De la paz que el gobernador asentó con los indios agaces En la ribera de este río del Paraguay está una nasción de indios que se llaman agaces; es una gente muy temida de todas las nasciones de aquella tierra; allende de ser valientes hombres y muy usados en la guerra, son muy grandes traidores, que debajo de palabra de paz han hecho grandes estragos y muertes en otras gentes y aun en propios parientes suyos por hacerse señores de toda la tierra; de manera que no se confían de ellos. Esta es una gente muy crescida, de grandes cuerpos y miembros como gigantes; andan hechos corsarios por el río en canoas; saltan en tierra a hacer robos y presas en los guaraníes, que tienen por principales enemigos; mantiénense de caza y pesquería del río y de la tierra, y no siembran, y tienen por costumbre de tomar captivos de los guaraníes, y tráenlos maniatados dentro de sus canoas, y lléganse a la propia tierra donde son naturales y salen sus parientes para rescatarlos, y delante de sus padres e hijos, mujeres y deudos, les dan crueles azotes y les dicen que les trayan de comer, si no que los matarán. Luego les traen muchos mantenimientos, hasta que les cargan las armas; y se vuelven a sus casas, y llévanse los prisioneros, y esto hacen muchas veces, y son pocos los que rescatan; porque después que están hartos de traerlos en sus canoas y de azotarlos, los cortan las cabezas y las ponen por la ribera del río hincadas en unos palos muy altos. A estos indios, antes que fuese a la dicha provincia el gobernador, les hicieron guerra los españoles que en ella residían, y habían muerto a muchos de ellos, y asentaron paz con los dichos indios, la cual quebrantaron, como lo acostumbraban, haciendo daños a la guaraníes muchas veces, llevando muchas provisiones; y cuando el gobernador llegó a la ciudad de la Ascensión había pocos días que los agaces habían roto las paces y habían salteado y robado ciertos pueblos de los guaraníes, y cada día venían a desasosegar y dar rebato a la ciudad de la Ascensión; y como los indios agaces supieron de la venida del gobernador, los hombres más principales de ellos, que se llaman Abacoten y Tabor y Alabos, acompañados de otros muchos de su generación, vinieron en sus canoas y desembarcaron en el puerto de la ciudad, y salidos en tierra, se vinieron a poner en presencia del gobernador, y dijeron que ellos venían a dar la obediencia a Su Majestad y a ser amigos de los españoles, y que si hasta allí no habían guardado la paz, había sido por atrevimiento de algunos mancebos locos que sin su licencia salían y daban causa a que se creyese que ellos quebraban y rompían la paz, que los tales habían sido castigados; y rogaron al gobernador los recebiese e hiciese paz con ellos y con los españoles, y que ellos la guardarían y conservarían, estando presentes los religiosos y clérigos y oficiales de Su Majestad. Hecho su mensaje, el gobernador los recebió con todo buen amor y les dio por respuesta que era contento de los rescebir por vasallos de Su Majestad y por amigos de los cristianos, con tanto que guardasen las condiciones de la paz y no la rompiesen como otras veces lo habían hecho, con apercebimiento que los tendrían por enemigos capitales y les harían la guerra; y de esta manera se asentó la paz y quedaron por amigos de los españoles y de los naturales guaraníes, y de allí adelante los mandó favorescer y socorrer de mantenimientos; y las condiciones y posturas de la paz, para que fuese guardada y conservada, fue que los dichos indios agaces principales, ni los otros de su generación, todos juntos ni divididos, en manera alguna, cuando hobiesen de venir en sus canoas por la ribera del río Paraguay, entrando por tierra de los guaraníes, o hasta llegar al puerto de la ciudad de Ascensión, hobiese de ser y fuese de día claro y no de noche, y por la otra parte de la ribera del río, no por donde los otros indios guaraníes y españoles tienen sus pueblos y labranzas; y que no saltasen en tierra, y que cesase la guerra que tenían con los indios guaraníes y no les hiciesen ningún mal ni daño, por ser, como eran, vasallos de Su Majestad; que volviesen y restituyesen ciertos indios e indias de la dicha generación que habían captivado durante el tiempo de la paz, porque eran cristianos y se quejaban sus parientes, y que a los españoles e indios guaraníes que anduviesen por el río a pescar y por la tierra a cazar no les hiciesen daño ni les impidiesen la caza y pesquería, y que algunas mujeres, hijas y parientas de los agaces, que hablan traído a las doctrinar, que las dejasen permanescer en la santa obra y no las llevasen ni hiciesen ir ni ausentar; y que guardando las condiciones los ternían por amigos, y donde no, por cualquier de ellas que así no guardasen, procederían contra ellos; y siendo por ellos bien entendidas las condiciones y apercebimientos, prometieron de las guardar; y de esta manera se asentó con ellos la paz y dieron la obediencia.
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Cómo Diego Veláquez envió a Castilla a su procurador Y aunque parezca a los lectores que va fuera de nuestra relación esto que yo traigo aquí a la memoria antes que entre en lo del capitán Hernando Cortés, conviene que se diga por las causas que adelante se verán, e también porque en un tiempo acaecen dos o tres cosas, y por fuerza hemos de hablar de una, la que más viene al propósito. Y el caso es que, como ya he dicho, cuando llegó el capitán de Alvarado a Santiago de Cuba con el oro que hubimos de las tierras que descubrimos, y el Diego Velázquez temió que primero que él hiciese relación a su majestad, que algún caballero privado en corte tenía relación dello y le hurtaba la bendición, a esta causa envió el Diego Velázquez a un su capellán, que se decía Benito Martín, hombre que entendía muy bien de negocios, a Castilla con probanzas, e cartas para don Juan Rodríguez de Fonseca, obispo de Burgos, e se nombraba arzobispo de Rosano, y para el licenciado Luis Zapata e para el secretario Lope Conchillos, que en aquella sazón entendían en las cosas de las Indias, y Diego Velázquez era muy servidor del obispo y de los demás oidores, y como tal les dio pueblos de indios en la isla de Cuba, que les sacaban oro de las minas, e a esta causa hacía mucho por el Diego Velázquez, especialmente el obispo de Burgos, e no dio ningún pueblo de indios a su majestad, porque en aquella sazón estaba en Flandes; y demás de les haber dado los indios que dicho tengo, nuevamente envió a estos oidores muchas joyas de oro de lo que habíamos enviado con el capitán Alvarado, que eran veinte mil pesos, según dicho tengo, e no se hacía otra cosa en el real consejo de Indias sino lo que aquellos señores mandaban; e lo que enviaba a negociar Diego Velázquez era que le diesen licencia para rescatar e conquistar e poblar en todo lo que había descubierto y en lo que más descubriese, y decía en sus relaciones e cartas que había gastado muchos millares de pesos de oro en el descubrimiento. Por manera que el capellán Benito Martín fue a Castilla y negoció todo lo que pidió, e aun más cumplidamente: que trajo provisión para el Diego Velázquez para ser adelantado de la isla de Cuba. Pues ya negociado lo que aquí por mí dicho, no dieron tan presto los despachos, que primero no saliese Cortés con otra armada. Quedarse ha aquí, así los despachos del Diego Veláquez como la armada de Cortés, e diré cómo estando escribiendo esta relación vi una crónica del cronista Francisco López de Gómara, y habla en lo de las conquistas de la Nueva-España e México; e lo que sobre ello me parece declarar, adonde hubiere contradicción sobre lo que dice Gómara, lo diré según y de la manera que pasó en las conquistas, y va muy diferente de lo que escribe, porque todo es contrario de la verdad.
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Capítulo XVII Cómo el capitán Francisco Pizarro quedó en la isla desierta y de lo mucho que pasó él y sus compañeros y de la llegada de los navíos a Panamá Los que hubieren visto la isla de la Gorgona no se espantarán de ver cuánto encarezco lo que en ella pasaron los españoles y cómo no digo nada de su espesura tan cerrada y los cielos abiertos para echar agua encima de ella. En el mar océano, entre Indias, y la Tercera está una isla a que llaman la Bermuda. Es mentada, porque en su paraje a la continua pasan tormenta los navegantes y huyen de ella como de pestilencia. En la mar del Sur, la Gorgona tiene el sonido de no ser tierra ni isla, sino apariencia del infierno. Y quiso Pizarro quedar en lugar que conocía ser tan malo, por tenerlo por más seguro que la isla del Gallo ni la tierra firme. Y fueron los trabajos que pasaron en ella en extremo grado grandes, porque llover, tronar, relampaguear es continuo; el sol déjase pocas veces ver, tanto que por maravilla los nublados descubren para que las estrellas se vean en el cielo. Mosquitos, hay los que bastaran a dar guerra a toda la gente del Turco. Gentes no ninguna, ni fuera razón que poblaran en tierra tan mala. Montaña es mucha la que hay y tan espesa como espantosa. Lo que tiene de contorno esta isla y en los grados que está, escrito lo tengo en mi Primera parte. Los españoles, sin perder la virtud de su esfuerzo, hicieron como mejor pudieron ranchos, que llamamos acá a las chozas para guarecerse de las aguas; y de una ceiba hicieron una canoa pequeña, en la cual entraban el capitán con uno de los compañeros y tomaban peces con que algunos días comían todos. Otras veces salía con su ballesta y mataba de los que llamamos guadaquinajes, que son mayores que liebres y de tan buena carne; y dicen que hubo día que él solo con su ballesta, mató diez de éstas. De manera que estuvieron con gran paciencia, entendía en no parar por buscar de comer para sus compañeros: y tal fue su diligencia, que con la ballesta y canoa bastó a lo hacer sin mostrar sentimiento del agua ni de nunca enjugarse ni dejar de oír el continuo ruido de los mosquitos. Estuvieron enfermos en esta isla Martín de Trujillo y Peralta, remediaron harto los guadaquinajes para que comiesen. Hallaron en aquella isla una fruta que tenía el parecer casi a castaña: tan provechosa para purgar, que no es menester otro ruibarbo ni más que una de ellas. Uno de los españoles comió dos y quedó tan purgado, que aína quedara burlado. Vieron otra fruta montesina como uvillas; de ésta comían y era sabrosa. Entre las rocas y concavidades de las peñas que estaban en la costa de la mar de la isla, tomaban pescado, y de día y de noche toparon culebras monstruosas de grandes, mas no hacían daño ninguno; monas las hay grandísimas y gaticos pintados, con otras salvajinas extrañas, y muy de ver. Las sierras que hay en la isla abajan ríos que nacen en ella, de agua muy buena. En todos los meses del año en la creciente de la luna, se ve que viene a esta isla por algunos cabos de ella, siendo ya pasado el día al poner del sol, infinidad del pez que llamamos aguja, a desovar en tierra. Los españoles alegres, aguardábanlos con palos y mataban los que querían; y pescaban muchos paragos y tiburones; y otras marismas hallaban; de que fue Dios servido que bastó a los sustentar con el maíz que les había quedado, de manera que nunca les faltó que comer. Todas las mañanas daban gracias a Dios, y a las noches lo mismo, diciendo la Salve y otras oraciones, como cristianos; y que Dios quiso guardar de tantos peligros. Por las "horas" sabían las fiestas, y tenían su cuenta en los viernes y domingos. Y con tanto los dejaré pasar en esta vida hasta que el navío vuelva por ellos; y diré cómo llegó Juan Tafur con los otros cristianos a Tierra Firme, que llamaban Castilla de Oro.
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CAPÍTULO XVII Ruinas de Kabah. --Descripción general. --Plan de las ruinas. --Gran Teocalí. --Aposentos arruinados. --Gran vista. --Terraza y edificios. --Grupos de edificios. --Jeroglíficos. --Rica fachada. --Dinteles de madera. --Estructuras singulares. --Aposentos, etcétera. --Lozanía de la vegetación tropical. --Edificio llamado la Cocina. --Grupo majestuoso de edificios. --Aposentos, etc. --Arco solitario. --Una serie de edificios. --Aposentos, etc. --Impresiones de la mano roja. --Dintel esculpido. --Instrumentos que usaban los aborígenes para grabar en madera. --Estructura arruinada. --Adornos en estuco. --Gran edificio arruinado. --Curiosa cámara. --Quicios esculpidos. --Otro testimonio en favor de estas ciudades arruinadas. --Última visita a Kabah. --Su reciente descubrimiento. --Gran osario. --Procesión funeraria. --Baile de día. --Procesión de las velas. --Escena final En el entretanto proseguíamos con nuestros trabajos en Kabah, y constantemente estábamos inquiriendo de los indios noticias sobre más ruinas. En esto nos fue de mucho auxilio el padrecito, y, a decir verdad, a no ser por él y los informes que nos proporcionó, acaso jamás hubiéramos descubierto algunos de los lugares descritos en estas páginas. Tenía ocho indios sacristanes, escogidos entre lo más respetable de su clase, para el servicio de la iglesia, y, cuando no se empleaban en ayudar misas, salves o entierros, pasaban su tiempo ocioso cerca de nuestra puerta, siempre animados con un trago de aguardiente. Muy contentos venían cuando los llamábamos, pues, como conocían a todo el pueblo y el punto donde cada indio tenía su milpa, de ellos nos valíamos para hacer nuestras indagaciones. Todas las ruinas que se hallan esparcidas en el país son conocidas de los indios con el nombre general de "Klab-pak", que quiere decir "paredes viejas". Las noticias que obteníamos eran por lo regular tan confusas, que no acertábamos a formarnos una idea de la extensión y carácter de las ruinas. No podíamos establecer ningún criterio para dirigir nuestro juicio, pues los que nos hablaban de unas ruinas acaso no conocían más que ésas, de modo que era preciso verlas todas para poder juzgar con cierto grado de fijeza; y nos encontrábamos también muy perplejos, perplejidad cuyo tamaño apenas se acertaría a concebir por la extraordinaria ignorancia de blancos e indios respecto de la topografía de sus inmediatas cercanías. Aunque el lugar distara pocas leguas del pueblo, jamás le habían visitado ni sabían nada de él, y la mucha dificultad que encontrábamos en averiguar la respectiva posición de los diversos lugares entre sí no podíamos combinar un plan de ruta que abrazase a varios de ellos a un tiempo. Tuve que hacer una visita preliminar a todos los lugares de que nos hablaban, y me encontré con que aquéllos, de los cuales más esperaba, no valían la pena de explorarlos, mientras que de los otros de los que nada o muy poco esperaba resultaban ser interesantísimos. Casi todas las tardes, cuando regresábamos al convento, entraba el padrecito dándonos plácemes de "buenas noticias, otras ruinas". Una vez fueron tantas y tan repetidas las "buenas nuevas", que envié a Albino a hacer una excursión de dos días con el fin de que se informase visiblemente del estado de las ruinas, de las cuales nos habían dado noticia. Volvió dando cuenta de su comisión de un modo que justificó la buena opinión que yo tenía de su inteligencia y actividad, pero trajo una pierna maltratada por haber trepado un cerro, accidente que le inhabilitó de todo servicio por algunos días. Como estas páginas se encontrarán acaso demasiado difusas, omito la descripción de estas excursiones preliminares, y sólo presentaré al lector la extensa línea de ciudades arruinadas, por el orden con que las visitamos con objeto de explorarlas. Chichén era el único punto del cual hubiésemos oído hablar en Mérida, y también del único del cual sabíamos con certeza antes de embarcarnos para Yucatán, en donde nos encontramos con un vasto campo de ruinas que mediaba entre Mérida y Chichén. Para no andar en más dilaciones, procederé de una vez a dar una descripción de las ruinas de Kabah. El camino real de Nohcacab a Bolonchén pasa por en medio de las ruinas, y del camino sale una vereda que conduce a una milpa, y también lleva a las ruinas que yacen a la izquierda de aquél. Siguiendo esta vereda, el primer objeto que se presenta a la vista es el gran Teocali, pintoresco, arruinado y cubierto de arboleda; y como la casa del enano, alzándose por encima de los demás objetos comarcanos. Mide su base ciento ochenta pies cuadrados, y se eleva en figura piramidal hasta la altura de ochenta pies. Al pie existe una línea de cuartos arruinados, y los escalones de su gran escalinata están todos destruidos y llenos de piedra suelta, de suerte que su ascenso es muy difícil, excepto de uno de los lados que se facilita un poco con la ayuda de los árboles que allí crecen. Desde su cima se goza de una hermosa vista. La primera vez que subí fue de tarde, cuando el sol estaba al ponerse y los edificios proyectaban sobre el llano sus prolongadas sombras. Al N. S. y E. confinan la vista grupos de colinas, y en una parte de las ruinas se veía un rancho, de modo que el único indicio que allí se observaba de la habitación del hombre era la lejana