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De las cosas que hizo y entendió el capitán Hernando Cortés después que fue elegido por capitán, como dicho es Pues como ya fue elegido Hernando Cortés por general de la armada que dicho tengo, comenzó a buscar todo género de armas, así escopetas como pólvora y ballestas, e todos cuantos pertrechos de guerra pudo haber, y buscar todas cuantas maneras de rescate, y también otras cosas pertenecientes para aquel viaje. E demás desto, se comenzó de pulir e abellidar en su persona mucho más que de antes, e se puso un penacho de plumas con su medalla de oro, que le parecía muy bien. Pues para hacer aquestos gastos que he dicho no tenía de qué, porque en aquella sazón estaba muy adeudado y pobre, puesto que tenía buenos indios de encomienda y le daban buena renta de las minas de oro; mas todo lo gastaba en su persona y en atavíos de su mujer, que era recién casado. Era apacible en su persona y bienquisto y de buena conversación, y había sido dos veces alcalde en la villa de Santiago de Baracoa, adonde era vecino, porque en aquestas tierras se tiene por mucha honra. Y como ciertos mercaderes amigos suyos, que se decían Jaime Tría o Jerónimo Tría y un Pedro de Jerez, le vieron con la capitanía y prosperado, le prestaron cuatro mil pesos de oro y le dieron otras mercaderías sobre la renta de sus indios, y luego hizo hacer unas lazadas de oro, que puso en una ropa de terciopelo, y mandó hacer estandartes y banderas labradas de oro con las armas reales, y una cruz de cada parte juntamente con las armas de nuestro rey y señor, con un letrero en latín, que decía: "Hermanos, sigamos la señal de la santa cruz con fe verdadera, que con ella venceremos"; y luego mandó dar pregones y tocar sus atambores y trompetas en nombre de su majestad, y en su real nombre por Diego Velázquez: para que cualesquier personas que quisiesen ir en su compañía a las tierras nuevamente descubiertas a las conquistas y poblar, les darían sus partes del oro, plata y joyas que se hubiese, y encomiendas de indios después de pacificadas, y que para ella tenía licencia el Diego Velázquez de su majestad. E puesto que se pregonó de la licencia del rey nuestro señor, aun no había venido con ella de Castilla el capellán Benito Martín, que fue el que Diego Velázquez hubo despachado a Castilla para que lo trajese, como dicho tengo en el capítulo que dello habla. Pues como se supo esta nueva en toda la isla de Cuba, y también Cortés escribió a todas las villas a sus amigos que se aparejasen para ir con él aquel viaje, unos vendían sus haciendas para buscar armas y caballos, otros comenzaban a hacer cazabe y salar tocinos para matalotaje, y se colchaban armas y se apercibían de lo que habían de menester lo mejor que podían. De manera que nos juntamos en Santiago de Cuba, donde salimos con el armada, más de trescientos soldados; y de la casa del mismo Diego Velázquez vinieron los más principales que tenía a su servicio, que era un Diego de Ordás, su mayordomo mayor, y a este el mismo Velázquez lo envió para que mirase y entendiese no hubiese alguna mala traza en la armada; que siempre se temió de Cortés, aunque lo disimulaba; y vino un Francisco de Morla y un Escobar y un Heredia, y Juan Ruano y Pedro Escudero, y un Martín Ramos de Lares, vizcaíno, y ¿tros muchos que eran amigos y paniaguados del Diego Velázquez. E yo me pongo a la postre, ya que estos soldados pongo aquí por memoria, y no a otros, porque en su tiempo y sazón los nombraré a todos los que se me acordare. Y como Cortés andaba muy solícito en aviar su armada, y en todo se daba mucha prisa, como ya la malicia y envidia reinaba siempre en --aquellos deudos del Diego Velázquez, estaban afrentados como no se fiaba el pariente dellos, y dio aquel cargo y capitanía a Cortés, sabiendo que le había tenido por su grande enemigo pocos días había sobre el casamiento de la mujer de Cortés, que se decía Catalina Xuárez la Marcaida (como dicho tengo); y a esta causa andaban murmurando del pariente Diego de Velázquez y aun de Cortés, y por todas las vías que podían le revolvían con el Diego Velázquez para que en todas maneras le revocasen el poder; de lo cual tenía dello aviso el Cortés, y a esta causa no se quitaba de la compañía de estar con el gobernador y siempre mostrándose muy gran su servidor. El decía que le había de hacer muy ilustre señor e rico en poco tiempo. Y demás desto, el Andrés de Duero avisaba siempre a Cortés que se diese prisa en embarcar, porque ya tenían trastrocado al Diego Velázquez con importunidades de aquellos sus parientes los Velázquez. Y desque aquello vio Cortés, mandó a su mujer doña Catalina Xuárez la Marcaida que todo lo que hubiese de llevar de bastimento y otros regalos que suelen hacer para sus maridos, en especial para tal jornada, se llevase luego a embarcar a los navíos. E ya tenía mandado apregonar e apregonado, e apercibido a los maestres y pilotos y a todos los soldados, que para tal día y noche no quedase ninguno en tierra. Y desque aquello tuvo mandado y los vio todos embarcados, se fue a despedir del Diego Velázquez, acompañado de aquellos sus grandes amigos y compañeros, Andrés de Duero y el contador Amador de Lares, y todos los más nobles vecinos de aquella villa; y después de muchos ofrecimientos y abrazos de Cortés al gobernador y del gobernador a Cortés, se despidió de él; y al otro día muy de mañana, después de haber oído misa, nos fuimos a los navíos, y el mismo Diego Velázquez le tornó a acompañar, y otros muchos hidalgos, hasta hacernos a la vela, y con próspero tiempo en pocos días llegamos a la villa de la Trinidad; y tomado puerto y saltados en tierra, lo que allí le avino a Cortés adelante se dirá. Aquí en esta relación verán lo que a Cortés le acaeció y las contrariedades que tuvo hasta elegir por capitán y todo lo demás ya por mí dicho; y sobre ello miren lo que dice Gómara en su historia, y hallarán ser muy contrario lo uno de lo otro, y cómo a Andrés de Duero, siendo secretario que mandaba la isla de Cuba, le hace mercader, y al Diego dc Ordás, que vino ahora con Cortés, dijo que había venido con Grijalva. Dejemos al Gómara y a su mala relación, y digamos cómo desembarcamos con Cortés en la villa de La Trinidad.
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Capítulo XX De cómo los indios que salieron del navío dieron noticia de los españoles, de que recibieron admiración los de la tierra, y de cómo les enviaron bastimento y agua y otras cosas Los naturales de la tierra firme, como veían la nao venir por la mar, espantábanse, porque veían lo que no vieron ni jamás oyeron. No sabían qué se decir sobre ello. Vieron asimismo cómo tomaron puerto y echaron áncoras, y cómo salían del navío los indios que se habían tomado en las balsas, según se contó; los cuales no pararon hasta llegar delante de su señor, en cuya presencia, y de mucha gente que se había juntado, contaron cómo yendo por la mar habían encontrado aquel navío, adonde venían unos hombres blancos, vestidos, y que tenían grandes barbas, los cuales, según les dijeron ciertos indios, sus naturales, que traían para intérpretes, andaban a buscar tierras; porque en otros navíos se habían vuelto por la mar muchos de ellos, y aquellos salieron de una isla donde estuvieron muchos días. Esto que oyeron a los indios que venían con los españoles y lo que ellos mismos vieron y a ellos oyeron, hablaron a su señor, de que no poco se espantaron, creyendo que tal gente era enviada por la mano de Dios, y que era justo se les hiciese buen hospedaje; y luego se aderezaron diez o doce balsas llenas de comida y de fruta, con muchos cántaros de agua y de chicha y pescado, y un cordero que las vírgenes del templo dieron para llevarles. Con todo esto fueron indios al navío sin ningún engaño ni malicia, antes con alegría y placer de ver tal gente. El capitán los recibió con semblante amoroso y con grande agradecimiento, recibiendo mucho contentamiento él y sus compañeros, cuando entre lo que les traían vieron el cordero; entre los indios venía un orejón de los que estaban con el delegado que allí residía, el cual dijo al capitán que seguramente podría saltar en tierra sin que ningún daño recibiesen, y proverse de agua y de lo que les faltase. El capitán respondió que de gente de tanta razón como ellos parecían, no tenían ningún recelo de fiarse de ellos. Y luego fue en el batel un marinero llamado Bocanegra y con indios que le ayudaron hinchó veinte pipas de agua, ayudándole los naturales como digo, a lo hacer. El orejón, como viese los cristianos túvolos por gente de gran razón, pues no hacían daño ninguno, sino antes daban de lo que traían; y porque le convenía enviar relación cierta a Quito al rey Guaynacaba, su señor, de aquellas gentes, después de haber visto el navío y los aderezos de él y tanto miraba y preguntaba, que los españoles se espantaban de ver tan avisado y entendido indio; el cual, como mejor pudo mediante los