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CAPÍTULO XX De las propriedades de la tierra del Pirú Por Pirú entendemos no toda aquella parte del mundo que intitulan la América, pues en esta se comprende el Brasil y el reino de Chile, y el de Granada, y nada de esto es Pirú, sino solamente aquella parte que cae a la banda del Sur, y comienza del reino de Quito, que está debajo de la Línea, y corre en largo hasta el reino de Chile, que sale de los Trópicos, que serán seiscientas leguas en largo, y en el ancho no más de hasta lo que toman los Andes, que serán cincuenta leguas comúnmente, aunque en algunas partes, como hacia Chachapoyas, hay más. Este pedazo de mundo que se llama Pirú, es de más notable consideración por tener propiedades muy extrañas, y ser cuasi excepción de la regla general de tierras de Indias; porque lo primero toda su costa no tiene sino un viento, y ese no es el que suele correr debajo de la Tórrida, sino su contrario, que es el Sur y Sudueste. Lo segundo, con ser de su naturaleza este viento el más tempestuoso, y más pesado y enfermo de todos, es allí a maravilla suave, sano y regalado, tanto que a él se debe la habitación de aquella costa, que sin él fuera inhabitable de caliente y congojosa. Lo tercero, en toda aquella costa nunca llueve, ni truena ni graniza ni nieva, que es cosa admirable. Lo cuarto, en muy poca distancia junto a la costa llueve y nieva y truena terriblemente. Lo quinto, corriendo dos cordilleras de monte al parejo y en una misma altura de polo, en la una hay grandísima arboleda y llueve lo más del año, y es muy cálida; la otra, todo lo contrario, es toda pelada, muy fría, y tiene el año repartido en invierno y verano, en lluvias y serenidad. Para que todo esto se perciba mejor, hase de considerar que el Pirú está dividido en tres como tiras largas y angostas, que son llanos, sierras y Andes; los llanos son costa de la mar; la sierra es todo cuestas, con algunos valles; los Andes son montes espesísimos. Tienen los llanos de ancho como diez leguas, y en algunas partes menos, en otras algo más; la sierra terná veinte; los Andes, otras veinte en partes, más y en partes menos; corren lo largo de Norte a Sur, lo ancho de Oriente a Poniente. Es pues, cosa maravillosa que en tan poca distancia como son cincuenta leguas, distando igualmente de la Línea y polo, haya tan grande diversidad que en la una parte cuasi siempre llueve, en la otra parte cuasi nunca llueve, y en la otra un tiempo llueve y otro no llueve. En la costa o llanos nunca llueve, aunque a veces cae un agua menudilla que ellos llaman garúa, y en Castilla, mollina, y ésta a veces llega a unos goteroncillos de agua que cae; pero en efecto no hay tejados ni agua que obligue a ellos. Los tejados son una estera con un poco de tierra encima, y eso les basta. En los Andes cuasi todo el año llueve, aunque un tiempo hay más serenidad que otro. En la sierra que cae en medio de estos extremos, llueve a los mismos tiempos que en España, que es desde septiembre a abril. Y ese otro tiempo está sereno, que es cuando más desviado anda el sol, y lo contrario cuando más cercano, de lo cual se trató asaz en el libro pasado. Lo que llaman Andes y lo que llaman sierra, son dos cordilleras de montes altísimos, y deben de correr más de mil leguas la una a vista de la otra, cuasi como paralelas. En la sierra se crían cuasi innumerables manadas de vicuñas, que son aquellas como cabras monteses tan ligeras. Críanse también los que llaman guanacos y pacos, que son los carneros, y juntamente los jumentos de aquella tierra, de que se tratará a su tiempo. En los Andes se crían monos y micos, muchos y muy graciosos, y papagayos en cuantidad. Dase la yerba o árbol que llaman coca, que tan estimada es de los indios y tanto dinero vale su trato. Lo que llaman sierra, en partes donde se abre hace valles, que son la mejor habitación del Pirú, como el de Jauja, el de Andaguaylas, el de Yucay. En estos valles se da maíz, y trigo y frutas, en unas más y en otras menos. Pasada la ciudad del Cuzco (que era antiguamente la corte de los señores de aquellos reinos) las dos cordilleras que he dicho se apartan más una de otra, y dejan en medio una campaña grande o llanadas, que llaman la provincia del Collao. En estas hay cuantidad de ríos, y la gran laguna Titicaca, y tierras grandes y pastos copiosos, pero aunque es tierra llana, tiene la misma altura y destemplanza de sierra. Tampoco cría arboleda ni leña, pero suplen la falta de pan con unas raízes que siembran que llaman papas, las cuales debajo de la tierra se dan, y éstas son comida de los indios, y secándolas y curándolas, hacen de ellas lo que llaman chuño, que es el pan y sustento de aquella tierra. También se dan algunas otras raízes y yerbezuelas, que comen. Es tierra sana y la más poblada de Indias, y la más rica por el abundancia de ganados que se crían bien, así de los de Europa, ovejas, vacas, cabras, como de los de la tierra, que llaman guanacos y pacos; hay caza de perdices harta. Tras la provincia del Collao viene la de los Charcas, donde hay valles calientes y de grandísima fertilidad, y hay cerros asperísimos y de gran riqueza de minas, que en ninguna parte del mundo las hay ni ha habido mayores ni tales.
