De lo que Cortés hizo desque llegó a la villa de la Trinidad, y de los caballeros y soldados que allí nos juntamos para ir en su compañía, y de lo que más le avino E así como desembarcamos en el puerto de la villa de la Trinidad, y salidos en tierra, y como los vecinos lo supieron, luego fueron a recibir a Cortés Y a todos nosotros los que veníamos en su compañía, y a darnos el parabién venido a su villa, y llevaron a Cortés a aposentar entre los vecinos, porque había en aquella villa poblados muy buenos hidalgos; y luego mandó Cortés poner su estandarte delante de su posada y dar pregones, como se había hecho en la villa de Santiago, y mandó buscar todas las ballestas y escopetas que había, y comprar otras cosas necesarias y aun bastimentos; y de aquesta villa salieron hidalgos para ir con nosotros, y todos hermanos; que fue el capitán Pedro de Alvarado y Gonzalo de Alvarado y Jorge de Alvarado y Gonzalo y Gómez e Juan de Alvarado el viejo, que era bastardo; el capitán Pedro, de Alvarado es el por mí muchas veces nombrado; e también salió de aquesta villa Alonso de Ávila, natural de Ávila, capitán que fue cuando lo de Grijalva, e salió Juan de Escalante e Pedro Sánchez Farfán, natural de Sevilla, y Gonzalo Mejía, que fue tesorero en lo de México, e un Baena y Juanes de Fuenterrabía, y Cristóbal de Olí, el muy esforzado, que fue maestre de campo en la toma de la ciudad de México y en todas las guerras de la Nueva-España, e Ortiz el músico, e un Gaspar Sánchez, sobrino del tesorero de Cuba, e un Diego de Pineda o Pinedo, y un Alonso Rodríguez, que tenía unas minas ricas de oro, y un Bartolomé García y otros hidalgos que no me acuerdo sus nombres, y todas personas de mucha valía. Y desde la Trinidad escribió Cortés a la villa de Santispíritus, que estaba de allí diez y ocho leguas, haciendo saber a todos los vecinos como iba a aquel viaje a servir a su majestad, y con palabras sabrosas e ofrecimientos para atraer a sí muchas personas de calidad que estaban en aquella villa poblados, que se decían Alonso Hernández Puertocarrero, Primo del conde de Medellín, y Gonzalo de Sandoval, alguacil mayor e gobernador que fue ocho meses, y capitán que después fue en la Nueva-España, y a Juan Velázquez de León, pariente del gobernador Velázquez, y Rodrigo Rangel y Gonzalo López de Jimena y su hermano Juan López, y Juan Sedeño. Este Juan Sedeño era vecino de aquella villa; y declárolo así porque había en nuestra armada otros dos Juan Sedeños; y todos estos que he nombrado, personas muy generosas, vinieron a la villa de la Trinidad, donde Cortés estaba; y como lo supo que venían, los salió a recibir con todos nosotros los soldados que estábamos en su compañía y se dispararon muchos tiros de artillería y les mostró mucho amor y ellos le tenían grande acato. Digamos ahora cómo todas las personas que he nombrado, vecinos de la Trinidad, tenían sus estancias, donde hacían el pan cazabe, y manadas de puercos, cerca de aquella villa, y cada uno procuró de poner el más bastimento que podía. Pues estando desta manera recogiendo soldados y comprando caballos, que en aquella sazón e tiempo no los había, sino muy pocos y caros; y como aquel hidalgo por mí ya nombrado, que se decía Alonso Hernández Puertocarrero, no tenía caballo ni aun de qué comprarlo, Cortés le compró una yegua rucia y dio por ella unas lazadas de oro que traía en la ropa de terciopelo que mandó hacer en Santiago de Cuba (como dicho tengo); y en aquel instante vino un navío de la Habana a aquel puerto de la Trinidad, que traía un Juan Sedeño, vecino de la misma Habana, cargado de pan cazabe y tocinos, que iba a vender a unas minas de oro cerca de Santiago de Cuba; y como saltó en tierra el Juan Sedeño, fue a besar las manos a Cortés, y después de muchas pláticas que tuvieron, le compré el navío y tocinos y cazabe fiado, y se fue el Juan Sedeño con nosotros. Ya teníamos once navíos, y todo se nos hacía prósperamente, gracias a Dios por ello; y estando de la manera que dicho, envió Diego Velázquez cartas y mandamientos para que detengan la armada a Cortés, lo cual verán adelante lo que pasó.
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Capítulo XXI De cómo el capitán mandó a Pedro de Candía que fuese a ver si era verdad lo que Alonso de Molina había dicho que había en la tierra de Túmbez Entre las cosas que Alonso de Molina contó al capitán que había visto fue una fortaleza que dijo le pareció ser muy fuerte, porque tenía seis o siete cercas y que había dentro muchas riquezas. Pizarro, como entendió estas cosas, túvolas por tan grandes, que por entero no las creía, pensó de enviar a Pedro de Candía, que era de buen ingenio, para que viera lo que había dicho Molina y el negro, si era verdad; y para que marcase la tierra y mirase por donde sería bueno entrar cuando, siendo Dios servido, volviesen. Pedro de Candía holgó de lo hacer y partióse luego; y estando, como siempre estaban, indios en la playa, se fueron con él hasta que lo llevaron delante la presencia del señor de Túmbez, que muy acompañado estaba de sus indios, y él y ellos se espantaron de ver a Pedro de Candía tan dispuesto y rogáronle que soltase un arcabuz que llevaba, porque él lo había hecho en el navío otras veces en presencia de algunos indios que fue causa que tuviesen los otros de ello noticia, Por les hacer placer puso la mecha, y acertando en un tablón grueso que allí cerca estaba, a que apuntó, lo pasó como si fuera un melón. Los indios, al tiempo que soltó el arcabuz, muchos de ellos cayeron en tierra y otros dieron un grito; juzgaban por muy valiente al cristiano por su disposición y por soltar aquellos tiros; y algunos dicen que el señor de Túmbez mandó que trajesen un león y un tigre que allí tenían, para ver si se defendía de ellos Candía, o si lo mataban; y que lo trajeron y echaron al Candía, que teniendo cargado el arcabuz lo sontó y cayeron de espanto en el suelo más indios que antes y que llegaron los animales hacia él tan mansos como si fueran corderos; sin los indios, lo contó Candía. El cacique los mandó volver adonde estaban, y pidiéndole a Candía el arcabuz, echaba por el caño muchos vasos de su vino de maíz, diciendo: "Toma, bebe; pues contigo tan gran ruido se hace, que eres semejante al trueno del cielo". Y mandó sentar a Pedro de Candía. Diéronle de comer cumplidamente, preguntáronle muchas cosas de las que ellos saber deseaban. Respondió lo que podía hacerles entender. Vio la fortaleza. Las mamaconas, que son las vírgenes sagradas, le quisieron ver y enviaron al señor a rogar que lo llevasen allí. Fue así hecho, holgaron en extremo con ver a Candía; entendían en labor de lana, de que hacían fina ropa, y en el servicio del templo; las más eran hermosas y todas muy amorosas. Como Pedro de Candía hubo visto la fortaleza y lo que más el capitán le mandó, pidió licencia al señor para se volver el navío, la cual se le dio mandando que fuesen balsas con mucho maíz, pescado, frutas; y al capitán envió con el mismo Candía un hermoso carnero y un cordero bien gordo. Y como se vio en la nao, Candía contó al capitán tantas cosas que no era nada lo que había dicho Alonso de Molina; porque dijo que vio cántaros de plata y estar labrando a muchos plateros; y que por algunas paredes del templo había planchas de oro y plata; y que las mujeres que llamaban "del Sol", que eran muy hermosas. Locos estaban de placer los españoles en oír tantas cosas; esperaban en Dios de gozar de su parte de ello. De Túmbez supimos cómo con mucha presteza fue mensajero a Quito al rey Guaynacapa a dar razón de todo esto y aviso de la gente que era y la manera de navío, mas dicen que, cuando llegó la nueva, era ya muerto; puesto que también se afirma que no, sino que después, enviando a mandar que le llevasen un cristiano de los que quedarse quisieran entre los indios, murióse. Lo uno o lo otro, que todo es una cuenta, téngase por cierto que él murió en el propio año y tiempo que Francisco Pizarro llegó a la costa de su tierra; y lo que gastó por los manglares había gastado Guaynacapa en hacer cosas grandes en Quito. Y como todas las cosas se dispongan y ordenen por permisión y ordenación divina, fue Dios servido de que, mientras Guaynacapa reinó y vivió, aunque gentil, que no entrasen en su tierra los españoles; y a ellos que anduviesen junto a Panamá, como anduvieron hasta que quiso y fue servido de los guiar por el modo y manera que se ha contado. Y las escrituras para esto son y para esto han de servir, que los hombres sepan con verdad los acaecimientos, y también que consideren y noten cómo ordena Dios las cosas y se hace lo que ellos no piensan.
