CAPÍTULO XVI Partida de Maní. --Ornitología de Yucatán. --Descubrimientos del Dr. Cabot. --Pueblo de Tixmeuac. --Peto. --Iglesia y convento. --Noticias de la patria. --D. Juan Pío Pérez. --Almanaque indio. --Fragmento de un manuscrito maya. --Continuación de nuestro viaje. --Tahciú. --Yaxcabá. --Pisté. --Llegada a Chichén Itzá. --Primera visita de las ruinas. --La hacienda. --Extraña recepción. --Alojamiento. --Situación de las ruinas. --Mr. Burke. --Magnífica apariencia de las ruinas. --Derivación de la palabra Chichén. --Cenotes. --Diferencia entre ellos y los vistos anteriormente. --Muchachos dañinos. --Pérdida de las cosechas Antes de amanecer el siguiente día (lunes 7 de marzo), partimos de Maní. Nuestra manera actual de viajar favorecía grandemente la especialidad del Dr. Cabot. La mejor probabilidad que se le ofrecía de proporcionarse algunos pájaros era siempre en el camino, pues por lo que hace a la permanencia en las ruinas era tiempo perdido para él por la espesura de los bosques. Yucatán nunca ha sido explorado ornitológicamente, o, para hablar con mayor propiedad, la única persona que hubiese prestado alguna atención a este ramo de la historia natural, un alemán, había muerto en el país habiéndose dispersado sus colecciones y perdido sus apuntes. Por tanto, el campo de operaciones del Dr. Cabot era tan nuevo como el nuestro; y, llamándonos mucho la atención y constantemente el variado y brillante plumaje de las aves y sus interesantes costumbres, vinieron al fin a identificarse con los objetos de nuestro viaje. Tuve intención de pedir al Dr. Cabot, y publicar en este libro, un ensayo completo sobre la ornitología del país; pero, como me he encontrado con tantos materiales, que abultan demasiado estos volúmenes, ya es una necesidad urgente la de abreviar todo lo posible. En el Diario de Historia Natural de Boston el doctor Cabot ha publicado un relato de sus observaciones sobre una rara y espléndida ave, el pavo del monte (ocellated turkey), del cual existe una muestra disecada en el jardín de las plantas, en París, y otra en la colección del conde de Derby, únicos que se sepa existen. Además de haber disecado uno para traernos, logramos trasladar dos vivos del interior y aún embarcarlos; pero se nos murieron durante el viaje. Yo espero que el doctor se determine a publicar un pormenor de todas sus observaciones sobre la ornitología de Yucatán. Entretanto, daré en un apéndice la lista de cerca de cien pájaros observados por él en ese país, que también se han encontrado en los Estados Unidos, y que han sido dibujados y descritos por Wilson, Bonaparte, Audubon y Nuttall; de otros, que son harto conocidos al mundo científico por la extraordinaria belleza y brillantez de su plumaje, observados en diferentes regiones de la América del Sur y del centro; pero de los que solamente se ha visto la pluma preparada y vendida en el país, y cuyos hábitos jamás se han descrito y de una tercera categoría, más importante para el naturalista que cualquiera de las otras, y que comprende varios pájaros enteramente desconocidos hasta que el doctor los descubrió en Yucatán. La lista irá acompañada de unas pocas notas relativas al lugar y circunstancias del hallazgo. Ahora que hablo del apéndice, añadiré que para abreviar este relato me he visto obligado a remitir varias especies a aquella parte de mi libro, en donde podrá verlas el curioso lector. Ahora resumamos. Detuvímonos aquella noche en Tixmeuac, distante de Maní unas ocho leguas: es un pueblo alegre, con un pozo de ciento cuarenta pies de profundidad, del cual se proveen las mujeres dando por cada cántaro un puñado de maíz, habiendo pagado nosotros medio real por dar agua a nuestros caballos. A la madrugada del siguiente día nos pusimos de nuevo en camino, y a las nueve y media de la mañana llegamos a Peto, en donde encontramos a Mr. Catherwood y los equipajes en poder de nuestro amigo el señor don Juan Pío Pérez. La villa de Peto es la capital del Departamento de que el señor Pérez era jefe político. Es una bien fabricada población con calles señaladas, como en Mérida, por medio de figuras en la parte superior de las casas. La iglesia y el convento son dos amplios e imponentes edificios, y la renta del cura era una de las más valiosas en la iglesia, como que montaba a seis o siete mil pesos cada año. En Peto nos encontramos con cartas y paquetes de periódicos de nuestro país, que se nos habían dirigido desde Mérida; y a excepción del tiempo que dedicamos a esta lectura, todo el restante estuvo casi exclusivamente consagrado a largas e interesantísimas conversaciones con el señor don Juan Pío, relativas a las antigüedades de Yucatán. No puedo expresar suficientemente mis obligaciones hacia este distinguido caballero por el vivísimo interés que tomó en facilitarnos la consecución de nuestro objeto, y por las labores que de buena voluntad emprendió en obsequio nuestro. Además de preparar una serie de formas verbales y otras ilustraciones de la lengua maya, conforme a un apunte formado por ese mismo caballero y del cual ya he hecho referencia, diome un vocabulario manuscrito, que contenía más de cuatro mil palabras de la lengua maya, y un almanaque compuesto por él mismo, según el sistema de computación empleado por los antiguas