Cómo Tezozómoc, viendo que el emperador Ixtlilxóchitl le tenía cercada y situada su ciudad, procuró pedir treguas con socolor de que le quería dar la obediencia y tratar de paces Visto Tezozómoc que en cuatro años que habían durado las guerras de los chichimecas contra él, no había podido sujetaros, sino que antes había perdido mucha gente de su ejercito, y que a pocos lances le entrarían en su ciudad, en donde podía correr riesgo su persona, y las de sus deudos y aliados, acordó llevar por otro camino el negocio, y fue que pidió treguas por cierto tiempo, en el cual prometía dar la obediencia a Ixtlilxóchitl y tratar de la paz y concordia que dijo pretendía a el imperio, y para ello envió sus embajadores a Ixtlilxóchitl, el cual siendo demasiadamente noble de condición, sin advertir el daño que de esto se le podía seguir, luego mandó alzar el cerco que tenía puesto sobre Azcaputzalco, y envió a sus gentes a que fuesen a descansar en sus pueblos, quedándose solo y desapercibido en la ciudad de Tetzcuco; y conociendo Tezozómoc el descuido con que vivía y que sus designios se le iban logrando fingió quererle hacer ciertas fiestas en las faldas de un cerro que se dice Chiuhnauhtécatl en confirmación de las paces que fingidamente decía querer hacer con Ixtlilxóchitl, y llevando para el efecto muchas danzas y otros juegos, regocijos y entretenimientos que usaban estos señores, a las vueltas de él llevó un grueso razonable ejército para que al mejor tiempo embistiesen con los tetzcocanos y matasen a Ixtlilxóchitl y a todos los que iban con él; y en esta traición y pactos de tiranía fueron participantes los señores mexicanos y los otros atrás referidos, que eran de la casa y linaje de Tezozómoc, el cual se puso con todo lo referido en un bosque y casa de recreación que allí estaba, que se decía Temamátlac, en donde aguardó a Ixtlilxóchitl; el cual cuando llegó a su noticia cómo estas fiestas que el astuto viejo pretendía hacer, eran para mejor hacer su tiranía (y lo que más sintió el rey Ixtlilxóchitl ser ya tan tarde que apenas se pudo fortificar su ciudad, ni pedir socorro, porque los más de los señores estaban ya en compañá del tirano, y aun algunos de los caballeros de su corte, de quienes mucho se fiaba, eran partícipes de esta conjuración), haciendo de ladrón fiel envió a excusarse de las fiestas, fingiendo estar indispuesto, y que las remitiesen para otro tiempo; para lo cual llamó a su hermano el infante Tocuitécatl Acotlotli, y le encargó llevase esta embajada: el cual conociendo que esta empresa que se le encargaba era de mucho riesgo, y que no podía escapar con la vida, dijo al rey su hermano que se acordase de sus hijos y los amparase, y que dos lugares que le había hecho merced de ellos poco había, que se decían Quauhyocan y Tequixquináhuac de que aún no había tomado posesión, que sus hijos los hubiese; el rey le consoló y le dijo que el mismo riesgo aguardaba su persona, pues le veía tan desapercibido de socorro y gente, y el tirano tan aventajado, pues le hacía la guerra con sus propias armas y con los de su propia casa, y habiéndole dicho otras razones, le mandó vestir ciertas vestiduras que el rey se solía poner, y adornarle con preseas de oro y pedrería, y llamó a ciertos criados suyos para que lo acompañasen, y con ellos se fue al bosque de Temamátlac, que estaba en Chiuhnauhtécatl como está referido. Cuando llegó el infante vio que estaban todos en consulta, y entre los del tirano muchos de los de la gente ilustre y principal del reino de Tetzcuco, como eran algunos de Huexotla y otros de Coatlichan y de Chimalhuacan, Coatépec, Itztapalocan y los de Acolman con todos los de su valía; y haciendo su acatamiento al tirano y a todos los demás, dio su embajada, y la respuesta que se le dio fue decirle que a él no le llamaban, sino a Ixtlilxóchitl; y luego incontinenti lo mataron desollándolo vivo, y el pellejo lo encajaron en una peña que por allí estaba, y la misma muerte les dieron a todos los que iban con él. De lo cual fue avisado el rey Ixtlilxóchitl, que ya estaba puesto a punto aguardando a los enemigos, los cuales viendo que no lo pudieron haber a las manos, marcharon a gran priesa para cogerle desapercibido y saquear la ciudad, y aunque el tirano con sus consortes se dio mucha priesa, no pudo con tanta facilidad ejecutar su mal intento, porque Ixtlixóchitl se opuso contra él y defendió la ciudad más de cincuenta días, en los cuales sucedieron muchas y varias cosas, entre las cuales un caballero llamado Toxpilli, de los muy privados que tenía el rey Ixtlilxóchitl, él y los de un barrio de la ciudad llamados chimalpanecas, mataron a los ayos y gente de la recámara del rey por ser ya del bando de los tiranos, entre los cuales fueron Iztactecpóyotl y Huitzilíhuitl, que entrando dentro de sus casas con macanas los hicieron pedazos, y a otro llamado Tequixquenahuacatlayacaltzin dentro de su casa a pedradas lo mataron y arrastraron, sacándolo de su casa por las calles, y le saquearon la casa; era persona muy rica. Viendo Ixtlilxóchitl que aun hasta los de su casa y corte, y de quienes tenía gran confianza se le habían rebelado, y todos apellidaban el bando tepaneco, y que estaba tan apurado, y los más de los ciudadanos y otros caballeros que defendían su persona y la de su ciudad estaban muertos, y la gente miserable e indefensa, le fue fuerza hacer lo mismo.
