Que trata la orden que había en el tributar las provincias a los reyes y del concierto que en ello se tenía. Pues en el capítulo pasado escribí la manera que en sus conquistas los Incas tuvieron, será bien decir en éste cómo tributaban tantas naciones y cómo en el Cuzco se entendía lo que venía de los tributos. Pues, es cosa muy notoria y entendida, ningún pueblo de la sierra ni valle de llanos dejó de pagar el tributo de derrama que le era impuesto por los que para ello tenían cargos; y aún tal provincia hubo que, diciendo los naturales no tener con qué pagar tributo, les mandó el rey que cada persona de toda ella fuese obligada de le dar cada cuatro meses un canuto algo grande lleno de piojos vivos, lo cual era industria del Inca para emponellos y avisallos en el saber tributar y contribuir; y así, sabemos que pagaron su tributo de piojos algunos días hasta que, habiéndoles mandado dar ganado, procurar de lo criar y hacer ropas y buscar con que tributar para el tiempo de adelante. Y la orden que los orejones del Cuzco y los más señores naturales de la tierra dicen que se tenía en el tributar, era ésta: que desde la ciudad del Cuzco, el que reinaba enviaba algunos principales criados de su casa a visitar por el uno de los cuatro reales caminos que salen de aquella ciudad, que ya tengo escripto llamarse Chincha Suyo el uno, en el cual entran las provincias que hay hasta Quito, con todos los llanos de Chincha para abajo hacia el Norte; y el segundo se llama Conde Suyo, ques donde se incluyen las regiones y provincias questán hacia la mar del Sur y muchas de la serranía; al tercero llaman Colla Suyo, ques por donde contaron todas las provincias que hay hacia la parte del Sur hasta Chile. El último camino llaman Ande Suyo; por este van a todas las tierras questán en las montañas de los Andes, que se estiende en las faldas y vertientes dellas. Pues como el Señor quisiese saber lo que habían de tributar todas las provincias que había del Cuzco hasta Chile, camino tan largo como muchas veces he dicho, mandaba salir, como digo, personas fieles y de confianza, las cuales iban de pueblo en pueblo mirando el traje de los naturales y posibilidad que tenían y la grosedad de la tierra o si en ellas había ganados, metales o mantenimientos o de las demás cosas quellos querían y estimaban, lo cual mirado con mucha diligencia volvían a dar cuentga al Señor de todo ello; el cual mandaba hacer Cortes generales y que acudiesen a ellas los principales del reino. Y estando allí los señores de las provincias que le habían de tributar, les hablaba amorosamente que, pues le tenían por solo Señor y monarca de tantas tierras y tan grandes, que tuviesen por bien, sin recibir pesadumbre, de le dar los tributos debidos a la persona real, el cual él quería que fuesen moderados y tan livianos que ellos fácilmente lo pudiesen hacer. Y respondídole conforme a lo que él deseaba, tornaban a salir de nuevo con los mesmos naturales algunos orejones a imponer el tributo que habían de dar; el cual era en algunas partes más que el que dan a los españoles en este tiempo; pero con la orden tan grande que se tenía en lo de los Incas, era para no sentirlo la gente y crecer en multiplicación; y con la desorden y demasiada codicia de los españoles se fueron disminuyendo en tanta manera que falta la mayor parte de la gente. Y del todo se acabara de consumir por su codicia y avaricia que los más o todos acá tenemos, si la misericordia de Dios no lo remediara con permitir que las guerras hayan cesado, ques cierto se han de tener por azotes de su justicia, y que la tasación se haya hecho de tal manera y moderación que los indios con ella gozan de gran libertad y son señores de sus personas y haciendas, sin tener más pecho ni subsidio que pagar cada pueblo lo que le ha sido puesto por tasa. Esto trataré adelante, un poco mas largo. Visitando los que por los Incas son enviados las provincias, entrando en una, en donde ven por los quipos la gente que hay, así hombres como mujeres, viejos e niños en ella y mineros de oro o plata, mandaban a la tal provincia que, puestos en las minas tantos mill indios, sacasen de aquellos metales la cantidad que les señalaban, mandando que lo diesen y entregasen a los veedores que para ello ponían; y porque en el inter que andaban sacando p ata los indios que eran señalados no podían beneficiar sus heredades y campos, los mismos Incas ponían por tributo a otras provincias que les viniesen a les hacer la sementera a sus tiempos y coyuntura, de tal manera que no quedase por sembrar; y si la provincia era grande della mesma salían indios a cojer metales y a sembrar y labrar las tierras; y mandábase que, si estando en las minas adolesciese alguno de los indios, que luego se fuese a su casa y viniese otro en su lugar; mas que ninguno cojiese metales que no fuese casado, para que sus mujeres le aderezasen el mantenimiento y su brevaje; y sin esto, se guardaba de enviar mantenimientos bastantes a estos tales. De tal manera se hacía que, aunque toda su vida estuvieran en las minas, no lo tuvieran por gran trabajo ni ninguno moría por dárselo demasiado. Y sin todo esto, en el mes le era permitido dejar de trabajar algunos días, para sus fiestas y solazes; y no unos mismos indios estaban a la continua en los mineros, sino de tiempo a tiempo los mandaban, saliendo unos y entrando otros. Tal manera tuvieron los Incas en ésto que les sacaban tanto oro y plata en todo el reino que debió de haber año que les sacaron más de cincuenta mill arrobas de plata y más de quince mill de oro y siempre sacaban destos metales para servicio suyo. Y estos metales eran traídos a las cabeceras de las provincias, y de la manera y con la orden con que los sacaban en las unas los sacaban en las otras de todo el reino; y si no había metal para sacar en otras tierras, para que pudiesen contribuir, echaban pechos y derramas de cosas menudas y de mugeres y muchachos, los cuales se sacaban del pueblo sin ninguna pesadumbre, porque si un hombre tenía un solo hijo o hija, éste tal no le tomaban, pero si tenía tres o cuatro, tomábales una para pagar el servicio. Otras tierras contribuían con tantas mill cargas de maíz como en ella había casas, lo cual se daba cada cosecha y a costa de la misma provincia. En otras regiones proveían por la mesma orden de tantas cargas de chuño seco como los otros hacían maíz; lo cual hacían otros y contribuían de quínua y de las otras raíces. En otros lugares daban cada uno tantas mantas como indios en él había casados y en otros tantas camisetas como eran cabezas. En otros se echaba por imposición que contribuyesen con tantas mill cargas de lanzas y otras con hondas y ayllos con todas las demás armas que ellos usan. A otras provincias mandaban que diesen tantos mill indios puestos en el Cuzco, para que hiciesen los edificios públicos de la ciudad y los de los reyes, proveyéndoles de mantenimiento necesario. Otros tributaban maromas para llevar las piedras, otros tributaban coca. De tal manera se hacía esto que, desde lo más menudo hasta lo más importante, les tributaban a los Incas todas las provincias y comarcas del Perú; en lo cual hobo tan grande orden, que ni los naturales dejaban de pagar lo ya debido e impuesto, ni los que cojían los tales tributos osaban llevar un grano de maíz demasiado. Y todo el mantenimiento y cosas pertenecientes para el proveimiento de la guerra que se contribuían, se despendía en la gente de guerra o en las guarniciones ordinarias questaban puestas en partes del reino para la defensa dél. Y cuando no había guerra, lo más de todo lo comían y gastaban los pobres, porque estando los reyes en el Cuzco ellos tenían sus anaconas, que es nombre de criado perpetuo, y tantos que bastaban a labrar sus heredades y sus casas y sembrar tanto mantenimiento que bastase, sin lo que para su plato se traía de las comarcas siempre, muchos corderos y aves y pescado y maíz, coca, raíces, con todas las frutas que se cogen. Y tal orden había en estos tributos que los naturales los pagaban y los Incas se hallaban tan poderosos que no tenían guerra ninguna que se recreciese. Para saber cómo y de qué manera se pagaban los tributos y se cogían las otras derramas, cada guata, que es nombre de año, despachaba ciertos orejones como juezes de comisión, porque no llevaban poder de más de mirar las provincias y avisar a los moradores si alguno estaba agraviado lo dijese y se quejase, para castigar a quien le hubiese hecho alguna sinjusticia; y, recibidas las quejas si las había o entendido si en alguna parte algo se dejaba por pagar, daba la vuelta al Cuzco, de donde salía otro con poder para castigar quien tuviese culpa. Sin esta diligencia se hacía otra mayor, que era que de tiempo a tiempo parecían los principales de las provincias, donde, el día que a cada nación le era permitido hablar, proponía delante del Señor el estado de la provincia y la necesidad o hartura que en ella había y el tributo si era mucho o poco o si lo podían pagar o no; a lo cual eran despachados a su voluntad, estando ciertos los señores incas que no mentían, sino que les decían la verdad; porque si había cautela hacían gran castigo y acrecentaban el tributo. Las mugeres que daban las provincias, dellas las traían al Cuzco para que lo fuesen de los reyes y dellas dejaban en el templo del sol.