indios yucatecos para el año que comenzaba el 16 de julio de 1841 y terminaba el 15 de julio de 1842. Fuera de esto, diome la copia de otro documento, que, si es genuino y auténtico, arroja sobre la primitiva historia del país más luz que ningún otro de los otros que existen. Es el fragmento de un manuscrito en lengua maya, trazado de memoria por un indio en una fecha de que no se hace referencia, y titulado "Principales épocas de la historia de Yucatán". Su objeto es presentar la serie de Katunes, o épocas, desde el tiempo de la salida de los toltecas del país de Tulapan, hasta su llegada a esta isla, como la llaman, de Chacnouitan, ocupado, según el cómputo de los Katunes hecho por don Pío, el lapso de tiempo que corresponde al período que media entre los años 144 y 217 de la era cristiana. Desígnase allí la época del descubrimiento de Bacalar y de Chichén Itzá dentro del período corrido del año de 360 y 432 de nuestra era: de la colonización y destrucción de Champotón; del tiempo en que esa raza anduvo errante por los bosques y florestas, y de su segundo establecimiento en Chichén Itzá, todo dentro del período transcurrido de 888 a 936 de la repetida era. La época en que se colonizó Uxmal corresponde a los años que mediaron entre 936 y 1176. Desígnanse también las épocas de las guerras entre los señores de Chichén y Mayapán: de la destrucción de este último por los vitzes o serranos; y de la llegada de los españoles, a quienes llama "Santos hombres venidos entre ellos desde el oriente". El manuscrito termina con la época del primer bautismo y llegada del primer obispo. Yo no haré comentario alguno sobre el objeto de este manuscrito, porque yo no sé hasta qué punto podrá tenerse por auténtico; pero como es el único que hoy existe y se dice que ha sido escrito por un indio en su lengua nativa, y con el objeto de referir los acontecimientos de la historia antigua de su país, me he determinado a publicarlo en el apéndice. En algunos puntos no deja de estar en oposición con las opiniones que he emitido; pero yo considero el descubrimiento de la materia en este punto de mucha más importancia que la confirmación de ninguna de mis teorías. Mas puedo añadir que, en lo general, coincide con las que se han asentado y sostenido en estas páginas. En la tarde del 11 de marzo despedímonos muy cordialmente del señor don Juan Pío Pérez, y nos dirigimos a Chichén, sobre el cual teníamos fija la vista desde que salimos de nuestra patria para esta expedición. Teníamos una vivísima ansiedad por llegar allí, y de veras que lo abultado de estos volúmenes me están anunciando que no podemos detenernos mucho tiempo en el camino. Diré, sin embargo, buenamente, que pasamos la primera noche en el pueblo de Tahciú, la segunda en Yaxcabá, y que a la mitad del tercer día llegamos a Pisté, distante de Chichén como unas dos millas. Habíamos escuchado ciertos anuncios de muy mal agüero relativos a la hospitalidad del dueño de la hacienda, y por lo mismo juzgamos muy cuerdo y prudente no alarmarle con presentarnos a él en hora en que nuestro apetito se hallaba aguzado por la penosa marcha de un día, sin que antes pusiésemos a aquel pueblo bajo una moderada contribución. A las cuatro de la tarde salimos de Pisté, y muy luego vimos descollar sobre la llanura el castillo de Chichén. En media hora estábamos ya entre las ruinas de esta antigua ciudad, en presencia de todos los grandes edificios que arrojaban prodigiosas sombras y presentaban un espectáculo que excitaba en sumo grado nuestra admiración, aún después de todo lo que habíamos visto. El camino real pasaba a través de los edificios, y el campo estaba tan despejado, que sin necesidad de desmontar nos acercamos bien a algunos de los principales. Involuntariamente nos habíamos detenido; pero como la noche venía a gran prisa y comenzaba a envolvernos en sus sombras, seguimos adelante y al cabo de pocos minutos ya estábamos en la hacienda. Los vaqueros gritaban y una gran porción de ganado se agolpaba a la puerta para entrar. Estábamos a punto de seguir, cuando una turba de hombres y mujeres que estaban en los escalones de la hacienda nos gritó que no avanzásemos, mientras que un hombre llevando ambas manos en alto se dirigió hacia nosotros y nos cerró en las narices la puerta del corral, dejándonos fuera. Esto nos prometía otro recibimiento parecido al de don Gregorio; pero esta ominosa demostración no significaba nada de ruin y desagradable, y, al contrario, todo aquello se había hecho por pura bondad. Hacía tres meses que se nos esperaba. Por la intermediación de nuestro amigo, el propietario había tenido conocimiento y dado aviso a su mayordomo acerca de nuestra proyectada visita, previniéndole que hiciese todo lo posible para proporcionarnos comodidad, y por esta misma razón dicho mayordomo había dado la orden de que se nos cerrase la puerta de la casa principal, pues, según nos dijo el hombre que se encargó de cumplir esta comisión, estaba henchida de hombres y mujeres y no había sitio para colgar ni una hamaca más. Condújonos a la iglesia, que por cierto estaba en una bella situación, y puso a nuestra disposición la sacristía, que era nueva, limpia y de paredes revocadas, pero que sólo tenía hamaqueros para colgar dos hamacas. La sacristía tenía una puerta