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Capítulo XXI De la muy noble y leal ciudad de Arequipa La ciudad de Arequipa, de la cual no se puede referir ni contar sus sucesos y trabajos sin lágrimas y llanto, pues siendo después de la Ciudad de los Reyes y la del Cuzco y Potosí la más rica, grandiosa y opulenta de todo el Reino en dineros, bizarría y gastos y haciendas, el día de hoy es la más pobre, triste y miserable de cuantas se sabe en el Perú, que parece que, desde el año de mil y seiscientos hasta hoy, no se ha levantado della la ira y castigo del Omnipotente Dios, porque siempre se han ido multiplicando sus trabajos, perdidas y destrucciones, viniendo una plaga al fin de la otra, y alcanzándose una miseria y desventura a la otra, como veremos, que sin duda ha sido por pecados y delitos de los moradores della, que ha querido Dios en esta vida atormentarlos, lo cual, sin duda, es indicio y señal de suma misericordia, para relevarlos de las penalidades de la muerte eterna. Llamábase en su primera e inmemoriable fundación Yarapampa, antes que tuviese el nombre presente de Arequipa. El terreno della es grueso y fértil, y esto le procede de tener volcanes en su comarca, que han sido su destrucción tantas veces. El temple es admirable y de mucha creación. Está la ciudad puesta en un lugar que ni es Sierra ni es Llanos, y así participa de las calidades de ambas diferencias de temples. Tiene la mar a diez y ocho leguas con un puerto llamado Chule. A siete leguas de Arequipa está el valle tan nombrado de Víctor y luego el de Ciguas, donde todos los vecinos de esta ciudad tienen grandísimas heredades de viñas, de las cuales se cogían en los tiempos de su prosperidad más de doscientas y cincuenta mil botijas de vino, que se sacaban de estos valles y se llevaban a Potosí, a la ciudad de la Plata, Chuquiapu, Cochabamba, Chucuito y las provincias del Collao, y así entraban todos los años más de seiscientos mil pesos en aquella ciudad, fuera de las muchas rentas que los vecinos tenían en sus encomiendas, y así estaban riquísimos, que fue causa de sus trabajos, porque con la abundancia de tesoros se olvidaban de Dios. En la misma ciudad había muchos jardines y huertas de diferentes frutas, membrillos, manzanas, camuesas, duraznos, melocotones, almendras, peras, uvas y otras suertes, y así era el pueblo de más regalo y recreación del Reino. Tiene un río muy caudaloso que le pasa cerca de la ciudad y su puente de piedra en él. Es ya Obispado, y será muy bueno, ya que en el tiempo de su prosperidad llegaban los diezmos de la ciudad de Arequipa a cuarenta mil pesos cada año, y se entiende que si no hubiera sucedido tanta calamidad y pérdida en ella, antes se quiera, fuera ya iglesia-catedral. Hay en ella conventos de religiosos de la orden de Santo Domingo, San Francisco, San Agustín y Nuestra de las Mercedes, donde hay una imagen de Nuestra Señora de Consolación, que ha hecho muchísimos milagros y, aun cuando cayó la iglesia del dicho convento, se guareció esta Divina Señora con un palo que se le puso delante. Y la Compañía de Jesús, un hospital y dos conventos de monjas; ambos de Santa Catalina de Sena; uno de los cuales, por las pérdidas de la ciudad procedida de la ceniza y temblores, ayudado del obispo del Cuzco, don Antonio de Raya, se pasó a la ciudad del Cuzco, donde hallaron todo el acogimiento y regalo posible. Tiene parroquias de indios, muchas y muy ricas y pobladas, y dos leguas della una recreación harto vistosa y agradable, que llaman la peña, de la cual manan diversos géneros de aguas dulces, caliente y fría, y está toda cubierta de yerba verde sin que jamás se seque, y una fuente en un pueblo cercano llamado Characato, y otras cosas notables que la ennoblecían harto, y le daban nombre en el Reino. Viniendo al nombre de Arequipa, que ahora le ha quedado, en tiempo del valeroso Ynga Yupanqui, padre de Tupa Ynga y abuelo de Huaina Capac, hubo en el distrito de Arequipa un espantable terremoto, precedido de un volcán que estaba tres leguas della. Empezó a lanzar tantas llamaradas de fuego y tan espeso y continuo, que la noche parecía día claro en las riberas del mar, y en todos los pueblos de alrededor. Pasados dos dís, el volcán se comenzó a cubrir de una nuebe tenebrosa y oscura, y cesó la claridad del fuego y la noche siguiente vino otro terremoto mayor que el pasado, cuyo ruido y temblor alcanzaba a todo el Reino, y por el espacio de la noche nunca cesó el volcán de despedir de sí infinitos rayos de fuego, y por cinco días continuos se fue prosiguiendo y con el fuego grandísima hediondez de piedra, azufre y mucha cantidad de piedras y ceniza y truenos temerosos, que afirman los indios haberse oído hasta Chile y, esparcida la ceniza por los aires, fue llevada más de ciento y cincuenta leguas y, si no fuera por el valor y ánimo del Ynga Yupanqui y su mujer la Coya Hipa Huaco, todos los indios, adonde llegó la ruina, se hubieran ahorcado y dejádose morir, cosa entre ellos muy usada en semejantes ruinas. Desta vez quedó asolada Arequipa y su comarca, sin quedar edificio que no fuese destruido y abrasado. Sólo escaparon los indios de la parroquia de San Lázaro, que éstos eran idos al Cuzco todos a hacer mita y servicio al Ynga, que si no también corrieran el trabajo y miseria que los demás. Ynga Yupanqui, que estaba en el Cuzco y supo la lamentable ruina de aquella tierra, acudió luego con infinita gente que juntó, para remediarla del daño que pudiese. Fuese hacia Arequipa, animando a los suyos que no temiese y, sabiendo de dónde procedía el daño, empezó a hacer grandes sacrificios al volcán, y, para ellos mandó llevar del Collao mucha suma de carneros y corderos, y todos los ofrecía al volcán. Adonde los indios no podían llegar temiendo la fuerza del fuego y no ser ahogados y sumergidos en la ceniza, el Ynga tomaba desde las andas en que iba unas pelotillas llenas de barro, bañadas con la sangre de los sacrificios y, puestas en una honda, las tiraba hacia el volcán, para que allí se derramasen y esparciese la sangre. Uno de los muchos hechiceros que consigo llevaba le dijo en su lengua: señor, quedaré aquí, y el Ynga le respondió: Arequipay; y así, desde aquel tiempo se le quedó por nombre Arequipa. Después de algunos días que el volcán aclaró y cesaron los truenos, fuego, humo y ceniza, de suerte que se pudo habitar y sembrar la tierra, el Ynga dejó allí mucha multitud de gente que poblasen, los cuales edificaron en un asiento, dicho la Chimpa, de la otra parte del río. Los indios naturales volvieron y asentaron adonde es la parroquia de San Lázaro, y éstos dicen que ellos son llactayoc, que significa: criollos originarios de aquel pueblo, porque todos los demás son mitimaes de diversas partes que, por orden del Ynga, se quedaron, y también convidados de la fertilidad de la tierra, porque la ceniza la engrosó a multiplicar después. Cuando el Marqués, don Francisco Pizarro, se volvió del Cuzco, no pudiendo por mal y por bien atraer así a Manco Ynga, vino a este asiento y pobló la ciudad de Arequipa, con este nombre, dándole encomenderos y vecinos, como dijimos en el capítulo sesenta y nueve del primer libro, al fin dél. El río que tiene esta ciudad es caudaloso y dél se sacan muchas acequias, como del de Lima con que se riegan las huertas y jardines de fuera y de dentro de la ciudad, y pasan por ella y le limpian. Era tanta la bizarría y gasto de esta ciudad, que ninguna del Reino se aventajaba, y los juegos tan excesivos que así jugaban y maltrataban el dinero, como si fuera piedras de la calle y no se hallara ni ganara con trabajo y fatiga, y aún afirman que un oficial que hacía botijas, estando un día jugando, se atrevió, entre otras manos de mucho precio, a echar una de cuatro mil pesos, y perdiéndola dijo: botijero me quedo, que ahora doscientos o trescientos años, si un rey lo hiciera, se le juzgara a exceso y prodigalidad, y puediera ser que un pobre necesitado se le llegara a pedir un real de limosna y quizás se lo negara, que así suele acontecer. Pero no quiero pasar en silencio una grandeza que las señoras de esta ciudad hicieron en servicio del Rey Católico su señor: que pidiéndose en ella, en general, un servicio gracioso para suplir las muchas necesidades en que Su Majestad estaba a causa de las guerras y encomenderos que tenía, habiendo dado todos los vecinos y encomenderos y los demás moradores de la ciudad según sus rentas y haciendas, alcanzaban muy liberalmente las mujeres de ellos con ánimo magnífico y franco. Excediendo a las matronas romanas, hicieron presentes de las joyas más preciosas y ricas que tenían, dando sus cadenas de oro, collares de piedras, cintillos, anillos, punzones, manillas, ajorcas y todo cuanto de valor poseían a su Rey, para ayudar a remediar los casos que se le ofrecían, que fue hecho heroico y que ilustró aquella ciudad, y dio indicios de la fe y lealtad que ha habido siempre en ella para con su Rey. Porque la ruina que a esta noble Ciudad vino el año de mil y seiscientos, por el mes de febrero, fue uno de los más notables sucesos que ha habido en este Reino y más lastimoso, no lo quiero pasar en silencio, antes haré dél particular capítulo.
