De otra muerte voluntaria de los sacerdotes No se debe pasar en silencio que nunca faltaba alguno entre los sacerdotes de aquellos que reputaban dioses, que instigado por el demonio decidiera espontáneamente ofrecerse a sí mismo para ser sacrificado, ya sea porque pensaran rendir de esta manera el mayor obsequio a la divinidad, o porque esperaran conseguir con este género de muerte fama inmortal o para ser tenidos en máxima veneración durante el espacio de cuatro años y honrados por un culto casi de dioses, Adornados por tanto con las insignias por las cuales se conociese lo que era, recorría todas las provincias de Nueva España mostrando el poder de los dioses y principalmente de Tetlacaoa, que era el primero de ellos. Alababa la religión de los mexicanos y la enaltecía con elevadísimos sermones. Los que lo oían y lo veían, lo reverenciaban sobre manera y postrados lo adoraban como imagen de Tetzcatlipoca. Y como pasase cuatro años en estas cosas y otras semejantes, buscando la honra de Títlacaoa con afecto admirable, después se dirigía de nuevo de buen grado al templo y acostado sobre la mesa de piedra, daba voluntariamente el pecho a que se lo abriera el sacrificador, para que arrancado el corazón se consagrara al sol y para que su mísera alma fuese arrojada al tártaro para arder en llamas eternas. Hay sin embargo quienes niegan que sacerdote alguno se ofreciese espontáneamente a la muerte, sino que morían de esa manera algunos esclavos de entre los cautivos, que por esa o aquella razón tenían que morir irremisiblemente dentro de poco tiempo.
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CAPITULO XVI Que trata de lo que pensaron los naturales de las cosas de la naturaleza, y de las recreaciones y diversiones que tuvieron Antes de que prosigamos más adelante, será razón que tratemos del conocimiento que tuvieron de Un Solo Dios y una sola causa, que fue aquel decir que era sustancia y principio de todas las cosas. Y es ansí que como todos los dioses que adoraban eran los dioses de las fuentes, ríos, campos y otros dioses de engaños, que a cada cosa atribuían su dios, concluían con decir: "Oh Dios, aquel en quien están todas las cosas", que es decir el Teotloquenahuaque, como si dijeramos agora, "aquella persona en quien asisten todas las cosas, aquella causa de todas las cosas acompañadas, que es sólo una esencia". Finalmente, tuvieron este rastro de que había un solo Dios, que era sobre todos los dioses. Ansimismo, tuvieron en su antigüedad rastro de la eternidad, porque después de esta vida sabían y entendían los naturales desta tierra haber otra vida, que era aquella en donde tenían su habitación y morada los dioses, en donde estaban en continuos placeres y pasatiempos y descanso. Tuvieron, ansimismo, noticia de que había nueve cielos, que los llamaban Chicuhnauhnepaniuhcan Ilhuica, donde hay perpetua holganza, porque cuando algunos caciques de suerte o personas de calidad morían, los enterraban en bóvedas acompañados de doncellas de servicio y con alguna de sus mujeres, con ellos se enterraban vivos hombres corcovados y enanos, con mucha comida y riqueza de ropa, plumería y oro para el camino que llevaban hasta llegar a la gloria y lugar de los dioses. También tenían por cierto que había pena y gloria, premio para los buenos y castigo para los malos. Nunca conocieron ni entendieron el engaño en que vivían hasta que se bautizaron y fueron cristianos. Ansimismo, alcanzaron confusamente que había ángeles que habitaban en los cielos y les atribuían ser dioses de los aires, y por tales les adoraban. A ellos atribuían los rayos, relámpagos y truenos, que cuando se enojaban con los hombres les enviaban grandes terremotos, lluvias y granizos y otras tempestades que en la tierra se causaban por pecados de los hombres. Cuando esto sucedía, les hacían festividades muy solemnes. Al fuego llamaban "Dios de la Senectud", porque le pintaban muy viejo y muy antiguo. Los temblores y terremotos que en la tierra había los atribuían a que los dioses que tenían en peso el mundo se cansaban y entonces se mudaban, y que aquella era la causa de los temblores. No alcanzaron que el mundo era esférico ni redondo, sino llano, y que tenía su fin y remate hasta las costas de la mar, y ésta y el cielo era todo uno y de su propia materia, sólo que el mar era más cuajado, y que las aguas que llovían no procedían de las nubes, sino del cielo, porque aquellos dioses de los cielos las derramaban a sus tiempos para regar la tierra del mundo y aprovechar a las gentes y animales de ella. La Sierra Nevada de Huexotzinco y el Volcán teníanlos por dioses y decían que el Volcán y la Sierra Nevada eran marido y mujer. Llamaban al volcán Popocatepetl y a la Sierra Nevada Iztacihuatl, que quiere decir la "Sierra que humea" y "La blanca mujer". Tenían, ansimismo, este engaño de decir que el sol cuando se ponía y venía la noche, dormía y descansaba del trabajo del día que había pasado; y lo mismo decían de la luna cuando menguaba y no daba luz ni claridad, ansimismo decían que dormía; y decían que el sol y la luna eran marido y mujer. Tienen por cierto que cuando el sol fue criado no anduvo hasta el cuarto día. Dice la fábula que el sol fue un dios muy desechado, porque fue leproso o muy buboso, de modo que no se podía rodear ni parecer ante gentes. Visto por los demás dioses tan gran lástima, mandaron fabricar un horno de mucha grandeza, a manera de horno de cal, y haciendo una muy gran foguera en él, le echaron dentro y estando ansí ardiendo, entendiendo que se quemara y consumiera o se purificara más que los dioses, ovieron con él tanta piedad y virtud que le convirtieron en luz y le llamaron sol. Al cuarto día le hicieron mover y andar y hacer su curso, como lo hace, Naullin, que quiere decir Naollin, "cuarto movimiento", porque el cuarto día comenzó a andar y moverse. Este principio dicen que tuvo el sol y, ansí, le tuvieron por dios y señor del día, y a la luna por diosa de la noche; y a estos dos planetas dicen que obedecían las estrellas. Tenían, ansimismo, este engaño: cuando el sol y la luna eclipsaban decían que reñían y peleaban, y lo tenían por grande agüero y mala señal, a cuya causa en estos tiempos hacían grandes sacrificios y daban grandes gritos y voces y lloros, porque entendían que se llegaba el fin del mundo. Y sacrificaban al demonio hombres bermejos si se eclipsaba el sol y si era la luna, sacrificaban hombres blancos y mujeres blancas, a las que llamaban adivinas, las cuales no veían de blancas, y ansí de los muy bermejos, retintos. Los cometas del cielo los tenían por malas señales de mortandades, guerras, hambres y otros trabajos y calamidades de la tierra. De los cometas que corren y se encienden en la región del fuego, que corren de una parte a otra con grandes colas de humo o centellas de fuego, como algunas veces suele acaecer, ansimismo los tenían por malas señales, porque decían que eran saetas de las estrellas y que mataban las cazas de los campos y de los montes. Tuvieron repartidas las cuatro partes del mundo en esta manera. Tlapco llamaron al Mediodía, que quiere decir: "En la grada o poyo". El Norte llamaban Mictlan, que quiere decir: ""Infierno", significado por muerte. Tonatiuhxico llamaban al Oriente, Icalaquian al Poniente. A estas cuatro partes incensaban los sacerdotes de los templos con perfumadores e incensarios. Ansimismo, tuvieron cuenta del año, ansí por el sol como por la luna y sus bisiestos para conformar sus años. Tuvieron cuenta de los meses y de las semanas. Los meses solamente contaban veinte días de luna y las semanas de trece días, y de ocho lunas de a veinte días hacían un año, como adelante veremos. Entendíanse por caracteres, pinturas y figuras de animales. Obo, ansimismo, entre estas gentes muchos embaidores, hechiceros, brujos y encantadores que se transformaban en leones, tigres y otras animalías fieras con embaimientos que hacían. Tuvieron semana mayor y semana menor por su cuenta y reglas. Tenían sus fiestas repartidas por todo el año y tenían cuenta de las ceremonias que en cada fiesta se hacían. Usaban de adivinanzas y suertes y creían en sueños, prodigios y agüeros, porque el demonio se los hacía creer y les cumplía muchas cosas de las que soñaban. Ansimismo, tomaban cosas y las comían y bebían para con ellas adivinar, con que se adormecían y perdían el sentido y con ellas veían visiones espantables, y veían visiblemente al demonio con estas cosas que tomaban, que la una cosa se llamaba peyotl y otra yerba que se llama tlapatl y otro grano que llaman mixitl y la carne de un pájaro que llaman pito en nuestra lengua y ellos lo llaman oconenetl, que comida la carne de este pájaro provoca a ver todas estas visiones. La misma propiedad tiene un hongo pequeño y zancudo que llaman los naturales nanacatl. De estas cosas usaban más los señores que la gente plebeya. Dejando aparte los vinos que tenían, porque cuando se embriagaban veían en sus borracheras ansimismo grandes visiones y muy extrañas, aunque las borracheras eran muy prohibidas entre ellos. No bebían vino sino los muy viejos y ancianos y cuando un mozo lo bebía y se emborrachaba moría por ello, y ansí se daba solamente a los más viejos de la República o cuando se hacía alguna fiesta muy señalada se daba con mucha templanza a los hombres calificados, viejos honrados y en las cosas de la guerra jubilados. Tras esto diremos que tenían instrumentos de música que los cuadraban según su modo. Tenían atambores hechos de mucho primor, altos, de más de medio estado, que tocaban junto con otro instrumento que llamaban teponaxtle, que es de un trozo de madera concavado y de una pieza, rollizo y, como decimos, hueco por dentro, que suenan algunos más de media legua, y con el atambor hace extraña y muy suave consonancia. Con estos atambores, acompañados de unas trompas de palo y otros instrumentos, a manera de flautas y fabebas, hacen un extraño y admirable ruido y tan a compás con sus cantares y danzas y bailes que es cosa muy de ver. En estos bailes y cantares sacan las divisas, insignias y libreas que quieren con mucha plumería y ropa muy rica de muy extraños atavíos y composturas, joyas de oro y piedras preciosas puestas en los cuellos y muñecas de los brazos, y brazaletes de oro fino en los brazos, los cuales vi y conocí a muchos caciques que los usaron. Con ellos se ataviaban y componían, ansí en los brazos como en las pantorrilla, y se ponían cascabeles de oro en las gargantillas de las piernas. Ansimismo, salían las mujeres en estas danzas maravillosamente ataviadas, que no había en el mundo más que ver. Lo cual todo se ha vedado por la honestidad de nuestra religión. Tenían juegos de pelota de un modo extrañísimo, que llamaban el juego de ulli. Es una pelota hecha de cierta leche que destila un árbol llamado Ulquahuitl que se convierte en duros nervios y que salta tanto que no hay cosa en esta vida con que compararlo. Son las pelotas del tamaño