible hacer tierra. A una hora muy adelantada de la tarde llegamos enfrente de la punta Nizuc, visible por una palma solitaria que allí se encuentra, y nos detuvimos a pasar la noche. A la mañana siguiente muy temprano nos pusimos en camino y costeamos hasta la punta de Kancum, en donde desembarcamos enfrente de un rancho que a la sazón ocupaban unos pescadores. Cerca de allí había otro gran montón de carapachos de tortuga. Los pescadores estaban ocupados en su cabaña remendando sus redes, y parecía que llevaban una vida social dura e independiente, que en nada se asemejaba a la que habíamos visto en lo interior. Un corto paseo nos llevó hasta la punta, en la cual había dos edificios decaídos, uno en completa ruina, y otro que tenía las mismas dimensiones del más pequeño que vimos en Tuluum. Era tan intenso el calor y estábamos tan aburridos de la muchedumbre de insectos, que no creíamos valiese la pena el detenernos; y por tanto regresamos a la cabaña, nos embarcamos, cruzamos el estrecho y al cabo de dos horas llegamos a Isla Mujeres. En la playa había inmensas manadas de pájaros de la mar; sobre nuestras cabezas volaba una blanca nube de garzas y, no sin cierta sorpresa de los pescadores, nuestra llegada al fondeadero se señaló con una descarga cerrada contra los pájaros, y con una zambullida en el agua para recoger a los muertos y heridos. Al dirigirnos a la costa, nos encontramos sobre un banco de lodo, y tuvimos tiempo de contemplar la pintoresca belleza de la escena que se nos presentaba. Era una pequeña playa de arena con una costa rocallosa de cada lado, y una arboleda que crecía hasta dentro del agua, interrumpida únicamente por un pequeño desmonte, en que había dos chozas cubiertas de palmas y una enramada que tenía un techo de la misma especie. Bajo la enramada aparecían colgadas tres pequeñas hamacas, en que se veía un pescador tostado del sol componiendo una red, mientras que dos indezuelos se ocupaban en tejer una nueva. El viejo pescador, sin abandonar la obra que traía entre manos, nos ofreció las hamacas, y, para satisfacer nuestra primera invariable necesidad en aquella costa, envió a un muchacho a buscar agua, que, aunque no era buena, era mejor que la que traíamos a bordo. A lo largo de la costa, y a corta distancia de allí, había un montón de restos de tortugas, medio enterrados y cubiertos de infinitos millones de moscas que le daban la apariencia de un cuerpo movible; y junto a esta asquerosa pira, como para formar un contraste de belleza y deformidad, aparecía un árbol completamente cubierto de garzas, de tal suerte que el follaje parecía formado de la blanca y espléndida pluma de estas aves. Dispusimos que se nos sirviese la comida bajo la enramada, y mientras estábamos sentados llegó a la playa una canoa, los pescadores arrastraron de ella dos enormes tortugas, cuyos carapachos fueron a aumentar la pira funeral que estaba allí cerca, trajeron a la enramada varias ristras de huevos, y colocaron en los maderos de la cerca aquellas partes que servían para comer y extraer grasa, perturbando nuestra primera satisfacción de haber llegado a la enramada, la vista de un enjambre de moscas, que cayó sobre la nueva presa. Nos habíamos detenido otra vez para visitar ruinas; pero habiendo llovido en la tarde no pudimos llegar a ellas. La enramada no tenía resguardo ninguno, y nos vimos precisados a refugiarnos en la cabaña, que era cómoda y abrigada, pero en la cual aparecían alineados los cántaros de grasa bajo el caballete y varios atados de concha de tortuga, mientras que las vigas estaban decoradas de ristras de huevos, restos de redes, velas viejas, trozos de madera y otros aperos que forman el mueblaje de los pescadores. No había inconveniente alguno ni era duro verse obligado a pasar la noche entre estos pescadores, porque su ocupación, atrevida, independiente, hacía varonil su carácter, y daba un aire de libertad a sus discursos y maneras. Entre los pescadores tenía fama aquella isla de haber sido el punto de reunión de Lafitte y sus piratas; y el patrón añadió que nuestro huésped había sido prisionero de aquél por espacio de dos años. El pescador era como de cincuenta y cinco de edad, alto, delgado, y su rostro estaba tan ennegrecido por la acción del sol, que era difícil descubrir si