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CAPÍTULO XXI De otro género de sacrificios de hombres que usaban los mexicanos Había otro género de sacrificio en diversas fiestas, al cual llamaban racaxipe valiztli, que quiere decir desollamiento de personas. Llamose así, porque en ciertas fiestas tomaban un esclavo o esclavos, según el número que querían, y desollándoles el cuero se lo vestía una persona diputada para esto. Este andaba por todas las casas y mercados de las ciudades, cantando y bailando, y habíanle de ofrecer todos; y al que no le ofrecía, le daba con un canto del pellejo en el rostro, untándole con aquella sangre que tenía cuajada. Duraba esta intervención hasta que el cuero se corrompía. En este tiempo juntaban estos que así andaban, mucha limosna, la cual se gastaba en cosas necesarias al culto de sus dioses. En muchas de estas fiestas hacían un desafío entre el que había de sacrificar y el sacrificado, en esta forma: Ataban al esclavo por un pie en una rueda grande de piedra y dábanle una espada y rodela en las manos, para que se defendiese, y salía luego el que le había de sacrificar, armado con otra espada y rodela. Y si el que había de ser sacrificado prevalecía contra el otro, quedaba libre del sacrificio, y con nombre de capitán famoso y como tal, era después tratado. Pero si era vencido, allí en la misma piedra en que estaba atado le sacrificaban. Otro género de sacrificio era cuando dedicaban algún cautivo que representase al ídolo, cuya semejanza decían que era. Cada año daban un esclavo a los sacerdotes para que nunca faltase la semejanza viva del ídolo, el cual luego que entraba en el oficio después de muy bien lavado, le vestían todas las ropas e insignias del ídolo, y poníanle su mismo nombre, y andaba todo el año tan honrado y reverenciado como el mismo ídolo. Traía consigo siempre doce hombres de guerra, porque no se huyese, y con esta guarda le dejaban andar libremente por donde quería, y si acaso se huía, el principal de la guardia entraba en su lugar para representar el ídolo, y después ser sacrificado. Tenía aqueste indio el más honrado aposento del templo, donde comía y bebía, y adonde todos los principales le venían a servir y reverenciar, trayéndole de comer con el aparato y orden que a los grandes. Y cuando salía por la ciudad, iba muy acompañado de señores y principales, y llevaba una flautilla en la mano, que de cuando en cuando tocaba, dando a entender que pasaba, y luego las mujeres salían con sus niños en los brazos y se los ponían delante, saludándole como a Dios; lo mismo hacía la demás gente. De noche, le metían en una jaula de recias verguetas, porque no se fuese, hasta que llegando la fiesta, le sacrificaban, como queda arriba referido. En las formas dichas y en otras muchas traía el demonio engañados y escarnecidos a los miserables, y era tanta la multitud de los que eran sacrificados con esta infernal crueldad, que parece cosa increíble; porque afirman que había vez que pasaban de cinco mil, y día hubo que en diversas partes fueron así sacrificados más de veinte mil. Para esta horrible matanza usaba el diablo por sus ministros una donosa invención, y era que cuando les parecía iban los sacerdotes de Satanás a los reyes y manifestábanles cómo los dioses se morían de hambre, que se acordasen de ellos. Luego los reyes se apercibían y avisaban unos a otros, cómo los dioses pedían de comer; por tanto, que apercibiesen su gente para un día señalado, enviando sus mensajeros a las provincias contrarias para que se apercibiesen a venir a la guerra. Y así congregadas sus gentes y ordenadas sus compañías y escuadrones, salían al campo situado, donde se juntaban los ejércitos; y toda su contienda y batalla era prenderse unos a otros para el efecto de sacrificar, procurando señalarse así una parte como otra en traer más cautivos para el sacrificio, de suerte que en estas batallas más pretendían prenderse que matarse, porque todo su fin era traer hombres vivos para dar de comer a los ídolos; y este era el modo con que traían las víctimas a sus dioses, y es de advertir que ningún rey era coronado si no vencía primero alguna provincia, de suerte que trajese gran número de cautivos para sacrificios de sus dioses; y así por todas vías era infinita cosa la sangre humana que se vertía en honra de Satanás.
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CAPÍTULO XXI Cómo sacan las perlas de sus conchas, y la relación que trajeron los descubridores de las minas de oro Luego otro día que los dos españoles se fueron a ver las minas de oro que tanto deseaban hallar, vino el curaca a visitar al gobernador y le hizo un presente de una hermosa sarta de perlas, que, si no fueran agujereadas con fuego, fuera una gran dádiva, porque la sarta era de dos brazas y las perlas como avellanas y todas casi parejas de un tamaño. El gobernador las recibió con mucho agradecimiento y en recompensa le dio piezas de terciopelo y paños de diversas colores y otras cosas de España que el indio tuvo en mucho. Al cual preguntó el gobernador si aquellas perlas se pescaban en su tierra. El cacique respondió que sí, y que en el templo y entierro que en aquel mismo pueblo tenía de sus padres y abuelos había mucha cantidad de ellas, que si las quería se las llevase todas, o la parte que quisiese. El adelantado le dijo que agradecía su buena voluntad, que, aunque las deseara, no hiciera agravio al entierro de sus mayores, cuanto más que no las quería; que, aunque las que le había dado en la sarta las había recibido por ser dádiva de sus manos, que no quería saber más que cómo se sacaban de las conchas donde se criaban. El cacique dijo que otro día, a las ocho de la mañana, lo vería su señoría, que aquella tarde y la noche siguiente las pescarían los indios. Luego, al mismo punto, mandó despachar cuarenta canoas con orden que a toda diligencia pescasen las conchas y volviesen por la mañana. La cual venida, mandó el curaca (antes que las canoas llegasen) traer mucha leña y amontonarla en un llano ribera del río, y la hizo quemar y que se hiciese mucha brasa, y, luego que las canoas vinieron, mandó tenderla y echar sobre ellas las conchas que los indios traían, las cuales, con el calor del fuego, se abrían y daban lugar a que entre la carne de ellas buscasen las perlas. Casi en las primeras conchas que se abrieron, sacaron los indios diez o doce perlas gruesas como garbanzos medianos y las trajeron al curaca y al gobernador, que estaban juntos mirando cómo las sacaban, y vieron que eran muy buenas en toda perfección, salvo que todavía el fuego con su calor y humo les ofendía su buen color natural. El gobernador, habiendo visto sacar las perlas, se fue a comer a su posada, y, poco después que hubo comido, entró un soldado natural de Guadalcanal, que había por nombre Pedro López, el cual, descubriendo una perla que en la mano traía, dijo: "Señor, comiendo de las ostras que hoy trajeron los indios, de las cuales llevé unas pocas a mi posada y las hice cocer, topé ésta entre los dientes, que me los hubiera quebrado. Y, por parecerme buena, la traigo a vuesa señoría para que de su mano la envíe a mi señora doña Isabel de Bobadilla." El adelantado le respondió diciendo: "Yo os agradezco vuestra buena voluntad y he por recibido el presente y la gracia que hacéis a doña Isabel para os la agradecer y satisfacer en cualquiera ocasión que se ofrezca. Mas la perla será mejor que la guardéis y que la lleven a La Habana para que del valor de ella os traigan un par de caballos y dos yeguas y otra cosa que habéis menester. Lo que yo haré por el buen ánimo que nos habéis mostrado, será que de mi hacienda pagaré el quinto que le pertenece a la de Su Majestad." Los españoles que con el gobernador estaban miraron la perla y los que de ellos presumían algo de lapidarios la apreciaron que valía en España cuatrocientos ducados, porque era del tamaño de una gruesa avellana con su cáscara y todo, y redonda en toda perfección, y de color claro y resplandeciente, que, como no había sido sacada con fuego como las otras, no había recibido daño en su color y hermosura. Damos cuenta de estas particularidades, aunque tan menudas, porque por ellas se vea la riqueza de aquella tierra. Un día de los que los españoles estuvieron en este pueblo de Ychiaha, acaeció una desgracia que a todos ellos lastimó mucho, y fue que un caballero natural de Badajoz, llamado Luis Bravo de Jerez, andando con una lanza en la mano paseándose por un llano cerca del río, vio pasar un perro cerca de sí. Tirole la lanza con deseo de matarle para comérselo, porque por la falta general que en toda aquella tierra había de carne, comían los castellanos cuantos perros podían haber a las manos. Del tiro no acertó al perro, y la lanza pasó deslizándose por el llano adelante hasta caer por la barranca abajo en el río, y acertó a dar por la una sien y salir por la otra a un soldado que con una caña estaba pescando en él, de que cayó luego muerto. Luis Bravo, descuidado de haber hecho tiro tan cruel, fue a buscar su lanza, y la halló atravesada por las sienes de Juan Mateos, que así había el nombre el soldado. Era natural de Almendral, el cual, solo entre todos los españoles que andaban en este descubrimiento, tenía canas, por las cuales todos le llamaban padre y respetaban como si lo fuera de cada uno de ellos, y así generalmente sintieron su desgracia, que habiéndose ido a holgar lo hubiesen muerto tan miserablemente. Tan cerca como cierta tenemos la muerte en todo tiempo y lugar. Las cosas referidas sucedieron en el real entretanto que los dos compañeros fueron y vinieron de descubrir las minas, los cuales gastaron diez días en su viaje. Dijeron que las minas eran de muy fino azófar, como el que atrás habían visto, mas que entendían, según la disposición de la tierra, que no dejarían de hallarse minas de oro y de plata, si buscasen las vetas y mineros. Demás de esto, dijeron que la tierra que habían visto era toda muy buena para sementeras y pastos; y que los indios, por los pueblos que habían pasado, los habían recibido con mucho amor y regocijo y les habían hecho mucha fiesta y regalo, tanto que, cada noche, después de haberles banqueteado, les enviaban dos mozas hermosas que durmiesen con ellos y los entretuviesen la noche, mas que ellos no osaban tocarles temiendo no les flechasen otro día los indios, porque sospechaban que se las enviaban para tener ocasión de los matar, si llegasen a ellas. Esto temían los españoles, y quizá sus huéspedes lo hacían para regalarlos demasiadamente viendo que eran mozos, porque, si quisieran matarlos, no tenían necesidad de buscar achaques.