indios, que servían de lenguas, preguntó al capitán: ¿que de dónde eran y de qué tierra habían venido, qué buscaban o qué era su pretensión de andar por la mar y por la tierra sin parar? Francisco Pizarro le respondió: que venían de España, donde eran naturales, en cuya tierra estaba un rey grande y poderoso, llamado Carlos, cuyos vasallos y criados eran ellos y otros muchos; porque mandaba grandes tierras; y que ellos habían salido a descubrir por aquellas partes, como veían, y a poner debajo de la sujeción de aquel rey lo que hallasen. Y principalmente, y ante todas las cosas, a dar noticia cómo los ídolos en que adoraban eran falsos y sin fundamento los sacrificios que hacían, y cómo para salvarse habían de se volver cristianos y creer en el Dios que ellos adoraban, que estaba en el cielo, llamado Jesucristo, porque los que no le adoraren y cumplieren sus mandamientos, irían al infierno, lugar oscuro y lleno de fuego, y los que conociendo la verdad le tuviesen por Dios sólo, señor del cielo, y mar y tierra con lo más criado, serían moradores en el cielo, donde estarían para siempre jamás. Esto y otras muchas cosas dijo el capitán Francisco Pizarro al orejón, que él se espantaba de las oír, y estuvo en el navío desde la mañana hasta la hora de vísperas. Mandó el capitán que le diesen de comer y beber de nuestro vino, y miró mucho aquel brebaje, pareciéndole mejor y más sabroso que el suyo; y cuando se fue le dio el capitán una hacha de hierro con que extrañamente se holgó, teniéndola en más que si le diesen cien veces más oro que ella pesaba; y dióle más unas cuentas de margajitas y tres calcedonias; y para el cacique principal le dio una puerca y un verraco, y cuatro gallinas y un gallo. Con esto se partió el orejón; y ya que se iba, rogó al capitán le diese para que fuesen con él dos o tres españoles, que se holgarían de los ver. El capitán mandó Alonso de Molina y a un negro que fuesen. Cuando el cacique vio el presente, túvolo en más de lo que yo puedo encarecer, llegando todos a ver la puerca y el verraco y las gallinas, holgándose de oír cantar al gallo. Pero todo no era nada para el espanto que hacían con el negro: como lo veían negro, mirábanlo, haciéndolo lavar para ver si su negrura era color o confacción puesta; mas él, echando sus dientes blancos de fuera, se reía; y allegaban unos a verlo y luego otros, tanto que aun no le daban lugar de lo dejar comer. Al otro español mirábanlo cómo tenía barbas y era blanco; preguntábanle muchas cosas, mas no entendía ninguna; los niños, los viejos, y las mujeres todos, con grande alegría los miraban. Vio Alonso de Molina muchos edificios y cosas que ver en Túmbez; fue bien servido de comida y el negro, el cual andábase, de unos en otros que lo querían mirar como cosa tan nueva y por ellos no vista. Vio Alonso de Molina la fortaleza de Túmbez y acequias de agua, muchas sementeras y frutas y algunas ovejas. Venían a hablar con él muchas indias muy hermosas y galanas, vestidas a su modo, todas le daban frutas y de lo que tenían, para que llevasen al navío; y preguntábanle por señas que dónde iban y de dónde venían y él respondía de la misma manera. Y entre aquellas indias que le hablaron estaba una muy hermosa y díjole que se quedase con ellos y que le darían por mujer una de ellas, la que él quisiese. Alonso de Molina demandó licencia al cacique, señor de aquella tierra, y se la dio, enviando con él al capitán mucho bastimento. Y como llegó al navío, iba tan espantado de lo que había visto, que no contaba nada. Dijo que las casas eran de piedra y que antes que hablase con el señor, paso por tres puertas donde había porteros que las guardaban, y que se servían con vasos de plata y de oro. El capitán dio muchas gracias a Dios nuestro señor por ello; quejábase mucho de los españoles que se volvieron y de Pedro de los Ríos por que lo procuró; y a la verdad, engañábase, porque si él entrara con ellos y procurara dar guerra por dinero, no fuera parte porque los mataran, pues Guainacapa era vivo y no había las diferencias que después, cuando volvió, hallaron. Si con buenas palabras quisieran convertir las gentes, que hallaban tan mansas y pacíficas, no era menester los que se volvieron, pues bastaban los que con él estaban; mas las cosas de las indias son juicios de Dios, salidos de su profunda sabiduría, y él sabe por qué ha permitido lo que ha pasado.
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Capítulo XX De los valles de la Nasca y la villa de Camana Seguida la costa arriba a veinte leguas de la villa de Valverde, está el valle de la Nasca, que antiguamente fue tan poblado de indios que no cabían en él, y en las reparticiones que se hacían de la tierra, cuando se conquistó, era tanta la fama de su riqueza, que los conquistadores de más nombre y valor y que más se habían señalado en servicio de Su Majestad, y gastado sus haciendas en sus pretensiones, traían por refrán que Chincha o la Nasca les habían de ciar, que eran los repartimientos más nombrados y pretendidos del Perú. Ahora es cosa lastimosa y miserable la disminución a que han venido, y los pocos indios que en ellas hay. Hanse hacendado en este valle de Nasca y en sus contornos muchos españoles, y plantado viñas en tanto número, que se cogen en él más de cincuenta mil botijas de vino muy regalado y precioso, y siempre ha sido más estimado que el de Yca, y guardado y anejo se purifica notablemente, que puede competir con los vinos celebrados en España de San Martín de Valdeiglesias, Toro, Ciudad Real y Cazalla. Así, el que se saca por el puerto de San Nicolás para la Ciudad de los Reyes, tiene en ella más valor que el de Yca; el más dél se sube a la sierra y se pone en dos o tres puestos, y de allí se carga en carneros que llevan a dos botijas de arroba, y en recuas con cueros, y se trajina a la ciudad del Cuzco, y se va repartiendo por las provincias de los soras y lucanas y villcas e parinacochas, condesuyos, del Cuzco, chumbivillcas, andaguailas, aymaraes y quichuas, cotabambas y omasayuas, canas y canchis, Vilcabamba y otras partes del Collao y, puesto en la sierra, son rarísimas las botijas que se dañan ni tocan, porque el frío de ella conserva el vino y lo purifica y guarda por muchos años. Corriendo la costa, se da después de algunas jornadas en la villa de San Miguel de la Ribera, del valle de Camaná, población nueva, de pocos años a esta parte, hecha por los españoles. Está situada en una ribera hermosísima y de gran recreación, rodeada de viñas y huertas con muchedumbre de árboles frutales y olivares, que cada día van plantando y fructificando. Llamóse antiguamente Camaná, desde el tiempo del valeroso Ynga Yupanqui, aunque otros dicen que su hijo Tupa Ynga Yupanqui, el cual envió un orejón de su casa, muy deudo suyo, que corriese la costa, y fuese poniéndola en orden, y la visitase con la autoridad de su persona misma. Salió del Cuzco con un grande acompañamiento, y vino a hacer alto en este valle, y a este tiempo vino por allí un gobernador tucucricuc de Chile y, no sabiendo decir los indios de aquella tierra quién era el visitador que allí estaba, entendió que era el Ynga y más, cuando llegó a él y le halló con tanta autoridad y, servicio, y queriéndole dar un quipu o cordel donde estaba asentado todo lo que se había hecho en Chile, le dijo ca, que quiere significar: toma; y el orejón, conociendo su engaño, para darle a entender que no era el Ynga, sino su visitador, le dijo: mana, que quiere decir: no; y, desde entonces, se le quedó este nombre al valle de Camana. Es de mucha comida y regalo, y lo que más le favorece son las lomas que están cerca della, las cuales en el invierno de los Llanos, regadas con la lluvia mansa que cae del cielo y rociadas, crece en ellas la yerba de tal manera, que se crían por ellas muchos ganados de todas suertes y crías de mulas y yeguas con multiplico admirable. Están todas las lomas matizadas con todos los géneros de colores, que los pinceles les pudieran dar por las diversas flores que allí puso la mano del Soberano artífice, y los que por ellas andan. Aún no se pueden oír del canto y melodía de las aves, que por allí vuelan, que es cosa de grandísima recreación, y que levanta el espíritu a la contemplación del Hacedor. Hay iglesia mayor y vicario, sujeto al obispo de Arequipa, y un convento de Nuestra Señora de las Mercedes, donde tienen una imagen de mucha veneración. Cerca deste valle hay muchos otros, todos plantados de viñas y poblados de riquísimas heredades y, no muy lejos, el de los majes, donde se coge el vino más suave y delicado del Reino, por no echar en él yeso como le echan en otras partes, y así es vino más blando y regalado, y que se puede dar dél a enfermos, aunque no quiere ser guardado muchos años, porque se desvanece. Este vino se llevaba a la ciudad del Cuzco antes de la inundación de la ceniza que vino sobre estos valles, el año de mil y seiscientos, como diremos en los capítulos siguientes.