iglesia del pueblo de Nohcacab, que se levantaba sobre la arboleda que cubría la llanura. Dejando a un lado el Teocali y siguiendo de nuevo la vereda por distancia de tres o cuatrocientos pies, se llega a una terraza de veinte pies de alto, cubierta de arboleda: la subimos, y salimos a una plataforma de doscientos pies de ancho y ciento cuarenta y dos de profundidad, con un edificio situado sobre su centro, con el frente hacia nosotros. A la derecha de la plataforma, cerca de este edificio, hay un elevado grupo de estructuras, ruinosas y cubiertas de árboles, que tienen en su parte posterior una inmensa pared que nace del borde mismo y desciende perpendicularmente hasta el pie de la terraza. Hacia la izquierda hay otro grupo de edificios, no tan grandes como los de la derecha, y en el centro de la plataforma se observa un cerco de piedra sólida de veintisiete pies de alto, parecido al que rodea la picota en Uxmal, que al examinarla observamos que la hilera de piedras próxima a su base estaba esculpida y presentaba una línea continua de jeroglíficos. Del centro de la plataforma se alza una escalinata compuesta de veinte escalones de piedra, de cuarenta pies de ancho, que conduce a la parte superior de la terraza, sobre la cual está el edificio ya mencionado. Este edificio presenta un frente de ciento cincuenta y un pies, y al momento que le vimos nos llamó la atención la extraordinaria riqueza y adornos de su fachada. En todos los edificios de Uxmal, sin excepción ninguna, las fachadas son de piedra lisa hasta la cornisa que pasa por encima de las puertas, pero ésta se hallaba toda adornada desde su misma base. Ha caído al suelo la mayor parte de esta fachada, pero de la parte del N. aun existe una porción de unos veinticinco pies, que, aunque no del todo entera y completa, es suficiente para dar una idea de la brillantez de los adornos que la decoraban. Los adornos son del mismo carácter que los de Uxmal, igualmente complicados e incomprensibles, y si tomamos en consideración que toda la fachada estaba decorada de esculturas, aun la parte que ahora yace enterrada debajo la cornisa inferior, no hay duda de que debe haber presentado una vista mucho más rica y magnífica que ninguno de los edificios de Uxmal. La cornisa que corre por encima de las puertas, juzgada con arreglo a las más severas reglas del arte reconocidas entre nosotros, embellecería la arquitectura de cualesquiera de las épocas conocidas. Allí existe, en medio de una masa de barbarismo, de rudas y toscas concepciones, como una ofrenda que presentan los constructores americanos a la aceptación de un pueblo culto. Los dinteles de las puertas son todos de madera, y todos se hallan destruidos, sin que exista ni un solo adorno de los que los decoraban, los cuales, sin duda alguna, corresponderían con la belleza de la escultura del resto de la fachada. Todo yace ahora al pie de la pared, un montón de escombros y ruinas. Sobre la parte superior existe una estructura que, vista a cierta distancia por entre los árboles, parecía formar un segundo piso, pero que nos recordó, cuando nos aproximamos y la distinguimos con claridad, las elevadas estructuras que se observan sobre el techo de algunos de los edificios arruinados del Palenque. No era materia de poca dificultad el acceso a este elevado edificio, pues ni dentro ni fuera de él había escalera ni medio alguno de comunicación visible; pero por la parte posterior habían venido al suelo el techo y paredes, y formaban cerros de escombros, que casi llegaban hasta arriba. El trepar por estos inseguros cerros no estaba exento de peligro, porque muchas de las partes del mismo edificio, que parecían firmes y sólidas, no tenían la seguridad que prestan aquéllas que han sido construidas conforme a los verdaderos principios del arte: algunas veces era imposible descubrir el punto de apoyo de aquellas masas desordenadas, que realmente aparecían sostenidas por una mano invisible. Mientras nos ocupábamos en despejar el techo de la arboleda que lo cubría, cayó un aguacero intempestivamente, y, al bajar para ir a refugiarnos en una de las piezas inferiores, se desprendió una piedra que me hizo rodar junto con ella al suelo. Afortunadamente, debajo había un montón de ruinas que casi se alzaban hasta el techo, circunstancia que me salvó de una caída cuyas consecuencias, si no fatales, hubieran sido bastante serias. La expresión que se manifestaba en la faz de uno de los indios que nos acompañaban, al verme rodar hacia abajo, probablemente no era más que una ligera reflexión de la mía. La estructura que está sobre el techo de este edificio tiene cosa de quince pies de alto y cuatro de grueso, y se extiende a lo largo de la pared posterior de la línea de piezas del frente del edificio. Se halla derrumbada en muchas partes, pero visto y examinado de más cerca nos confirmó en su semejanza general, que de lejos habíamos observado, con las estructuras arruinadas que existen encima de algunos edificios del Palenque. Estas últimas eran de estuco, las otras eran de piedra, pero más sencillas y de mejor gusto. No creo que se hayan construido con el objeto de que formasen una parte esencial del edificio, sino para darle mejor aspecto y producir mayor efecto. Ya he dicho que nos sorprendió bastante la primera vista de la fachada de este edificio. Subimos los escalones y, deteniéndonos en la puerta del centro, no pudimos menos de arrojar una exclamación de sorpresa y admiración. En Uxmal no se observaba ninguna variedad: el interior de todas las piezas era el mismo. Allí se nos presentó a la vista una escena enteramente nueva. Consiste aquel salón de dos piezas paralelas que se comunican por medio de una puerta que está en el centro: la que está situada al frente tiene veintisiete pies de largo y diez pies, seis pulgadas de ancho; y la de la parte interior mide los mismos pies de largo, y es un poco más angosta. El piso de esta pieza interior está elevado dos pies ocho pulgadas sobre el nivel de la exterior, y se sube a ella por dos escalones labrados en una sola pieza de piedra, figurando el primero un rollo de papel. Las partes laterales de los escalones, lo mismo que la pared que corre debajo de la puerta, están adornadas de esculturas. El diseño es bonito y gracioso y produce muy buen efecto. Aquí comimos el primer día en memoria del antiguo propietario de ese edificio, y, como sus dominios carecían de aguas, tuvimos que hacerla traer de los pozos de Nohcacab. De lado y lado de la puerta central había una puerta que comunicaba con otros aposentos, compuestos cada uno de ellos de dos piezas, una interior y otra exterior, teniendo aquélla el piso más elevado que ésta, pero sin escalones; y el solo adorno que se observa es una hilera de pequeñas pilastras de unos dos pies de alta, que están debajo del nivel del umbral de la puerta y corren por toda la circunferencia de la pieza exterior. Ésta no es más que una breve descripción de la fachada y aposento del frente, que apenas ocupan la tercera parte del edificio. En la parte posterior del mismo y bajo un mismo techo hay dos líneas de aposentos de iguales dimensiones a las que acabamos de describir con un área rectangular al frente. La forma del edificio es casi cuadrado, y aunque presenta menos frente ocupa más terreno que la casa del gobernador, pues la pared central está compuesta de una masa sólida, y probablemente contiene también este edificio una piedra más esculpida que aquélla por la abundancia profusa de sus adornos. El resto del edificio está en un estado mucho más ruinoso que el que hemos descrito: las paredes extremas se han venido abajo, juntamente con el techo y todo el otro frente, llenando el interior de las piezas con tal cantidad de escombro, que nos fue imposible sacar el plano. De aquel lado está la terraza del todo cubierta de arboleda y maleza, y algunos de los árboles han echado raíces entre los fragmentos y crecen en el interior de las piezas. Uno de estos árboles es de los que llaman álamos, que forma con el ramón uno de los principales sustentos del caballar de aquel país. Está pegado a la pared del frente, y sus raíces, desprendidas del tronco principal y penetrando por entre las hendiduras y grietas, se han vuelto con el transcurso del tiempo otros tantos troncos secundarios, que, según van creciendo y engrosando, van también deshaciendo y desbaratando la pared y llevándose consigo, enlazadas entre sus innumerables vueltas, grandes piedras que ahora mantienen aseguradas y elevadas en el aire; al mismo tiempo sus raíces se han agarrado de tal modo a los cimientos, que forman el único apoyo en que estriba la pared. Es imposible ni representar con exactitud la manera con que circuyen y rodean con dura presión a estas piedras esculpidas las nudosas y retorcidas raíces del árbol. He aquí una breve descripción del primer edificio de Kabah. A muchas de estas estructuras han dado los indios unos nombres estúpidos, sin sentido ni significación, y que no hacen ni tienen referencia de ninguna clase con la historia o la tradición. A este edificio le llaman Xcoopook, que significa sombrero de paja doblado, nombre que alude al estado dilapidado y aplanado de la fachada y la ruina total de la pared posterior. Bajando por el ángulo posterior de la parte posterior de la terraza, a unos cuantos pasos de distancia, se alza un montículo deteriorado y cubierto de vegetación, con un edificio arruinado situado sobre su cima, al cual dan los indios el nombre de Cocina, porque dicen que tenía sus chimeneas para desahogar el humo. Conforme con sus descripciones, debe haber presentado un aspecto curioso, y era una lástima que no hubiésemos llegado un año antes, época en que todavía estaba en pie. En las últimas lluvias se habían refugiado en este edificio una tarde para guarecerse del agua unos arrieros de Mérida que recorrían el país en busca de maíz, habiendo soltado previamente a sus mulas a pastar entre las ruinas. Durante la noche, se desplomó el edificio, pero afortunadamente escaparon ilesos y en medio del agua y oscuridad, abandonando a sus bestias, echaron a correr como mejor pudieron y llegaron gritando a Nohcacab que el demonio estaba en las ruinas de Kabah. A la izquierda de este cerro hay una escalera que desciende al área de una segunda casa, y a la derecha está situado un grandioso y majestuoso grupo de edificios, que no llevan ningún nombre, y que, cuando enteros y en pie, eran acaso la estructura más imponente de Kabah. Su base mide ciento cuarenta y siete pies por un lado, y ciento seis por el otro, y se compone de tres cuerpos, uno encima del otro, y el segundo menor que el primero y el tercero menor que el segundo, con una ancha plataforma al frente. A lo largo de la base, por todos los cuatro costados, hay una línea no interrumpida de cuartos, cuyas puertas están sostenidas por pilastras, y del lado que enfrenta a la primera casa descubrimos un objeto nuevo e interesante. Era éste una gigantesca escalinata de piedra que se alzaba hasta el techo, sobre el cual estaba asentado el segundo edificio. Esta escalinata no formaba una masa sólida que descansase sobre las paredes del montículo, sino que se apoyaba y sostenía sobre la mitad de un arco triangular que nacía del suelo y descansaba del otro lado sobre la pared, de modo que dejaba el paso libre por debajo. Esta escalinata no era tan sólo interesante por su grandiosidad y la novedad de su construcción, sino que también nos explicaba lo que hasta entonces no habíamos acertado a comprender respecto de la escalera principal de la casa del enano en Uxmal. Los escalones de esta escalinata se han caído todos, y se sube por ella como por un plano inclinado. Los edificios a los cuales conduce están arruinados todos, y muchas de las puertas tan obstruidas, que apenas dejan hueco suficiente para penetrar en el interior. Ocupados una vez en despejar los escombros para poder sacar un diseño del plan del edificio, vino un aguacero que nos obligó a refugiarnos dentro de uno de los cuartos, donde permanecimos encerrados y casi sofocados por más de una hora yo y todos los indios, respirando una atmósfera húmeda e insalubre. Las puertas que miran al N. están enfrente de la segunda casa, cuya área o plataforma tiene de largo ciento setenta pies y ciento diez de ancho, y una elevación de diez pies sobre el suelo. Como acababa de estar sembrada de maíz, estaba bastante despejada. Este edificio está situado sobre una terraza más elevada, a cuya base, por una extensión de ciento sesenta y cuatro pies, corre una línea de cuartos, cuyas puertas se abren sobre la plataforma. La pared frontal y el techo de estas piezas han caído casi todas. Una escalera arruinada se eleva del centro al techo de estos cuartos que forman la plataforma, que se extiende al frente del edificio principal. Esta escalera, como la última, está apoyada sobre la mitad de un arco triangular precisamente igual al otro ya mencionado. Todo el frente está adornado de esculturas, y los adornos mejor conservados son los de la puerta del cuarto del centro, que está debajo de la escalera. Dos de las puertas del edificio principal tienen pilares, y aquélla fue la primera vez que observamos que se había hecho uso de ellos como apoyos, como es debido y conforme a las reglas de arquitectura, contribuyendo de esta suerte a aumentar el interés que nos causaron otras novedades que allí descubrimos. Estos pilares, no obstante, eran toscos y rudos, y sus chapiteles y pedestales consistían en trozos cuadrados de piedra, y carecían de aquella majestad y grandeza arquitectónica que, en otros estilos de arquitectura, va siempre unida a la presencia de estos objetos; pero no estaban desproporcionados y decían bien con lo bajo del edificio. Los dinteles de las puertas eran de piedra. Dejando este edificio y atravesando un llano lleno de árboles y matojos, a distancia de trescientas cincuenta yardas, se halla la terraza de la tercera casa. La plataforma de esta terraza también había estado sembrada de maíz, y poco trabajo costó despejarla. Los árboles que crecían sobre el frente de este edificio le daban un sombrío tan hermoso, que sentimos tener que cortarlos, y sólo lo hicimos con aquéllos que era estrictamente necesario para despejar la vista. Mientras Mr. Catherwood se ocupaba en dibujarlo, vino un aguacero, y como acaso no hubiera sido fácil obtener una vista por medio de la cámara oscura, continuó su trabajo guarecido de un capote ahulado y un paraguas sostenido por un indio. El aguacero fue tan fuerte cuanto repentino, como a menudo acontece en los climas intertropicales, y bastaron unos cuantos minutos para que el piso se anegase completamente. Llaman los indios a este edificio la Casa de la Justicia. Tiene de largo ciento trece pies, y contiene cinco cuartos de veinte pies de largo y nueve de ancho cada uno, construidos todos en un estilo llano y sencillo. También el frente tiene el mismo estilo, exceptuando los pilares embutidos en las paredes intermedias de las puertas, de que ya hemos hecho mención, y otros grupos de pilares también, más pequeños, que se observan en la parte posterior y en los extremos del frente, que presentan un adorno sencillo y bastante elegante. Además de éstos, existen del otro lado del camino real restos de otros edificios en muy ruinoso estado, pero que comprenden un monumento acaso más curioso e interesante que ningún otro de los descritos hasta aquí. Es un arco solitario de igual forma a los demás y de catorce pies de vuelo. Está situado sobre un montículo que no tiene conexión con ninguna otra estructura, grandioso y solitario. Un denso velo cubre su historia, pero allí está, en medio de tanta desolación y soledad, en medio de las ruinas que lo rodean, como el orgulloso recuerdo de un triunfo romano: acaso, como el arco de Tito, que hasta el día de hoy se eleva por encima la vía sacra en Roma, se erigió en conmemoración de alguna victoria. Éstos eran los restos principales que existían de este lado del camino real, los únicos que conocían nuestros guías y los únicos a donde nos condujeron; pero del otro lado del camino se observan todavía, ocultos entre la arboleda, montones de ruinas de edificios que antes eran sin duda de un carácter más grandioso, que eéste de que hemos hablado. La primera vez que los vimos fue desde la cumbre del gran Teocali. Bajamos al camino real hasta encontrar una vereda que está en la misma línea del arco triunfal, la cual conduce a dos edificios pequeños y poco adornados, que están metidos dentro del cerco de una milpa. Forman ángulo recto con otro, y a su frente hay un patio en que se ve una gran oquedad, como la boca de una cueva, a cuya orilla crece un árbol. Se hizo memorable mi primera visita a aquel sitio por una brillante hazaña de mi caballo. Cuando desmontamos, Mr. Catherwood puso el suyo a la sombra, el Dr. Cabot en uno de los edificios, y yo amarré el mío a este árbol. Al volver por la tarde en busca de ellos, el mío no aparecía, y nos supusimos que se lo habían robado; pero al