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CAPÍTULO XVIII Del suceso que tuvieron los tres capitanes en su viaje y cómo llegó el ejército a Xuala Los tres capitanes recibieron pena del motín que los infantes intentaban porque llevaban tres caballos enfermos de un torozón que el día antes les dio y les era impedimento para no poder caminar todo lo que los peones querían. Y así les dijeron que por un día más o menos de camino no era razón desamparasen tres caballos, pues veían de cuánto provecho y ayuda les eran contra los enemigos. Los infantes replicaron diciendo que más importaba la vida de trescientos castellanos que la salud de tres caballos y que no sabían si duraría el camino un día o diez o veinte o ciento y que era justo prevenir lo más importante y no las cosas de tan poco momento. Diciendo esto ya como amotinados, dieron en caminar sin orden a toda prisa. Los tres capitanes se pusieron delante y uno de ellos, en nombre de todos, les dijo: "Señores, mirad que vais donde está vuestro capitán general, el cual, como sabéis, es hombre tan puntual en las cosas de la guerra que le pesará mucho saber vuestra inobediencia y el quebrantamiento de su mandato y orden. Y podría ser, como yo lo creo, que hoy o mañana, y, a lo más largo, esotro día, lo alcanzásemos, que no es de creer que dejándonos atrás se aleje tanto. Y, siendo esto así, habríamos caído en grande mengua y afrenta que, sin haber pasado extrema necesidad, hubiésemos hecho flaqueza en temer tanto la hambre incierta, que, por sólo el temor de ella, hubiésemos desamparado tres caballos que son de estimar en mucho, pues sabéis que son el nervio y la fuerza de nuestro ejército y que por ellos nos temen los enemigos y nos hacen honra los amigos. Y, pues se siente y llora tanto cuando nos matan uno, cuánto más de llorar será que por nuestra flaqueza y cobardía, sin necesidad alguna, no más de con las imaginaciones de ella, hayamos desamparado y perdido tres caballos. Y lo que en esto veo más digno de lamentar es la pérdida de vuestra reputación y de la nuestra, que el general y los demás capitanes y soldados con mucha razón dirán que en cuatro días que anduvimos sin ellos no supimos gobernaros ni vosotros obedecernos. Mas, cuando se haya sabido cómo el hecho pasó, verán que toda la culpa fue vuestra y que nosotros no éramos obligados más que a persuadiros con buenas razones. Por tanto, apartaos, señores, de hacer cosa tan mal hecha, que más honra nos será morir como buenos soldados por hacer el deber que vivir en infamia por haber huido un peligro imaginado." Con estas palabras se aplacaron los infantes y acortaron las jornadas, mas no tanto que dejasen de caminar cinco y seis leguas, que era lo más que los caballos enfermos podían caminar. Otro día, después de apaciguado el motín, caminando estos soldados a medio día, se levantó repentinamente una gran tempestad de recios vientos contrarios con muchos relámpagos y truenos y mucha piedra gruesa que cayó sobre ellos, de tal manera que, si no acertaran a hallarse cerca del camino unos nogales grandes y otros árboles gruesos, a cuya defensa se socorrieron, perecieran, porque la piedra o granizo fue tan grueso que los granos mayores eran como huevos de gallina y los menores como nueces. Los rodeleros ponían las rodelas sobre las cabezas, mas con todo eso, si la piedra les cogía al descubierto, los lastimaba malamente. Quiso Dios que la tormenta durase poco, que si fuera más larga no bastaran las defensas que habían tomado para escapar de la muerte y, con haber sido breve, quedaron tan mal parados que no pudieron caminar aquel día ni el siguiente. El día tercero siguieron su viaje y llegaron a unos pueblos pequeños cuyos moradores no habían osado esperar en sus casas al gobernador y se habían ido a los montes. Solamente habían quedado los viejos y viejas, y casi todos ciegos. Estos pueblos se llamaban Chalaques. A otros tres días de camino después de los pueblos Chalaques alcanzaron al gobernador en un hermoso valle de una provincia llamada Xuala, donde había llegado dos días antes, y, por esperar los capitanes y los trescientos soldados que en pos de él iban, no había querido pasar adelante. Del pueblo de Cofachiqui, donde la señora quedó, hasta el primer valle de la provincia Xuala, habría por el camino que estos castellanos fueron cincuenta leguas poco más o menos, toda tierra llana y apacible, con ríos pequeños que por ella corrían, con distancia de tres o cuatro leguas de tierra entre unos y otros. Las sierras que vieron fueron pocas, y ésas con mucha hierba para ganados y fáciles de andar por ellas a pie o a caballo. En común, todas las cincuenta leguas, así de lo que hallaron poblado y cultivado como lo que estaba inculto y por labrar, eran de buena tierra. Todo lo que se anduvo desde la provincia de Apalache hasta la de Xuala, donde tenemos al gobernador y a su ejército, que fueron (si no las he contado mal) cincuenta y siete jornadas de camino, fue casi el viaje al nordeste, y muchos días al norte. Y el río caudaloso que pasaba por Cofachiqui, decían los hombres marineros que entre estos españoles iban que era el que en la costa llamaban Santa Elena, no porque lo supiesen de cierto sino que, según su viaje, les parecía que era él. Esta duda, y otras muchas que nuestra historia calla, se aclararán cuando Dios Nuestro Señor sea servido que aquel reino se gane para aumento de su Santa Fe Católica. A las cincuenta y siete jornadas que estos españoles anduvieron de Apalache a Xuala echamos a una con otra cuatro leguas y media, que unas fueron de más y otras de menos y, conforme a esta cuenta, han caminado hasta Xuala doscientas y sesenta leguas, pocas menos. Y de la bahía de Espíritu Santo hasta Apalache dijimos habían andado ciento y cincuenta leguas, de manera que son, por todas, cuatrocientas leguas, pocas menos. En los pueblos de jurisdicción y vasallaje de Cofachiqui por do pasaron nuestros españoles hallaron muchos indios naturales de otras provincias hechos esclavos, a los cuales, para tenerlos seguros y que no se huyesen, les deszocaban un pie, cortándoles los nervios por cima del empeine donde se junta el pie con la pierna, o se los cortaban por cima del calcañar, y con estas prisiones perpetuas e inhumanas los tenían metidos la tierra adentro alejados de sus términos y servíanse de ellos para labrar las tierras y hacer otros oficios serviles. Estos eran los que prendían con las asechanzas que en las pesquerías y cacerías unos a otros se hacían y no en guerra descubierta de poder a poder con ejércitos formados. Atrás dijimos cómo el capitán y contador Juan de Añasco fue dos veces por la madre de la señora de Cofachiqui y no dijimos la causa principal por que se hizo tanta instancia y diligencia por ella. Y fue porque los españoles habían sabido que la viuda tenía consigo seis o siete cargas de perlas gruesas por horadar y que, por no estar horadadas, eran mejores que todas las que habían visto en los entierros, las cuales, por haber sido horadadas con agujas de cobre calentadas al fuego, habían cobrado algún tanto de humo y perdido mucha parte de la fineza y resplandor que de suyo tenían. Querían, pues, los nuestros, ver si eran tan grandes y tan buenas como los indios se las habían encarecido.