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CAPÍTULO XXI Busca de nuestra canoa. --Aspereza y escabrosidad de la costa. --Hendedura. --Abrigo. --Hallazgo de la canoa. --Relato del patrón. --Caída de un hombre al agua. --Vuelta. --Conchas marinas. --Partida de Cozumel. --Costa de Yucatán. --Edificios cuadrados. --Primera vista del Castillo de Tuluum. --Rancho Tancah. --Molas. --Sus dos hijos. --Visita a las minas de Tuluum. --Edificios vistos de pasada. --Magnífico escenario. --El castillo. --Vista del frontispicio. --Gran escalinata. --Columnas. --Corredores. --La mano roja. --Las alas del castillo consistentes en dos cuerpos. --Labores en estuco. --Techumbres planas. --Vista posterior del castillo. --Una tormenta. --Cambio súbito de sentimientos. --Edificios arruinados. --Terraza cuadrada. --Vista pintoresca. --Fragmentos de tabletas o medallones. --Edificio aislado. --Figura curiosa. --Pinturas. --Descubrimiento de la muralla de la ciudad. --El buen estado en que se encuentra. --Puertas de la ciudad. --Atalayas o garitas. --Edificios. --Cielos rasos construidos sobre diferente principio. --Tremenda embestida de mosquitos A la mañana siguiente muy temprano ya estábamos en movimiento. La lluvia había cesado; pero el viento era impetuoso todavía y las olas continuaban agitadas. Albino y Bernardo estaban más interesados que nosotros mismos en la pérdida de la canoa, porque, no siéndoles de mayor importancia el té ni el café, concluido el desayuno en el que quedaban agotadas todas las provisiones de bizcocho, ya no tenían materialmente nada que comer. Al apuntar el día, Bernardo se puso en marcha a lo largo de la costa, y poco después le seguimos Albino y yo. Habiendo salvado la punta que nos ocultó el día antes la vista de la canoa, nos encontramos con una costa asperísima, pues que no era más que una roca viva, que apenas se levantaba unos pies del nivel del mar, azotada constantemente por las olas embravecidas a tal punto, que había venido a quedar porosa y llena de agujeros, presentando un filo como el de las puntas de hierro oxidado. Todavía las olas se azotaban con fuerza contra esta ribera formando gruesos remolinos en los intersticios, y presentando a la imaginación la terrible pintura del destino que podía tocar a los infelices navegantes que se hubiesen estrellado contra estas rocas, sobre las cuales se veían los restos dispersos de algún buque naufragado. Después de estar andando dos horas, comencé a convencerme de que la canoa había sufrido el choque de la tormenta, y mis aprensiones subieron de punto cuando a larga distancia vi venir a Bernardo con una pequeña pirámide en la cabeza de provisiones y cazuelas. Se había encontrado con uno de los marineros que venía en socorro nuestro, le había aliviado de la carga, y estaba entonces de vuelta. Proseguimos la marcha, y después de tres horas de trabajos llegamos por fin a la caleta en que se había guarecido la canoa. Consistía ese abrigo en una imponente, profunda y estrecha abertura practicada en la roca, como de cincuenta pies de ancho, hendida en tajo perpendicular, y que llevaba a un remanso de agua que, mientras que las olas se azotaban estrepitosamente en la parte exterior, presentaba en su interior la apariencia de un estanque. En el fondo de éste se hallaba la canoa, que aproximándose fue a donde yo estaba para tomarme a bordo. Según el sincero y nada afectado relato del patrón, su entrada en la caleta debió de haber sido verdaderamente sublime. La noche había sobrevenido y creía haberse extraviado, cuando a la luz de un relámpago descubrió el estrecho pasadizo que llevaba a la caleta y gobernó de manera su vieja canoa, que pudo hacerla penetrar en él. Al verificar el tránsito, la embarcación chocó contra una roca oculta en las aguas, un hombre se le cayó al mar, recogíalo a la súbita luz de otro relámpago, y un momento después ya estaba en perfecta seguridad. La caleta se hallaba rodeada y oculta entre árboles corpulentos, había en ella veinte pies de fondo y estaba tan clara el agua, que se veía distintamente el lecho. De una extremidad corría un riachuelo: y, si se ha de creer al patrón, este riachuelo era navegable hasta lo interior de la isla en donde se convertiría en un lago. Después de poner a secarse las velas, el equipaje, los pájaros del doctor Cabot y mi ejemplar de Cogolludo, y después de comer algunos huevos de tortuga ligeramente cocidos al rescoldo, emprendí mi regreso al rancho recogiendo en el tránsito una multitud de conchas. Desde que llegamos a la costa, todos nuestros momentos de ocio se empleaban en esta agradable ocupación. Regularmente después de escudriñar la costa volvíamos a ella a las pocas horas y hallábamos nuevas conchas, hermosas y acabadas de salir del mar. Raras veces se me había visto tan cansado como cuando llegué a la cabaña. A la mitad del tercer día se presentó de nuevo la canoa a nuestra vista descabezando la punta, y a poco rato después se hallaba en su antiguo anclaje. El viento era todavía tan fuerte que el patrón tenía miedo de permanecer. Llenamos de prisa nuestros cascos de agua, y al cabo de una hora estábamos a bordo, dejando tan solitaria cual la encontramos a la antes populosa isla de Cozumel. Un gavilán que veía marchar en compañía nuestra a su pareja era el único ser viviente que contemplase con tristeza nuestra partida; y, sin embargo, no hubo en nuestro viaje un sitio que dejásemos con más pesar. Desde el punto en que dejamos la isla, la costa opuesta de Yucatán es visible apenas; y, según nuestras propias observaciones y las noticias que nos fueron dadas, es el único punto desde el cual puede verse la dicha costa; de lo cual puede inferirse casi incuestionablemente que desde allí hizo rumbo Grijalva para Yucatán. El viento era severo, la mar brava, y un rápida corriente nos iba empujando hacia la punta del cabo Catoche. Como una hora antes de oscurecer pudimos salvar la corriente llevando a un largo la costa: pasando por ella vimos tres pequeños edificios cuadrados, bien conservados al parecer; pero la mar estaba tan áspera, que no nos fue posible desembarcar para examinarlos. El relato de la expedición de Grijalva contiene el siguiente pasaje. "Después de dejar la isla de Cozumel, vimos tres grandes pueblos, separados a dos millas de distancia el uno del otro, y contenían muchas casas de piedra con altas torres y cubiertas de paja". Esta parte de la costa debía ser necesariamente aquélla en que estaban los dichos pueblos. Todo está cubierto ahora de una espesa floresta; pero no es absurdo suponer que los edificios de piedra visibles todavía en la orilla del mar son la señal cierta de que existen en el interior poblaciones arruinadas. Seguimos camino hasta anochecer y fuimos a echar el ancla bajo una punta saliente y detrás de un arrecife de rocas. A la lengua del agua había un enrejado para tortugas, y, en la costa, la choza abandonada de un pescador. Al amanecer del día siguiente hicímonos de nuevo a la vela. Pasamos otros edificios de piedra; mas, como la costa era tan rocallosa, temimos aventurar la existencia de nuestra preciosa canoa, y por tanto no fuimos a tierra. Por otra parte, en la punta extrema estaba el castillo de Tuluum, hacia el cual nos dirigíamos y teníamos interés en examinar. A las doce del día descabezamos la punta, y fuimos a dar sobre una amplia y espaciosa playa de arena, que formaba una bahía, en cuyo fondo existían unas cuantas chozas pequeñas, que formaban el rancho de Tancah. La entrada era difícil porque estaba bordada de rocas y arrecifes ocultos. Dos mujeres estaban a la puerta de una de las cabañas, y, a excepción del viejo pescador, éstas eran las únicas personas vivientes que hubiésemos visto en toda esta costa desolada. Ése era el punto a donde esperábamos llegar por tierra partiendo directamente de Chemax. Ya verá el lector las vueltas que tuvimos que dar para alcanzar ese punto; pero desde la primera ojeada quedamos satisfechos de nuestra buena fortuna por no haber emprendido semejante viaje, pues vimos desde luego el esqueleto de la embarcación que oímos decir se estaba construyendo, y es probable que hasta hoy no se hubiese terminado la obra. Nos hubiera sido imposible conseguir una canoa, y por lo mismo hubiéramos tenido que regresar por el propio camino. Al momento que arrojamos nuestra ancla, o piedra, nos metimos en el agua para dirigirnos a tierra. El sol era extremadamente abrasador y la arena estaba ardiente. Enfrente de la cabaña principal y sobre la embarcación que se estaba construyendo había una enramada,para guarecer al carpintero que de cuando en cuando solía ir a trabajar allí. Próxima a esta cabaña había otra arruinada que hicimos limpiar, y por la tercera vez nos encontramos habitando en una casa erigida por Molas. Al dejar la isla de Cozumel, éste fue el