aproximarme al árbol vi que el cabestro estaba todavía amarrado a él, y por consiguiente se desvaneció esta suposición, pues era mucho más probable que un indio dejase el caballo y cogiese el cabestro que viceversa. El cabestro caía dentro de la boca de la cueva, y mirando por ella hube de ver al caballo colgado de la otra extremidad, y que, manteniéndose con la cabeza y el pescuezo estirados en toda su extensión, apenas tenía soga suficiente para sostenerse en pie y no ahorcarse. Uno de sus costados estaba todo pelado y lleno de tierra, y tal parecía que se había roto hasta el último hueso; pero, cuando lo sacamos, observamos que, excepto uno que otro raspón, no tenía ninguna lastimadura de consideración; y al contrario, jamás se portó con tanto brío y denuedo como cuando lo monté aquella vez y regresé con él al pueblo. Además de estos edificios, ningún indio sabía nada de otras ruinas. Apartándonos de ellos y tomando el rumbo del O., después de atravesar un espeso bosque donde nada se podía distinguir, guiado por las observaciones que habíamos hecho en la cumbre del gran Teocali, y pasando luego por un pequeño edificio arruinado con una escalera que conducía al techo, llegamos a una gran terraza de unos ochocientos pies de largo y como cien de ancho. Esta terraza, además de estar cubierta de arboleda, abundaba en zarzales, espinos y la agave americana con sus puntas tan agudas como la de una aguja, circunstancia que nos imposibilitó de movernos sin ir abriendo camino paso por paso. Dos edificios había sobre esta terraza: el primero tenía doscientos diecisiete pies de largo con siete puertas en el frente, las cuales comunicaban con otras tantas piezas incomunicadas excepto la del centro, que conducía a un aposento compuesto de dos cuartos, cada uno de treinta pies de largo. Por la parte posterior había otras piezas con puertas que miraban a un patio, de cuyo centro nacían, formando ángulo recto, dos alas de edificios que terminaban en un gran cerro artificial arruinado. Todo el frente de este gran grupo parecía haber estado más adornado que ninguno de los edificios descritos, excepto el primero; pero desgraciadamente estaban también más dilapidados. Las puertas tenían dinteles de madera, casi todos por los suelos. Al N. de este edificio hay otro de ciento cuarenta y dos pies de frente y treinta y uno de profundidad, con corredores dobles que se comunicaban entre sí, y una gigantesca escalinata en el centro, que sube hasta el techo, sobre el cual se notan las ruinas de otro edificio. Las puertas de dos de las piezas centrales yacen debajo del arco de esta gran escalinata, y en el de la derecha nos volvimos a encontrar con la impresión de la mano roja, no una, o dos, o tres, como en otros lugares, sino que toda la pared estaba cubierta de ellas, claras y brillantes, cual si acabaran de hacerse nuevamente. Todos los dinteles de las puertas son de madera, están en su sitio correspondiente, y la mayor parte en buen estado. Las puertas estaban obstruidas de tierra y escombros, y la más próxima a la escalinata, llena hasta una distancia de tres pies de la parte superior del marco. Mr. Catherwood tuvo que entrar a la pieza que conducía, arrastrándose por el suelo sobre sus espaldas, con el objeto de tomar sus dimensiones interiores, y estando dentro le llamó la atención un dintel esculpido, al cual, después de examinarlo, lo reputó por el objeto más interesante que hubiésemos encontrado en Yucatán. A mi regreso aquel día de una visita que fui a hacer a tres ciudades arruinadas, antes desconocidas, me hizo presente que este dintel era igual en interés y valor a todas las tres juntas. Lo vi al día siguiente, e inmediatamente me resolví, a cualquier costo, a traerlo a mi país. Nuestras operaciones habían sido ocasión de que se suscitasen muchas discusiones en el pueblo. Era la opinión general que andábamos en busca de oro, porque ninguno acertaba a creer que estuviésemos gastando dinero en semejantes trabajos, sin estar seguros de un reembolso; y recordando la suerte que habían corrido los modelos que habíamos sacado del Palenque, temí el que se supiese que allí hubiésemos encontrado algo que valiese la pena tomarlo. Sin embargo, como era imposible sacar el dintel con sólo nuestros esfuerzos, conferenciamos con el padrecito, y conseguimos una partida de operarios, armados de barretas, para removerlo de la pared. El doctor, que por enfermo no se movía del pueblo hacía algunos días, hubo de salir en esta gran ocasión. Componíase el dintel de dos vigas, una de ellas, la que estaba de la parte de afuera, rajada a lo largo en dos pedazos. Penetraban de lado y lado de la puerta como un pie en la pared, y estaban tan firmes y seguros como cualquier otra piedra, pues sin duda ninguna se habían encajado al tiempo que el edificio mismo se construía. Por fortuna teníamos dos barretas, y tanto por dentro como por fuera estaba lleno de tierra amontonada, de suerte que los barreteros pudieron ocupar un puesto superior al nivel de las vigas, y hacer uso con ventaja de sus barretas. Principiaron por la parte de adentro, y al cabo de dos horas de trabajo desembarazaron la porción del dintel que estaba inmediatamente sobre la puerta, quedando aún encajadas firmemente en la pared las dos extremidades. Como tenía de largo diez pies, para evitar que se desplomase la pared superior y los lastimase, fue preciso sacar las piedras del centro y formar un arco proporcionado a la base. Sobre la puerta tenía la pared cuatro pies de espesor, que se aumentaba a proporción que se inclinaba hacia adentro del arco interior, y por ella era una masa compacta y el material tan duro casi como la misma piedra. A medida que se ensanchaba la brecha se volvía más peligroso el permanecer junto a ella, y tuvo que echarse a un lado las barretas y cortar troncos de árboles pequeños, que se emplean como una especie de arietes para ir golpeando el material y piedra menuda que había servido para rellenar, de modo que, vueltos éstos, se desprendiesen las piedras mayores, y, para evitar que las vigas del dintel recibiesen lesión, se construyó un plano inclinado que se apoyaba en la pared opuesta interior, para que por él rodasen al suelo las piedras y material, según se iban desprendiendo y cayendo. El trabajo en la brecha cada momento se volvía más arriesgado por el mayor ensanche que tomaba aquélla, y uno de los operarios rehusó con este motivo el continuar trabajando. Casi teníamos en las manos las vigas, pero, si la masa de pared superior llegaba a desplomarse, indudablemente hubiera enterrado debajo de sus escombros tanto a aquéllas cuanto a los operarios, ocurrencia que habría sido sumamente desagradable para todos. Por fortuna contábamos entonces con la mejor gente que hubiésemos sacado de Nohcacab, y logramos picar su amor propio, hasta que al fin, casi contra toda esperanza, después de haber formado un tosco arco al que poco le faltara para tocar al techo, se extrajo la viga de la parte interior sin lesión ninguna. La otra también salió en salvo, y después de mucho trabajo, ansiedad y buena fortuna, tuvimos por fin el gusto de verlas delante de nuestros ojos, con la parte esculpida vuelta hacia arriba. No trabajamos más aquel día, porque, aunque apenas cambiábamos de posición durante estos trabajos, el estado de excitación y ansiedad por su buen éxito en que naturalmente nos encontramos, aquélla fue ciertamente una de las más fatigosas operaciones que emprendimos en el país. Al día siguiente, sabiendo las dificultades y riesgos consiguientes al transporte, las mandamos parar contra la pared para que Mr Catherwood las dibujase. Aunque originariamente no se componía sino de dos, ahora consta de tres piezas este dintel, pues una de las vigas se había rajado por el medio, a efecto de la presión desigual, seguramente, de la gran masa de material que se apoyaba sobre ella. La parte superior de la cara exterior estaba carcomida, probablemente debido a alguna gotera que se había buscado camino por entre los adornos y tocaba esta parte; todo lo demás estaba en buen estado de conservación y solidez. El diseño representa una figura humana en pie sobre una serpiente. Tiene la cara gastada y borrada, el tocado de la cabeza lo forma un plumaje, y el carácter general de la figura y adornos es el mismo que el de las figuras que se encuentran en las paredes del Palenque. Era el primer objeto que habíamos descubierto que tuviese tan notable semejanza en sus detalles, y que tan íntimamente enlazase a los edificadores de estas distantes ciudades. Sin embargo, el mayor interés de estas vigas consistía en el grabado. La viga cubierta de jeroglíficos en Uxmal estaba apagada y gastada, pero ésta se conservaba en muy buen estado. Sus perfiles, claros y distintos, y todo el grabado, caso que se sujetara a un examen sin referencia al pueblo que lo ejecutara, se consideraría como una muestra de la inteligencia y adelantos en el arte de grabar en madera. Como tenía la certidumbre de que el único medio de dar una idea verdadera del carácter de este grabado era la exhibición de las mismas vigas, me determiné a no ahorrar gasto ni trabajo para transportarlas a esta ciudad; y, cuando después de examinarlas con la debida atención, nos satisficimos que estas vigas serían el objeto más interesante que podríamos sacar del país. Hice cubrir las caras esculpidas de zacate seco y forradas en costales, y quería que pasasen sin parar por el pueblo, pero los indios que contraté para llevarlas las dejaron abandonadas en el suelo por dos días, expuestas a las fuertes lluvias, y me vi precisado a mandarlas al convento, en donde se secó el zacate. El primer día vinieron a verlas dos o trescientos indios que estaban trabajando en la noria. Se pasó algún tiempo antes de que pudiese conseguir gente para conducirlas, hasta que tuve la satisfacción de verlas salir del pueblo en hombros de indios, trayéndolas yo luego para esta ciudad. Ya el lector debe anticipar mi conclusión, y, si tiene el más mínimo átomo de simpatía por el autor, sentirá la suerte melancólica que les cupo poco después de haber llegado. El descubrimiento de estas vigas en un sitio en donde no teníamos motivo de esperar cosas semejantes nos indujo a ser más cuidadosos en el examen del edificio. El dintel de la puerta correspondiente del otro lado estaba todavía en su lugar y en buen estado, pero era liso; y no encontramos más dintel esculpido que éste en todas las ruinas de Kabah. Cuál fuese la razón o el motivo de que a aquella puerta particular se la distinguiese nos fue imposible el conjeturarlo; pero contribuyó a aumentar el interés y la admiración que producía todo lo que tenía conexión con la exploración de estas ciudades americanas. No existe dato ninguno para creer en la existencia del hierro o el acero entre los aborígenes de este continente, y la opinión más general y mejor fundada es que no conocían absolutamente estos metales. ¿Cómo, pues, podían grabar en madera y siendo ésta de la especie más dura? En la gran canoa que primero sugirió a Colón la existencia de este gran continente, entre los artefactos del país de donde viniera, los españoles observaron hachas de cobre "para cortar madera". Bernal Díaz dice en la relación del primer viaje de los españoles a lo largo de la costa de Goazacoalcos, en el imperio mexicano, "que los indios tenían invariablemente la costumbre de portar consigo pequeñas hachas de cobre brillante, con mangos de madera muy bien pintados, y que les servían tanto para adorno como para defensa. Nosotros creíamos que fuesen de oro, y por consiguiente las comprábamos con avidez, y tanto que a los tres días ya teníamos más de seiscientas; y mientras duró la equivocación estuvimos tan satisfechos con nuestra compra, como los indios con sus cuentas verdes". Y en la colección de interesantes reliquias del Perú, de la cual va hecha referencia, de la propiedad de Mr. Blake, y cuya existencia, sea dicho de paso, es apenas conocida de sus vecinos por el genio corto y modesto del propietario, hay varios cuchillos de cobre, uno de los cuales está ligado con una pequeña porción de estaño bastante duros para cortar madera con ellos. En otros cementerios del mismo distrito,encontró Mr. Blake varios instrumentos de cobre, parecidos al cincel moderno, que es probable sirviesen para grabar en madera. Opino que el grabado de estas vigas se hizo con los instrumentos de cobre, que se sabe existían entre los aborígenes, y no hay necesidad de suponer, sin ninguna evidencia o contra toda ella, que en cierta época remota fue conocido en este continente el uso del hierro y del acero, y que este conocimiento se perdió entre los habitantes de una época posterior. Desde la gran terraza se percibe indistintamente por entre la arboleda una gran estructura, la cual indiqué a un indio, y salí luego con él a examinarla. Bajando entre los árboles la perdimos de vista enteramente, pero, continuando en la dirección marcada, abriendo paso el indio con su machete, llegamos a un edificio, que no era aquel en cuya busca habíamos salido. Presentaba un frente de noventa pies, todas sus paredes estaban cuarteadas, y a lo largo de su base se veían regadas por el suelo multitud de piedras tan bien esculpidas, como la mejor que hubiésemos visto hasta allí. Antes de llegar a la puerta, me escurrí dentro de un cuarto, por una hendidura que encontré en la pared, y dentro me di con un enorme avispero pegado a uno de los extremos del arco: más que de prisa me volví para salir, y entonces observé sobre el otro un gran adorno en estuco, el cual tenía también un avispero pegado, pintado y con los colores brillantes y vívidos todavía, y que me causó tanta sorpresa, como las vigas esculpidas: una gran parte se había caído y tenía visos de haber sido hecha a propósito. El adorno parecía querer representar dos grandes águilas, una frente a la otra, con grandes chorros de plumas a los lados, distintos aun. La extremidad opuesta del arco de donde pendía el avispero manifestaba señales y probablemente contenía otro adorno correspondiente. Más allá de éste, encontramos el edificio en demanda del cual habíamos salido. El frente estaba en pie todavía, y en algunas partes, particularmente en uno de sus ángulos, ricamente adornados; pero la parte posterior no era más que un informe montón de ruinas. Del centro se levantaba una gigantesca escalinata hasta subir al techo, sobre el cual había otro edificio con dos hileras de cuartos, derrumbado lo exterior y lo interior entero. Descendiendo del otro lado por encima de un montón de ruinas, observé una profunda abertura que parecía conducir a una cueva, y bajando por ella me hube de encontrar con que conducía a la enterrada puerta de una cámara, modelada bajo un plan nuevo y curioso. Tenía al frente una plataforma de cuatro pies de alto, y en cada uno de sus ángulos interiores había un espacio redondo y vacío, capaz de contener a un hombre en pie. Parte de la pared posterior estaba cubierta de impresiones de la mano roja; y tan frescas parecían y se distinguían con tanta claridad los pliegues y arrugas de la palma de la mano, que intenté arrancar una de ellas con el machete; pero tan duro estaba el material, que fueron inútiles cuantos esfuerzos hice por lograrlo. Algo más allá había otro edificio de aspecto tan sencillo, comparado con el primero, que yo no hubiera hecho alto en él, a no ser la incertidumbre en que estaba sobre lo que podía descubrirse en estas ruinas. Este edificio sólo tenía una puerta casi del todo obstruida, y al pasar por ella me llamó la atención el ángulo saliente de un plumaje, que todo casi estaba enterrado, esculpido en uno de los quiciales del marco. Inmediatamente me supuse que era un tocado, y que debajo habría una figura humana esculpida. También esto era nuevo, pues los marcos de todas las puertas que hasta entonces hubiésemos visto eran todos lisos. Examinando con atención la parte opuesta, descubrí una piedra correspondiente, pero enteramente encubierta por los escombros. Faltaba en ambos lados la piedra superior de los quiciales o largueros: las encontré por allí cerca, e inmediatamente me resolví a cavar la parte enterrada con el fin de llevármela toda, aunque fuera aquélla una operación más difícil, que la excavación de las vigas esculpidas. Un montón de tierra sólida penetraba hasta la pared interior de la pieza, obstruyendo la puerta hasta una altura de cerca de tres pies de distancia de la parte superior del marco. Era imposible desembarazar la entrada de aquella masa acumulada, pues los indios sólo contaban con sus manos para sacar la tierra. El único medio que se presentaba era el de cavar a lo largo del quicial, separar en seguida la piedra de la pared con barretas, y sacarla fuera. Fue preciso emplear dos días enteros en este trabajo, y los indios quisieron abandonarlo al segundo. Para animarlos y no perder otro día, me vi obligado a trabajar en persona, y por la tarde logramos sacar las piedras con unos palos que empleamos como palancas, pasarlas por encima del