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Con qué discursos acostumbraban hablar a los dioses y a los hombres Con preces establecidas y prescriptas los sacerdotes rogaban a Tezcatlipoca que alejara las epidemias y las enfermedades particulares y en esas oraciones lo declaraban omnipotente, incorpóreo y máximo y supremo de los dioses. Si en otras partes confesaban que hubiese sido hombre, como los otros dioses, era porque no satisfacía su ánimo que lo incorpóreo y lo que nunca hubiese estado vestido de carne sobresaliera. Con otras preces se esforzaban en arrancar a los dioses abundancia de patrimonio familiar y que fuera suministrado con más liberalidad lo necesario para vivir bien y felizmente. Con otras pedían durante la guerra la victoria sobre los enemigos, sin persuadirse, sin embargo, de que los dioses quedaban obligados, sino atraídos y doblegados por discursos blandos y elegantes, y así creían fomentar sus píos afectos. Con otras para el rey electo y consagrado y puesto a la cabeza de los pueblos, deprecaban próspera fortuna, largo y feliz reinado y buena disposición para los súbditos que debía gobernar con rectitud. Con otras, el sumo sacerdote, al morir el rey, pedía a los dioses otro que pudiera desempeñar meritísimamente el puesto, y con otras que quitara de enmedio al rey pernicioso. En otras pretendían los sacerdotes que los pecados confesados a ellos eran remitidos por los dioses. Se acostumbraba en efecto que cada quien confesare una vez en la vida, con objeto de conseguir el perdón, los crímenes que había cometido. También he oído de otros que seguían una costumbre muy diversa para conseguir el perdón de sus pecados a saber: inscribían sus crímenes en papeles, y después quemaban éstos y así los despachaban a Plutón, y creían que de ninguna otra manera les serían perdonados por los dioses tartáreos. También en otro sermón, el sacerdote hablaba a los confesos certificándoles que si descubrían sincera y cándidamente sus iniquidades, se les perdonarían todas a una y serían borradas, porque en verdad las confesaban a Dios y no a un hombre terreno; pero en caso contrario, cometerían un crimen mucho más grave, justamente cuando pretendían que sus pecados les fueran perdonados. Lo exhortaba para que después viviera de una manera más cauta y más inocente, que hiciera obras gratas a los dioses en obsequio de ellos, y que atestiguara con sus excelentes costumbres la expiación de sus crímenes y el horror y arrepentimiento de la vida que había llevado. Así por fin, lo despachaba lleno de grande alegría y como aliviado del peso molestísimo de sus crímenes. También de otra manera pedían a los dioses que tenían a su cargo las lluvias, que lloviera. De otra manera el nuevo rey hablaba a Tezcatlipoca dándole las gracias por tanto beneficio recibido; por la regia dignidad alcanzada y por el cargo que le había encomendado y cometido de gobernar tantas y varias gentes, y le suplicaba que en todo fuera propicio, a quien tenía que llevar todo eso a cabo. En otra forma, alguno de los señores advertía al nuevo rey que se debía al gobierno y al mando que tenía que ejercer. De manera diversa hablaba otro por toda la plebe, demostrando la alegría que habían concebido por la reciente elección del rey y el deseo ardiente que todos tenían de vida larga y feliz del soberano y de fausta fortuna en la guerra y en la paz, para el engrandecimiento de la patria y de la religión. Existe también otro discurso en el cual el rey respondía a los oradores; además otro del orador y otro de alguno de los próceres en representación del rey, y otro por el cual el rey recién electo exhortaba al pueblo a que se abstuviera de los vicios, y se aficionara al culto de los dioses, a la milicia y a la agricultura y que con mucho empeño desempeñara todos los trabajos propios de estas cosas, y entonces otro señor alababa lo propuesto por el rey, lo recomendaba a la plebe y lo ensalzaba con alabanzas admirables. Uno de la plebe daba gracias al rey por sus advertencias, por su cuidado y solicitud de la virtud de todos y también de aquellas cosas que pertenecían a la administración de la república; por el ánimo con que cultivaba las buenas costumbres y se imbuía en ellas, evitaba los vicios vitandos y abrazaba la virtud. Prometía en nombre de la plebe que seguirían con todas sus fuerzas esos preceptos con que habían sido amonestados. Pero aún hay más: el rey mismo inducía a la virtud a todos sus hijos e hijas y en un fecundo discurso los aterrorizaba de los vicios y los persuadía que se presentaran tales como convenía a hijos reales. Los amonestaba para que no violaran la sangre preclara de sus mayores con el execrable contagio de los vicios, sino que dedicándose a todo género de virtudes no sólo la respetaran, sino que la hicieran cada día más espléndida e ilustre. La madre también, cuantas veces lo juzgaba conveniente, solía hablar a las hijas alabando las exhortaciones paternas y les rogaba tiernamente que esculpieran en su corazón los salubérrimos consejos del padre. Añadía no pocas enseñanzas relativas a la vida honesta y estudiosa, y en lo privado les enseñaba de qué vestidos, adorno, manera de andar, conversación, semblante y movimiento del cuerpo era oportuno que usaran. Además, cómo convenía huir de la pereza, de la soberbia y de la afectación en todas las cosas y evitarlas y hasta qué punto cualquier cosa, por pequeña que fuera, podía rebajar el honor ante los hombres. También los próceres y otros varones principales recomendaban a sus hijos la humildad y la modestia, y el verdadero y diligentemente investigado conocimiento de sí mismos, cuando no pudiera ser para otra cosa, para que así plugieran a los dioses y a los hombres. Ensalzaban el pudor también con grandes alabanzas como admirable y muy precioso a los dioses y a los hombres. Y les enseñaban en muchas pláticas de qué manera se debían de portar en la comida y la bebida, consumiendo con moderación. Y también había coloquios acerca del sueño, y acerca del ornato y necesidades, sin las cuales la vida no puede pasarse alegremente en manera alguna. Con muchísimo cuidado insistían en que debían ser evitadas cualesquiera cosas de comida o bebida presentadas por mujeres, como que a las cuales a menudo era mezclado veneno por benéficas, de las que andaba gran cantidad entre esa gente. He considerado que no debía omitir por completo estas cosas, con las que muestro cuán virtuosos eran aún cuando idólatras y antropófagos y cuánto cuidado tenían en educar a los hombres y cuánta fuerza en el discurso; mas no he juzgado tampoco debido narrar completamente todo, tanto porque no me parece pertenecer a la historia, como porque lo que podría ser dicho y presentado en alabanza de la virtud y detestación de los vicios por varones prudentes y probos de aquellos tiempos, puede ser conjeturado fácilmente de lo dicho, por quienquiera dotado de ingenio aun cuando mediano.