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De cómo había gobernadores puestos en las provincias y de la manera que tenían los reyes cuando salían a visitarías y cómo tenían por armas unas culebras ondadas con unos bastones. Por muy cierto se averigua de los reyes deste reino, en el tiempo de su señorío y reinado tuvieron en todas las cabeceras de las provincias --como eran Vilcas, Xauxa, Bombon, Caxamalca, Guancabamba, Tomebamba, Latacunga , Quito, Carangui; y por la otra parte del Cuzco, hacia el Mediodía, Hatuncana, Hatuncolla, Ayavire, Chuquiabo, Chucuito, Paria y otros que van hasta Chile-- sus delgados; porque en estos lugares había mayores aposentos y más primos que en otros muchos pueblos deste reino y muchos depósitos; y eran como cabezas de provincias o de comarcas, porque de tantas a tantas leguas venían los tributos a una destas cabeceras y de tantas a tantas iba a otra, habiendo en esto tanta cuenta que ningún pueblo dejaba de tener conocido a donde había de acudir. Y en todas estas cabeceras tenían los reyes templos del sol y casa de fundición y muchos plateros, que no entendían en todo el tiempo en mas que en labrar ricas piezas de oro o grandes vasijas de plata; y había mucha gente de guarnición y, como dije, mayordomo mayor o delegado que estaba sobre todos y a quien venía la cuenta de lo que entraba y el que era obligado a dar de lo que salía. Y estos tales gobernadores no Podían entremeterse en mandar en la jurisdicción agena y que tenía a cargo otro como él; mas en donde él estaba, si había algún escándalo y alboroto, tenía poder para castigarlo, y más si era cosa de conjuración o de levantarse algún tirano o de querer negar la obidiencia al rey; porque es cierto que toda la fuerza estaba en estos gobernadores. Y si los incas no cayeran en ponerlos y en que hubiese los mitimaes, muchas veces se levantaran los naturales y esimieran de sí el mando real; pero con tantas gentes de guerra y tanto proveimiento de mantenimientos no podían, si entre todos, los unos y los otros, no hobiese trama de traición o levantamiento; lo cual había pocas veces, porque estos gobernadores que se ponían eran de gran confianza y todos orejones y que los más dellos tenían sus chácaras, que son heredades, en la comarca del Cuzco, y sus casas y parientes; y si alguno no salía bastante para gobernar lo que tenía a cargo luego le era quitado el mando y puesto otro en su lugar. Y éstos, si en algunos tiempos venían al Cuzco a negocios privados o particulares con los reyes, dejaban en sus lugares tenientes, no a los que ellos querían sino a los que sabían que harían con más fidelidad lo que les quedaba mandado y más a servicio de los Incas. Y si alguno destos gobernadores o delegados moría en su presidencia, los naturales, cómo y de qué había muerto con mucha presteza enviaban la razón o probanza dello al Señor y aún los cuerpos de los muertos llevaban por el camino de las postas, si vían que convenía. Lo que tributaba cada termino destas cabeceras y contribuían los naturales, así oro como plata y ropa y armas, con todo lo demás que ellos daban, lo entregaban por cuenta a los camayos que tenían los quipos, los cuales hacían en todo lo que por éste les era mandado en lo tocante a despender estas cosas con la gente de guerra o repartillo con quien el Señor mandaba o de llevallo al Cuzco; pero cuando de la ciudad del Cuzco venían a tomar la cuenta, o que la fuesen a dar al Cuzco, los mesmos contadores con los quipos la daban o venían a la dar a donde no podía haber fraude, sino todo había de estar cabal. Y pocos años se pasaban sin dar cuenta y razón de todas estas cosas. Tenían gran autoridad estos gobernadores y poder bastante para formar ejércitos y juntar gente de guerra, si súpitamente se recresciese alguna turbación o levantamiento o que viniese alguna gente extraña por alguna parte a dar guerra; y eran delante del Señor honrados y favorecidos; y desto se quedaron, cuando entraron los españoles, muchos dellos con mando perpetuo en provincias. Yo conozco algunos dellos y estar ya tan aposesionados que sus hijos heredan lo que era de otros. Cuando en tiempo de paz salían los Incas a visitar su reino, cuentan que iban por él con gran magestad, sentados en ricas andas, armadas sobre unos palos lisos, largos, de maderas excelentes, engastonadas en oro y en argentería; y de las andas salían dos arcos altos hechos de oro, engastonados en piedras preciosas, y caían unas mantas algo largas por todas las andas, de tal manera que las cubrían todas; y si no era queriendo el que iba dentro no podía ser visto, ni alzaban las mantas sino era cuando entraba y salía; tanta era su estimación. Y para que le entrase aire y él pudiese ver el camino había en las mantas hechos algunos agujeros. Por todas partes destas andas había riqueza y en algunas estaban esculpidos el sol y la luna y en otras unas culebras grandes ondadas y unos como bastones que las atravesaban; --esto traían por insinia, por armas;-- y estas andas las llevaban en hombros de señores los mayores y más principales del reino y aquel que más con ellas andaba aquel se tenía por más honrado y por más favorecido. En redor de las andas y a la hila iba la guarda del rey con los archeros y alabarderos y delante iban cinco mill honderos y detrás venían otros tantos lanceros con sus capitanes, y por los lados del camino y por el mesmo camino iban correderos fieles descubriendo lo que había y avisando la ida del señor; y acudía tanta gente por ver que parecía que todos los cerros y laderas estaban llenos della; y todos le daban sus bendiciones alzando alaridos y grita grande a su usanza; llamándoles "Ancha batun apu, intipchuri, canqui zapallaapu tucuy pacha ccampa uyay sullull; que en nuestra lengua dirá: "Muy grande y poderoso Señor, hijo del sol, tú solo eres Señor, todo el mundo te oya en verdad". Y sin esto le decían otras cosas más alto, tanto, que poco faltaba para le adorar por Dios. Todo el camino iban indios limpiando, de tal manera que ni yerba ni piedra no parescía, sino todo limpio y barrido. Andaba cada día cuatro leguas o lo que él quería; paraba lo que era servido, para entender el estado de su reino; oía alegremente a los que con quejas le venían, remediando y castigando a quien hacían injusticia. Los que con ellos iban no se desmandaban a nada ni salían del camino un paso. Los naturales proveían de lo necesario, sin lo cual lo había tan cumplido en los depósitos que sobraba y ninguna cosa faltaba. Por donde iba salían muchos hombres y mugeres y muchachos a servir personalmente en lo que les era mandado; y para llevar las cargas los de un pueblo las llevaban hasta otro, de donde los unos las tomaban y los otros las dejaban; y como era un día, y cuando mucho dos, no lo sentían ni dello recebían agravio ninguno. Pues yendo el señor desta manera, caminaba por su tierra el tiempo que le placía, viendo por sus propios ojos lo que pasaba y proveyendo lo que entendía que convenía: que todo era cosas grandes e importantes; lo cual hecho, daba la vuelta al Cuzco, principal ciudad de todo su imperio.
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De cómo curamos aquí unos dolientes Aquella misma noche que llegamos vinieron unos indios a Castillo, y dijéronle que estaban muy malos de la cabeza, rogándole que los curase; y después que los hubo santiguado y encomendado a Dios, en aquel punto los indios dijeron que todo el mal se les había quitado; y fueron a sus casas y trujeron muchas tunas y un pedazo de carne de venado, cosa que no sabíamos qué cosa era; y como esto entre ellos se publicó, vinieron otros muchos enfermos en aquella noche a que los sanase, y cada uno traía un pedazo de venado; y tantos eran, que no sabíamos adónde poner la carne. Dimos muchas gracias a Dios porque cada día iba cresciendo su misericordia y mercedes; y después que se acabaron las curas comenzaron a bailar y hacer sus areitos y fiestas, hasta otro día que el sol salió; y duró la fiesta tres días por haber nosotros venido, y al cabo de ellos les preguntamos por la tierra de adelante, y por la gente que en ella hallaríamos, y los, mantenimientos que en ella había. Respondiéronnos que por toda aquella tierra había muchas tunas, mas que ya eran acabadas, y que ninguna gente había, porque todos eran idos a su casas, con haber ya cogido las tunas; y que la tierra era muy fría y en ella había muy pocos cueros. Nosotros viendo esto, que ya el invierno y tiempo frío entraba, acordamos de pasarlo con éstos. A cabo de cinco días que allí habíamos llegado se partieron a buscar otras tunas adonde había otra gente de otras naciones y lenguas; y andadas cinco jornadas con muy grande hambre, porque en el camino no había tunas ni otra fruta ninguna, y después de asentadas, fuimos a buscar una fruta de unos árboles, que es como hieros; y como por toda esta tierra no hay caminos, yo me detuve más en buscarla; la gente se volvió, y yo quedé solo, y viniendo a buscarlos aquella noche me perdí, y plugo a Dios que hallé un árbol ardiendo, y al fuego de él pasé aquel frío aquella noche, y a la mañana yo me cargué de leña y tomé dos tiones, y volví a buscarlos, y anduve de esta manera cinco días, siempre con mi lumbre y mi carga de leña, Porque si el fuego se me matase en parte donde no tuviese leña, como en muchas partes no la había, tuviese de qué hacer otros tiones y no me quedase sin lumbre, porque para el frío yo no tenía otro remedio, por andar desnudo como nascí; y para las noches yo tenía este remedio, que me iba a las matas del monte, que estaba cerca de los ríos, y paraba en ellas antes que el sol se pusiese, y en la tierra hacía un hoyo y en él echaba mucha leña, que se cría en muchos árboles, de que por allí hay muy gran cantidad, y juntaba mucha leña de la que estaba caída y seca de los árboles, y al derredor de aquel hoyo hacía cuatro fuegos en cruz, y yo tenía cargo y cuidado de rehacer el fuego de rato en rato, y hacía unas gavillas de paja larga que por allí hay, con que me cubría en aquel hoyo, y de esta manera me amparaba del frío de las noches; y una de ellas el fuego cayó en la paja con que yo estaba cubierto, y estando yo durmiendo en el hoyo, comenzó a arder muy recio, y por mucha priesa que yo me di a salir, todavía saqué señal en los cabellos del peligro en que había estado. En todo este tiempo no comí bocado ni hallé cosa que pudiese comer; y como traía los pies descalzos, corrióme de ellos mucha sangre, y Dios usó comingo de misericordia, que en todo este tiempo no ventó el norte, porque de otra manera ningún remedio había de yo vivir; y a cabo de cinco días llegue a una rimera de un río, donde yo hallé a mis indios, que ellos y los cristianos me contaban ya por muerto, y siempre creían que alguna víbora me había mordido. Todos hubieron gran placer de verme, principalmente los cristianos, y me dijeron que hasta entonces habían caminado con mucha hambre, que ésta era la causa que no me habían buscado; y aquella noche me dieron de las tunas que tenían, y otro día partimos de allí, y fuimos donde hallamos muchas tunas, con que todos satisficieron su gran hambre, y nosotros dimos muchas gracias a nuestro Señor porque nunca nos faltaba su remedio.