montón de tierra y pararlas contra la pared interior. Cada uno de estos largueros se compone de dos piezas, y en cada uno de ellos la piedra superior mide un pie, cinco pulgadas de alto, y la inferior cuatro pies, seis pulgadas; y ambos, dos pies y tres pulgadas de ancho. Forman el dibujo dos figuras, la una en pie y la otra arrodillada delante de ésta. Ambas tienen caras grotescas y poco naturales, que probablemente encierran algún significado simbólico. El tocado de la cabeza consiste en un elevado plumaje que cae en chorros hasta los talones de la figura erguida, la cual tiene un renglón de jeroglíficos al pie. Mientras me ocupaba en sacar a luz estas piedras enterradas, estaba muy lejos de pensar en que iba a descubrir un nuevo testimonio en favor de los constructores de estas ciudades arruinadas. El arma que tiene en la mano la figura arrodillada es lo primero que se nota; y en la misma gran canoa de que se ha hecho referencia, según dice Herrera, los indios tenían "espadas de madera con una canal abierta en su parte superior, en donde encajaban y sujetaban con mucha firmeza, por medio de resinas e hilo, pedernales aguzados". La misma arma se encuentra descrita en todas las relaciones en que se habla de los aborígenes: se ve en todos los museos de curiosidades indígenas, y actualmente se usa entre los indios del mar del Sur. La espada que tiene la figura arrodillada es precisamente de la misma clase que describe Herrera. No me ocupaba en descubrir ningún testimonio, para establecer opinión o teoría alguna, pues bastante interés proporcionaba por sí sola la exploración de estas ruinas, cuando sin buscarlo se presentó éste. Como me vi obligado a ayudar personalmente en la excavación y colocar las piedras contra la pared, casi en el momento de concluir el trabajo sentí que la fatiga y los esfuerzos que había hecho eran superiores a mis fuerzas, pues me dolían los huesos, y en seguida me sobrecogió un escalofrío. Eché una mirada en derredor mío en busca de sitio propio para acostarme, pero toda la pieza estaba húmeda y fría, y el tiempo amenazaba lluvia. Inmediatamente ensillé el caballo, y, cuando monté, apenas acertaba a tenerme en la silla. No tenía ni acicates, ni espuelas, y mi caballo tal parecía que conocía el estado en que me hallaba, pues paso a paso caminaba dentellando el zacate o yerba que encontraba en su camino. Hube de llegar por fin al pueblo, y aquélla fue la última visita que hice a Kabah: he concluido con la descripción de sus ruinas. Sin duda, aún existen muchas más, enterradas en el monte, y el viajero que nos siga, empezando por donde nosotros acabamos, si se halla animado de interés, adelantará sus investigaciones. Caminamos en la más completa oscuridad respecto de aquellos edificios, pues desde el momento en que sonó la hora de su desolación y ruina habían permanecido ignorados, y excepto el cura Carrillo, que fue quien primero nos dio noticia de estas ruinas, acaso ningún hombre blanco habrá pisado los umbrales de sus silenciosos aposentos. Nosotros fuimos los primeros que descorrimos el velo que las cubría, y ahora las presentamos, por primera vez, al conocimiento público. Apenas puedo hacer más que indicar el simple hecho de su existencia. El velo que oculta su historia es aún más denso que el que encubre las ruinas de Uxmal: sólo puedo decir que yacen en las tierras del común del pueblo de Nohcacab. Tal vez eran conocidas de los indios desde tiempo inmemorial, pero, según nos informó el padrecito, habían permanecido ignoradas de los habitantes blancos hasta la apertura del camino real de Bolonchén. Este camino atraviesa por en medio de esta antigua ciudad, y desde él se descubren los edificios cubiertos de vegetación, alzándose en algunos puntos por encima de la coposa arboleda. El descubrimiento de estas ruinas no produjo la más leve sensación, ni había llegado la noticia de los habitantes de la capital; y, aunque desde aquella época permanecieron expuestas a la vista del que transitaba por el camino, ni un solo hombre blanco de los del pueblo había tenido la curiosidad de irlas a mirar de cerca, excepto el padrecito, que, el primer día que fuimos, estuvo en las ruinas a caballo para darnos ciertos informes. De ellas, como de todas las demás ruinas, dicen los indios que es obra de los antiguos; pero el carácter tradicional de esta ciudad es el de una gran población, superior a los otros Xlap-pak esparramados por todo el país, coetánea y coexistente con Uxmal; y aun existe una tradición sobre un gran camino pavimentado con pura piedra blanca, llamado Sacbé, en la lengua maya, que conduce de Kabah a Uxmal y del cual se servían los señores de ambos lugares para mandarse mutuamente mensajeros, portadores de cartas escritas sobre hojas y corteza de árboles. Cuando la calentura me atacó a mí, ya estaban enfermos Mr. Catherwood, el Dr. Cabot y Albino. Volvió el día siguiente, pero al tercero ya pude levantarme. El espectáculo que nos rodeaba era de los más tristes para hombres enfermos. Con motivo de la larga duración de las aguas, los cuartos que habitábamos en el convento se habían cargado de humedad, en tales términos que el maíz de los caballos que teníamos amontonado en un rincón comenzaba a germinar. La muerte nos rodeaba por todos lados, aunque antiguamente era tan saludable el país, que dice Torquemada "que los hombres morían de puro viejos, porque no se conocían las enfermedades que existen en otras tierras, y, si había algunas, eran tan leves, que bastaba el calor del sol para destruirlas; de manera que no había necesidad de médicos". Los tiempos actuales son, no obstante, mejores para éstos, y el doctor Cabot, si hubiese podido, hubiera obtenido una práctica gratuita de las más extensas. Junto a la iglesia y pegado al convento había un gran osario con una hilera de calaveras al andén de los muros. Encima del pilar que servía de apoyo a la pared de la escalera, había una oquedad llena de huesos, y la cruz estaba también coronada de calaveras. De muros adentro había una mezcla promiscua de huesos y calaveras, de algunos pies de profundidad, y a lo largo de las paredes, pendientes de ellas por mecates, metidos en cajones o cestos o amarrados en un trapo, con los nombres escritos encima, estaban los huesos y calaveras de diversas personas; y lo mismo que en Ticul, se distinguían entre ellos fragmentos de vestidos y aun algunas calaveras con largas trenzas de cabello negro de mujer, adheridas todavía al cráneo. El piso de la iglesia está lleno de pedazos revocados de material que cubren otras tantas sepulturas; y cerca de los altares se veía una caja con un guardapolvo de cristal, la cual contenía los huesos de una señora, mujer de un viejecito muy alegre, a quien teníamos costumbre de ver todos los días. Estaban limpios y lustrosos, cual si los hubiesen pulimentado, con la calavera y canillas al frente, los brazos y piernas colocados en el fondo, y las costillas a los lados puestas en orden regular, una encima de la otra, como estaban cuando la difunta gozaba de vida: arreglo que había hecho el mismo marido. Nos pareció bastante extraño semejante cuidado con una mujer después de muerta. Al lado de la caja había una tabla negra con una inscripción poética compuesta por el marido. Hela aquí: "Detente, mortal, Mírate en este espejo; Y en su pálido reflejo Mira el término final. Este eclipsado cristal Tuvo su esplendor y brillo, Pero el golpe terrible Del destino fatal Descargó en Manuela Carrillo". "Nació en Nohcacab el año de 1789, se casó en el mismo pueblo con Victoriano Machado en 1808, y murió el primero de agosto de 1833, después de una unión de 25 años, a los 44 de su edad". "Implora tus piadosas oraciones". El marido compuso algunos versos más, y, como no cupieron en la tabla negra, repartió copias entre sus amigos: una de ellas existe ahora en mi poder. Cerca de estos huesos yacían los del hermano de nuestro amigo, el cura de Ticul, y los de un niño, y en el coro de la iglesia, en la tronera de una gran ventana, había hileras de calaveras con sus letreros en la frente, y los cuales contenían horripilantes inscripciones. Tomando una en la mano, me dieron de lleno a la cara los siguientes palabras: "Soy Pedro Moreno; un Avemaría y un Padrenuestro por Dios, hermano!" Otra decía: "Soy Apolonio Balché; un Padrenuestro y un Avemaría por Dios, hermano!" Ésta era de un viejo, maestro del padrecito, que había muerto hacía dos años. El padrecito me dio otra que decía: "Soy Bartola Arana: un Paternoster, etc." Esta calavera era de una señorita española a quien aquél había conocido joven y hermosa, pero que entonces no se diferenciaba de la india más vieja y más fea. "Soy Aniceta Bid" era la de una bonita muchacha india, quien había casado, y que murió un año después de su casamiento. Las fui cogiendo una a una: el padrecito las conocía todas; una había sido de una joven, la otra de una vieja, de un rico una, la otra de un pobre; ésta de una fea, aquélla de una hermosa; pero allí eran todas iguales. Todas las calaveras tenían inscrito el nombre de su dueño, y todas pedían una oración. Una decía: "Soy Ricardo José de la Merced Trujeque y Arana, que murió el 20 de abril de 1838, y me hallo gozando del reino de los cielos para siempre". Ésta era la calavera de un niño, que, muerto sin pecado, no necesitaba de las preces de los hombres. En un rincón estaba un cajón en figura de urna, pintado de negro con un filete blanco, el cual contenía la calavera de un tío del padrecito. Tenía una inscripción en castellano, que decía: "En esta caja está inclusa la calavera de Fray Vicente Ortegón, que murió en el pueblo de Ticul, en el año de 1820. Te ruego, piadoso y caritativo lector, que intercedas a Dios por su alma, rezando un Avemaría y un Paternoster, para que salga del purgatorio, si estuviese allí, y vaya a gozar del reino de los cielos. Quien quiera que seas, lector, el Señor premiará tu caridad. 26 de julio de 1837". Al pie tenía escrito esta inscripción el nombre de Juana Hernández, madre del difunto, una señora anciana que entonces vivía con la madre del padrecito. Acostumbrados como estábamos a mirar como sagrados los huesos de los difuntos, a contemplar con tristeza el más leve recuerdo que presentase a la vista trayendo a la memoria a un finado amigo, nos chocó mucho una exhibición semejante. Pregunté al padrecito por qué no dejaban descansar en paz aquellas calaveras, y me contestó, y acaso es demasiado cierto, que muy pronto se olvidaban en la tumba; que, cuando se tienen siempre a la vista, cada una con su nombre, recuerdan a los vivos la existencia pasada y estado muerto de sus dueños, que pueden acaso hallarse en el purgatorio, e invocan con su presencia, como una voz del mismo sepulcro, las oraciones de sus amigos, demandando misas por el bien de sus almas. Por la tarde pasó el padrecito por nuestra puerta revestido del correspondiente ropaje, y entrando como siempre lo acostumbraba, nos dijo: "voy a buscar a un muerto". El camposanto era el atrio de la iglesia; todos los días veíamos al sepulturero en su trabajo. Poco después de haberse ido el padrecito, oímos el canto fúnebre que acompañaba la procesión funeraria. Salí y vi que ya venía subiendo los escalones con el padrecito a la cabeza, cantando el oficio de difuntos. Se condujo el cuerpo a la iglesia, y, acabado que fue aquél, se le depositó en la sepultura. Estaban tan ebrios los sacristanes, que lo dejaron caer en ella con el cuello torcido. El padrecito lo roció con agua bendita, y, concluido el cántico, se retiró. Los indios que estaban en pie junto a la sepultura me miraban con cierta expresión que no acerté a comprender: le habían dicho al padrecito que nosotros habíamos traído la muerte al pueblo. Animado de un espíritu conciliatorio, me sonreí con una mujer que tenía cerca de mí, la cual contestó mi sonrisa con una risotada; y con la sonrisa aún en los labios, comencé a pasear la vista en círculo por todos los que me rodeaban, y según que mis ojos se iban encontrando con los suyos comenzaban ellos a reírse también. Me separé de allí dejando todavía el cuerpo expuesto y torcido en la sepultura. Con esta gente, la muerte no es más que uno de tantos accidentes de la vida: "voy a descansar; mis trabajos han acabado" son las expresiones del indio cuando se tiende a morir; pero, para un extranjero en el país, la muerte se le representa bajo su más terrible aspecto. En el entretanto, el placer seguía de cerca la muerte. Continuaba la fiesta del Santo Cristo del Amor, y debía concluirse el día siguiente con un baile de día, en el mismo local en que dio principio, es decir, en la casa del patrón. Estábamos muy ocupados con nuestros preparativos de marcha, y, aunque convidados con mucha instancia, yo fui el único que pude concurrir. Desde por la mañana temprano se colocó el santo en su puesto a la testera del salón, se adornó el altar con flores frescas, y se cubrió la enramada de palmas nuevas para resguardarla de los rayos del sol. Debajo de otra enramada, situada en el patio, había una porción de indias haciendo tortillas y preparando platos de varias clases para un convite general de todo el pueblo. El baile dio principio a las doce, y un poco antes de las dos desapareció de mi lado el padrecito, concluyéndose aquél poco después y entrándose luego la gente a la casa. Cuando entré yo, ya estaba el padrecito delante de la imagen del santo, revestido con sus ropajes, cantando una salve, el indio sacristán incensando, y las bailadoras todas de rodillas con velas en las manos. Concluido este acto, vino en seguida la procesión de las velas. La cruz rompía la marcha, seguía luego el santo con un sacristán ebrio al frente, que iba incensándolo, y en pos íbamos el padrecito y yo de brazo, pues me llamó a su lado al colocarse en su puesto correspondiente. Éramos nosotros los únicos hombres que se veían en la procesión. En seguida venían una porción de mujeres con sus trajes de baile y largas velas encendidas en la mano. Nos encaminamos a la iglesia, allí colocamos al santo en su altar, y las velas en un tosco trébede de madera para que estuviesen listas para la misa mayor, que debía celebrarse el día siguiente. A este tiempo oí una descarga de voladores y saliendo al atrio vi venir una procesión extraña. Así como la nuestra se componía de mujeres, ésta la formaban hombres exclusivamente, y bien podía considerársela como una especie de júbilo o regocijo para festejar la derrota de la propaganda de abstinencia de licores, porque casi todos venían medio ebrios, y aun los que antes se mantuvieron sobrios habían al fin sucumbido a la tentación. Precedían o más bien encabezaban la procesión varias hileras de hombres con platos en la mano, para recibir su porción competente de las buenas cosas que tenía el patrón preparadas con aquel objeto. Venían en seguida, en andas sobre hombros de indios, dos feos y toscos arcones, emblemas de la propiedad y custodia del santo: el uno contenía la cera recibida en ofrendas, las sogas para los fuegos artificiales y otros enseres de la pertenencia de aquél, que debían llevarse a casa del individuo que iba a encargarse de su custodia; y el otro estaba vacío, y era el que había contenido todas estas cosas y que debía quedarse en poder del custodio saliente como una especie de herencia sagrada. Detrás seguían, también en hombros de dos indios, hombres sentados, uno al lado del otro, en grandes sillones de brazos, con chales en el cuello, y que se agarraban con todas sus fuerzas de los brazos de los sillones, con cierta expresión muy marcada en su fisonomía, que parecía indicar que les acompañaba el conocimiento positivo de que su elevación sobre sus conciudadanos era precaria y poco duradera, porque los indios cargadores venían dando traspiés con la carga y el aguardiente que llevaban. Estos dos hombres eran el custodio saliente del arcón vacío, y el custodio entrante del arcón lleno. En medio del mayor ruido y algarabía los asentaron en el corredor del cuartel. En el intermedio regresaron de la iglesia las mujeres de la procesión, los músicos tomaron puesto en el corredor, y comenzaron los preparativos para continuar de nuevo el baile. Cocom, que nos había servido de guía en Nohpat y había compuesto las llaves y cerraduras de nuestros baúles, actuaba de maestro de ceremonias. Luego que se concluyó el primer baile, comenzaron a cantar dos muchachas mestizas. Todo el pueblo parecía entregado al placer del momento, y, aunque había allí facciones repugnantes a la vista y al buen gusto, también se veían muchachas bonitas y bien vestidas, y en todo el concurso se observaba cierto aire de franqueza y alegre desembarazo, que no podía menos de atraerse las simpatías del espectador. Cuando el padrecito y yo regresábamos al convento, al subir los escalones del atrio, alcanzamos a oír todavía el coro de voces que cantaban, dulce y armonioso por la mezcla de acentos femeninos, y que parecían nacer del fondo del corazón; el coro decía: "Qué bonito que es el mundo; ¡Lástima es que yo me muera!"