único punto de esa desolada costa en la cual se hubiese atrevido a detenerse,.Por cierto que era una situación que también convenía a su vida de proscripto; y no teniendo nada que temer de una persecución del interior, su energía e industria no le abandonaron. Volvió a cultivar sus milpas y a parar la quilla de otro buque, precisamente el mismo que vimos sin concluir; pero, viéndose que ya envejecía, que se hallaba olvidado y además afligido de una enfermedad, se determinó a ir a Chemax; y al regresar de ese pueblo acompañado de un solo indio, según he indicado ya, murió en el camino a distancia de ocho leguas de Tancah, muriendo, según se expresaba el que nos había dado la noticia, como un perro sin auxilios temporales ni espirituales. Tanto habíamos oído de Molas, de la larga serie de calamidades que había sufrido y de la dura retribución que había caído sobre su cabeza; tanto habíamos visto de su inquebrantable energía, que a despecho de la violencia y crímenes que se le imputaban nuestras simpatías no pudieron menos de excitarse vivamente. Y, como después recibimos informes de otras fuentes que expresaban enérgicamente la opinión de que aquel desventurado había sido víctima de una inicua e incesante persecución, yo quiero echar un velo sobre su historia. Apenas hacía un año de su muerte, y sus dos hijos estaban ya en posesión del rancho: ambos jóvenes nos hicieron una visita al momento de nuestra llegada. Cuando el viejo murió, el indio dejó su cadáver en el camino y vino a dar la noticia al rancho, desde el cual partieron estos dos jóvenes para enterrarlo en el mismo sitio. Después volvieron allí otra vez, lo exhumaron y, colocándolo en una caja, lo trajeron al rancho, se embarcaron con él en una canoa para San Fernando, en donde vivían algunos de sus parientes. Durante la navegación sobrevino una tempestad y el cadáver cayó el agua. Tal fue el destino del infortunado Molas, según nos decía quien nos daba el informe. Decíase que el hijo mayor se hallaba complicado en los crímenes atribuidos a su padre, y que estaba sometido a la misma proscripción: había perdido enteramente el uso de un ojo, y el otro giraba débilmente y sin brillo en una órbita acuosa. Probablemente a esta hora estará ciego del todo. Nuestras primeras investigaciones tuvieron por objeto las ruinas. Una estrecha vereda guía a una milpa en la cual existen numerosos restos de edificios antiguos colocados en terrazas, pero pequeños todos y destruidos. Esos edificios estuvieron erigidos antiguamente en plena vista del mar, mientras que hoy navega el extranjero a lo largo de las costas sin saber que entre los árboles yacen sepultadas las ruinas de una primitiva población indígena. Por la tarde nos dirigimos a las ruinas de Tuluum, a distancia de una legua sobre la costa, viéndose perfectamente el castillo sobre un peñasco escarpado. Por espacio de milla y media anduvimos a lo largo de la orilla del mar. La playa era arenosa y en algunas partes tan suelta y movible que nos sumíamos hasta las piernas, de manera que nos fue preciso para hallar consuelo despojarnos de zapatos y medias y caminar a la lengua del agua. A la extremidad de la playa destacábase un alto promontorio rocalloso, que se extendía hasta dentro del mar, impidiendo con eso el paso a lo largo de la orilla. Subimos este promontorio continuando por toda la extensión del peñasco, que se inclinaba del lado del mar, formando en algunas partes una pared perpendicular; y a nuestra derecha se elevaban grandes masas de roca, que impedían del todo la vista del castillo. Al cabo de media hora, llegamos inesperadamente a un edificio bajo que en la apariencia era algún altar o adoratorio; y subiendo a la parte superior, el castillo volvió a presentarse a nuestra vista. Siguiendo adelante por el peñasco, éste comenzó a ser más áspero, rudo y escabroso, trayéndonos a la memoria aquellos sitios en que se reunían los hechiceros en las montañas de Hartz, tales cuales los describe Goethe en su Fausto; y en medio de esta aridez, en algunas cavidades de la peña, se veían algunos grupos de una especie de palmero llamado en el país xiké, cubriendo la superficie del peñasco. Con mucho trabajo alcanzamos otro pequeño edificio, desde cuya parte superior volvimos a ver el castillo, pero con una enorme hendedura por delante que parecía quitar toda esperanza a un libre acceso. Entretanto, ya era demasiado tarde, y temerosos de que nos cerrase la noche completamente en medio de aquel áspero breñal determinamos retroceder. Cuando alcanzamos la orilla del mar, ya era de noche: la arenosa playa era ahora una especie de alivio, y a una hora avanzada de la noche llegamos a nuestra cabaña convencidos, de que una frecuente repetición de este paseo no sería útil ni agradable; y de que para trabajar con prontitud y provecho era de todo punto indispensable que otra vez volviésemos a plantar nuestros reales y alojarnos dentro de las mismas ruinas. A la mañana siguiente nos pusimos en marcha con aquel objeto escoltados por el más joven de los Molas, muchacho como de unos veinte años, y que miraba nuestro arribo como uno de los mayores acontecimientos que jamás hubieran ocurrido en Tancah, y, antes de que llegásemos a la extremidad de la playa, ya esperaba que viajaría en compañía nuestra. Después de subir el peñasco y pasar los dos pequeños edificios que habíamos visto el día precedente bajamos por la parte posterior del último a la cabeza de la hendedura, que parecía apartarnos del objeto principal de nuestra visita. Subiendo todavía a la otra extremidad de la barranca, entramos en una sombría floresta y, pasando un edificio a la izquierda, y otras "paredes viajes" cuyos restos se veían a través de los árboles, alcanzamos por fin la gran escalinata del castillo. Los escalones, la plataforma del edificio y toda el área del frente estaban cubiertos de una arboleda grande y espesa, principalmente de ramón, cuyo follaje verde oscuro y frondoso, juntamente con los misteriosos edificios que había en derredor, daba al sitio la apariencia de un bosque consagrado al culto druídico. Molas y nuestros marineros abrieron una vereda hasta los escalones, y, llevando a cuestas sus cargas respectivas, al cabo de una hora nos encontramos instalados en el castillo. Habíamos emprendido nuestra visita a este sitio en la más absoluta incertidumbre de lo que allí podríamos hallar. Muchos obstáculos y dificultades se habían acumulado sobre nosotros; pero, ya una vez en el castillo, nos encontrábamos indemnizados de todos nuestros trabajos. Estábamos en medio de la escena más agreste y salvaje que hubiésemos encontrado en Yucatán, y, además del profundo y vivo interés de las ruinas mismas, estábamos rodeados de lo que en otros lugares habíamos echado de menos: la magnificencia de la naturaleza. Al despejar la plataforma del frente, descubrimos una inmensa floresta; andando alrededor de las paredes, descubrimos un océano sin límites, y, en lo profundo del agua clara que bañaba la falda del peñasco, vimos con toda claridad un enorme pez de ocho o diez pies de largo. Ninguna pintura o descripción puede dar una idea verdadera de la solemnidad de la viva cubierta vegetal que cubría estas ruinas, o de la impresión que causó sobre nosotros el primer ruido del hacha que perturbó la lóbrega y sombría desolación y quietud que reinaba en torno. El edificio del castillo con inclusión de sus dos alas mide en su base cien pies de largo. La gran escalinata es de treinta pies de largo, y de veinte y cuatro escalones, mientras que una sólida balaustrada de cada lado, que todavía se conserva muy bien, le daba un extraordinario carácter imponente. En la puerta principal hay dos columnas, con las que se forman tres entradas con nichos cuadrangulares en la parte superior, todos los cuales contuvieron antiguamente algunos adornos y todavía en el del centro existen los fragmentos de una estatua. El interior está dividido en dos corredores de veintiséis pies cada uno: el del frente tiene seis pies y seis pulgadas de ancho y en cada extremidad se ve un banco de piedra. En las paredes interiores volvimos a hallar los misteriosos vestigios de la mano roja. Una sola puerta guía al corredor posterior, que es de nueve pies de ancho y tiene una banca de piedra, que se extiende a lo largo de la parte inferior de la pared. En cada uno de los lados de la puerta hay anillos de piedra, que se pusieron sin duda para sostener la puerta; y en la pared posterior hay aspilleras oblongas a cuyo través penetran las brisas del mar. Las dos piezas tenían techumbres triangulares, y ambas nos venían perfectamente para el arreglo que nos importaba como habitadores del edificio. Mucho más bajas que el cuerpo principal son las dos alas laterales. Cada una consta de dos cuerpos, y el inferior se halla en una plataforma baja, del