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CAPÍTULO XX De los sacrificios horribles de hombres que usaron los mexicanos Aunque en el matar niños y sacrificar sus hijos, los del Pirú se aventajaron a los de México, porque no he leído ni entendido que usasen esto los mexicanos, pero en el número de los hombres que sacrificaban y en el modo horrible con que lo hacían, excedieron éstos a los del Pirú, y aún cuantas naciones hay en el mundo. Y para que se vea la gran desventura, en que tenía ciega esta gente el demonio, referiré por extenso el uso inhumano que tenían en esta parte. Primeramente los hombres que se sacrificaban eran habidos en guerra, y si no era de cautivos, no hacían estos solemnes sacrificios, que parece siguieron en esto el estilo de los antiguos, que según quieren decir autores, por eso llamaban víctima al sacrificio, porque era de cosa vencida, como también la llamaba hostia, quasi ab hoste, porque era ofrenda hecha de sus enemigos, aunque el uso fue extendiendo el un vocablo y el otro a todo género de sacrificio. En efecto, los mexicanos no sacrificaban a sus ídolos, sino sus cautivos; y por tener cautivos para sus sacrificios, eran sus ordinarias guerras. Y así, cuando peleaban unos y otros, procuraban haber vivos a sus contrarios, y prenderlos y no matallos, por gozar de sus sacrificios, y esta razón dio Moctezuma al Marqués del Valle, cuando le preguntó cómo siendo tan poderosos y habiendo conquistado tantos reinos, no había sojuzgado la provincia de Tlaxcala, que tan cerca estaba. Respondió a esto Moctezuma que por dos causas no habían allanado aquella provincia, siéndoles cosa fácil de hacer, si lo quisieran. La una era por tener en qué ejercitar la juventud mexicana para que no se criase en ocio y regalo; la otra y principal, que había reservado aquella provincia para tener de donde sacar cautivos que sacrificar a sus dioses. El modo que tenían en estos sacrificios era que en aquella palizada de calaveras que se dijo arriba, juntaban los que habían de ser sacrificados, y hacíase al pie de esta palizada una ceremonia con ellos, y era que a todos los ponían en hilera, al pie de ella, con mucha gente de guardia que los cercaba. Salía luego un sacerdote vestido con una alba corta llena de flecos por la orla, y descendía de lo alto del templo con un ídolo hecho de masa de bledos y maíz, amasado con miel, que tenía los ojos de unas cuentas verdes y los dientes de granos de maíz, y venía con toda la prisa que podía por las gradas del templo abajo, y subía por encima de una gran piedra que estaba fijada en un muy alto humilladero, en medio del patio. Llamábase la piedra quauhxicalli, que quiere decir la piedra del águila. Subiendo el sacerdote por una escalerilla que estaba enfrente del humilladero, y bajando por otra que estaba de la otra parte, siempre abrazado con su ídolo, subía adonde estaban los que se habían de sacrificar, y desde un lado hasta otro iba mostrando aquel ídolo a cada uno en particular, y diciéndoles: "Este es vuestro dios". Y en acabando de mostrárselo, descendía por el otro lado de las gradas, y todos los que habían de morir se iban en procesión hasta el lugar donde habían de ser sacrificados, y allí hallaban aparejados los ministros que los habían de sacrificar. El modo ordinario del sacrificio era abrir el pecho al que sacrificaban, y sacándole el corazón medio vivo, al hombre lo echaban a rodar por las gradas del templo, las cuales se bañaban en sangre. Lo cual para que se entienda mejor, es de saber que al lugar del sacrificio salían seis sacrificadores constituidos en aquella dignidad; los cuatro para tener los pies y manos del que había de ser sacrificado, y otro para la garganta, y otro para cortar el pecho y sacar el corazón del sacrificado. Llamaban a éstos chachalmua, que en nuestra lengua es lo mismo que ministro de cosa sagrada; era esta una dignidad suprema, y entre ellos tenida en mucho, la cual se heredaba como cosa de mayorazgo. El ministro que tenía oficio de matar, que era el sexto de éstos, era tenido y reverenciado como supremo sacerdote o pontífice, el nombre del cual era diferente, según la diferencia de los tiempos y solemnidades en que sacrificaba; asimismo eran diferentes las vestiduras cuando salían a ejercitar su oficio en diferentes tiempos. El nombre de su dignidad era papa y topilzin; el traje y ropa era una cortina colorada a manera de dalmática, con unas flocaduras por orla; una corona de plumas ricas verdes y amarillas en la cabeza, y en las orejas unos como sarcillos de oro, engastadas en ellos unas piedras verdes, y debajo del labio, junto al medio de la barba, una pieza como cañutillo de una piedra azul. Venían estos seis sacrificadores, el rostro y las manos untados de negro muy atezado; los cinco traían unas cabelleras muy encrespadas y revueltas, con unas vendas de cuero ceñidas por medio de las cabezas, y en la frente traían unas rodelas de papel, pequeñas, pintadas de diversos colores, vestidos con unas dalmáticas blancas labradas de negro. Con este atavío se revestía en la misma figura del demonio, que verlos salir con tan mala catadura ponía grandísimo miedo a todo el pueblo. El supremo sacerdote traía en la mano un gran cuchillo de pedernal, muy agudo y ancho; otro sacerdote traía un collar de palo labrado a manera de una culebra. Puestos todos seis ante el ídolo, hacían su humillación, y poníanse en orden junto a la piedra piramidal que arriba se dijo que estaba frontero de la puerta de la cámara del ídolo. Era tan puntiaguda esta piedra, que echado de espaldas sobre ella el que había de ser sacrificado, se doblaba de tal suerte que dejando caer el cuchillo sobre el pecho, con mucha facilidad se abría un hombre por medio. Después de puestos en orden estos sacrificadores, sacaban todos los que habían preso en las guerras, que en esta fiesta habían de ser sacrificados, y muy acompañados de gente de guardia, subíanlos en aquellas largas escaleras, todos en renglera y desnudos en carnes, al lugar donde estaban apercebidos los ministros, y en llegando, cada uno por su orden los seis sacrificadores lo tomaban uno de un pie y otro del otro, uno de una mano y otro de otra, y lo echaban de espaldas encima de aquella piedra puntiaguda, donde el quinto de estos ministros le echaba el collar a la garganta y el sumo sacerdote le abría el pecho con aquel cuchillo, con una presteza extraña, arrancándole el corazón con las manos, y así vaheando se lo mostraba al sol, a quien ofrecía aquel calor y vaho del corazón, y luego volvía al ídolo, y arrojábaselo al rostro; y luego el cuerpo del sacrificado le echaban rodando por las gradas del templo con mucha facilidad, porque estaba la piedra puesta tan junto a las gradas que no había dos pies de espacio entre la piedra y el primer escalón, y así con un puntapié, echaban los cuerpos por las gradas abajo. Y de esta suerte sacrificaban todos los que había, uno por uno, y después de muertos y echados abajo los cuerpos, los alzaban los dueños, por cuyas manos habían sido presos y se los llevaban, y repartíanlos entre sí, y se los comían, celebrando con ellos solemnidad, los cuales por pocos que fuesen siempre pasaban de cuarenta y cincuenta, porque había hombres muy diestros en cautivar. Lo mismo hacían todas las demás naciones comarcanas, imitando a los mexicanos en sus ritos y ceremonias, en servicio de sus dioses.
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CAPÍTULO XX Sucesos del ejército hasta llegar a Guaxule y a Ychiaha Ya dijimos que el gobernador y su ejército habían salido de Xuala y, caminando cinco días por el despoblado que hay hasta Guaxule, es de saber (volviendo atrás con nuestro cuento), que el mismo día que salieron del pueblo de Xuala, echaron de menos tres esclavos que se habían huido la noche antes. Los dos eran negros de nación, criados del capitán Andrés de Vasconcelos de Silva, y el otro era morisco de Berbería, esclavo de don Carlos Enríquez, caballero natural de Jerez de Badajoz, de quien atrás hicimos mención. Entendiose que afición de mujeres, antes que otro interés, hubiese causado la huida de estos esclavos y quedarse con los indios, por lo cual no los pudieron haber, aunque se hicieron diligencias por ellos, que los indios de este gran reino generalmente se holgaban (como adelante veremos más al descubierto) de que se quedasen entre ellos cosas de los españoles. Los negros causaron admiración con su mal hecho, porque eran tenidos por buenos cristianos y amigos de su señor. El berberisco no hizo novedad, antes confirmó la opinión en que siempre le habían tenido, por ser en toda cosa malísimo. Dos días después sucedió que, caminando el ejército por el mismo despoblado, al medio de la jornada y del día, cuando el sol muestra sus mayores fuerzas, un soldado infante natural de Alburquerque llamado Juan Terrón, en quien se apropiaba bien el nombre, se llegó a otro soldado de a caballo, que era su amigo, y, sacando de unas alforjas una taleguilla de lienzo que llevaba más de seis libras de perlas, le dijo: "Tomaos estas perlas y lleváoslas, que yo no las quiero." El de a caballo respondió: "Mejor serán para vos que las habéis menester más que yo y podreislas enviar a La Habana para que os traigan tres o cuatro caballos y yeguas porque no andéis a pie, que el gobernador, según se dice, quiere enviar presto mensajeros a aquella tierra con nuevas de lo que hemos descubierto en ésta." Juan Terrón, enfadado de que su amigo no quisiese aceptar el presente que le hacía, dijo: "Pues vos no las queréis, voto a tal que tampoco han de ir conmigo, sino que se han de quedar aquí." Diciendo esto, y habiendo desatado la taleguilla, y tomándola por el suelo, de una braceada, como quien siembra, derramó por el monte y herbazal todas las perlas por no llevarlas a cuestas, con ser un hombre tan robusto y fuerte que llevara poco menos carga que una acémila. Lo cual hecho, volvió la taleguilla a las alforjas, como si valiera más que las perlas, y dejó admirados a su amigo y a todos los demás que vieron el disparate. Los cuales no imaginaron que tal hiciera, porque, a sospecharlo, todavía se lo estorbaran, porque las perlas valían en España más de seis mil ducados porque eran todas gruesas del tamaño de avellanas y de garbanzos gordos y estaban por horadar, que era lo que más se estimaba en ellas, porque tenían su color perfecto y no estaban ahumadas como las que se hallaron horadadas. Hasta treinta de ellas volvieron a recoger rebuscándolas entre las hierbas y, viéndolas tan buenas, se dolieron mucho más de la perdición hecha y levantaron un refrán común que entre ellos se usaba, que decía: "No son perlas para Juan Terrón." El cual nunca quiso decir dónde las hubo y, como los de su camarada se burlasen con él muchas veces después del daño y le motejasen de la locura que había hecho, que conformaba con la rusticidad de su nombre, les dijo un día que se vio muy apretado: "Por amor de Dios, que no me lo mentéis más porque os certifico que todas las veces que se me acuerda de la necedad que hice me dan deseos de ahorcarme de un árbol." Tales son los que la prodigalidad incita a sus siervos, que, después de haberles hecho derramar en vanidad sus haciendas, les provoca desesperaciones. La liberalidad, como virtud tan excelente, recrea con gran suavidad a los que la abrazan y usan de ella. Sin haberles acaecido otra cosa que sea de contar, habiendo caminado cinco jornadas por la sierra, llegaron los castellanos a la provincia y pueblo de Guaxule, el cual estaba asentado entre muchos ríos pequeños que pasaban por la una parte y por la otra del pueblo, los cuales nacían de aquellas sierras que los españoles pasaron y de otras que adelante había. El señor de la provincia, que también había el mismo nombre Guaxule, salió media legua del pueblo. Sacó en su compañía quinientos hombres nobles bien aderezados de ricas mantas de diversas pellejinas y grandes plumajes sobre sus cabezas, conforme al uso común de toda aquella tierra. Con este aparato recibió al gobernador, mostrándole señales de amor y hablándole palabras de mucho comedimiento, dichas con todo buen semblante señoril. Llevolo al pueblo, que era de trescientas casas, y lo aposentó en la suya, que, con el recaudo de los embajadores de Cofachiqui, la tenía desembarazada para su alojamiento, y prevenidas otras cosas para mejor le servir. La casa estaba en un cerro alto, como de otras semejantes hemos dicho. Tenía toda ella alrededor un paseadero, que podían pasearse por él seis hombres juntos. En este pueblo estuvo el gobernador cuatro días, informándose de lo que por la comarca había. De allí fue en seis jornadas de a cinco leguas a otro pueblo y provincia llamada Ychiaha, cuyo señor había el mismo nombre. El camino que llevó en estas seis jornadas fue seguir el agua abajo los muchos arroyos que por Guaxule pasaban, los cuales todos, juntándose en poco espacio, hacían un poderoso río, tanto que por Ychiaha, que estaba treinta leguas de Guaxule, iba ya mayor que Guadalquivir por Sevilla. Este pueblo Ychiaha estaba asentado a la punta de una gran isla de más de cinco leguas en largo que el río hacía. El cacique salió a recibir al gobernador y le hizo mucha fiesta con todas las demostraciones de regocijo y amor que pudo mostrar, y los indios que consigo trajo hicieron lo mismo con los españoles, que holgaron mucho de los ver. Y, pasándolos por el río en muchas canoas y balsas que para este efecto tenían apercibidas, los aposentaron en sus casas, como a propios hermanos. Y en el mismo grado fue todo el demás servicio y regalo que les hicieron, deseando, según decían, abrirse las entrañas y ponérselas delante a los españoles para les mostrar por vista de ojos lo mucho que se habían holgado de haberlos conocido. En Ychiaha hizo el gobernador las diligencias que en los demás pueblos y provincias hacía, informándose de lo que en la tierra y su comarca había. El curaca, entre otras cosas que en respuesta de lo que le preguntaron dijo, fue que treinta leguas de allí había minas del metal amarillo que buscaban y que, para certificarse de ellas, enviase su señoría dos españoles o más, los que quisiese, que las fuesen a ver, que él daría guías que seguramente los llevasen y trajesen. Oyendo esto, se ofrecieron dos españoles a ir con los indios. El uno se llamaba Juan de Villalobos, natural de Sevilla, y el otro, Francisco de Silvera, natural de Granada, los cuales se partieron luego y quisieron ir a pie y no a caballo, aunque los tenían, por hacer mejor diligencia y en más breve tiempo.