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Capítulo XVII De la gran ciudad de San Francisco de Quito y de su nombre La ciudad de Quito no se sabe cosa cierta de su fundación, cuándo empezó o quién le dio orden y principio, porque los indios no lo refieren ni tienen memoria della. Es de lindísimo temple y la tierra apacible, abundante y fértil de todos los mantenimientos propios de ella, y de los que de España se han traído, y son tantas las crías y multiplicos, que hay en sus provincias, de ganados vacuno y ovejuno, puercos, caballos y mulas, que es imposible poderse contar, lo cual todo es indicio de la grosedad y hartura de la tierra, donde nadie pasa hambre ni la tiene. Pasa la línea equinocial por medio de ella, y es sitio saludable y sin enfermedades. El nombre de Quito refieren los indios antiguos, que le resultó por unos grandes cordeles, que el famoso Huaina Capac hizo en ella de oro y plata, poniendo en ellos diversas leyes y estatutos, que se habían de guardar en ella y en las provincias comarcanas, y esto se llama, en su lengua, quipu, y los españoles, corrompiendo el bocablo, llamáronla Quito. Fundóla Lorenzo de Aldana, teniente general que fue del Marqués Pizarro, de Benalcázar. Es hoy una de las mejores ciudades del Reino, más barata y. abundante y de más gente española, que se entiende que, si no es la Ciudad de los Reyes y Potosí, no hay otra que se le iguale en indios. Son innumerables los que en ella residen y viven en sus parroquias, y en las provincias alrededor que le son sujetas, tanto que en esto exceden a cuantas provincias hay de indios en el Perú, y la causa es la fertilidad y cantidad de mantenimientos que se dan por ellas, y también que, como estas provincias son libres de las obligaciones de minas y de ir a labrar a ellas, como van las demás de arriba: Potosí, Choclococha, Villcabamba, y Huancavélica. No salen los indios de sus pueblos y casas, sino sólo atienden a la labranza de la tierra y a las crías de sus ganados, multiplican en gran manera, lo cual no hay en las demás provincias que, yendo a la labor de las minas, como van, de ciento y cincuenta y más leguas, muchos mueren, y otros se quedan y no vuelven jamás a sus pueblos, y así se van disminuyendo cada día a más andar. Es la ciudad más fuerte del Reino, por estar en un sitio inaccesible, y que, con muy poco número de gente, se podía defender de grandes ejércitos, que sobre ella viniesen, a causa de los malos pasos, agrios y dificultosos que hay en su entrada, donde pocos pueden prevalecer contra muchos. Ha sido combatida y fatigada de temblores de tierra, precedidos de unos volcanes que están cerca de la ciudad, y ha muchos años que, reventando uno, llovió algunos días ceniza en el pueblo. Fueron los temblores muy continuos, de forma que se temió de aquella vez quedara asolada. Últimamente ha reventado otro, con que los temblores no son tan ordinarios ni tan recios; y así está la ciudad algo asegurada y con menor miedo que antes. Reside en ella una chancillería Real, con su Presidente y cuatro oidores y un fiscal, como tenemos dicho, y en las causas criminales hacen oficio de alcaldes de corte; y está sujeta a ella la gobernación de Popayán, de donde recurren en grado de apelación en los negocios civiles y criminales. Es silla episcopal, con sus dignidades y canónigos proveídos por el Rey vuestro Señor. Tiene de renta doce mil ducados y, aunque es menor que la de otros obispados del Reino, considerando ser la tierra barata y tan superabundante de todos los géneros de mantenimientos, son de mucha consideración, y así, después del Arzobispado de los Reyes y Charcas y obispado del Cuzco, entra luego el de Quito en estimación, renta y autoridad. Ha habido en él singularísimos prelados en letras, santidad y doctrina, y uno de ellos, que fue don Fray Luis López de Solís, agustino, catedrático de vísperas de la Universidad de los Reyes, varón de grandísima rectitud y prudencia, acabado de poner el obispado en suma orden, concierto y justicia, visitándole por su persona muchas veces, y confirmando más de doscientas mil almas y habiendo reformado abusos. Hay en esta ciudad conventos de las órdenes mendicantes, de Nuestra Señora de la Merced, donde está una imagen que hace muchos milagros; de la Compañía de Jesús, de maravillosos edificios, y en ellos muchos religiosos, y se lee Gramática, Artes y Teología Moral con mucho aprovechamiento. Los criollos, que son de escogidos entendimientos, se dan a las Letras, y suben a la Universidad de los Reyes a proseguir sus estudios, y es cierto muy digno de agradecimiento, que vayan trescientas leguas, guiados del amor de la virtud y ciencias. Residen aquí mucho caballeros encomenderos muy ricos y hacendados en estancias, chácaras y crías de ganado. Hácense en los obrajes de su distrito sayales, cordellates, frazados y paños más finos y delgados y de más valor que los que se traen de la Nueva España, y aun rajas de colores. Esto es causa de que entre mucho dinero en aquella ciudad, en la cual corre oro, por sacarse en los minerales deste metal en las provincias sujetas a ella, especial en las riquísimas minas de Saruma. Vino no le tiene, y así le entra de acarreto, y lo traen de la Ciudad de los Reyes en navíos hasta Guayaquil, y de allí, por aquel famoso río que cría en sus riberas la zarzaparrila, remedio tan celebrado y famoso contra los que trabajan con el morbo gallico, se sube en barcas y canoas hasta el dc embarcadero, que está cuarenta leguas de Quito, y de allí, en recuas, se lleva a la ciudad y se divide por todo su distrito. Los años pasados, gobernando este Reino el Marqués de Cañete, Don García Hurtado de Mendoza, y siendo Presidente de aquella Audiencia el doctor Barros de Sanmillán, sobre el recibir las alcabalas que la Majestad real del Rey, don Felipe el segundo, movido de las muchas necesidades y gastos que en las guerras de Flandes y contra herejes y turcos tenía, mandó se le pagasen de ciento dos, hubo grandes revueltas y alborotos, no queriendo dejar entrar en la ciudad a Pedro de Arana, general que había enviado el Virrey desde Lima, los cuales fomentaron algunos hombres sediciosos y enemigos de quietud; pero no porque el Cabildo y la ciudad intentasen cosa alguna contra el servicio ni fidelidad debida a su Rey y señor natural, sino sólo instando en que se les admitiese la suplicación que interponían para la persona real, hasta que, sintiendo que con esto se les ponía alguna duda en la sinceridad de sus ánimos y obediencia a su Rey, le dejaron entrar a Pedro de Arana, y que hiciese justicia de los que en este caso se habían querido extender con las lenguas, puesto que siempre, como tengo dicho, protestaron y tuvieron, en público y secreto, la fidelidad, que a su Rey estaban obligados, en el Cabildo y en el común de la ciudad como vasallos leales. Así se concluyeron las revueltas y se asentaron las alcabalas como debidas a Su Majestad, para que lleve el peso de tanta carga, y acuda a los gastos tan excesivos que tiene tomados en sí por la extirpación de las herejías, y confundir el nombre infame de Mahoma. El año que se fundó la ciudad de Quito el mesmo Lorenzo de Aldana pobló la Villa de Pasto, en el Valle de Atres, por ser fertilísimo y cómodo, y está cuarenta leguas de Popayán, más hacia Quito, y es el primer pueblo de españoles, que casi empieza de donde dicen el Perú, porque las conquistas de los Yngas pasaron poco más hasta Tulcan.
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CAPÍTULO XVII De las penitencias y asperezas que han usado los indios por persuasión del demonio Y pues hemos llegado a este punto, bien será que así para manifestar la maldita soberbia de Satanás, como para confundir y despertar algo nuestra tibieza en el servicio del sumo Dios, digamos algo de los rigores y penitencias extrañas que esta miserable gente hacía por persuasión del demonio, como los falsos profetas de Baal, que con lancetas se herían y sacaban sangre; y cómo los que al sucio Beelfegor sacrificaban sus hijos e hijas, y los pasaban por fuego, según dan testimonio las Divinas Letras, que siempre Satanás fue amigo de ser servido a mucha costa de los hombres. Ya se ha dicho que los sacerdotes y religiosos de México se levantaban a media noche, y habiendo inciensado al ídolo los sacerdotes y como dignidades del templo, se iban a un lugar de una pieza ancha, donde había muchos asientos, y allí se sentaban, y tomando cada uno una puya de maguey, que es como alesna o punzón agudo, o con otro género de lancetas o navajas, pasábanse las pantorrillas junto a la espinilla, sacándose mucha sangre, con la cual se untaban las sienes, bañando con la demás sangre las puyas o lancetas, y poníanlas después entre las almenas del patio, hincadas en unos globos o bolas de paja, para que todos las viesen y entendiesen la penitencia que hacían por el pueblo. Lavábanse de esta sangre en una laguna diputada para esto, llamada Ezapán que es agua de sangre, y había gran número de estas lancetas o puyas en el templo, porque ninguna había de servir dos veces. Demás de esto, tenían grandes ayunos estos sacerdotes y religiosos, como era ayunar cinco y diez días arreo antes de algunas fiestas principales, que eran éstas como Cuatrotemporas. Guardaban tan estrechamente la continencia, que muchos de ellos, por no venir a caer en alguna flaqueza, se hendían por medio los miembros viriles, y hacían mil cosas para hacerse impotentes por no ofender a sus dioses; no bebían vino; dormían muy poco, porque los más de sus ejercicios eran de noche, y hacían en sí crueldades, martirizándose por el diablo, y todo a trueco de que les tuviesen por grandes ayunadores y muy penitentes. Usaban disciplinarse con unas sogas que tenían ñudos, y no sólo los sacerdotes, pero todo el pueblo hacía disciplina en la procesión y fiesta que se hacía al ídolo Tezcatlipuca, que se dijo arriba era el dios de la penitencia. Porque entonces llevaban todos en las manos unas sogas de hilo de maguey, nuevas, de una braza, con un ñudo al cabo, y con aquellas se disciplinaban, dándose grandes golpes en las espaldas. Para esta misma fiesta ayunaban los sacerdotes cinco días arreo, comiendo una sola vez al día y apartados de sus mujeres, y no salían del templo aquellos cinco días, azotándose reciamente con las sogas dichas. De las penitencias y extremos de rigor que usan los bonzos, hablan largo las cartas de los padres de la Compañía de Jesús, que escribieron de la India, aunque todo esto siempre ha sido sofisticado, y más por apariencia que verdad. En el Pirú, para la fiesta del Itú, que era grande, ayunaba toda la gente dos días, en los cuales no llegaban a mujeres ni comían cosa con sal, ni ají, ni bebían chicha, y este modo de ayunar usaban mucho. En ciertos pecados hacían penitencia de azotarse con unas hortigas muy ásperas; otras veces darse unos a otros con cierta piedra, cuantidad de golpes en las espaldas. En algunas partes esta ciega gente, por persuasión del demonio, se van a sierras muy agras, y allí hacen vida asperísima largo tiempo. Otras veces se sacrifican despeñándose de algún alto risco, que todos son embustes del que ninguna cosa ama más que el daño y perdición de los hombres.
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CAPÍTULO XVII Sale de Cofachiqui el ejército dividido en dos partes En la sala sexta no había otra cosa sino arcos y flechas, labradas en todo el extremo de perfección y curiosidad que tienen en hacerlas. Por casquillos tenían puntas de madera, de huesos de animales terrestres y marinos, y de pedernal, como dijimos del caballero indio que se mató. Sin estas maneras de casquillos, hallaron los españoles muchas flechas con casquillos de cobre, como las que en nuestra España ponen a las jaras, otras había con arpones hechos del mismo cobre, y con escoplillos y lanzuelas y cuadrillas que parecía se hubiesen hecho en Castilla. En las flechas que hallaron con puntas de pedernal notaron que también se diferenciaban los casquillos unos de otros, que unos había en forma de arpón, otros de escoplillo, otros redondos como punzón, otros con dos filos como punta de daga. Todo lo cual a los españoles que lo miraban con curiosidad causaba admiración que en una cosa tan bronca como el pedernal se labrasen cosas semejantes, aunque, mirando lo que la historia mexicana dice de los montantes y otras armas que los indios de aquella tierra hacían de pedernal, se perderá parte de la maravilla de las nuestras. Los arcos eran hermosamente labrados y esmaltados de diversas colores, que se los dan con cierto betún que los ponen tan lustrosos que se pueden mirar en ellos. Hablando de este templo dice Juan Coles estas palabras: "Y en un apartado había más de cincuenta mil arcos con sus carcajes o aljabas llenas de flechas." Sin el lustre, que les bastaba, tenían los arcos muchas vueltas de perlas y aljófar puestas a trechos, las cuales vueltas, o anillos, empezaban dende las manijas e iban por su orden hasta las puntas de tal manera que las sortijas primeras eran de perlas gruesas y de siete y ocho vueltas, y las segundas eran de perlas menores y de menos vueltas, y así iban de grado hasta las últimas que estaban cerca de las puntas, que era de aljófar muy menudo. Las flechas también tenían a trechos anillos de aljófar mas no de perlas sino de aljófar solamente. En la séptima sala había gran cantidad de rodelas hechas de madera y de cueros de vaca, traídos de lejas tierras las unas y las otras. Todas estaban guarnecidas de perlas y aljófar y rapacejos de hilo de colores. En la octava sala había muchedumbre de paveses, todos hechos de caña tejida una sobre otra con mucha pulicia y tan fuertes que pocas ballestas se hallaban entre los españoles que con una jara lo pasasen de claro, la cual experiencia se hizo en otras partes fuera de Cofachiqui. Los paveses también, como las rodelas, estaban guarnecidos con redecillas de aljófar y perlas y rapacejos de colores. De todas estas armas ofensivas y defensivas estaban llenas las ocho salas y en cada una de ellas había tanta cantidad de género de armas que en ella había que particularmente admiró el gobernador y sus castellanos la multitud de ellas, demás de la pulicia y artificio con que estaban hechas y puestas por su orden. El general y sus capitanes, habiendo visto y notado las grandezas, y suntuosidad del templo y su riqueza, y la muchedumbre de las armas, el ornato con que cada cosa estaba puesta y compuesta, preguntaron a los indios qué significaba aquel aparato tan solemne. Respondieron que los señores de aquel reino, principalmente de aquella provincia y de otras que adelante verían, tenían por la mayor de sus grandezas el ornamento y suntuosidad de sus entierros, y así procuraban engrandecerlos con armas y riquezas, todas las que podían haber, como lo habían visto en aquel templo. Y porque éste fue el más rico y soberbio de todos los que nuestros españoles vieron en la Florida, me pareció escribir tan larga y particularmente las cosas que en él había, y también porque el que me daba la relación me lo mandó así por ser una de las cosas, como él decía, de mayor grandeza y admiración de cuantas había visto en el nuevo mundo, con haber andado lo más y mejor de México y del Perú, aunque es verdad que, cuando él pasó aquellos dos reinos, ya estaban saqueados de sus más preciadas riquezas y derribadas por el suelo sus mayores majestades. Los oficiales de la Hacienda Imperial trataron de sacar el quinto que a la hacienda de Su Majestad pertenecía de las perlas y aljófar y la demás riqueza que en el templo había y llevarlo consigo. El gobernador les dijo que no servía el llevarlo sino de embarazar el ejército con cargas impertinentes, que aun las necesarias de sus armas y municiones no las podía llevar, que lo dejasen todo como estaba, que ahora no repartían la tierra sino que la descubrían, que cuando la repartiesen y estuviesen de asiento, entonces pagaría el quinto el que la hubiese en suerte. Con esto no tocaron a cosa alguna de las que habían visto y se volvieron donde la señora estaba, trayendo bien que contar de la majestad de su entierro. Todo lo que se ha dicho del pueblo de Cofachiqui lo refiere Alonso de Carmona en su relación, no tan largamente como nuestra historia. Empero particularmente dice de la provincia y del recibimiento que hizo al gobernador pasando el río, y que ella y sus damas todas traían grandes sartas de perlas gruesas echadas al cuello y atadas a las muñecas, y los varones solamente al cuello. Y dice que las perlas pierden mucho de su hermosura y buen lustre por sacarlas con fuego que las para negras. Y en el pueblo Talomeco, donde estaba el entierro y templo rico, dice que hallaron cuatro casas largas llenas de cuerpos muertos de la peste que en él había habido. Hasta aquí es de Alonso de Carmona. Otros diez días gastó el adelantado, después de haber visto el templo, en informarse de lo que había en las demás provincias que confinaban con aquella de Cofachiqui, y de todas tuvo relación que eran fértiles y abundantes de comida y pobladas de mucha gente. Habida esta relación, mandó apercibir para pasar adelante en su descubrimiento y, acompañado de sus capitanes, se despidió de la india señora de Cofachiqui y de los más principales del pueblo, agradeciéndoles por muchas palabras la cortesía que en su tierra le habían hecho, y así los dejó por amigos y aficionados de los españoles. Del pueblo salió el ejército dividido en dos partes porque no llevaban comida bastante para ir todos juntos. Por lo cual dio orden el general que Baltasar de Gallegos y Arias Tinoco y Gonzalo Silvestre, con cien caballos y doscientos infantes, fuesen doce leguas de allí, donde la señora les había ofrecido seiscientas hanegas de maíz que tenía en una casa de depósito y que, tomando el maíz que pudiesen llevar, saliesen al encuentro al gobernador, el cual iría por el camino real a la provincia de Chalaque, que era la que por aquel viaje confinaba con la de Cofachiqui. Con esta orden salieron los tres capitanes con los trescientos soldados y el gobernador con el resto del ejército, el cual, en ocho jornadas que anduvo por el camino real, sin habérsele ofrecido cosa digna de memoria, llegó a la provincia de Chalaque. Los tres capitanes tuvieron sucesos que contar. Y fueron que, llegados al depósito, tomaron doscientas hanegas de zara, que no pudieron llevar más, y volvieron a enderezar su camino al camino real por donde el gobernador iba. Y a los cinco días que habían caminado llegaron al camino principal y, por el rastro que el ejército dejaba hecho, vieron que el general había pasado y que iba adelante, con lo cual se alborotaron los doscientos soldados infantes y quisieron, sin obedecer a sus capitanes, caminar todo lo que pudiesen hasta alcanzar al general, porque decían que llevaban poca comida y que no sabían qué días tardarían en alcanzar al gobernador, por lo cual era bien prevenir con tiempo y darse prisa a llegar donde él estuviese antes que se les acabase el bastimento y pereciesen de hambre. Esto decían los soldados con el miedo de la que pasaron en el despoblado antes de llegar a la provincia de Cofachiqui.