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CAPÍTULO XVIII Partida de Chichén. --Pueblo de Kauá. --Cuncunul. --Llegada a Valladolid. --Un accidente. --Apariencia de la ciudad. --Fábrica de hilados y tejidos de algodón, perteneciente a don Pedro de Baranda. --Un compatriota. --Revolución mexicana. --Los indios como soldados. --Aventuras de un famoso duende o demonio. --Carácter del pueblo. --Juegos de gallos. --Dificultad de conseguir un informe seguro acerca de la ruta que debíamos seguir. --Partida para la costa. --Comitiva de indios. --Pueblo de Chemax. --Destino del pirata Motas. --Relatos que nos desaniman. --Trastorno de nuestros planes. --El convento. --El cura García. --Fundación del pueblo. --La primitiva historia. --Ruinas de Cobá. --Sepulcro indígena. --Reliquias. --Cortaplumas hallado en el sepulcro El martes 29 de marzo partimos de las ruinas de Chichén Itzá. Todavía era muy de mañana cuando echamos una rápida ojeada general sobre las grandes ruinas que íbamos a dejar, y en el momento de volverles la espalda sentimos la convicción profunda de que los pocos meses de nuestro viaje formaban una época de interés y admiración, tal cual raras veces se presenta en el discurso de la vida. A las nueve de la mañana llegamos al pueblo de Kauá, distante seis leguas de Chichén, y a las once y media al de Cuncunul, distante una hora de camino de la ciudad de Valladolid. En Cuncunul nos quedamos a comer en espera de los sirvientes y cargadores, que venían detrás. Allí permanecimos hasta las cuatro de la tarde y entonces nos pusimos en marcha para Valladolid. Hasta los suburbios de la ciudad, el camino estuvo quebrado y pedregoso sin interrupción. Entramos por la plaza de la iglesia de Sisal, que tenía un vasto convento y claustros a su lado, erigidos todos estos edificios sobre un gran cenote, como lo daba a conocer el ruido sordo y hueco de nuestros pasos en el momento de cruzar la plaza. Descendimos por la prolongada calle de Sisal, que tiene algunos edificios a derecha e izquierda, y nos encaminamos a la casa de don Pedro de Baranda, que era la mejor y más amplia de la ciudad. Este caballero se hallaba prevenido ya de nuestra visita, y con eso nos había preparado una casa, y, como nuestro equipaje aún no llegaba, dionos hamacas también, con lo cual al cabo de una hora nos hallábamos tan cómodamente alojados, como pudiéramos haberlo estado en nuestra casa de Mérida. Por allí a medianoche fue Albino a tocarnos a la puerta, acompañado de un solo caballo, que nos traía las hamacas, dándonos la desagradable noticia de que la otra bestia que conducía el daguerrotipo se había escapado, haciendo pedazos el instrumento. Hasta allí lo habíamos hecho conducir siempre a espaldas de un cargador indio; pero el camino de Chichén era tan bueno, que no tuvimos inconveniente en fiarlo a la carga de un caballo. Nuestro único consuelo fue de que no hubiésemos perdido cuanto hasta entonces nos habíamos procurado con su auxilio. No estuvimos muy de prisa a la mañana siguiente. Teníamos el proyecto de proceder desde Valladolid a la exploración de una comarca mucho menos conocida que cuantas habíamos visitado anteriormente. En nuestra corta travesía de Laguna a Sisal, el capitán Fensley nos habló de unos edificios de piedra situados en la costa cercana al cabo Catoche, llamándolos antiguas fortificaciones españolas. Este relato fue confirmado por otros varios, y al cabo nos llegamos a persuadir que en los dos puntos de la costa denominadas Tancáh y Tulum lo que se tomaba por fortificaciones españolas no eran otra cosa que edificios indígenas. El principal negocio, pues, que nos llevaba a Valladolid era hacer nuestros preparativos para llegar a esos puntos y dar la vuelta al cabo Catoche, bajando hasta la isla de Cozumel. Se nos había asegurado que en Valladolid podríamos obtener cuantos informes necesitásemos acerca de las ruinas situadas en la costa; pero nada pudimos saber del itinerario que debíamos seguir para llegar a ellos, y por consejo de don Pedro de Baranda nos resolvimos a detenernos en Valladolid unos pocos días, hasta la próxima llegada de una persona que se esperaba de un momento a otro, y a la cual se suponía perfectamente instruida en todo lo relativo a aquella región. Entretanto, la detención de algunos días en la ciudad no nos venía muy mal. Valladolid, que fue edificada en los primeros tiempos de la Conquista, contiene más de quince mil habitantes, y se distingue en el país por ser la residencia del vicario general de la iglesia de Yucatán. Valladolid fue edificada en un estilo conforme a las encumbradas pretensiones de los conquistadores, y lo mismo que otras ciudades de la América española lleva consigo el sello de una grandeza antigua que hoy marcha en rápida decadencia. Los caminos que a ella conducen están casi cerrados, y aun las calles mismas de la ciudad están cubiertas de matorrales. La iglesia parroquial es todavía el objeto más culminante de la plaza, y tanto ese templo, cuanto los de San Juan, San Roque, Santa Lucía, Santa Ana, la Candelaria y Sisal, los mayores edificios de la ciudad, se hallan más o menos maltratados y decadentes. Los mismos signos melancólicos de decadencia se hacen visibles en las casas particulares. En las calles principales existen grandes edificios destechados, sin puertas ni ventanas, cubiertos de yerbas y arbustos que nacen en las paredes, entretanto, como si se estuviese haciendo una burla cruel del humano orgullo, un frontispicio ruinoso y vacilante aparece aquí y allí blasonado con el escudo de armas de algún orgulloso castellano, distinguido entre los atrevidos soldados de la conquista, cuya raza es hoy enteramente desconocida. En medio de estos corpulentos edificios en ruina existe uno que contrasta con todos ellos, y que se hace notable por su aire de limpieza y por la apariencia de actividad y vida que en él reina, lo que en ese país parecía un verdadero fenómeno. Era una fábrica de hilados y tejidos de algodón, perteneciente a don Pedro de Baranda, la primera que se estableció en la República Mexicana, y por lo cual como un emblema del nacimiento del gran sistema manufacturero se llamaba "La Aurora de la industria yucateca"; y lo que le daba todavía mayor interés a nuestros ojos era el hallarse bajo la dirección de nuestro compatriota y conciudadano don Juan Burque, o sea Mr. John Burke, de quien ya he hecho referencia como del primer extranjero que hubiese visitado las ruinas de Chichén. No dejaba de hacérsenos muy extraño encontrar en esta desconocida población, en una ciudad medio española y medio indígena, a un ciudadano del Estado de Nueva York. Cuando llegamos a Valladolid, hacía justamente siete años que Mr. Burke se hallaba allí: así había perdido la facilidad de expresarse en su idioma nativo; pero en su traje, en sus maneras, apariencia y sentimientos en nada había cambiado, y difería de todo cuanto le rodeaba. Y de veras que nos fue de mucha satisfacción reconocer que en toda aquella comarca era una no pequeña recomendación el ser compatriota del ingeniero. Don Pedro de Baranda, el propietario del establecimiento, comenzó su carrera en la marina española; a la edad de quince años era guardia marino a bordo de un navío de línea en la memorable batalla de Trafalgar, y, aunque herido, fue uno de los pocos que escaparon de la terrible matanza de aquel día. Al principio de la guerra de la independencia mexicana, el señor Baranda se hallaba aún en la marina española; pero, siendo mexicano de nacimiento, adoptó la causa de sus compatriotas, y mandaba la escuadrilla mexicana en el bloqueo de San Juan de Ulúa, cuya rendición y ocupación por las fuerzas mexicanas fue la escena final de aquella larga guerra. Después de esto, el señor Baranda se retiró del servicio y fue a establecerse en Campeche, su ciudad natal; pero, como su salud andaba algo delicada, se trasladó a Valladolid, que, a falta de otras recomendaciones, era celebrada por la salubridad de su clima. Había desempeñado los más elevados destinos de honor y de confianza en el Estado, y, aunque su partido no estaba en el poder y había ya perdido su influencia política, había caído conservando el respeto y la estimación de todos y, cosa por cierto rara, atentas las animosidades políticas de aquel país, el actual gobierno formado de sus triunfantes vencedores nos dio cartas de introducción para él. Retirado del servicio y no sabiendo estar ocioso, la espontánea producción del algodón en las cercanías de Valladolid le indujo a establecer una fábrica de hilados y tejidos. Tuvo que luchar con inmensas dificultades de todo género, y éstas comenzaron con la erección misma del edificio. Sin arquitecto a quien poder consultar, él hizo el plano y procedió a la construcción de la obra: dos veces cedió la bóveda y se desplomó el edificio; pero al fin consiguió su objeto. La maquinaria fue importada de los Estados Unidos, con la cual vinieron cuatro ingenieros contratados: dos de éstos murieron en el país. Cuando en 1835 llegó Mr. Burke, la fábrica apenas había producido setenta piezas de manta, y el costo de dieciocho varas de tejido había montado hasta ocho mil pesos. A la sazón, don Pedro había sido nombrado gobernador, y por una revolución política fue depuesto del oficio; y, cuando los dependientes de la fábrica, poco después del suceso, quisieron celebrar el grito de Dolores, que recuerda el principio de la guerra de la independencia mexicana, fueron todos ellos capturados y metidos en la cárcel, con cuyo motivo la fábrica estuvo sin trabajar seis meses. También se paralizó en otras dos ocasiones; la primera, por haberse perdido la cosecha de algodón, y la otra, con motivo de un hambre; y en todo este tiempo era preciso luchar contra la introducción de los efectos de contrabando que se importaban de Belice. Mas, a pesar de todos estos obstáculos, la empresa había seguido adelante, y en la época de mi visita se hallaba en plena operación. Paseándonos por el patio, don Pedro nos condujo a los montones de leña, y nos mostró que los troncos todos estaban divididos en cuatro pedazos. Esta leña era traída por los indios a lomo, pagándoseles medio real por carga; y nos dijo don Pedro que, a pesar de haberse afanado para persuadir a los indios a que no trajesen la leña destrozada, supuesto que le estaba mejor el recibirla entera, no había conseguido que alterasen sus hábitos invariables, y uno de ellos es el de destrozar la leña. Con todo, estos mismos indios, en fuerza de la disciplina e instrucción, habían llegado a bastar a todas las exigencias de la fábrica. La ciudad de Valladolid disfruta de alguna notoriedad por haber sido el lugar en que se dio el primer golpe de la actual revolución contra la dominación de México, y por ser también la residencia