de las de viento de las que se usan en España, y saltan tanto que si no se ve parece increible, porque dando la pelota en el suelo salta más de tres estados en lo alto. Esta pelota se jugaba con los cuadriles o con las nalgas, porque pesa tanto que con las manos no se podía jugar. Los jugadores de esta pelota tenían hechos de cuero unos cinchos muy anchos de gamuza, para las nalgas, con que jugaban. Tenían juegos de pelota dedicados en la República para estos pasatiempos. Jugaban para tener ejercicio los hijos de los señores, y jugaban por apuesta muchas preseas, ropas, oro, esclavos, divisas, plumería y otras riquezas. Habían en estos juegos grandes apuestas y desafíos. Eran juegos de República muy solemnizados y no los pagaban sino señores y no gente plebeya. Tenían para este juego diputados. Había otros juegos, como de dados, que llaman patol, a manera del juego de las tablas al vencer; el que más presto se volvía a su casa con la tablas éste ganaba el juego. Ansimismo, había otros juegos de diversos modos, que sería gastar mucho tiempo en tratallos y no se tratan porque son juegos de poco momento. Tenían otros entretenimientos Y recreaciones de florestas con cerbatanas, con que mataban aves, codornices, tórtolas y palomas torcaces. Tenían cazas de liebres y conejos y monterías de venados y puercos jabalíes, con redes, arcos y flechas. Tenían vergeles, arboledas extrañas y peregrinas, traídas de extrañas tierras por grandeza. Usaban de baños y fuentes, deleitosos bosques y sotos hechos a mano. Ansimismo, usaban de truhanes decidores y chocarreros, enanos y corcovados, hombres defectuosos de naturaleza, de los cuales se pagaban los grandes Señores. Tenían sus pasatiempos ocultos y generales, según las estaciones de los tiempos. Toda su felicidad estaba en el mandar y ser señores. Lo mismo tenían en el comer y beber. Adoraban al dios Baco y le tenían por dios del vino y de las bebidas que embriagaban, porque le hacía fiesta una vez en el año, y le llamaban Ometochtle. Preciabanse de tener muchas mujeres, todas aquellas que podían sustentar. Antiguamente no tenían más de una; después, el demonio les indujo a que tuviesen todas las que pudiesen sustentar. Aunque estas fuesen sus mujeres, tenían todos una legítima con quien casaban, según sus ritos, para la sucesiva generación y estas mujeres legítimas eran señoras de las demás, que eran sus mancebas, a las cuales mandaban como criadas en una o dos casas, según las tenían repartidas. Las propias mujeres legítimas mandaban a las demás que fuesen a dormir y regalar y sestear con el Señor, las cuales iban ricamente ataviadas, limpias y lavadas para que fuesen a dormir con él. Cuando el señor apetecía alguna de ellas, decía a la mujer legítima: "Deseo que fulana duerma conmigo"; o "Es mi voluntad que vaya fulana a tal recreación conmigo"; y la mujer legítima la ataviaba, aunque era tenida y reputada como a Señora, y de ordinario las mujeres legítimas dormían con sus maridos. De las ceremonias de los casamientos hemos ya tratado atrás, y no las referimos aquí. Cuando algún señor moría, como tuviese hermano, éste heredaba las mujeres y casaba con sus cuñadas, ansimismo heredaba los bienes del hermano y no los hijos, que ansí era costumbre, mas no se casaban con hermanas y hermanos. Estimaban en mucho el linaje de donde venían. Aborrecían en gran manera a los hombres cobardes, pues eran menospreciados y abatidos. Esta nación de indios son en extremo envidiosos. Los caciques y señores se hacían temer y adorar y eran temidos de todo punto. Trataban a sus señores con muy grande humildad y no osaban mirarles a la cara, ni alzar los ojos al rostro de sus señores y mayores al tiempo que les hablaban. Y ansí, cuando algún señor pasaba por algún camino, se apartaban de él y abajaban los ojos y las cabezas, so pena de la vida. Tratábanles en tanta verdad que el que mentía moría por ello. Tenían por grande abominación el pecado nefando y los sodomitas eran abatidos y tenidos en poco y por mujeres tratados; mas no los castigaban y les decían: "Hombres malditos y desventurados, ¿hay acaso falta de mujeres en el mundo?" y "vosotros, que sois bardajas, que tomáis el oficio de mujeres, ¿no os fuera mejor ser hombres?". Finalmente, aunque no había castigo para los tales pecados contra natura, eran de grande abominación y lo tenían por agüero y abusión. Ni menos casaban con madre, ni con tía ni con madrastra. Había entre estas gentes bárbaras muchas costumbres buenas y muchas malas y tiránicas, guiadas con sin razón: como era que ningún plebeyo vestía ropa de algodón con franja ni guarnición, ni otra ropa que fuese rozagante, sino muy sencilla y llana, corta y sin ribete ni labor alguna, sino eran aquellos que por muchos méritos lo obiesen ganado, por manera que en el traje que cada uno traía era conocida la calidad de su persona. Los tributos y pechos que daban eran de aquellas cosas que la tierra producía: oro, plata, cobre, algodón, sal, plumería, resinas y otras cosas de precio y valor, maíz, cera, miel y pepitas de calabaza. Finalmente, todas aquellas cosas que en cada tierra y provincia había, de todas ellas tributaban a sus señores por los tercios del año, conforme a la longitud de sus tierras. De seis a seis meses y de año a año, traían pescados, conchas marinas (aquellos que las alzaban), cacao, pita y frutas de extrañas maneras, animalías fieras, tigres, leones y águilas, lobos, monas, papagayos, diversidad de géneros de animales y aves que no se pueden explicar. El que más pobre era que no tenía que dar de tributo, tributaba piojos; y esto se usó más en la provincia de Michoacán en el reino de Catzonzi, que mandó que ninguno quedase sin pagalle tributo, aunque no tuviese sino piojos. Y no fue fábula ni la es, porque en efecto pasaba así.
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CAPITULO XVI Copia de Carta del V. Padre, y lo que se determinó en San Diego sobre la Expedición Viva Jesús, María y José=R. P. Lector, y Presidente Fr. Francisco Palou=Carísimo mío y mi Señor: Celebraré que V. R. se halle con salud, y trabajando con mucho consuelo y felicidad en el establecimiento de esa nueva Misión de Loreto y de las otras, y que cuanto antes venga el refuerzo de nuevos Ministros, para que todo quede establecido en buen orden, para consuelo de todos. Yo, gracias a Dios, llegué antes de ayer, día 1 de este mes a este Puerto de S. Diego, verdaderamente bello, y con razón famoso. Aquí alcancé a cuantos habían salido primero que yo, así por mar, como por tierra, menos los muertos. Aquí están los Compañeros Padres Crespí, Vizcaíno, Parrón, Gómez, y yo, todos buenos, gracias a Dios. Aquí están los dos Barcos, y el S. Carlos sin Marineros, porque todos se han muerto del mal de loanda, y sólo le ha quedado uno y un Cocinero. En San Antonio, alias el Príncipe, cuyo Capitán es D. Juan Pérez, Paisano de la rivera de Palma, aunque salió un mes y medio después, llegó acá veinte días antes que el otro. Estando ya próximo a salir para Monterrey, llegó San Carlos; y para socorrerle con su gente, ésta se le infestó también, y se murieron ocho; y en fin, lo que han resuelto, es que dicho San Antonio se vuelva desde aquí a San Blas, y que traiga Marineros para él y para San Carlos, y después irán los dos: Veremos el Paquebot San José cómo llega, y si viene bien, el postrero será el primero que vaya. Han sido la ocasión del atraso de San Carlos dos cosas. La primera, que por el mal barrilaje, de donde inopinadamente hallaron que se salía el agua, y de cuatro barriles, no podían llenar uno; hubieron de repente de arribar a tierra a hacerla, y la cogieron de mala parte y calidad, y por ella empezó a enfermar la gente. La segunda fue, que por el error en que estaban todos, así S. Illmâ. como los demás, de que este Puerto estaba en altura de 33 a 34 grados de Polo, pues de los Autores, unos dicen lo uno, y otros lo segundo, dio orden apretada al Capitán Vila, (y lo mismo al otro) que se enmarasen mar a dentro, hasta la altura de 34 grados, y después recalasen en busca de dicho Puerto; y como éste, in rei veritate, no está en más altura que la de 32 grados y 34 minutos, según la observación que han hecho estos Señores, por tanto pasaron mucho más arriba de este Puerto, y cuando lo buscaron no lo hallaban: por eso se les hizo más larga la navegación; y como la gente ya enferma, se llegó más al frío, y proseguían con la agua mala, vinieron a postrarse de manera, que si no encuentran tan breve con el Puerto, perecen todos, por que ya no podían echar la Lancha al mar para hacer agua, ni otra maniobra. El P. Fr. Fernando trabajó mucho con los enfermos, y aunque llegó flaco, no tuvo especial novedad, y ya está bueno; pero ya que salió con bien, no quiero que se vuelva a embarcar, y se queda gustoso acá. En esta ocasión escribo largo a S. Illmâ. al Colegio, y a nuestro Padre Comisario general; y por eso estoy algo cansado, y si no fuera porque el Capitán Pérez, viéndome atareado, hace la entretenida, creo se habría ido, sin poder escribir de provecho. Por lo que toca a la caminata del Padre Fr. Juan Crespí, con el Capitán, me dice, que escribe a V. R. por este mismo Barco, y así no tengo qué decir. En cuanto a mí, la caminata ha sido verdaderamente feliz, y sin especial quebranto ni novedad en la salud. Salí de la Frontera malísimo de pie y pierna; pero obró Dios, (esta expresión alude al medicamento del Arriero) y cada día me fui aliviando, y siguiendo mis jornadas, como si tal mal tuviera. Al presente el pie queda todo limpio como el otro; pero desde los tobillos hasta media pierna está como antes estaba el pie, hecho una llaga; pero sin hinchazón ni más dolor, que la comezón que da a ratos; en fin, no es cosa de cuidado. No he padecido hambre ni necesidad, ni la han padecido los Indios Neófitos que venían con nosotros, y así han llegado todos sanos y gordos. He hecho mi Diario, del que remitiré en primera ocasión un tanto a V. R. Las Misiones en el tramo que hemos visto, serán todas muy buenas, porque hay buena tierra, y buenos aguajes, y ya no hay por acá, ni en mucho trecho atrás, piedras ni espinas: cerros sí hay continuos y altísimos; pero de pura tierra: los caminos tienen de bueno y de malo, y más de éste segundo; pero no cosa mayor: desde medio camino, o antes, empiezan a estar todos los Arroyos y Valles hechos una Alamedas. Parras las hay buenas y gordas, y en algunas partes cargadísimas de uvas. En varios Arroyos del camino, y en el paraje en que nos hallamos, a más de las Parras, hay varias rosas de Castilla. En fin es buena, y muy distinta tierra de la de esa antigua California. De los días que van de 21 de Mayo, en que salimos de San Juan de Dios, segun escribí a V. R. hasta 1 de Julio que llegamos acá, quitados como ocho días, que entreveradamente hemos dado de descanso a los animales, uno aquí, y otro acullá, todos los días hemos caminado; pero la mayor jornada ha sido de seis horas, y de éstas sólo