de comunicación con la iglesia, y el hombre nos dijo que también podíamos colgar allí otra hamaca; pero tuvimos algunos escrúpulos, pues estaban en el fin de su fiesta, y los indios podrían querer hacer uso del altar. No quedaba más alternativa que la de apelar a una casa situada directamente enfrente de la hacienda, que no tenía nada de objecionable en punto a tamaño, puesto que sus dimensiones eran ilimitadas, como que no era más que un simple esqueleto de casa formado de estacas que sostenían un techo de paja, con un gran montón de mezcla en el centro, destinada para ser convertida con el tiempo en paredes de la casa. Precisamente el propietario había mandado a construirla para alojar a los transeúntes y viajeros; y, mientras residimos en ella, vimos convertir la mezcla en el objeto a que se le destinaba, quedándonos recuerdos de ella; y de esa suerte, el próximo viajero que se presente a visitar estas ruinas encontrará una buena casa para su recepción. El mayordomo quería que hiciésemos nuestras comidas en la hacienda; pero, como teníamos con nosotros nuestros utensilios, reorganizamos nuestra casa y cocina, para lo cual tuvimos una proporción no común de auxilios y recursos. Además de los que proporcionaba de suyo la hacienda, el pueblo de Pisté estaba a nuestras órdenes, y, no distando la ciudad de Valladolid más que seis horas de camino, preparamos una lista de provisiones para que se enviase por ellas al día siguiente. A la mañana próxima, guiados de un indio de la hacienda nos preparamos para hacer una inspección preliminar. Las ruinas de Chichén se hallan en una hacienda que lleva el mismo nombre de la antigua ciudad, y que pertenece en propiedad a don Juan Sosa, pues le cupo en la partición de los bienes de su padre, con ganado vacuno, caballar y mular por valor de cinco o seis mil pesos. Como la mayor parte de las tierras de aquella comarca, el señorío directo es del gobierno, y el llamado dueño sólo tiene derecho a las mejoras. Las ruinas distan nueve leguas de Valladolid por un camino real que pasa a través de ellas. Los grandes edificios descuellan por ambos lados del camino a la vista de todos los transeúntes, y, acaso por el hecho de que ese camino es muy frecuentado, han llegado a conocerse más por la generalidad las ruinas de Chichén, que ninguna de las otras del país. Es una circunstancia interesante, sin embargo, la de que el primer extranjero que las visitó fue un nativo de Nueva York, al cual encontramos después en Valladolid, y que aun hoy (1841) reside todavía en aquella ciudad. Apenas llegamos a Chichén, cuando oímos hablar de un paisano (compatriota) nuestro, llamado don Juan Burque, y que era ingeniero en la máquina de Valladolid, lo cual quería decir que se hablaba de Mr. John Burke, ingeniero en una fábrica de hilados y tejidos establecida en Valladolid. En el año de 1838, Mr. Burke fue de Valladolid al pueblo de Kauá, distante seis leguas de Chichén; y mientras se hallaba en una excursión por aquellas cercanías, uno de los jóvenes que le acompañaban habló de los edificios de aquella hacienda, diciendo que desde la cima de uno de ellos se veía perfectamente la ciudad de Valladolid. A esta noticia, Mr. Burke se dirigió a aquel sitio, y el día 4 de julio subió a la parte superior del castillo desde donde, por medio de un catalejo, pudo ver perfectamente la ciudad. Dos años después, en 1840, el barón Frederichstahl visitó aquellas ruinas, siendo este viajero alemán el primero que las dio a conocer al público de Europa y Estados Unidos; y ahora que se ofrece, debo decir que esta visita del barón fue emprendida en virtud de una recomendación que le hice, al volver de la interrumpida jornada de exploración que hice entre las ruinas de Yucatán, concluido mi viaje de Centroamérica. Pero volvamos a nuestro asunto. Desde la puerta de la casa de guano en que estábamos alojados se veían completamente los principales edificios. Dirigímonos primero a los que se encuentran del otro lado del camino real: el paso era a través del corral, de donde salimos por una puerta, interceptada con troncos atravesados, al campo de las ruinas, que, si bien era boscoso en algo, en la mayor parte estaba limpio y cortado por veredas del ganado. Las garrapatas eran tan abundantes como siempre, y puede ser que más, por la abundancia de ganado que pastaba en la llanura; pero las ventajas de un paisaje descubierto y la facilidad de moverse de un punto a otro eran tan grandes, que las garrapatas no disminuyeron en nada nuestra satisfacción, que subió hasta su último punto por el espectáculo de las ruinas mismas. Éstas eran en verdad magníficas, los edificios eran vastos, y algunos de ellos en el mejor estado de preservación: las fachadas en general no estaban tan minuciosamente labradas y decoradas como algunas de las que habíamos visto, parecían más antiguas y la escultura era más tosca; pero los departamentos interiores contenían decoraciones y pinturas curiosas, que eran nuevas para nosotros y poderosamente interesantes. Todos los principales edificios estaban comprendidos en un área comparativamente pequeña; y, en efecto, se encontraban en tal proximidad, y la facilidad de pasar del uno al otro era tan grande, que a la una de la tarde ya habíamos visitado uno a uno todos los