del general Iman, bajo cuyas órdenes se dio ese golpe. La consecuencia inmediata fue el haberse expulsado la guarnición mexicana; pero hubo otra, más remota es verdad, pero de mayor consideración e importancia. Allí fue por la primera vez en donde los indios fueron armados para combatir. Ignorando profundamente la clase de relaciones políticas que mediaban entre México y Yucatán, salían en turba de sus pueblos, ranchos y milpas bajo la promesa que les hizo el general Iman de que serían redimidos de la contribución personal. Después del triunfo, la administración que se estableció procuró evitar el pleno cumplimiento de esa promesa; pero se vio obligado a redimir a las mujeres de la parte de contribución (religiosa) que pagaban; y desde entonces los indios quedaron en acecho de la ocasión que se les presentaría para verse redimidos de toda ella. Cuáles pueden ser las consecuencias de hallarse hoy armados, después de tres siglos de esclavitud, y de adquirir de momento en momento la convicción de su fuerza física, es una cuestión de la más alta importancia para el pueblo de aquel país, sin que sea posible prever cuál será la solución (!!!). A más de eso, Valladolid ha sido el teatro de escenas muy extrañas, allá en los tiempos antiguos. Conforme a los relatos históricos que existen, una vez fue perseguida por un demonio de los de la peor especie que se conoce, de un demonio parlero, que conversaba con todos los que querían oírle de noche; hablaba como un papagayo, respondía a todas las preguntas que se le dirigían, tocaba la guitarra, sonaba las castañuelas, bailaba y se reía, pero sin dejarse de ver de nadie. Después la tomó en tirar pedradas a los tejados, y huevos a las mujeres y a las muchachas, y el piadoso doctor Sánchez de Aguilar dice expresamente: "Y, enfadada una tía mía, le dijo una vez: vete demonio de esta casa, le dio una bofetada en la cara dejándole el rostro más colorado que una grana". Se hizo tan impertinente y molesto el tal demonio, que el cura fue a una de las casas que frecuentaba con el objeto de exorcizarle, pero entretanto el demonio se marchó a la del cura en donde le jugó una buena pasada, después de lo cual se dirigió a donde el cura estaba, y, luego que éste se hubo marchado, refirió a los demás el chasco que le había pegado. Después de esto, comenzó a calumniar a las gentes del pueblo, y el escándalo subió a tal punto, que llegó a oídos del obispo de Mérida, y prohibió so pena de excomunión que se le hablase; y en consecuencia los vecinos se abstuvieron en lo sucesivo de comunicar con él; al principio el demonio lloraba y se quejaba de ello, después hacía más ruido del que solía, y por último se echó a quemar las casas. Los vecinos pidieron el auxilio divino, y después de mucho trabajo logró el cura desterrarle de la población. "Treinta años después (dice el Dr. Sánchez de Aguilar), siendo yo cura en la dicha villa, volvió este demonio a infestar algunos pueblos de mis anexos, quemando las casas de los pobres indios y en particular en el pueblo de Yalcobá, de donde fui llamado de los indios devotos para que lo conjurase y desterrase de aquel pueblo, donde al mediodía puntualmente o a la una de la tarde entraba un remolino de viento, levantando gran polvareda, y con un ruido como de huracán y piedra pasaba todo el pueblo, o la mayor parte de él; y, aunque los indios se prevenían luego en apagar a toda prisa el fuego de sus cocinas, no aprovechaba; porque de las llamas con que este demonio es atormentado despedía centellas visibles, que como unos cometas nocturnos y estrellas errátiles pegaban fuego a dos o tres casas en un instante, y de ellas se abrasaba la que no tenía gente bastante para apagar el fuego con baldes de agua y mantas mojadas, con que tenía a los miserables indios asombrados y temerosos, y se salían a dormir a la sombra y abrigo de sus árboles frutales, altos y coposos. Y habiendo yo llegado a este pueblo, y comunicado con los indios la misa cantada y solemne que pedían, la misma noche por su despedida quemó una casa bien grande. Y habiendo otro día dicho misa cantada a la intercesión del arcángel San Miguel, abogado de estos indios, hice mi oficio de cura en la puerta que cae al sur, conjuré a este demonio, y con la fe y celo que Dios me dio le mandé que no entrase más en aquel pueblo, con que cesaron los incendios y torbellinos a gloria y honra de su Divina Majestad, que tal poder dio a los sacerdotes". Arrojado de allí, este demonio volvió a infestar la villa de Valladolid con nuevos incendios, pero a fuerza de cruces en los tejados y alturas desapareció definitivamente. Por muchas generaciones ha dejado de verse, en efecto, este demonio malo; pero bien sabido es que puede tomar la forma que mejor le acomode, y mucho me temo que al fin se haya apoderado allí de algunos malos sacerdotes, aprovechándose de aquella amable debilidad, de que ya otra vez he hablado confidencialmente a mi lector, y que hoy les está sembrando de rosas un camino, en que por ahora no se siente la punzada de las espinas. Yo no abrigo sino muy buenos sentimientos en favor de los clérigos en general, y no pretendo achacarles ningún mal resultado; pero sea causa o efecto del ascendiente que allí tiene este demonio de que voy hablando, lo cierto es que el pueblo de Valladolid me pareció, hablando con franqueza, el peor que yo hubiese encontrado, siendo en general perezoso, dado al juego y bueno para nada. Proverbial es esta frase "Hay mucho vago en Valladolid"; ello es que en ninguno de cuantos puntos he visitado vi jamás tal número de gallos de pelea puestos en traba y atados a lo largo de las paredes. Uno de los motivos de nuestra detención era reparar nuestro equipaje y procurarnos un par de zapatos; pero nada de eso pudimos conseguir. Ni había zapatos hechos, ni zapatero que se comprometiese a trabajarlos por menos tiempo que el de una semana, lo cual, según se nos dijo, podíamos interpretar por dos semanas por lo menos. Entretanto proseguimos tomando informes y haciendo preparativos para nuestro viaje de la costa. Es imposible imaginarse las dificultades que teníamos para saber algo relativo al camino que debíamos seguir. Don Pedro Baranda tenía un mapa manuscrito levantado por él, y nos lo presentó diciendo que no era muy correcto; además de eso, el punto que deseábamos visitar no se encontraba marcado allí de ningún modo. Sólo había dos personas en la población que pudiesen darnos algunas noticias, y las que nos dieron no podían ser menos satisfactorias. Nuestro primer plan fue dirigirnos a la bahía de la Ascensión, en donde se nos dijo podíamos alquilar una canoa para nuestro viaje costanero; pero afortunadamente nos salvamos por consejos del señor Baranda de dar este paso calamitoso, que nos habría sometido a emprender una prolongada e inútil marcha, y a la necesidad de regresar a Valladolid sin haber hecho cosa alguna de provecho, y eso nos hubiera desalentado de intentar el viaje de la costa en otra dirección. En vista de lo que comprendimos en el asunto determinamos dirigirnos al pueblo de Chemax, desde donde según los informes recibidos había un camino directo a Tancáh. Aquí, a lo que se nos dijo, había un bote en el astillero muy próximo a concluirse, y era probable que a nuestra llegada estuviese listo, en cuyo caso podíamos conseguirlo para hacer un viaje a la costa oriental. Antes de nuestra partida el Dr. Cabot hizo una operación del estrabismo bajo circunstancias que nos fueron peculiarmente satisfactorias; y el sábado, muy contento del completo resultado de la operación, montamos a caballo después de haber comido temprano para dirigirnos a la costa, encaminándonos primero a la casa del señor Baranda, y después a la fábrica a decir el último adiós a Mr. Burke. El camino era ancho, y estaba arreglado recientemente para calesas y carretas. A poca distancia nos encontramos con una numerosa partida de indios errantes que volvían de una cacería a lo largo de las costas. Desnudos, armados de largas escopetas y trayendo a cuestas venados y jabalíes, su aspecto era el más atroz del de cuantos pueblos había yo visto. Eran parte de aquellos indios que se levantaron al llamamiento imprudente del general Iman, y parecía que estaban listos para combatir en cualquier momento. Ya había anochecido cuando llegamos al pueblo. En medio de la oscuridad se veía la silueta de la iglesia, y algo más allá, el convento en cuya portada había una luz. El cura estaba sentado junto a una mesa rodeado de los principales del pueblo, que se pusieron en movimiento al rumor de las pisadas de nuestros caballos; y, cuando nos presentamos en la puerta, un cohete arrojado entre ellos no les hubiera asombrado tanto como nuestra presencia. Aquel pueblo era el último entre Valladolid y Tancáh, y por cierto que la sorpresa recibida en nada se disminuyó, cuando dijimos que estábamos en camino para Tancáh. Todos ellos nos afirmaron que ésa era una empresa imposible, pues que aquella población no era más que un mero rancho distante de allí setenta millas de espesas, ásperas y desoladas florestas, sin que hubiese a través de ellas camino ninguno, sino simples veredas casi obstruidas. En efecto, era imposible ponerse en marcha sin hacer preceder indios que fueran abriendo el camino por todo el tránsito, y para coronar la obra debíamos entretanto dormir en los bosques, expuestos a los mosquitos, garrapatas y a la lluvia, que en nuestra situación mirábamos con más temor que nada. El tal rancho a donde habíamos proyectado dirigirnos fue establecido por un tal Molas, contrabandista o pirata, quien sentenciado a muerte en Mérida, se había escapado de su prisión, estableciéndose en aquel punto solitario fuera del alcance de la justicia. Enviose tropa en persecución suya, pero, habiendo llegado hasta el pueblo de Chemax los que le seguían la pista, regresaron sin haber podido avanzar. En consecuencia de las nuevas conmociones políticas, del cambio de gobierno y del transcurso del tiempo, la persecución, según se la llamaba, contra el pobre de Molas había cesado. Acometido de una enfermedad, vino desde la costa y se presentó en el pueblo para proporcionarse algunos auxilios y medicinas. Nadie le molestó en todo el tiempo de su permanencia, y después de haberla prolongado, emprendió a regresar a pie a las orillas del mar en compañía de un solo indio; pero, rendido de fatiga y cansancio, cayó muerto en el camino ocho leguas antes de llegar al rancho. Todos estos relatos los recibimos cuando no los esperábamos, y desconcertaron enteramente nuestros planes. Y en verdad que nada prueba la más absoluta ignorancia que existe en aquella región en punto a caminos, que el hecho palpitante de que, después de diligentísimas y minuciosas investigaciones practicadas en Valladolid, nos