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De cómo nos huímos Después de habernos mudado, desde a dos días nos encomendamos a Dios nuestro Señor y nos fuimos huyendo, confiando que, aunque ya era tarde y las tunas se acababan, con los frutos que quedarían en el campo podríamos andar buena parte de tierra. Yendo aquel día nuestro camino con harto temor que los indios nos habían de seguir, vimos unos humos, y yendo a ellos, después de vísperas llegamos allá, do vimos un indio que, como vio que íbamos a él, huyó sin querernos aguardar; nosotros enviamos al negro tras él, y como vio que iba solo, aguardólo. El negro le dijo que íbamos a buscar aquella gente que hacía humos. El respondió que cerca de allí estaban las casas, y que nos guiaría allá; y así, lo fuimos siguiendo; y él corrió a dar aviso de cómo íbamos, y a puesta del sol vimos las casas, y dos tiros de ballesta antes que llegásemos a ellas hallamos cuatro indios que nos esperaban, y nos rescibieron bien. Dijímosles en lengua de mareames que íbamos a buscallos, y ellos se mostraron que se holgaban con nuestra compañía; y ansí, nos llevaron a sus casas, y a Dorante y al negro aposentaron en casa de un físico; y a mí y a Castillo en casa de otro. Estos tienen otra lengua y llámanse avavares, y son aquellos que solían llevar los arcos a los nuestros y iban a contratar con ellos; y aunque son de otra nación y lengua, entienden la lengua de aquellos con quien antes estábamos, y aquel mismo día habían llegado allí con sus casas. Luego el pueblo nos ofreció muchas tunas, porque ya ellos tenían noticia de nosotros y cómo curábamos, y de las maravillas que nuestro Señor con nosotros obraba, que, aunque no hubiera otras, harto grandes eran abrirnos caminos por tierra tan despoblada, y darnos gente por donde muchos tiempos no la había, y librarnos de tantos peligros, y no permitir que nos matasen, y sustentarnos con tanta hambre, y poner aquellas gentes en corazón que nos tratasen bien, como adelante diremos.
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CAPITULO XX Dase noticia de algunos reinos comarcanos a estas Islas de Japón y trátanse algunas cosas según la noticia más verda- dera que por aquellas partes se ha tenido y de ciertos mila- gros que acaecieron en el reino de Cochinchina, que fue- ron notables Desde la ciudad de Macao, que está poblada de portugueses y asentada en la falda de tierra firme de la tierra de China en 22 grados, caminó el dicho Padre Ignacio para Malaca pasando por el Golfo de Ainao, que es una isla y provincia de la China, cinco leguas de la tierra firme y de las Filipinas 180. Es una provincia muy rica y de muchos mantenimientos; y en un Estrecho que se hace entre ella y la tierra firme hay muy gran pesquería de perlas y aljófar, y las que se hallan exceden en muchos quilates a las que se traen de Varen, que es en la costa de Arabia, y las que vienen de Manar, que es otro reino de donde vienen muchas al de la China. Esta provincia de Ainao es muy buena y fuerte, y la gente de ella dócil y bien inclinada. Desde esta isla al reino de Cochinchina hay 25 leguas y desde Macao 125. Es un gran reino y está en 16 grados de altura y por una parte pegado con la tierra firme de la China. Todo él se reparte en tres provincias: La primera entra 40 leguas la tierra adentro y hay en ella un reino poderoso. La segunda está más metida en la dicha tierra y es señor de ella otro Rey de mayor poder que el primero. Y junto a ésta, más hacia el Septentrion está la última, que es mucho mayor y más rica, cuyo Rey es respecto de los otros dos como Emperador, y así lo llaman en su lengua turquín, que lo significa. Están a él sujetos los otros dos primeros Reyes, y él con ser tan poderoso y que le llaman Emperador, lo está al Rey de la China y le paga parias y tributos. Es tierra muy bastecida de mantenimientos y tan baratos como en la China, y hay en ella mucho palo del Aguila y otro que llaman calambay, que es así mesmo muy oloroso; y mucha abundancia de seda y oro y de otras cosas curiosas. Todos estos reinos están muy a pique de reducirse a nuestra santa fe, porque el Rey principal a quien dan el título de Emperador ha enviado diversas veces a Macao y a otras partes donde hay cristianos a pedir le envíen personas doctas y religiosas que los instruyan en la ley de Dios, porque están todos determinados de recibirla y de bautizarse; que esto lo desean con tantas veras, que en muchas ciudades tienen la madera cortada para edificar iglesias y apercebidos los demás materiales para eso necesarios. Un religioso descalzo de la Orden de San Francisco que estaba en Macao sabiendo el buen deseo de este Rey, le envió un paño grande en que estaba pintado el juicio y el infierno de muy buena mano, con ciertos mercaderes portugueses que entraban en su reino, y una carta por la cual le significaba tener grandísimo deseo de ir con algunos compañeros a su reino a predicar el Santo Evangelio. Recebido todo por el dicho Rey e informado de lo que significaba la pintura y del religioso que la inviaba se holgó en extremo con el presente, inviando otro muy bueno en retorno al dicho religioso y una carta muy comedida aceptando el ofrecimiento que por la suya le había sido hecho, y prometiendo por ella a los que fuesen todo buen tratamiento y de hacerles luego casa junto a la suya. El religioso, aunque deseó poner en ejecución la voluntad del Rey, no lo pudo hacer por entonces a causa de tener pocos compañeros: de donde vino el dicho Rey a sentirse y a inviar a pedir al Obispo de Macao por tres o cuatro cartas los dichos religiosos, con certificación de que teniéndolos, él y los de su reino recibirían la fe de Cristo y el santo bautismo. A las cuales respondía siempre con prometimiento de que se los inviaría; y que como después no lo cumpliese, se quejó el Rey de ello a unos portugueses con mucho sentimiento, diciendo: Este vuestro Obispo de Macao mucho miente, pues con haberle pedido con cuatro cartas me inviase religiosos para la predicación de la ley evangélica y él prometido condecender con mi voluntad, nunca me ha cumplido la palabra. Hasta el día de hoy no han conseguido este deseo por la mucha falta que hay de ministros que piden en todas aquellas partes y no poder suplir su necesidad, si no fuese dejando desamparados a los ya bautizados, entreteniéndolos con buenas esperanzas y promesa de que con la mayor brevedad posible satisfará su deseo. Y ésta fue la respuesta que dieron en Macao a ciertos mensajeros o embajadores a quien invió el sobredicho Rey con este recado, que hicieron en su demanda muy gran instancia. Los cuales para su consuelo y el de aquellos que los habían inviado, llevaron consigo todas las imágenes que pudieron haber, y en especial la de la cruz, a cuya traza y modelo han hecho en todo aquel reino, según se ha entendido, infinitas y puéstolas en todas las calles, caminos y casas, donde son veneradas y reverenciadas con mucho acatamiento, así por insignia de Cristo, cuya fe desean recibir, como por un milagro que acaeció en aquel reino, notable y digno de hacer de él particular mención, el cual pondré aquí de la manera que los embajadores dichos lo contaron públicamente delante de los moradores de Macao cuando vinieron a pedir los religiosos para que los instruyesen en el Evangelio. Un natural de este reino por ciertas ocasiones se salió de él y vino a vivir entre los portugueses. El cual, viendo las ceremonias cristianas y tocado de la mano de Dios, se bautizó y estuvo algunos años en aquel pueblo dando muestras de ser buen cristiano y temeroso de Dios, al cabo de los cuales mudó de parecer y acordó de volverse a su tierra y en ella vivir según lo que de los cristianos había aprendido, que creí á lo podría hacer fácilmente sin que hubiese cosa que lo contradijese. Adonde como llegase y guardase las cosas a que como cristiano estaba obligado, y entre otras señales que de ello daba fue que hizo una cruz y la puso cerca de la puerta de su casa, a quien