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CAPITULO XXI Prosigue las cosas de los reinos comarcanos al de Cochinchina y algunas cosas notables de ellos con los. ritos y costumbres de los moradores Cerca de este reino de la Cochinchina está otro llamado Champa, que, aunque es pobre de oro y plata, es muy rico de drogas y maderas galanísimas y de grandes mantenimientos. El reino es muy grande y tiene mucha gente, que es un poco más blanca que la de Cochinchina. Están tan cercanos a ser cristianos como sus vecinos; pero fáltales lo mesmo que a éstos para serlo. Tienen las propias leyes y ceremonias los unos y los otros, y son todos ellos idólatras y adoran las segundas causas al mesmo modo que los chinos, a quien también hacen una manera de reconocimiento. De este reino se va fácilmente a Malaca dejando a mano derecha un reino llamado Camboja, el cual es grande y de muchísima gente y toda ella muy aficionada a andar por la mar. y navegar, a cuya causa tiene gran infinidad de bajeles. Es tierra muy fértil y de muchos mantenimientos, y hay en ella gran número de elefantes y abadas, que son unos animales de grandeza de dos grandes toros y tienen sobre el hocico un cuerno pequeño; de los cuales hay en el día de hoy uno en Madrid, que fue traído de la india a Su Majestad y lo van a ver muchos por cosa muy extraña y nunca vista en nuestra Europa, cuyo cuero es tan duro, según fama, que ningun hombre por de grandes fuerzas que sea lo podrá pasar de una estocada. Han querido decir algunos que es el unicornio, pero yo lo tengo por falso, y son de mi opinión casi todos los que han estado en aquellas partes y visto el verdadero unicornio. En este reino está un religioso de la Orden de Santo Domingo llamado fray Silvestre, a quien llevó Dios a él para remedio de aquellas almas: ocúpase en aprender la lengua de los naturales y en predicar el santo Evangelio en ella y tiénelos tan bien preparados, que si tuviese algunos compañeros que le ayudasen, sacaría harto fruto para el cielo. Halos inviado a pedir a la India de Portugal y nunca se los han inviado, por ventura por siniestra informaciones de hombres a quienes el demonio toma por instrumentos para impedir la salvación de aquellas almas y que no salgan de su tirano poder. Este Padre escribió una carta a Malaca al Padre Martín Ignacio y a otros compañeros pidiéndoles por amor de Dios muy encarecidamente diese orden de que fuesen a ayudarle algunos religiosos de cualquier Orden, con certificación de que harían en ello muy gran servicio a Dios y remediarían a aquellas almas a quien él no osaba bautizar por temor de que después, faltando el regadío del Evangelio por defecto de arcaduces, no se tornase a producir la mala hierba de la idolatría. Esta petición no consiguió el efecto deseado por no haber recado de lo que pedía, ni hombre que estuviese desocupado. Supieron del que trajo esta carta, que el Rey de aquel reino tenía en grande veneración al dicho Padre fray Silvestre, en tanta manera que (como otro Patriarca José en Egipto) tenía en todo aquel reino el segundo lugar; y que el Rey todas las veces que le iba a hablar, le daba silla, del cual tenía grandes privilegios ganados y licencia para predicar en todo el reino el santo Evangelio sin contradicción alguna; y para hacer iglesias y lo demás que a él le pareciere necesario, ayudando para ello el propio Rey con grandes limosnas. Dijo así mismo que había por todo el reino muchas cruces y que eran tenidas en grandísima reverencia. Para confirmación de esta verdad vio el dicho Padre Ignacio en Malaca un presente que enviaba el Rey de este reino de Camboja a otro su amigo y entre muchas cosas que contenía de gran riqueza y curiosidad, iban dos cruces muy grandes y bien hechas de un palo galano y oloroso, y todas ellas guarnecidas riquísimamente de plata y oro con los títulos esmaltados. Cerca de este reino está el de Sian, en altura de 15 grados a el Polo Artico y 300 leguas de Macao, a donde van los portugueses a contratar. Es la madre de toda la idolatría y el seminario de donde han salido muchas sectas para el Japón y para la China y Perú. Es un reino muy florido y bastecido de todas las cosas que para merecer nombre de bueno se requieren, y hay en él muchos elefantes y abadas y otros animales que en aquellas partes se crían. Demás de esto es muy rico de metales y maderas muy galanas y olorosas. La gente de este reino por la mayor parte es pusilánime, y a esta causa con ser infinita en número, están sujetos al Rey de Pegu, que los venció antiguamente en una batalla, como después se dirá, y páganle de ordinario muy pesado y gran tributo. Convertiríanse muy fácilmente a la fe de nuestro Señor Jesucristo y dejarían los ídolos, si hubiese quien se la predicase, y aun se sujetarían a cualquier rey y señor que les hiciese favor por no estarlo al que ahora obedecen, que los trata tiránicamente. Tienen entre ellos muchos religiosos a su modo, los cuales viven en comunidad y con gran aspereza de vida y son entre los demás tenidos en gran veneración por ello. La penitencia que hacen es espantosa y extraña, como se podrá juzgar de algunas cosas que aquí pondré de muchas que de éstos se cuentan. Ninguno se puede casar ni hablar con mujer; y si acaso lo hiciese, sería irremisiblemente castigado con pena de muerte. Andan en todo tiempo descalzos y muy pobremente vestidos y no comen otra cosa sino arroz y hierbas, y esto lo piden de limosna cada día andando de puerta en puerta con la alforja a cuestas y los ojos clavados en la tierra con una modestia honestidad que espanta, y no piden la limosna ni la toman con las manos ni hacen otra cosa sino llamar y estarse quedos hasta que, o los despiden o se la echan en la alforja. Cuentan de ellos por muy cierto que muchas veces se ponen por penitencia en vivas carnes al resistero del sol (que es muy grande por estar aquella tierra 26 grados cercana al Ecuador), donde son atormentados de él y de los mosquitos, que hay infinitos, cosa que si se pasase por Dios sería un modo de martirio de grande merecimiento. Dios por su misericordia los alumbre con su gracia para que todo esto que agora les aprovecha tan poco para sus almas, les sea causa después del bautismo de merecer por ello muchos grados de gloria. También en secreto hacen mucha penitencia y se levantan a media noche a rezar a los ídolos y lo hacen a coros, como lo usamos los cristianos, y no les es permitido tener renta ni ningún modo de contratación; y si la viesen en alguno, sería tan detestado como entre nosotros un hereje. Por estas asperezas (que las hacen, según dicen, por amor del cielo y con buen celo) son tenidos de la gente plebeya por santos, y como a tales lo reverencian y se encomiendan en sus oraciones es cuando tienen algún trabajo o enfermedad. Estas y otras muchas cosas se cuentan de ellos a este modo que podrían servir de confusión a los que profesándolas no las guardamos teniendo por esto el premio seguro y no de interés humano, sino del que Dios tiene aparejado para sus bienaventurados en el cielo. Haría la Ley evangélica en este reino mucho fruto por ser la gente muy limosnera y amiga de la virtud y de los hombres que la tienen. Esto experimentaron el dicho Padre Ignacio y sus compañeros en la China al tiempo que estaban presos, donde, como en una ciudad estuviesen ciertos embajadores del Rey de Sián que iban a la Corte y allí supiesen que tenían a los nuestros sentenciados a muerte por haber entrado en el reino sin licencia, los fueron a visitar y viéndoles con aquellos hábitos tan ásperos y pobres y que tenían mucha similitud con sus religiosos, les cobraron tanta afición que, demás de enviarles una buena limosna en que iban dos costales de arroz y mucho pescado y frutas, les ofrecieron todo el dinero que quisiesen y de rescatarlos por todo aquello que los jueces pidiesen por ellos. En agradecimiento de esta voluntad los trataron los nuestros y verificaron lo arriba dicho y que eran muy amadores de la virtud.