pertenecía a la raza blanca o mixta. Desde luego observamos que no gustaba mucho de hablar acerca de su cautividad; díjonos que ignoraba cómo había sido hecho prisionero, ni en dónde; y como los negocios de la piratería se habían hecho con bastante actividad y complicación en ese rumbo, llegamos a concebir la sospecha de que nuestro hombre no había sido prisionero contra su voluntad. Los pescadores, sus compañeros, no tenían sentimientos tan rígidos en el particular, y seguramente daban preferencia a la piratería como negocio más lucrativo y que proporcionaba ganar más onzas, que no el de estar apilando carapachos de tortuga. Ellos sin embargo abrigaban la idea de que los ingleses tenían diferentes miras en este respecto; y el pobre prisionero, como le llamaba el patrón, decía que todas estas cosas eran pasadas y que era mejor no hablar de ellas. Esto no impidió que dijese unas pocas palabras en honor de Monsieur Lafitte: no sabía si era verdad lo que las gentes decían; pero jamás había hecho mal a los pobres pescadores; y poco a poco llegó a decirnos que Lafitte murió en sus brazos, y que su viuda, que era una señora natural de Mobila, vivía a la sazón en grandes escaseces en Cilam, precisamente el puerto en donde pensábamos desembarcar. Además de estas asociaciones piráticas, la isla ha sido teatro de un extraño incidente ocurrido ahora dos años. Un marinero pobre y desvalido, hallándose en artículo de muerte en Cádiz, para recompensar la bondad de su huésped de permitirle morir en su casa, declaró a éste que algunos años antes había pertenecido a una pandilla de piratas, y que en cierta ocasión, después de haber hecho una rica presa y asesinado a toda la tripulación, él y sus compañeros habían ido a tierra en Isla Mujeres y enterrado una gruesa suma de dinero en oro. Cuando las hordas piráticas habían sido desbandadas logró escaparse, y no se había atrevido a volver a unas regiones en que podía ser reconocido. Dijo que sus camaradas habían sido ahorcados, a excepción de un portugués, que vivía en la isla de Antigua, y como único medio de recompensar la bondad de su huésped,le aconsejó que fuese a buscar al portugués y recobrase el tesoro. El huésped creyó al principio que la tal historia no tenía más objeto que asegurar la continuación del buen rato, y por lo mismo no hizo caso de ella; pero el marinero murió protestando la verdad de su relato hasta el último momento. El español hizo viaje a la isla de Antigua, y encontró al portugués, que empezó por negar todo conocimiento en el asunto; pero al fin hubo de confesar y dijo que sólo estaba esperando la primera oportunidad para dirigirse a Isla Mujeres y extraer el tesoro. Verificose entre ellos cierto arreglo, el español se proporcionó un pequeño buque y ambos se hicieron a la vela en aquella dirección. El barquito se vio escaso de provisiones y agua y a la altura de Yalahau encontró al patrón de nuestra canoa, quien recibió veinticinco pesos en señal de trato, y le llevó a dicho punto para hacer víveres. Mientras se hallaban allí, trasluciose la historia del tesoro: el portugués quiso escaparse, pero el español se hizo a la vela llevándole a bordo, y los pescadores les siguieron en canoas. El portugués, bajo la influencia de las amenazas, indicó un punto de desembarco y fue llevado a tierra, atado de pies y manos: protestó que en semejante situación le era imposible hallar el sitio que se buscaba, porque, no habiendo estado allí sino la única vez en que se había enterrado el oro, necesitaba de tiempo y libertad en sus movimientos; pero el español, furioso de la notoriedad que se había dado al asunto y de la importuna presencia de los pescadores, no quiso fiarse de él y puso su tripulación a practicar excavaciones, mientras que los pescadores hacían otro tanto por su propia cuenta. La obra continuó por dos días, en cuyo término el portugués fue tratado con la mayor crueldad: excitose con eso la simpatía de los pescadores, y se aumentó ésta con la consideración de que la isla estaba dentro de los límites en que ejercían la pesca, y de que, si se apoderaban del portugués, podrían volver con él oportunamente, extraer pacíficamente el tesoro y dividírselo sin intervención de los extranjeros. Entretanto, nuestro amigo don Vicente Albino, que a la sazón vivía en