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CAPÍTULO XVII Que Tlacaellel no quiso ser rey, y de la elección y sucesos de Tizocic Juntáronse los cuatro diputados con los señores de Tezcuco y Tacuba; y presidiendo Tlacaellel, procedieron a hacer elección de rey; y encaminando todos sus votos a Tlacaellel, como quien mejor merecía aquel cargo que otro alguno, él lo rehusó con razones eficaces, que persuadieron a elegir otro. Porque decía él, que era mejor para la república que otro fuese rey, y él fuese su ejecutor y coadjutor, como lo había sido hasta entonces, que no cargar todo sobre él solo, pues sin ser rey, era cierto que había de trabajar por su república no menos que si lo fuese. No es cosa muy usada no admitir el supremo lugar y mando, y querer el cuidado y trabajo, y no la honra y potestad, ni aun acaece que el que puede por sí manejallo todo, huelgue que otro tenga la principal mano, a trueque que el negocio de la república salga mejor. Este bárbaro, en esto hizo ventaja a los muy sabios romanos y griegos; y si no, díganlo Alejandro y Julio César, que al uno se le hizo poco mandar un mundo, y a los más queridos y leales de los suyos sacó la vida a crueles tormentos, por livianas sospechas que querían reinar; y el otro se declaró por enemigo de su patria, diciendo que si se había de torcer del derecho, por sólo reinar se había de torcer; tanta es la sed que los hombres tienen de mandar, aunque el hecho de Tlacaellel también pudo nacer de una demasiada confianza de sí, pareciéndole que sin ser rey, lo era, pues cuasi mandaba a los reyes, y aun ellos le permitían traer cierta insignia como tiara, que a solos los reyes pertenecía. Mas con todo merece alabanza este hecho, y mayor su consideración de tener en más el poder, mejor ayudar a la república siendo súbdito que siendo supremo señor, pues en efecto es ello así, que como en una comedia aquel merece más gloria, que toma y representa el personaje que más importa, aunque sea de pastor o villano, y deja el de rey o capitán a otro que lo sabe hacer, así en buena filosofía deben los hombres mirar más el bien común y aplicarse el oficio y estado que entienden mejor. Pero esta filosofía es más remontada de lo que al presente se platica. Y con tanto, pasemos a nuestro cuento con decir que en pago de su modestia y por el respeto que le tenían los electores mexicanos, pidieron a Tlacaellel que pues no quería reinar, dijese quién le parecía reinase. El dió su voto a un hijo del rey muerto, harto muchacho, por nombre Tizocic, y respondiéronle que eran muy flacos hombros para tanto peso; respondió que los suyos estaban allí para ayudarle a llevar la carga, como había hecho con los pasados; con esto se resumieron y salió electo el Tizocic, y con él se hicieron las ceremonias acostumbradas; horadáronle la nariz, y por gala pusiéronle allí una esmeralda, y esa es la causa que en sus libros de los mexicanos, se denota este rey por la nariz horada. Éste salió muy diferente de su padre y antecesor, porque le notaron por hombre poco belicoso y cobarde; fue para coronarse a debelar una provincia, que estaba alzada, y en la jornada, perdió mucho más de su gente que cautivó de sus enemigos; con todo eso volvió diciendo traía el número de cautivos que se requería para los sacrificios de su coronación, y así se coronó con gran solemnidad. Pero los mexicanos, descontentos de tener rey poco animoso y guerrero, trataron de darle fin con ponzoña, y así no duró en el reino más de cuatro años. Donde se ve bien que los hijos no siempre sacan con la sangre el valor de los padres, y que cuanto mayor ha sido la gloria de los predecesores, tanto más es aborrecible el desvalor y vileza de los que suceden en el mando, y no en el merecimiento. Pero restauró bien esta pérdida otro hermano del muerto, hijo también del gran Motezuma, el cual se llamó Axayaca, y por parecer de Tlacaellel fue electo, acertando más en éste, que el pasado.
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De las provincias y pueblos que hay desde la ciudad de Antioca a la villa de Arma, y de las costumbres de los naturales dellas Aquí dejaré de proseguir por el camino comenzado que llevaba, y volveré a la ciudad de Antiocha para dar razón del camino que va de allí a la villa de Arma, y aun hasta la ciudad de Cartago; donde digo que, saliendo de la ciudad de Antiocha para ir a la villa de Arma, se allega al río grande de Santa Marta, que está doce leguas della pasado el río, que para lo pasar hay una barca, o nunca faltan vallas o de qué hacellas. Hay pocos indios a las riberas del río, y los pueblos son pequeños, porque se han retirado todos del camino. Después de haber andado algunas jornadas se allega a un pueblo que solía ser muy grande; llamábase el Pueblo Llano; y como entraron los españoles en la tierra, se retiraron adentro de unas cordilleras que estaban de aquel lugar poco más de dos leguas. Los indios son de pequeños cuerpos, y tienen algunas flechas traídas de la otra parte de la montaña de los Andes, porque los naturales de aquellas partes las tienen. Son grandes contratantes; su principal mercadería es sal. Andan desnudos; sus mujeres lo mismo, porque no traen sino unas mantas muy pequeñas, con que se atapan del vientre hasta los muslos. Son ricos de oro, y los ríos llevan harto deste metal. En las demás dostumbres parescen a sus comarcanos. Desviado deste pueblo está otro que se llama Mugia, donde hay muy gran cantidad de sal y muchos mercaderes que la llevan pasada la cordillera, por la cual traen mucha suma de oro y ropa de algodón, y otras cosas de las que ellos han menester. Desta sal, y dónde la sacan y cómo la llevan, adelante se tratará. Pasando desde pueblo hacia el oriente está el valle de Aburra; para ir a él se pasa la serranía de los Andes muy fácilmente y con poca montaña y aun sin tardar mas que un día; la cual descubrimos con el capitán Jorge Robledo, y no vimos más de algunos pueblos pequeños y diferentes de los que habíamos pasado, y no tan ricos. Cuando entramos en este valle de Aburra fué tanto el aborrescimiento que nos tomaron los naturales dél, que ellos y sus mujeres se ahorcaban de sus cabellos o de los maures, de los árboles, y aullando con gemidos lastimeros dejaban allí los cuerpos y abajaban las ánimas a los infiernos. Hay en este valle de Aburra muchas llanadas; la tierra es muy fértil, y algunos ríos pasan por ella. Adelante se vio un camino antiguo muy grande, y otros por donde contratan con las naciones que están al oriente, que son muchas y grandes; las cuales sabemos que las hay más por fama que por haberlo visto. Más adelante del Pueblo Llano se allega a otro que ha por nombre Cenufara; es rico, y adonde se cree que hay grandes sepulturas ricas. Los indios son de buenos cuerpos, andan desnudos como los que hemos pasado, y conforman con ellos en el traje y en lo demás. Adelante está otro pueblo que se llama el Pueblo Blanco, y dejamos para ir a la villa de Arma el río grande a la diestra mano. Otros ríos muchos hay en este camino, que por ser tantos y no tener nombres no los pongo. Cabe Cenufara queda un río de montaña y de muy gran pedrería, por el cual se camina casi una jornada; a la siniestra mano está una grande y muy poblada provincia, de la cual luego escrebiré. Estas regiones y poblaciones estuvieron primero puestas debajo de la ciudad de Cartago y en sus límites, y señalado por sus términos hasta el río grande por el capitán Jorge Robledo, que la pobló; mas como los indios sean tan indómitos y enemigos de servir ni ir a la ciudad de Cartago, mandó el adelantado Belalcázar, gobernador de su majestad, que se dividiesen los indios, quedando todos estos pueblos fuera de los límites de Cartago, y que se fundase en ella una villa de españoles, la cual se pobló, y fue fundador Miguel Muñoz en nombre de su majestad, siendo su gobernador desta provincia el adelantado don Sebastián de Belalcázar, año de 1542. Estuvo primero poblada a la entrada de la provincia de Arma, en una sierra; y fue tan cruel la guerra que los naturales dieron a los españoles, que por ello, y por haber poca anchura para hacer sus sementeras y estancias, se pasó dos leguas o poco más de aquel sitio hacia el río grande, y está veinte y tres leguas de la ciudad de Cartago y doce de la villa de Ancerma y una del río grande, en una llanada que se hace entre dos ríos pequeños, a manera de ladera, cercada de grandes palmares, diferentes de los que de suso he dicho, pero más provechosos, porque sacan de lo interior de los árboles muy sabrosos palmitos, y la fruta que echan también lo es, de la cual, quebrada en unas piedras, sacan leche, y aun hacen nata y manteca singular, que encienden lámpara y arde como aceite. Yo he visto lo que digo y he hecho en todo la experiencia. El sitio a villa se tiene por algo enfermo; son las tierras tan fértiles, que no hacen más de apalear la paja y quemar los cañaverales, y esto hecho, una hanega de maíz que da ciento y más, y siembran el maíz dos veces en el año; las demás cosas también se dan en abundancia. Trigo hasta agora no se ha dado ni han sembrado ninguno, para que pueda afirmar si se dará o no. Las minas son ricas en el río grande, que está una legua desta villa, más que en otras partes, porque si echan negros, no habrá día que no den cada uno dos o tres ducados a su amo. El tiempo andando, ella vendrá a ser de las ricas tierras de las Indias. El repartimiento de indios que por mis servicios se me dio fue en los términos desta villa. Bien quisiera que hubiera en qué extendiera la pluma algún tanto, pues tenía para ello razón tan justa; mas la calidad de las cosas sobre que ella está fundada no lo consiente, y principalmente porque muchos de mis compañeros, los descubridores y conquistadores que salimos de Cartagena, están sin indios, y los tienen los que los han habido por dinero o por haber seguido a los que han gobernado, que cierto no es pequeño mal.