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CAPÍTULO XXI De la soberbia y desatinada respuesta de Vitachuco, y cómo sus hermanos van a persuadirle a la paz "Bien parece que sois mozos y que os falta juicio y experiencia para decir lo que acerca de estos españoles decís. Loáislos mucho de hombres virtuosos que a nadie hacen mal ni daño y que son muy valientes e hijos del Sol, y que merecen cualquier servicio que se les haga. La prisión en que os habéis metido y el ánimo vil y cobarde que en ella habéis cobrado en el breve tiempo que ha que os rendisteis a servir y ser esclavos os hace hablar como a mujeres, loando lo que debiérades vituperar y aborrecer. ¿No miráis que estos cristianos no pueden ser mejores que los pasados, que tantas crueldades hicieron en esta tierra, pues son de una misma nación y ley ? ¿No advertís en sus traiciones y alevosías? Si vosotros fuérades hombres de buen juicio, viérades que su misma vida y obras muestran ser hijos del diablo y no del Sol y Luna, nuestros dioses, pues andan de tierra en tierra, matando, robando y saqueando cuanto hallan, tomando mujeres e hijas ajenas, sin traer de las suyas. Y para poblar y hacer asiento no se contentan de tierra alguna de cuantas ven y huellan, porque tienen por deleite andar vagamundos, manteniéndose del trabajo y sudor ajeno. Si, como decís, fueran virtuosos, no salieran de sus tierras, que en ellas pudieran usar de su virtud sembrando, plantando y criando para sustentar la vida sin perjuicio ajeno e infamia propia, pues andan hechos salteadores, adúlteros, homicidas, sin vergüenza de los hombres ni temor de algún Dios. Decidles que no entren en mi tierra, que yo les prometo, por valientes que séan, si ponen los pies en ella, que no han de salir, porque los he de consumir y acabar todos, y los medios han de morir asados, y los medios cocidos." Esta fue la primera respuesta de Vitachuco que los mensajeros trajeron, en pos de la cual envió otros muchos recaudos, que cada día venían dos y tres indios tocando siempre una trompeta, y decían nuevas amenazas y otros fieros mayores que los pasados. Vitachuco presumía asombrarlos con diferentes maneras de muertes que había de dar a los castellanos imaginadas en su ánimo feroz. Unas veces enviaba a decir que, cuando fuesen a su provincia, había de hacer que la tierra se abriese y los tragase a todos. Otras veces, que había de mandar que por do caminasen los españoles se juntasen los cerros que hubiesen y los cogiesen en medio y los enterrasen vivos. Otras, que, pasando los españoles por un monte de pinos y otros árboles muy altos y gruesos que había en el camino, mandaría que corriesen tan recios y furiosos vientos que derribasen los árboles y los echasen sobre ellos y los ahogasen todos. Otras veces decía que había de mandar pasase por cima de ellos gran multitud de aves con ponzoña en los picos y la dejasen caer sobre los españoles para que con ella se pudriesen y corrompiesen, sin remedio alguno. Otras, que les había de atosigar las aguas, hierbas, árboles y campos, y aun el aire, de tal manera que ni hombre ni caballo de los cristianos pudiese escapar con la vida porque en ellos escarmentasen los que adelante tuviesen atrevimiento de ir a su tierra contra su voluntad. Estos desatinos, y otros semejantes, envió a decir Vitachuco a sus hermanos y a los españoles juntamente, con los cuales mostraba la ferocidad de su ánimo. Y, aunque por entonces los castellanos rieron y burlaron de sus palabras por parecerles disparates y boberías, como lo eran, después, por lo que este indio hizo, como veremos adelante, entendieron que no habían sido palabras sino ardentísimos deseos de un corazón tan bravo y soberbio como el suyo, y que no habían nacido de bobería ni de simpleza sino de sobra de temeridad y ferocidad. Con estos recaudos, y otros tales, que cada día enviaba de nuevo a los españoles, los entretuvo este curaca ocho días que ellos tardaron en caminar por los estados de los dos hermanos, los cuales, con todas sus fuerzas y buen ánimo, servían y regalaban a los castellanos dándoles a entender que deseaban agradarles. Por otra parte, con toda instancia y solicitud, trabajaban por atraer al hermano mayor a la obediencia y servicio del general, y, viendo que los mensajes y persuasiones que le enviaban a decir aprovechaban poco o nada, acordaron ser ellos mismos los mensajeros, y, dando cuenta de esta determinación al gobernador, le pidieron licencia para la poner por obra, el cual la dio con muchas dádivas y ofrecimientos de amistad que llevasen a Vitachuco. Con la presencia de los hermanos, y con lo mucho que ellos de parte del gobernador y suya le dijeron, y con saber que los españoles estaban ya dentro de su tierra y que podrían, si quisiesen, hacerle daño, le pareció a Vitachuco deponer el mal ánimo y odio que a los castellanos tenía, guardándolo para mejor tiempo y ocasión, la cual pensaba hallar en el descuido y confianza que los españoles tuviesen en su fingida amistad, y que, entonces, debajo de ella, con más facilidad y menos peligro que en guerra descubierta, podría matarlos todos. Con este mal propósito trocó las palabras que hasta entonces había dicho tan ásperas en otras de mucha suavidad y blandura, diciendo a sus hermanos que no había entendido que los castellanos era gente de tan buenas partes y condición como le decían, que ahora que está certificado de ellos, holgaría mucho tener paz y amistad con ellos, mas que primero quería saber qué días habían de estar en su tierra, qué cantidad de bastimento les había de dar cuando se fuesen y qué otras cosas habían menester para su camino. Con este recaudo hicieron los dos hermanos un mensajero al gobernador, el cual respondió que no estarían más días de los que Vitachuco quisiese tenerlos en su tierra, ni querían más bastimentos de los que por bien tuviese de darles, ni habían menester otra cosa más de su amistad, que con ella tendrían todo lo necesario.