hacía reverencia todas las veces que pasaba por donde estaba aquella señal, jamás por ellos vista, y que aquel cristiano le hacía particular y clara reverencia. Comenzaron a burlar de él y de la Santa Cruz, derribándola de donde estaba puesta y haciendo otras cosas en menosprecio de ella y del que la había puesto en aquel lugar; y llegó la descortesía a ponerles en ánimo de quemarla y a ejecutarle por obra. Luego al punto milagrosamente murieron todos los que la querían quemar, viéndolo otros muchos que dieron de ello bastante testimonio; y dentro de pocos días siguieron el propio camino todos los del linaje de los muertos, sin escapar uno solo. Divulgado este milagro por todo el reino, pusieron luego los naturales de él muchas cruces por todas partes, a quien adoran y hacen reverencia y particular veneración. Esto dicen fue el principal motivo que Dios puso en sus corazones para moverlos a que pidiesen quien los bautizase y predicase el santo Evangelio; ayudando también a ello la declaración de la pintura ya dicha que el religioso envió al Rey. Después acá han ido a la ciudad de Macao algunos naturales de este reino que, aficionados a nuestra fe, se han bautizado allí: con lo cual y con la esperanza dicha se sustentan todos hasta que Dios sea servido de enviarles el remedio que para sus almas les ha hecho desear, que no debe estar muy lejos de ellos según lo que se ve y las maravillas que Dios obra para encenderles más su deseo, como el milagro de la cruz ya dicho y otros que contaron ciertos cochinchinas el año de 1583 en la mesma ciudad de Macao que había sucedido aquel propio año y estaban muy frescos en la memoria de todos los de aquel reino. Uno de ellos fue que, como uno de los cristianos arriba dichos fuese a visitar a un hombre principal que estaba paralítico en la cama muchos años había y tratando con él de su larga enfermedad viniese a contar algunos milagros de los que había entendido que había hecho Cristo nuestro Redentor (cuando estuvo hecho hombre) entre los hombres, a quien redimió, y en particular los que había hecho sanando semejantes enfermedades que aquella que él tenía con sola su divina virtud y tocarles con alguna parte de su vestidura y sombra. Oyendo esto el juez y cobrando particular fe y devoción al que le decía el cristiano había hecho los milagros, le preguntó el nombre y las señas que tenía: y como le dijese que el nombre era Jesús Nazareno, Redentor del mundo y Salvador y Glorificador de los hombres, y para mejor declararle las señas le llevase una imagen que de él tenía, que se la dieron cuando se bautizó estampada en papel, y era de Jesucristo que subía a los cielos para que a falta de Iglesia la tuviese consigo e hiciese a ella oración. El enfermo la tomó y le clavó los ojos con tanta devoción y fe, que suplicándole luego le diese salud y que creería en él y se bautizaría, al mesmo punto a vista de todos se sintió y halló sano de la enfermedad que había tantos años que padecía sin haber bastado para ello ningún remedio humano, aunque había hecho infinitos. Hizo luego al cristiano que lo bautizase, al cual dio mucha suma de dinero que la recibió contra toda su voluntad y la despendió en obras pías, y con una parte compró una barca grande en la cual pasa el día de hoy gente por un río donde solía peligrar mucha y lo hace por amor de Dios y sin recibir por ello premio alguno. Pocos días después en otra parte de este reino aconteció otro milagro no menor que los primeros y fue que como un cochinchina en la dicha ciudad de Macao pidiese el santo baptismo a un religioso descalzo, y él habiéndole catequizado bastantemente se lo diese, y después de haberle tenido mucho tiempo consigo y hecho experiencia de su cristiandad y devoción, le diese licencia para volverse a su tierra con designio de que en ella procurase augmentar el deseo de la cristiandad que ya Dios había comenzado a encender en sus pechos, el bueno del nuevo cristiano lo procuró con tanto cuidado, que hacía muy gran provecho ayudado del favor de Dios que, tomándole por instrumento, sanaba algunas enfermedades, mostrando a los que las padecían una imagen de Nuestra Señora que tenía al cuello, en quien tenía gran devoción, y diciéndoles con muy gran devoción la oración del Pater Noster. Vino a divulgarse tanto su fama por todas las partes de la provincia donde vivía, que llegó a los oídos de un Mandarín o juez principal de ella que estaba muchos días había en una cama gafo de pies y manos, sin haber bastado para darle salud médicos ni medicinas ni otro remedio humano. El cual, deseoso de sanar, invía llamar al dicho cristiano y le pidió si se atrevería a sanarlo de aquellas enfermedades como le afirmaban lo había hecho con otros de otras mayores. Como el cristiano le dijese que sí, y el juez por ello le prometiese grandes dádivas, despreciólas él pidiéndole solemnemente por premio que, después de sano, se bautizase y volviese cristiano. Lo cual aceptado por el Principal, le mostró la imagen que traía de Nuestra Señora diciéndole: Si tú creyeres en esta Señora que está aquí estampada y en su santísimo Hijo Jesucristo Redentor del mundo, luego serás sano. Miróla el Mandarín o Juez con mucha atención poniéndola así mismo en las palabras que había oído, y determinado de creerlo, al punto que lo puso en ejecución, fue sano de toda su enfermedad, cosa que puso gran admiración en toda aquella Provincia. Estos milagros que se divulgaron en breve tiempo y el de la Cruz ya dicho, han puesto tanto deseo a los moradores de aquel reino de hacerse crustianos, que lo procuraron por todas las vías y modos a ellos posibles, y no lo consiguen por falta de ministros, como ya queda dicho, que no es poca lástima para los que cristianamente se pusiesen a considerarlo y vieren que el demonio nuestro adversario lleva a sus infernales moradas las almas que parece estar dispuestas para poder gozar de Dios y de sus eternos bienes, y que esto es por falta de ministros y no por otro defecto. Remédielos Dios que puede. Contóme el dicho Padre Ignacio, a quien como he dicho sigo en muchas cosas de este Itinerario, que como pasase por este reino para venir a los de España y viese la devoción de la gente de él y el gran deseo que tenían de ser cristianos y que la gente era muy aparejada para recibir el santo Evangelio y muy humildes y de buenos entendimientos, se quiso quedar a bautizarlos y lo hiciera por sola caridad y compasión de ver la devoción con que lo pedían y las muchas almas que se condenaban, sino porque le era forzoso llegar a Malaca, y por parecerle que para tanta gente podría con sus fuerzas hacer poco y que era mejor venir a España y procurar compañeros que le ayudasen, como lo hizo, y vuelve con ellos y con muchas gracias del Papa Gregorio XIII, de felice memoria, y grandes favores de la Majestad Católica del Rey Don Felipe nuestro señor y con confianza de que la Divina le ha de dar su particular auxilio para salir con esta empresa, que no será pequeña. Creo por muy cierto que dentro de poco tiempo estará todo aquel reino sujeto a la santa fe católica romana y que ha de ser la puerta por donde entrará la Ley evangélica en el gran reino de la China, por estar este de Cochinchina en la mesma tierra firme y ser casi la lengua y costumbres de una manera. Es gente muy blanca la de estos reinos y anda vestida como la de la China, y las mujeres son muy honestas y vergonzosas y su traje muy curioso y galano. Traen los hombres el cabello muy largo y suelto, y cúranlo con demasiado cuidado. Visten casi todos de seda, porque se cría mucha y muy buena en toda la tierra, la cual es sanísima. Está llena de viejos y niños, que es harta prueba de su bondad. Dicen que nunca jamás en ella ha habido pestilencia ni hambre, que es lo mismo que dijimos del reino de la China. Hágalo el que lo puede hacer para que aquella infinidad de almas que están el día de hoy debajo de la tiranía del demonio, se vean en la cristiana libertad, y gocen de la otra vida a su Criador.