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De los reyes de Tlatelolco La ciudad, pues, está dividida de la manera que dije antes (?) en dos partes, de las cuales una se llama Tenuchtitlan y Tlatelulco la otra, las que hoy en día llamamos México y Santiago. Ya listamos los reyes de la primera y ahora reseñaremos los de la segunda. Por causa de matrimonios Tlatelolco se separó del rey mexicano, aun cuando hay quien asegura que obedecía a jefes diferentes desde su misma fundación. El primer rey de Tlatelulco conocido por los monumentos de los mexicanos y llamado Quaquapitzahoac, reinó sesenta y dos años; derrotó a los tenayucenses, coacalcenses y xaltocanenses y vivió en el mismo tiempo que Acamapichtli y Hoitzihoitl; el segundo, Tlacateotl, reinó en Tlatelulco treinta y ocho años y en su época fueron conquistados los culhuacanenses y coyoacatlenses. El tercero, Quauhtlatoatzin, treinta y ocho; tuvo por coetáneos a dos reyes de Tenuchtitlan, Itzcoatl y Hoehoe Motecçuma. En su tiempo fueron conquistadas las provincias de Atzcapotzalco y Coayxtlaoacán, Cuexitlan, Quauhtintian, los xochimilcenses y los qauhnahuacenses. Cuarto, Moquiztli, reinó nueve años y en su tiempo el imperio de Tlatelolco volvió a los reyes mexicanos por contenciones a causa de su mujer, nacidas entre él y su cuñado el rey de Tenuchtitlan, Axayaca. Vencido por fin éste, se precipitó por las escaleras abajo de lo más alto del templo, porque de otra manera no hubiera podido evadírsele de las manos, y así concluyó su vida con este género de muerte tan miserable y tan lúgubre. A los demás que, ya reducida la ciudad mexicana a la jurisdicción de los españoles, gobernaron Tlatelulco en nombre del César, así como a los de Tenuchtitlan, no creo necesario nombrarlos, y por consiguiente me aplico a exponer los augurios de los mexicanos.
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CAPÍTULO XVII Júntanse los españoles en Pánuco. Nacen crueles pendencias entre ellos y la causa por qué Gonzalo Cuadrado Jaramillo y su compañero Francisco Muñoz, que dejamos caminando por la costa, no pararon en toda la noche y al amanecer llegaron a la boca del río de Pánuco, donde supieron que el gobernador y sus cinco carabelas habían entrado a salvamento y subían por el río arriba. Alentados con esta buena nueva, no quisieron parar a descansar, antes, con haber caminado aquella noche doce leguas sin descansar, se dieron más prisa en su viaje y caminaron otras tres leguas y llegaron a las ocho de la mañana donde el gobernador y los suyos estaban con mucha pena y tristeza del temor que tenían no se hubiesen anegado las dos carabelas que habían quedado en la gran tormenta de la mar, la cual no había cesado aún, ni se aplacó en otros cinco días después. Mas con la presencia y relación de los dos buenos compañeros trocaron la pena y congoja en contento y alegría, dando gracias a Dios que los hubiese librado de muerte. Y el día siguiente recibieron la carta que el indio les llevó, a la cual respondió el gobernador que, habiendo descansado lo que bien les estuviese, se fuesen a la ciudad de Pánuco, donde los esperaba para que entre todos se diese orden en sus vidas. Pasados ocho días después del naufragio se juntaron todos nuestros españoles con su gobernador en Pánuco, y eran casi trescientos. Los cuales fueron muy bien recibidos de los vecinos y moradores de aquella ciudad que, aunque pobres, les hicieron toda la cortesía y buen hospedaje que les fue posible, porque entre ellos había caballeros muy nobles que se dolieron de verlos tan desfigurados, negros, flacos y secos, descalzos y desnudos, que no llevaban otros vestidos sino de gamuza y cueros de vaca, de pieles de osos y leones y de otras salvajinas, que más parecían fieras y brutos animales que hombres humanos. El corregidor dio luego aviso al visorrey don Antonio de Mendoza, que residía en México, sesenta leguas de Pánuco, de cómo habían salido de la Florida casi trescientos españoles de mil que en ella habían entrado con el adelantado Hernando de Soto. El visorrey envió a mandar al corregidor que los regalase y tratase como a su propia persona y, cuando estuviesen para caminar, les diese todo buen aviamiento y se los enviase a México. En pos de este recaudo envió camisas y alpargatas y cuatro acémilas cargadas de conservas y otros regalos y medicinas de enfermos para nuestros españoles, entendiendo que iban dolientes, mas ellos llevaban sobra de salud y falta de todo lo demás necesario a la vida humana. En este lugar dice la relación de Juan Coles, y la de Alonso de Carmona, que la Cofradía de la Caridad de México envió estos regalos por orden del visorrey. Es de saber ahora que como el general Luis de Moscoso de Alvarado y sus capitanes y soldados se hallasen juntos y hubiesen descansado de diez o doce días en aquella ciudad, y los más discretos y advertidos hubiesen considerado con atención la vivienda de los moradores de ella, que entonces era harto miserable porque no tenían minas de oro ni plata ni otras riquezas que lo valiesen, sino un comer tasado de lo que la tierra daba y un criar algunos pocos caballos para los vender a los que de otras partes fuesen a comprarlos, y que los más de ellos vestían mantas de algodón, que pocos traían ropa de Castilla, y que los vecinos más ricos y principales señores de vasallos no tenían más caudal del que hemos dicho, con algunos principios de criar ganado en muy poca cantidad, y que se ocupaban en plantar morales para criar seda y en poner otros árboles frutales de España para gozar de sus frutos el tiempo adelante, y que conforme a lo dicho era el demás menaje y aparato de casa, y que las casas en que vivían todas eran pobres y humildes y las más de ellas de paja; en suma notaron que todo cuanto en el pueblo habían visto no era más que un principio de poblar y cultivar miserablemente una tierra que con muchos quilates no era tan buena como la que ellos habían dejado y desamparado y que, en lugar de las mantas de algodón que los vecinos de Pánuco vestían, podían ellos vestir de muy finas gamuzas de muchas y diversas colores como al presente las traían, y podían traer capas de martas y de otras muy lindas y galanas pellejinas que, como hemos dicho, las había hermosísimas en la Florida, y que no tenían necesidad de plantar morales para criar seda pues los habían hallado en tanta cantidad, como se ha visto, con la demás arboleda de nogales de tres maneras, ciruelos, encinas y roble, y la abundancia de uvas que hallaban por los campos. A este comparar de unas cosas a otras se acrecentaba la memoria de las muchas y buenas provincias que habían descubierto, que solamente en las que se han nombrado son cuarenta, sin las