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CAPÍTULO XVII Plano de las ruinas. --Un edificio llamado Akabcib. --Puertas. --Departamentos. --Masa circular de cal y canto. --Cuarto misterioso. --Tabla de piedra esculpida. --Serie de edificios llamados Las Monjas. --Jeroglíficos. --Riqueza de los adornos. --Pórticos, cuartos, etcétera. --Restos de pinturas. --La iglesia. --Adornos de la fachada. --Medallones de estuco. --Edificio circular llamado El Caracol. --Departamento interior. --Escalera decorada de cada lado con serpientes enlazadas. --Cabeza colosal. --Puertas. --Pinturas. --Edificio llamado Chichanchob. --Adornos. --Línea de jeroglíficos. --Otro edificio. --Vestigios de cultos y edificios arruinados. --Extraordinario edificio al cual se da el nombre de Gimnasio o juego de pelota. --Columnas ornamentadas. --Figuras esculpidas en bajorrelieve. --Anillos de piedra maciza con serpientes enlazadas. --Juegos y cacerías de los indios. --Dos hileras de edificios. --Procesión de tigres. --Columnas esculpidas. --Figuras en bajorrelieve. --Un dintel ricamente esculpido. --Jambas decoradas de figuras esculpidas. --Corredores. --Departamentos. --Columnas cuadradas cubiertas de figuras esculpidas. --Hileras de columnas. --Ocupación y abandono que los españoles hicieron de Chichén. --Primer descubrimiento de Chichén. --Cenotes Yo formé un plano general de las ruinas de Chichén Itzá, valiéndome al efecto de los instrumentos propios para conseguir un resultado satisfactorio. Los edificios están trazados en él según su forma exterior, comprendiendo a todos los que en la actualidad subsisten todavía en pie. La circunferencia que ocupan es de cerca de dos millas, que es igual al diámetro de dos tercios de milla, si bien aparecen varios edificios destruidos completamente fuera de estos límites señalados. A la distancia de doscientas cincuenta yardas de la puerta del corral, descuella un edificio, no sobre una terraza artificial, sino que más bien parece que se ha hecho en la tierra una excavación delante del edificio, hasta cierta distancia, lo que hace elevada su posición. Mira al oriente y mide ciento cuarenta y nueve pies de frente sobre cuarenta y ocho de fondo. La parte exterior es tosca, sin adorno de ninguna especie. Una gran escalinata, de cuarenta y cinco pies de largo y que hoy se encuentra completamente destruida, se eleva en el centro hasta la techumbre del edificio. En cada lado de esta escalinata hay dos puertas: a su extremidad sólo hay una entrada mientras que el frente que mira al oeste tiene siete. El número total de los departamentos o cuartos es de dieciocho. El frente occidental da sobre una superficie cóncava, difícil de decir si será natural o artificial, y en el centro de ella existe uno de esos rasgos de que he hecho referencia; esto es, una sólida masa de cal y canto, de cuarenta y cuatro sobre treinta y cuatro pies, proyectada de la pared, tan elevada como el techo y correspondiendo, en posición y dimensiones, a la escalinata arruinada que se ve en el frontispicio oriental. Semejante proyección no es necesaria para sostener el edificio: tampoco es un adorno, pues que al contrario debe considerarse como una deformidad; y ya sea una masa realmente sólida y compacta, o contenga algunas piezas interiores, eso queda por averiguar a un explorador venidero. Yo nada pude saber de cierto. En la extremidad del sur, ábrese una puerta a una cámara o habitación, en cuyo único ámbito reina un mayor y más impenetrable misterio. Esta cámara es de diecinueve pies de ancho sobre ocho pies y seis pulgadas de profundidad, y en la pared posterior se ve otra baja y estrecha puerta que comunica con otra cámara de las mismas dimensiones, sin más diferencia que tener el piso un pie más elevado que la precedente. El dintel de esta puerta es de piedra, y en él aparece esculpido un objeto de forma particular. Esta tableta y la posición en que existe le ha dado nombre al edificio en que se contiene, pues los indios le llaman Akabcib, que significa, escribir en las tinieblas, porque, no penetrando más que la escasa luz que entra por la única puerta, la cámara era tan profundamente oscura, que con mil dificultades pudo copiarse el dibujo que contiene. Era la primera vez que en Yucatán encontrábamos jeroglíficos esculpidos en piedra, que incuestionablemente son del mismo género y carácter que los de Copán y del Palenque. Allí aparece la figura de un hombre sentado y ejecutando algún encantamiento, o algún acto religioso e idolátrico; que sin duda ninguna explicaría la escritura en la oscuridad, o sea el Akabcib, si alguno pudiera haberlo leído. El poder físico del hombre puede arrasar estos edificios y dejar patentes a la vista los secretos que contienen; pero ese poder no será parte jamás para desentrañar los misterios que envuelve este marco esculpido. A la distancia de ciento y cincuenta varas de este edificio, caminando hacia el poniente, hay un cerco moderno de piedra que divide el corral de la hacienda. Pues bien, del otro lado de ese cerco aparece, a través de los árboles, y en medio de otros dos edificios, el ángulo de la fachada de un grande y majestuoso acumulamiento de fábricas llamado Las Monjas, lo mismo que uno de los edificios de Uxmal: es notable por el buen estado de preservación en que se encuentra, y por la riqueza y hermosura de sus adornos. La elevación de esta fachada es de veinticinco pies y su anchura es de treinta y cinco; tiene dos cornisas de un dibujo muy delicado y de buen gusto. Sobre la puerta hay veinte pequeños medallones de jeroglíficos en cuatro hileras de a cinco cada una. Sobre ella proyecta una línea de seis adornos de piedra encorvados, semejantes a los que se ven en Uxmal, en la Casa del Gobernador, y parecidos a una trompa de elefante: el espacio central que queda precisamente sobre la puerta es un nicho irregular redondo, en el que todavía se ven los restos de una figura sentada y con plumajes en la cabeza. El resto de los adornos es de distinta clase y forma, características de las antiguas ciudades americanas, y en nada parecidos a los de ningún otro pueblo de la tierra, con que cualquier lector pudiera estar familiarizado. Las plantas tropicales y los arbustos que en el terrado superior crecían, cuando vimos este edificio, caían en festones sobre la cornisa, lo que aumentaba admirablemente el pintoresco efecto de esta elegante fachada. El frente de este edificio se compone de dos estructuras totalmente diversas entre sí, una de las cuales forma una especie de ala. Todo el largo es de doscientos veintiocho pies, y el fondo de la principal estructura es de ciento doce. La única porción que contiene cuartos o piezas interiores es aquélla a la cual he dado el nombre de ala, la cual tiene dos puertas de entrada, que conducen a dos departamentos de veintiséis pies de largo y ocho de profundidad, en cuya parte posterior hay otras dos piezas de idénticas dimensiones, casi obstruidas hoy con escombros que al parecer las henchían hasta arriba sólidamente; formando eso que se llamaba vulgarmente casas cerradas. El número total de los cuartos en esta ala es de nueve, y todos se encuentran en el piso inferior. La grande escultura a que se une el ala del edificio es aparentemente una sólida masa de cal y canto, erigida con el solo objeto de sostener las dos líneas de edificios que se ven encima. Una gran escalinata de cincuenta y seis pies de ancho, la mayor que vimos en todo el país, se eleva desde el suelo hasta por la parte superior: a uno de sus lados se descubre una brecha enorme, de veinte o treinta pies de diámetro, practicada por el dueño de la hacienda con el objeto de procurarse materiales para los nuevos edificios que levantaba. La elevación de la escalinata es de treinta y dos pies, y contiene treinta y nueve escalones. En la parte superior descuella una línea de edificios, con una plataforma en el frente de catorce pies, que corre en torno de la fábrica. En la parte posterior de esta plataforma, la escalinata vuelve a subir, conservando su misma anchura por quince escalones más, hasta el tope de la segunda línea, que forma una nueva plataforma en el frente de la tercera estructura, que desgraciadamente estaba ya completamente reducida a escombros. En este caso, como en todos los demás que se nos presentaron, puede observarse que los antiguos arquitectos del país jamás colocaron un edificio superior sobre el techo de otro edificio inferior, sino siempre en la parte posterior, haciéndolo descansar sobre una estructura o henchimiento sólido, de manera que el techo del edificio inferior viniese a ser necesariamente la plataforma del que le sigue en la parte superior. La circunferencia total de este edificio es de seiscientos treinta y ocho pies; y su elevación, cuando estaba entero, fue de sesenta y cinco pies. Parece haber sido construido únicamente con referencia a la segunda hilera de departamentos, sobre los cuales se agotó toda la inteligencia y habilidad de los constructores. Tienen éstos ciento cuatro pies de largo sobre treinta de ancho, con una amplia plataforma en rededor, cubierta, es verdad, de un espeso zacatal de algunos pies de altura, que forma un hermoso paseo desde el cual se disfruta de un magnífica vista de toda la comarca. Cinco puertas hay del lado de la escalinata, tres de las cuales, las del centro, son lo que comúnmente se llaman puertas falsas, que al parecer no son más que meros escondites practicados en la pared. Los compartimientos que median entre estas puertas contienen varias combinaciones de adornos de una elegancia y gusto exquisito, así en su arreglo como en su dibujo. Las dos puertas extremas dan a dos cámaras, en cada una de las cuales hay en la pared posterior tres prolongadas aberturas que se extienden del piso al techo, en que hubo, según los restos que aun son visibles, adornos de pintura. En cada extremidad del edificio había otra cámara con tres nichos; y al otro lado, hacia el sur, las tres puertas centrales, que correspondían con las tres puertas falsas del norte, daban entrada a un departamento de cuarenta y siete pies de largo y nueve de ancho, con nueve nichos en la pared posterior. Todas las paredes desde el piso hasta la clave de la bóveda estaban cubiertas de pinturas, miserablemente destruidas hoy, pero cuyos restos presentaban en algunos sitios coloridos vivos y brillantes. Entre esos restos, se ven algunas porciones de formas humanas, perfectamente dibujadas, con las cabezas cubiertas de plumeros y llevando escudos y lanzas en las manos. Inútil habría sido cualquier tentativa de descripción, y mucho más lo sería el explicar el extraño interés que se experimentaba al andar sobre la plataforma de este gigantesco y desolado edificio. Descendiendo al piso inferior, a la extremidad del ala de este edificio, está lo que se llama La Iglesia, que es de veintisiete pies de largo, catorce de ancho y treinta y uno de elevación, cuya altura comparativa aumenta mucho el efecto de su apariencia. Tiene tres cornisas, y los espacios intermedios están ricamente adornados. La escultura es tosca, pero importante. El principal adorno está sobre la puerta, y de cada lado hay dos figuras humanas en actitud de estar sentadas; pero que por desgracia se encuentran mutiladas. La porción de la fachada sobre la segunda cornisa es simplemente una pared ornamentada, semejante a las ya mencionadas de Zayí y Labná. El conjunto de este edificio se encuentra en buen estado de preservación. El interior consiste en un solo departamento, que antes estuvo dado de estuco, y a lo largo de la parte superior de la pared, bajo el arco, se ven los vestigios de una serie de medallones de estuco, que contenían varios jeroglíficos. Los indios no conservan sentimientos supersticiosos acerca de estas ruinas en general; pero sí los tienen con respecto a este edificio. Dícese que cada viernes santo se oye allí una música; pero esta ilusión que ya la traíamos desde Santa Cruz del Quiché (en Centroamérica) vino a disiparse completamente en esta vez; porque ha de saberse que en el interior de este edificio abrimos nuestro aparato daguerrotípico precisamente en un viernes santo, y estuvimos trabajando todo el día, pero sin oír música ninguna. Y esta cámara, sea dicho de paso, fue la mejor que encontramos para las operaciones del daguerrotipo: como no tenía más que una puerta, estaba en la oscuridad suficiente el aposento, y había la ventaja de poderlo dejar allí, sin necesidad de desmontarlo; el único inconveniente que podía resultar era que el ganado entrase y diese al traste con el aparato y sus accesorios; pero no hubo dificultad en proporcionarnos un indio que pasase allí la noche y cuidase del daguerrotipo para precaverlo contra el temido peligro. A la extremidad sur de Las Monjas, y como a veintidós pies de distancia, hay otro edificio, que mide treinta y ocho pies sobre trece, adornada la parte superior de la cornisa del mismo modo que los demás edificios. No tiene nada de nuevo que merezca hacernos detener con su descripción. Dejando este cúmulo de edificios llamado Las Monjas y tomando hacia el norte a distancia de cuatrocientos pies llegamos al edificio más culminante de Chichén por su apariencia pintoresca, y por su desemejanza absoluta a todos los que hasta allí habíamos visto, a excepción de uno muy destruido que visitamos en las ruinas de Mayapán. Es de forma circular y se le da el nombre de caracol o escalera elíptica, en razón de su arreglo interior: está construido en la parte superior de dos terrazas; la primera de éstas tiene de frente, de norte a sur, doscientos veintitrés pies, y ciento cincuenta de profundidad, de este a oeste, encontrándose aún en muy buen estado de preservación. Una gran escalinata de cuarenta y cinco pies de ancho y de veinte peldaños guía hasta la plataforma de esta terraza. A cada lado de la escalinata, y formando una especie de balaustrada, se ven enlazados los cuerpos de dos gigantescas serpientes de tres pies de espesor, de las cuales todavía existen restos considerables, y entre las ruinas vimos la colosal cabeza de una de ellas, que terminaba de un lado al pie de las escaleras. La plataforma de la segunda terraza mide ochenta pies de frente sobre cincuenta y cinco de profundidad, y se llega a ella por medio de otra escalinata de cuarenta y dos pies de anchura y dieciséis escalones. En el centro de ellas, y contra la pared de la terraza, se encuentran los restos de un pedestal de seis pies de altura, y sobre el cual estuvo probablemente algún ídolo. Encima de la plataforma, a distancia de quince pies del último peldaño, se encuentra el edificio de que voy hablando, y tiene veintidós pies de diámetro con cuatro pequeñas puertas que dan a los puntos cardinales. Una gran porción de la parte superior y algo de los lados han caído en ruinas. Lo superior de la cornisa tiene una forma tal que termina en un ápice. La altura del conjunto, con inclusión de ambas terrazas, es poco más o menos de sesenta pies; y, cuando estuvo entero, debió haber presentado este edificio una sorprendente apariencia, aun en medio de todos cuantos le rodeaban. Las cuatro puertas dan entrada a una galería circular de cinco pies de ancho; y la pared anterior, es decir la que se presentaba de frente al tiempo de entrar, tenía también cuatro puertas más pequeñas aún que las primeras colocadas en los puntos intermedios del compás, esto es, mirando al noreste, al noroeste, al sudoeste y sudeste; estas puertas dan entrada a un segundo corredor de idéntica forma al primero, y de cuatro pies de anchura; el centro es una mesa circular, de piedra sólida, al parecer, de siete pies y seis pulgadas de diámetro; pero en cierto sitio, a la altura de ocho pies del piso, había una pequeña abertura cuadrangular obstruida de piedras, que yo procuré despejar en lo posible, aunque inútilmente, porque cayendo las piedras en la galería era ya peligroso continuar. Por otra parte el techo estaba tan vacilante, que no me fue dable descubrir el sitio a donde guiaba aquella singular abertura, que tenía el tamaño suficiente para admitir la cara de un hombre puesto en pie y poder contemplar la parte exterior. Las paredes de ambas galerías o corredores estaban revocadas y adornadas de pinturas y cerrando en bóveda triangular según el estilo de estas construcciones. Nuevo era por cierto el plan de este edificio; pero, en vez de contribuir a esclarecer los secretos desconocidos hasta hoy, no vino a servir sino para