edificios, examinado todos sus departamentos y arreglado completamente el plan y orden de nuestros trabajos. Concluido esto, regresamos a juntarnos con el Dr. Cabot, que en el entretanto estaba consagrado a una ocupación, independiente es verdad, pero destinada a la utilidad y provecho común de todos nosotros. Sobre los otros muchos ejemplos ya presentados, el nombre Chichén es otro que muestra la importancia que tiene la posesión del agua en aquella árida región. Ese nombre es compuesto de las dos palabras de la lengua maya chí, que significa boca, y chen, pozo, de manera que las dos palabras dicen boca del pozo. Entre las ruinas se encuentran dos grandes cenotes, que sin duda proveyeron de agua a los habitantes de la antigua ciudad. Desde el establecimiento de la hacienda y construcción en ella de un pozo, esos dos grandes depósitos han caído en desuso. El Dr. Cabot emprendió la obra de practicarse un sendero hasta las aguas de uno de ellos con el fin de proporcionarse un baño, cosa que es tan necesaria como el alimento en aquel clima tan caluroso. Llegamos, pues, a reunirnos con él en el momento en que terminaba su obra, y, además de los indios trabajadores que dirigía, había allí una gran compañía de muchachos mestizos de Pisté, que, aprovechándose de aquel trabajo, se habían arrojado al agua para bañarse, nadando en todas direcciones, encaramándose en los huecos de las rocas y lanzándose desde allí nuevamente en las aguas. En nuestro viaje a Peto, cuyas particularidades me he visto precisado a omitir por abreviar, habíamos entrado en una región en donde los medios de proveerse de agua formaban un nuevo y muy distinto rasgo característico del país, más selvático, y produciendo a primera vista una impresión acaso más profunda y admirable que aquellas extraordinarias cavernas, aguadas y cenotes que hasta allí habíamos contemplado. Los que en esta vez encontrábamos llamábanse también cenotes, pero diferían materialmente de aquéllos, pues eran unos enormes agujeros circulares de sesenta a doscientos pies de diámetro, formados en las rocas, con paredes verticales desde cincuenta a cien pies de altura, conteniendo en el fondo una gran masa de aguas de una profundidad desconocida, casi siempre al mismo nivel, suponiéndose por eso que eran ríos subterráneos. Nosotros hemos visto ranchos de indios establecidos en los bordes de estos colosales cenotes, con una balaustrada de madera sobre uno de los lados, desde la cual ocupábanse las mujeres en extraer el agua por medio de cubos. Probablemente los dos grandes cenotes de Chichén fueron un incitativo para formar allí una población. Uno de esos cenotes, aunque de apariencia bastante salvaje y ruda, tenía menos de aquella extraordinaria regularidad que habíamos visto en otros. Todos éstos eran circulares, y era imposible llegar a las aguas sino por medio de cuerdas. Éste de que voy hablando era oblongo, como de doscientos cincuenta pies de largo y ciento cincuenta de ancho. Los costados tenían de sesenta a setenta pies de elevación, y todos eran perpendiculares, a excepción de uno que se cortaba en forma de barranca, presentando un paso tortuoso hasta el agua. Ese paso era evidentemente artificial, porque en algunos sitios todavía se descubrían los vestigios de una muralla de piedra a lo largo de la orilla. En este lado hizo construir el Dr. Cabot una balaustrada de resguardo, que después destruyeron los malvados muchachos de Pisté; nosotros tratamos de descubrir al delincuente ofreciendo un premio de dos reales a cada uno de ellos, si lo encontraban o descubrían; pero ninguno se presentó a recibir la recompensación prometida. Estos muchachos, sea dicho de paso, bien así como los habitantes en general de Pisté, hombres y mujeres, parecían haberse persuadido de que la abertura de aquel paso difícil había sido emprendida en su exclusivo beneficio, y al principio formaron un cierto puntillo de hallarse siempre en el sitio en los momentos mismos en que nos trasladábamos allí para bañarnos. En cierta ocasión nos encontramos tan mortificados con la presencia de dos señoras del pueblo, determinadas al parecer a estarse allí indefinidamente, que nos vimos obligados, para hacernos entender amigablemente, a notificar a todos que deseábamos el beneficio de su ausencia en los momentos destinados para nuestro baño. Así, diariamente cada vez que el sol se hallaba en posición perpendicular y que apenas podía soportarse el calor en la superficie de la tierra, nos íbamos a bañar en este profundo cenote. Volvimos a nuestra cabaña muy satisfechos con nuestro primer día de permanencia en Chichén; y hubo otra circunstancia, aunque penosa en sí misma, que añadió materialmente nuevo aliento al principio de nuestras labores en aquel sitio. El peligro de la proximidad de las lluvias estaba ya pasando, y previéndose la pérdida de la inmediata cosecha, el maíz había subido desde dos reales hasta un peso la carga. Apenas puede imaginarse la calamidad que ha afligido a ese país con la pérdida de la cosecha del maíz. Esa calamidad había ocurrido en 1836, y la misma causa amenazaba producir esta vez el mismo efecto. De los Estados Unidos se proveían los habitantes de las costas; pero no se hubiera podido soportar el gasto de conducción a los pueblos del interior: el precio