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CAPÍTULO XX Un perro derrengado. --Isla de Cozumel, conocida por los aborígenes con el nombre de Cuzamil. --Descubierta por Juan de Grijalva. --Extractos del itinerario de su viaje. --Torres vistas por los españoles. --Un antiguo juego indio. --Templos. --Idolos derribados por los conquistadores. --Actual estado de la isla. --Sumergida en una espesa floresta. --Terrazas y edificio. --Otro edificio. --Esos edificios fueron probablemente las torres vistas por los españoles. --Su semejanza con los de la tierra firme. --Ruinas de una iglesia cristiana. --Su historia es desconocida. --Vanidad de las esperanzas humanas. --Opinión de los antiguos escritores españoles. --Su creencia de que la cruz fue hallada entre los indios como el símbolo del culto cristiano. --La Cruz de Cozumel en Mérida. --Plataforma al frente de la iglesia. --Pilastras cuadradas. --Destinadas antiguamente a soportar las cruces. --Una de éstas era la "Cruz de Cozumel". --La cruz nunca fue reconocida por los indios como símbolo del culto. --Pájaros raros. --Una súbita tormenta. --La canoa en un estrecho. --Terribles aprensiones de nuestra parte A la mañana siguiente, mientras almorzábamos sobre la vieja escotilla, columbramos un perro que desde cierta distancia nos estaba acechando, como si hubiese deseado y temido a un mismo tiempo acercarse a donde estábamos. El pobre animal estaba derrengado, cojeaba miserablemente y uno de sus huesos humerales se hallaba destrozado de resultas, según decía el patrón, de alguna lucha con un jabalí. Procuramos atraerlo con halagos; pero, después de estársenos mirando unos pocos momentos, se marchó al bosque y no volvimos a verle más. Sin duda era uno de los cinco que en la isla había dejado don Vicente Albino, y al verse abandonado llegó a perder su confianza en el hombre. Entre pocos años, si estos animales no son devorados por algunas bestias que les sean superiores en fuerza, esta isla desierta vendrá a quedar poblada de una raza de perros salvajes. La isla de Cozumel, según se le llama hoy, fue conocida por aborígenes con el nombre de Cuzamil, que en su idioma significa "la isla de las golondrinas". Desde antes de salir de mi país, había designado a esta isla como uno de los puntos que deberían ser visitados. Mi atención se había fijado en ella por los relatos históricos de su condición en la época en que fue conocida por los españoles. Descubriola accidentalmente en 1518 Juan de Grijalva, quien, al pretender seguir las huellas de Córdova, fue arrojado por la corriente hasta la altura de ella. El itinerario de su viaje era llevado, bajo su propia dirección, por el capellán mayor de la flotilla, y fue publicado por la primera vez en París en el año 1838, juntamente con una colección de relatos y memorias originales. El tal itinerario comienza así: "El sábado 1? de marzo del año de 1518, el comandante de dicha flotilla zarpó de la isla de Cuba. El 4 vimos sobre un promontorio una casa blanca. Toda la costa estaba cubierta de arrecifes y escollos. Dirigíamonos a la costa opuesta cuando distinguimos la casa con mayor claridad. Tenía la forma de una torrecilla y aparecía ser de ocho palmos de largo, y como del alto de un estado de hombre. La flotilla fue a echar el ancla como a dos leguas de la costa: dos pequeñas embarcaciones llamadas "canoas", manejada cada una por tres indios, se acercaron a nosotros a tiro de cañón. Ni pudimos hablarles ni saber nada de ellos, excepto de que en la mañana próxima el cacique, idest, el jefe de aquel pueblo, vendría a bordo de nuestro buque. A la mañana siguiente pusímonos a la vela para reconocer un cabo que veíamos a distancia, y que el piloto nos dijo que era la isla de Yucatán. Entre él y la punta de Cucuniel, en donde nos hallábamos, descubrimos un golfo en el cual entramos y llegamos cerca de las playas de Cuzamil que íbamos costeando. Además de la una torre que habíamos visto, descubrimos otras catorce de la misma forma. Antes de dejar la primera, las dos canoas de indios volvieron: el cacique del pueblo estaba en una de ellas, y vino a bordo de la capitana y nos habló por medio de un intérprete (uno de los dos indios traídos de Yucatán en el primer viaje de Córdova) y suplicó al comandante que fuésemos a su pueblo, diciendo que en ello tendría y recibiría mucho honor". "Echámonos a la vela, siguiendo la costa a distancia de un tiro de piedra, porque el mar es muy cantiloso en aquellas costas. El país aparecía muy agradable, y contamos al dejar este punto catorce torres, de la forma indicada. Al ponerse el sol, vimos una gran torre blanca, que parecía muy elevada: aproximámonos, y vimos cerca de ella una muchedumbre de indios, hombres y mujeres que estaban mirándonos, y permanecieron allí hasta que la flotilla se detuvo como a un tiro de ballesta de la torre. Los indios, que eran muy numerosos en esta isla, hicieron un gran ruido con sus timbales". "El viernes 6 de mayo, el comandante mandó se armasen cien hombres: embarcáronse éstos en las lanchas y fueron a tierra, acompañados de un sacerdote, y esperaron ser atacados por un gran número de indios. Preparándose para la defensa, se pusieron en buen orden y se encaminaron a la torre, en donde no hallaron a persona alguna, ni allí, ni en todos los alrededores. El comandante subió a la torre con el porta-estandarte, que le llevaba desplegado. Plantó este estandarte sobre una de las fachadas de la torre, tomó posesión de ella a nombre del rey delante de testigos, y levantó un acta de la dicha toma de posesión". "La subida a esta torre era por diez y ocho escalones: su base era muy sólida, y tenía ciento ochenta pies de circunferencia. En la parte superior se elevaba una torrecilla de la altura de dos hombres, puesto el uno sobre el otro. Dentro había figuras, huesos e ídolos que aquéllos adoraban, y por estos signos supusimos que eran idólatras. Mientras que el comandante estaba en la parte superior de la torre con algunos de los nuestros, un indio seguido de otros tres, que custodiaban las puertas, colocó en el interior un vaso con perfumes odoríferos, que parecían de estoraque. Este indio era viejo: quemó varios perfumes en presencia de los ídolos que estaban en la torre, y cantó en alta voz un cántico que conservó siempre el mismo tono. Nosotros supusimos que estaba invocando a sus ídolos. Estos indios condujeron a nuestro comandante y a diez o doce españoles y les dieron de comer en una sala construida de piedras muy unidas y cubierta de paja. Delante de la sala había un gran pozo del cual bebían todos. Entonces nos dejaron solos y entraron en el pueblo, en donde las casas estaban hechas de piedra. Entre otras vimos cinco muy bien construidas y dominadas por torrecillas. La base de estos edificios es muy grande y maciza: el edificio es muy pequeño en la parte superior. Parece haber sido construido desde mucho tiempo antes; pero hay también algunos modernos". "Aquel pueblo o aldea estaba pavimentado de piedras cóncavas: las calles, elevadas de los lados, se inclinaban hacia el centro, el cual estaba enteramente empedrado de piedras grandes; los lados estaban ocupados por las casas de los habitantes, y estaban construidas de piedra desde los cimientos hasta la mitad de la altura de las paredes, y techadas de paja. A juzgar por los edificios y las casas, estos indios parecen muy hábiles, y, si no hubiésemos visto un gran número de fábricas recientes, habríamos creído que esos edificios eran obra de españoles. Esta isla me parece muy hermosa. Penetramos en número de diez hombres hasta tres o cuatro millas en el interior. Allí vimos edificios y habitaciones separadas unas de otras, y muy bien construidas". "La armada de Cortés se dio cita para esta isla el día 10 de febrero de 1519. Bernal Díaz del Castillo era actor y espectador en la escena que describe de la manera siguiente: "Había en la isla de Cozumel un templo que encerraba algunos feísimos ídolos, y al cual acostumbraban ir frecuentemente en solemne procesión todos los indios de los distritos comarcanos. Una mañana, los patios de este templo estaban llenos de indios y habiendo llevado allí la curiosidad a algunos de los nuestros, encontramos que estaban quemando resinas olorosas, semejantes a nuestro incienso; y poco después un viejo envuelto en una manta suelta subió a la parte superior del templo, y por largo tiempo estuvo arengando o predicando a la muchedumbre. Cortés, que estaba presente, llamó al fin a Melchorejo, prisionero indio que había sido tomado en un viaje precedente a Yucatán, para hacerle preguntas respecto de las malas doctrinas que el viejo estaba exponiendo. Entonces notificó a todos los caciques y personas principales para que compareciesen ante él, y por signos e interpretaciones, como mejor pudo, les explicó que los ídolos que adoraban no eran dioses sino