difundir nuevos misterios acerca de estas antiguas y extrañas estructuras. A la distancia de cuatrocientos veinte pies del caracol, hacia el noroeste, existe el edificio llamado por los españoles casa colorada, y por los indios Chichanchob. La terraza sobre que está erigido es de sesenta y dos pies de largo, cincuenta y cinco de ancho y está muy bien conservado. La escalinata que lleva a la plataforma tiene veinte pies de anchura, y a tiempo de nuestra primera visita una vaca venía bajando muy quietamente los escalones. El edificio mide cuarenta y tres pies de frente sobre veintitrés de profundidad, y todavía se encuentra muy fuerte y sólido. La parte superior de la cornisa está recientemente adornada, si bien los adornos se encuentran en mucha decadencia. Tiene tres puertas, que dan entrada a un corredor o galería que corre por toda la anchura del edificio, y sobre la testera del fondo se ve un cuadro de piedra cubierto de una hilera de jeroglíficos, que se extiende a lo largo de la pared. Muchos de ellos están borrados, y por su altura y tosquedad se hacía difícil copiarlos; pero yo hice construir un andamio y conseguí una fiel copia de todos. El edificio tiene una galería posterior consistente en tres cámaras, cada una de las cuales conserva vestigios de pintura; y por lo bien arregladas que estaban, por la comodidad que presentaba la plataforma para un paseo, y por la hermosa vista que se obtenía desde allí de buena gana nos habríamos alojado allí, si no hubiese sido por las ventajas que nos proporcionaba la permanencia en la hacienda misma. Todos estos edificios están dentro del espacio de trescientas yardas de la escalinata de Las Monjas, y desde cualquier punto inmediato se obtiene una vista simultánea de ellos: el campo es abierto y sembrado de veredas; los edificios, terrazas, escaleras y plataformas estaban cubiertos de yerba, es verdad; pero, como teníamos indios en número suficiente a nuestra disposición, todo quedó limpio y despejado con una facilidad que nunca la habíamos encontrado mayor. Ésos son los únicos edificios en pie del lado oriental del camino real; pero todavía existen grandes vestigios de montículos con ruinas sobre ellos, piedras y fragmentos colosales de escultura a sus pies, que sería imposible presentarlos en detalle. Pasando por enmedio de estos vestigios, salimos al camino real, y, cruzándolo entramos de nuevo en un campo abierto, en donde estaba otro edificio que ya antes, estando a caballo todavía, habíamos examinado. Consiste en dos inmensas murallas paralelas de doscientos setenta y cuatro pies de largo cada una, de treinta pies de espesor, y separadas entre sí por la distancia de ciento veinte. A cien pies de la extremidad del norte, dando frente al espacio abierto entre ambas murallas, está sobre una elevación un edificio de treinta y cinco pies de largo, que contiene una sola cámara con el frente derruido; y, elevándose entre los escombros, descuellan los restos de dos columnas minuciosamente decoradas de adornos de escultura. Toda la parte inferior de la pared está expuesta a la vista cubierta, desde el piso hasta el arranque de la bóveda, de figuras talladas en bajorrelieve, muy estropeadas y casi borradas. A la otra extremidad de las dos murallas, a distancia de cien pies, y dominando el espacio que media entre ambas, hay otro edificio de ochenta y un pies de largo, también muy arruinado; pero que presenta los vestigios de otras dos columnas perfectamente adornadas de figuras esculpidas en bajorrelieve. En la parte central de las dos grandes murallas de piedras, exactamente enfrente la una de la otra y a una elevación como de cuarenta pies del nivel del piso, hay dos anillos de piedra maciza de cuatro pies de diámetro y de un pie y una pulgada de espesor: el diámetro del claro o abertura circular es de un pie y siete pulgadas; en el borde de cada anillo hay labradas dos serpientes enlazadas entre sí, siendo éste el todo del adorno de la obra. A primera vista, estas dos murallas nos parecieron idénticas en sus usos y objetos a las estructuras paralelas que sostienen anillos en Uxmal, acerca de las cuales ya he expresado la opinión de que seguramente serían destinadas para la celebración de juegos públicos. En todas ocasiones, yo he adoptado los nombres con que son designados los edificios en el mismo lugar en que se encuentran, sin detenerme a averiguar los motivos por que tienen esos nombres. El edificio en cuestión es llamado en Chichén iglesia de los antiguos, que se comenzó y no se concluyó, y en efecto la posición de las dos murallas da una idea de aquellos templos gigantescos a los cuales aún no se ha colocado el techo; pero, como ya teníamos otra iglesia en el mismo sitio, y hay una autoridad histórica que, en mi concepto, señala muy determinadamente el objeto de esta extraordinaria estructura, yo la llamaré el Gimnasio o Juego de Pelota. En el relato que el cronista Herrera da de las diversiones de Moctezuma, leemos lo siguiente: "Deleitábase mucho el rey en mirar el juego de bolas, que desde entonces han prohibido los españoles por los inconvenientes que producía frecuentemente: llamábanle el Tlachtli, asemejándose mucho a nuestro juego de pelota. La bola se hacía de la resina de un árbol que se da en las tierras calientes, al cual se hace una incisión y destila unas grandes gotas negras, que luego se endurecen, y después que se elabora y amoldan quedan tan negras como la pez. (Sin duda habla aquí el historiador del Ule o caoutchouc de la India). Hechas así las bolas, son duras y pesadas para la mano; pero saltan lo mismo que nuestras pelotas de pie sin necesidad de golpearlas; no usan de palas, sino que las arrojan al contrario con alguna parte del cuerpo, considerándose el golpe de la anca como el último grado de destreza, y para el mejor efecto y evitar los inconvenientes se ajustan a las ancas un pedazo de cuero con que resistir el golpe. Juegan en partidas de varias personas, unos a un lado y otros a otro, apostando cargas de mantas o lo que puedan dar los jugadores. El sitio destinado para este juego era una sala baja, larga, estrecha y elevada, pero más ancho arriba que abajo, y más alto en los lados que en las extremidades, teniendo el piso y paredes muy bien revocados y limpios. En las paredes laterales fijan ciertas piedras semejantes a las de un molino, con un agujero en el centro, tan amplio como el grueso de la bola, y el que de un golpe puede hacerla pasar a través de él ése gana el juego; y por ley y antiquísima costumbre del juego, y en prueba de lo extraordinario de un suceso que raras veces tiene lugar, el que lo ha ganado de esa suerte tiene derecho de apoderarse de las capas de todos los espectadores; y por cierto que es muy de ver que, tan presto como la bola ha entrado en el agujero, todos los circunstantes ponen pies en polvorosa con cuanta rapidez pueden para poner en cobro sus capas, riéndose y regocijándose estrepitosamente unos, otros corriendo para librar sus capas del vencedor, el cual quedaba obligado de ofrecer algún sacrificio al ídolo del salón del juego, y la piedra a cuyo través la bola había pasado. Cada Juego de Pelota era un templo que tenía dos ídolos, uno del juego y otro del baile. En cierto día de buen agüero, a la media noche, ejecutaban ciertas ceremonias y encantamientos en las dos paredes más bajas y en medio del suelo, entonando algunas cánticos o baladas, después de lo cual un sacerdote del gran templo, acompañado de algunos hombres dedicados al servicio del culto, iba a bendecir el lugar; usaba para ello de ciertas palabras cabalísticas, arrojaba cuatro veces la pelota en el salón, con lo cual quedaba consagrado el sitio, pudiéndose entonces, y no antes, jugar libremente en él. El propietario del Juego de Pelota, que lo era ordinariamente algún noble, jamás jugaba sin hacer ciertas ofrendas y ejecutar ciertas ceremonias en presencia del ídolo del juego, lo cual muestra cuán supersticiosos eran esos hombres, puesto que guardaban a sus ídolos tantos miramientos, aun cuando se trataba simplemente de sus diversiones. Moctezuma llevaba a los españoles a su juego de pelota, y gustábale mucho verlos jugar a la pelota, bien así como a los naipes y dados". Con algunas pequeñas variaciones de detalle, los rasgos generales son tan idénticos, que no dejaban a mi espíritu la más ligera duda de que la estructura que hoy existe en Chichén tenía precisamente el mismo objeto que el Juego de Pelota erigido en México, cuya descripción ha dado Herrera. Inmediatos están los templos en que se ofrecían los sacrificios; y en éste descubrimos algo de más importante que la mera determinación del carácter de un edificio, porque en la semejanza de diversiones vimos también una semejanza de costumbres e instituciones y el vestigio de alguna afinidad entre el pueblo que construyó las hoy arruinadas ciudades de Yucatán y el que habitaba en México en la época de la Conquista. Además, en el relato de Herrera vemos incidentalmente el diseño del paño funeral arrojado sobre las instituciones de los aborígenes, porque leemos que el juego que Moctezuma "se deleitaba en ver" y que sin duda era una diversión favorita del pueblo "los españoles lo habían prohibido ya". A la extremidad sur de la muralla del oriente, y hacia la parte exterior, hay un edificio consistente en dos cuerpos, uno al nivel del piso, y otro como a veinticinco pies sobre él: este último, que se encuentra en muy buen estado de preservación, es sencillo, de buen gusto en el arreglo de sus adornos, y contiene una procesión de tigres o linces. Por su elevada posición y por la arboleda que crece en rededor y sobre el techo, el efecto que produce es bello y pintoresco; pero, además de eso, tiene un elevado interés, y bajo de ciertos respectos es la estructura más importante que hubiésemos descubierto en toda la exploración de las ruinas que estábamos haciendo. El edificio inferior se halla en una situación bastante ruinosa; el frente ha caído del todo, y sólo muestra los restos de dos columnas cubiertas de figuras esculpidas. Con haberse destruido el frente, ha quedado patente a la vista toda la pared interior de aquel departamento, cubierta de un extremo a otro de figuras de bajorrelieve esculpidas con mucho esmero y laboriosidad. Expuestas estas figuras a la intemperie por tan largo número de años, se han borrado y casi destruido los caracteres; bajo el influjo de un sol tropical las líneas se han oscurecido y confundido, y la reflexión del calor era tan intensa que se hacía imposible trabajar enfrente del edificio, sino una o dos horas por la tarde, cuando se encontraba ya en la sombra. Un plumero es, como siempre, el adorno principal de todas las cabezas, y en la línea superior de los bajorrelieves cada figura lleva un haz de dardos y un carcax de flechas. Todas esas figuras estaban pintadas, y ya el lector puede imaginarse cuál sería su efecto cuando estaban enteras. Los indios llaman a esta pieza el Xtol, y dicen que representa un baile de los antiguos. Estos bajorrelieves tienen además un color distinto y peculiar. En la extensa obra de Nebel titulada Viaje pintoresco y arqueológico en México, publicada recientemente en París, aparece el dibujo de una piedra de sacrificios existente en el Museo de México, dada a la luz hoy por la primera vez: es de nueve pies de diámetro y tres de espesor, y contiene una procesión de figuras en bajorrelieve, que, si bien difieren en algunos detalles, representan el mismo carácter general de las del Xtol de Chichén. La piedra fue descubierta en una excavación practicada en la plaza mayor de la ciudad de México, cerca del sitio mismo en que estuvo el gran Teocali de la ciudad en tiempo de Moctezuma. La semejanza reposa sobre una base diferente de cualquier otra que pudiera descubrirse en las ruinas de Mitla, Xochicalco y otros sitios cuya historia es desconocida aún, y forma otro eslabón que enlaza estos edificios con el pueblo que ocupaba a México en la época de la Conquista. Y las pruebas de ello siguen acumulándose más y más. Entre los bajorrelieves de que voy hablando, aunque rota y desfigurada aparece la muestra acaso más preciosa de la delicadeza del arte indígena, que hoy existe todavía en todo el continente americano. La escalera, o cualquier otro medio de acceso a este edificio, ha desaparecido del todo, y nosotros no pudimos subir a él sino trepando por las piedras sueltas. La puerta da sobre la plataforma de la muralla mirando al "Juego de la Pelota". El corredor del frente es sostenido por macizos pilares, de los cuales todavía existen algunos restos, cubiertos de minuciosos adornos esculpidos. El dintel de la puerta interior es una viga de zapote riquísimamente esculpida: parte de las jambas estaban sepultadas en los escombros, pero en las que se veían fuera aparecían figuras esculpidas. Por medio de estas jambas entramos a otra pieza interior, cuyas paredes y techumbres estaban totalmente cubiertas de dibujos y pinturas, representando en vivísimos y brillantes coloridos figuras humanas, batallas, casas, árboles y escenas de la vida doméstica, notándose en una de las paredes una gran canoa; pero el primer sentimiento de satisfactoria sorpresa quedó destruido al contemplar que todo aquello estaba mutilado y desfigurado. En algunas el revoco aparecía hecho pedazos; por todas partes aparecían profundas y malignas brechas abiertas en el muro, y, mientras que algunas figuras individuales aun se conservaban enteras, la conexión con los otros objetos no existía ya. Por largo tiempo estuvimos en un verdadero estado de ansiedad desesperante con los fragmentos de pinturas que íbamos encontrando, produciendo en nosotros la fuerte impresión de que en este arte más perecedero y destructible los constructores de estos edificios habían hecho más progresos que en la escultura, y de que así era en efecto, teníamos la prueba en aquel momento. Los colores son el verde, el amarillo, el azul, el rojo y cierto rojizo, que sirve constantemente para dar el colorido a la carne. En los golpes de pincel hay ciertos rasgos que muestran la libertad y destreza con que el asunto era manejado por manos maestras. Pero tienen estas pinturas un interés superior al que pudieran producir, considerándolas simplemente como muestras del arte, porque entre ellas hay diseños y figuras que naturalísimamente traen a la memoria las muy conocidas pinturas de los mexicanos; y si estas analogías se sostienen bien, entonces este edificio, conexionado con las murallas del "Juego de la Pelota", viene a ser un testigo irrecusable de que el pueblo que habitaba a México en la época de la Conquista pertenecía a la misma raza original de los que construyeron las ciudades arruinadas de Yucatán. Pero continuemos. A la distancia como de quinientos pies de este edificio, hacia el sureste, descuella el llamado "Castillo", que es el primer edificio que vimos, y el más culminante de todos por cualquier punto de la llanura. Cada domingo las ruinas de Chichén se convierten en un verdadero paseo para los vecinos del pueblo de Pisté, y de veras que nada hay comparable al efecto pintoresco que producen las mujeres vestidas de blanco y con pañolones rojos, subiendo y bajando por la gran plataforma del "Castillo" y entrando y saliendo alternativamente por las puertas de ese elevado edificio. El montículo sobre el cual se halla erigido mide en su base, por los lados del sur y del norte, ciento noventa y seis pies diez pulgadas, y en los lados del oriente y poniente, doscientos dos pies. No corresponde exactamente a los cuatro puntos cardinales, aunque es probable que se pretendió al construirlo que así fuese; y en todos los edificios, por algún motivo no muy fácil de explicar, mientras que uno tiene una inclinación o variación de diez grados, respecto de un punto, el inmediato varía doce o trece respecto de otro punto. El montículo está construido en una forma sólida al parecer, y desde la base hasta la cúspide mide setenta y cinco pies. En el lado del oeste hay una escalinata de treinta y siete pies de anchura; y en la del norte otra de cuarenta y cinco pies y contiene noventa escalones. Al pie de ésta, formando un arranque atrevido para la parte superior, hay dos cabezas colosales de serpientes de diez pies de extensión, con la boca abierta y la lengua fuera. No hay duda de que eran los emblemas de alguna creencia religiosa, y debieron de haber excitado un sentimiento solemne de terror en el ánimo de un pueblo dotado de