venía a ser en estos puntos el de cuatro pesos carga, lo que ponía este artículo tan indispensable para la vida fuera del alcance de los indios. Siguiose de allí el hambre y los pobres indios sucumbían hambrientos. En los momentos de nuestro arribo, los criados de la hacienda, siempre improvidentes de suyo, habían consumido ya sus pequeños depósitos, y perdida la esperanza de sacar algo de sus milpas, con permiso del amo marchaban a otras regiones en donde la escasez no fuese tan severa. Según nos dijo el mayordomo, nuestra llegada había detenido este movimiento: en lugar de andar nosotros a caza de indios que quisiesen auxiliarnos, los pobres por el contrario cercaban en turbas nuestra cabaña pidiendo ocupación, arañando los reales que Albino distribuía entre ellos. Pero todo el socorro que podíamos proporcionarles había de ser de corta duración; y no puedo menos de decir que, en los momentos de estar escribiendo esto, la calamidad temida ha sobrevenido: los puertos de Yucatán están abiertos pidiendo el alimento en el extranjero; y aquel país, en donde hace pocos meses viajábamos pacíficamente recibiendo por todas partes muestras señaladas de bondad, gime hoy en medio de los horrores del hambre, además de los de la guerra en que se halla envuelto.
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CAPÍTULO XVI De los oficios que aprendían los indios Otro primor tuvieron también los indios del Pirú, que es enseñarse cada uno desde muchacho en todos los oficios que ha menester un hombre para la vida humana; porque entre ellos no había oficiales señalados, como entre nosotros, de sastres, y zapateros y tejedores, sino que todo cuanto en sus personas y casa habían menester, lo aprendían todos y se proveían a sí mismos. Todos sabían tejer y hacer sus ropas; y así el Inga, con proveerles de lana, los daba por vestidos. Todos sabían labrar la tierra y beneficiarla, sin alquilar otros obreros. Todos se hacían sus casas, y las mujeres eran las que más sabían de todo, sin criarse en regalo, sino con mucho cuidado, sirviendo a sus maridos. Otros oficios que no son para cosas comunes y ordinarias de la vida humana, tenían sus proprios y especiales oficiales, como eran plateros, y pintores y olleros, y barqueros y contadores y tañedores, y en los mismos oficios de tejer y labrar, o edificar, había maestros para obra prima, de quien se servían los señores. Pero el vulgo común, como está dicho, cada uno acudía a lo que habían menester en su casa, sin que uno pagase a otro para esto, y hoy día es así, de manera que ninguna ha menester a otro para las cosas de su casa y persona, como es calzar y vestir, y hacer una casa, y sembrar y coger, y hacer los aparejos y herramientas necesarias para ello. Y cuasi en esto imitan los indios a los institutos de los monjes antiguos, que refieren las vidas de los padres. A la verdad ellos son gente poco codiciosa ni regalada, y así se contentan con pasar bien moderadamente, que cierto si su linaje de vida se tomara por elección y no por costumbre y naturaleza, dijéramos que era vida de gran perfección, y no deja de tener harto aparejo para recebir la doctrina del santo Evangelio que tan enemiga es de la soberbia y codicia y regalo. Pero los predicadores no todas veces se conforman con el ejemplo que dan con la doctrina que predican a los indios. Una cosa es mucho de advertir, que con ser tan sencillo el traje y vestido de los indios, con todo eso se diferenciaban todas las provincias, especialmente en lo que ponen sobre la cabeza, que en unas es una trenza tejida y dada muchas vueltas; en otras, ancha y de una vuelta; en otra, unos como morteretes o sombreruelos; en otras unos como bonetes altos, redondos; en otras unos como aros de cedazo, y así otras mil diferencias. Y era ley inviolable no mudar cada uno el traje y hábito de su provincia, aunque se mudase a otra, y para el buen gobierno lo tenía el Inga por muy importante, y lo es hoy día, aunque no hay tanto cuidado como solía.
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Capítulo XVI Que trata de cómo supo el general de una fuerza en que estaban los señores y la demás gente de guerra y la orden que tuvo para ir a ellos y de lo que le sucedió Sabido por el general, de los indios que habían tomado, de cómo los señores indios estaban en aquella fuerza, mandó a su teniente que fuese con cuarenta hombres de a caballo para que hiciesen rostro a los indios. Dioles una guía y mandóles caminar aquel día y la noche, porque otro día de mañana se hallase a vista de la fuerza, y que entretanto él iría a tomarles las espaldas con otros tantos de a caballo por un rodeo que habría veinte y cinco leguas del mal camino. Y dijo que las andaría en aquel tiempo de aquel día y noche, y ansí lo hizo, dejando buena guarda en su real. Luego se partió y dio tan buena maña, que antes que su teniente allegase con media legua de camino trayendo los indios a buen recaudo, y puestos en arma para contra aquellos que iban por la ciénaga. Y los indios que por las laderas estaban sobre la ciénaga daban mucho que hacer a los cristianos, de suerte que no les dejaba caminar todo aquello que querían. Como allegó el general, acometió al fuerte por las espaldas con tanto ímpetu y destreza que desbarató los indios, y matando muchos