cual salen algunos escalones que llevan al superior. Éste consiste en dos piezas de las cuales la del frente es de veinticuatro pies de ancho y veinte de alto, con dos columnas en la puerta de entrada, y dos en el medio de la pieza, que corresponden con las dos primeras. Las columnas del centro estaban adornadas de algunos caprichos de estuco, uno de los cuales parecía una cara enmascarada y otro la cabeza de un conejo. Enteras se hallaban las paredes, pero la techumbre se había desplomado completamente. Los escombros acumulados en el piso eran menos macizos que los que se formaban en otros sitios por las ruinas de un techo de bóveda triangular, y aun de diferentes materiales. Además había en la parte superior de la pared unos agujeros como si hubiesen sido destinados para sostener un techo de vigas; todo lo cual nos indujo a creer que los techos habían sido planos y sostenidos por vigas de madera que se apoyaban en las columnas del centro. Desde esta pieza una puerta de tres pies de ancho, pegada a la muralla del edificio principal, lleva a otra pieza de veinticuatro pies de ancho y nueve de alto, destechada también, y con todas las mismas indicaciones de que el techo había sido plano y sostenido por vigas de madera. La parte posterior del castillo que da sobre el mar se eleva sobre el borde de un alto, áspero y precipitado peñasco, que presenta una magnífica vista del océano y una línea pintoresca de la costa, haciendo visible al castillo mismo desde una gran distancia en la mar. La pared es sólida, y carece de puerta o abertura de ninguna clase, pero ni aun tiene plataforma alguna a su rededor. Por la tarde, cuando el trabajo del día quedaba terminado y nuestros hombres volvían al rancho, nos sentábamos sobre la cornisa de esta pared, y por cierto que nos pesaba mucho de que las puertas de nuestra habitación baja no diesen al mar. La noche produjo, sin embargo, un cambio notable en nuestros sentimientos, porque una tempestad del oriente hubo de levantarse, y la lluvia se azotaba con fuerza contra la pared que daba al mar, tanto que nos vimos obligados a tapar las aspilleras, dándonos el parabién de la sabiduría y previsión de los antiguos constructores. La oscuridad, el bramido de los vientos, el chasquido de los árboles en la floresta y el choque de las olas irritadas contra el peñasco daban un interés romántico, casi sublime, a nuestra residencia en ese antiguo edificio solitario; pero éramos unos viajeros demasiado vulgares para gozar de esta situación, y de otro lado nos molestaban cruelmente los mosquitos. Todo el primer día nos bastó para despejar el área del frente del castillo, dentro de la cual había varios pequeños edificios, que sin duda se erigieron para servir de altares. Enfrente del pie de la escalinata había una terraza cuadrada, decorada de escalones en sus cuatro lados; pero la plataforma no contenía estructura de ninguna clase y estaba cubierta de una espesa arboleda, a cuya sombra colocó Mr. Catherwood su cámara oscura para preparar sus dibujos; y, al mirarle desde la elevada puerta del castillo, nada había más curioso y bello que su posición, aumentándose el primoroso efecto de aquel espectáculo pintoresco, por la manera con que el operante guardaba una de sus manos en la bolsa a fin de preservarla de las picaduras de los mosquitos, y por su expeditiva previsión de haberse arrollado los pantalones hasta las piernas para evitar que las hormigas y otros insectos le subiesen por aquella vía. Junto a la pieza baja del ala del sur había extensas ruinas, una de las cuales contenía una cámara de cuarenta pies de ancho y diecinueve de altura con cuatro columnas, que seguramente sostenían el techo plano. En otra pieza, que estaba reducida a escombros y yacía por el suelo, existían los fragmentos de dos tabletas del mismo carácter que las que vimos en Labpak. Sobre el lado del norte, a una distancia como de cuarenta pies del castillo, existe un pequeño edificio aislado en una terraza, y tiene una escalinata de ocho pies de claro con diez o doce escalones destruidos. La plataforma es de veinticuatro pies de frente y dieciocho de profundidad, y el edificio solo comprende una pieza con techo triangular como el del castillo. Sobre la puerta de entrada existe la misma figura curiosa que observamos en Zayí con la cabeza abajo, y los pies y manos extendidos; y a lo largo de la cornisa había otros adornos peculiares bastante curiosos también. Por todo el país escuché frecuentemente la especie de que la fábrica de todas estas ciudades era atribuida a una raza de corcobados que había desaparecido; y por cierto que la insólita pequeñez de las puertas, y la soledad sombría que reinaba en rededor, daba un cierto colorido a esta fantástica creencia. El interior de este edificio consistía en una sola pieza de doce pies de largo sobre siete de ancho con techo de bóveda triangular, y en cada testera había un banco de piedra. Las paredes y el techo estaban dadas de estuco y cubiertas de pinturas, cuyo primitivo carácter u objeto estaba borrado completamente. El día terminó sin que hubiésemos podido avanzar muy lejos de las inmediaciones del castillo; pero el siguiente se hizo memorable por el inesperado descubrimiento de que esta ciudad sumergida en la espesura de una floresta estuvo circunvalada de una muralla, que, habiendo resistido a todos los elementos de destrucción que obraban activamente sobre ella, aún se hallaba en pie y en buen estado de preservación. Desde el principio de nuestras exploraciones, siempre habíamos oído hablar de murallas de ciudades; pero todo vestigio de ellas había desaparecido o era incierto, y nuestras tentativas para llegar a descubrirlas habían sido hasta allí infructuosas. El joven Molas nos habló de ésta, y por la mañana muy temprano ya estaba en el terreno para conducirnos adonde se hallaba. Nos pusimos en marcha sin mayor esperanza de conseguir ningún resultado decisivo; y, siguiéndole a través de los bosques, de repente nos encontramos enfrente de una maciza estructura de piedra, que corría en ángulos rectos hacia el mar. Siguiendo esta dirección, llegamos a una gran puerta decorada de una garita o atalaya. Salimos por la puerta, y, recorriendo la muralla por la parte exterior, tan pegada a ella cuanto lo permitía la maleza y los árboles, bajamos hasta la orilla del mar. El carácter de esta construcción no podía ser equivocado ni confundido. Era, en el sentido riguroso de la palabra, una muralla de ciudad, la primera que hubiésemos visto e identificado hasta no dejar duda del caso, y que dio un cierto colorido a muchas historias relativa a murallas, que habíamos escuchado por el país, induciéndonos a creer que muchos de los vestigios que habíamos visto eran parte de líneas continuadas de circunvalación. Inmediatamente nos pusimos a verificar una completa pesquisa y, sin interrupción de continuidad, medimos la muralla del uno al otro extremo. La dicha muralla es un paralelogramo limitado por el mar en uno de sus lados, formando el escarpado y alto peñasco una muralla marina de mil y quinientos pies de largo. Empezamos nuestra medida y reconocimiento sobre el peñasco mismo en el ángulo del S. E. en donde el límite está bastante destruido. Intentamos medirlo a lo largo de su base, pero la espesura de los árboles y escombros nos hicieron muy difícil trazar la línea, y tuvimos que subir a la parte superior. Todavía aquí no era muy fácil el proyecto. Los corpulentos árboles que crecían junto a la muralla echaban por encima de ella sus ramas, y los espinos, las zarzas y enredaderas de toda especie multiplicaban los embarazos, viéndonos a cada paso obligados a cortar el agave americana (maguey), erizado de espinos que nos herían con sus largas y agudas puntas. El sol nos sofocaba con su vehemencia, los mosquitos, las moscas y otra multitud de insectos nos asaltaban; pero, a pesar de todas estas molestias y dificultades, el día que empleamos en la parte superior de esta muralla fue uno de los más interesantes que tuvimos entre las ruinas de Yucatán. La muralla es de bronca construcción, y se compone de enormes y rudas piedras planas mampuestas la una sobre la otra (albarradón) sin mezcla de ninguna especie, y varía desde ocho hasta trece pies de espesor. El lado del sur tiene dos puertas de cinco pies de ancho cada una. A la distancia, como de seiscientos cincuenta pies, la muralla forma otro ángulo recto y corre paralela al mar. En el ángulo mismo, y elevándose como para obtener una vista más extensa, descuella una torre o atalaya a la cual se sube por unos cuantos escalones: es de doce pies en cuadro y tiene dos puertas de entrada: el interior es llano, y contra la pared posterior hay un pequeño altar, en donde tal vez el guardián o vigilante de la atalaya ofrecía sus preces por la preservación de la ciudad; pero