imaginación, cuando se paseaba entre ambas cabezas. La plataforma situada en la parte superior del Cuyo mide sesenta y un pies de norte a sur, y sesenta y cuatro de oriente a poniente, y el edificio en las mismas direcciones mide cuarenta y tres y cuarenta y nueve. Las puertas miran al oriente, al sur y al poniente con macizos dinteles de zapote cubiertos de minuciosas esculturas, lo mismo que las jambas. Las figuras están casi borradas; pero el adorno de plumeros de la cabeza y alguna porción de los demás adornos subsisten todavía. Uno de los rostros humanos está bien preservado y tiene una apariencia de mucha dignidad; lleva dos pendientes en las orejas y un anillo en la nariz, lo cual, según los relatos históricos, fue una costumbre tan prevaleciente en Yucatán, que, mucho tiempo después de la conquista, los españoles daban leyes para prohibirla. Todas las demás jambas están decoradas de esculturas del mismo carácter general y dan entrada a un corredor de seis pies de ancho, que corre por tres lados del edificio. La puerta que mira al norte presenta una magnífica apariencia, es de veinte y dos pies de ancho y tiene dos pequeñas columnas macizas de ocho pies ocho pulgadas de elevación, y dos grandes proyecciones en la base cubiertas enteramente de minuciosas esculturas. Esta puerta da acceso a un corredor de cuarenta pies de largo, seis pies cuatro pulgadas de ancho y diecisiete pies de elevación. En la pared posterior de este corredor hay una puerta solitaria de jambas esculpidas, sobre la cual hay una viga de zapote ricamente decorada, y que da entrada a una pieza de diecinueve pies ocho pulgadas de largo, doce pies nueve pulgadas de ancho y diecisiete pies de elevación. En este departamento hay dos pilares cuadrados de nueve pies cuatro pulgadas de elevación y de un pie nueve pulgadas de cada lado, decorados todos ellos de figuras esculpidas, y soportando macizas vigas de zapote cubiertas de los más curiosos, minuciosos y complicados adornos, pero tan borrados y destruidos por la acción del tiempo que, en medio de la oscuridad del sitio, al cual solo entraba la luz que venía de la única puerta, era extremadamente dificultoso copiarlos. La impresión que se recibe al penetrar en este elevado departamento, tan diverso de cuanto hasta allí habíamos visto y examinado, era acaso más fuerte y vigorosa que ninguna de las experimentadas anteriormente. Un día entero pasamos en el interior de esta pieza, subiendo de cuando en cuando a la plataforma para contemplar desde allí todos los edificios arruinados de la antigua ciudad y el campo inmenso que se extendía en sus inmediaciones. Y desde esta elevación contemplamos por la primera vez unos grupos de pequeñas columnas, que al examinarlas de cerca venimos a descubrir que eran los vestigios más notables y menos inteligibles que hubiésemos encontrado en este viaje. Estaban erigidas formando hileras de tres, cuatro y cinco de frente continuando las líneas en la misma dirección, hasta que la acababan para proseguir otra nueva. Eran de muy pequeña altura, algunas de ellas tan sólo de tres pies, mientras que las más elevadas no excedían de seis y consistían de varias piezas separadas lo mismo que las piedras milenarias. Muchas de ellas habían caído del todo, y en algunos sitios yacían tendidas en hileras completas, todas en la misma dirección, como si hubiesen sido derribadas intencionalmente. Yo empleé a muchos indios en despejar el terreno, procurando seguir la dirección que llevaban hasta el fin. En algunos sitios extendíanse hasta la base de los montículos en que están los edificios, mientras que otras se cortaban de repente y terminaban. Yo llegué a contar hasta trescientas ochenta; y había muchísimas más todavía, pero tan rotas e irregulares que no quise hacer cuenta de ellas. Estas columnas eran demasiado bajas para soportar el techo de ningún edificio, bajo el cual una persona pudiese andar con libertad; y, aunque solía presentarse la idea de que hubiesen estado destinadas para sostener una calzada de mezcla, se borraba esa idea al ver que no existía vestigio alguno de semejante calzada. Estas columnas están comprendidas en un área de muy cerca de cuatrocientos pies en cuadro; y a pesar de que son incomprensibles los usos y objeto a que estuvieron destinadas, aumentan mucho el interés y admiración que inspiran estas ruinas. Queda ahora concluida mi breve descripción de las ruinas de Chichén Itzá, habiendo presentado con cuanta individualidad me ha sido posible todos los principales edificios de esta antigua ciudad. Existen aún montículos arruinados, y una multitud de fragmentos de escultura yacen dispersos por todo el terreno representando ideas muy curiosas, y que ordinariamente interrumpían nuestro paso durante el examen de estos edificios, pero cuya descripción no intento dar. Estas ruinas eran las que por mucho tiempo habían mantenido excitada nuestra atención y hecho alimentar las más vivas esperanzas, que, lejos de quedar defraudadas, se realizaron hasta más allá de lo que creíamos. A nuestros ojos tenían un nuevo interés, que resultaba del hecho de que mayor luz brillaba sobre ellas por los datos que suministra la historia, como que el primer establecimiento de los españoles en el interior de Yucatán tuvo lugar en ese propio sitio. El lector puede recordar que en las primeras páginas de este libro ha acompañado al Adelantado don Francisco de Montejo hasta Chichén, o Chichén Itzá, que así se llamaba, del nombre del pueblo que habitaba aquella región. El asiento de Chichén está incuestionablemente comprobado que es el mismo ocupado hoy por las ruinas de ese nombre; y acaso el lector estará esperando del Adelantado Montejo, o de los soldados españoles que le acompañaban, algún relato circunstanciado de esos extraordinarios edificios, tan diversos ciertamente de los que se estilaban en España, y de los que estaban acostumbrados a ver los conquistadores. Pero por más extraño y sorprendente que parezca, el hecho es que no existe semejante relato. La única noticia existente hoy de su viaje desde las costas dice que de un pueblo llamado Aké emprendieron su marcha encaminándose a Chichén Itzá, en donde determinaron hacer alto y establecerse, como que parecía el sitio más adecuado en razón de la fortaleza de los grandes edificios que allí había, para defenderse contra los ataques de los indios. No nos refieren si estos edificios estaban habitados o desolados; pero el cronista Herrera nos dice que los indios de esta región eran tan numerosos, que, cuando el Adelantado hizo los repartimientos de ellos entre sus compañeros de armas, el menor número que correspondió al último de los agraciados fue no menos que de dos mil indios. Sin embargo, tomando en consideración las circunstancias de ocupación y abandono que de Chichén hicieron los españoles, ese silencio acaso nada tiene de extraordinario. Ya he referido que el Adelantado incurrió allí en una fatal equivocación, y que, alucinado con la esperanza de hallar minas en otra provincia, dividió sus fuerzas y envió en busca de oro cincuenta hombres bajo las órdenes del mejor de sus capitanes. Desde aquel momento cayó sobre él una lluvia de peligros y calamidades: se puso en cabal desacuerdo con los indios y, habiéndole éstos negado las provisiones, viéronse los españoles en la necesidad de salir a buscarlas con espada en mano, y todo cuanto comían era comprado al precio de su sangre. Al fin los indios adoptaron la determinación de exterminarlos; una muchedumbre inmensa cercó el campo de los españoles, sin permitirles paso franco para retirarse. Reducidos los conquistadores a la necesidad de perecer de hambre, se resolvieron a morir heroicamente en el campo saliendo de sus atrincheramientos a librar una batalla al enemigo. En efecto, un combate muy sangriento se empeñó entre ambas fuerzas contendientes: los españoles lidiaban por su vida y los indios por hacerse dueños del campo. Verdad es que de éstos murieron grandes masas; pero no dejó de ser considerable la carnicería entre aquéllos, pues perecieron ciento cincuenta quedando heridos casi todos los restantes, y todos hubieran perecido, como un hombre solo, si los indios les hubieren atacado en su retirada. Incapaces de conservar el puesto por más tiempo, aprovechábanse de la oscuridad de la noche cuando los indios estaban más desprevenidos y hacían frecuentes salidas a esa hora, a fin de mantenerlos alerta y cansarlos; y, cuando consideraron conseguido su objeto, ataron en cierta noche un perro a la soga de una campana, colocando fuera de su alcance un pedazo de carne, y con el mayor silencio salieron fuera de su campamento. El perro, primero al verlos salir y luego para coger el trozo de carne, tiraba con fuerza de la cuerda de la campana, y los indios figurándose que los españoles estaban en alarma permanecían quietos esperando el resultado; mas ya cerca de amanecer, notando que la campana insistía en sonar con mayor tenacidad, fueron acercándose poco a poco al campo español y lo encontraron desierto. Entretanto los españoles se habían escapado con dirección hacia la costa, y en los confusos y complicados relatos que nos dejaron de sus peligros y fuga no debe sorprender que hayan omitido formar ninguno relativo a los edificios, artes y ciencias de los feroces habitantes de Chichén. Concluiré con una observación general. Por supuesto que estas ciudades no fueron todas edificadas simultáneamente, porque hay restos de diferentes épocas. Chichén, aunque se halla en mejor estado de preservación que otras, tiene una gran apariencia de mayor antigüedad; sin duda algunos de sus edificios son más antiguos que los demás, y largos intervalos deben mediar entre los diferentes tiempos de su construcción. El manuscrito en lengua maya, de que ya he hecho referencia, coloca el primer descubrimiento de Chichén en la época que corresponde entre los años de 360 y 432 de la era cristiana. De las palabras que usa pudiera inferirse que entonces se hizo el descubrimiento de la ciudad que actualmente existe; pero es más racional creer que ese descubrimiento sólo se refiere al sitio que ha dado después el nombre a la ciudad, es decir, Chi-Chén, BOCAS DE POZOS, aludiendo a los dos grandes cenotes, pues que ya sabemos que entre los primitivos habitantes de Yucatán, y particularmente en la región árida de este país, el descubrimiento de un pozo era digno de ser notado en su historia. De uno de estos cenotes he hecho ya referencia; el otro no lo visité sino en la tarde precedente a mi salida de Chichén. Partiendo del "Castillo", subimos por una elevación boscosa, que parece haber sido una calzada artificial que llevaba hasta los bordes del cenote. Éste era el más grande y agreste de cuantos habíamos visto hasta entonces: era una inmensa hendidura circular, situada en el corazón de una áspera floresta, tapada en forma vertical, rodeada de una espesa arboleda en sus márgenes y paredes y tan sombría y solitaria, que no parecía sino que el genio del silencio reinaba en su interior. Un gavilán volaba en los contornos mirando el agua, pero sin mojar en ella sus alas. El agua era de un color verdoso: una influencia misteriosa parecía penetrar en ella en conexión con los relatos históricos que hacen del pozo de Chichén un lugar de peregrinación, añadiéndose que allí se arrojaban las víctimas humanas ofrecidas en sacrificio. En un punto determinado del borde o margen de este cenote se veían los restos de una estructura de piedra, que probablemente se halla enlazada con los antiguos ritos supersticiosos; tal vez ése era el sitio desde el cual eran arrojadas las sangrientas víctimas en el sombrío y misterioso cenote que se presentaba allá abajo en las entrañas de la tierra.
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CAPÍTULO XVII De las postas y chasquis que usaba el Inga De correos y postas, tenía gran servicio el Inga en todo su reino. Llamábanles chasquis, que eran los que llevaban sus mandatos a los gobernadores y traían avisos de ellos a la corte. Estaban estos chasquis puestos en cada topo, que es legua y media en dos casillas, donde estaban cuatro indios. Estos se proveían y mudaban, por meses, de cada comarca, y corrían con el recaudo que se les daba a toda furia, hasta dallo al otro chasqui, que siempre estaban apercibidos y en vela los que habían de correr. Corrían entre día y noche a cincuenta leguas, con ser tierra la más de ella asperísima. Servían también de traer cosas que el Inga quería, con gran brevedad, y así tenían en el Cuzco, pescado fresco de la mar (con ser cien leguas) en dos días o poco más. Después de entrados los españoles, se han usado estos chasquis en tiempos de alteraciones, y con gran necesidad. El Virrey D. Martín los puso ordinarios a cuatro leguas para llevar y traer despachos, que es cosa de grandísima importancia en aquel reino, aunque no corren con la velocidad que los antiguos, no son tantos, y son bien pagados y sirven como los ordinarios de España, dando los pliegos que llevan, a cada cuatro o cinco leguas.
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Capítulo XVII Que trata del valle del Copiapó y de las cosas que hay en este valle y de las costumbres de los indios Este valle de Copiapó es el principio de esta gobernación de Chile, y porque en él tomó el general Pedro de Valdivia la posesión en nombre de Su Majestad, es bien que contemos la calidad de él. Este valle, de las sierras nevadas de donde procede hasta la mar, tiene de compás las quince leguas, como tengo dicho. Tiene de ancho una legua y en partes más. Corre por este valle un río pequeño, que basta regar sementeras de los naturales que en él hay, que en esta sazón había mil indios, este río antes que entre en la mar se sume y junto a la costa torna a salir. En este valle no llueve, sino que hay aquellas neblinas que ya tengo dicho cuando es el invierno. Dase maíz, e tan grandes y gruesas las cañas que ninguna provincia de las que yo he visto y andado no he visto darse tan bien como en este valle, porque en otras provincias da cada caña dos o tres mazorcas, y aquí cuatro o cinco. Es muy buen maíz. Danse frísoles e papas e quinoa, que es esta quinoa una hierba como bledos. Lleva unos granitos e una espiga o dos o tres, que dan en los cogollos que lleva. Es tan alta como un estado y menos, y los granitos que digo son a manera de mostaza y mayores. Cuecen estos granitos los indios e cómenlos. Es buen mantenimiento para ellos. Dase en este valle algodón. Andan los indios bien vestidos del algodón y de lana de ovejas que tienen. Hay minas de plata, cobre y de otros muchos metales. Hay yelso, hay turquesas muy finas. Los árboles que hay en este valle son algarrobas, e dan muy buen fruto y aprovéchanse de él los naturales como tengo dicho. Hay chañares, hay salces. El traje de los indios es como el de Atacama. Difieren en la lengua. Es gente dispuesta, belicosa, y ellas, de buen parecer. Los ritos y cerimonias que tienen es adorar al sol como los de Atacama, porque lo tomaron de los ingas cuando de ellos fueron conquistados. Hablan con el demonio los que más por amigos se le dan, y éstos son tenidos de los demás. Creen y usan de las predestinaciones que aquellos les dice. Su enterramiento es debajo de la tierra, no hondo. La mayor cantidad de la tierra está encima hecha montón como pila de cal. Entiérranse junto a un sitio que les parece ser buena tierra, juntamente entierran consigo sus armas y ropas e joyas. El casamiento de estos indios es que los señores tienen a diez y doce mujeres, e los demás a una y a dos mujeres. De fuera de este valle, en las sierras, hay unos árboles extraños de ver, sin hoja. Tienen espinas muy espesas del modo de agujas de ensalmar. Sírvense los indios e indias de estas espinas. Tienen los pimpollos estos árboles como el muslo y el nacimiento tan grueso como arriba. Parecen gruesos cirios. Son altos de diez palmos y más. Van puestas estas púas por sus líneas. Es cosa admirable para quien no lo ha visto. Dan una flor amarilla y otros blanca y muy grande; procede de esta flor una fruta tan gruesa como gruesos higos, y dentro llena de pipitas negrillas como granos de mostaza, mezcladas con cierto licor a manera de miel. Cuando maduran se abren un poco y son gustosos. Llámanle los indios en su lengua neguey. De estos árboles hay en toda esta tierra en las laderas e sierras. Críanse en los secadales donde no reciben ninguna agua. Por las acequias de este valle hay algunas hierbas de nuestra España.