hubiésemos puesto en marcha en la inteligencia que caminábamos directamente a Tancáh, y verificado nuestros arreglos y preparativos en este sentido, mientras que a seis leguas de distancia nos encontrábamos súbitamente detenidos en una parada mortal. Mas lo de regresar a Valladolid no entraba de ninguna manera en nuestras deliberaciones. La única cuestión era saber si nos atreveríamos a emprender el viaje a pie. En verdad que para nosotros habría sido una variación agradable, puesto que no hay cosa más molesta que andar tropezando con el caballo a lo largo de esos caminos pedregosos, pero nuestros sirvientes estaban previendo una gran acumulación en sus labores, y después de eso el riesgo de exponernos a la lluvia merecía una seria consideración. Además de que existía una pequeña dificultad, que, viéndolo bien, era de las más graves y que para vencerla se necesitaba una dilación de muchos días: esa dificultad era la falta de zapatos, pues los que yo tenía puestos no podían servir para una caminata semejante. No quedaba, pues, otra alternativa que dirigirnos al puertecillo de Yalahau y tomar desde allí una canoa. Este arreglo nos sujetaba a la necesidad de hacer dos viajes por la costa, en vez de uno, y demandaba tal vez quince días para llegar a Tancáh, mientras que hasta allí habíamos conservado la esperanza de verificar esta marcha en tres días; pero, en fin, había pueblos y ranchos en el camino, y era tal la probabilidad de proporcionarse una canoa, que, atentas las circunstancias en que nos hallábamos, quedamos muy contentos de haber descubierto aquella alternativa. En medio del disgusto producido por el trastorno completo de nuestros planes, nos consolaba la apariencia de comodidad que tenía el convento, y la recepción franca y cordial que nos hizo el cura García. La sala estaba adornada de pinturas y grabados, que representaban algunos pasajes de las novelas de Walter Scott, dispuestos para los mercados españoles y con rótulos en lengua castellana; de espejos de marcos sobredorados procedentes del Norte, y de un gran cilindro u órgano de mano, horriblemente desafinado, en el cual se puso a tocar el cura, para cumplimentarnos, el aire inglés "God save the king" (Dios salve al rey). Además de todo esto, los rostros risueños de las mujeres que acechaban por las puertas, hasta que al fin, sin poder contener su curiosidad, invadieron la sala. El cura permaneció en conversación con nosotros hasta una hora avanzada de la noche, y, al retirarnos, siguionos hacia el cuarto que nos había destinado, y allí permaneció hasta que nos metimos en las hamacas. Extendíase su curato hasta las orillas del mar, las ruinas que teníamos intención de visitar estaban comprendidas en él; pero nunca había estado allí y ya trataba de ir en compañía nuestra. Al siguiente día el Dr. Cabot tuvo un acceso de calentura, de la que nos dijo el cura que casi estaba complacido, y nosotros no dejábamos de estarlo por tener una excusa para pasar el día con él. Era domingo, y, cuando se revistió de su sotana negra, confieso que nunca había visto un clérigo de apariencia más respetable. Y no solamente era un clérigo, sino también hombre que hacía la política. Acababa de ser diputado del Congreso Constituyente, que formó la actual Constitución del Estado, había representado un papel notable en las discusiones, distinguiéndose, según fama, por su vigorosa y varonil elocuencia. La Constitución que había contribuido a formar prohibía a los clérigos tomar parte en lo sucesivo en los negocios civiles; pero desde la claraboya de su retiro contemplaba atento la política del mundo. Interesábale a la sazón la clase de relaciones que entonces conservaba México con Texas: acababa de recibir un papel de Mérida que contenía una traducción del discurso inaugural del presidente Houston, y frecuentemente recalcaba la especie allí vertida de que "no había un solo peso en la tesorería y existía una deuda de diez a quince millones". Por tanto, predecía la caída de aquella República, añadiendo que el ejército que reconquistase a Texas no dejaría de proclamar emperador a Santa Anna, retrocedería a la capital y colocaría la imperial diadema en la cabeza de aquel caudillo. En medio de los desórdenes de la guerra civil que devastaba su propio país, nos contemplaba como el verdadero modelo de una República, y nos dio muchos, aunque no siempre muy exactos detalles; y por cierto que no dejaba de causarnos notable extrañeza escuchar en este poblacho interior de indios el relato de los últimos acontecimientos de nuestra propia capital, encontrando en aquel rincón un hombre que tomase en ellos un interés tan profundo. Pero el cura poseía conocimientos más exactos acerca de lo que tenía y le tocaba más próximamente. El partido de Chemax contenía cerca de diez mil habitantes, y ya existía desde los tiempos de la Conquista. Cuatro años después de la fundación de Mérida, los indios de la comarca de Valladolid fraguaron una conspiración para exterminar a los españoles; y el primer golpe se dio en Chemax, en donde habiendo tomado a dos hermanos los crucificaron, matándolos después a flechazos. Al ponerse el sol, bajáronlos de las cruces, los descuartizaron y enviaron las cabezas y miembros mutilados a diferentes pueblos para mostrar que había sonado ya la hora de las venganzas. El curato de Chemax comprendía todo el terreno que media entre el pueblo y la costa. El cura García por orden del Gobierno había extendido un informe relativo a la naturaleza y carácter de la comarca que estaba a su cargo y los objetos de curiosidad e interés que en ella se hallaban; y de ese informe he copiado el siguiente pasaje relativo a las ruinas conocidas con el nombre de Cobá. "En la parte oriental de este pueblo, a distancia de ocho leguas y catorce de la cabecera de Distrito, cerca de una de las tres lagunas, existe un edificio que los indios denominan las "Monjas". Consiste en varias líneas de dos pisos, cubiertas todas de bóveda de ruda cantería, y cada pieza es de seis varas en cuadro. Su pavimento interior se conserva intacto, y en una de las paredes del segundo piso hay pintadas algunas figuras en diferentes actitudes, mostrando sin duda, conforme a la suposición de los nativos, que son ésos los restos de aquel detestable culto hallado tan comúnmente. Desde ese edificio parte una calzada de diez o doce varas de ancho, que corre en dirección del sudeste hasta una distancia que no se ha descubierto con certidumbre cuál sea, si bien algunos afirman que lleva hasta Chichén Itzá". A nuestro modo de ver, lo más interesante que aparecía aquí era la calzada; pero, según informes de algunos del pueblo, nada descubrimos que rectificase o aumentase ese interés. Ni el cura mismo había visitado jamás esas ruinas, y, según se nos dijo, yacían sepultadas en la espesura de las florestas, sin que hubiese allí cerca rancho ni habitación ninguna; y como nuestro tiempo era demasiado preciso para trastornar nuestros nuevos arreglos, no nos determinamos a cambiar de dirección y pasar a ver dichas ruinas. Pero el cura poseía otras noticias interesantes. En su propia hacienda de Kantunil, dieciséis leguas más vecina de la costa, había varios montículos, en uno de los cuales, mientras se estaba practicando una excavación para sacar piedras destinadas a la fábrica, los indios descubrieron un sepulcro que contenía tres esqueletos pertenecientes, según nos dijo el cura, a un hombre, a una mujer y a un niño; pero todos ellos por desgracia en tal estado de decadencia, que al intentar removerlos se hicieron pedazos. A la cabecera de estos esqueletos había dos vasos de barro con tapaderas de la misma materia. En uno de ellos había una numerosa colección de adornos indígenas, como cuentas, piedras y dos conchas o caracoles cubiertos de grabaduras. Ese grabado está en bajorrelieve y es muy perfecto: es uno mismo el objeto representado en ambas conchas, y aunque hay alguna diferencia en los detalles, es fácil conocer que es del mismo tipo de la figura que tenía el vaso descubierto en Ticul, y la que estaba esculpida en la pared de Chichén. El otro vaso estaba casi enteramente lleno de puntas de flechas, no de pedernal, sino de obsidiana; y como en Yucatán no hay volcanes de donde pudiera extraerse la obsidiana, este descubrimiento prueba la existencia de relaciones entre esos países y las regiones volcánicas de Anáhuac. Pero, además de eso y mucho más interesante y de mayor importancia todavía, era el hecho de haberse hallado entre las puntas de las flechas un cortaplumas con cabo de cuerno. Todo eso se hallaba en poder del cura, cuidadosamente preservado en una bolsa, que vació sobre la mesa para que examinásemos, y ya debe suponerse que, a pesar de ser todo muy curioso e interesante, lo que más nos llamó la atención fue el cortaplumas. El cabo de cuerno estaba casi destruido y el hierro de la lámina muy tomado de orín y casi convertido en polvo. Este cortaplumas no pudo haber sido hecho jamás en el país. Entonces, ¿cómo fue a dar a un sepulcro indio? Mi respuesta es que, cuando las fábricas de Europa y este país se pusieron en contacto, ya el hombre rojo y el hombre blanco se habían encontrado. Las figuras esculpidas en las conchas, estos pequeños y destructibles recuerdos de otros tiempos accidentalmente desenterrados, identifican completamente los huesos hallados en el sepulcro con los constructores de Chichén y esas misteriosas ciudades, que hoy yacen sepultadas en la espesura de las florestas; y esos huesos fueron depositados en su sepulcro después de haberse introducido en el país el cortaplumas. Tal vez los cálculos y la ciencia pueden asignar otras causas; pero en mi opinión debe inferirse razonable, si no irresistiblemente, que, al tiempo de la Conquista y aún después de ella, los indios vivían y ocupaban actualmente esas mismas ciudades cuyas grandes ruinas contemplamos hoy con admiración. Un cortaplumas, uno de esos pequeños presentes que distribuían los españoles, llegó a manos de algún cacique remoto de la capital, murió en su pueblo nativo y fue sepultado con los ritos y ceremonias transmitidos por sus padres. Aun hoy mismo un cortaplumas es un objeto de curiosidad y admiración entre los indios, y acaso en todo Yucatán no se encuentra uno solo de esos instrumentos en manos de un indio. Es indudable que al tiempo de la Conquista un cortaplumas debía de considerarse como una cosa preciosa, digna de ser sepultada con los muebles que había heredado el propietario, acompañándole al mundo de los espíritus. Yo tenía un vivísimo deseo de conseguir estos objetos: el cura con cortesía española me decía que eran míos, que yo dispusiese de ellos; pero se conocía evidentemente que los apreciaba mucho, y, a pesar de mis positivos deseos, no creí propio tomarlos.