ha habido dos, y las demás de cuatro, o cuatro y media, de tres de dos, y de una y media, como cada día expresa el Diario, y eso a paso de recua; de lo que se infiere, que habilitados y enderezados los caminos, podrán ahorrar muchas leguas de rodeos escusados; no está esto muy lejos, y creo después de dicha diligencia, podrá ser materia de unos doce días para los Padres, que los Soldados ahora mismo dicen, que irán a la ligera hasta la Frontera de Vellicatá en mucho menos. Gentilidad la hay inmensa, y todos los de esta contra-Costa (del Mar del Sur) por donde hemos venido, desde la Ensenada de todos Santos, que así la llaman los Mapas y Derroteros viven muy regalados con varias semillas, y con la pesca que hacen en sus balsas de tule, en forma de Canoas, con la que entran muy adentro del mar y son afabilísimos, y todos los hombres chicos, y grandes, todos desnudos, y mujeres y niñas honestamente cubiertas, hasta las de pecho, se nos venían así en los caminos, como en los parajes, nos trataban con tanta confianza, y paz, como si toda la vida nos hubieran conocido; y queriéndoles dar cosa de comida, solían decir, que de aquello no, que lo que querían era ropa; y sólo con cosa de este género, eran los cambalaches que hacían de su pescado con los Soldados y Arrieros: Por todo el camino se ven Liebres, Conejos, tal cual Venado, y muchísimos Verrendos. La Expedición de tierra, me dice el Señor Gobernador, la quiere proseguir juntamente con el Capitán de aquí a tres días, o cuatro, y aquí nos dejará (dice) ocho Soldados de Cuera de Escolta, y algunos Catalanes enfermos, para que si mejoran, sirvan. La Misión no se ha fundado; pero voy luego que salgan a dar mano a ello. Amigo, aquí me hallaba, cuando me vino el Paisano Capitán diciéndome, que ya no puede esperar más, sin quedar mal, y así, concluyo con decir, que estos Padres se encomiendan mucho a V. R.; que quedamos buenos, y contentos; que me encomiendo al Padre Martínez, y demás Compañeros, a quienes tenía ánimo de escribir; pero no puedo, y lo haré en primera ocasión. Esta la incluyo al Padre Ramos, que el Paisano me dice que va a dar al Sur, para que la lea, y la remita a V. R. cuya vida y salud guarde Dios muchos años. De este Puerto y destinada nueva Misión de San Diego en la California Septentrional, y Julio 3 de 1769.=B. L. M. de V. R. su afectísimo Hermano y Siervo=Fr. Junípero Serra. Habiendo llegado al Puerto de San Diego el Paquebot S. Antonio, alias el Príncipe, el día 11 de Abril, y el S. Carlos veinte días después, se juntó esta Expedición marítima con la de tierra, cuyo primer trozo, mandado del Señor Capitán, entró allí a 14 de Mayo; y el segundo del cargo del Señor Gobernador a 1 de Julio. En este lugar hicieron junta ambos Señores Comandantes, para conferir, y determinar lo que debía ejecutarse, respecto a la poca gente de Mar que existía viva y libre de aquel contagio en la Capitana, así de Tripulación, como de la Tropa que de la California había venido; pues por esta razón no podían cumplirse ya las instrucciones que traían del Señor Visitador general. En atención a todo esto resolvió la expresada junta que el Paquebot San Antonio, a cargo de su Capitán D. Juan Pérez, con la Tripulación capaz de hacer viaje, se regresase sin dilación alguna al Puerto de San Blas, así para dar cuenta a la Capitanía general, como para conducir la Tripulación que ambos Barcos necesitaban. Así lo ejecutó saliendo el día 9 de Julio, y después de días llegó a San Blas con muy poca gente, por habérsele muerto en el camino nueve hombres, cuyos cadáveres hubo de echar al agua. Asimismo se determinó que en el Hospital, en el Puerto de San Diego, quedasen todos los enfermos, así Soldados, como Marineros, con algunos de los que estaban sanos, para que los cuidasen, y el Cirujano Francés D. Pedro Prat: Que la Capitana San Carlos quedase fondeada, y en ella el Capitán Comandante D. Vicente Vila, el Pilotín con unos cuatro o cinco Marineros y convalecientes, y un muchacho, quedando de acuerdo que luego que llegase el tercer Paquebot San José, se quedase fondeado con sola la gente muy precisa, para que pasando la restante a la Capitana, quedase esta habilitada, y caminase para Monterrey, donde la esperaría la Expedición de tierra, que había de salir luego que se hiciese a la vela el Príncipe. Dispúsose todo lo necesario de víveres y demás que se juzgó conveniente para un viaje desconocido, y a juicio de todos dilatado. Los bastimentos y cargas de utensilios pertenecientes a Iglesia, casa y campo que habían conducido las Expediciones se dejaron en San Diego, quedando para su custodia ocho Soldados de Cuera. En vista de lo determinado por la junta de los citados Señores Comandantes, nombró nuestro V. P. Presidente, de los cinco Padres que se hallaban en San Diego, a Fr. Juan Crespí, y Fr. Francisco Gómez, para que fuesen con la Expedición de tierra destinada a Monterrey; y el V. Padre con los otros dos Fr. Juan Vizcaino, y Fr. Fernando Parrón, se quedaron en San Diego, entretanto llegaba el Paquebot San José, por tener determinado entonces el Siervo de Dios embarcarse en el primer Barco que subiese a Monterrey. Luego que se verificó la salida del Príncipe el día 9 (como queda dicho) se determinó el día en que había de marchar la Expedición de tierra, y fue señalado por el Señor Comandante el día 14, en que se celebra al Seráfico Doctor S. Buenaventura; y nombró para el viaje a las sesenta y seis Personas siguientes: El Señor Gobernador D. Gaspar de Portolá, primer Comandante, con un Criado; los dos Padres ya referidos, y dos Indios Neófitos de la antigua California para su servicio; D. Fernando Rivera y Moncada, Capitán y segundo Comandante, con un Sargento y veinte y seis Soldados de su Compañía de Cuera: D. Pedro Faxes, Teniente de la Compañía Franca de Cataluña, con los siete de sus Soldados que le habían quedado aptos para el viaje, por habérsele muerto muchos, y quedado los demás en San Diego enfermos; Don Miguel Constanzó, Ingeniero, siete Arrieros, y quince Indios Californios Neófitos para Gastadores, y ayudantes de Arrieros en los atajos de Mulas que conducían todos los bastimentos que se consideraron suficientes, a efecto de que no se experimentase hambre ni necesidad, según los repetidos encargos del Señor Visitador general Hechas todas estas disposiciones, y después de haber celebrado el Santo Sacrificio de la Misa todos los Padres al Santísimo Patriarca Señor San José, como Patrono de las Expediciones, y al Seráfico Dr. San Buenaventura (en cuyo día se hallaban) salió la Expedición de San Diego, tomando el rumbo al Noroeste, y a la vista del Mar Pacífico, cuya Costa tira al mismo viento. Fue la salida a las cuatro de la tarde, y hubieron de parar después de haber andado dos leguas y media. El curioso que quisiere saber de este viaje, lo remito al Diario que por extenso formó el P. Fr. Juan Crespí en el mismo camino; tomando el trabajo, en las paradas, de escribir lo que habían andado cada día, con las particularidades ocurridas; y no lo inserto en esta Relación, por evitar tanta difusión, considerando esta tarea ajena del V. Padre Junípero; y paso a referir lo que este practicó en San Diego, ínterin la Expedición salía a explorar el Puerto de Monterrey.
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Capítulo XVI De Ypahuaco Coya, por otro nombre Mamachiquia, mujer de Yahuar Huacac Esta Coya Hipa fue casada con Yahuar Huacac, su hermano; fue hermosa, aunque algo morena; afable y bien acondicionada, amiga de sus vasallos y sobre todo de pobres, a quienes siempre hacía mucho bien. En el Palacio donde vivía tenía infinitas aves para sacar plumas dellas, y en otra parte cantidad de aves para casa, y en otra infinidad de fieras, cuantas lleva la imaginación, con inumerables indios que tenían a cargo de estas fieras. Dentro del Palacio tenía una capilla para su oratorio, chapeada de oro y plata, donde entraba a hacer su oración muchas noches, y el demonio se le aparecía algunas veces y le hablaba. A un lado de la capilla tenía gran suma de armas, arcos, flechas, hondas, lanzas, porras, rodelas, cascos, todo hecho de palo dorado cubierto de cuero. El palo de que hacían estas armas era recio y tostado y le sacaban su punta o le ponían pedernal. Todas estas armas estaban en la capilla dedicadas a las ídolos, a quien tenían mucha devoción, y cuando se ofrecía alguna guerra entraba esta señora y pedía aquellas armas al ídolo o Guaca, para el Ynga su marido, suplicándole muy de veras tuviese por bien de dar fuerzas a su marido que con aquellas armas se pudiese defender de sus enemigos y dalle victoria, para lo cual ofrecía oro y plata e otras riquezas y figuras que para aquel efecto mandaba hacer. Vivió poco y su muerte causó grandísimo sentimiento y tristeza a todos sus vasallos, así en general como en particular. Tuvo hijos y una hija llamada Mamayunto Coya, que fue Coya, como queda dicho en el otro capítulo. Su figura es esta que se ve (rubricada).
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Cómo el Almirante armó tres carabelas para llevar a cabo la empresa de su descubrimiento Concedidas, pues, por los serenísimos Reyes Católicos, al Almirante, las mencionadas capitulaciones, éste, poco después, el doce de mayo de dicho año 1492 salió de Granada para Palos, que es el puerto donde tenía que hacer su armada, por estar aquella tierra obligada a servir a Sus Altezas tres meses con dos carabelas, las cuales mandaron que fuesen entregadas al Almirante. Armó éstas y otro navío con la solicitud y diligencia necesarias. La Capitana, en la que iba él, se llamaba Santa María; otra fue denominada la Pinta, en la que era capitán Martín Alonso Pinzón; y de la Niña, que era latina, y la última, fue capitán Vicente Yáñez Pinzón, hermano del mencionado Alonso, de dicha tierra de Palos. Estando las tres provistas de todas las cosas necesarias, con noventa hombres, el 3 de agosto, al amanecer, dieron vela con rumbo a las Canarias; y desde aquel punto fue diligentísimo el Almirante en escribir de día en día, minuciosamente, todo aquello que sucedía en el viaje, especificando los vientos que soplaban, qué viaje hacía con cada uno y con qué velas y corrientes, y las cosas que veía por el camino, aves, peces o algunos otros indicios. Lo cual él siempre acostumbró hacer en cuatro viajes que realizó desde Castilla a las Indias. No quiero yo, sin embargo, escribir todo particularmente, porque si bien entonces era muy conveniente describir el camino y navegación, y exponer qué impresiones y efectos correspondían a los cursos y aspectos de las estrellas, y el declarar qué diferencia había en esto con nuestros mares y nuestras regiones, no me parece, sin embargo, que al presente, tanta minucia pueda dar satisfacción a los lectores, que recibirían enojo si aumentase con la prolijidad de largos discursos esta escritura. Por lo cual solamente atenderé a exponer lo que me parezca necesario y conveniente.