Cozumel, al oír hablar de un tesoro que existía en una isla deshabitada y sin dueño, y tan próxima a la suya, se dirigió allí con su balandra y reclamó al portugués. El propietario español se vio obligado a entregarlo; pero don Vicente no pudo retenerlo, y los pescadores le llevaron hasta Yalahau, en donde, luego que se vio libre de las garras de ellos, se aprovechó de la primera oportunidad para dirigirse a Campeche en una canoa, y desde entonces no se había oído hablar de él. A la mañana siguiente muy temprano, guiados de dos pescadores, nos dirigimos a visitar las ruinas. Isla Mujeres tiene de largo cuatro o cinco millas, media milla de ancho, y dista cuatro de la tierra firme. Las ruinas estaban situadas a la extremidad N. Por espacio de una corta distancia anduvimos a lo largo de la costa, y penetrando en una vereda nos dirigimos por el interior de la isla. Como a medio camino, nos encontramos con una Santa Cruz colocada por los pescadores, y desde allí oíamos la reventazón de las olas en la playa opuesta. Hacia la derecha, descubrimos una senda trillada, que muy pronto desapareció de nuestra vista; pero nuestros guías conocían su dirección, y, abriéndose paso con un machete, llegamos hasta un peñasco perpendicular, que presentaba una vista inmensa del océano, y contra el cual chocaban estrepitosamente las olas, agitadas todavía por la tempestad. Seguimos a nuestros guías por el borde del peñasco que presentaba enormes hendeduras, sin que hubiera allí ningún árbol ni más vegetación que unas plantas rastreras que los pescadores llamaban uvas, y cuyas raíces se extendían como las ramas de un viñedo. En la misma punta que terminaba la isla se encontraba solitario, destacándose atrevidamente sobre el mar, el edificio que habíamos ido a examinar. En el fondo de aquel escenario, y balanceándose en las ondas, aparecía una pequeña canoa en que nuestro huésped se hallaba a la sazón introduciendo a bordo una tortuga. Era aquella la mayor y más ruda escena que hubiésemos contemplado en todo nuestro viaje. Los escalones que guían al edificio se encuentran en buen estado de preservación, y al pie se halla una plataforma con las ruinas de un altar. El frontispicio, en todo un lado de la entrada principal, ha caído: cuando estuvo entero debió de haber medido veintiocho pies, y tiene quince de profundidad. En la parte superior hay una cruz, erigida probablemente por los pescadores. El interior está dividido en dos corredores, y en la pared del que está al frente hay tres puertas pequeñas que conducen al corredor interior. La techumbre es una bóveda triangular, y, si bien en todo esto se traslucía la misma mano de los que fabricaron en la tierra firme, en las paredes había ciertos caracteres escritos, verdaderamente extraños para un edificio indígena. Esas inscripciones eran las siguientes: D. Doyle, 1842. A. C. Goodall, 1842. H. M. Ship Blossom 11th. october, 1811. Corsaire Frances (Che bek) le Vengeur, Capt. Pierre Liovet; y pegados a la pared, en tarjetas separadas, se leían los nombres de los oficiales de las goletas de guerra tejanas, San Bernardo y San Antonio. A poca distancia de éste había otro edificio como de catorce pies en cuadro con cuatro puertas, y escalones en tres costados; pero se hallaba destruido y casi inaccesible con motivo de la espesura de los magueyes y otros espinos y abrojos que crecen en derredor. En el relato que ha dado Bernal Díaz sobre la expedición de Cortés dice que, después de haber salido de la isla de Cozumel, la escuadrilla se encontró dividida por la fuerza del viento, pero que al día siguiente todos los barcos volvieron a reunirse, a excepción de uno que, a juicio del piloto, fue hallado en cierta bahía sobre la costa de sotavento. "Aquí, dice Bernal Díaz, algunos de nuestros compañeros fueron a tierra y hallaron en el pueblo cuatro templos cuyos ídolos representaban mujeres humanas de grandes dimensiones, por cuyo motivo llamamos aquel sitio la punta de las Mujeres". Gomara habla de un cabo Mujeres, y dice lo siguiente: "en este lugar había torres cubiertas de madera y paja, en las cuales, con el mejor orden posible, había varios ídolos que representaban mujeres". Ninguno de los historiadores antiguos hace memoria de una Isla de Mujeres; pero no hay allí punta ni cabo en la tierra