olvidadas y otras cuyos nombres no habían procurado saber. Acordábaseles la fertilidad y abundancia de todas ellas, la buena disposición que tenían para producir las mieses, semillas y legumbres que de España les llevasen y la comodidad de pastos, dehesas, montes y ríos que tenían para criar y multiplicar los ganados que quisiesen echarles. Últimamente traían a la memoria la mucha riqueza de perlas y aljófar que habían despreciado y las grandezas en que se habían visto, porque cada uno de ellos había presumido ser señor de una gran provincia. Cotejando, pues, ahora aquellas abundancias y señoríos con las miserias y poquedades presentes, hablaban unos con otros sus imaginaciones y tristes pensamientos y, con gran dolor de corazón y lástima que de sí propios tenían, decían: "¿No pudiéramos nosotros vivir en la Florida como viven estos españoles en Pánuco? ¿No eran mejores las tierras que dejamos que éstas en que estamos? ¿Donde, si quisiéramos parar y poblar, estuviéramos más ricos que estos nuestros huéspedes? ¿Por ventura tienen ellos más minas de oro y plata que nosotros hallamos ni las riquezas que despreciamos? ¿Es bien que hayamos venido a recibir limosna y hospedaje de otros más pobres que nosotros pudiendo nosotros hospedar a todos los de España? ¿Es justo ni decente a nuestra honra que de señores de vasallos que pudiéramos ser hayamos venido a mendigar? ¿No fue mejor haber muerto allí que vivir aquí?" Con estas palabras y otras semejantes, nacidas del dolor del bien que habían perdido, se encendieron unos contra otros en tanto furor y saña que, desesperados del pesar de haber desamparado la Florida, donde tantas riquezas pudieran tener, dieron en acuchillarse unos con otros con rabia y deseo de matarse. Y la mayor ira y rencor que cobraron fue contra los oficiales de la Hacienda Real y contra los capitanes y soldados nobles y no nobles naturales de Sevilla, porque éstos habían sido los que, después de la muerte de Hernando de Soto, más habían instado en que dejasen la Florida y saliesen de ella, y los que más habían porfiado y forzado a Luis de Moscoso a hacer aquel largo viaje que hicieron hasta la provincia de los Vaqueros, en el cual camino, como entonces se vio, padecieron tantas incomodidades y trabajos que murieron la tercia parte de ellos y de los caballos, la cual falta causó la última perdición de todos ellos porque los necesitó y forzó a que con brevedad se saliesen de la tierra y no pudiesen esperar ni pedir el socorro que el adelantado Hernando de Soto pensaba pedir enviando los dos bergantines que había propuesto enviar por el Río Grande abajo a dar noticia a México y a las islas de Cuba y Santo Domingo y Tierra Firme de lo que había descubierto en la Florida para que le enviaran socorro para poblar la tierra. El cual socorro, por la capacidad que el Río Grande tiene para entrar y salir por él cualquier navío y armada, se les pudiera haber dado con mucha facilidad. Todo lo cual, bien mirado y considerado por los que habían sido de parecer contrario, que llevando adelante los propósitos del gobernador Hernando de Soto asentasen y poblasen en la Florida, viendo ahora por experiencia la razón que entonces tuvieron de quedarse y la que al presente tenían de indignarse contra los oficiales y contra los de su valía, se encendieron en tanto furor que, habiéndoles perdido el respeto, andaban a cuchilladas tras ellos de tal manera que hubo muertos y heridos, y los capitanes y oficiales reales no osaban salir de sus posadas, y los soldados andaban tan sañudos unos contra otros, que todos los de la ciudad no podían apaciguarlos. Estos y otros efectos se causan de las determinaciones hechas sin prudencia ni consejo.
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Del ayuno teouacanense Los teouacanenses acostumbraban un género de ayuno que llamaban divino en el cual se atormentaban por grupos durante cuatro años de esta manera: cuatro adolescentes a los que venía en mente agradar a los dioses con esta clase de obsequio, iban al templo vestidos solamente con mantos de algodón y cubiertos los sexos con el llamado maxtle. Tenían el suelo por lecho y una piedra por almohada. Comían al mediodía una sola tortilla de maíz sumamente pequeña y delgada, con una exigua cantidad de atole, hecho del mismo grano, y jugo de maguey. En los primeros días de cada mes se les permitía comer de las cosas que quisieran y beber a su antojo. Por la noche un par de ellos velaba, absteniéndose por completo del sueño y se sacaba sangre cuatro veces para aplacar a los dioses, recitando preces al mismo tiempo. Los días vigésimos pasaban por lo alto de las orejas, perforadas poco antes y todavía manando sangre, sesenta largas cañas, y así cuando habían transcurrido los cuatro años, encontraban que cada uno se había pasado cuatro mil trescientas veinte cañas, las cuales, concluido el ayuno, quemaban con mucho incienso, pensando que la suavidad de su humo sería grata a los dioses. Si alguno de ellos antes de que hubieran pasado los cuatro años, moría sin concluir su sacrificio, ponían otro en su lugar y esto era presagio de mortandad de señores. Si eran sorprendidos teniendo relación con mujer, morían apaleados con pértigas por todo el pueblo delante de los dioses, y todavía no se consideraba esta pena justa y equitativa, sino que eran inmediatamente quemados los cadáveres y esparcían las cenizas por el aire, de modo que no quedara nada de hombres que no se habían podido abstener de venus durante cuatro años; cuando Quetzalcoatl (porque así lo referían ellos mismos) toda su vida había permanecido célibe y abstinente, en memoria de lo cual se hacían estos sacrificios. En cambio a los otros adolescentes que salían sin culpa semejante, los tenían Motecçuma y todos los demás señores y reyes de Nueva España en grande honra y los veneraban como si fueran dioses. Dicen que en su intervalo de cuatro años hablaban familiarmente con los demonios, y acostumbraban vaticinar cosas admirables; los veían muy a menudo con sus propios ojos y principalmente bajo la forma de una cabeza de larga cabellera. Y no faltaban allí y en otras ciudades de la Nueva España, jóvenes que después de haber ayunado muchos días, separaban el cutis del miembro viril con navajas de piedra del músculo mismo, y que pasaran por la hendedura innumerables varitas, unas más gordas que las otras e iguales al mismo pene en longitud y sobre la marcha las quemaban y ofrecían a los dioses el humo. Si a alguno le faltaba ánimo y por esa razón no concluía el sacrificio, no era considerado virgen, ni probo, ni grato a los dioses, sino por el contrario, infame, torpe e indigno de ponerse en lo de adelante frente a los dioses o los hombres.