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CAPÍTULO XX Viene de paz el hermano del curaca Ochile y envían embajadores a Vitachuco El día siguiente entró el ejército en Ochile en forma de guerra, puestos en escuadrón los de a pie y los de a caballo tocando las trompetas, pífanos y atambores, porque viesen los indios que no era gente con quien ellos podían burlarse. Alojado el ejército, trató el gobernador con el curaca Ochile enviase mensajeros a sus dos hermanos con recaudos de paz y amistad, porque, siendo los mensajes suyos, los recibirían mejor y darían más crédito a sus palabras. El cacique los envió a cada uno de los dos hermanos de por sí con las mejores palabras y razones que supo formar, diciéndoles cómo aquellos españoles habían venido a sus tierras y que traían deseo y ánimo de tener a todos los indios por amigos y hermanos, y que iban de paso a otras provincias y no hacían daño por do pasaban, principalmente a los que les salían a recibir de paz, que se contentaban no más de con la comida necesaria, y que, si no salían a servir, les hacían estrago en los pueblos, quemaban en lugar de leña la madera de las casas por no ir por ella al monte, derramaban con desperdicio los bastimentos que hallaban, tomando a discreción más de lo que habían menester, y hacían otras cosas como en tierra de enemigos. Lo cual todo se excusaba con admitirles la paz que ellos ofrecían y con mostrárseles amigos siquiera por su propio interés. El hermano segundo, que estaba más cerca, cuyo nombre no sabemos, respondió luego dando gracias al hermano por el aviso que le enviaba, diciendo holgaba mucho con la venida de los castellanos a su tierra, que deseaba verlos y conocerlos, y que no iba luego con los mensajeros porque quedaba aderezando las cosas necesarias para mejor servirles y para recibirles con la mayor fiesta y solemnidad que les fuese posible, que dentro de tres o cuatro días iría a besar las manos al gobernador y a darle la obediencia. Entre tanto rogaba a su hermano aceptase y confirmase la paz y amistad con los españoles, que él desde luego los tenía por señores y amigos. Pasados los tres días, vino el hermano de Ochile acompañado de mucha gente noble, muy lucida. Besó las manos del gobernador, habló con mucha familiaridad a los demás capitanes, ministros y caballeros particulares del ejército, preguntando quién era cada uno de ellos. Habíase tan desenvueltamente como si hubiera criádose entre ellos. Fueron muy acariciados de los españoles el cacique y todos sus caballeros, porque el general y sus ministros con mucha atención y cuidado regalaban a los curacas e indios que salían de paz, y a los que eran rebeldes tampoco se les hacía agravio ni daño en sus pueblos y heredades, si no era el que no se podía excusar tomando lo necesario para comer. El tercer hermano, que era el mayor de edad y más poderoso en estado, no quiso responder al recaudo que su hermano Ochile le envió, antes detuvo los mensajeros, que no los dejó volver. Por lo cual los dos hermanos, con persuasión e instancia que el gobernador les hizo, enviaron de nuevo otros mensajeros con el mismo recaudo, añadiendo palabras muy honrosas en loor de los españoles, diciendo que no dejase de recibir la paz y amistad que aquellos cristianos le ofrecían, porque le hacían saber que no era gente con quien se podía presumir de ganar por guerra, que por sus personas eran valentísimos, que se llamaban invencibles, y, por su linaje, calidad y naturaleza, eran hijos del Sol y de la Luna, sus dioses, y como tales habían venido de allá de donde sale el Sol, y que traían unos animales que llamaban caballos, tan ligeros, bravos y fuertes que ni con la huida se podían escapar de ellos, ni con las armas y fuerzas les podían resistir. Por lo cual, como hermanos deseosos de su vida y salud, le suplicaban no rehusase de aceptar lo que tan bien le estaba, porque hacer otra cosa no era sino buscar mal y daño para sí y para sus vasallos y tierras. Vitachuco respondió extrañísimamente con una bravosidad nunca jamás oída ni imaginada en indio que, cierto, si los fieros tan desatinados que hizo y las palabras tan soberbias que dijo se pudieran escribir como los mensajeros las refirieron, ningunas de los más bravos caballeros que el divino Ariosto y el ilustrísimo y muy enamorado conde Mateo María Boyardo, su antecesor, y otros claros poetas, introducen en sus obras, igualaran con las de este indio. De las cuales, por el largo tiempo que ha pasado en medio, se han olvidado muchas, y también se ha perdido el orden que en su proceder traían. Mas diranse con verdad las que se acordaren que, en testimonio cierto y verdadero, son suyas las que en el capítulo siguiente se escriben, las cuales envió a decir a sus dos hermanos respondiendo a la embajada que le hicieron.
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CAPÍTULO XX Del ají o pimienta de las Indias En las Indias Occidentales no se ha topado especería propria, como pimienta, clavo, canela, nuez, gengibre, aunque un hermano nuestro que peregrinó por diversas y muchas partes, contaba que en unos desiertos de la isla de Jamaica había topado unos árboles que daban pimienta, pero no se sabe que lo sean ni hay contratación de ella. El gengibre se trajo de la India a la Española, y ha multiplicado de suerte que ya no saben qué hacerse de tanto gengibre, porque en la flota del año de ochenta y siete se trajeron veinte y dos mil y cincuenta y tres quintales de ello a Sevilla. Pero la natural especería que dio Dios a las Indias de Occidente, es la que en Castilla llaman pimienta de las Indias, y en Indias por vocablo general tomado de la primera tierra de islas que conquistaron, nombran ají, y en lengua del Cuzco se dice uchu, y en la de México chili. Esta es cosa ya bien conocida, y así hay poco que tratar de ella; sólo es de saber que cerca de los antiguos indios fue preciada y la llevaban a las partes donde no se da, por mercadería importante. No se da en tierras frías, como la sierra del Pirú; dase en valles calientes y de regadío. Hay ají de diversos colores: verde, y colorado y amarillo; hay uno bravo que llaman caribe, que pica y muerde reciamente; otro hay manso, y alguno dulce que se come a bocados. Algo menudo hay que huele en la boca como almizcle, y es muy bueno. Lo que pica del ají es las venillas y pepita; lo demás no muerde. Cómese verde y seco, y molido y entero, y en la olla y en guisados. Es la principal salsa, y toda la especería de Indias; comido con moderación ayuda al estómago para la digestión, pero si es demasiado tiene muy ruines efectos, porque de suyo es muy cálido, y humoso y penetrativo, por donde el mucho uso de él en mozos, es perjudicial a la salud, mayormente del alma, porque provoca a sensualidad, y es cosa donosa que con ser esta experiencia tan notoria del fuego que tiene en sí, y que al entrar y salir dicen todos que quema, con todo eso quieren algunos y no pocos defender que el ají no es cálido, sino fresco y bien templado. Yo digo que de la pimienta diré lo mismo, y no me traerán más experiencias de lo uno que de lo otro; así que es cosa de burla decir que no es cálido, y en mucho extremo. Para templar el ají usan de sal, que le corrige mucho, porque son entre sí muy contrarios, y el uno al otro se enfrentan; usan también tomates, que son frescos y sanos, y es un género de granos gruesos, jugosos, y hacen gustosa salsa, y por sí son buenos de comer. Hállase esta pimienta de Indias universalmente en todas ellas, en las islas, en Nueva España, en Pirú y en todo lo demás descubierto, de modo que como el maíz es el grano más general para pan, así el ají es la especia más común para salsa y guisados.