de ellos, los hizo huir luego. Y envió a decir a su teniente con seis de a caballo que tomase los altos, y que ya tenía tomado el fuerte, y que los indios iban huyendo. Viendo el general que había menester ir más gente a tomar los altos, porque los indios estaban apoderados en ellos, le envió la mitad de la gente que consigo tenía, y que no dejase a vida indio de los que tomase, ni mujer ni muchacho, y que si tomase algún señor de aquellos de que él tenía noticia, que se lo trajesen vivo, porque tenía mucho deseo de verle en sus manos, y se recogieron donde él estaba. El asiento que este fuerte tenía entre dos altas sierras que no se podía entrar a él, sino por dos muy angostas sierras y sendas que los indios tenían hechas a manos, y a trechos muy malos pasos de despeñaderos y flechaderos, y arriba una gruesa muralla que atraviesa de una sierra a otra. Tendría de largo cien pasos, y ante ella una profundísima cava llena de agua, y dentro de ella hechos muchos flechaderos para poder hacer a su salvo todo el daño a los que ganársela quisiesen, de suerte que los que entraban habían de ser combatidos de ambas sierras y del llano. Y si el general no tuviera tanta diligencia en caminar tan largo camino en breve tiempo, y tomarles las espías que tenían puestas los señores, porque no fueron avisados de su ida, por acometerles tan impensadamente y con tanto ánimo y determinación, no se les podía ganar el paso, y si se ganara, fuera con grave trabajo y pérdida de cristianos. De esta suerte se le ganó. Y los indios quedando en extremo atemorizados y espantados, diciendo que tenían por imposible ver que en una hora había ganado el general con tan pocos cristianos un fuerte que los ingas con treinta mil indios de guerra no lo pudieron tomar en un año. Murieron muchos indios mancebos, valentísimos hombres que pelearon varonilmente. Prendiéronse indios e indias y muchachos más de trescientos. Y húbose ropa y oro, aunque no mucha cantidad. Tomaron ovejas y comida, que un mes había que no comíamos carne hasta que llegaron estas ovejas al real. Hecho esto, mandó el general recoger toda la gente y descansó allí dos días. Mataron un cristiano los indios y cuatro caballos y algunos yanaconas. Y partióse de allí con los prisioneros para el real, haciendo mensajeros a los señores, que les dijesen que viniesen a le hablar dentro de cuatro días que les daba de término, y que él los recibiría a la paz viniendo en aquel tiempo, y que no hubiesen temor que no les haría mal por haberle quebrantado la palabra, si de allí adelante se la mantenían como debían. Venido el general al real, halló entre los prisioneros a las mujeres e hijos del cacique Gualenica, uno de los dos señores que tengo dicho, y mandó las tuviesen a recaudo, encargándolas a una persona de mucha confianza para que nadie no les tocase en sus personas a las mujeres e hijos, lo cual así se hizo el tiempo que los detuvo. Y viendo que la comida y el bastimento se le apocaba, y que su principal intento era ir adelante a poblar una ciudad donde hallase buen sitio y que no era justo esperar en aquel valle, porque ya que quisiese estar a conquistar los indios, estaba en su discreción guardar la paz. Hechas estas diligencias y echadas estas consideraciones, acordó de salir de este valle.
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CAPÍTULO XVI Del buen invierno que se pasó en Utiangue y de una traición contra los españoles Por lo que en el capítulo pasado hemos dicho del contento y regalo con que los nuestros pasaban el invierno en el pueblo de Utiangue, es mucho de llorar que una tierra tan fértil y abundante de las cosas necesarias para la vida humana como estos españoles descubrieron, la dejasen de conquistar y poblar por no haber hallado en ella oro ni plata, no advirtiendo que si no se halló fue porque estos indios no procuran estos metales ni los estiman, que oído he a personas fidedignas que ha acaecido hallar los indios de la costa de la Florida talegos de plata de navíos que con tormenta han dado al través en ella y llevarse el talego como cosa que les había de ser más provecho y dejar la plata por no la preciar ni saber qué fuese. Según esto, y porque es verdad que generalmente los indios del nuevo mundo, aunque tenían oro y plata, no usaban de ella para el comprar y vender, no hay por qué desconfiar que la Florida no la tenga, que buscándolas se hallarán minas de plata y oro, como cada día en México y en el Perú se descubren de nuevo. Y cuando no se hallasen, bastaría dar principio a un imperio de tierras tan anchas y largas, como hemos visto y veremos, y de provincias tan fértiles y abundantes, así de lo que la tierra tiene de suyo, como para las frutas, legumbres, mieses y ganados que de España y México se le pueden llevar, que para plantar y criar no se pueden desear mejores tierras, y con la riqueza de perlas que tienen, y con la mucha seda que luego se puede criar, pueden contratar con todo el mundo y enriquecer de oro y plata, que tampoco la tiene España de sus minas, aunque las tiene, sino la que le traen de fuera de lo que ella ha descubierto y conquistado desde el año de mil y cuatrocientos y noventa y dos a esta parte. Por todo lo cual, no sería razón que se dejase de intentar esta empresa, siquiera por plantar en este