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CAPÍTULO XXI Del plátano Pasando a plantas mayores, en el linaje de árboles el primero de Indias de quien es razón hablar, es el plátano o plantano, como el vulgo le llama. Algún tiempo dudé si el plátano que los antiguos celebraron, y este de Indias, era de una especie; mas visto lo que es éste y lo que del otro escriben, no hay duda sino que son diversísimos. La causa de haberle llamado plátano los españoles (porque los naturales no tenían tal vocablo) fue, como en otras cosas, alguna similitud que hallaron, como llaman ciruelas, y piñas y almendras y pepinos, cosas tan diferentes de las que en Castilla son de esos géneros. En lo que me parece que debieron hallar semejanza entre estos plátanos de Indias y los plátanos que celebran los antiguos, es en la grandeza de las hojas, porque las tienen grandísimas y fresquísimas estos plátanos, y de aquéllos se celebra mucho la grandeza y frescor de sus hojas, también ser planta que quiere mucha agua, y cuasi continua. Lo cual viene con aquello de la escritura: "Como plátano junto a las aguas." Mas en realidad de verdad no tiene que ver la una planta con la otra más que el huevo con la castaña, como dicen. Porque lo primero, el plátano antiguo no lleva fruta, o a lo menos no se hacía caso de ella; lo principal porque le estimaban era por la sombra que hacía, de suerte que no había más sol debajo de un plátano que debajo de un tejado. El plátano de Indias, por lo que es de tener en algo y en mucho, es por la fruta, que la tiene muy buena, y para hacer sombra no es ni pueden estar sentados debajo de él. Ultra de eso, el plátano antiguo tenía tronco tan grande y ramos tan esparcidos, que refiere Plinio de el otro Licinio, capitán romano, que con diez y ocho compañeros comió dentro de un hueco de un plátano muy a placer. Y del otro emperador Cayo Calígula que con once convidados se sentó sobre los ramos de otro plátano en alto, y allí les dio un soberbio banquete. Los plátanos de Indias ni tienen hueco, ni tronco ni ramos. Añádase a lo dicho, que los plátanos antiguos dábanse en Italia y en España, aunque vinieron de Grecia, y a Grecia de Asia; mas los plátanos de Indias no se dan en Italia y España. Digo no se dan, porque aunque se han visto por acá, y yo vi uno en Sevilla en la huerta del Rey, pero no medran ni valen nada. Finalmente, lo mismo en que hay la semejanza son muy desemejantes, porque aunque la hoja de aquéllos era grande, pero no en tanto exceso, pues la junta Plinio con la hoja de la parra y de la higuera. Las hojas del plátano de Indias son de maravillosa grandeza, pues cubrirá una de ellas a un hombre poco menos que de pies a cabeza. Así que no hay para qué poner esto jamás en duda; mas puesto que sea diverso este plátano de aquel antiguo, no por eso merece menos loor, sino quizá más, por las propriedades tan provechosas que tiene. Es planta que en la tierra hace cepa y de ella saca diversos pimpollos, sin estar asido ni trabado uno de otro. Cada pimpollo crece y hace como árbol por sí, engrosando y echando aquellas hojas de un verde muy fino y muy liso, y de la grandeza que he dicho. Cuando ha crecido como estado y medio o dos, echa un racimo sólo de plátanos, que unas veces son muchos, otras no tantos; en alguno se han contado trescientos; es cada uno de un palmo de largo y más y menos, y grueso como de dos dedos o tres, aunque hay en esto mucha diferencia de unos a otros. Quítase fácilmente la cáscara o corteza, y todo lo demás es médula tiesa y tierna, y de muy buen comer, porque es sana y sustenta. Inclina un poco más a frío que calor esta fruta. Suélense los racimos que digo, coger verdes, y en tinajas, abrigándolos, se maduran y sazonan, especialmente con cierta yerba que es a propósito para eso. Si los dejan madurar en el árbol, tienen mejor gusto y un olor como de camuesas, muy lindo. Duran cuasi todo el año, porque de la cepa del plátano van siempre brotando pimpollos, y cuando uno acaba, otro comienza a dar fruto, otro está a medio crecer, otro retoña de nuevo, de suerte que siempre suceden unos pimpollos a otros, y así todo el año hay fruto. En dando su racimo cortan aquel brazo; porque no da más ninguno de uno y una vez, pero la cepa, como digo, queda y brota de nuevo, hasta que se cansa; dura por algunos años; quiere mucha humedad el plátano y tierra muy caliente. Échanle al pie, ceniza para más beneficio; hácense bosques espesos de los platanares, y son de mucho provecho, porque es la fruta que más se usa en Indias, y es cuasi en todas ellas universal, aunque dicen que su origen fue de Etiopía, y que de allí vino, y en efecto los negros lo usan mucho, y en algunas partes éste es su pan; también hacen vino de él. Cómese el plátano como fruta, así crudo; ásase también, y guísase y hacen de él diversos potajes y aún conservas, y en todo dice bien. Hay unos plátanos pequeños y más delicados y blancos, que en la Española llaman dominicos; hay otros más gruesos y recios, y colorados. En la tierra del Pirú no se dan; tráense de los Andes, como a México de Cuernavaca y otros valles. En Tierrafirme y en algunas islas hay platanares grandísimos como bosques espesos; si el plátano fuera de provecho para el fuego, fuera la planta más útil que puede ser, pero no lo es, porque ni su hoja ni sus ramos sirven de leña, y mucho menos de madera, por ser fofos y sin fuerza. Todavía las hojas secas sirvieron a D. Alonso de Arcila (como él dice) para escrebir en Chile algunos pedazos de la Araucana, ya falta de papel no es mal remedio, pues será la hoja del ancho de un pliego de papel o poco menos, y de largo tiene más de cuatro tanto.