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Capítulo XX Del orden que guardó el Ynga en saber la gente que tenía en su reino No hubo medio necesario para el aumento y ser de su Reino que no le usase y guardase el Ynga, y como uno de los más eficaces, para conservación de él y las conquistas y guerras, que tenía, era el número de gente y los oficios en que se podían ocupar. Tuvo gran cuidado y astucia en ello, así para saber la gente de que se podía servir en las guerras, como para acomodarlos y repartirles las ocupaciones de labrar la piedra, con que se hacían las fortalezas y edificios, que los fabricó de excelente cantería en diversas partes, unos por necesidad y defensa y otros para majestad y muestra de su poder. Unos indios señalaba para llevarle en andas a él y la Coya, su mujer. Otros ocupaba y repartía en hacer munición de lanzas, arcos, flechas, hondas, champis y macanas para la gente de guerra. Otros tenían por oficio hacer ojotas y vestidos, y sembrar y coger y acarrear los mantenimientos de los depósitos, que el Ynga tenía prevenidos en todas las provincias para el sustento de la gente de guerra, que asistían en las guarniciones y estaba puesto así en los pueblos como en los despoblados, y para otros mil géneros de oficios en que los ocupaba, porque ninguno había ocioso en este Reino, so pena que lo pagaba no menos que con la vida, porque este vicio castigaba con excesivo rigor, como origen y fuente de los demás vicios e insultos. La orden que el Ynga guardaba era que cada cinco años enviaba desde el Cuzco por todas las provincias y pueblos un tucuc ricuc, como ya dijimos, que es a modo de veedor y visitador que representaba su persona y llevaba bastantes comisiones y poderes suyos. Estos venían por las provincias que les cabían y, en llegando al pueblo con el gobernador y curaca ordinario que allí residía, hacía juntar toda la gente, desde los viejos decrépitos hasta los indios niños de teta y, en una pampa fuera del pueblo, o si en él había una plaza capaz de toda la gente, hacía sentar la gente, la cual dividían en diez calles para los indios y otras diez para las indias, con mucha orden y concierto. Por las edades los iban asentando, y de aquí iban, visto el número y cantidad de gente que había, sacando todos los indios oficiales para el Ynga, de cuantos oficios eran necesarios en su casa y corte y los que eran suficientes para la milicia. Por la misma orden se entresacaban de las indias, las que eran suficientes para el servicio de la Coya y de su palacio, chácaras y sementeras, porque entre estos indios en aquellos tiempos no hubo tributos ni tasas que pagasen de oro ni de plata al Ynga, sino le daban lo necesario que guardase las chácaras y sementeras, y los ganados y para la guerra y los bastimentos necesarios. La orden en que ponían la gente en las diez calles es la que sigue: En la primera había indios que llamaban aucacama, que eran para todo trabajo dispuestos y aparejados, desde edad de veinte y cinco años hasta cincuenta, de los cuales se sacaba para la guerra los que eran hábiles y suficientes y los demás se destinaban en otros oficios y ministerios de trabajo, y ésta era la calle principal. La segunda era de viejos que se llamaban Puriroco, que eran viejos de más de cincuenta años y llegaban hasta sesenta. Este vocablo puriroco significa que eran viejos que no podían andar, ni hacer nada fuera de sus pueblos, sino sólo entendían en las sementeras y cosechas. En la calle tercera estaban los indios muy viejos de sesenta años arriba, que no eran para ningún género de trabajo y sólo entendían en guardar la casa y comer y dormir, y así les llamaban puñuiroco, "viejo que duerme". En la cuarta calle se sentaban los mancos, cojos y ciegos y tullidos, que se decían ancacuna, que significa cojos y contrahechos y entre éstos había de todos géneros de edades: chicos y grandes. En la quinta calle había mancebetes de diez y ocho a veinte y cinco años, que se decían Saya Paya, que significa acompañador de los indios de guerra, porque era su oficio ayudar a llevar los pertrechos y armas a los soldados. La sexta calle era de muchachos grandes, de doce a diez y ocho años, que llamaban macta cuna, que significa "mancebetes". Su oficio era guardar las ovejas, aprendían oficio y hacían plumajes y otras cosas fáciles del servicio del Ynga. La séptima calle era de muchachos de nueve hasta doce años, que decían toclla, que significa "cazadores de pájaros", los cuales tomaban con lazos y liga para sacar la pluma de que hacían plumajes y otras curiosidades. La octava calle era de niños de cinco a nueve años, que llamaban puclla-cuna, que quiere decir muchachos que andan jugando. Estos servían en todo lo que podían a sus padres y madres en este tiempo. La novena calle era de niños, que decían lluclla cuna, que era que empezaban a anclar, hasta los cinco años. La última calle era de niños de teta, que decían quirao picac o yacapicac, que es los que estaban en la cuna. Tardaba en visitar estas diez calles tres o cuatro días el tucuc ricuc, y dellas sacaban lo indios que querían, y luego pasaban a visitar las otras diez calles de mujeres. En la primera había mujeres de veinte y cinco años hasta cincuenta, casadas y viudas, que dicen auca camay o guarmi, porque eran mujeres de los indios que podían trabajar en la guerra y otros ministerios. En la segunda calle estaban indias viejas, que tenían fuerzas para andar y entender en algo en el pueblo. En la tercera calle se ordenaban las viejas de más de sesenta años, que decían puñuc chacuas, viejas que no eran de provecho más de para dormir, sin hacer otra cosa de consideración. En la cuarta calle estaban las viejas ciegas y cojas y mancas, que ellos llamaban hanca cuna. En la quinta calle, que era la de más gente, había mozas casaderas, quellos decían cipas. Estas se repartían en tres partes. De la primera escogían y sacaban las más hermosas y de mejor talle y cuerpo para el Ynga, las cuales tenían en depósito y llamaban acllas, como dijimos arriba. La segunda parte escogían entre las otras para hacer chicha al Sol y a los huacas y al Ynga. La tercera parte de mujeres era para dar el Ynga a sus capitanes, caciques y principales, y a otros indios que le habían servido en la guerra, porque no las podían tomar si no era por su licencia, como está dicho. De la sexta calle eran muchachas de doce a diez y ocho años, coro cuna, que significa "motiloncillas". Estas servían a sus padres y madres en todo lo que podían, y lo más era en guarda de los ganados. En la séptima estaban muchachas de nueve a doce años, que ellos decían pau aupallac, que significa "las que cogían flores", con que se teñían las lanas de diversos colores para hacer las ropas de cumbi del Sol, ídolos y del Ynga. La octava calle era de niñas de cinco a nueve años, que llaman pullac, porque andaban jugando y es la edad dello. Estas entendían en ayudar a sus padres a traer leña, agua y otras cosas. En la novena calle había niñas chiquitas que dicen lloclla, porque empezaban a andar. En la última estaban las niñas de teta, que dicen quirao picac, que aún no habían salido de la cuna. Pasados los cinco años en que se hacía esta visita, tornaba a volver el mismo tucuc ricuc, u otro que nombraba el Ynga, y miraban por todas las calles por su orden, y el que en la visita pasada era niño, lo ponían en la otra calle adelante, y el que era muchacho que andaba jugando, pasábanlo a la de los muchachos mayores, y así los iban subiendo hasta la calle primera de los varones perfectos. A los muertos quitábanlos de la cuenta y, lo mismo guardaba con las mujeres, y así sabía el Ynga cuántos indios podía sacar de cada provincia y pueblos aptos para la guerra, y cuántos para otros oficios y lo propio de las mujeres. Con esto no había persona en todo este Reyno que no estuviese matriculada, que fue maravillosa traza y sagacidad prudentísima.