demonios que llevarían sus almas a los infiernos; y que si ellos, los indios, deseaban permanecer en buena amistad con nosotros, debían echarlos abajo y colocar en su lugar una imagen de Nuestro Señor Crucificado, con cuya protección conseguirían buenas cosechas y la salvación de sus ánimas, con otras buenas y santas razones que él les patentizó muy bien. Los sacerdotes y principales del pueblo repusieron que ellos daban culto a aquellos dioses como sus antepasados lo habían hecho, porque eran muy buenos con ellos y que, si nosotros intentábamos perturbarlos, los dioses nos convencerían de su poder destruyéndonos en el mar. Cortés mandó entonces que los ídolos fuesen derribados, lo que verificamos inmediatamente haciéndoles rodar de la escalera abajo. En seguida envió a buscar cal, de que había abundancia en el lugar, y algunos albañiles indios, por medio de los cuales y bajo nuestra dirección se construyó un muy hermoso altar, en el que colocamos una imagen de la Santa Virgen; y, habiendo hecho los carpinteros un crucifijo, que se colocó en una capilla cerca del altar, celebró la misa el R. Padre Juan Díaz, y la oyeron los sacerdotes, principales, y demás nativos con la mayor atención"". Tales son los relatos que hacen los testigos oculares de lo que vieron en las primeras visitas de los españoles. Los historiadores de una época posterior son más explícitos y hablan de Cozumel como de un lugar que contenía muchos adoratorios o templos, y como del principal santuario o sitio de peregrinación, siendo para Yucatán lo mismo que Roma para el mundo católico. Gomara describe un templo, el cual "era lo mismo que una torre cuadrada, ancho en su base con escalones en los lados y en la parte superior una cámara cubierta de paja y decorada de cuatro puertas o ventanas y sus respectivos antepechos o corredores. En el hueco, que era semejante a una capilla, colocaban o pintaban a sus dioses. Tal era el que se hallaba próximo a la orilla del mar". Estos relatos me indujeron a visitar la isla de Cozumel; y una noticia incidental que hallé en un viajero moderno, que habla de las ruinas existentes como si no fuesen otra cosa más que vestigios de antiguas obras españolas, me hizo sospechar que se había equivocado el carácter de las ruinas y que eran realmente vestigios de la primitiva población. Estando ya en el teatro mismo de ellas, nos preguntábamos en dónde las hallaríamos. En medio de todas las devastaciones que acompañaban al progreso de los españoles en los pueblos de América, ninguna ha sido más completa que la que ha sobrevenido a la isla de Cozumel. Cuando me resolví a visitarla, ignoraba que estuviese deshabitada, y como sabía que apenas tendría treinta millas de largo, supuse que podría hacerse una completa exploración sin mayor dificultad. Pero ya desde antes de desembarcar me persuadí de que esto sería imposible, y de que sería inútil intentarlo siquiera. Toda la isla está cubierta de una espesa floresta, y excepto el desmonte que estaba junto a la choza y a lo largo de la playa, del resto, para dondequiera que uno se moviese, era preciso abrirse paso. Sólo teníamos dos marineros, y si nos proponíamos abrir un camino siguiendo los puntos del compás por el interior de la isla, era probable que pasásemos a pocos pies de distancia de un edificio sin percibirlo. Por fortuna, en los confines del desmonte existían los vestigios de una antigua población, y, siguiendo las direcciones que nos había dado don Vicente Albino, no tuvimos dificultad en encontrarlos. Uno de esos edificios, que puede verse desde la copa de un árbol elevado y también desde el mástil de un buque al pasar a la altura de la costa, se encuentra en una terraza con escalones por sus cuatro costados. El edificio mide dieciséis pies cuadrados, tiene cuatro puertas que dan a los cuatro puntos cardinales, y es de muy poca elevación. La parte exterior es de piedra llana; pero, por algunos vestigios que aún permanecen, se conoce que antiguamente estuvo dada de estuco y pintada. Las puertas dan frente a un estrecho corredor de sólo veinte pulgadas de ancho, que abraza o encierra un cuarto pequeño de ocho pies y seis pulgadas de largo, y cinco pies de ancho, con una puerta que corresponde al centro. Al S. S. E. de este edificio, y como a quinientos o seiscientos pies de la orilla del mar, aparece otro erigido también sobre una terraza y consiste en un solo departamento de veinte pies de frente y seis pies y diez pulgadas de profundidad, con dos puertas y una pared posterior de siete pies de espesor. La altura es de diez pies, la bóveda es triangular y en las paredes existen vestigios de pinturas. Éstos eran los únicos edificios existentes en el desmonte; y, aunque es indudable que hay otros muchos sepultados en la espesura de la floresta, estos solos están llenos de instrucción. El primero de ellos, que se encuentra junto a la orilla del mar, corresponde en todos sus rasgos característicos a la descripción de las torres vistas por Grijalva y sus compañeros, mientras navegaban a la altura de aquellas costas. La subida era por medio de escalones, la base es muy maciza, tiene la altura como de dos hombres, puesto el uno sobre el otro, y desde ese día podíamos decir, como dijeron los antiguos españoles, que, a juzgar por aquellos edificios, estos indios aparecían ser muy hábiles. Además, es un hecho muy interesante el que no solamente nuestro patrón y los marineros llamasen torre a este edificio, sino que también es indicado con el mismo nombre de torre en un moderno artículo publicado en las Transacciones de la real sociedad geográfica de Londres y que lleva el título: "Bosquejo de la costa oriental de Centro-América, formado de las notas del capitán Ricardo Owen y de los oficiales de la fragata de S. M. Thunder y la goleta Lark". Hasta donde es posible trazar con certidumbre el derrotero de Grijalva, existen muy fuertes razones para creer que los españoles desembarcaron por la primera vez en la bahía misma en cuyas playas se encuentra este edificio; y no hay violencia ninguna en suponer que el tal edificio es la propia torre en que los españoles presenciaron los ritos y ceremonias del culto idolátrico, y tal vez es el mismo templo del cual arrojaron los ídolos Bernal Díaz y sus compañeros, haciéndolos rodar por las escaleras. Y más que esto todavía, en lo cual venía a quedar establecido el gran resultado que yo me proponía al visitar esta isla, los tales edificios eran idénticamente de la propia forma de los de la tierra firme, y, si hubiésemos visto centenares de ellos, no por eso nos habríamos convencido más, de que todos fueron erigidos y ocupados por un mismo pueblo, y, si además no hubiese existido ninguna circunstancia que lo comprobase, estos solos edificios probarían suficientemente que las ciudades arruinadas del continente, cuya fabricación se ha atribuido a razas perdidas, destruidas o desconocidas, estaban habitadas por los mismos indios que ocupaban el país al tiempo de la conquista. Detrás del último edificio, y tan sepultado en la espesura de la floresta que si no hubiese sido por nuestro patrón nunca lo habríamos encontrado, existe otro monumento, igual acaso en interés a cuanto hoy queda en la isla de Cozumel. Son las ruinas de una iglesia española de sesenta o setenta pies de frente y como de doscientos de profundidad. La pared del frontispicio ha caído casi en lo absoluto; pero las paredes laterales se hallan en pie todavía, y a lo largo de la base hay varios adornos de pintura; el interior está escombrado completamente con las ruinas del techo desplomado, y cubierto de maleza; un árbol crece en el sitio mismo en que estuvo el altar mayor, y el conjunto presenta un espectáculo de la más completa destrucción, sin esperanza de restauración ninguna. La historia de esta iglesia es tan oscura como la de los templos arruinados en que se daba un culto diferente del que en ella se sustituyó. Cuándo fue construida, o cuándo fue abandonada, pero ni aun de su positiva existencia, los habitantes de toda la Nueva España no tienen conocimiento ninguno. No hay memoria ni tradición respecto de ella, y sin duda sería inútil cualquiera tentativa que hoy se hiciese para investigar su historia. En la profunda oscuridad que ahora la rodea leímos una nueva lección, sobre la vanidad de las esperanzas humanas, que muestra la ignorancia de los conquistadores respecto de lo que valían los países recién descubiertos de América. Benito Pérez, un clérigo que iba en la expedición de Grijalva, solicitó el obispado de esta isla. Al mismo tiempo, otro eclesiástico más distinguido solicitaba el de la isla de Cuba. El rey elevó a éste al alto honor de la mitra de Cozumel, mientras que a Benito Pérez se le contentó con el obispado de Culhua, que se consideraba comparativamente insignificante. Cozumel es ahora una isla desierta, y Culhua o