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CAPÍTULO XVI De qué modo pudieron venir a Indias los primeros hombres, y que no navegaron de propósito a estas partes Agora es tiempo de responder a los que dicen que no hay antípodes, y que no se puede habitar esta región en que vivimos. Gran espanto le puso a San Agustín la inmensidad del Océano, para pensar que el linaje humano hubiese pasado a este Nuevo Mundo. Y pues por una parte sabemos de cierto, que ha muchos siglos que hay hombres en estas partes, y por otra no podemos negar lo que la Divina Escritura claramente enseña, de haber procedido todos los hombres de un primer hombre, quedamos sin duda obligados a confesar, que pasaron acá los hombres de allá de Europa o de Asia o de África, pero el cómo y por qué camino vinieron, todavía lo inquirimos y deseamos saber. Cierto no es de pensar que hubo otra Arca de Noé en que aportasen hombres a Indias, ni mucho menos que algún Ángel trajese colgados por el cabello, como al profeta Abacuch, a los primeros pobladores de este mundo. Porque no se trata qué es lo que pudo hacer Dios, sino qué es conforme a razón y al orden y estilo de las cosas humanas. Y así se deben en verdad tener por maravillosas y propias de los secretos de Dios, ambas cosas; una, que haya podido pasar el género humano tan gran inmensidad de mares y tierras; otra, que habiendo tan innumerables gentes acá, estuviesen ocultas a los nuestros tantos siglos. Por que pregunto yo, ¿con qué pensamiento, con qué industria, con qué fuerza pasó tan copioso mar el linaje de los Indios? ¿Quién pudo ser el inventor y movedor de pasaje tan extraño? Verdaderamente he dado y tomado conmigo y con otros en este punto por muchas veces, y jamás acabo de hallar cosa que me satisfaga. Pero en fin, diré lo que se me ofrece; y pues me faltan testigos a quien seguir, dejarme he ir por el hilo de la razón, aunque sea delgado, hasta que del todo se me desaparezca de los ojos. Cosa cierta es, que vinieron los primeros indios por una de tres maneras a la tierra del Pirú. Porque o vinieron por mar o por tierra; y si por mar o acaso, o por determinación suya, digo acaso, echados con alguna gran fuerza de tempestad, como acaece en tiempos contrarios y forzosos; digo por determinación, que pretendiesen navegar e inquirir nuevas tierras. Fuera de estas tres maneras, no me ocurre otra posible si hemos de hablar según el curso de las cosas humanas y no ponernos a fabricar ficciones poéticas y fabulosas, si no es que se le antoje a alguno buscar otra águila, como la de Ganimedes, o algún caballo con alas como el de Perseo, para llevar los Indios por el aire; ¿o por ventura le agrada aprestar peces, sirenas y Nicolaos, para pasallos por mar? Dejando pues, pláticas de burlas, examinemos por sí cada uno de los tres modos que pusimos; quizá será de provecho y de gusto esta pesquisa. Primeramente parece que podríamos atajar razones con decir que de la manera que venimos agora a las Indias, guiándose los pilotos por el altura y conocimiento del cielo, y con la industria de marear las velas conforme a los tiempos que corren, así vinieron y descubrieron y poblaron los antiguos pobladores de estas Indias. ¿Por qué no? ¿Por ventura sólo nuestro siglo y solos nuestros hombres han alcanzado este secreto de navegar el Océano? Vemos que en nuestros tiempos se navega el Océano para descubrir nuevas tierras, como pocos años ha navegó Álvaro Mendaña y sus compañeros, saliendo del puerto de Lima la vuelta del Poniente, en demanda de la tierra que responde, Leste Oeste, al Pirú; y al cabo de tres meses hallaron las islas que intitularon de Salomón, que son muchas y grandes; y es opinión muy fundada que caen junto a la Nueva Guinea, o por lo menos tiene tierra firme muy cerca, y hoy día vemos que por orden del Rey y de su Consejo, se trata de hacer nueva jornada para aquellas islas. Y pues esto pasa así ¿por qué no diremos que los antiguos, con pretensión de descubrir la tierra que llaman antíctona, opuesta a la suya, la cual había de haber según buena filosofía, con tal deseo se animaron a hacer viaje por mar y parar hasta dar con las tierras que buscaban? Cierto ninguna repugnancia hay en pensar que antiguamente acaeció lo que agora acaece, mayormente que la Divina Escritura refiere que de los de Tiro y Sidón recibió Salomón maestros y pilotos muy diestros en la mar, y que con éstos se hizo aquella navegación de tres años. ¿A qué propósito se encarece el arte de los marineros y su ciencia, y se cuenta navegación tan prolija de tres años, si no fuera para dar a entender, que se navegaba el gran Océano por la flota de Salomón? No son pocos los que sienten así, y aún les parece que tuvo poca razón San Agustín de espantarse y embarazarse con la inmensidad del mar Océano, pues pudo bien conjeturar de la navegación referida a Salomón, que no era tan difícil de navegarse. Mas diciendo verdad, yo estoy de muy diferente opinión, y no me puedo persuadir que hayan venido los primeros indios a este Nuevo Mundo por navegación ordenada y hecha de propósito, ni aun quiero conceder que los antiguos hayan alcanzado la destreza de navegar, con que hoy día los hombres pasan el mar Océano de cualquiera parte a cualquiera otra que se les antoja, lo cual hacen con increíble presteza y certinidad, pues de cosa tan grande y tan notable no hallo rastros en toda la antigüedad. El uso de la piedra imán y del aguja de marear, ni la topo yo en los antiguos ni aun creo que tuvieron noticia de él; y quitado el conocimiento del aguja de marear, bien se ve que es imposible pasar el Océano. Los que algo entienden de mar, entienden bien lo que digo. Porque así es pensar que el marinero, puesto en medio del mar, sepa enderezar su proa adonde quiere si le falta el aguja de marear, como pensar que el que está sin ojos, muestre con el dedo lo que está cerca y lo que está lejos acullá en un cerro. Es cosa de admiración que una tan excelente propiedad de la piedra imán, la hayan ignorado tanto tiempo los antiguos y se haya descubierto por los modernos. Haberla ignorado los antiguos, claramente se entiende de Plinio, que con ser tan curioso historiador de las cosas naturales, contando tantas maravillas de la piedra imán jamás apunta palabra de esta virtud y eficacia, que es la más admirable que tiene de hacer mirar al Norte el hierro que toca, como tampoco Aristóteles habló de ello, ni Teofrasto, ni Dioscórides, ni Lucrecio, ni historiador ni filósofo natural que yo haya visto, aunque tratan de la piedra imán. Tampoco San Agustín toca en esto, escribiendo por otra parte muchas y maravillosas excelencias de la piedra imán en los libros de la Ciudad de Dios. Y es cierto que cuantas maravillas se cuentan de esta piedra, todas quedan muy cortas respecto de esta tan extraña de mirar siempre al Norte, que es un gran milagro de naturaleza. Hay otro argumento también, y es que tratando Plinio de los primeros inventores de navegación y refiriendo allí de los demás instrumentos y aparejos, no habla palabra del aguja de marear, ni de la piedra imán; sólo dice que el arte de notar las estrellas en la navegación salió de los de Fenicia. No hay duda sino que los antiguos, lo que alcanzaron del arte de navegar era todo mirando las estrellas y notando las playas y cabos y diferencias de tierras. Si se hallaban en alta mar tan entrados que por todas partes perdiesen la tierra de vista, no sabían enderezar la proa por otro regimiento, sino por las estrellas, y sol y luna. Cuando esto faltaba como en tiempo nublado acaece, regíanse por la cualidad del viento y por conjeturas del camino que habían hecho. Finalmente, iban por su tino, como en estas Indias también los indios navegan grandes caminos de mar, guiados de sola su industria y tino. Hace mucho a este propósito lo que escribe Plinio de los isleños de la Taprobana, que agora se llama Sumatra, cerca del arte e industria con que navegan, escribiendo en esta manera: "Los de Taprobana no ven el Norte, y para navegar suplen esta falta llevando consigo ciertos pájaros, los cuales sueltan a menudo, y como los pájaros por natural instinto vuelan hacia la tierra, los marineros enderezan su proa tras ellos." ¿Quién duda, si éstos tuvieran noticia del aguja, que no tomaran por guías a los pájaros para ir en demanda de la tierra? En conclusión, basta por razón para entender que los antiguos no alcanzaron este secreto de la piedra imán, ver que para cosa tan notable como es el aguja de marear, no se halla vocablo latino, ni griego ni hebraico. Tuviera sin falta algún nombre en estas lenguas cosa tan importante, si la conocieran. De donde se verá la causa por que agora los pilotos, para encomendar la vía al que lleva el timón, se sientan en lo alto de la popa, que es por mirar de allí el aguja, y antiguamente se sentaban en la proa, por mirar las diferencias de tierras y mares, y de allí mandaban la vía, como lo hacen también agora muchas veces al entrar o salir de los puertos; y por eso los griegos llamaban a los pilotos, proritas, porque iban en la proa.