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Capítulo XX 449 De cómo se han acabado los ídolos, y las fiestas que los indios solían hacer, y la vanidad y trabajo que los españoles han puesto en buscar ídolos 450 Este capítulo, que es el postrero, se ha de poner en la segunda parte de éste libro, adonde se trata esta materia. 451 Las fiestas que los indios hacían, según que en la primera parte está dicho, con sus ceremonias y solemnidades, desde el principio que los españoles anduvieron de guerra, todo cesó, porque los indios tuvieron tanto que entender en sus duelos, que no se acordaban de sus dioses, ni aun de sí mismos, porque tuvieron tantos trabajos, que por acudir a remediarlos cesó todo lo principal. 452 En cada pueblo tenían un ídolo o demonio, a el cual principalmente como su abogado tenían y llamaban, y a éste honraban y ataviaban de muchas joyas y ropas, y todo lo bueno que podían haber le ofrecían, cada pueblo como era y más en las cabezas de provincias. Estos principales ídolos que digo, luego como la gran ciudad de México fue tomada de los españoles con sus joyas y riquezas, escondieron los ídolos en el más secreto lugar que pudieron mucha parte del oro que estaba con los ídolos en los templos, y dieron en tributo a los españoles a quien fueron encomendados; porque no pudieron menos hacer, porque a el principio los tributos fueron tan excesivos, que no bastaba cuanto los indios podían arañar ni buscar, ni lo que los señores y principales tenían, sino que compelidos con necesidad, también dieron el oro que tenían en los templos de los demonios; y aun esto acabado, dieron tributo de esclavos, y muchas veces no los teniendo, para cumplir daban libres por esclavos. 453 Estos principales ídolos con las insignas y ornamentos o vestidos de los demonios, escondieron los indios, unos so tierra, otros en cuevas y otros en los montes. Después cuando se fueron los indios convirtiendo y bautizando, descubrieron muchos, y traíanlos a los patios de las iglesias para allí los quemar públicamente. Otros se podrecieron debajo de tierra, porque después que los indios recibieron la fe, había vergüenza de sacar los que habían escondido, y querían antes dejarlos podrecer, que no que nadie supiese que ellos los habían escondido; y cuando los importunaban para que dijesen de los principales ídolos y de sus vestiduras sacábanlo todo podrido, de lo cual yo soy buen testigo porque lo vi muchas veces. La disculpa que daban era buena, porque decían: "cuando lo escondimos no conocíamos a Dios, y pensábamos que los españoles se habían de volver luego a sus tierras y ya que veníamos en conocimiento, dejábamoslo podrir, porque teníamos temor y vergüenza de sacarlo". En otros pueblos estos principales ídolos con sus atavíos estuvieron en poder de los señores o de los principales ministros de los demonios, y éstos los tuvieron tan secreto que apenas sabían de ellos sino dos o tres personas que los guardaban, y de éstos también trajeron a los monasterios para quemarlos grandísima cantidad. 454 Otros muchos pueblos remotos y apartados de México, cuando los frailes iban predicando, en la predicación y antes que bautizasen les decían, que lo primero que habían de hacer era que habían de traer todos los ídolos que tenían, y todas las insignas de el demonio para quemar; y de esta manera también dieron y trajeron mucha cantidad que se quemaron públicamente en muchas partes; porque adonde ha llegado la doctrina y palabra de Cristo no ha quedado cosa que se sepa ni de que se deba hacer cuenta; porque si desde aquí a cien años cavasen en los patios de los templos de los ídolos antiguos, siempre hallarían ídolos, porque eran tantos los que hacían; porque acontecía que cuando un niño nacían hacían un ídolo y a el año otro mayor, y a los cuatro años, otro, y como iba creciendo así iban haciendo ídolos, y de éstos están los cimientos y las paredes llenos, y en los patios hay muchos de ellos. 455 En el año de treinta y nueve y en el año de cuarenta algunos españoles, de ellos con autoridad y otros sin ella, por mostrar que tenían celo de la fe, y pensando que hacían algo, comenzaron a revolver la tierra, y a desenterrar los muertos, y apremiar a los indios porque les diesen ídolos; y en algunas partes llegó a tanto la cosa, que los indios buscaban los ídolos que estaban podridos y olvidados debajo de tierra, y aun algunos indios fueron tan atormentados, que en realidad de verdad hicieron ídolos de nuevo, y los dieron porque los dejasen de maltratar. Mezclábase con el buen celo que mostraban en buscar ídolos una codicia no pequeña, y era que decían los españoles, en tal pueblo o en tal parroquia había ídolos de oro y de chalchihuitl, que es una piedra de mucho precio, y fantaseábaseles que había ídolo de oro que pesaría un quintal o diez o quince arrobas; y en la verdad ellos acudieron tarde, porque todo el oro y piedras preciosas se gastaron y pusieron en cobro, y lo hubieron en su poder los españoles que primero tuvieron los indios y pueblos en su encomienda. También pensaban hallar ídolo de piedra preciosa que valiese tanto como una ciudad; y cierto aunque yo he visto muchos ídolos que fueron adorados y muy temidos entre los indios, y muy acatados como dioses principales, y algunos de chalchihuitl, y el que más me parece que podría valer, puesto a el almoneda no pienso que darían en España por él diez pesos de oro; para esto alteraban y revolvían y escandalizaban los pueblos con sus celos en la verdad indiscretos; porque ya que en algún pueblo haya algún ídolo, o está podrido o tan olvidado o tan secreto que en pueblo de diez mil ánimas no lo saben cinco, y tiénenlos en lo que ellos son, que es tenerlos o por piedras o por maderos, y los que andan escandalizando a estos indios que van por su camino derecho, parecen a Labán, el cual salió a el camino a Jacob a buscarle el hato y a revolverle la casa por sus ídolos, porque de esto que aquí digo yo tengo harta experiencia, y veo el engaño en que andan y las maneras que traen para desasosegar y desfavorecer a estos pobres indios, que tienen los ídolos tan olvidados como si hubiera cien años que hubieran pasado.