México es el obispado más rico de la Nueva España. Pero hay otra razón particular para presentar a la consideración del lector esta iglesia arruinada. Es doctrina común, o más bien es un principio reconocido y aceptado por todos los antiguos escritores españoles, el de que en los primeros tiempos el cristianismo se predicó y enseñó a los indios; y, juntamente con ésta, existe la creencia de que los primeros conquistadores hallaron en Yucatán la cruz, como un símbolo de culto cristiano. Se hace mención de ciertas profecías que demuestran un conocimiento tradicional de su antigua existencia, prediciendo que del oriente vendría una raza blanca y barbada, que elevaría en alto el signo de la Cruz, a la cual no podrían alcanzar sus dioses, y en cuya presencia éstos habían de huir, Esta misma idea vaga existe hasta hoy, y en general, cuando los clérigos prestan alguna atención a las antigüedades del país, siempre están predispuestos a descubrir alguna identidad real o imaginaria con la cruz. Preséntase como una fuerte prueba de esta creencia la "Cruz de Cozumel" existente en Mérida y hallada en aquella isla, suponiéndose, en tiempo de Cogolludo lo mismo que hasta hoy, que la tal cruz era un objeto de reverencia entre los indios antes de su conversión al catolicismo. Hasta la destrucción del edificio, la cruz estuvo colocada en un pedestal en el patio del convento de San Francisco; y según se nos dijo, mientras estuvo allí ningún rayo cayó en el edificio, como ha sucedido frecuentemente después de su remoción. Ahora existe en la iglesia de la Mejorada, y habiendo ido a verla allí, Mr. Catherwood y yo fuimos invitados para la celda de un religioso octogenario que yacía en su hamaca, hallándose imposibilitado desde muchos años atrás de salir de las puertas de su celda; pero que sin embargo se hallaba en pleno uso de sus potencias mentales. Díjonos este religioso en un tono que parecía indicar que lo que en particular había hecho le procuraría la remisión de sus muchos pecados que él mismo había extraído la cruz entre las ruinas, y hecho colocarla en el sitio en que a la sazón se hallaba. Está en la pared de la primera capilla a la izquierda, y es casi el primer objeto que fija la vista del que entra en la iglesia. Es de piedra, tiene la apariencia de una venerable antigüedad, y una imagen del Salvador crucificado, hecha de yeso y en forma de relieve, sobresale de la superficie. A primera vista quedamos convencidos de que, cualquiera que sea la verdad supuesto de su primitiva historia, a lo menos su forma actual la debía a la dirección de los frailes. Y, aunque en aquel tiempo no esperábamos saber nada más en el particular, las ruinas de la iglesia nos aclararon todo el misterio posible, que estaba en conexión con su existencia. Enfrente del edificio hay una plataforma de mezcla, rota y desbaratada ya por las raíces de los árboles, pero que conserva aún su primitiva forma. Sobre ella existen dos postes o pilastras cuadradas, que supimos hubiesen sido destinadas para soportar cruces; y en el momento llegamos a creer que una de las que faltaban era la llamada "Cruz de Cozumel", que habría sido probablemente removida por algún fraile piadoso, cuando la iglesia comenzó a arruinarse y la isla a despoblarse. Por lo que a mí hace, el hecho es indubitable, y lo considero importante, porque aun cuando se hubiesen hallado cruces en Yucatán, la conexión de la "Cruz de Cozumel" con la iglesia arruinada de la isla completamente echa por tierra la mayor prueba que hoy se presenta de que la cruz fue tenida por los indios como símbolo de culto. A la tarde ya habíamos concluido de hacer cuanto teníamos en que ocuparnos; pero había tal encanto en nuestro absoluto dominio sobre esta isla desolada, que nos causaba un verdadero pesar el no hallar otra cosa en que ejercitarnos allí. El doctor Cabot descubrió un rico campo para sus investigaciones ornitológicas, pero en este punto fue desgraciado. Dos muestras de pájaros raros que había preparado y puesto a secarse fueron devoradas por las hormigas. En el desmonte había un árbol seco y en una de sus ramas superiores estaba el nido de un halcón de especie muy rara, y cuyos huevos no conocían los naturalistas. Pero el tan nido parecía haberse construido bajo la aprensión de nuestra próxima visita: las ramas secas apenas podían sostenerlo, y evidentemente era imposible que sostuviesen un aumento de peso. El patrón y los marineros echaron abajo el árbol y los huevos se hicieron pedazos, conservándose únicamente los fragmentos. A la caída de la tarde nos entretuvimos en dar un paseo por la costa para recoger conchas, y hacia el anochecer nos dimos otro baño. Mientras estábamos en el agua, unos nubarrones negros comenzaron a acumularse sobre nuestras cabezas, apareció el brillo de los relámpagos, se escuchó el estampido del trueno, y los pájaros marinos comenzaron a revolotear a bandadas. En pos, descargó un aguacero, y recogiendo nuestros vestidos corrimos a refugiarnos en la cabaña. Al echar hacia atrás una rápida mirada, vimos a nuestra canoa en movimiento, llevando desplegada como una vara de la vela mayor, apareciendo como un gran pájaro que huía volando a flor de agua. Al descabezar la punta de la isla y desaparecer detrás de ella, suscitáronse nuestros temores. Con haber experimentado a bordo de ella un ligero mal tiempo, nos parecía imposible que pudiera salvarse a través de una tempestad tan súbita y molesta; y nuestro propio sentimiento de gratitud por no hallarnos a bordo en aquel momento nos hacía más sensible el peligro de los que allí se encontraban. El patrón no era práctico en aquella costa, y no había en ella sino un solo sitio en que pudiese guarecerse, un estrecho pasadizo difícil en su entrada aun con la luz del día, mientras que ya la noche estaba encima. Mr. Catherwood había marcado el momento preciso en que la canoa remontó la punta, y por la cuenta era imposible que pudiese llegar al abrigo sino después de ser profunda la oscuridad de la noche, y por tanto tendría que correr la tempestad, y acaso ser arrojada al mar. Formidable era el pensamiento del peligro que podía correr el patrón y los pobres marineros, pero a este temor también iba acompañada alguna inquietud de parte nuestra sobre lo que podía sobrevenirnos.
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CAPÍTULO XX Del primer Inga, y de sus sucesores El primer hombre que nombran los indios por principio de los ingas, fue Mangocapa; y de éste fingen que después del diluvio, salió de la cueva o ventana de Tambo, que dista del Cuzco cinco o seis leguas. Éste dicen que dio principio a dos linajes principales de ingas: unos se llamaron Hanancuzco y otros Urincuzco, y del primer linaje vinieron los señores que conquistaron y gobernaron la tierra. El primero que hacen cabeza de linaje de estos señores que digo, se llamó Ingaroca, el cual fundó una familia o ayllo, que ellos llaman por nombre Uizaquirao. Este, aunque no era gran señor, todavía se servía con vajilla de oro y plata; y ordenó que todo su tesoro se dedicase para el culto de su cuerpo y sustento de su familia. Y así el sucesor hizo otro tanto, y fue general costumbre, como está dicho, que ningún Inga heredase la hacienda y casa del predecesor, sino que él fundase casa de nuevo. En tiempo de este Ingaroca, usaron ídolos de oro. A Ingaroca sucedió Yaguarguaque, ya viejo. Dicen haberse llamado por este nombre, que quiere decir lloro sangre, porque habiendo una vez sido vencido y preso por sus enemigos, de puro dolor lloró sangre; éste se enterró en un pueblo llamado Paulo, que está en el camino de Omasuyo; éste fundó la familia llamada Aocailli panaca. A éste sucedió un hijo suyo, Viracocha Inga, éste fue muy rico e hizo grandes vajillas de oro y plata, y fundó el linaje o familia Coccopanaca. El cuerpo de éste, por la fama del gran tesoro que estaba enterrado con él, buscó Gonzalo Pizarro, y después de crueles tormentos que dio a muchos indios, le halló en Xaquixaguana, donde él fue después vencido y preso, y justiciado por el Presidente Gasca. Mandó quemar el dicho Gonzalo Pizarro, el cuerpo del dicho Viracocha Inga, y los indios tomaron después sus cenizas, y puestas en una tinajuela, le conservaron haciendo grandísimos sacrificios, hasta que Polo lo remedió con los demás cuerpos de Ingas, que con admirable diligencia y maña sacó de poder de los indios, hallándolos muy embalsamados y enteros, con que quitó gran suma de idolatrías que les hacían. A este Inga le tuvieron a mal que se intitulase Viracocha, que es el nombre de Dios, y para excusarse, dijo que el mismo Viracocha, en sueños, le había aparecido y mandado que tomase su nombre. A éste sucedió Pachacuti Inga Yupangui, que fue muy valeroso conquistador, y gran republicano e inventor de la mayor parte de los ritos y supersticiones de su idolatría, como luego diré.