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En que se cuenta lo sucedido durante el gobierno del doctor Francisco Guillén Chaparro. Cómo un indio puso fuego a la Caja Real por roballa. Lo sucedido a Salazar y Peralta, y al visitador Orellana en Castilla. La venida del doctor Antonio González, del Consejo Real de las Indias, por presidente a este Reino, y la muerte del señor Arzobispo don fray Luis Zapata de Cárdenas, y los que se proveyeron en su lugar, que no vinieron Luego que el doctor Francisco Guillén Chaparro tomó a su cargo el gobierno de este Reino, dentro de breve tiempo llegó a la Real Audiencia el licenciado Bernardino de Albornoz, que vino por fiscal, que fue por fin de dicho año de 1584. Pues en esta sazón y tiempo, un clérigo, que se llamaba el Padre Reales, fue a la caja real, a fundir y ensayar una partida de oro que había traído de la gobernación. Llevó consigo un indio que lo servía, que lo había traído del Pirú; al cual traía tan bien tratado, que lo traía vestido de seda y con espada y daga. Traía este indio de ordinario un tocado blanco atado a la cabeza, que le tapaba hasta las orejas. Pues estando quintando el oro, estaba el indio sentado sobre un poyo de la ventana de la caja, cuya pared era de ladrillo. Pues allí sentado, consideró su fuerza y la que la real caja tenía de llaves, y la noche siguiente volvió a la ventana, y por la parte de afuera le hizo gran agujero, que pudo entrar. Allegó a la caja y hallóla con su llaves; pues visto que por allí no podía hacer lance, volvió a salir y fue en busca de candela, y volviéndose a la caja, le puso fuego por la cabecera donde estaban los papeles, que si acierta a ponerlo por donde estaba aprestando el dinero para enviar a Castilla. Por el agujero que hizo metió la mano, por donde puso el fuego y alcanzó algunos pedacitos de oro de lo que se había quintado aquellos días; y con ellos y con los que habían quedado en la bacinilla sobre la mesa, se salió llevándose la sobremesa, que era de paño, y la bacinilla. Por entre los papeles quedó algún fuego, con el cual se iba quemando toda la caja. Amaneció el día; era muy grande la humareda. Acudió la gente, diciendo: "¡Que se queman las casas reales!". Hicieron abrir las puertas y luego echaron de ver que el humo salía de la caja real. Acudieron a llamar a los oficiales reales, los cuales acudieron al punto, abrieron las puertas, mataron el fuego, aunque no se pudieron favorecer los muchos papeles y escripturas que se quemaron, por haber sido el principio del fuego por aquella parte. Halláronse presentes el oidor y el fiscal; de allí se fueron al Acuerdo, mandaron prender la gente sospechosa y vagamunda, tomáronse los caminos, no dejaban entrar ni salir persona alguna. Hiciéronse otras muchas diligencias, y no se hallaba rastro ninguno, aunque estaban las cárceles llenas de hombres. El contador jerónimo de Tuesta, el tesorero Gabriel de Limpias Y el factor Rodrigo Pardo hacían en sus casas muy apretadas diligencias con sus esclavos, que acudían a la caja a marcar el oro; y lo propio hizo Hernando Arias Torero, a cuyo cargo estaba la fundición, y Gaspar Núñez, el ensayador, y no hallaron cosa de sospecha. Fuese enfriando el negocio, y soltando presos. Al cabo de algunos días, el indio que hizo el hurto se fue a jugar con un muchacho de Hernando Arias, el cual le ganó seis panecillos de oro, los más chicos; con ellos se levantó del juego y se vino a la tienda de Martínez, el tratante, a comprarle una camiseta patacuzma del Pirú, que había días que trataba de comprársela. El indio ladrón le dio al muchacho otro pedacillo de oro diferente, diciéndole: "Compra esto de colación, y jugaremos, que aquí tengo más oro". Con esto se apartaron, aunque el ladrón siempre le vino siguiendo y se puso a acecharle a la esquina de Santo Domingo. Llamábase el muchacho Juan Viejo. Díjole al Martínez: --"Yo vengo, señor, a comprar la patacuzma, que aquí traigo oro". Díjole el Martínez: --"Da acá, Juan, veamos cuánto traes". El muchacho le sacó dos pedacillos de oro. En tomándolos el Martínez en las manos, conoció que era oro de quintos, porque no tenía más que la ley, sin otra marca. Díjole al muchacho: --"¿Tienes más oro de este? Dalo acá, darete la camiseta, y lo demás te daré en oro corriente, que tú no sabes lo que vale esto". Entonces le sacó el muchacho los otros cuatro pedacillos que le quedaban. El Martínez le dio la camiseta y le dijo: --"Espérame aquí, cuídame la tienda, que voy por oro corriente para darte". Fuese luego a casa de Hernando Arias, amo del Juan Viejo, mostróle el oro y díjole cómo su muchacho lo traía. Alborotóse el Hernando Arias al ver que en persona de su casa se hubiese hallado principio del hurto de la real caja. Sosegóse, y para se enterar mejor fuese con el Martínez a su tienda, trajeron al muchacho y de él supieron lo que pasaba. El indio ladrón, que desde donde estaba acechando vio llegar al Juan Viejo y conoció a su amo, sospechó lo que podía ser. Salióse de la ciudad y fuese metiendo por los pajonales y arcabuquillos, que por aquellos tiempos había por debajo de la iglesia de Nuestra Señora de las Nieves. El Hernando Arias con el muchacho y con el Martínez fueron a casa del doctor Chaparro, que presidía, y diéronle cuenta del caso. Al punto mandó el oidor salir gente de pie y a caballo en busca del indio, el cual era muy conocido por andar, como tengo dicho, vestido de seda. Fuéronle siguiendo por la legua que tomaron de él y por donde le habían visto pasar; salieron al campo en su seguimiento. Era ya muy tarde cuando se hizo esta diligencia; cogióles la noche y un grande aguacero, con que se volvieron sin hacer cosa alguna. Otro día fue un negro de Francisco Ortega, que llamaban Xarife, a hacer yerba para los caballos de su amo, y andándola cogiendo por entre aquellos pajonales, topó con el ladrón. Diole voces, diciéndole: "¡Ah ladrón, ah ladrón!". Fue tras él y rindiósele; maniatólo fuertemente, y rabiatado a la cola de un caballo de los que traía cargados de hierba, lo metió en esta ciudad. Lleváronlo a la cárcel, tomáronle la confesión, confesó el hurto de la real caja, de llano. Estándole tomando la confesión, le quitaron el tocado que traía ordinariamente puesto en la cabeza, y halláronle ambas orejas cortadas, por la cual razón le pusieron a cuestión de tormento. Confesó célebres hurtos hechos en el Pirú y en la Gobernación de Popayán, y entre ellos confesó uno miraculoso que había hecho en esta ciudad, en la santa iglesia Catedral, que aunque pareció la propia mañana que se hizo, nunca se supo quién fuese el autor de él hasta este punto, que pasó así: El sacristán Clavijo tenía la costumbre de cerrar, en siendo honra, la puerta principal de la iglesia, y luego subía al campanario a tocar la oración del Ave María, lo cual hecho cerraba su sacristía, y por la segunda puerta, que tenía postigo, se iba a cenar a casa de su hermano Diego Clavijo, a donde se detenía hasta las nueve o diez horas de la noche. El ladrón le tenía muy bien contados los pasos. Entróse en la iglesia como que iba a hacer oración, aguardó a que subiese al campanario, y al punto se metió debajo de la tumba que estaba en la iglesia. El sacristán cerró sus puertas y fuese a cenar; el ladrón salió de la tumba, fuese al altar mayor, quitóle a la imagen de Nuestra Señora la corona y una madeja de perlas que tenía al cuello, descolgó la lámpara de la Virgen, que era grande, y apagó la del Santísimo; lo cual hecho aguardó al sacristán; el cual habiendo venido, como entró a la iglesia y vio la lámpara apagada, tomó un cabo de vela y salió a buscar lumbre por aquellas tiendas, dejando el postigo abierto. A este tiempo salió el ladrón con el hurto encaminándose a su casa, que estaba a tres cuadras de la iglesia, en las casas de María de Ávila, encomendera de Síquima y Tocarema, a donde el clérigo su amo era doctrinero. Pues de ninguna manera el ladrón pudo acertar con la puerta de su casa; pasó hasta el río de San Francisco, a donde lavó la lámpara; fue a la puente, y de ella a la calle real hasta la iglesia, y de ella fue otra vez hacia su casa, y tampoco pudo topar con la puerta. Volvió al río y a la puente, y viniendo por la calle real, ya cerca de la iglesia, comenzaron a cantar los pajaritos. Entonces allegó a la puerta de la iglesia por donde había salido, y soltó la lámpara, corona y madeja, y fuese a su casa, y entonces topó con la puerta de ella, donde se entró. El sacristán Clavijo volvió con la lumbre, encendió la lámpara y fuese a acostar. Muy de mañana se levantó a aderezar el altar mayor, y estándolo componiendo alzó la cabeza y vio la imagen sin corona y madeja; echó de menos también la lámpara grande. Fue corriendo, abrió la puerta; iba tan desatinado que hasta que tropezó con la lámpara no la echó de ver. Llamó a algunas personas que andaban ya levantadas para que viesen lo sucedido; y como no faltó nada, no le hizo ninguna diligencia, ni se supo hasta que este ladrón lo confesó; al cual, sustanciada la causa, le condenaron a muerte de fuego, y se ejecutó la sentencia en esta plaza pública. He querido decir todo esto para que se entienda que los indios no hay maldad que no intenten, y matan a los hombres para roballos. En el pueblo de Pasca, mataron a uno por roballe la hacienda, y después de muerto pusieron fuego al bohío donde dormía, y dijeron que se había quemado. Autos se han hecho sobre esto, que no se han podido substanciar; y sin esto, otras muertes y casos que han hecho. Dígolo para que no se descuiden con ellos. * * * El visitador Juan Prieto de Orellana abrevió con su visita, recogió gran suma de oro, y con ello y los presos oidores y el secretario de la Real Audiencia, Francisco Velásquez, y otras personas que iban afianzadas, salimos de esta ciudad para ir a los reinos de España, por mayo de 1585. Iban de compañía el licenciado Salazar y el secretario Francisco Velásquez, porque Peralta, como sintió a Salazar tan pobre, hizo rancho de por sí. Habíasele muerto a Salazar la mujer en esta ciudad. Estos gastos y las condenaciones del visitador le empobrecieron de tal manera, que no hubo con qué llevar sustento en el viaje para él y sus hijos y los que servíamos, que si el secretario Velásquez no llevara tan valiente bastimento como metió, pasáramos mucho trabajo. Fue en tanto grado el sustento, que llegados a Castilla hubo el secretario de enviar en aquella flota que venía a Indias a Juan Camacho, un pariente suyo, para que le llevase dineros y otros recaudos, y le dio de los matalotajes que habían sobrado, y después afirmó el Juan Camacho que había metido bizcocho, quesos y jamones en esta ciudad, de los que se habían llevado de ella a Castilla, y llevamos en el viaje de esta ciudad hasta la de Cartagena. Fueron muchos los enfados y disgustos que tuvieron con el visitador, porque tenía por gloria afligir a los que llevaba presos; y en Cartagena intentó, al tiempo del embarcar, llevallos presos en la Capitana, donde él se había embarcado, lo cual sintieron mucho. Procuraron el remedio por vía del gobernador. Respondió: --"Que no tenía jurisdisción, pero que hablaría con el general, para ver el orden que claba". El cual respondió: --"Que se metiesen en el agua, que en ella mandaría él lo que se había de hacer". Llegó el día de la embarcación; iban el oidor y el secretario y los demás de su servicio en un batel. Yendo navegando hacia los navíos, nos alcanzó una chalupa, en la que venían el alguacil del visitador y el secretario Mármol. Preguntaron si iba en el batel el licenciado Salazar y el secretario Velásquez. Respondieron que sí iban. Dijo el alguacil: --"Pues gobernad hacia la Capitana". Ya teníamos a este tiempo visto que había partido de ella la chalupa, con la bandera, y enderezaba a nosotros. Luego que llegó preguntaron: --"¿Va en ese batel el licenciado Salazar y el secretario Velásquez?". Respondieron que sí. Dijo el escribano de la Capitana: --"¿Qué nao tienen fletada?". Respondieron: --"La Almiranta vieja". Dijo el alguacil de la Capitana: --"Pues gobernad a la Almiranta vieja". Aquí fueron los toques y respuestas entre las dos chalupas y los que venían en ellas. En conclusión, el escribano de la Capitana respondió al secretario Mármol, diciéndole: --"Váyase en buena hora, o en esotra, que si el visitador manda en tierra, aquí manda el general; gobernad timones a la Almiranta vieja y venid tras mí". Tomó la delantera, seguímosle y aquí acabó Prieto de Orellana con sus enfados, aunque