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CAPÍTULO XVIII De las leyes y justicia y castigo que los Ingas pusieron, y de sus matrimonios Como a los que servían bien en guerras u otros ministerios, se les daban preeminencias y ventajas, como tierras proprias, insignias, casamientos con mujeres del linaje del Inga, así a los desobedientes y culpados se les daban también severos castigos. Los homicidios y hurtos castigaban con muerte, y los adulterios e incestos con ascendientes y descendientes en recta línea, también eran castigados con muerte del delincuente. Pero es bien saber que no tenían por adulterio tener muchas mujeres o mancebas, ni ellas tenían pena de muerte si las hallaban con otros, sino solamente la que era verdadera mujer, con quien contraían propriamente matrimonio, porque ésta no era más de una, y recibíase con especial solemnidad y ceremonia, que era ir el desposado a su casa, o llevalla consigo y ponelle él una otoja en el pie. Otoja llaman el calzado que allá usan, que es como alpargate o zapato de frailes franciscos, abierto. Si era la novia doncella, la otoja era de lana; si no lo era, era de esparto. A ésta servían y reconocían todas las otras, y ésta traía luto de negro un año por el marido defunto, y no se casaba dentro de un año; comúnmente era de menos edad que el marido. Esta daba el Inga, de su mano, a sus gobernadores o capitanes, y los gobernadores y caciques en sus pueblos juntaban los mozos y mozas en una plaza, y daban a cada uno su mujer, y con la ceremonia dicha de calzarle la otoja, se contraía matrimonio. Esta tenía pena de muerte si la hallaban con otro, y el delincuente lo mismo, y aunque el marido perdonase, no dejaban de darles castigo, pero no de muerte. La misma pena tenía incesto con madre, o aguela o hija o nieta; con otras parientas no era prohibido el casarse o amancebarse; sólo el primer grado lo era. Hermano con hermana tampoco se consentía tener acceso, ni había casamiento, en lo cual están muchos engañados en el Pirú, creyendo que los Ingas y señores, se casaban legítimamente con sus hermanas, aunque fuesen de padre y madre; pero la verdad es que siempre se tuvo esto por ilícito y prohibido contraer en primer grado. Y esto duró hasta el tiempo de Topa Inga Yupangui, padre de Guaynacapa y abuelo de Atahualpa, en cuyo tiempo entraron los españoles en el Pirú; porque el dicho Topa Inga Yupangui, fue el primero que quebrantó esta costumbre y se casó con Mamaoello, su hermana de parte de padre, y éste mandó que solos los señores Ingas se pudiesen casar con hermana de padre, y no otros ningunos. Así lo hizo él y tuvo por hijo a Guaynacaua, y una hija llamada Coya Cussilimay; y al tiempo de su muerte, mandó que estos hijos suyos, hermanos de padre y madre, se casasen, y que la demás gente principal pudiesen tomar por mujeres sus hermanas de padre. Y como aquel matrimonio fue ilícito y contra ley natural, así ordenó Dios que en el fruto que de él procedió, que fue Guascar Inga y Atahualpa Inga, se acabase el reino de los ingas. Quien quisiere más de raíz entender el uso de los matrimonios entre los indios del Pirú, lea el tratado que a instancia de D. Jerónimo de Loayza, Arzobispo de los Reyes, escribió Polo, el cual hizo diligente averiguación de esto como de otras muchas cosas de los indios. Y es importante esto para evitar el error de muchos, que no sabiendo cuál sea entre los indios mujer legítima, y cuál manceba, hacen casar al indio bautizado con la manceba, dejando la verdadera mujer; y también se ve el poco fundamento que han tenido algunos, que han pretendido decir que bautizándose marido y mujer, aunque fuesen hermanos, se había de ratificar su matrimonio. Lo contrario está determinado por el Sínodo Provincial de Lima, y con mucha razón, pues aun entre los mismos indios no era legítimo aquel matrimonio.
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Capítulo XVIII Que trata de la salida del general Pedro de Valdivia del valle de Copiapó para el valle de Guasco, y de lo que le sucedió Acordó de partirse para el valle del Guasco, que es adelante caminando para el sur treinta leguas, y antes de su partida mandó soltar los presos indios que tenía. Y a los principales que allí estaban entregó las mujeres e hijos del cacique Gualenica, y les mandó que las llevasen y entregasen a su señor, y le dijesen de su parte, puesto que entre ellos había mortal guerra como bien veían, que no impedía a la fidelidad que los cristianos tenían y usaban, y a lo que a ellos les obligaba su religión cristiana y su nación española, y que le dijesen la cortesía y buen tratamiento que les habían hecho, y que supiese cómo él con toda su gente se iba a poblar un pueblo como el Cuzco a las riberas del río nombrado Mapocho, y que fuesen allá a darle la obediencia en nombre de Su Majestad. Que si así lo hacían, que los perdonaría a él y a todos los que viniesen, y que no les haría mal ni daño por la culpa que tenían en no haber venido de paz y haberle hecho la guerra, y donde no, les avisaba, que en poblando la ciudad y pasándose el tiempo que les señaló, que él los volvería a visitar y requerir con la paz, y si no quisiesen venir, que les haría la guerra y los conquistaría como a rebeldes, y les mandaría matar que no quedase chico ni grande que no muriesen, por tanto que no dijesen después que no los había avisado de todo. Despachados estos mensajeros que presos solían estar, mandó el general recoger toda la comida y bastimento que se pudo haber. E partióse, habiendo despachado este día por la mañana a su maestre de campo y a otro caudillo con cada doce hombres, y les mandó que fuesen al valle del Guasco y fuese con buena orden, y se diesen tan buena maña que tomasen algunos indios, para que ellos diesen aviso donde se hallase maíz y bastimento, aunque bien sabían que estaban avisados de su ida; y que el maestre de campo fuese por un camino que es por las cabezadas de los valles, y el otro caudillo por lo llano por la costa de la mar, y que entrase por el valle de arriba, de suerte que se viniesen a juntar en medio del valle. Lo cual en efecto así hicieron. Y en este valle, prendieron un capitán general indio del valle que había por nombre Calaba. E hubieron una guazábara con los indios que les venían a quitar su capitán, en la cual murieron mucha cantidad de indios. Y ellos mataron un cristiano y un caballo en unas laderas con unas piedras grandes que echaban a rodar de lo alto de las sierras, que ellos tienen aposta puestas para este efecto, las cuales llamamos galgas. Es arma muy peligrosa porque no tienen resistencia después que viene abajo rodando, porque llevan por delante cuanto hallan, si no es que Dios le guarda. Son estas piedras de tres arrobas y más y otras de dos quintales, cuanto pueden reempujar mucha cantidad de indios. Acabada de haber la victoria con los indios, allegó el general Pedro de Valdivia al valle con lo restante del campo, muy trabajado de hambre y sed y cansancio, que no hubo en todo el camino ni se hallaron más de dos pozuelos de agua salobre y poca. Luego que fue allegado le hicieron saber el suceso que habían tenido, y sabido que le mataron un cristiano hizo muy gran sentimiento. Y díjole al capitán indio no poco enojado que qué era la causa que estaban alzados y le mataban sus cristianos, porque él no venía a les hacer mal, y que para qué dejaban sus casas y despoblaban sus pueblos, y huían de su natural y se iban a las sierras. Respondió el capitán indio que tenían muy gran temor a los cristianos por el mal tratamiento que don Diego de Almagro y su gente les había hecho, y le habían quemado a su cacique principal nombrado Marcandey, y que su hijo de éste era señor agora, y que les mandó que antes se fuese a morir por las sierras que servir aquestas gentes. A esto le respondió el general que no tuviesen miedo, que él no venía a hacerles daño ninguno, sino a traerles en conocimiento de nuestra Santa Fe católica y obediencia de nuestro rey de España, y que si don Diego de Almagro les había hecho mal, que él no venía a eso. Luego envió este capitán mensajeros a su cacique, y les dio término de tres días para que fuesen y volviesen con la respuesta, los cuales no volvieron. Viendo el general que no le convenía detenerse en aquel valle por la falta que había de bastimento, recogió lo más que pudo, aunque poco por tenerlo bien escondido los indios.
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De cómo el emperador Ixtlilxóchitl retiró a la montaña, y desde allí envió a pedir socorro a los de la provincia de Otompan, en donde mataron a su capitán general, y lo demás que acaeció en esta ocasión hasta su fin y muerte Era tan grande la confusión, que había no tan solamente dentro de la ciudad de Tetzcuco sino en todas las demás ciudades, pueblos, y lugares del reino, que unos apellidaban el nombre de Ixtlilxóchitl y otros el del tirano, de tal manera que los padres defendían el un bando, y los hijos el otro, y aun entre los hermanos y deudos había esta confusión y división, con que con mucha facilidad fue asolado por el tirano y sus consortes, y de la gente popular no pararon hasta pasar a la otra parte de las montañas, yéndose a vivir los más de ellos a las provincias de Tlaxcalan y Huexotzinco. Ixtlilxóchitl, habiendo desamparado la ciudad, se hizo fuerte en un bosque de los de recreación, que se dice Quauhyácac, y con él Zoacuecuenotzin su capitán general, y el príncipe Nezahualcoyotzin con todos los de su valía, desde donde peleaban con los enemigos, que andaban tan pujantes, que les fue fuerza retirarse unos adentro por las montañas e irse a otro bosque que se dice Tzicanóztoc desde donde le llegaron nuevas de cómo Yxtlacautzin señor de Huexotla, y Tlalnahuácatl señor de Coatlichan, y Totomihua de Coatépec, que defendía su causa, asimismo habían desamparado y retirádose a la sierra, y que estaban ellos y sus vasallos en el mismo riesgo, por lo que acordó de enviar a la provincia de Otompan a pedir socorro a Quetzalcuixtli, capitán y caudillo que tenía puesto para la gente de guerra de aquella provincia, para lo cual envió a su sobrino y capitán general de su ejército Coacuecuenotzin diciéndole: "sobrino mío, grandes son los trabajos y persecuciones que padecen los aculhuas chichimecas, mis vasallos, pues que habitan ya en las montañas, desamparando sus casas. Id a decirles a mis padres los de la provincia Otompan que les hago saber, que es muy grande la persecución que los míos padecen, y así les pido su socorro, porque los tepanecas y mexicanos nos tienen muy oprimidos, que con una entrada que hagan, acaban de sojuzgar el imperio, y poner en huida a la gente miserable de los aculhuas tetzcucanos, pues han comenzado a pasarse a las provincias de Tlazcalan y Huexotzinco". A estas palabras Coacuecuenotzin le respondió: "muy alto y poderoso señor, agradezco mucho la merced que vuestra alteza me hace en quererme ocupar en este viaje el cual haré con muy gran voluntad; mas le advierto a vuestra alteza que no he de volver más, porque como le consta, ya en aquella provincia apellidan el nombre del tirano Tezozómoc; sólo le pido y encargo que no desampare a sus criados Tzontecátl y Acolmiton, y pues Dios fue servido de darle al príncipe mi señor Nezahualcoyotzin, los podrá ocupar en su servicio". Fue tan grande el sentimiento y lágrimas que movieron estas razones, que por un rato el uno al otro no pudieron hablar, hasta que volviendo en sí le dijo así: "sobrino mío muy amado, Dios te lleve con bien y te favorezca, y lleva por consuelo cómo me dejas en el mismo riesgo que tú vas; quizás en tu ausencia los tiranos me quitarán la vida". El cual fue al efecto, y habiendo sido conocidos en el pueblo de Ahuatépec (que entró por aquella parte por ver de caminos ciertos lugares y labranzas que por allí tenía, para despachar todos los bastimentos que pudiesen el ejército), fue preso por los de Quauhtlatzinco y llevado a Otumba, y allí en medio de la plaza en donde todos los de la provincia se habían juntado y convocado, le preguntaron de su venida, y habiéndoles dicho y dado a entender a lo que era enviado, el capitán Quetzalcuixtli, luego que oyó la embajada, dijo a voces a todos los que estaban presentes: "ya habéis oído la pretensión de Ixtlilxóchitl para que le demos socorro, lo cual de ninguna manera se ha de hacer, sino que todos nos hemos de someter debajo de la protección y amparo del gran Tezozómoc, que es nuestro padre"; y luego habló Lacatzone, gobernador de aquella provincia y dijo: "¿a qué hemos de ir? defiéndase él solo, pues tan gran señor se hace y de tan alto linaje se jacta; y pues vino al efecto su capitán general, háganlo pedazos aquí, y de donde diere", mandando a los que presentes estaban los hiciesen pedazos; y el primero que lo asió fue un soldado Xochpoyo, natural de Ahuatépec, y aunque se quiso defender, llegaron otros que lo hicieron pedazos, y todos a voces decían: "viva el gran señor Tezozómoc nuestro emperador", y luego llegó Icatzone y pidió que le diesen las uñas de los dedos de Coacuecuenotzin, y habiéndoselas dado las ensartó y se las puso por collar por modo de burla y vituperio diciendo: "pues éstos son tan grandes caballeros, deben de ser de piedras preciosas e inestimables sus uñas, y así las quiero tener por ornato de mi persona"; y con los pedazos de su cuerpo la gente popular comenzaron a tirarse con ellos unos a otros. Asimismo mataron a otros cuatro criados suyos, que habían ido en su seguimiento. Esta muerte tan desastrada sucedió a los diez y ocho días de su octavo mes llamado micailhuitzintli, en el día de macuilli cóatl, que es a veinticuatro de agostro del año de 1418 de la encarnación de Cristo nuestro señor. Itzcuintlatlacca, un caballero natural de Ahuatépec que se halló presente cuando lo referido, fue a toda prisa a ver al rey Ixtlilxóchitl y darle cuenta del caso infeliz referido, el cual habiéndolo oído, mandó llamar a la mujer de Coacuecuenotzin para consolarla, a la cual dijo: "sobrina mía, ya mi amado sobrino y capitán general de mi imperio cumplió con lo que debía a leal vasallo, pues empleó en mi amparo y defensa su persona y vida; lo que te ruego ahora es que tengas ánimo en las adversidades que la fortuna nos muestra, y te consueles con mis hijos, que aquí tienes presentes, que lo que importa es escaparlos de esta persecución", y le dijo otras muchas razones derramando lágrimas, y así se fue de este puesto a otro que se decía Chicuhnayocan, en donde estuvo treinta días retirado.