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Capítulo XXI Cómo el Ynga dividió toda esta gente en siete estados No tuvo menor aviso el Ynga en la división de sus vasallos que en el saber el número y cantidad que tenía dellos en su Reino, porque la compuso y distribuyó por orden maravillosa, para que cada uno atendiese a lo que se le mandaba y no usurpase oficio ajeno. Compúsola en siete estados. El primero era de hechiceros sacerdotes, los cuales, aunque en número eran pocos, a todos los demás excedían en cualidad y honra, casi a emparejar con sus Yngas. Estos eran libres y exentos de todo trabajo y a ninguno servían y de nadie eran mandados, y de la demás gente recibían los sacrificios que habían de hacer al Sol y la Luna, y al hacedor y demás huacas. Eran respetados, porque era gente docta y a esta causa les traían y daban muchos dones y presentes, y entendían ellos que, con su ciencia, les hacían provecho, porque al principio del año se juntaban denunciando las lluvias y sequedades, vientos y granizos y enfermedades y hambres y abundancias, y el hechicero que no acertaba en esto lo mataban con una porra, dándole en la cabeza, y así procuraban acertar en lo que decían. La segunda orden era de labradores, los cuales sobrepujaban a los demás en multitud, sacados los soldados. Eran éstos libres de ir a la guerra y de otra cualquier obra y trabajo; gastaban su tiempo y cuidado en labrar los campos y chácaras, los cuales vivían con sus mujeres e hijos, y todas estas chácaras estaban señaladas por el Ynga y sus comisarios, como está ya dicho. La tercera manera de gente era de pastores de todas suertes de ganados, los cuales asistían en las punas en chozas para este efecto, guardando los términos de los pastos con mucha puntualidad. El cuarto lugar era de los oficiales, a los cuales daban obras a una parte de fabricar armas y parte de otros instrumentos suyos, y hacían las cosas necesarias para la guerra. Estos no sólo eran libres de acudir a otros negocios, sino que también recibían la comida y sustento necesario, de los depósitos reales. La quinta orden era de los soldados que estaban señalados para guardia de las fortalezas y guarnición de las provincias, e iban a las conquistas. Estos, su continuo ejercicio era jugar las armas que tenían señaladas, conforme su inclinación, y seguir las órdenes de sus capitanes, y recibían el sustento ordinario de los depósitos del Ynga. La sexta orden era de los orejones, de donde sacaba el Ynga gobernadores y comisarios que viesen lo que pasaba en todo el Reino, y daban de ello cuenta al Ynga. En el séptimo lugar entraban los del Consejo del Ynga, los cuales eran muy pocos en número, pero no en nobleza y autoridad excedían al resto; y destos sacaba el Ynga los gobernadores principales para las cuatro provincias, los capitanes generales de las conquistas y el suyo yocapu que decían, que uno residió en Jauja y otro en Tiahuanaco, que representaban, uno por Chinchay Suyo y otro por Colla Suyo, la persona del Ynga. Estos del Consejo eran por la mayor parte hermanos o deudos muy cercanos del Ynga. No era lícito a la persona de un estado pasarse a otro, ni que tomase mujer del otro orden, ni mudar arte ni oficio, y así el labrador seguía el campo y el soldado la milicia, sino todos seguían lo que se les mandaba y señalaba de su modo de vida. No usó el Ynga cobrar tributo de sus vasallos, como está ya apuntado, sino sólo mandó le diesen todos lo necesario para su servicio y de su casa real, guerra, labradores y guarda de ganado, vastimento, vestidos y otros oficiales, como se sigue. Yndios mitimaes para las minas de oro y plata y demás metales y minas de colores, con que pintaban las paredes y edificios, y no trabajaban en las minas sino era cuando el Ynga les mandaba le sacasen oro y plata, pero residían de ordinario en ellas y el Ynga de sus chácaras les sustentaba. Oficiales plateros de oro y plata, para hacer la vajilla del Ynga de chamilcos, ollas, cántaros, aquillas y otros vasos. Oficiales de ropa muy prima y fina de plumería de colores, que eran mantas y camisetas. A éstos llamaban llano paucar camayo. Esta ropa era para el Ynga, y para sus mujeres y el Sol. Otros indios oficiales de ropa más basta, de lo mismo, y llámanlos ahuapaucar, oficiales de ropa de cumpi, llamados llano pacha camayos, otros de la misma ropa más vasta, que dicen ahuapacha camayos. Indios que tenían a su cargo coger las colores con que se teñía la ropa, tintores que dicen tulpu camayo. Oficiales que hacían ojotas de las primas para el Ynga. Indios oficiales que tenían a cargo hacer vestidos a los carneros de los sacrificios, que el Ynga tenía señalados para este efecto; y los vestidos eran de colores, de pluma y lana, y en ellos sembraban figuras de leones y tigres indios, pastores que dicen llama camayos, que guardaban el ganado del Ynga. Indios hortelanos que sembraban cualquier semilla y hortaliza que el Ynga comía. Indios que beneficiaban las sementeras, que decían cara camaio. Otros, las chácaras de coca, coca camayos. Otros, que beneficiaban las salinas, chachi camayos. Otros, para las chácaras de aji, uchu camayos. Indios que hacían panecicos con gusanos del río, Chichi camaios. Otros plantaban y beneficiaban los árboles, malqui camayos. Indios para guardar las trojes y graneros de los bastimentos que estaban repartidos por todo el Reino, y sobre estos había principales que tenían cuenta con ellos. Indios para guarda de los mojones, ríos, vados, puentes y oroas para chasquis y correos. Indios para pampa camayos en todos los pueblos, que tenían cuenta con todo lo que en ellos había perteneciente al Ynga. Indios, muy viejos y sin sospecha, para porteros de los palacios y de las casas de recogimiento del Ynga, y de las ñustas hijas del Sol. Otros, para quipu camayos y contadores, que miraban todo lo que pasaba en el Reino. Indios mitimaes, que guardaban las fortalezas y labraban las tierras adonde los señalaba el Ynga. Oficiales de albañilería, que labraban los templos del Sol y las casas y edificios del Ynga, y otros del mismo oficio, de obra basta. Pescadores de todo género de pescados en la mar y ríos, y de camarones y cangrejos. Indios cazadores, que cogían huanacos, vicuñas, y venados. Otros, cazadores de cuyes, biscachas y de diferentes animalejos. Otros indios, cazadores de pájaros y de aves de volatería. Oficiales carpinteros de obra prima, que hacían asientos, cucharas, mates y otras cosas de primor y otros de obra basta. Oficiales olleros de obra pulida para el Ynga, y oficiales de obra tosca. Indios que servían en l as fortalezas de espías, y en los caminos, y en las tierras de los enemigos. Otros que tenían cuenta no se alzasen los indios sujetos, y acusaban ante el Ynga de lo que pasaba. De manera que todo lo necesario para la vida humana y para el buen gobierno y policía deste Reino, le contribuían y servían los vasallos, conforme al número que tenían de gente y a las habilidades dellos, a la disposición y temple de las sierras y a las necesidades que había en el Reino. Demás desto, los templos y huacas, especial la casa del Sol, tenía todos los ministerios necesarios, en mucha abundancia. Las chácaras señaladas para ellos eran de las mejores, más fértiles y abundantes del Reino, porque así fuesen los frutos más colmados, y los ministros no sintiesen trabajo ni necesidad de comidas, y dellos se mantenían los sacerdotes. Los ganados del Sol y de las huacas eran infinitos y en los mejores y más gruesos pastos, dedicados al Sol y donde no podía nadie pastar, y los pastores y guardas eran escogidos y que con grandísimo cuidado guardaban los ganados y teníanlo por cosa sagrada, de manera que, aunque no tuviera pastores, ningún indio se atreviera a llegar a él, que entendía que luego moriría. Estos pastores se llamaban criados del Sol, y cierto es de agradecer a estos infieles la mucha observancia que tenían en el culto de su falsa religión, pues aun los malhechores tenían refugio en los templos.