después los tuvo en Corte muy grandes, porque le probaron que había llevado de este Reino más de 150.000 pesos de cohechos* y lo prendieron y murió en la prisión, pobre y comido de piojos, que así se dijo. Salieron a pedir limosna para enterrallo, llegaron a un corrillo a donde estaba el secretario Francisco Velásquez, a pedilla. Preguntó quién era el muerto, respondiéronle que el licenciado Juan Prieto de Orellana, visitador del Nuevo Reino, que había muerto en la cárcel. Respondió el secretario: --"Pues no pidan limosna, que yo le enterraré". Y le hizo muy honrado entierro, que esta caridad le valió después mucho con la majestad de Philipo II, pues mandó que todos los negocios del secretario Francisco Velásquez se cometiesen al doctor Antonio González, del Consejo Real de las indias, que venía a este gobierno, y así se hizo. Viéronse los autos de los oidores Salazar y Peralta en el Real Consejo; hubo quien ponderase mucho las muertes de Bolaños y Sayabedra, y quien apretase a Peralta en la muerte de Ontanera y otras cosas. El Real Consejo declaró haber hecho justicia, dándolos por buenos jueces y restituyéndolos a sus plazas. El licenciado Gaspar de Peralta volvió a ella en tiempo del doctor Antonio González. El licenciado Salazar se excusó con Su Majestad y quedóse en España. Sucedióle, pues, que como estaba tan pobre, tomó capa de letrado y fuese a abogar a la Sala del Consejo. El presidente reparó en él y preguntóle: --"¿No sois vos el licenciado Alonso Pérez de Salazar?". Respondióle: --"Sí soy, señor". Dijo el presidente: --"¿Pues no gobernasteis el Nuevo Reino de Granada como oidor más antiguo?". Respondióle que sí. Preguntóle: --"¿Pues qué habéis hecho de la ropa que os dio Su Majestad?". Respondió que "no la podía sustentar". Replicó: --"¿Pues no os dio renta Su Majestad?". Respondió que "sí, pero que toda se había gastado en la muerte de su mujer y en las encomendaciones del visitador Orellana". Díjole el presidente: --"Idos a vuestra casa y tomad la ropa que os dio Su Majestad, que aquí se tendrá cuenta con vuestra persona". Con esto se salió de la sala y se fue a su casa, sin volver más al Consejo. Pasados algunos días, sucedió que entre Su Majestad y una duquesa extranjera había pleito sobre ciertos pueblos y tierras de su Estado. Estaba ese pleito comprometido a un juez árbitro en una consulta. Dio la duquesa memorial a Su Majestad. Preguntó el rey en qué estado estaba aquella causa. Respondiéronle que estaba comprometida. Dijo: --"¿Pues no hay un juez o persona que la determine?". A este tiempo se acordó el presidente del Consejo de indias de licenciado Alonso Pérez de Salazar, y díjole al rey: --"Aquí está, señor, el licenciado Alonso Pérez de Salazar, que gobernó el Nuevo Reino de Granada, mándelo Vuestra Majestad, se le comprometerá". Dijo el rey: --"Comprométasele". En esta conformidad le llevaron los autos, y habiéndolos visto muy bien, los sentenció en favor de la duquesa. Enviólos algo tarde al secretario donde pendían, y aquella noche se fue a Valcarnero, de donde era natural. La duquesa, que sintió la sentencia en su favor, en otra consulta dio memorial a Su Majestad. Preguntó qué había resultado. Dijéronle que había salido en favor de la parte contraria. Dijo el rey: "Sería justicia"; sin replicar más palabra, ni se trató más de este pleito. He querido decir todo esto para que se vea qué tal era este juez en materia de hacer justicia, y por pagarle algo de lo que deseó hacer por mí. Mas fue otra la voluntad de Dios, que sabe lo mejor. Al cabo de más de seis meses murió el fiscal del Consejo de indias; fue la consulta de Su Majestad y copia de los consulados. Tomó el rey la pluma, y por bajo de los nombrados dijo: "El licenciado Alonso Pérez de Salazar, fiscal del Consejo de Indias". Con lo cual se hizo muy gran diligencia en buscarle, y no le hallaron ni sabían de él, ni quien de él diese razón; con lo cual en otra consulta que llevaron los propios consulados y por bajo de ellos dijeron: --"El licenciado Alonso Pérez de Salazar no parece". Volvió el rey a tomar la pluma, y dijo: --"El licenciado Alonso Pérez de Salazar, fiscal del Consejo de Indias, en Valcarnero le hallarán". Sabía el rey dónde estaba, y todos los consejeros, porque a Philipo II, por especial gracia, no se le escondía cosa. Trajéronle a su plaza, y dentro de poco tiempo ascendió a ser oidor del consejo, y dentro de seis meses, poco más o menos, murió, quedando yo hijo de oidor muerto, con que lo digo todo. Pobre y en tierra ajena y extraña, con que me hube de volver a indias. Durante el gobierno del doctor Francisco Guillén Chaparro, que gobernó solo con el fiscal Albornoz, casi cinco años, manteniendo todo este Reino en paz y justicia, sin que de él hubiese quejas. En este tiempo, sucedió que en la ciudad de Tocaima, don García de Vargas mató a su mujer, sin tener culpa ni merecerlo, y fue el caso: en esta ciudad había un mestizo, sordo y mudo de naturaleza, hijo de Francisco Sanz, maestro de armas. Este mudo tenía por costumbre, todas las veces que quería, tomar entre las piernas un pedazo de caña, que le servía de caballo, y de esta ciudad a la de Tocaima, de sol a sol, en un día entraba en ella, con haber catorce leguas de camino. Pues fue en esta sazón a ella, que no debiera ir. Habían traído a la casa grande de Juan Díaz un poco de ganado para de él matar un novillo; desjarretáronlo, era bravo y tuvieron con él un rato de entretenimiento. El mudo se halló en la fiesta. Muy grande era la posada de don García, y a donde tenía su mujer y suegra. Cuando mataron el novillo estaba el don García en la plaza. Pues viniendo hacia su casa topó al mudo en la calle, que iba de ella. Preguntóle por señas de dónde venía; el mudo le respondió por señas poniendo ambas manos en la cabeza, a manera de cuernos; con lo cual el don García fue a su casa revestido del demonio y de los celos con las señas del mudo, topó a la mujer en las escaleras de la casa, y diole de estocadas. Salió la madre a defender a la hija, y también la hirió muy mal. Acudió la justicia, prendieron al don García, fuese haciendo la información y no se halló culpa contra la mujer, ni más indicio que lo que el don García confesó de las señas del mudo, con lo cual todos sirvieron el hecho por horrendo y feo. Sin embargo, sus amigos le sacaron una noche de la cárcel y lo llevaron a una montañuela, donde le dieron armas y caballos, y le aconsejaron que se fuese, con lo cual se volvieron a sus casas. Lo que el don García hizo fue que, olvidados todos los consejos que le habían dado, se volvió a la ciudad y amaneció asentado a la puerta de la cárcel. Permisión divina, para que pagase su pecado. Volviéronlo a meter en ella, y de allí lo trajeron a esta Corte, a donde también intentó librarse fingiéndose loco; Pero no le valió, porque al fin lo degollaron y pagó su culpa. He puesto esto para ejemplo y para que los hombres miren bien lo que hacen en semejantes casos. * * * Informado el rey, nuestro señor, de las revueltas de este Reino, y cuán entregado había quedado con los visitadores Monzón y Prieto de Orellana, acordó de enviar un consejero que remediase las cosas de él, y así envió al doctor Antonio González, de su Real Consejo de las Indias, con bastantes poderes y cédulas en blanco para lo que se ofreciese. Partió de España al principio del año de 1589, pasada ya la jornada que el duque de Medina hizo a Inglaterra, de que no surtió cosa importante, antes bien mucha pérdida, como se verá en la crónica que de ella trata. Y por haberme yo hallado en estas ocasiones en Castilla, deme licencia el lector para que yo diga un poquito de lo que vide en Castilla el tiempo que en ella estuve, que yo seré breve. Había quedado gobernando en este Nuevo Reino, como tengo dicho, el doctor Francisco Guillén Chaparro, en compañía del fiscal Hernando de Albornoz, los cuales lo mantuvieron en paz y justicia más tiempo de cuatro años, porque eran personas de celo cristiano y caritativas; sólo tuvo por contrapeso el enviar los socorros a Cartagena cuando el corsario Francisco Drake infestaba sus costas, y finalmente la tomó y saqueó; y lo propio hizo de la ciudad de Santo Domingo en la isla española, como es notorio. Esto pasaba en Indias, y de ellas el año de 1587 se fue de España, a donde intentó también saquear la ciudad de Cádiz. Entró el corsario sólo con su Capitana en la bahía, que no le pudo seguir su armada por el riguroso tiempo y gran tormenta que andaba sobre la costa, y así andaba dando vueltas de un borde a otro, que todos se admiraban de que se pudiesen sustentar sin hundirse o dar al través. En la costa entró de noche y surgió entre otros navíos que estaban en la bahía, aunque apartado de ellos; y es muy cierto que si su armada entrara antes que fuese de día, saqueara a Cádiz. En esta sazón estaban las galeras de España despalmando en el puerto de Santa María, y su general estaba en Cádiz, don Pedro de Acuña, que después fue gobernador de Cartagena, que en aquella sazón era cuatralbo de aquella armada; despalmada y aderezada la Patrona, atravesó en ella la bahía a saber de su general lo que ordenaba, el cual juntamente con el corregidor de la ciudad se andaban paseando sobre un pretil junto a la marina; como vio su Capitana, diole de mano con un pañizuelo, llegó el don Pedro de Acuña donde estaba el general, el cual le preguntó si había reconocido aquel navío que estaba surto, desviado de los otros navíos; díjole que no. Mandóle el general que fuese y lo reconociese, porque le parecía extranjero. Partió al punto don Pedro a hacer lo que se le mandaba. El inglés, que reconoció el intento que traía la Generala, con presteza levantó el ferro y recibióla con un tiro de artillería que le llevó un banco con tres forzados. Respondióle la Generala con los dos tiros de crujía, largó el paño el inglés a su Capitana y enderezóla a la puente Suazo, llave de la ciudad de Cádiz y puerta para toda España. íbanse las dos capitanas bombardeando y escaramuzando; la de España, que tenía mejores alas, con toda presteza se metió debajo de la puente Suazo, a donde y desde donde las dos capitanas se estuvieron bombardeando dos días con sus noches. En el uno de ellos se vio la armada enemiga a una vista, pero no pudo tomar puerto por el recio tiempo, porque la mar mandaba por los cielos, y la bahía bramaba que ponía temor a los de tierra; pero a las dos capitanas no les estorbaba el pelear, porque era mayor el fuego de la cólera, la una por el interés de romper la puente, que era el intento del inglés para que no le entrase socorro a Cádiz y podella saquear, y don Pedro de Acuña por defenderla y repararla de este daño. La gente de la ciudad en un fuerte escuadrón había salido a la defensa de la puente, pero no podía llegar a ella porque los desviaba el inglés con su artillería. Había corrido la fama por lo más cercano de la tierra y los postas habían ido a pedir socorro. El que allegó primero fue el de San Lúcar y Santa María del Puerto; al otro día llegó la caballería de Jerez, con su infantería. Halléme yo en esta sazón en Sevilla; que el jueves antes que llegase el aviso del socorro, se había enterrado el Corso, cuyo entierro fue considerable por la mucha gente que le acompañó y los muchos pobres que vistió dándoles lutos y un cirio de cera con que acompañasen su cuerpo. Acudió toda la gente de sus pueblos al entierro con sus lutos y cera, y todo ello fue digno de ver. Lleváronle a San Francisco y depositáronle en una capilla de las del claustro, por no estar acabada la suya. El viernes siguiente, después de mediodía, entró el correo a pedir el socorro para Cádiz. Alborotóse la ciudad con la nueva y con el bando que se echó por ella. Andaban las justicias de Sevilla, asistentes a audiencia, alcaldes de la cuadra y todas las demás, que de día ni de noche no paraban. El lunes siguiente en el campo de Tablada se contaron cinco mil infantes, con sus capitanes y oficiales, y más de mil hombres de a caballo, entre los cuales iban don Juan Vicentelo, hijo del Corso, y el conde de Gelves, su cuñado, cargados de luto hasta los pies de los caballos. Acompañólos mucha gente de la suya, con el mismo hábito, que hacía un escuadrón vistoso entre las demás armas; estuvo este día el campo de Tablada para ver, por el mucho número de mujeres que en él había, a donde mostró muy bien Sevilla lo que encerraba en sí, que había muchas piñas de mujeres, que si sobre ellas derramaran mostaza no llegara un grano