gran reino la fe de la Santa Madre Iglesia Romana y quitar de poder de nuestros enemigos tanto número de ánimas como tiene ciegas con la idolatría. A la cual hazaña provea Nuestro Señor como más su servicio sea, y que los españoles se animen a lo ganar y sujetar. Y, volviendo a nuestra historia, decimos que los castellanos estuvieron en el pueblo de Utiangue invernando a todo su placer y regalo, alojados en buen pueblo, bastecidos de comida para sí y para los caballos. El curaca principal de la provincia, viendo que los españoles estaban de asiento, pretendió con amistad fingida y trato doble echarlos de ella, para lo cual envió mensajeros al gobernador con recaudos falsos, dándole esperanzas que muy presto saldría a servirle. Estos mensajeros servían de espías y no venían sino de noche para ver cómo se habían los españoles en su alojamiento, si velaban, si se recataban, si dormían con descuido y negligencia, y de qué manera y en qué lugar tenían las armas y cómo estaban los caballos, para notarlo todo, y, conforme a lo que hubiesen visto, ordenar el asalto. De parte de los nuestros había descuido en lo que tocaba a recatarse de los indios mensajeros porque, en diciendo el indio al español centinela que venía con recaudo del curaca, a cualquier hora que fuese de la noche, en lugar de decirle que volviese de día, lo llevaba luego al gobernador y lo dejaba con él para que diese su embajada. El indio, después de haberla dado, paseaba todo el pueblo, miraba los caballos y las armas, el dormir y velar de los castellanos, y de todo llevaba larga relación a su cacique. El gobernador, teniendo noticia de estas cosas por sus espías, mandaba a los mensajeros no viniesen de noche sino de día. Mas ellos porfiaban en su mala intención con venir siempre de noche y a todas horas, de la cual desvergüenza se quejaba el general muchas veces a los suyos diciendo: "¿No habría un soldado que con una buena cuchillada que a uno de estos mensajeros nocturnos diese los escarmentase que no viniesen de noche, que yo les he mandado que no vengan sino de día y no me aprovecha nada?" De estas palabras se indignó un soldado llamado Bartolomé de Argote, hombre noble que se había criado en casa del marqués de Astorga, primo hermano del otro Bartolomé de Argote, uno de los treinta caballeros que fueron de Apalache con Juan de Añasco a la bahía de Espíritu Santo, el cual, siendo centinela una noche a una de las puertas del pueblo, mató una de las espías porque contra su voluntad quiso pasar a dar su recaudo falso. Del cual hecho holgó mucho el gobernador y lo aprobó con loores, y el soldado, de allí en adelante, quedó puesto entre los valientes, que hasta entonces no lo tenían por tal ni entendían que fuera para tanto, mas él hizo lo que todos los del ejército no habían sido para hacer. Con la muerte del mensajero cesaron los mensajes y las tramas de los indios, porque vieron que los castellanos los habían entendido y que estando recatados no podían medrar con ellos. El general, y su gente, se ocupaba en guardar su pueblo y en correr cada día con los caballos toda la comarca para tener siempre noticia de lo que los indios pudiesen maquinar contra ellos. Con este cuidado pasaban el invierno con mucho descanso y regalo, que, aunque tenían guerra con los naturales, nunca fue de momento que les hiciese daño. Después que el rigor de las nieves se fue aplacando, salió un capitán con gente a hacer una correría y prender indios, que los habían menester para servicio, el cual volvió al fin de ocho días con pocos indios presos. De cuya causa mandó el gobernador que fuese otro capitán con más gente, el cual hizo lo mismo que el pasado, que habiendo gastado en su correría otros ocho días, al fin de ellos volvió y trajo pocos prisioneros. Pues como el general viese la poca maña que sus dos capitanes se habían dado, quiso él por su persona hacer una entrada, y, eligiendo cien caballeros y ciento cincuenta infantes, caminó con ellos veinte leguas hasta que llegó a los confines de otra provincia, llamada Naguatex, tierra fértil y abundante, llena de gente muy hermosa y bien dispuesta. En el primer pueblo de esta provincia, donde el señor de ella residía aunque no era el principal de su estado, dio el gobernador una madrugada de sobresalto y, como hallase los indios desapercibidos, prendió mucha gente, hombres y mujeres de todas edades, y con ella se volvió a su alojamiento, habiendo tardado en su jornada catorce días, y halló los suyos que había cuatro o cinco días que estaban con mucha pena de su tardanza, mas con su presencia se regocijaron todos y hubieron parte de sus ganancias, las cuales repartió por los capitanes y soldados que habían menester gente de servicio. FIN DEL CUARTO LIBRO