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CAPITULO XVII Que trata de los nefandos sacrificios que hacían a sus ídolos y de los papas La idolatría universal y el comer carne humana ha muy pocos tiempos que comenzó en esta tierra, como atrás dejamos dicho. Las personas de mucho valor comenzaron a hacer estatuas a los hombres de cuenta que morían y, como dejaban casos y hechos memorables en pro de la República, les hacían estatuas en memoria de sus buenos y famosos hechos; después, los adoraban por dioses. Ansí fue tomando fuerza el demonio para más deveras arraigarse entre gentes tan simples y de poco talento. Después de las pasiones que entre los unos y los otros obo, comenzaron a comerse sus propias carnes por vengarse de sus enemigos y, ansí, rabiosamente entraron poco a poco, hasta que se convirtió en costumbre comerse unos a otros, como demonios; y ansí, había carnicerías públicas de carne humana, como si fueran de vaca y carnero, como el día de hoy las hay. Quieren decir que este error y cruel uso vino de la provincia de Chalco a ésta, y lo mismo los sacrificios de la idolatría y el sacarse sangre de sus miembros y ofrecerla al demonio. Las carnes que se sacrificaban y comían eran carnes de los hombres que prendían en la guerra y de esclavos o prisioneros. Ansimismo, vendían niños recién nacidos y de dos años para arriba para este cruel e infernal sacrificio y para cumplir sus promesas y ofrecer en los templos de los ídolos, como se ofrecen las candelas de cera en nuestras iglesias. Sacábanse sangre de la lengua si habían ofendido con ella hablando, de los párpados de los ojos por haber mirado, de los brazos por haber pecado de flojedad y de las piernas, muslos, orejas y narices según las culpas en que habían errado y caído, disculpándose con el demonio. Al cabo, le ofrecían el corazón por lo mejor de su cuerpo, que no tenía otra cosa que le dar, prometiendo de darle tantos corazones de hombres y niños para aplacar la ira de sus dioses, o para alcanzar o conseguir otras pretenciones que deseaban. Esto les servía de confesión vocal para con el perverso enemigo del género humano. Ansimismo, tenían gran cuenta de criar sus hijos con muy buenas costumbres y doctrina. Los hijos de los señores tenían ayos que criaban y doctrinaban. Tenían sus frases y modo de hablar con los mayores y éstos con los menores y con sus iguales y supremos señores de mayor a menor, y en esto gran primor y policía en su modo. Eran muy oradores y había entre ellos personas hábiles y de gran memoria. En sus razonamientos estaban asentados en cuclillas y sin asentarse en el suelo y sin mirar, ni alzar los ojos al Señor, ni escupir ni hacer meneos, y sin mirar a la cara. Al despedirse levantaba el orador bajando su cabeza y retirándose hacia atrás sin volver las espaldas, con mucha modestia. En todo, el demonio hablaba con estas gentes en oráculos y fantasmas, y en estos lugares les manifestaba muchas cosas. El desmentirse unos a otros no lo tenían en nada, ni por punto de honra, ni lo recibían por afrenta. Esta nación es muy vanagloriosa y muy celosa de sus mujeres, que por el caso se matan muchos, y las mujeres muy más celosas que los hombres. Es gente cobarde a solas, pusilánime y cruel, y acompañada con los españoles son demonios, atrevidos y osados. Es la mayor parte della simplísima, muy recia, carecen de razón y de honra, según nuestro modo, porque tienen los términos de su honra por otro modo muy apartado del nuestro. No tienen por afrenta el embeodarse ni comer por las calles, aunque ya van entrando en policía de razón y van tomando grandemente costumbres y buenos usos que les parecen muy bien. En su antigüedad se trataba mucha verdad, mayormente a sus señores y mucha más entre los principales. Guardábanse las palabras unos a otros y no la quebrantaban so pena de la vida, aunque agora con la libertad son grandes mentirosos y tramposos, aunque hay de todo, porque muchos de ellos, que son mercaderes, tratan verdad y son de muy gran crédito, y, como atrás decimos, han tomado mucho de nosotros. Tenían por afrenta vender casas o arrendarlas, o pedir prestado, lo cual en su antigüedad no se usaba, ni se debían unos a otros cosa alguna. Sus promesas y posturas las cumplían luego y no faltaban. Los modos de sus templos atrás lo dejamos referido, que son a manera de pirámides, excepto que se subía por gradas hasta la cumbre, y en lo más alto había una o dos capillas pequeñas y, delante de ellas, dos grandes columnas de piedra en donde perpetuamente estaban con lumbre y grandes perfumes de noche y de día, que jamás cesaba desde los templos pequeños hasta los mayores. Los servidores de éstos eran aquellos que prometían serlo hasta la muerte y algunos por tiempo limitado. Estos se sustentaban de las primicias de los frutos que cogían. Tenían sacerdotes mayores que llamaban Achcautzin teopixque teopannenque tlamacazque, que eran como agora son los religiosos que tenían aquella religión. Tlamacazque se llamaban porque servían a los dioses con sacrificios y sahumerios y ansí, todos aquellos que sirven a los españoles el día de hoy los llaman tlamacazque, porque como los españoles fueron a los principios tenidos por dioses, ansí todos aquellos que los servían eran llamados tlamacazque, porque ansí llamaban a los que estaban en los templos de los dioses. Hasta hoy ha quedado este nombre tan arraigado, que llaman a los criados de los españoles tlamacazque o tlamacaz. Por segunda persona había "Papas", no porque el nombre de "Papa" fuese de Sumo Sacerdote sino porque como los más viejos sacerdotes, aquellos que sacrificaban a los hombres, quedaban tan ensangrentados y ellos eran tan pésimos y sucios, criaban gran suma de cabellos, que los tenían tan largos que les daban casi hasta las nalgas, y ellos estaban tan sucios y percudidos de la sangre y tan afieltrados, que por estas crines les llamaban "Papas" y no por sacerdotes supremos, que al sacerdote o sacerdotes mayores los llamaban Teopanachcauhtzin Teopixque, que, interpretado en nuestro romance, quiere decir "Los mayores del templo", o "Los guardas de los dioses", o "Guardas de los templos". Los ornatos de sus altares donde se inmolaban los cuerpos humanos no los tenían con atavíos de seda, ni brocados, sino en rústico modo. Sólo algunos ídolos tenían de piedras ricas de mármoles, cristal, o de piedras verdes chalchiuites o de turquesas y amatistas, y algunos de preseas de oro.