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De cómo salió el piloto mayor a buscar de comer, y cómo Malope salió de paz y las amistades que les hizo El día siguiente el piloto mayor pidió licencia al adelantado para ir a buscar hombres, con los cuales fue en la barca a un pueblo en que no vio más de un indio que, con un muchacho a cuestas, a más correr se fue al monte, y entradas y buscadas las casas, no se halló cosa que fuese de comer. Siguióse un camino que se entendió iba a las haciendas de los indios, donde vieron algunos puercos que se entraron en el monte. Oyó el piloto mayor el sonido de un arcabuz, y luego otro: con que a más andar, se volvió a la mar, a donde con cuatro arcabuceros había dejado la barca, y llegando a la playa, halló a Malope que con dos canoas le vino siguiendo, diciendo: "Amigos, vamos todos para comer"; que esta palabra y otras se le habían quedado de nuestro uso, y mostró por señas nos embarcásemos y fuésemos con él adelante a donde había muchos puercos y comida, y al punto despachó la otra canoa fuese delante: embarcóse el piloto mayor y dijo a Malope llamase a los indios de aquel pueblo; los cuales salieron, y concertó con ellos que a la vuelta tuviesen para darnos comida. Bogó Malope su canoa; nuestra barca le siguió, y llegando a otros dos pueblos, concertó lo mismo. Entramos en el pueblo de los indios belicosos, que cuando el sargento lo arrinconaron. Daban un cuchinato, pocos plátanos y cocos; y como pareció poco, el piloto mayor les pidió más; pero ellos se pusieron en arma, retirados detrás de sus casas y troncos de palmas y árboles con sus arcos y flechas, dando voces, y a lo que pareció, llamaban a Malope; el cual, indeterminado, que siempre junto a sí le trajo, le cogió de un brazo, y con la daga lo amenazó que no se fuese, y que dijese a los indios que no flechasen, que si no, que con los arcabuces los matarían a todos; y con una cuerda encendida hacía que le pegaba fuego. Fue al pueblo Malope, que les dijo lo que bastó para que ellos se ofreciesen, que cuando el sol que ya salía, fuese como a las tres de la tarde, viniesen por lo que tendrían presto. Malope los llamó y vinieron luego, dándonos para comer muchos cocos y plátanos, y nos convidaron para ir a flechar otros indios de la otra parte de la bahía, y a matar puercos. Embarcados, siguió la barca a la canoa; mas el piloto mayor fue por la playa con diez y seis hombres y tres indios que le salieron delante guiando; y porque vieron unos pájaros señalaron que los matasen con el arcabuz. No lo consintió el piloto mayor, aunque algunos se aprestaban; porque como el acertar a pequeña cosa con bala rasa estaba en duda, no quería que los indios entendiesen que no acertábamos siempre; porque no perdiesen el miedo que tenían al arcabuz. Desembarcóse Malope, y la barca con su canoa quedaron juntas. Yendo todos por la playa, hallaron en ella el manantial que dicho queda. Sentóse Malope junto a él y con la mano nos dijo que bebiésemos. Desde allí llegamos a unos pueblos a donde los indios nos tenían prestos un gran montón de muchos plátanos, cañas dulces, cocos, almendras, raíces, bizcocho, petates y dos puercos presos: y así de pueblo en pueblo nos dieron catorce puercos, y de lo demás tanto que no se pudo traer todo. Los indios estuvieron siempre quietos; tenían sus grandes canoas encaramadas, y ellos sentados a las sombras de ellas. Algunos había que nos daban plátanos y raíces asadas, los cocos partidos y agua que sacaban de los pozos, haciéndolo todos con tanta voluntad como si se lo pagáramos muy bien; y Malope se mostraba muy contento, y dijo fuésemos más adelante para darnos más comida. Subíase en parte alta y todos los indios al redor le oían y le respetaban o como a señor o grande amigo. Díjole el piloto mayor por señas que hiciese que los indios cargasen aquella comida; y a una palabra suya la tenían toda a los hombros. Era de ver más de cien indios seguir aquella larga playa en orden. Llegados a la barca, pusieron dentro de ella cuanto llevaban. Malope dijo al piloto mayor diese al general sus abrazos; y despedidos, se embarcó el piloto mayor, y fue por los pueblos ya dichos recibiendo lo que los indios en sus canoas salían a darnos. Con ser buena la provisión que se llevaba, a algunos les parecía poca, y así decían al piloto mayor los dejase saltar en tierra que tomarían, que quemarían, que matarían, que eran unos perros, y que ellos no vinieron desde el Perú a contentarse con nada: a que el piloto mayor dijo: --¿Poco os parece una barca como ésta, llena de lo que no os costó dinero, y más dado con tan buena voluntad y solicitado por nuestro amigo Malope? Replicaron como sabían; y el piloto mayor los riñó como entendió ser necesario. Hase contado esto tan por menudo, porque hace mucho al caso a esta relación, como se verá adelante. Llegados a la nao, le dijo doña Isabel al piloto mayor como el otro día iban del campo a matar a Malope; y como lo supo, avisó al adelantado de la amistad que te había hecho, pidiendo avisase al campo no se fuese a hacer mal a quien tanto bien nos hacía. Calló el adelantado holgándose de lo que el indio había hecho, alabando su buen trato. Levantóse de la cama a ver lo que se había traído, que embarcado, fue con mucho parejo repartido, diciéndoles el piloto mayor que sólo quería por parte haberle sido compañero.
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CAPÍTULO XX Prosigue el camino Pedro Calderón, y la continua pelea de los enemigos con él No andaba menos cruel y sangrienta la pelea por las otras partes, porque por el lado derecho de la batalla acudió una gran banda de indios con mucho ímpetu y furor sobre los cristianos. Un valiente soldado, natural de Almendralejo, que había nombre Andrés de Meneses, salió a resistirles, y con él fueron otros diez o doce españoles, sobre los cuales cargaron los indios con tanta ferocidad y braveza que, de cuatro flechazos que dieron a Andrés de Meneses por las verijas y muslos, le derribaron en el agua que, por lo ver cubierto el cuerpo con un pavés que llevaba, le tiraron a lo más descubierto. Hirieron asimismo otros cinco de los que fueron con él. Con esta rabia y crueldad andaba la pelea entre indios y españoles dondequiera que podían llegar a las manos. Los indios redoblaban las fuerzas y el coraje por acabar de vencer, como hombres que tenían por suya la victoria y estaban ensoberbecidos con los buenos lances que habían hecho. Los españoles se esforzaban con su buen ánimo a defender las vidas, que ya no peleaban por otro interés, y llevaban lo peor de la batalla, porque no eran a la defensa más de los cincuenta peones, que los de a caballo, por ser la pelea en el agua, no eran de provecho para los suyos ni de daño para los enemigos. A este punto corrió por todos los indios la desdichada nueva de que el capitán general de ellos estaba herido de muerte, con la cual mitigaron algún tanto el fuego y la ira con que hasta entonces habían peleado. Empezaron a retirarse poco a poco, empero tirando siempre flechas a sus contrarios. Los castellanos se rehicieron y, con la mejor orden que pudieron, siguieron los indios hasta echarlos fuera de toda el agua y ciénaga, y los metieron por el callejón del monte cerrado que había en la otra ribera de la ciénaga, y les ganaron el sitio que dijimos habían rozado los españoles para su alojamiento cuando pasó el gobernador con su ejército. Aquel sitio habían fortificado los indios y tenían su alojamiento en él. Desampararon por acudir a su capitán general. Los españoles se quedaron en él aquella noche porque era plaza fuerte y cerrada donde los enemigos no podían hacerles daño, si no era por el callejón, y, como lo guardasen, estaban seguros. Curaron los heridos como pudieron, que todos los más lo estaban, y mal heridos, y pasaron la noche velando, que con gritos y alaridos no les dejaron reposar los indios. Con el buen tiro que Antonio Galván acertó a hacer aquel día socorrió Nuestro Señor a estos españoles, que, cierto, a no ser tal y en la persona del capitán general, se temió hicieran los indios gran estrago en ellos, o los degollaran todos, según andaban pujantes y victoriosos y en gran número, y los españoles pocos y los más a caballo, los cuales, por ser la pelea en el agua, no eran señores de sí ni de sus caballos para ofender al enemigo o defenderse de él, por lo cual, peleando los infantes solos, estuvieron a punto de perderse todos. Y así, platicando después muchas veces delante del gobernador del peligro de aquel día, daban siempre a Antonio Galván la honra de que por él no los hubiesen vencido y muerto. Luego que amaneció, caminaron los castellanos por el camino angosto del monte cerrado, llevando antecogidos los enemigos hasta sacarlos a otro monte más claro y abierto, de dos leguas de travesía, donde a una parte y a otra del camino los infieles tenían hechas grandes palizadas, o eran las mismas que hicieron cuando el gobernador Hernando de Soto pasó por este camino y se habían quedado en pie hasta entonces. De las palizadas salían los enemigos y tiraban innumerables flechas, con orden y concierto de no acometer a un mismo tiempo por ambos lados por no herirse con sus propias armas. De esta manera caminaron las dos leguas de monte donde los indios hirieron más de veinte castellanos y ellos no pudieron hacer daño alguno en sus enemigos porque hacían harto en guardarse de las flechas. Pasado el monte, salieron a un campo raso donde los indios, de temor de los caballos, no osaron ofender a los españoles, ni aun esperarles. Así los dejaron caminar con menos pesadumbre. Los cristianos, habiendo caminado cinco leguas, hicieron alto para alojarse en aquel llano, porque los heridos de aquel día y del pasado, con la continua pelea que habían llevado, iban fatigados. Luego que anocheció, vinieron los indios en gran número, y a un tiempo los acometieron por todas partes con gran vocería y alarido. Los de a caballo salieron a resistirles sin guardar orden, sino que cada uno acudía donde más cerca sentían los indios. Los cuales, viendo los caballos, se hicieron a lo largo, tirando siempre flechas; con una de ellas hirieron malamente a un caballo de Luis de Moscoso. En toda la noche cesaron los infieles de dar grita a los cristianos diciéndoles: "¿Dónde vais, malaventurados, que ya vuestro capitán y todos sus soldados son muertos y los tenemos descuartizados y puestos por los árboles y lo mismo haremos de vosotros antes que lleguéis allá? ¿Qué queréis? ¿A qué venís a esta tierra? ¿Pensáis que los que estamos en ella somos tan ruines que os la hemos de desamparar y ser vuestros vasallos y siervos y esclavos? Sabed que somos hombres que os mataremos a todos vosotros y a los demás que quedan en Castilla." Estas y otras razones semejantes dijeron los indios tirando siempre flechas hasta que amaneció.