firme, y si tenemos presente la ignorancia de la costa que debió de haber existido entre los primeros descubridores, no tiene nada de extraño suponer que los españoles dieron al promontorio en que estaban esos edificios el nombre de punta o cabo; en cuyo caso el primer edificio de que he hablado puede ser uno de los templos o torres de que hablan Bernal Díaz y Gomara. Volvimos a la cabaña listos para embarcarnos, y a las doce del día nos despedimos de los pescadores y nos encontramos de nuevo a bordo de nuestra canoa. El viento era fuerte y bueno, y muy pronto llegamos a la punta de la isla. Al oscurecer doblamos el cabo Catoche, y por la primera vez estuvimos costeando toda la noche: con eso, al amanecer, nos encontramos dentro del puerto de Yalahau. Después de las desoladas regiones que acabábamos de visitar, la antigua guarida de los piratas nos pareció una metrópoli. Anclamos en un banco de fango, y descubrimos entonces que nuestro patrón, alquilado únicamente para aquel viaje, intentaba dejarnos sustituyendo otro en su lugar. Temiendo que la tripulación le siguiese y nos obligase a detenernos, dirigimos un mensaje amenazador al agente, con lo cual los retuvimos a bordo. A las siete de la mañana volvimos a ponernos en camino con viento en popa, y tan fuerte, que tuvimos que aferrar la vela mayor. La costa era baja, árida y monótona. A las tres de la tarde pasamos un antiguo montículo, que descollaba sobre las cabañas que forman el puerto del Cuyo, que servía de señal a los marineros, pues que podía verse desde tres leguas de distancia; pero el patrón nos dijo que no había allí edificios ni vestigios de ruinas. A las cuatro de la tarde nos encontramos con un conocido antiguo en desgracia. Era el bergantín que llegó a Sisal pocas horas después de nosotros, y yacía náufrago en la playa, rota la arboladura, las velas hechas pedazos, pero el casco entero todavía. Probablemente desde mucho antes de ahora, la costa estará cubierta de sus fragmentos.
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CAPÍTULO XXII Del principal Inga llamado Guaynacapa Al dicho señor sucedió Guaynacapa, que quiere decir mancebo rico o valeroso, y fue lo uno y lo otro, más que ninguno de sus antepasados ni sucesores. Fue muy prudente y puso gran orden en la tierra en todas partes; fue determinado y valiente, y muy dichoso en la guerra, y alcanzó grandes victorias. Este extendió su reino mucho más que todos sus antepasados juntos. Tomole la muerte en el reino de Quito, que había ganado, que dista de su corte cuatrocientas leguas. Abriéronle, y las tripas y el corazón quedaron en Quito, por haberlo él así mandado, y su cuerpo se trajo al Cuzco, y se puso en el famoso templo del sol. Hoy día se muestran muchos edificios, y calzadas y fuertes, y obras notables de este rey; fundó la familia de Temebamba. Este Guaynacapa fue adorado de los suyos, por dios, en vida, cosa que afirman los viejos que con ninguno de sus antecesores se hizo. Cuando murió, mataron mil personas en su casa, que le fuesen a servir en la otra vida, y ellos morían con gran voluntad por ir a servirle, tanto que muchos, fuera de los señalados, se ofrecían a la muerte para el mismo efecto. La riqueza y tesoro de éste, fue cosa no vista, y como poco después de su muerte entraron los españoles, tuvieron gran cuidado los indios, de desaparecerlo todo, aunque mucha parte se llevó a Cajamalca para el rescate de Atahualpa, su hijo. Afirman hombres dignos de crédito, que entre hijos y nietos, tenía en el Cuzco más de trescientos. La madre de éste fue de gran estima; llamose Mamaoclo. Los cuerpos de ésta y del Guaynacapa, muy embalsamados y curados, envió a Lima, Polo, y quitó infinidad de idolatrías que con ellos se hacían. A Guaynacapa, sucedió en el Cuzco un hijo suyo que se llamó Tito Cussi Gualpa, y después se llamó Guascar Inga, y su cuerpo fue quemado por los capitanes de Atahualpa, que también fue hijo de Guaynacapa, y se alzó contra su hermano, en Quito, y vino contra él con poderoso ejército. Entonces sucedió que los capitanes de Atahualpa, Quizquiz y Chilicuchima, prendieron a Guascar Inga en la ciudad del Cuzco, después de admitido por señor y rey, porque en efecto era legítimo sucesor. Fue grande el sentimiento que por ello se hizo en todo su reino especial en su