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De cómo el adelantado con el piloto mayor salió a tierra y mandó a una escuadra de soldados, que iba a buscar de comer, que no matasen a Malope. Cuéntase la muerte del maese de campo y algunas crueldades Venida la noche, el adelantado hizo llamar al piloto mayor, y mandóle asentar junto a sí en la cama en que estaba enfermo; y con muy gran recato le dijo que el siguiente día por la mañana saliese con él a tierra, y que llevase consigo cuatro hombres de que más confianza hiciese, armado él y ellos, y que acompañase el estandarte real, y apellidase la voz del Rey cuando fuese tiempo; porque había de ir a hacer justicia del maese de campo por causas que a ello le movían. Veló la nao aquella noche el piloto mayor con el cuidado ordinario, y al romper del día pidieron la barca del campo a grandes voces, a las cuales se levantó doña Isabel de la cama, diciendo: --¡Ay! ¡Ay!, que han muerto a mis hermanos, y piden la barca para venirnos a matar. Hízose sordo el adelantado, y ya que era día claro, salieron del campo una escuadra de hasta treinta soldados. Hízoles el adelantado decir que no pasasen adelante, porque los quería hablar, y embarcado con su gente, preguntó quién iba por caudillo, a dónde iban, y quién los enviaba. Respondió el ayudante: --Yo soy caudillo: vamos enviados del maese de campo al pueblo de Malope a buscar de comer. Avisóles el adelantado que no matasen a Malope, ni le hiciesen mal ninguno, ni quitasen cosa suya porque era nuestro amigo, mas antes lo llevasen consigo; que aunque no entendía lengua, servía de ella: que bien sabía se buscaba de comer, y vuelto al piloto mayor, mandó que contase lo que el día atrás le había pasado con Malope. Oyéronlo, y según se dijo, riendo. El adelantado llevó consigo de camino al capitán de la galeota que un grande machete estaba afilando. En la playa le estaban esperando el capitán: y desembarcados, se juntaron todos con los cuales se fue hacia el fuerte que el maese de campo a gran priesa estaba haciendo; y antes de llegar, no faltó quien preguntó: --¿Dícese por allá que nos queremos alzar? Y estaba limpiando su escopeta. Llegó el general al fuerte, y el maese de campo que estaba almorzando, como lo vio, así como se halló sin jubón y sin sombrero, salió a recibir al general, y como se vio entre tan pocos amigos pidió bastón, daga y espada, que ciñó. Fuéronse llegando los que habían de hacer la suerte. El adelantado alzó los ojos al cielo, y dando un pequeño suspiro, metió mano a su espada, diciendo: --¡Viva el Rey! ¡Mueran los traidores! Y luego, al punto, sin nunca le largar, un Juan Antonio de la Roca echó mano a los cabezones del maese de campo, y le dio dos puñaladas una por la boca y otra por los pechos: y segundó un sargento con un cuchillo bohemio, dejándoselo enclavado en un lado. El maese de campo dijo: --¡Ah, mis señores! Fue a poner mano a su espada; mas el capitán del machete le derribó casi del brazo derecho, y cayó diciendo: --¡Ay! ¡ay!, ¡déjenme confesar! Respondióle uno: --No es tiempo; tenga buena contrición. Estaba el miserable tendido y palpitando en el suelo, diciendo: --¡Jesús María!: y una buena mujer que se llegó ayudándole a bien morir; y uno de buena alma no hacía sino envasar la espada, y la mujer reñirle. Al fin le acabaron así, y el adelantado se enterneció. Hecho esto, mandó luego echar un bando: que pues estaba muerto el maese de campo, a todos los demás perdonaba en nombre de su Majestad: y habiendo espirado el maese de campo, el atambor, por cudicia de los vestidos, le dejó desnudo en carnes. Era el maese de campo muy solícito, gran trabajador, buen soldado que a todo lo que se ofreció en rebatos y entradas era el primero. Parecía ser de edad de sesenta años, por ser todo cano, y aunque viejo, brioso; pero muy arrebatado. Sabía sentir mucho y callar poco: y entiendo que ninguna otra cosa le mató. En este tiempo estaban hablando don Luis y el piloto mayor, junto a una tienda de dos amigos del maese de campo, y al uno de ellos embistió don Luis, dándole una puñalada, y el soldado decía: --¿A mí? ¿A mí?, ¿qué he hecho yo? Dejó don Luis el puñal, y con la espada le iba a dar; pero el piloto mayor se lo defendió diciendo: --¿Qué cosa y cosa es que sin más ni más se maten así los hombres? Iba saliendo de otra tienda un soldado con la espada en la mano por desnudar, diciendo: --¿Qué es esto? ¡Al maese de campo! Embistióle don Luis, y arrimáronsele otros muchos: y el soldado retirándose hacia dentro, decía: --¿Qué hice yo? ¿Qué hice yo? Llegó el capitán don Lorenzo, y sobre unas casas donde el soldado cayó, lo mataron a estocadas. El atambor le desnudó, y se pusieron soldados de guarda a los baúles de los dos. Don Lorenzo y su hermano con una escuadra de soldados se vinieron; mas hallaron a la puerta al piloto mayor que se les opuso, diciendo se reportasen. El capitán don Lorenzo le dijo, se quitase de la puerta: --¡Mueran esos traidores! Dijo el piloto mayor, que eran amigos. --¡Mueran!, ¡mueran! (replicaron), que mejor lo merecen que los demás: y el piloto mayor a ellos, que mirasen el tiempo y lo que hacen. Respondió don Lorenzo, que sólo San Pedro, o él podrían estar allí por quien quedasen con vida aquellos tales. A la grita y al ruido de las armas, salieron las mujeres turbadas y desgreñadas. Unas pegaban de sus maridos; otras torciendo las manos, decían lástimas. Pareció este día de vengar injurias, o malas voluntades; pero a mi ver licencia a mozos a más pudiera llegar. Salió después del nublado el sargento mayor de su tienda, y por que se dijese que también ensangrentó su espada, dio a un paje del maestre de campo una buena cuchillada en la cabeza, y otra a un criado suyo, y queriendo herir a un negro que le servía, se le fue por pies, y los dos heridos con las manos en la cabeza acudieron a pedir socorro al general, que mandó al sargento mayor que dejase a los muchachos. Salió uno de sospecha, y otro de viva el Rey le iba a matar, si el piloto mayor no le defendiera. Allí se decía: --Salgan traidores con sus armas: y a esto dijo un cuerdo: que muertos y vivos tenían necesidad de honra. --Salgan, decían, a acompañar al estandarte Real, que enarbolado tenía don Diego Barreto, y tocando la caja junto a él, se pregonaba la voz del Rey a que todos respondían: --¡Mueran traidores! Fue el capitán del machete a traer las dos cabezas que el general mandó meter en unas redes, y cada una en un palo las hizo hincar junto al cuerpo de guardia. Venía en esta ocasión de la nao la barca, bogando a muy gran priesa, y el vicario en ella con una lanza en las manos, y la gente de mar armada, diciendo unos y otros: --¡Viva el rey!, ¡mueran traidores!; y llegando a donde se hallaba el adelantado, dijeron: --Aquí venimos todos a servir a Su Majestad, y a morir donde V.? S.? muriese: y con esto se acercaron al estandarte Real. Uno de ellos preguntó al general: --¿Qué es, señor?, ¿está hecho? --Díjole, que si; y él: --Bien hecho está. Y viendo las dos cabezas dijo: --Un muro se me ha quitado de delante. Y en este tiempo venían doña Isabel y su hermana de la nao, que por ellas había ido el capitán del machete a dar la nueva y el parabién de la victoria que él sabía celebrar, y alabarse que había dado una buena cuchillada al maese de campo, y hecho cortar las dos cabezas. Decía: ya agora eres señora, y estás marquesa, y yo capitán, que está muerto el maese de campo. Yo digo que es mucho para temerse hombres necios con licencias. Desembarcada doña Isabel, se recogió en el cuerpo de guardia. En este punto salió del campo un soldado, disimulado, vestido de nuevo con plumas en el sombrero, y al descuido preguntaba: --¿Qué es esto?, haciendo que no lo sabía. Era éste el procurador de las pretensiones en quien pusieron los ojos todos: y dejó de volar este y otros por ser la gente poca que así se trataba. Muchos temerosos hubo y la ocasión a su poca seguridad la habían dado: y a sus amigos se encomendaron algunos que con mucha verdad terciaron bien, y los libraron. Mandó el adelantado que todos, así juntos como estaban, fuesen a la iglesia a oír misa que el vicario dijo; y acabada volvió el rostro, y dijo que no se escandalizasen de las muertes dadas: que así convino. Encomendó la quietud y la obediencia a su general, recordando que haciéndolo así sería acertar, y lo demás yerro. De la manera que se fue a oír la misa, se volvió con el estandarte al cuerpo de guardia. Los baúles de los muertos se abrieron, y sus enemigos hicieron reparticiones y aplicaciones. Mandó el adelantado dar sepultura a los cuerpos, con que se acabó esta primera tragedia, y despidió a todos con apercibimiento que se juntasen a la tarde, para el efecto que dirá el capítulo siguiente.