este guardián ya no existe allí, los árboles crecen en torno, dentro de las murallas la ciudad está desolada y cubierta de escombros, y fuera de ellas no hay más que una espesa floresta. Así, pues, esas murallas en que se presentó el orgulloso indio con su arco, flecha y plumero están cubiertas de espinas y abrojos venenosos. La línea del oeste paralela con el mar tiene una sola puerta, en el ángulo hay otra atalaya semejante a la anterior y desde allí corre el muro en línea recta hasta el mar. Todo el circuito es de dos mil ochocientos pies; y el lector puede formarse alguna idea del buen estado de conservación en que se encuentra, por el hecho de que pudimos medirla en toda su extensión, exceptuando aquella parte que confina con el mar, sobre el tope mismo de la muralla. Su plan es simétrico, encierra un área rectangular, y el castillo ocupa la principal posición del centro. Sin embargo, esto no lo descubrimos, en razón de lo cubierto de arboleda que estaba el área, hasta que no trazamos el plano. En el lado norte de la muralla, cerca de la puerta oriental, hay un edificio de treinta y seis pies de frente sobre treinta y cuatro de profundidad, dividido en dos piezas principales, y otras dos más pequeñas, cuyas techumbres han caído del todo. En un ángulo hay un cenote con ciertos vestigios de escalones, que llevan hacia el fondo, y contiene agua salobre. Cerca de allí existía el hueco de una roca, que nos proveyó del agua dulce que necesitábamos. Hacia el ángulo S. O. de la muralla, sobre la pendiente del peñasco, existe un edificio de quince pies de frente y diez de profundidad: el interior es como de siete pies de alto y manifiesta un principio de construcción enteramente nuevo, porque tiene cuatro principales vigas de madera, como de seis pulgadas de diámetro colocadas sobre la parte superior de la pared de una a otra testera de la pieza, y sobre ellas aparecen otras viguetas más pequeñas, como de tres pulgadas de diámetro, y tan juntas entre sí que casi se tocan. Sobre estas viguetas atravesadas hay una capa espesa de mezcla y gruesos guijarros que se puso húmeda, pero que hoy forma una costra sólida de los mismos materiales que habíamos visto en las ruinas en los techos de otras habitaciones. Contra la pared posterior había un altar con una tosca piedra triangular encima, que parecía haberse usado en tiempos no muy remotos. De cada lado de la puerta había unas grandes conchas marinas fijadas en la pared para servir de quicios. Éstos fueron todos los edificios a donde nos condujo el joven Molas, añadiendo que no había otros dentro del área de las murallas, pero que en la parte exterior existían otros muchos vestigios; y nuestra opinión era que las tales murallas sólo encerraban los principales edificios, acaso los sagrados únicamente; y que debían existir ruinas a gran distancia de dicha muralla; pero con el auxilio de sólo el joven Molas y de un marinero único de cuyo servicio podía dispensarse el patrón nos consideramos en incapacidad absoluta de intentar toda exploración ulterior. Por otra parte, la ocupación que hicimos de esta ciudad amurallada era demasiado molesta para pensar en permanecer en ella por mayor tiempo. Una turba de fieros usurpadores, que estaban antes en tranquila posesión, se determinaron a lanzarnos de allí; y después de los ásperos trabajos del día no podíamos descansar de noche. Hay unos ciertos versos que dicen: "Jamás hubo filósofo que sufriese con paciencia un dolor de muela". Y yo pudiera decir que un filósofo hallaría peor que el dolor de muelas la plaga de mosquitos que sufrimos en Tuluum. Conservamos el puesto contra ellos por dos noches seguidas; pero a la tercera, uno en pos del otro fuimos sacando las hamacas a la plataforma delante de la puerta. La luna brillaba magníficamente iluminando la oscuridad de la floresta y dibujando una larga línea plateada sobre el mar. Por espacio de algún tiempo pudimos vencer la necesidad del sueño; pero al fin venció éste y caímos tendidos a lo largo en el suelo. La embestida fue terrible todavía: volvimos a nuestras hamacas, pero no hallando consuelo las abandonamos de nuevo, y encendimos una grande hoguera, junto a la cual nos sentamos hasta amanecer. Agravaba nuestra molestia al contemplar de frente la luna, cuya expresión eran tan suave y tranquila. Un zumbido salvaje estaba continuamente amonestándonos en el oído a fin de que dejásemos aquel sitio, y por cierto que ya no pensábamos en otra cosa que en abandonarlo.
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CAPÍTULO XXI De Pachacuti Inga Yupangui, y lo que sucedió hasta Guaynacapa Pachacuti Inga Yupangui reinó sesenta años, y conquistó mucho. El principio de sus victorias fue que un hermano mayor suyo, que tenía el señorío en vida de su padre, y con su voluntad administraba la guerra, fue desbaratado en una batalla que tuvo con los changas, que es la nación que poseía el valle de Andaguaylas, que está obra de treinta o cuarenta leguas del Cuzco, camino de Lima, y así desbaratado se retiró con poca gente. Visto esto el hermano menor Inga Yupangui, para hacerse señor, inventó y dijo que estando él solo y muy congojado, le había hablado el Viracocha creador, y quejándosele que siendo el señor universal y creador de todo, y habiendo él hecho el cielo, y el sol y el mundo, y los hombres, y estando todo debajo de su poder, no le daban la obediencia debida, antes hacían veneración igual al sol, y al trueno y a la tierra, y a otras cosas, no teniendo ellas ninguna virtud más de la que les daba; y que le hacía saber que en el cielo donde estaba, le llamaban Viracocha Pachayachachic, que significa creador universal. Y que para que creyesen que esto era verdad, que aunque estaba solo, no dudase de hacer gente con este título, que aunque los changas eran tantos y estaban victoriosos, que él le daría victoria contra ellos, y le haría señor, porque le enviaría gente que sin que fuese vista, le ayudase. Y fue así que con este apellido comenzó a hacer gente y juntó mucha cuantidad, y alcanzó la victoria y se hizo señor, y quitó a su padre y a su hermano el señorío, venciéndolos en guerra; después conquistó los changas, y desde aquella victoria, estatuyó que el Viracocha fuese tenido por señor universal, y que las estatuas del sol y del trueno, le hiciesen reverencia y acatamiento, y desde aquel tiempo se puso la estatua del Viracocha más alta que la del sol y del trueno, y de las demás guacas. Y aunque este Inga Yupangui señaló chacras, y tierras y ganados al sol y al trueno, y a otras guacas, no señaló cosa ninguna al Viracocha, dando por razón que siendo señor universal y creador, no lo había menester. Habida pues, la victoria de los changas, declaró a sus soldados que no habían sido ellos los que habían vencido, sino ciertos hombres barbudos que el Viracocha le había enviado, y que nadie pudo verlos sino él, y que éstos se habían después convertido en piedras, y convenía buscarlos, que él los conocería. Y así juntó de los montes gran suma de piedras que él escogió, y las puso por guacas, y las adoraban y hacían sacrificios, y éstas llamaban los Pururaucas, las cuales llevaban a la guerra con grande devoción, teniendo por cierta la victoria con su ayuda, y pudo esta imaginación, y ficción de aquel Inga, tanto, que con ella alcanzó victorias muy notables. Éste fundó la familia llamada Inacapanaca, e hizo una estatua de oro grande que llamó Indiillapa, y púsola en unas andas todas de oro, de gran valor, del cual oro llevaron mucho a Caxamalca, para la libertad de Atahualpa, cuando le tuvo preso el Marqués Francisco Pizarro. La casa de éste, y criados y mamaconas, que servían su memoria, halló el licenciado Polo, en el Cuzco, y el cuerpo halló trasladado de Patallacta a Totocache, donde se fundó la parroquia de San Blas. Estaba el cuerpo tan entero y bien aderezado con cierto betún, que aparecía vivo. Los ojos tenía hechos de una telilla de oro, tan bien puestos, que no le hacían falta los naturales; y tenía en la cabeza una pedrada que le dieron en cierta guerra. Estaba cano y no le faltaba cabello, como si muriera aquel mismo día, habiendo más de sesenta u ochenta años que había muerto. Este cuerpo, con otros de Ingas, envió el dicho Polo a la ciudad de Lima, por mandado del Virrey Marqués de Cañete, que para desarraigar la idolatría del Cuzco, fue muy necesario; y en el hospital de San Andrés, han visto muchos españoles este cuerpo, con los demás, aunque ya están maltratados y gastados. D. Felipe Caritopa, que fue bisnieto o rebisnieto de este Inga, afirmó que la hacienda que éste dejó a su familia, era inmensa, y que había de estar en poder de los yanaconas Amaro, y Tito y otros. A éste sucedió Topa Inga Yupangui, y a éste, otro hijo suyo llamado del mismo nombre, que fundó la familia que se llamó Capac Ayllo.