corte, y como siempre en sus necesidades, ocurrían a sacrificios, no hallándose poderosos para poner en libertad a su señor, así por estar muy apoderados de él los capitanes que le prendieron, como por el grueso ejército con que Atahualpa venía, acordaron y aún dicen que por orden suya, hacer un gran sacrificio al Viracocha Pachayachachic, que es el creador universal, pidiéndole que pues no podían librar a su señor, él enviase del cielo gente que le sacase de prisión. Estando en gran confianza de este su sacrificio, vino nueva cómo cierta gente que vino por el mar, había desembarcado y preso a Atahualpa. Y así por ser tan poca la gente española que prendió a Atahualpa en Cajamalca, como por haber esto sucedido luego que los indios habían hecho el sacrificio referido al Viracocha, los llamaron viracochas, creyendo que era gente enviada de Dios, y así se introdujo este nombre hasta el día de hoy, que llaman a los españoles viracochas. Y cierto si hubiéramos dado el ejemplo que era razón, aquellos indios habían acertado en decir, que era gente enviada de Dios. Y es mucho de considerar la alteza de la Providencia Divina, cómo dispuso la entrada de los nuestros en el Pirú, la cual fuera imposible, a no haber la división de los dos hermanos y sus gentes, y la estima tan grande que tuvieron de los cristianos como de gente del cielo, obliga, cierto, a que ganándose la tierra de los indios, se ganaran mucho más sus almas para el cielo.
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Capítulo XXII Que trata del valle de Coquimbo, de indios y cosas que hay en él Hay desde el valle del Guasco al de Coquimbo cincuenta y cinco leguas de arenales. Hay dos jagüeyes en el camino de agua salobre. Este valle de Coquimbo es vistoso e ancho, más que ninguno de los que he dicho. Corre un río por él. Había muy mucha gente y era muy poblado, e cuando los ingas vinieron a conquistarles, sobre el abrir de una acequia que los ingas les mandaron sacar e no querían, mataron más de cinco mil indios, donde fueron parte para despoblar este valle de aquí. Este valle es de constelación e temple diferente de los que he dicho, porque de aquí comienza la tierra que llueve, no tanto que las comidas se criasen con el agua si no las ayudasen con regallas con las acequias. Es el invierno de este valle desde abril hasta agosto. No hace frío demasiado, ni el verano demasiado calor. Dase maíz, frísoles, papas, quinoa y zapallos, e darse han todas las plantas y árboles de nuestra España y hortaliza que en él se pusiere. Son del traje de los del Guasco y de sus ritos y cerimonias e costumbres que los del Guasco. Es lengua por sí. En este valle hay muy grandes minas de oro, son trabajosas de sacar por faltar el agua y estar lejos el río. En algunas partes de este valle hay algarrobos, y en algunas partes hay chañares. Hay salces e hay mucho arrayán. Hay por fuera del valle en lo alto e lomas unos árboles a manera de madroños, es muy buena leña para el fuego. Hay muchas hierbas de nuestra España. Tiene metales e cobre e de otras suertes. De este valle de Coquimbo al de Limarí hay dieciocho leguas como ya he dicho. En este valle de Limarí hay pocos indios. Es valle vicioso. Tiene salces y arrayán. Hay unos árboles que se dice espinillo, porque tienen muchas espinas, tienen la hoja menudita. Hay en algunas partes algarrobos. Es del temple de Coquimbo y tan largo, salvo que no es tan ancho. Es apacible y fértil. Tiene un río de mucha agua. Estos indios del valle de Limarí no tienen ídolos ni adoratorio. Es lengua por sí y diferente de la de Coquimbo. Andan vestidos de lana y de hierbas, la cual es de esta manera: una hierba a manera de espadaña que se dice cabuya, májanla y sacan unas hebras como cáñamo e hílanlo. Y de esto hacen vestidos y cada uno anda vestido como alcanza y tiene la posibilidad. Y sus enterramientos es en los campos. Hablan con el demonio. Sus armas son flechas. Es gente de buen tamaño y ellas de buen parecer. Y su traje es unas mantas revueltas por las cinturas que les cubre hasta la rodilla, y otra más pequeña manta echada por los hombros, presa al pecho con una púa o espina de las que tengo dicho de los cardones.