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Del Senado Regio congregado entre los mexicanos y de los tribunos En México se reunía un Senado Regio, a cuyos miembros correspondía juzgar sentados los pleitos, dar a cada uno lo suyo y castigar los crímenes. Los senadores elegidos por el sufragio del Rey eran ancianos, nacidos de noble estirpe, honrados, amantes de lo equitativo y de lo recto, temerosos de los dioses y no impedidos por amistad alguna o perturbados por odios; la mayor parte venía de entre los sacerdotes que en los templos servían a los dioses. A éstos se apelaba de los otros tribunales del Imperio Mexicano y de éstos a los yatzitzihoan, varones de máxima autoridad y relacionados con el mismo Rey por parentesco consanguíneo cercano. Y de éstos después al mismo rey, al cual, cuando menos una vez cada mes, le consultaban sobre aquellas causas que no eran enteramente insignificantes, a fin de que al juicio de ellos se agregara también la sentencia regia, para que el derecho no fuera violado por ninguna de las partes, ni a nadie se le infiriese injuria. Se designaba para éstos, ciudadanos, campos, censos, de donde pudieron vivir cómodamente para que no hubiese ninguna ocasión de despojo a los ciudadanos o de violar el derecho. Cada octogésimo día venían a México los jueces de las provincias para dar razón de todos los pleitos que se ventilaban ante ellos, y de aquellas sentencias que hubieran estatuido o decretado y especialmente al rey de aquellos que parecían de mayor peso. Y no tan sólo los senadores, sino también los reyes aliados reunidos en épocas establecidas, consultaban con el rey máximo lo que necesitase deliberación, ya sea que los reyes de Tlacopan y de Texcoco vinieran a México, o que el mexicano fuese a Tlacopan o a Texcoco. Estaban presentes escribanos que en jeroglíficos o con guijarros arreglados de cierta manera anotaban la secuela del pleito, el que no era permitido diferir más allá del día octogésimo. Había además pretores y tecuhtlatoqes, otros doce ministros de los pretores para aprehender a los reos, investigar sus crímenes y ya descubiertos llevarlos a los jueces. El empleo que les correspondía estaba dibujado en las mantas que llevaban en lugar de capa, para que cualquiera de ellos aprehendiera sobre la marcha y el manto les sirviera en lugar de varas, las que sin embargo llevaban los recaudadores de los censos reales y de los impuestos, aún más gruesas que las ramas de nuestro país, cuando no querían usar abanicos. Se imponían a la ciudad otros tantos tribunos, seis nobles y seis plebeyos, que informaban a los hombres principales de cada barrio de las cosas que convenía hacer de las relativas al gobierno de la ciudad, para que éstos después, por medio de otros inferiores, cumplieran al punto lo mandado.
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CAPÍTULO XVIII De la muerte de Tlacaellel y hazañas de Axayaca, séptimo rey de México Ya era muy viejo en este tiempo Tlacaellel, y como tal le traían en una silla, a hombros, para hallarse en las consultas y negocios que se ofrecían. En fin, adoleció, y visitándole el nuevo rey, que aún no estaba coronado, y derramando muchas lágrimas por parecerle que perdía en él, padre y padre de su patria. Tlacaellel le encomendó ahincadamente a sus hijos, especialmente al mayor, que había sido valeroso en las guerras que había tenido. El rey le prometió de mirar por él, y para más consolar al viejo, allí delante de él le dió el cargo e insignias de su capitán general, con todas las preeminencias de su padre, de que el viejo quedó tan contento, que con él acabó sus días, que si no hubieran de pasar de allí a los de la otra vida, pudieran contarse por dichosos, pues de una pobre y abatida ciudad en que nació, dejó por su esfuerzo, fundado un reino tan grande, y tan rico y tan poderoso. Como a tal fundador cuasi de todo aquel su imperio, le hicieron las exequias los mexicanos, con más aparato y demostración que a ninguno de los reyes habían hecho. Para aplacar el llanto por la muerte de este su capitán, de todo el pueblo Mexicano, acordó Axayaca, hacer luego jornada, como se requería para ser coronado; y con gran presteza pasó con su campo a la provincia de Tehuantepec, que dista de México doscientas leguas, y en ella dio batalla a un poderoso e innumerable ejército, que así de aquella provincia como de las comarcanas, se habían juntado contra México. El primero que salió delante de su campo fue el mismo rey, desafiando a sus contrarios, de los cuales cuando le acometieron, fingió hui, hasta traellos a una emboscada, donde tenía muchos soldados cubiertos con paja; éstos salieron a deshora, y los que iban huyendo revolvieron, de suerte que tomaron en medio a los de Tehuantepec, y dieron en ellos haciendo cruel matanza, y prosiguiendo, asolaron su ciudad y su templo, y a todos los comarcanos dieron castigo riguroso; y sin parar, fueron conquistando hasta Guatulco, puerto hoy día muy conocido en la mar del Sur. De esta jornada volvió Axayaca con grandísima presa y riquezas, a México, donde se coronó soberbiamente, con excesivo aparato de sacrificios, y de tributos y de todo lo demás, acudiendo todo el mundo a ver su coronación. Recibían la corona los reyes de México, de mano de los reyes de Tezcuco, y era esta preeminencia suya. Otras muchas empresas hizo en que alcanzó grandes victorias, y siempre siendo él el primero que guiaba su gente y acometía a sus enemigos, por donde ganó nombre de muy valiente capitán. Y no se contentó con rendir a los extraños, sino que a los suyos rebeldes, les puso el freno, cosa que nunca sus pasados habían podido ni osado. Ya se dijo arriba cómo se habían apartado de la república mexicana, algunos inquietos y mal contentos, que fundaron otra ciudad muy cerca de México, la cual llamaron Tlatellulco, y fue donde es agora Santiago. Estos alzados hicieron bando por sí, y fueron multiplicando mucho, y jamás quisieron reconocer a los señores de México, ni prestalles obediencia. Envió pues, el rey Axayaca a requerilles no estuviesen divisos, sino que pues eran de una sangre y un pueblo, se juntasen y reconociesen al rey de México. A este recado respondió el señor de Tlatellulco, con gran desprecio y soberbia, desafiando al rey de México para combatir de persona a persona, y luego apercibió su gente, mandando a una parte de ella esconderse entre las espadañas de la laguna, y para estar más encubiertas o para hacer mayor burla a los de México, mandoles tomar disfraces de cuervos y ánsares, y de pájaros y de ranas, y de otras sabandijas que andan por la laguna, pensando tomar por engaño a los de México, que pasasen por los caminos y calzadas de la laguna. Axayaca, oído el desafío y entendido el ardid de su contrario, repartió su gente, y dando parte a su general, hijo de Tlacaellel, mandole acudir a desbaratar aquella celada de la laguna. Él, por otra parte, con el resto de gente por paso no usado, fue sobre Tlatellulco, y ante todas cosas llamó al que lo había desafiado, para que cumpliese su palabra. Y saliendo a combatirse los dos señores de México y Tlatellulco, mandaron ambos a los suyos se estuviesen quedos, hasta ver quién era vencedor de los dos. Y obedecido el mandato, partieron uno contra otro animosamente, donde peleando buen rato, al fin le fue forzoso al de Tlatellulco volver las espaldas, porque el de México cargaba sobre él más de lo que ya podía sufrir. Viendo huír los de Tlatellulco a su capitán, también ellos desmayaron, y volvieron las espaldas, y siguiéndoles los mexicanos, dieron furiosamente en ellos. No se le escapó a Axayaca el señor de Tlatellulco, porque pensando hacerse fuerte en lo alto de su templo, subió tras él, y con fuerza le asió y despeñó del templo abajo, y después mandó poner fuego al templo y a la ciudad. Entre tanto que esto pasaba acá, el general mexicano andaba muy caliente allá en la venganza de los que por engaño les habían pretendido ganar; y después de haberles compelido con las armas a rendirse y pedir misericordia, dijo el general, que no había de concederles perdón, si no hiciesen primero los oficios de los disfraces que habían tomado. Por eso, que les cumplía cantar como ranas y graznar como cuervos, cuyas divisas habían tomado, y que de aquella manera alcanzarían perdón y no de otra, queriendo por esta vía, afrentarles y hacer burla y escarnio de su ardid. El miedo todo lo enseña presto. Cantaron y graznaron, y con todas las diferencias de voces que les mandaron, a trueco de salir con las vidas, aunque muy corridos del pasatiempo tan pesado que sus enemigos tomaban con ellos. Dicen que hasta hoy día dura el darse trato los de México a los de Tlatellulco, y que es paso, porque pasan muy mal cuando les recuerdan algo de estos graznidos y cantares donosos. Gustó el rey Axayaca de la fiesta, y con ella y gran regocijo se volvieron a México. Fue este rey, tenido por uno de los muy buenos; reinó once años, teniendo por sucesor otro no inferior en esfuerzo y virtudes.