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Capítulo XXI Que trata de lo que aconteció al general estando en aqueste asiento con diez soldados y de cómo vinieron los indios sobre ellos e cómo los desbarataron Estando el general Pedro de Valdivia, en este sitio que tengo dicho con sus diez españoles, con aquella orden que en semejantes tiempos se suele tener. Estando una noche ya que quería rendir el segundo cuarto, acometió gran copia de gente de guerra, sabiendo que eran pocos los cristianos, y al tiempo que fueron a dar en ellos salieron los españoles al encuentro y los rompieron, y matáronse algunos indios y todos los demás huyeron por la aspereza de las sierras y grandes peñascos. Y venido el día hallaron otro perro y dos zapallos, que no se contentaron poco, y cociéronlo en agua y no le echaron sal, porque la sed no les diese pena. Y después que hubieren comido, se dieron a buscar maíz por las partes que entendían que los indios lo tendrían escondido. Hallóse hasta setenta fanegas de maíz y encerráronlo en una casa a donde estaban aposentados. Otra noche siguiente cuando la luna se puso, que sería medianoche, bajó mucha más gente de guerra a dar en los cristianos. Y como estaban apercibidos, dieron en ellos y matando e hiriendo, los hicieron huir. Otro día por la mañana mandó el general a cuatro de a caballo que fuesen por el valle arriba a ver si podían tomar algún indio. Y caminando estos cuatro de a caballo una legua poco más, tomaron un indio y trajéronlo al general. Y luego le preguntó dónde había maíz o a dónde lo tenían escondido. Y el indio de miedo dijo de ciertos hoyos, donde se hallaron trescientas cargas, que estas cargas se dicen cuanto puede llevar un indio que será media fanega, que habría por todas noventa fanegas, de lo cual hubieron tanto regocijo como se podía pensar en tal tiempo. Dieron muchas gracias a nuestro Señor Dios que tan grandes mercedes les había hecho. Estando velando en una noche los seis de a caballo, y los cuatro durmiendo, en una parte donde se tenía sospecha que los indios podían venir, teniendo los caballos ensillados y sin frenos, atados a ciertos árboles, estaba comiendo un caballo de éstos a la parte de afuera, sintió venir los indios de guerra, en esto tienen los caballos gran sentido, los cuales traían muchas ollas con fuego para quemar las chozas en que estaban aposentados y donde estaba el maíz. Y como el caballo era tan diestro en la guerra, pareciéndole que se tardaba su amo, trabajó por soltarse tanto que hubo de arrancar el palo en que estaba atado, y corrió con el palo arrastrándolo y haciendo grande estruendo contra los indios. Y como era de noche parecía muy mayor el ruido y Dios lo permitió que fuese ansí. Viendo los indios de guerra aquel tran gran tropel y ruido que el caballo llevaba con su palo arrastrando, pensaron que eran cristianos que habían venido al socorro de los que allí estaban y que todos juntos les acometían. Echaron a huir y con las priesa que llevaban dejaron las ollas. Así que de esta suerte los desbarató un caballo. Y al ruido del caballo y tropel de los indios salieron los seis españoles de ronda, y el caballo vínose para ellos, y lo tomaron, y nunca más los indios vinieron a darles arma los días que allí estuvieron, que fueron ocho. El general envió otro día dos de a caballo a aguardar el real que venía marchando y hacerles saber y dar gran alegría en que habían hallado gran cantidad de maíz, y que entendían hallar mucho más.
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Cómo el tirano Tezozómoc repartió las tierras pertenecientes al patrimonio del imperio de los chichimecas, y otras cosas que hizo y del sueño que soñó El año siguiente de 1420 de la encarnación de Cristo nuestro señor, llamado chicuacen técpatl, dos después de la muerte del infeliz Ixtlilxóchitl y algunos días más (cuando de la ciudad de Tetzcuco y todas las demás de su provincia los naturales que se habían ido y ausentado a diversas partes, estaban ya otra vez en sus casas con alguna quietud aunque despojados de sus haciendas y bienes muebles, regidos y gobernados de tiranos crueles), acordó el tirano Tezozómoc en esta ocasión de repartir el reino de Tetzcuco en este modo. El pueblo de Coatlichan con todo su llamamiento (que en aquella sazón eran muchos pueblos y lugares que tenían el nombre y apellidos de acolhuas y corrían desde los términos de la provincia de Chalco hasta los de Tolantzinco, en donde entraban las provincias de Otompan, Tepepolco y Cempoalan), tomó para sí Huexotla que era la otra cabecera que asimismo contenía muchos pueblos interpolados con los de la ciudad de Tetzcuco y con los de Coatlichan, le dio a Tlacateotzin, señor de Tlatelolco y la ciudad de Tetzcuco con los demás pueblos de su llamamiento le dio a Chimalpopoca, rey de México. Asimismo dio investidura de reyes a su nieto Teyolcocoatzin, señor de Acolman y a Quetzalmaquiztli, señor de Coatlichan, las que caían por la parte del mediodía y a Ateyolcocoatzin de Acolman, las del septentrion repartiendo entre los del gobierno de todo el imperio de Tetzcuco. Otras mercedes hizo a otros caballeros y señores de menos cuenta. Hecho esto, comenzó a hacer algunas guerras y entradas con sus capitanes contra los de las provincias remotas, llevando la cosa con rigor. Muchos de los señores de ellas se le rindieron, sin dar lugar a que sus súbditos padeciesen calamidades y persecuciones, las que en tales ocasiones causan las guerras. En esto ocupó todos los seis años que le restaban de vida: habiendo estado Nezahualcoyotzin en la provincia de Tlaxcalan con sus tíos los señores de allí, con quienes comunicó sus designios y ellos le dieron el orden que había de tener para recobrar su imperio y señorío. En este medio tiempo, las señoras mexicanas, que eran sus tías y deudas muy cercanas de él, pidieron de merced al tirano la vida de su sobrino, el cual se la concedió, con tal que asistiese dentro de la ciudad de México, sin salir de ella; hasta que segunda vez las mismas señoras alcanzaron con el tirano pudiese ir a la ciudad de Tetzcuco en donde le restituyó los palacios y cosas de sus padres y abuelos y algunos lugares para que le sirviesen, con lo cual tuvo alguna más libertad para poder tratar la restauración del imperio en el año de 1426 de la encarnación que llaman matlactliomome tochtli. Estando en el estado atrás referido el imperio, el tirano Tezozómoc soñó una madrugada, cuando por el oriente salía la estrella del alba, que al príncipe Nezahualcoyotzin veía transformarse en figura de águila real y que le desgarraba y comía a pedazos el corazón y otra vez se transformaba en tigre, que con unas uñas y dientes le despedazaban los pies; se metía dentro de las aguas y lo mismo hacía dentro de las montañas y sierras convirtiéndose en corazón de ellas; con lo cual despertó espantado, despavorido y con cuidado y así hizo llamar luego a sus adivinos para que le declarasen este sueño. Los cuales le respondieron que significaba el águila real que le despedazaba y comía el corazón, que el príncipe Nezahualcoyotzin le había de destruir su casa y linaje; y lo del tigre, que había de destruir y asolar la ciudad de Azcaputzalco con todo su reino y que había de recobrar el imperio que le tenía tiranizado y ser señor de él: que eso significaba el convertirse en corazón de las aguas, tierras y montañas. Habiendo oído Tezozómoc la declaración de su sueño, les pidió le diesen su consejo, para que pudiese con tiempo remediarlo; los cuales le respondieron, que no hallaban otro sino matarlo y que esto se había de hacer cuando estuviese descuidado, porque de otra manera sería imposible matarle. Y habiendo despedido a los adivinos, mandó parecer ante sí a sus tres hijos, Maxtla, Teyatzin y Tlatoca y entre otras muchas razones que les dijo fue que si ellos querían ser señores del imperio, matasen a Nezahualcoyotzin, cuando viniese a la ciudad de Azcaputzalco a hallarse en las honras de su muerte, que sería muy presto, porque él se hallaba muy a lo último de sus días, pues como sabían había gobernado ciento ochenta y ocho años y que en su lugar entraría Teyatzin su hijo a quien nombraba por sucesor.
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Cómo era la ciudad de México cuando al principio la ganaron los españoles La ciudad de México tenía, cuando la ganó Cortés, sesenta mil casas o más. Se veían fabricadas muy diestramente con piedras y vigas, templos, palacios reales y casas de próceres, las demás eran bajas, estrechas y carecían todas de puertas y ventanas. La ciudad estaba construida sobre una gran laguna, la cual llenaba de agua a medias o completamente varias de las vías públicas o privadas, pero a otras ni siquiera llegaba. Había entrada para cada una de las casas por dos puertas, la una que daba a la vía pública por tierra y la otra a la que bañaban las aguas; por aquélla andaban los peatones y por ésta eran llevados en chalupas, y en esto se parecía a Venecia o a Amberes. Y a pesar de que la laguna de México esté dividida en dos partes de las cuales la una es salada y la otra afluente con agua dulce, y que la ciudad está más bien fundada sobre la parte dulce, sin embargo esa misma que es llamada dulce es completamente inútil para beber, aun cuando afluyan a ella manantiales y ríos de agua dulcísima y gratísima; ya sea por las crecientes que de los montes que rodean la ciudad (está en efecto situada en un gran valle) se precipitan copiosas y estancadas se pudren; ya sea a causa de las inmundicias que suelen ser comunicadas a los lagos de las ciudades vecinas. Por este motivo, del manantial de Chapultepec se llevaban a la ciudad en tubos y acueductos aguas purísimas y salubérrimas. La ciudad también estaba dividida en dos partes y en otro tiempo obedecía a dos reyes. Una de ellas se llamaba tlatelulcum, o sea montón de tierra. Hoy está consagrada a Santiago de nombre y de hecho. La otra, temehtitlan, o sea lugar de la tuna nacida en la piedra, que después ellos mismos llamaron México, o sea omgligo del maguey, y hasta el día de hoy entre los españoles se complace con ese nombre. La entrada se abre a tres vías de tierra seca y lo demás está ocupado por la laguna. Una de las vías procede del ocaso al orto con una extensión de dos millas, la otra del septentrión al austro, en un espacio de cinco millas, y la otra, por fin, del mediodía al septentrión en un intervalo de dos millas. La laguna parece hervir con chalupas volando de aquí para allá a la ciudad y llevando lo necesario para la vida de las poblaciones vecinas y limítrofes, que sólo aquellos que son de los mexicanos exceden en número de cincuenta mil. Contiene una y otra laguna en longitud cien millas y en latitud cincuenta, pero en circuito ciento cincuenta. Dentro de ella hay más o menos cincuenta poblados, en no pocos de los cuales sabemos que se han numerado cinco mil casas y en otros en verdad más de diez mil. La parte de ella que es salada, abunda en nitro y en sal por la naturaleza de su álveo y no por otras causas inanes que algunos soñaron.