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De la muerte del tirano Tezozómoc y de cómo se introdujo en la sucesión del imperio Maxtla segundo tirano y de cómo mató a Tayatzin su hermano y de otras cosas que sucedieron A los cuatro días primeros del año que llaman matlactliomey ácatl y otros tantos que su primero mes llamado tlazaxipeualiztli y en día de cecozca quauhtli, que es el año de 1427 y siete de la encarnación de Cristo nuestro señor, a veinticuatro de marzo, falleció Tezozómoc en la ciudad de Azcaputzalco, desamparado de la naturaleza humana como hombre que había vivido muchos años y gozó de muchos siglos, de lo cual se dio aviso a los señores mexicanos y a todos los demás sus deudos y amigos para que todos viniesen a sus honras y exequias y así el día siguiente por la madrugada al salir el lucero llamado Nahuolin, entre los señores que vinieron a ellas llegó Nezahualcoyotzin con su sobrino Tzontechochatzin y dio el pésame de la muerte de Tezozómoc a sus tres hijos y a los señores mexicanos y demás caballeros de aquel linaje y se sentó entre ellos asistiendo en las exequias funerales y otros ritos y ceremonias que los sacerdotes de los ídolos hacían hasta quemar el cuerpo. Tayatzin que muy en la memoria tenía escrito lo que su padre había dejado encargado acerca de matar a Nezahualcoyotzin de secreto, lo recordó a su hermano Maxtla, el cual le respondió que lo dejase por entonces, que no se alborotase que tiempo habría para hacerlo, pues en aquella sazón sólo se trataba de las honras y exequias de su padre, en donde asistían tanto señores y gente ilustre; que parecía muy mal que estando todos tristes y conflictos por la muerte de su padre, matar a otro fuera de tiempo y sin son, por lo cual no se ejecutó lo que Tezozómoc dejó ordenado y Nezahualcoyotzin fue avisado de su primo Motecuhzoma lo que se había tratado contra él; por lo cual, así como fue quemado el cuerpo de Tezozómoc y colocadas sus cenizas en el templo mayor de la ciudad de Azcaputzalco, según el modo de los mexicanos, Nezahualcoyotzin se volvió a la ciudad de Tetzcuco. Maxtla que a la sazón era señor de Coyohuacan, hombre belicoso y de ánimo altivo, pretendió para sí el imperio, sin embargo de lo mandado y determinado por su padre; pareciéndole pertenecerle más aína por ser mayor, en quien concurrían las partes y requisitos de poder gobernar un imperio como el que su padre dejaba y así dentro de cuatro días después de las honras, se hizo introducir en el imperio, dándole todos la obediencia. Ya eran contados cinco meses y cinco días a la cuenta de los naturales, que son ciento cinco días, cuando una noche estuvo Tayatzin con el rey Chimalpopoca en ciertas pláticas, como lo acostumbraban desde que fue depuesto de la sucesión que su padre le había dejado; las cuales fueron sobre esta materia, diciéndole el rey Chimalpopoca: "maravillado estoy señor, de que estéis expelido de la dignidad señorío en que te dejó nombrado el emperador Tezozómoc tu padre y que tu hermano Maxtla se haya apoderado de él, no perteneciéndole, pues no es más de señor de Coyohuacan". Respondió Tayatzin: "señor, cosa dificultosa es recobrar los señoríos perdidos, poseyéndolos tiranos poderosos". Replicó Chimalpopoca: "toma mi consejo pues es muy fácil, edifica unos palacios y en el estreno de ellos le convidarás y allí le matarás con cierto artificio que yo te daré y el orden que para ello has de tener" y luego prosiguió en otras razones. A esta sazón Tayatzin había llevado consigo un enano paje suyo, llamado Tetontli, el cual había estado tras de un pilar de la sala escuchando la plática que habían tenido; idos que fueron a Azcaputzalco, de secreto dio aviso el enano al rey Maxtla, el cual le mandó que guardase secreto, prometiéndole de hacer muy grandes mercedes; de lo cual se indignó mucho contra su hermano y luego mandó llamar los obreros de palacio, y les mandó que en cierta parte de la ciudad edificasen unas casas para que en ellas viviese su hermano Tayatzin, que aunque le había dado el señorío de Coyohuacan, le quería tener siempre en su corte. Lo cual se puso luego por obra y acabadas de edificar las casas, luego lo envió a llamar y fingiendo convidarle en el estreno de ellas, le quitó la vida por los mismos filos que había sido aconsejado por el rey Chimalpopoca y aunque para el efecto Maxtla le había enviado a llamar, se envió a excusar diciendo, que estaba ocupado en un sacrificio muy solemne que hacía a sus dioses.