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De la provincia de Arma y de sus costumbres, y de otras cosas notables que en ella hay Esta provincia de Arma, de donde la villa tomó nombre, es muy grande y muy poblada y la más rica de todas sus comarcas; tiene más de veinte mil indios de guerra, o los tenía cuando yo escribí esto, que fué la primera vez que entramos cristianos españoles en ella, sin las mujeres y niños. Sus casas son grandes y redondas, hechas de grandes varas y vigas, que empiezan desde abajo y suben arriba hasta que, hecho en lo alto de la casa un pequeño arco redondo, fenesce el enmaderamiento; la cobertura es de paja. Dentro destas casas hay muchos apartados entoldados con esteras; tienen muchos moradores; la provincia tendrá en longitud diez leguas, y de latitud seis o siete, y en circuito diez y ocho leguas poco menos, de grandes y ásperas sierras sin montaña, todas de campaña. Los más valles y laderas parescen huertas, según están pobladas y llenas de arboledas de frutales de todas maneras de las que suelen haber en aquestas partes y de otra muy gustosa, llamada Pitahaya, de color morada; tiene esta fruta tal propiedad que en comiendo della, aunque no sea sino una, queriendo orinar, se echa la orina de color de sangre. En los montes también se halla otra fruta, que la tengo por muy singular, que llaman uvillas pequeñas, y tienen un olor muy suave. De las sierras nacen algunos ríos, y uno dellos, que nombramos el río de Arma, es de invierno trabajoso de pasar; los demás no son grandes; y ciertamente, según la disposición dellos, yo creo que por tiempo se ha de sacar destos ríos oro como en Vizcaya hierro. Los que esto leyeren y hubieren visto la tierra como yo, no les parecerá cosa fabulosa. Sus labranzas tienen los indios por las riberas destos ríos, y todos ellos unos con otros se dieron siempre guerra cruel, y difieren en las lenguas en muchas partes; tanto, que casi en cada barrio y loma hay lengua diferente. Eran y son riquísimos de oro a maravilla, y si fueran los naturales desta provincia de Arma del jaez de los del Perú y tan domésticos, yo prometo que con sus minas ellos rentaran cada año más de quinientos mil pesos de oro; tienen o tenían deste metal muchas y grandes joyas, y estan fino que el de Manos ley tiene diez y nueve quilates. Cuando ellos iban a la guerra llevaban coronas, y unas patenas en los pechos y muy lindas plumas y brazales, y otras muchas joyas. Cuando los descubrimos la primera vez que entramos en esta provincia con el capitán Jorge Robledo, me acuerdo yo se vieron indios armados de oro de los pies a la cabeza, y se le quedó hasta hoy la parte donde los vimos por nombre la loma de los Armados; en lanzas largas solían llevar banderas de gran valor. Las casas tienen en lo llano y plazas que hacen las lomas, que son los fenecimientos de las sierras, las cuales son muy ásperas y fragosas. Tienen grandes fortalezas de las cañas gordas que he dicho, arrancadas con sus raíces y cepas, las cuales tornan a plantar en hileras de veinte en veinte por su orden y compás, como calles; en mitad desta fuerza tienen, o tenían cuando los vi, un tablado alto y bien labrado de las mismas cañas, con su escalera, para hacer sus sacrificios.
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De los augurios de los mexicanos Entre otras cosas ridículas pues, en las que creían los mexicanos, cuentan los augurios, que tomaban de muchas cosas. Los que por casualidad oían por la noche aullar alguna fiera, llorar como niño o reñir como vieja, presagiaban que había de venir muerte segura o gravísima enfermedad o esterilidad y carestía de subsistencias, estimando que aquéllos eran signos prenuncios de la divina voluntad. Sin embargo, no creían que debían desanimarse desde luego, sino tratar de aplacar la iracundia de los dioses rezando y llevando una vida sin culpa. Si el ave hoacton, la que mostramos pintada en nuestro libro de las aves, cantaba "yécan yécan" a los mercaderes que viajaban de noche, como es augurio próspero, seguían su camino seguros y contentos, pero si reía, como es su costumbre la mayor parte de las veces, temían que morirían de muerte muy rápida y, por consiguiente, el que de entre ellos era de mayor dignidad o más viejo, solía exhortarlos en ese medio tiempo a que fueran de buen ánimo o intrépidos para la muerte y para soportarla varonilmente si así lo quería la suerte. Además si se oían por la noche golpes como de los que cortan leña, con gran audacia se echaban polvo en el pecho y buscaban al leñador, porque tenían por cierto que eso lo hacía el fantasma de Tezcatlipoca, enorme estantigua con la cabeza cortada, a quien proclamaban señor del bien y del mal. Y si lo alcanzaban, teniéndolo fuertemente asido no lo soltaban antes que les prometiera concederles lo que le pedían y dárselo liberalmente; otros le arrancaban (según creían ellos) el corazón, el que si después encontraban que se había transformado en plumas en sus manos lo consideraban augurio próspero, pero si en carbones o en sórdidos harapos, creían que era presagio de muerte. El canto del búho se consideraba mortífero, excepto cuando chillaban junto al nido. No era de mejor agüero el canto de la lechuza y principalmente cuando cantaba "cuel, cuel" que quiere decir: "vamos, vamos" porque en verdad estaban persuadidos de que era enviada de Plutón y que era la que por el mando de ese dios tartáreo llamaba las almas al Orco. Y se esforzaban en convencerse de eso con muchas fábulas que trataban de exponer las causas de ello, las que nosotros creemos que deben ser pasadas en silencio, como cosas pueriles y de ningún momento. Tenían entre las cosas de mal agüero hasta a la comadreja o mostolilla, que se decía presagiar alguna enfermedad, la muerte o la pobreza. Si se les presentaba una liebre saliendo de su agujero acostumbrado, creían firmemente que en ese mismo momento los ladrones saqueaban sus sembrados o sus huertos o devastaban sus casas o que se les huirían sus esclavos a lugares de donde con ninguna diligencia los pudieran sacar. También si se les presentaba el animal pinahoiztli decían que les acontecería un gran mal, y para conocerlo mejor usaban de no se que invenciones supersticiosas indignas de ser recordadas. Ni les avergonzaba afirmar constantemente que Tezcatlipoca, que confesaban ser dios, tomaba aquí y allá formas de animales pequeños y sórdidos. Ver hormigas rojas o brillantes, ranas, o ratones blancos, presagiaba infortunio insigne. Y todas estas cosas creían que las hacían los hechiceros con el objeto de dañar; de los cuales había entre ellos gran abundancia, ya sea que fueran en verdad hechiceros o que simularan serlo, para causar miedo a otros, como veo que ahora también lo hacen muchos. Se les aparecían (si acaso son dignos de fe acerca de esto) estantiguas o cadáveres con los mismos velos funerales con los que habían sido incinerados. Y dicen que los dioses se les aparecían en esa forma y también con la apariencia de niñas muy bien vestidas y así indicaban la muerte o algún otro mal muy grande. Y afirmaban también que se les presentaba para venerarla, una cabeza con cabellera muy larga, y otras cosas semejantes a éstas, indignas de recordarse, ya sea que ellos mismos las fingieren o que acontecieren por el cuidado y la solicitud de los demonios que querían engañarlos y burlarlos con tantas imposturas. Tomaban también presagios de las hierbas y de los árboles y principalmente del omixochitl y del cuetlaxochitl; de los ramos de flores, los cuales decían que no era permitido oler en el medio; además, de los maíces; de beber el hermano menor antes del mayor; de comer lo que quedaba en la olla; del tamal mal cocido; de las preñadas; de la cortadura del ombligo; de las recién paridas; de los terremotos; de los que ponían el pie sobre las trébedes; de las tortillas que se doblaban o enrollaban en el comal; de los que limpiaban la piedra donde suele molerse el maíz, llamada metlatl; de los arrimados o pegados a los postes; del que comía estando de pie; de la quema del olote; de otra manera de las preñadas; de la mano de la mona; del comal; del majadero de piedra llamado metlapilli; de los ratones; de las gallinas; de los pollos y del ayotochtli; de las partes de las mantas; del granizo; de los cuchillos de piedra puestos detrás de la puerta o del patio; de la comida que dejaron los ratones; de las uñas; del estornudo; de los niños y niñas; de las cañas verdes del maíz; del respendar de las maderas; del metlatl roto; de la casa nueva y del fuego encendido en ella por primera vez, que si prendía en breve, atestiguaban que presagiaba habitación óptima y afortunada, pero si se encendía tardíamente y con dificultades, adversa. Del baño o temazcalli; de los dientes que se mudan y de otras mil, las que consideré deber pasar en silencio porque las ya listadas indican abundantemente la ignorancia y la estupidez de esos hombres.