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Cómo el gobernador pidió información de la querella Asimismo se querellaron los indios principales al gobernador de los indios guaycurúes, que les habían desposeído de su propia tierra, y les habían muerto sus padres y hermanos y parientes; y pues ellos eran cristianos y vasallos de Su Majestad, los amparase y restituyese en las tierras que les tenían tomadas y ocupadas los indios, porque en los montes y en las lagunas y ríos de ellas tenían sus cazas y pesquerías, y sacaban miel, con que se mantenían ellos y sus hijos y mujeres, y lo traían a los cristianos porque después que a aquella tierra fue el gobernador se les habían hecho las dichas fuerzas y muertes. Vista por el gobernador la querella de los indios principales, los nombres de los cuales son: Pedro de Mendoza, y Juan de Salazar Cupirati, y Francisco Ruiz Mayraru, y Lorenzo Moquiraci, y Gonzalo Mayraru, y otros cristianos nuevamente convertidos, porque se supiese la verdad de lo contenido en su querella y se hiciese y procediese conforme a derecho, por las lenguas intérpretes el gobernador les dijo que trujesen información de lo que decían, lo cual dieron y presentaron de muchos testigos cristianos españoles, que habían visto y se hallaron presentes en la tierra cuando los indios guaycurúes les habían hecho los daños y les habían echado de la tierra, despoblando un pueblo que tenían muy grande y cercado de fuerte paliada, que se llama Caguazu, y recebida la dicha información, el gobernador mandó llamar y juntar los religiosos y clérigos que allí estaban, conviene a saber: el comisario fray Bernaldo de Armenta y fray Alonso Lebrón, su compañero, y el bachiller Martín de Armenta y Francisco de Andrada, clérigos, para que viesen la información y diesen su parescer si la guerra se les podía hacer a los indios guaycurúes justamente. Y habiendo dado su parescer, firmado de sus nombres, que con mano armada podía ir contra los dichos indios a les hacer la guerra, pues eran enemigos capitales, el gobernador mandó que dos españoles que entendían la lengua de los indios guaycurúes, con un clérigo llamado Martín de Armenta, acompañados de cincuenta españoles, fuesen a buscar los indios guaycurúes, y a les requerir diesen la obediencia a Su Majestad y se apartasen de la guerra que hacían a los indios guaraníes, y los dejasen andar libres por sus tierras, gozando de las cazas y pesquerías de ellas; y que de esta manera los ternía por amigos y los favorescería; y donde no, lo contrario haciendo, que les haría la guerra como a enemigos capitales. Y así se partieron los susodichos, encargándoles tuviesen especial cuidado de les hacer los apercibimientos una, y dos, y tres veces con toda templaza. E idos, dende a ocho días volvieron, y dijeron y dieron fe que hicieron el dicho apercibimiento a los indios, y que hecho, se pusieron en arma contra ellos, diciendo que no querían dar la obediencia ni ser amigos de los españoles ni de los indios guaraníes, y que se fuesen luego de su tierra; y ansí, les tiraron muchas flechas, y vinieron de ellos heridos; y visto lo susodicho por el gobernador, mandó apercibir hasta doscientos hombres arcabuceros y ballesteros, y doce de caballo, y con ellos partió de la ciudad de la Ascensión, jueves 12 días del mes de julio de 1542 años. Y porque había de pasar de la otra parte del río Paraguay, mandó que fuesen dos bergantines para pasar la gente y caballos, y que aguardasen en un lugar de indios que está en la ribera del dicho río del Paraguay, de la generación de los guaraníes, que se llama Tapua, que su principal se llama Mormocen, un indio muy valiente y temido en aquella tierra, que era ya cristiano, y se llamaba Lorenzo, cuyo era el lugar de Caguazu, que los guaycurúes le habían tomado; y por tierra había de ir toda la gente y caballos hasta allí, y estaba de la ciudad de la Ascensión hasta cuatro leguas, y fueron caminando el dicho día, y por el camino pasaban grandes escuadrones de indios de la generación de los guaraníes, que se habían de juntar en el lugar de Tapua para ir en compañía del gobernador. Era cosa muy de ver la orden que llevaban, y el aderezo de guerra, de muchas flechas, muy emplumados con plumas de papagayos, y sus arcos pintados de muchas maneras y con instrumentos de guerra, que usan entre ellos, de atabales y trompetas y cornetas, y de otras formas; y el dicho día llegaron con toda la gente de caballo y de a pie al lugar de Tapua, donde hallaron muy gran cantidad de los indios guaraníes, que estaban aposentados, así en el pueblo como fuera, por las arboledas de la ribera del río; y el Mormocem, indio principal, con otros principales indios que allí estaban, parientes suyos, y con todos los demás, los salieron a recebir al camino un tiro de arco de su lugar, y tenían muerta y traída mucha caza de venados y avestruces, que los indios habían muerto aquel día y otro antes; y era tanto, que se dio a toda la gente, con que comieron y lo dejaron de sobra; y luego los indios principales, hecha su junta, dijeron que era necesario enviar indios y cristianos que fuesen a descubrir la tierra por donde habían de ir, y a ver el pueblo y asiento de los enemigos, para saber si habían traído noticia de la ida de los españoles, y si se velaban de noche; luego, paresciéndole al gobernador que convenía tomar los avisos, envió dos españoles con el mismo Mormocen, indio, y con otros indios valientes que sabían la tierra. E idos, volvieron otro día siguiente, viernes en la noche, y dijeron cómo los indios guaycurúes habían andado por los campos y montes cazando, como es costumbre suya, y poniendo fuego por muchas partes; y que a lo que habían podido reconoscer, aquel día mismo habían levantado su pueblo, y se iban cazando y caminando con sus hijos y mujeres, para asentar en otra parte, donde se pudiesen mantener de la caza y pesquerías, y que les parescía que no habían tenido hasta entonces noticia ni sentimiento de su ida, y que dende allí hasta donde los indios podían estar y asentar su pueblo habría cinco o seis leguas, porque se parescían los fuegos por donde andaban cazando.