al suelo. Partió el socorro para Cádiz, unos por tierra, otros por el agua; y no fui yo de los postreros, porque me arrojé en un barco de los de la vez, de un amigo mío, y fuimos de los primeros que llegamos a San Lúcar, y de ella por tierra al puerto de Santa María, desde donde se veía la bahía de Cádiz y lo que en ella pasaba. Fue de ver que dentro de cuatro días se hallasen al socorro de Cádiz más de treinta mil infantes armados, y más de diez mil hombres de a caballo; y no fueron los de Córdoba los postreros, porque de ella vino muy lucida caballería y mucha infantería muy bien armada. Fue muy de ver estas gentes y el haber venido tan presto. La armada del enemigo andaba cerca de tierra, de una vuelta y otra, sin poder entrar en el puerto. Las galeras de España no los podían ofender, porque estaban desapercibidas despalmando, y el tiempo era muy recio para galeras. El corsario Drake, visto que no podía salir con lo que había intentado, y que su armada no le podía dar ayuda, fue saliendo del puerto; y no quiso salir sin hacer algún daño en lo que pudiese. Estaba surto en la bahía aquel galeón San Felipe, famosa capitana del marqués de Santa Cruz; pasó por junto a él, que estaba sin gente ni artillería, y diole dos balazos a la lengua del agua, con que lo echó a fondo. Más adelante estaba una nao aragonesa del rey, cargada de trigo, y también la echó a fondo, y con esto se salió a la mar y se juntó con su armada. Habiendo abonanzado el tiempo, revolvió sobre San Lúcar de Barrameda dentro de diez días. Aquella barra es peligrosa, porque se entra a ella por Contadero. Envió un patache con una bandera de par y un recado al duque de Medina, suplicando le socorriese con bastimentos, de que estaba muy falto, y se moría la gente; y que de él se había de valer, como amigo antiguo y tan gran caballero. Platicóse entonces que este don Francisco Drake había sido paje del emperador Carlos V, que se lo había dado Philipo II, su hijo, cuando volvió de Inglaterra, muerta la reina María, su mujer, y que por ser muy agudo se lo había dado al emperador su padre para que le sirviese, y que era muy aespañolado y sabia muy bien las cosas de Castilla, y que de allí nacía la conocencia y amistad con el duque de Medina, el cual le envió bastimento y regalos para su persona, enviándole a decir que le esperase, que le quería ir a ver cuando allegase la gente que le había de acompañar, Respondióle el inglés, que él no había de reñir ni pelear con un tan gran caballero y que con tanta largueza había socorrido su necesidad, porque más lo quería para amigo que no para enemigo; con lo cual se hizo a la vela, y nunca más pareció por aquellas costas, porque se volvió a Indias, donde murió. * * * El año siguiente de 1590 murió en esta ciudad el señor arzobispo don fray Luis Zapata de Cárdenas, a 24 de enero de dicho año. Originóse su muerte de la caza, a que era aficionado. Contaré este caso como lo platicaban los que fueron con él. Salió Su Señoría a cazar a Pasquilla la vieja (tres leguas de esta ciudad, poco más o menos) donde otras veces había ido al propio efecto, acompañado de sus criados y parientes y de algunos clérigos y seglares. Hízose una ramada grande en aquel sitio; convocáronse los indios de Ubaque y Chipaque, Usme y otros de aquella comarca. Fue Su Señoría a hacer noche a la ramada. Desde las cumbres de aquel páramo, la mesma noche los indios con trompetas, fotutos y otros instrumentos dieron a entender cómo estaban allí. Amaneció el día, claro y alegre; púsose Su Señoría a caballo, tomó un perro de la laja; a don Fulgencio de Cárdenas, su sobrino, y a Gutiérrez de Cárdenas mandó tomar otros, y puso las paradas de su amo quedándose a vista de todos. Comenzó a calentar el sol, y de aquellas quebradas y honduras se comenzaron a levantar unas nieblas; espesáronse de tal manera que no se veía un hombre a otro. Acertó a venir un venado por donde estaba el arzobispo; largóle el perro y fuelo siguiendo sin que nadie le viese. La perra que tenía de laja don Fulgencio sintió el ruido; fuésele de la mano y de la laja, y fue tras el venado. Duró la niebla hasta las cuatro de la tarde; matáronse muchos venados, y con esta cudicia ninguno se acordaba del arzobispo, porque entendían que estaba en su puesto, el cual siguiendo al venado que se alargó fue a caer a las vertientes de Fusagasugá, a la parte de Bosa, a donde mató el venado, y le cogió la noche sin que nadie supiese de él. Los que le eharon menos fueron los más cercanos, y dieron aviso a los demás. Hicieron grandes diligencias en buscarlo por todo aquello, y no parecía. Venía cerrando la noche, los indios se iban retirando. Pues andando de cerro en cerro y de quebrada en quebrada, oyeron en el caedizo de un cerro ladrar un perro. Esta era la perra que se le fue a don Fulgencio de Cárdenas, de la laja, que habiendo muerto el venado volvía en busca de otro galgo con quien estaba aquerenciada. Fueron en demanda de ella, teniendo por muy cierto que hacia aquella parte estaba el arzobispo, y no se engañaron, porque antes que llegasen a tomar la perra, ella, como si tuviese instinto de razón, tomó la delantera y fue guiando hacia donde estaba Su Señoría, el cual oía el vocear y gritar que andaba por los cerros. Era ya de noche; traía el arzobispo una corneta de plata al cuello. A las voces tocóla, respondieron con voces y grita, con lo cual Su Señoría perseveró en tocar la corneta, con lo cual fue Dios servido que la gente allegase a donde estaba. Halláronle al pie de una peña, a donde con frailejones y su capa tenía aliñada la cama para pasar la noche. Fue muy grande la alegría que se tuvo en haberle hallado, y Su Señoría abrazaba a todos con ella. En fin, allí trenzaron una hamaca en que le metieron, y clérigos y seglares cargaron con él, que fue otro rato de gusto, por los dichos y chistes que pasaban. También llevaron el venado que tenía muerto junto a sí. Allegaron a la ramada, a donde le estaba aderezada una regalada cena, la cual cenó con mucho gusto y contando lo que le había pasado con el venado; acabó de cenar y fuese a acostar. A rato que estuvo en la cama le comenzaron a dar unos calofríos, que hacía temblar toda la cama. El licenciado Álvaro de Auñón, médico que estaba con él, le aplicó algunos remedios, y el uno de ellos fue metello en una sábana mojada en vino y muy caliente, con lo cual Su Señoría se sosegó y durmió un rato. En siendo de día se bajó a Usme, y andándose paseando junto a la iglesia entró el Padre Pedro Roldán en ella, que era cura de aquel pueblo. Díjole el Padre Pedro Roldán en ella, que era cura de aquel pueblo. Díjole que les diese misa, la cual oída se volvió a pasear. Llamó a don Fulgencio, su sobrino, y diole la corneta de plata que traía al cuello y una laja de seda que traía en el brazo, diciéndole que tomase tales y tales perros para él, y repartió lo demás con Gutiérrez de Cárdenas y los demás, diciendo que se despedía de la caza; con lo cual se vino a esta ciudad, a donde le acometió el achaque de que murió. Téngale Dios en su santa gloria, que sí tendrá, pues era cristianísimo príncipe y padre de pobres. No dejó nada a esta santa iglesia, porque sus parientes le empobrecieron de manera que no tuvo qué dejar. Sólo dejó una capellanía de tres misas en cada un año, que sirven los prebendados. Adelante diré los arzobispos que le sucedieron y no vinieron a esta silla arzobispal. El año antes de 1589, a 28 de marzo del dicho año, había entrado en esta ciudad el cuarto presidente, que fue el doctor Antonio González, del Consejo Real de las Indias. En el siguiente trataré de su gobierno, que este capítulo ha sido largo y estará el lector cansado, y yo también de escribirlo.
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De lo que sucedió después de la muerte de Juan de Ayolas, acerca del Gobierno de esta Provincia En tanto que las cosas sobredichas pasaban en el río arriba, no cesaba la cruel hambre que padecían en el puerto de Buenos Aires, pues de los que allí estaban, murieron muchos, y otros se huyeron al Brasil en unos bateles, en que atravesaron aquel golfo, y tomaron la tierra que vi hacia el norte, en cuyo viaje murieron algunos a manos de indios, otros de hambre y cansancio, y tal vez hubo hombre, que mató a su compañero para sustentarse de él, a quien yo conocí que se llamaba Baito, y viendo los capitanes, que quedaron en el puerto, la gran ruina, tomaron acuerdo de sacar parte de aquella gente, y de llevarla río arriba, donde estaba Gonzalo Mendoza, y así mismo para saber nuevas del teniente general y su compañía, para lo cual salió luego Francisco Ruiz con el Veedor Alonso Cabrera, Juan de Salazar y Espinosa, el tesorero García Venegas, y otros caballeros, dejando en Buenos Aires por cabo de la gente que allí quedaba, al capitán Juan de Ortega, y así con los navíos necesarios se fueron el río arriba con diversos sucesos, y llegados a la Fortaleza de Nuestra Sra. de la Asunción, hallaron allí a Domingo Martínez de Irala, que había ya bajado con sus navíos, como queda referido, el cual informó de la muerte de Juan de Ayolas con suficiente justificación. Ninguno de los capitanes quiso reconocer a otro por superior, hasta que el Veedor Alonso Cabrera, vista la confusión y competencia que había entre ellos acerca del Gobierno, sacó una cédula de S.M., que para este efecto traía, que por parecerme conveniente para la inteligencia de esta historia, la pondré aquí a la letra "--Don Carlos por la Divina Clemencia, Emperador siempre Augusto, Rey de Alemania, y doña Juana su madre, y el mismo don Carlos por la misma gracia de Dios, Rey de Castilla, de León, etc., etc. "Por cuanto, vos Alonso Cabrera, nuestro Veedor de fundaciones de la Provincia del Río de la Plata, vais por nuestro capitán en cierta armada a la dicha provincia al socorro de la gente que allá quedó, que proveí en Martín de Orduña e Dominga de Sornosa, que podría ser que al tiempo que allá llegásedes, fuese muerta la persona, que dejó por su Teniente general don Pedro de Mendoza, nuestro gobernador de la dicha provincia, ya difunto, y éste al tiempo de su fallecimiento, o antes no hubiese nombrado gobernador, y los conquistadores y pobladores no lo hubiesen elegido: Vos mandamos que en tal caso, y no en otro alguno, hagáis juntar los dichos pobladores, y los que de nuevo fueren con vos, para que habiendo primeramente jurado de elegir persona que convenga a nuestro servicio y bien de la dicha tierra elijan en nuestro nombre por Gobernador y Capitán General de aquella provincia, la persona que según Dios y sus conciencias pareciere más suficiente para el dicho cargo, al cual por la presente damos poder cumplido, para que lo ejecute en cuanto nuestra merced y volutad fuere; y sí aquel falleciere, se torne a proveer en otro por la orden susodicha, lo cual vos mandamos que así se haga con toda paz, y sin bullicio, ni escándalo alguno, apercibiéndose que de lo contrario nos tendremos por deservidos, y lo haremos castigar con todo rigor; y mandamos que en cualquiera de los dichos casos, que halláredes en la dicha tierra persona nombrada por Gobernador de ella, le obedezcáis sus mandamientos, y le deis todo favor y ayuda. Y mandamos a los nuestros oficiales de la ciudad de Sevilla que asienten esta nuestra carta en nuestros libros, que ellos tienen y que den orden, como se publique a las personas, que lleváredes con vos a la dicha armada. Dada en la villa de Valladolid a doce días del mes de Setiembre de mil quinientos treinta y siete años. Por la Reina el doctor Sebastián Beltrán: licenciado Joanes de Carvajal, el doctor Bernal, el licenciado Gutiérrez Velázquez: yo Juan Vázquez de Molina, secretario de su Cesárea y Católica Magestad la fice escribir por su mandato con acuerto de los de su Consejo. Vista y leída la provisión, convocados todos los capitanes y oficiales reales de S.M. la examinaron juntamente, confiriendo los títulos, conductas y comisiones que tenían de sus oficios, y en cuya virtud los usaban y administraban, de manera que considerando el que tenía Domingo Martínez de Irala, ser el más bastante, y el que S.M. en su real Provisión corroboraba, por razón de ser el que Juan de Ayolas en su vida y muerte dejó para el gobierno de los conquistadores de la provincia, atento a lo cual todos unánimes y conformes le reconocieron por su Capitán General, dándole la superioridad de ella en el real nombre, hasta tanto que S.M. otra cosa proveyese y mandase. Lo cual pasó el año de 1538.