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CAPÍTULO XXI Pedro Calderón, con la porfía de su pelea, llega donde está el gobernador Con el día siguieron los nuestros su camino y llegaron a un arroyo hondo y muy dificultoso de pasar, y los indios lo tenían atajado con palenques y albarradas fuertes, puestas a trechos. Los españoles, reconociendo el paso y lo que en él estaba hecho, y con la experiencia de los que otra vez pasaron por él, mandaron que se apeasen los de a caballo que más bien armados iban, y, tomando rodelas, espadas y hachas, fuesen treinta de ellos en vanguardia a ganar y romper las palizadas y defensas contrarias, y los peor armados, subiendo en los caballos, porque no eran de provecho en aquel paso, fuesen con la ropa y gente de servicio en medio; y otros veinte de los mejor armados quedasen en retaguardia, para que, si los enemigos los acometiesen por las espaldas, hallasen defensa; con esta orden entraron en el monte que había antes del arroyo. Los indios, viendo los castellanos donde no podían valerse de los caballos, que era lo que ellos más temían, cargaron con grandísimo ímpetu, ferocidad y vocería a flecharlos, pretendiendo matarlos todos, según eran pocos y el paso dificultoso. Los cristianos, procurando defenderse, ya que por la estrechura del lugar no podían ofenderles, llegaron a los palenques, donde fue la pelea muy reñida y porfiada, que los unos por hacer camino por do pasar y los otros por defenderlo se herían cruelmente. Al fin, los españoles, unos resistiendo a los indios con las espadas y otros cortando con las hachas las sogas y ataduras de bejucos, que son como parrizas largas y sirven de atar lo que quieren, ganaron el primer palenque, y el segundo, y los demás; empero costoles muy malas heridas que los más de ellos sacaron, sin las cuales, mataron los indios de un flechazo que dieron por los pechos a un caballo de Álvaro Fernández, portugués natural de Yelves, de manera que en este arroyo, y en la ciénaga pasada, perdió este fidalgo dos caballos buenos que llevaba. Con estos males y daños, pasaron los españoles aquel mal paso y caminaron con menos pesadumbre por los llanos donde no había malezas, porque los indios, doquier que no las había, se apartaban de los cristianos de miedo de los caballos. Mas, donde había manchones de monte cerca del camino siempre había indios emboscados que salían a sobresaltar y flechar los nuestros dándoles grita y repitiendo muchas veces aquellas palabras: "¡Dónde vais, ladrones, que ya hemos muerto vuestro capitán y a todos sus soldados!" Y tanto porfiaban en estas razones que ya los castellanos estaban por creerlas, porque, estando ya tan cerca del pueblo de Apalache, que podían ser oídos según la grita que llevaban, no habían salido a socorrerles, ni ellos habían visto gente ni caballos ni otra señal por do pudiesen entender que estaban allí. De esta manera caminaron estos ciento y veinte españoles escaramuzando y peleando con los indios todo el día, y llegaron a Apalache a puesta de sol, que, aunque la jornada no había sido tan larga como las pasadas, la habían caminado a paso corto por los muchos heridos que llevaban, de los cuales murieron después diez o doce, y entre ellos Andrés de Meneses, que era un valiente soldado. Llegados ante la presencia tan deseada de su capitán general y de sus amados compañeros, fueron recibidos con la fiesta y regocijo que se puede imaginar, como hombres que habían sido tenidos por muertos y pasados de esta vida, según que los indios, por dar pena y dolor al gobernador y a los suyos, les habían dicho muchas veces que los habían degollado por los caminos, y ello era verosímil, porque habiéndose visto el gobernador en grandes peligros y necesidades con llevar más de ochocientos hombres de guerra cuando pasó por aquellas provincias y malos pasos, era creedero que, no siendo más de ciento y veinte los que entonces iban, se hubiesen perdido. Por lo cual, como si hubieran resucitado, así fueron general y particularmente recibidos y festejados de sus compañeros, dando los unos y los otros gracias a Dios que los hubiese librado de tantos peligros. El gobernador como padre amoroso recibió a su capitán y soldados con mucha alegría, abrazando y preguntando a cada uno de por sí cómo venía de salud y cómo le había ido por el camino. Mandó curar y regalar con mucho cuidado los que iban heridos. En suma, con grandes palabras engrandeció y agradeció los trabajos y peligros que a ida y vuelta los unos y los otros habían pasado, ca este caballero y buen capitán, cuando se ofrecía ocasión, sabía hacer esto con mucha bondad, discreción y prudencia.
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Cómo el gobernador y su gente pasaron el río y se ahogaron dos cristianos Este mismo día viernes llegaron los bergantines allí para pasar las gentes y caballos de la otra parte del río, y los indios había traído muchas canoas; y bien informado el gobernador de lo que convenía hacerse, platicado con sus capitanes, fue acordado que luego el sábado siguiente por la mañana pasase la gente para proseguir la jornada e ir en demanda de los indios guaycurúes, y mandó que se hiciesen balsas de las canoas para poder pasar los caballos; y en siendo de día, toda la gente puesta en orden, comenzaron a embarcarse y pasar en los navíos y en las balsas, y los indios en las canoas: era tanta la priesa del pasar y la grita de los indios, como era tanta gente, que era cosa muy de ver; tardaron en pasar dende las seis de la mañana hasta las dos horas después de mediodía, no embargante que había bien doscientas canoas, en que pasaron. Allí suscedió un caso de mucha lástima, que como los españoles procuraban de embarcarse primero unos que otros, cargando en una barca mucha gente al un bordo, hizo balance y se trastornó de manera que volvió la quilla arriba y tomó debajo toda la gente, y si no fueran también socorridos, todos se ahogaran; porque, como había muchos indios en la ribera, echáronse al agua y volcaron el navío; y como en aquella parte había mucha corriente, se llevó dos cristianos, que no pudieron ser socorridos, y los fueron a hallar el río abajo ahogados; el uno se llamaba Diego de Blas, vecino de Málaga, y el otro Juan de Valdés, vecino de Palencia. Pasada toda la gente y caballos de la otra parte del río, los indios principales vinieron a decir al gobernador que en su costumbre que cuando iban a hacer alguna guerra hacían su presente al capitán suyo, a que así ellos, guardando su costumbre, lo querían hacer; que le rogaban lo recebiese; y el gobernador, por les hacer placer, lo aceptó; y todos los principales, uno a uno, le dieron una flecha y un arco pintado muy galán, y tras de ellos, todos los indios, cada uno trujo una flecha pintada y emplumada con plumas de papagayos, y estuvieron en hacer los dichos presentes hasta que fue de noche, y fue necesario quedarse allí en la ribera del río a dormir aquella noche, con buena guarda y centinela que hicieron.