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Capítulo XX Que trata de cómo salió el general Pedro de Valdivia del valle del Guasco hasta el de Coquimbo y de lo que en el camino le sucedió Partió de este valle el general Pedro de Valdivia para seguir su camino al valle de Coquimbo y dejó su teniente con el campo para que viniese por sus jornadas concertadas. Se adelantó con cuarenta de a caballo y treinta peones, caminando con toda la más priesa que pudo. Una jornada antes de llegar al valle, envió un caudillo con quince de a caballo y quince peones, y mandóle que entrase en el valle antes que amaneciese y tomasen a los indios descuidados antes de ser sentidos, porque no se apercibiesen y huyesen. Y así lo hizo y corrió todo el valle y tomó catorce indios y los trajeron a donde el general estaba. Este caudillo fue Francisco de Aguirre. Y el general preguntó a los indios presos por la gente del valle. Los indios respondieron que estaban en las sierras escondidos con el temor que tenían de los cristianos. Y como estaban avisados de nuestra venida, habían escondido la comida que tenían, que no se podía hallar. Y los cristianos traían gran falta. Y por estas dos causas pensaron perecer de hambre. Y viendo tan buen valle de tierras y ríos, se quedaron escondidos mucha gente de servicio, ansí de Perú como de otras partes, que pasaron de cuatrocientas personas las piezas que aquí se nos huyeron por la falta de bastimento que se traía. Luego se partió el general con treinta de a caballo de aquella necesidad, y caminó en noche y día a diez y ocho leguas que hay de éste de Coquimbo hasta llegar al valle que tiene por nombre Limarí, el cual halló. despoblado y toda la gente recogida a las sierras. Y con las largas jornadas y chicas raciones y menores despensas desmayaron en este camino ciertos cristianos y caballos, de lo cual recibió pena el general no pequeña. Y viendo la falta de bastimentos que había en aquellos valles y que no podían tomar los cristianos ningún indio para tener aviso, viendo la necesidad que todo el campo traía, mostrando rostro alegre con ánimo de varón por dar contento a los que consigo llevaba, les esforzó dándoles a entender que los buenos hijosdalgo en las adversidades demostraban su valor, y que en parte estaban donde se podía bien buscar, y que tuviesen confianza en nuestra Señora, que ella sería servida favorecerlos. Hecha esta plática, tomó diez de a caballo, los mejores, y fuese el valle arriba y dejó veinte allí, y mandóles que no se apartasen de aquel lugar, y que allí esperasen a todo el campo y que tuviesen aviso con los indios de guerra. Habiendo caminado seis leguas el general, el valle arriba seguía y entraba por unas sierras muy altas. Allegó a do estaba un espacio algo llano, en el cual estaba sitiada cantidad de chozas pequeñas, muy ocultas por la fragosidad de la tierra. Estaban muy espesas, las cuales estaban sin gente por haberse subido a la montaña, a causa de la noticia que de los cristianos tenían. Allegaron a estas chozas muy alegres, entendiendo que había gran copia de bastimento, y fue lo que hallaron cinco chollos, que son unos perros de la grandeza de gozques, algunos mayores, los cuales fueron tomados y luego muertos y asados y cocidos con zapallos, que son de la manera que tengo dicho. Y esto se comió, y no se tuvo por mala comida. Viendo el general lugar tan fragoso y aun peligroso, mandó que se velasen y estuviesen sobre aviso.
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De cómo el tirano Tezozómoc se hizo jurar emperador del imperio chichimeca, y cómo hizo matar a muchos niños naturales del reino de Tetzcuco, y el pregón que dio por su mandato en los llanos de Tozteca Teopan, donde juntaron todos los de el reino de Tetzcuco, y algunos de los otros pertenecientes al imperio Luego que fue muerto Ixtlilxóchitl, sexto emperador chichimeca, llevaron la nueva al tirano Tezozómoc los matadores, a quien hizo muy grandes mercedes, se hizo jurar y recibir en el imperio, haciendo muchas mercedes a sus aliados y consortes como era los señores mexicanos Tlacateotzin de Tlatelulco y Chimalpopoca en Tenochtitlan, y Ateyolcocoatzin señor de Aculman, y a otros que se hallaron en la fiestas y jura, aunque todos los más de los señores de las provincias remotas con estas novedades y alteraciones se fueron alzando poco a poco, sin reconocer a la una ni otra parte; pero después el tirano pretendió sojuzgarlas, y por el corto término y guerras que luego se ofrecieron, no tuvo lugar. La primera diligencia que mandó hacer contra los leales vasallos de Ixtlilxóchitl, fue que a los niños que supiesen hablar hasta los de siete años, se preguntase a quién tenían y reconocían por señor natural, y que los que respondiese que a Ixtlilxóchitl o Nezahualcoyotzin los matasen; y los que dijesen que a él los premiasen juntamente con sus padres. Usó de esa crueldad para que en todo tiempo fuesen aborrecidos Ixtlixóchitl y Nezahualcoyotzin sus señores naturales. Lo cual se puso luego por ejecución; y como los inocentes niños siempre habían oído decir a sus padres y mayores ser vasallos de Ixtlilxóchitl y Nezahualcoyotzin, respondieron esta verdad, por cuya causa perecían en manos de crueles verdugos, los cuales mataron muchos millares de ellos, que fue una de las mayores crueldades que príncipe hizo en este nuevo mundo. La segunda diligencia que puso por obra fue mandar juntar toda la gente principal y plebe de todas las repúblicas y de todas las ciudades, pueblos y lugares que eran del patrimonio del imperio, en un llano que está entre la ciudad de Tezcuco y pueblo de Tepetlaóztoc, y subiéndose encima de un cu y templo (que estaba en medio del llano referido), un capitán a voces les dijo en ambas lenguas chichimeca y tolteca (que generalmente en aquel tiempo corría en todo el imperio), que desde aquel día en adelante reconociesen por su emperador y supremo señor a Tezozómoc rey de los tepanecas, y a él acudiesen con todas las rentas y tributos pertenecientes a el imperio, y no a otra provincia, pena de la vida; y que si hallasen al príncipe Nezahualcoyotzin, lo prendiesen y llevasen vivo o muerto a la presencia de Tezozómoc su señor, que él premiarla a los que tal servicio le hiciesen. A todo lo cual estuvo el príncipe Nezahualcoyotzin escuchando desde un cerro montuoso que cerca de allí estaba y que se dice Cuauhyácac, y así procuró vivir con recato y aviso, desamparando su patria. Lo cual sucedió los últimos días del año de 1418. El año siguiente habiendo estado el príncipe Nezahualcoyotzin retraído en la provincia de Tlazcalan con los señores de ella, sus tíos, por huir de las asechanzas del tirano, se vino a la provincia de Chalco por estar más cerca de su patria y colegir los designios del tirano y los de sus émulos: se entró en ella ocultamente so color de que era soldado, y se anduvo en una campaña del ejército de los chalcas, que traían guerras contra ciertos pueblos comarcanos sobre sus limites y mojoneras, con lo cual pudo algunos días estar oculto y disfrazado, hasta que un día mató a una señora llamada Zilamiauh, en cuya casa se albergaba, porque tenía trato de vender cantidad de pulque (que es su vino) con que se embriagaban muchas personas, pareciéndole cosa indecente a la calidad de la persona de la señora, y contra lo que las leyes disponían: con lo cual hubo de ser conocido y preso por los chalcas, y llevado ante el señor supremo Toteotzintecuhtli, que así se decía el de aquella provincia, el cual lo mandó poner en una jaula dentro de una cárcel fuerte, y en su guarda a Quetzalmacatzin su hermano con cantidad de gente, y que en ochos días naturales no le diesen ninguna comida ni bebida, porque en esta cruel muerte quería servir al tirano Tezozómoc, y vengar la muerte de aquella señora. Quetzalmacatzin, aunque fingió cumplir lo que se le mandaba, ocultamente con cierto artificio metía de comer y de beber al príncipe, con que lo sustentó los días referidos, compadeciéndose de él y de cuán injustamente era tratado por dar gusto a un tirano: al cabo de los cuales Toteotzintecuhtli preguntó por el preso a Quetzalmacatzin ¿si había fallecido?; y diciéndole que no, recibió muy grande enojo, y mandó que el día siguiente, que había de ser la feria general de la provincia, lo hiciesen pedazos en ella. Luego aquella noche Quetzalmacatzin, compadecido de Nezahualcoyotzin, entró a verle y de secreto le dijo lo que había pasado y la cruel sentencia que estaba dada contra él, y que no era justo que en él se ejecutase, pues era sucesor del imperio; que antes por su amor quería él padecer en su nombre aquella muerte, y que para que pudiese salir de entre las guardias, mudasen los vestidos, y que con toda diligencia se pusiese en cobro, huyendo aquella noche por la vía de Tlaxcalan o Huexotzinco, o en otra provincia extraña donde no pudiese ser habido; y que sólo le rogaba y encargaba en premio de este servicio que la hacía, que si los dioses le favorecían y recobraba su imperio, se acordase de su mujer e hijos, y los amparase. Agradecido el príncipe de tan gran bien como el que este caballero le hacía, le dio las gracias, y prometió de hacer todo cuanto le pedía, y su lealtad merecía; y así se salió sin que fuese conocido de las guardias, y toda aquella noche camino a gran prisa por la vía de Tlaxcalan quedando en su lugar dentro de la jaula Quetzalmacatzin; y sabido por Toteotzintecuhtli lo que había pasado, mandó ejecutar en él la muerte y sentencia que contra Nezahualcoyotzin tenía dada.