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Cómo era la ciudad de México en el año quincuagésimo más o menos de que fue ganada La misma ciudad, reconstruida en el lago que dijimos que fue fundada en su principio, distante del meridiano de Toledo en longitud noventa y siete grados y cuarenta y cinco minutos; tiene una elevación boreal de cielo de diez y nueve grados y treinta minutos y cuatro millas que nos muestran lo que sigue; en gran parte se ennoblece con las moradas fuertes, amplias y dignas de ser vistas de los españoles, además de otras mediocres habitadas por los indios, que se considera que llegan al número de veinte mil. Las vías públicas tienen mil quinientos pasos de largo y cincuenta de ancho. Mercados anchísimos, amplios palacios reales, numerosos templos y monasterios famosos por su santidad, doctrina y por la gran cantidad de varones y de mujeres. Abunda en hospitales, escuelas y colegios. La engrandecen también el virrey, la Real Audiencia, los magistrados, el arzobispo, artífices habilísimos para hacer cualquier cosa y cultivadores de las bellas artes y de las ciencias. Y, para abarcar mucho en pocas palabras, todo lo egregio que pueda ser encontrado en las ciudades más florecientes de España. ¿Qué diré de la jurisdicción latísima; de los amenísimos huertos; de los manantiales cristalinos y dulcísimos; de los fértiles campos de riego sembrados de trigo; de la abundancia de ganado lanar y caballar y de peces de muchos géneros; de metales, oro, plata, bronce y también de la increíble copia de sal gema y de todos los otros minerales; de la jocundidad del suave clima en perpetua primavera; de la cantidad de los varios frutos y legumbres en cualquiera época del año; de la pulcritud de las mujeres indígenas; de la prestancia, celeridad y fortaleza de los caballos y de otras muchísimas cosas que juzgué que debían ser pasadas en silencio, tanto porque callarlas es más seguro que decir poco de una ciudad famosísima; cuanto para que no se considere que hablo de ella como amigo, más que describirla como equitativo censor o juez con sus propios y merecidos colores?
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CAPÍTULO XXII De las costumbres y grandeza de Motezuma Dio este rey en hacerse respetar y aun cuasi adorar como dios. Ningún plebeyo le había de mirar a la cara, y si lo hacía, moría por ello; jamás puso sus pies en el suelo, sino siempre llevado en hombros de señores; y si había de bajarse, le ponían una alfombra rica donde pisase. Cuando iba camino, había de ir él y los señores de su compañía, por uno como parque hecho de propósito, y toda la otra gente por de fuera del parque, a uno y a otro lado; jamás se vestía un vestido dos veces, ni comía ni bebía en una vasija o plato, más de una vez; todo había de ser siempre nuevo, y de lo que una vez se había servido, dábalo luego a sus criados, que con estos percances andaban ricos y lucidos. Era en extremo amigo de que se guardasen sus leyes; acaecíale cuando volvía con victoria de alguna guerra, fingir que iba a alguna recreación, y disfrazarse para ver si por no pensar que estaba presente, se dejaba de hacer algo de la fiesta o recebimiento; y si en algo se excedía o faltaba, castigábalo sin remedio. Para saber cómo hacían su oficio sus ministros, también se disfrazaba muchas veces, y aun echaba quien ofreciese cohechos a sus jueces, o les provocase a cosa mal hecha, y en cayendo en algo de esto, era luego sentencia de muerte con ellos. No curaba que fuesen señores ni aun deudos, ni aún proprios hermanos suyos, porque sin remisión moría el que delinquía; su trato con los suyos era poco; raras veces se dejaba ver; estábase encerrado mucho tiempo, y pensando en el gobierno de su reino. Demás de ser justiciero y grave, fue muy belicoso y aun muy venturoso, y así alcanzó grandes victorias y llegó a toda aquella grandeza que por estar ya escrita en historia de España, no me parece referir más. Y en lo que de aquí adelante se dijere, sólo terné cuidado de escrebir lo que los libros y relaciones de los indios, cuentan, de que nuestros escritores españoles no hacen mención, por no haber tanto entendido los secretos de aquella tierra, y son cosas muy dignas de ponderar, como agora se verá.