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CAPITULO XVII Funda la segunda Misión de San Diego, y lo que sucedió en ella. Aquel fervoroso celo en que continuamente ardía y se abrasaba el corazón de nuestro V. P. Fr. Junípero, no le permitía olvidar el principal objeto de su venida; y él fue quien le obligó (a los dos días de salida la Expedición) a dar principio a la Misión de San Diego en el Puerto de este nombre, con que se conocía desde el año de 1603, y lo había señalado el General Don Sebastián Vizcaíno. Hizo la función del establecimiento con la Misa cantada y demás ceremonias de costumbre que quedan expresadas en el capítulo de la fundación de la de San Fernando, el día 16 de Julio, en que los Españoles celebramos el Triunfo de la Santísima Cruz, esperanzado, en que así como en virtud de esta sagrada Señal lograron los Españoles en el propio día, el año de 1212, aquella célebre Victoria de los Bárbaros Mahometanos, lograrían también, levantando el Estandarte de la Santa Cruz, ahuyentar a todo el infernal Ejército, y sujetar al suave yugo de nuestra Santa Fe la barbaridad de los Gentiles que habitaban esta nueva California; y más implorando el Patrocinio de María Santísima, a quien en el mismo día celebra la universal Iglesia, bajo el título del Monte Carmelo. Con esta fe y celo de la salvación de las almas, levantó el V. P. Junípero el Estandarte de la Santa Cruz, fijándola en el sitio que le pareció más propio para la formación del Pueblo, y a la vista de aquel Puerto. Quedaron de Ministros, nuestro V. Padre y Fr. Fernando Parrón; y con la poca gente que existía sana, en los ratos que no era preciso asistir a los enfermos, se fueron construyendo unas humildes Barracas; y habiéndose dedicado una para Iglesia interina, se procuraron atraer allí con dádivas y afectuosas expresiones, a los Gentiles que se dejaban ver; pero como quiera que éstos no entendían nuestro idioma, no atendían a otra cosa que a recibir lo que se les daba, como no fuese comida, porque esta de manera alguna quisieron probarla, de suerte, que si a algún muchacho se le ponía un pedazo de dulce en la boca, lo arrojaba luego como si fuese vene-no. Desde luego atribuyeron la enfermedad de los nuestros a las comidas que ellos jamás habían visto: Esta fue, sin duda, singular providencia del altísimo; porque si como apreciaban la ropa, se hubieran aficionado de los comestibles, hubieran acabado, por hambre, con aquellos Españoles. Siendo tan grande su aversión a nuestras comidas, no era menor el deseo con que ansiaban por la ropa, hasta pasar al hurto de cuantas cosas podían de esta clase; llegando a tanto extremo, que ni en el Barco estaban seguras sus velas; pues habiéndose arrimado una noche a él, con sus balsas de tule, los hallaron cortando un pedazo de una, y en otra ocasión un calabrote, para llevárselo. Esto dió motivo a poner a bordo la Centinela de dos Soldados (de los ocho de Cuera que habían quedado) y con este temor hubieron de contenerse; pero a la Misión se minoró la Escolta, y más en los días festivos, que era menester fuesen con el Padre que iba a celebrar Misa en el Barco, otros dos Soldados de resguardo, por si se verificaba algún insulto de los Gentiles. Todo esto observaron ellos atentamente, ignorando la fuerza de las armas de fuego, y confiando en la multitud de gente que tenían, y en sus flechas y macanas de madera, en forma de sables, que cortan como el acero, y otras como porras o mazos, con que hacen mucho estrago, empezaron a robar sin temor alguno; y viendo que no se les permitía, quisieron probar fortuna, quitando la vida a todos los nuestros, y quedando ellos con los expolios. Así lo intentaron hacer en los días 12 y 13 de Agosto; pero habiendo hallado resistencia, hubieron de retirarse. El día 15 del mismo mes, en que se celebra la gran festividad de la gloriosa Asunción de nuestra Reina y Señora a los Cielos luego que salieron con el P. Fr. Fernando, que iba a decir misa a bordo, dos de los Soldados, quedando solos cuatro en la Misión, y habiendo acabado de celebrar el santo Sacrificio el V. P. Presidente, y el Padre Vizcaíno, en que comulgaron algunos, cayó un gran número de Gentiles, armados todos a guerra, y empezaron a robar cuanto encontraban, quitando a los pobres enfermos hasta las sábanas con que se cubrían. Gritó luego al arma el Cabo; y viendo los contrarios la acción de vestirse los Soldados las cueros y adargas (armas defensivas con que se burlan de las flechas) y que al mismo tiempo tomaban los fusiles, se apartaron, empezando a disparar sus flechas, y los cuatro Soldados, Carpintero y Herrero a hacer fuego con valor; pero principalmente el Herrero, que sin duda la Sagrada Comu-nión, que acababa de recibir, le infundió extraordinario aliento; y no obstante de no tener cuera para resguardo, iba por entremedio de las casas o Barracas, gritando: "Viva la Fe de Jesucristo, y mueran esos perros enemigos de ella;" y haciendo fuego al mismo tiempo contra los Gentiles. El V. P. Presidente con su Compañero se hallaba dentro de la Barraca, encomendando a Dios a todos, para que no resultase alguna muerte, así de los Gentiles, para que no se perdiesen aquellas almas sin Bautismo, como de los nuestros. Quiso el Padre Vizcaíno mirar si se retiraban los Indios, y con este fin alzó un poco la manta de ixtle o pita, que servía de puerta a aquella habitación; pero no bien lo hubo hecho, cuando una flecha le hirió la mano (que aunque después sanó, le quedó siempre malo un dedo) y con esto, dejando caer la cortina, no trató más que de encomendarse a Dios, como lo hacía su Siervo Fr. Junípero. Continuando la guerra, y los funestos alaridos de los Gentiles, se entró a toda prisa en la Barraca de los Padres el Mozo que los cuidaba, llamado José María, y postrándose a los pies de nuestro Venerable, le dijo: "Padre, absuélvame, que me han muerto los Indios." Absolviólo el Padre e inmediatamente quedó muerto, pues le habían traspasado la garganta; y ocultando los Ministros esta muerte, la ignoraron los Gentiles. De estos cayeron varios; y viendo los otros la fuerza de las armas de fuego, y el valor de los Cristianos, se retiraron luego con sus heridos, sin dejar alguno tirado, para precaver que los nuestros supiesen (como no lo consiguieron) si había muerto alguno en el combate. De los Cristianos quedaron heridos, a más del Padre Vizcaíno, un Soldado de Cuera, un Indio Californio, y el valeroso Herrero; pero ninguno de cuidado, pues en breve tiempo sanaron todos, y la muerte del citado Mozo quedó