contexto
De las razones para hacer la guerra y manera de hacerla Los mexicanos tenían guerra perpetua en contra de los tlaxcaltecas, michoacanos, guatemaltecos, panucinos, y otras naciones limítrofes pero no sujetas al imperio; ya sea que eso se hiciere para que los soldados se acostumbraran a los trabajos y a la guerra, y no entorpecieran por el ocio y la pereza; ya sea porque como se mostraban eximios en el valor bélico, cautivasen por la fuerza los que inmolarían a los dioses; ya sea para que (y esto parece lo más verosímil) dilataran por todas partes su religión y su imperio. Además hacían la guerra muy a menudo a los que mataban a los embajadores, o les hacían alguna otra injuria, o despojaban a aquellos que viajaban para comerciar con extranjeros. Expuesta antes al pueblo la justa obligación de la guerra, y explicadas las causas de tomar las armas, eran llamados al Consejo los ancianos y las mujeres muy viejas, las cuales son vivísimas entre estas gentes y a menudo pasan de los doscientos años, para que recordando las guerras pasadas opinaran sobre las que estaban por hacerse. Era la costumbre que dos jefes supremos fueran elegidos, en esa ocasión para permanecer en la ciudad y enviar a los que tenían que pelear cuerpo a cuerpo, refuerzos y comestibles y todo aquello que se juzgara que necesitaría el ejército y para que proveyeran que la guerra se hiciera y se terminara conveniente y provechosamente. Y como segundos de éstos, otros dos que condujesen los soldados y los mandasen y después de éstos, otros magistrados aptos para la milicia eran elegidos. Además otros dos que el rey designaba en secreto, para que si acaeciera que los jefes se echaran de menos en la lucha o murieran de cualquiera enfermedad, o cumplieran con su deber más perezosamente de lo que convenía, una vez muertos o expulsados, los otros fuesen puestos en su lugar. Anunciada ya la expedición enviaban embajadores a los enemigos para que pidieran la devolución de lo robado y exigieran una justa compensación por los varones matados, y les advirtieran que franquearan la entrada en sus templos a los dioses mexicanos y los adoraran con los patrios. De otra manera que supieran que habían de ser enemigos acérrimos de ellos y que les harían una guerra atroz, a fuego y espada. Estimaban en verdad indigno del calor mexicano, tomar las armas a modo de traidores en contra de los inermes y no prevenidos, pero si éstos pedían perdón, si devolvían lo robado, enviaban presentes y admitían a Hoitzilopuchtli y otros dioses mexicanos entre los patrios, hacían alianza con ellos; siempre sin embargo que pagaran un censo o una contribución cualquiera al rey de los mexicanos. Pero si respondían que estaban preparados a morir por sus dioses, altares, hogares y patria, a repeler cualquiera fuerza que se les hiciera y a oponerse a los que querían devastar su país y sus lares, entonces eran enviados sobre la marcha quienes se encargaran de los víveres de todo género que tenían que conducirse a las vías públicas, porque tenían en gran parte que penetrar en lugares desiertos y destituidos de pueblos y de frecuentación humana; debido a aquel cuidado y providencia, cuando ya los soldados y el mismo ejército caminaban, almacenaban estas cosas de todas partes en casitas bajas jacales, como las que acostumbraban, edificados con admirable celeridad, y que llenaban con numerosos hombres e increíble cantidad de víveres. También eran preparados con artificio estanques llenos de las clases de bebida acostumbradas, donde los soldados pudieran saciar al paso su sed y extinguir y aliviar el calor y cansancio del camino. Había además unos jarros de su país flotando en las mismas aguas, con los cuales sin demora y sin vacilación alguna pudieran rehacerse y restaurarse. El ejército marchaba en maravilloso silencio y orden, no sin la vigilante solicitud y cuidado de avanzadas, quienes, examinados y explorados los lugares al derredor, aclaradas y descubiertas las incursiones fraudulentas y súbitas de los enemigos, miraran por la seguridad de todo el ejército. Mandaban sobre todos los demás, cuatro jefes respetabilísimos entre todos y los que más valían por la autoridad y el consejo; tenían el derecho supremo de los asuntos que suelen pertenecer a los senadores. Estos mandaban que fueran muertos los soldados convictos de culpa capital a golpes de clava, en algún lugar público, donde yacentes con las cabezas cubiertas con los escudos y vistos por todos, causaran terror a los demás. A los varones nobles les exponían ejecutados en las vías públicas, con lo que se habían robado encima de ellos. Cuando por fin ya se había llegado a avistar al enemigo, daban grandes gritos para aterrorizarlo y establecían sus reales en algún lugar muy oportuno y seguro. Después, dada la señal, llamaban al enemigo a una conferencia a la que concurrían dos o tres de ellos y otros santos mexicanos, los cuales les aconsejaban que se rindieran al sumo emperador y que viesen por su vida, que salvasen sus cosas y que no permitiesen experimentar el valor de hombres fortísimos para su magna ruina y desastre. Todas estas cosas eran trasmitidas a los próceres de los adversarios y a los jefes del ejército enemigo. Regresaban y negábanse en nombre de ellos a hacer lo que se les exigía, se burlaban de la soberbia y de la embajada de los enemigos y se esforzaban en hacerlos desistir con amenazas audaces. Después de retirado cada grupo a su ejército, los mexicanos otra vez y con más vehemencia proferían en clamores ululantes y en silbidos y llenaban todo con el estrépito del toque de los clarines y del tumulto bélico para infundir miedo a los enemigos y ponerlos, si se pudiera, en fuga con amenazas atroces. Lo que si se hacia dos o tres veces como era la costumbre, y no cedían sino que perseveraban en defenderse y en resistir los mexicanos levantaban una pira entre uno y otro ejército y quemaban una enorme cantidad de papiro y de incienso patrio, lo cual era indicio de proseguir la guerra sobre la marcha y de fierro y de sangre y de irrumpir con todo ímpetu contra el enemigo. Pero éste, pisoteando y dispersando el fuego, significaba que del mismo modo que los carbones serían dispersados los adversarios, y así el día siguiente se daba batalla campal y se entremezclaban las banderas. Entre tanto se alcanzaba la victoria, que rara vez se perdía, aun cuando a menudo quedaba dudosa, de acuerdo con la naturaleza del lugar y la fortaleza del enemigo o su fortuna, la que suele dominar principalmente en cosas de la guerra. Si acontecía que vencieran y subyugaran al enemigo y expugnaran las ciudades que sitiaban y las sometieran al Imperio Mexicano, los próceres cautivos eran ofrecidos al rey para que les impusiera el castigo que quisiera, y los jefes pertenecían a los jefes del ejército victorioso, para que si así les parecía fuesen matados inmediatamente o si más les placía, fuesen reservados para ser inmolados a los dioses e otra ocasión. Cuando ya se retiraba el ejército y se licenciaba a los soldados para que volviesen a sus ciudades o a su domicilios, era designado el más digno de los próceres par que permaneciendo con la fuerza militar que se considerar bastante, resguardara la ciudad o región expugnadas y la vigilara hasta que apaciguados todos y nombrado gobernador, volviese por fin a su patria. Entretanto se imponían tributos, los cuales se dividirían entre los reyes de México de Texcoco y de Tlacopan, a prorrata de las fuerzas y gastos con que cada uno hubiese contribuido, si los otros habían proporcionado auxilios al mexicano, pero la jurisdicción según lo pactado, sólo al mexicano pertenecía. Las leyes que en el ejército se guardaban religiosamente eran éstas: el militar que revelaba lo que el general se propusiese hacer, era castigado como traidor a la patria con muerte atrocísima, a saber: se le cortaban los labios superior e inferior, las narices, las orejas, ambos codos y los pies, el muerto era distribuido para que se lo comieran a las cohortes por barrios, para que a nadie se ocultara sentencia tan severa. Sus hijos y consanguíneos y otros que fueran cómplices de la traición o hubieran tenido conocimiento de ella, eran sometidos a esclavitud perpetua. A los militares se les prohibía beber vino en lo absoluto y sólo era lícito usar la poción que se preparara de cacao o de maíz o de géneros semejantes de semillas, que no se suben a la cabeza. Se fijaba un día determinado para la batalla, la que en su mayor parte se daba entre los campamentos permanentes de ambos ejércitos, en un espacio llamado quauhtlalle, o sea "apto y designado para la guerra", y que era tenido por sagrado. El general mexicano, desde donde estuviera, daba la señal de precipitarse con ímpetu en contra del enemigo con un caracol o corneta que tocaba con su propia boca y el Señor de Texcoco con un pequeño tambor que llevaba colgado de los hombros, tal cual nosotros lo vimos en Texcoco, preservado con grandísimo respeto con las vestiduras y demás ornamento bélico de Necahoalcoyotzin y Necahoalpilcintli, reyes de Texcoco, y el que cuidamos de reproducir, como otras cosas, con un dibujo exacto. Los otros próceres daban la señal con huesos de pescado y si se tocaba a retirada acostumbraban a dar la señal del mismo modo. Si el estandarte real era echado por tierra, inmediatamente todos dando la espalda se ponían en fuga, porque tenían por seguro que aquél era cruel presagio y certísimo indicio de su exterminio. No recordaré ahora los ritos de otras naciones; difiero su narración para su lugar. Todos llevaban colgadas espadas de piedra de los brazos, y a veces simulaban la fuga para derrotar con mayor ímpetu a los enemigos que se precipitaran temerariamente; los cuales era más preclaro cautivar vivos y reservar para matarlos en los altares que acabarlos en el mismo conflicto. No era permitido poner en libertad a ninguno de los cautivos, aun cuando pagara rescate y fuera donado por el magistrado militar. El que conducía consigo cautivo a la ciudad a un jefe o a uno de los principales varones, era tenido en gran aprecio y adornado con hermosísimos dones. El que daba la libertad al cautivado en la guerra o se lo regalaba a otro, pagaba con la cabeza, porque en verdad era advertido por la ley que cualquiera de los militares que cautivara enemigos los inmolara a los dioses. El que se robaba un esclavo era castigado a muerte, por impuro y sacrílego y que usurpaba algo de aquellas cosas que pertenecían a los dioses o al valor ajeno. Se mataba también al que robaba armas a su Señor, o a los jefes de la guerra, u otras cosas que pertenecieran a la milicia, porque se tenía como agüero adverso y presagio de victoria de la facción contraria. No era permitido a los hijos de los próceres andar por la ciudad adornados con penachos de plumas, correas de cuero, vestidos preciosos, caracoles, collares u otros ornamentos hermosos de oro hasta que exhibieran una prueba de su valor bélico, con algún enemigo vencido o muerto. Y no se saludaba primero al victorioso que al cautivo incólume congratulando todos sin embargo al victorioso como triunfador y que había ganado claros trofeos. Después le era permitido adornarse con lo que quisiera, llevar penachos en la cabeza de plumas preciosas y varias y atar los cabellos en el vértice con correas de piel de tigre teñidas de grana, lo cual era indicio preclaro de ánimo intrépido y de eximia fortaleza.