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CAPÍTULO XVI De las lagunas y lagos que se hallan en Indias En lugar del mar Mediterráneo, que gozan las regiones del viejo orbe, proveyó el Creador en el nuevo, de muchos lagos, y algunos tan grandes que se pueden llamar mares, pues al de Palestina le llama así la Escritura, no siendo mayor ni aun tan grande como algunos de éstos. El principal es el de Titicaca, en el Pirú, en las provincias del Collao, del cual se ha dicho en el libro precedente que tiene de bojeo cuasi ochenta leguas, y entran en él diez o doce ríos caudales. Comenzose un tiempo a navegar en barcos o navíos, y diéronse tan mala maña, que el primero navío que entró se abrió con un temporal que hubo en la laguna. El agua no es del todo amarga y salobre, como la del mar, pero es tan gruesa que no es para beber. Cría dos géneros de pescado en abundancia, uno llaman suches, que es grande y sabroso, pero flemoso y malsano; otro bogas, más sano, aunque pequeño y muy espinoso. De patos y patillos de agua, hay innumerable cosa en toda la laguna. Cuando quieren hacer fiesta los indios a algún personaje que pasa por Chucuito por Omasuyo, que son las dos riberas de la laguna, juntan gran copia de balsas, y en torno van persiguiendo y encerrando los patos hasta tomar a manos cuantos quieren, llaman este modo de cazar, chaco. Están a las riberas de esta laguna de una y otra parte, las mejores poblaciones de indios del Pirú. Por el desaguadero de ésta se hace otra menor laguna, aunque bien grande, que se llama Paria, donde también hay mucho ganado, especial porcuno, que se da allí en extremo por la totora que cría la laguna, con que engorda bien ese ganado. Hay muchas otras lagunas en los lugares altos de la sierra, de las cuales nacen ríos o arroyos, que vienen adelante a ser muy caudalosos ríos. Como vamos de Arequipa al Collao, hay en lo alto dos lagunas hermosas a una banda y a otra del camino, de la una sale un arroyo que después se hace río y va a la mar del Sur; de la otra, dicen que tiene principio el río famoso de Aporima, del cual se cree que procede con la gran junta de ríos que se llegan de aquellas sierras, el ínclito río de las Amazonas, por otro nombre el Marañón. Es cosa que muchas veces consideré de dónde proviene haber tantos lagos en lo alto de aquellas sierras y cordilleras, en los cuales no entran ríos, antes salen muy copiosos arroyos y no se sienten menguar cuasi en todo el año las dichas lagunas. Pensar que de nieves que se derriten o de lluvias del cielo, se hacen estos lagos que digo, no satisface del todo, porque muchos de ellos no tienen esa copia de nieve, ni tanta lluvia, y no se sienten menguar, que todo arguye ser agua manantial que la naturaleza proveyó allí, aunque bien es de creer se ayudan de nieves y lluvias en algunos tiempos del año. Son estos lagos tan ordinarios en las más altas cumbres de las sierras, que apenas hay río notable, que no tenga su nacimiento de alguno de ellos. El agua de estos lagos es limpia y clara; crían poco pescado, y ese, menudo, por el frío que continuo tienen, aunque por otra nueva maravilla se hallan algunas de estas lagunas ser sumamente calientes. En fin del valle de Tarapaya, cerca de Potosí, hay una laguna redonda, y tanto, que parece hecha por compás, y con ser la tierra donde sale, frigidísima, es el agua calidísima. Suelen nadar en ella cerca de la orilla, porque entrando más no pueden sufrir el calor. En medio de esta laguna se hace un remolino y borbollón de más de veinte pies de largo y ancho, y es allí el propio manantial de la laguna, la cual con ser su manantial tan grande, nunca la sienten crecer cosa alguna, que parece se exhala allí, o tiene algunos desaguaderos encubiertos. Pero tampoco la ven menguar, que es otra maravilla, con haber sacado de ella una corriente gruesa para moler ciertos ingenios de metal, y siendo tanta el agua que desagua, había de menguar algo de razón. Dejando el Pirú y pasando a la Nueva España, no son menos memorables las lagunas que en ella se hallan, especialmente aquella tan famosa de México, en la cual hay dos diferencias de aguas: una es salobre y como de mar, otra clara y dulce causada de ríos que entran allí. En medio de la laguna está un peñol muy gracioso, y en él baños de agua caliente, y mana allí, pero para salud lo tienen por muy aprobado. Hay sementeras hechas en medio de la laguna, que están fundadas sobre la propia agua, y hechos sus camellones llenos de mil diferencias de semillas y yerbas e infinitas flores, que si no es viéndolo no se puede bien figurar cómo es. La ciudad de México está fundada sobre esta laguna, aunque los españoles han ido cegando con tierra todo el sitio de la ciudad, y sólo han dejado algunas acequias grandes y otras menores que entran y dan vueltas al pueblo, y con estas acequias tienen gran comodidad para el acarreto de todo cuanto han menester de leña, yerba, piedra, madera, frutos de la tierra y todo lo demás. Cortés fabricó bergantines cuando conquistó a México; después pareció que era más seguro no usarlos, y así sólo se sirven de canoas, de que hay grande abundancia. Tiene la laguna mucha pesca y caza, aunque no vi yo de ella pescado de precio; dicen valen los provechos de ella más de trescientos mil ducados. Otra y otras lagunas hay también no lejos de allí, de donde se lleva harto pescado a México. La provincia de Mechoacán se dice así por ser tierra de mucho pescado; hay lagunas hermosas y grandes abundantísimas de pescado, y es aquella tierra, sana y fresca. Otros muchos lagos hay, que hacer mención de todos, ni aun saberlos en particular, no es posible. Sólo se advierta lo que en el libro precedente se notó, que debajo de la Tórrida hay mayor copia de lagos que en otra parte del mundo. Con lo dicho y otro poco que digamos de ríos y fuentes, quedará acabado lo que se ofrece decir en esta materia.
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De la entrada de don Fray Pedro de la Torre, primer Obispo de esta Provincia, y lo que proveyó S. M. Muchos días había que se tenía noticia por los indios de abajo, como habían llegado de España ciertos navíos que estaban en la boca del Río de la Plata, cuya nueva se tenía por cierta, puesto que la distancia del camino era grande, mas con mucha facilidad los naturales de aquel río se dan avisos unos a otros por humaredas y fuegos con que se entienden. Y estando Domingo de Irala ausente de la ciudad en este tiempo, de donde había salido, con destino de hacer tablazón y madera para construir un navío de buen porte para enviarle a España, a cuyo efecto llevó dos oficiales y gente necesaria: llegó a la capital una canoa de indios llamados Agaces con aviso de que en la Angostura de aquel río quedaban dos navíos uno grande, y otro pequeño; a cuya noticia salieron algunas personas al reconocimiento de quiénes eran los que venían. Encontráronse 6 leguas de la ciudad, y vieron al Ilustrísimo señor don Fray Pedro de la Torre, a quien como a tal Prelado besaron con mucha humildad las manos. Venía de General por S.M. Martín de Orué, que había ido a la Corte de Procurador de la Provincia, y volvía a costa de S.M. trayendo tres navíos de socorro con armas, municiones y demás menesteras con el nuevo Prelado. Toda la gente de aquella ciudad recibió de ello mucha alegría, previniendo un solemne recibimiento a su Pastor, el cual llegó a este puerto, y entró en la Asunción el año de 1555, víspera del Domingo de Ramos, con grande regocijo y común aplauso de toda la República: traía el Ilustrísimo cuatro clérigos sacerdotes, y otros diáconos y de menores órdenes, y muchos criados de su casa, la cual venia muy proveída y bien ordenada, porque S.M. le había hecho merced de mandarle dar una ayuda de costa para el viaje, y más de cuatro mil ducados en ornamentos pontificiales, campanas, libros, santorales, y otras cosas necesarias para el culto divino, que todo sirvió de gran ornato y lustre para aquella República. Venían también algunos hidalgos y hombres nobles, que todos fueron bien recibidos y hospedados. El buen Pastor con paternal amor y cariño tomó a chicos y grandes bajo su protección y amparo con sumo contento de ver tan ennoblecida aquella ciudad con tantos caballeros y nobles, de modo que dijo que no debía cosa alguna a la mejor España. Halláronse once clérigos sacerdotes muy honrados: el Padre Miranda, Francisco Homes Paniagua, que después fue Deán de aquella Iglesia, el Padre Fonseca, capellán de S.M., el Bachiller Hernán Carrillo de Mendoza, Padre racionero, que lo era de la ciudad de Toledo, Antonio Escalera, el Padre Martín González, el Licenciado Andrade, y otros de quienes no hago mención, con dos religiosos de San Francisco llamados Fray Francisco de Armenia, y Fray Juan Salazar, y de la Orden de Nuestra Señora de Mercedes otros dos, todos los cuales juntamente con los ciudadanos nobles y caballeros de la República recibieron con la debida solemnidad a su nuevo Obispo, de que luego enviaron a dar aviso al General, que recibió igual gozo, y con él luego partió a la ciudad, donde humildemente se postró a los pies de su Pastor, vertiendo lágrimas de gozo, y recibió su bendición, dando gracias a Nuestra Señora por tan gran merced como todos recibían de su mano con aquel socorro y auxilio. Luego el Capitán Martín de Orué le entregó el pliego que traía cerrado y sellado de S.M., duplicado de otro que por la vía del Brasil se le había despachado con Esteban de Vergara su sobrino, de quien ya se tenía noticia cierta de como venía por tierra, y llegó pocos días después con los mismos despachos, y otros que S.M. y Real Consejo enviaban para el gobierno de esta provincia, como adelante se expresara en los sucesos siguientes.