en silencio De los Gentiles, aunque ocultaron los difuntos, se supo los que quedaron heridos; pues a pocos días vinieron de paz, pidiendo los curasen, como lo hizo de caridad el buen Cirujano, y los puso buenos. Esta caridad que observaron en los nuestros, obligó a los Indios a cobrarles algún afecto; y la triste experiencia de su desgraciada empresa, les infundió temor y respeto, con que se portaron ya de distinto modo que antes, frecuentando visitar la Misión; pero sin ningún aparato de armas. Entre los que más se acercaban, había un Indio de edad de quince años, que raro día dejaba de ocurrir, y ya comía sin el menor recelo, cuanto le daban los Padres. Procuró nuestro Fr. Junípero regalarlo, y que aprendiese algo de nuestro idioma, para ver si por este medio conseguía algún Bautismo de los Párvulos. Pasados algunos días, y entendiendo ya algo el Indio, le dijo el V. Padre, que viese si le traía algún chiquito, con consentimiento de sus Padres, que lo haría Cristiano como nosotros, echándole una poca de agua en la cabeza, con que quedaría hijo de Dios, y del Padre, y pariente de los Soldados (que ellos llamaban Cuerés) y le regalaría ropa para que anduviese vestido como los Españoles. Con estas expresiones, y otras que su fervoroso celo le hacía idear, parece que el Indio lo entendió, y comunicándolo a los demás, vino dentro de pocos días con un Gentil (y otros muchos que lo acompañaban) que traía en brazos un niño, y daba a entender por las señas que hacía, que era su voluntad se lo bautizasen. Llenándose de gozo nuestro V. Padre, dió luego una poca de ropa para cubrir al niño, convidó al Cabo para Padrino, y a los Soldados para que solemnizasen el primer Bautismo, que presenciaron también los Indios. Luego que el V. Padre concluyó las ceremonias, y estando para echarle el agua, arrebataron los Gentiles al niño, y se marcharon con él a la Ranchería, dejando al V. Padre con la concha en la mano. Aquí fue menester toda su prudencia para no inmutarse con tan grosera acción, y su respeto para contener a los Soldados no vengasen el desacato; pues considerando la barbaridad e ignorancia de aquellos miserables, fue preciso el disimular. Fue tanto el sentimiento de nuestro V. Padre por habérsele frustrado bautizar a aquel niño, que por muchos días le duró, y se miraba en su semblante el dolor y pena que padecía, atribuyendo S. R. a sus pecados el hecho de los Gentiles; y aún después de pasados años, cuando contaba este caso, necesitaba enjugarse los ojos de las lágrimas que vertía, concluyendo con estas palabras: "Demos gracias a Dios que ya tantos se han logrado sin la menor repugnancia." Así fue, pues logró ver en aquella Misión de San Diego el número de 1046 bautizados, entre párvulos y adultos, que todos deben esta dicha al apostólico afán de nuestro Venerable Presidente; y entre ellos fueron muchos de los mismos que intentaron quitarle la vida a los principios. Muy contraria fue la suerte que tuvo un infeliz de los principales motores de este alboroto, que lejos de imitar a los demás en el arrepentimiento, permaneció obstinado en sus gentílicos errores, y fue tambien de los primeros que se sublevaron el año de 75, de que hablaré en su lugar y de los que ocurrieron a la cruel muerte y martirio del V. P. Fr. Luis Jayme. Estando por este último hecho preso con otros muchos en el Cuartel del Presidio, bajó por el mes de Agosto de 1776 el V. P. Fr. Junípero, llegó allí el Siervo de Dios, y quiso visitar a los encarcelados, así para darles algún consuelo, como para exhortarlos a que se convirtiesen a nuestra Santa Fe. El Sargento enseñó a nuestro V. Presidente el miserable Gentil (que con los demás estaba en cepo) y era el mismo que intentó en el año de 1769 quitarle la vida a S. R. y demás al principio de la fundación. Aquí desahogó el ardor de su celo nuestro V. Padre en continuas exhortaciones, y amorosas pláticas, a aquel infeliz, persuadiéndole a que se hiciese Cristiano, seguro de que en tal caso, Dios nuestro Señor y el Rey le perdonarían sus delitos; pero no pudo sacarle palabra, cuando compungidos los demás pidieron al Siervo de Dios intercediese por ellos, que querían ser Cristianos, como se logró después. Este desventurado Gentil, siendo homicida de sí mismo, amaneció muerto el día 15 de Agosto de 1776, (que hacía siete años puntualmente de la primera invasión) siendo de admirar que al lado de los Compañeros se echó una soga al cuello, con que se quitó la vida, y no hubo quien lo advirtiese, ni la Centinela, ni los presos que estaban inmediatos. Quedaron todos confundidos, así con aquel desastrado fin del infeliz, como por haber sucedido en el mismo día de la Asunción de nuestra Señora, en que se cumplían los siete años que había intentado matar al V. P. Fr. Junípero y demás que lo acompañaban; con lo que se hubieran frustrado las espirituales Conquistas, como después veremos.
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Capítulo XVII De los hechos de Viracocha, ynga octavo Viracocha, Ynga, hijo de Yahuar Huacac, fue valeroso y de gran ánimo y algunos dicen que fue barbudo, y conquistó muchos pueblos y aunque al cabo de mucho tiempo se desapareció. Fue casado con Mamayunto Coya, en la cual tuvo cinco hijos: el primero, que fue heredero, se llamó Pachacuti Ynga Yupanqui, por otro nombre Yngayupanqui, el segundo Urcu Ynga, el tercero Yngamayta, el cuarto Coropanqui, el quinto Capac Yupanki. También hay algunas opiniones que quieren decir que no fue casado y que muerto él, fantándole hijos y sucesor, alzaron por señor a un hermano suyo llamado Ynga Yupanqui. Fue dado mucho a las hechicerías y tuvo infinidad de hechiceros y adivinos, los cuales dedicó para el culto de las Huacas e ídolos, y éstos eran conocidos por el cabello largo que por mandado del Ynga traían, y el vestido una camiseta de algodón o cumbi toda blanca, estrecha y larga, y encima una manta añudada al hombro derecho con madejas de algodón o lana de colores por orla. Tiznábanse los días festivos o mandábales que enseñasen a sus ministros por figuras. Pero no los comunicaban ni descubrían sus secretos. Muchos dellos no se casaban por la dignidad que tenían. Quieren decir algunos indios antiguos que Viracocha Ynga tomó también este oficio, que vino a saber más que los suso dichos y que así vino a desaparecer. Conquistó a Calca do llaman Marca Piña Ocapa y Caquia Marca, sujetó a Tocay Capa y a Huaypor Marca, a Maras y a Mullaca. Aunque esto atribuyen a Inga Urco, su hijo, en vida de su padre. Su figura es esta que se ve.