contexto
CAPÍTULO XVIII Cómo los españoles fueron a México y de la buena acogida que aquella insigne ciudad les hizo El corregidor de Pánuco, viendo tanta discordia entre nuestros españoles y que de día en día iba creciendo sin poderla remediar, dio cuenta de ello al visorrey don Antonio de Mendoza, el cual mandó que con brevedad los enviase a México en cuadrillas de diez en diez y de veinte en veinte, advirtiendo que los que fuesen en una cuadrilla fuesen todos de un bando, y no contrarios, porque no se matasen por el camino. Con esta orden y mandato salieron de Pánuco al fin de los veinte y cinco días que habían entrado en ella. Por los caminos salían a verlos así castellanos como indios en grandísimo concurso y se admiraban de ver españoles a pie, vestidos de pieles de animales y descalzos en piernas, porque los mejor librados de ellos habían medrado poco más que los alpargates que les dieron en limosna. Espantábanse de verlos tan negros y desfigurados, y decían que bien mostraban en su aspecto los trabajos, hambre, miserias y persecuciones que habían padecido. Las cuales cosas ya la fama, haciendo su oficio, con grandes voces las había pregonado por todo el reino, por lo cual indios y españoles, con mucho amor y grandes caricias, los hospedaban, servían y regalaban por el camino hasta que en sus cuadrillas, como iban, entraron en la famosísima ciudad de México, la que por sus grandezas y excelencias tiene hoy el nombre y monarquía de ser la mejor de todas las del mundo. En ella fueron recibidos y hospedados así del visorrey como de los demás vecinos, caballeros y hombres ricos de la ciudad, con tanto aplauso que los llevaban de cinco en cinco y de seis en seis a sus casas, a porfía unos de otros, y los regalaban como si fueran sus propios hijos. Juan Coles dice en este paso que un caballero principal vecino de México llamado Jaramillo llevó a su casa diez y ocho hombres, todos de Extremadura, y que los vistió de paño veinticuatreno de Segovia, y que a cada uno les dio cama de colchones, sábanas y frazadas y almohadas, peine y escobilla, y todo lo demás necesario para un soldado; y que toda la ciudad se doliese mucho de verlos venir vestidos de gamuzas y cueros de vaca, y que les hicieron esta honra y caridad por los muchos trabajos que supieron habían pasado en la Florida, y, por el contrario, no quisieron hacer merced alguna a los que habían ido con el capitán Juan Vázquez Coronado, vecino de México, a descubrir las siete ciudades, porque sin necesidad alguna se habían vuelto a México sin querer poblar, los cuales habían salido poco antes que los nuestros. Todas estas palabras son de la relación de Juan Coles, natural de Zafra, y con ella confirma en todo la de Alonso de Carmona, y añade que entre los que llevó Jaramillo a su casa llevó un deudo suyo. Debió de ser nuestro Gonzalo Cuadrado Jaramillo. Y porque se vea cuán conformes van estos testigos de vista en muchos pasos de sus relaciones, me pareció poner aquí las palabras de Alonso de Carmona, como he puesto las de Juan Coles, que son éstas: "Ya tengo dicho que salimos de Pánuco en camaradas de a quince y de a veinte soldados, y así entramos en la gran ciudad de México. Y no entramos en un día sino en cuatro, porque entraba cada camarada de por sí. Y fue tanta la caridad que en aquella ciudad nos hicieron, que no lo sabré aquí explicar, porque, en entrando que entraba la camarada de los soldados, salían luego aquellos vecinos a la plaza, y el que más aína llegaba lo tenía a gran dicha, porque todos querían hacer el uno más que el otro, y así los llevaban a su casa y les daban a cada uno su cama y luego mandaban traer el paño que les bastase para vestirlos de veinticuatreno negro de Segovia, y los vestían, y les daban todo lo demás necesario, que eran camisas dobladas, jubones, gorras, sombreros, cuchillos, tijeras, paños de tocar y bonetes, hasta peines con que se peinasen. Y después de haberles vestido, los sacaban consigo un domingo a misa y, después de haber comido con ellos, les decían: "Hermanos, la tierra es larga, donde podréis aprovecharos. Cada uno busque su remedio." Estaba allí un vecino extremeño que se llamaba Jaramillo. Este salió a la plaza y halló una camarada de veinte soldados, y en ellos venía un deudo suyo, y lo hizo con todos muy bien, que ninguno le hizo ventaja. Todos los de mi camarada determinamos de ir a besar las manos al visorrey don Antonio de Mendoza y, aunque otros vecinos nos llevaban a sus casas, no quisimos ir con ellos. El cual, después de haberle besado las manos, mandó que nos diesen de comer, y nos aposentaron en una sala grande, y a cada uno dieron su cama de colchones, sábanas, almohadas y frazadas, y todo esto nuevo. Y mandó que no saliésemos de allí hasta que nos vistiesen y, después de vestidos, le besamos las manos y salimos de su casa agradeciéndole la merced y caridad que nos había hecho. Y nos fuimos todos al Perú, no tanto por sus riquezas como por alteraciones que en él había, cuando Gonzalo Pizarro empezó a hacerse gobernador y señor de la tierra." Con esto acabó Alonso de Carmona la relación de su peregrinación, y todas éstas son palabras suyas sacadas a la letra. El visorrey, como tan buen príncipe, a todos los nuestros que iban a comer a su mesa los asentaba con mucho amor sin hacer diferencia alguna del capitán al soldado, ni del caballero al que no lo era, porque decía que, pues todos habían sido iguales en las hazañas y trabajos, también lo debían ser en la poca honra que él les hacía. Y no solamente los honró en su mesa y en su casa, mas por toda la ciudad mandó apregonar que ninguna otra justicia, sino él, conociese de los casos que entre los nuestros acaeciesen. Y esto hizo, además de quererlos honrar y favorecer, porque supo que un alcalde ordinario había preso y puesto en la cárcel pública a dos soldados de la Florida que se habían acuchillado por las pendencias que entre todos ellos en Pánuco nacieron. Las cuales se volvieron a encender en México con mayores humos y fuegos de ira y rencor por la mucha estima que vieron hacer a los caballeros y hombres principales y ricos de aquella ciudad de las cosas que de la Florida sacaron, como eran las gamuzas finas de todas colores, porque es verdad que, luego que las vieron, hicieron de ellas calzas y jubones muy galanos. Asimismo estimaron en mucho las pocas perlas y algunas sartas de aljófar que habían traído, porque eran de mucho precio y valor. Mas cuando vieron las mantas de martas y de las otras pellejinas que los nuestros llevaron, las estimaron sobre todo, y, aunque por haber servido de colchones y frazadas, a falta de otra ropa, estaban resinosas y llenas de la brea de los navíos y sucias del polvo y lodo que habían recibido de que las habían hollado y arrastrado por el suelo, las hicieron lavar y limpiar porque eran en extremos buenas, y con ellas aforraban el mejor vestido que tenían y las sacaban a plaza por gala y presea muy rica. Y el que no podía alcanzar aforro entero de capa o sayo se contentaba con un collar de martas o de otra pellejina, la cual traía descubierta con la lechuguilla de la camisa por cosa de mucho valor y estima. Todo lo cual era para los nuestros causa de mayor desesperación, dolor y rabia, viendo que hombres tan principales y ricos hiciesen tanto caudal de lo que ellos habían menospreciado. Acordábaseles que sin consideración alguna hubiesen desamparado tierras que tanto trabajo les había costado el descubrirlas y donde en tanta abundancia había aquellas cosas y otras tan buenas. Traían a la memoria las palabras que el gobernador Hernando de Soto les dijo en Quiguate acerca del motín que en Mauvila se había tratado de irse a México desamparando la Florida, que, entre otras, les dijo: "¿A qué queréis ir a México? ¿A mostrar la poquedad y vileza de vuestros ánimos que, pudiendo ser señores de un reino tan grande, donde tantas y tan hermosas provincias habéis descubierto y hollado, hubiésedes tenido por mejor (desamparándolas por vuestra pusilanimidad y cobardía) iros a posar a casa extraña y comer a mesa ajena pudiéndola tener propia para hospedar y hacer bien a otros muchos?" Las cuales palabras parece fueron pronóstico muy cierto de la pena y dolor que al presente les atormentaba, por lo cual se mataban a cuchilladas sin respeto ni memoria de la compañía y hermandad que unos con otros habían tenido. Y en estas pendencias hubo en México también, como en Pánuco, algunos muertos y muchos heridos. El visorrey los aplacaba con toda suavidad y blandura viendo que tenían sobra de razón, y para les consolar les prometía y daba su palabra de hacer la misma conquista si ellos quisiesen volver a ella. Y es verdad que, habiendo oído las buenas calidades del reino de la Florida, deseó hacer aquella jornada, y así a muchos capitanes y soldados de los nuestros dio renta de dineros y ayudas de costa y oficios y cargos en que se entretuviesen u ocupasen entre tanto que se apercibiese la jornada. Muchos lo recibieron y muchos no quisieron por no obligarse a volver a tierra que habían aborrecido, y también porque tenían puestos los ojos en el Perú, como parece por el cuento siguiente que pasó en aquellos mismos días y fue así. Un soldado llamado Diego de Tapia, que yo después conocí en el Perú, donde en las guerras contra Gonzalo Pizarro, don Sebastián de Castilla y Francisco Hernández Girón sirvió muy bien a Su Majestad, mientras le hacían de vestir andaba por la ciudad de México vestido todo de pellejos como había salido de la Florida, y como un ciudadano rico le viese en aquel hábito y él fuese pequeño de cuerpo, pareciéndole que debía ser de los muy desechados, le dijo: "Hermano, yo tengo una estancia de ganado cerca de la ciudad, donde si queréis servirme podréis pasar la vida con quietud y reposo, y daros he salario competente." Diego de Tapia, con un semblante de león, o de oso, cuya piel por ventura traería vestida, respondió diciendo: "Yo voy ahora al Perú, donde pienso tener más de veinte estancias. Si queréis iros conmigo sirviéndome, yo os acomodaré en una de ellas de manera que volváis rico en muy breve tiempo." El ciudadano de México se retiró sin hablar más palabra, por parecerle que a pocas más no libraría bien de su demanda.