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De la jura del príncipe Nezahualcoyotzin por heredero del imperio en las cortes que se hicieron en Huexotla, en donde se determinaron las guerras que hubo entre Ixtlilxóchitl y Tezozómoc sobre el imperio El año siguiente de 1414 de la encarnación de Cristo nuestro señor que llaman matlactliomey tochtli, hizo cortes y junta Ixtlilxóchitl de los señores y capitanes que eran de su parcialidad, para tratar en ellas del orden que se había de tener en sujetar al rey de Azcaputzalco y a todos sus aliados que pretendían alzarse con el imperio; los cuales salieron de acuerdos que ante todas cosas convenía jurar a Nezahualcoyotzin por príncipe heredero del imperio, y sitiar por la parte de la laguna a las ciudades de Azcaputzalco y México, y que el ejército que anda castigando y sojuzgando los pueblos del reino de Tetzcuco, prosiguiese entrando por las tierras de los tepanecas hasta venir a dar con la ciudad de Azcaputzalco, todo lo cual se puso por obra y Nezahualcoyotzin fue jurado de edad de doce años, y entre los capitanes más principales que fueron señalados para esta guerra fueron Tzoacnahuacatzin que se le dio el combate de hacia la laguna; Coacuecuenotzin por caudillo y general de los que había de entrar por las tierras del enemigo, el cual a esta sazón estaba muy bien apercibido de gente y de todo lo necesario para defender su reino y ofender a Ixtlilxóchitl; y así Tlacateotzin señor de Tlatelolco, que era el general del ejército de los tepanecas, salió al encuentro de Tzoacnahuacatzin por la laguna antes que hubiese llegado a la mitad de ella, de tal manera que le fue forzoso retirarse y aguardar al enemigo a las orillas de ella por la parte que cae de Tetzcuco, en donde tuvieron una cruel batalla sin que de la una ni de la otra parte hubiese ventaja, más de que no les dejaron pasar de la otra parte de la laguna a sitiar las ciudades de México y Azcaputzalco. El año siguiente que llaman ce ácatl, a seis días de su segundo mes, en el día que llaman matlactliomey técpal, entraron los tepanecas por la parte que llaman Aactahuacan, y fueron ganados todos aquellos lugares hasta el pueblo de Iztapalocan que pertenecía a el reino de Tetzcuco y aunque se defendieron fueron muertos y cautivos muchos de los naturales de aquellos pueblos, entre las cuales murió Quauhxilotzin, mayordomo que tenía el rey puesto en Iztapalocan, y quemaron todas las más de las casas; y ésta fue la primera de las victorias que tuvieron los tepanecas. Coacuecuenotzin vino a entrar con su ejército por Xilotépec hasta venir a dar por Citlaltépec y Tepozotlan prosiguiendo su viaje asolando los pueblos y lugares que se defendían hasta llegar a Cuauhtitlan, en donde le salieron los tepanecas con un poderoso ejército y peleando con él los desbarató y venció, y paso por Cuetlachtépec hasta llegar a las faldas del cerro que llaman Temacpalco, y desde allí sitió la ciudad de Azcaputzalco sin dejarle entrar por aquella banda ningún socorro de gente y mantenimiento; en donde estuvo casi cuatro años, y si por su consejo fuera, tenía lo más hecho para poder concluir y asolar la ciudad de Azcaputzalco, y restaurar el imperio.
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De la sepultura de los Reyes mexicanos Cuando caía enfermo el rey de México, ponían una máscara al rostro de Tetzcatlipuca o de Hotzilopuchtli o de otro dios de aquellos que eran tenidos como mayores por el consenso de todos. Y no se las quitaban hasta que sanare o muriere. Si moría, todas las provincias y los reyes sujetos al Imperio Mexicano eran notificados del acontecimiento sobre la marcha, para que derramando lágrimas y con frecuentes suspiros según era debido, celebraran la muerte del rey y atestiguaran la tristeza del ánimo por el señor difunto y lo que lo echaban de menos. Convocaban a todos los señores limítrofes, ya fueran súbditos o aliados, que dentro de cuatro días pudiesen estar presentes a las honras. Puesto el cadáver sobre una estera, gemían con dolor inmenso cuatro noches íntegras, durante las cuales lo lavaban, le cortaban el pelo, y religiosamente guardaban la guedeja porque creían que permanecía en ella vestigios del alma. Le ponían diecisiete mantas, con múltiples figuras de muchos colores, en la última de las cuales, estaba tejida la imagen de Hoitzilopochtli, Tetzcatlipoca o de otro cualquiera dios mayor, del cual hubiese sido más devoto el rey mientras vivía o en cuyo templo fuese a ser sepultado. Adaptaban máscaras preciosas por las perlas, las gemas y el oro, a las estatuas de los dioses; mataban al esclavo que tenía a su cuidado el fuego doméstico y el aplacar las imágenes domésticas con sahumerios y después el cadáver era llevado al Teuhcalli por unos que lloraban y por otros (porque tal era la costumbre) que cantaban versos en alabanza y gloria del difunto. Los próceres, la familia del rey y los criados, llevaban en las manos escudos, flechas, cetros, banderas, y los penachos, y otras cosas con las cuales solía aumentar su estatura cuando ejecutaba los bailes sagrados o hacía la guerra, o cuando andaba por la ciudad. Todo esto para que fuese arrojado y al mismo tiempo que él convertido en cenizas en su pira. Recibía el cadáver regio el Sumo Pontífice con los sacerdotes inferiores e iba hasta la puerta del patio cantando cosas tristes, murmuraba no sé que y después ordenaba que fuera incinerado con todas las joyas que traía. Se quemaban también sus armas, dardos, plumas y las banderas que lo precedían y distinguían de los demás cuando avanzaba en la batalla. También traspasaban el cuello con una flecha al perro sobre el cual montaría durante su camino y por el cual le sería mostrada la vía. Mientras ardía la pira, se quemaba el rey y se degollaba al perro, los sacerdotes sacrificaban más o menos doscientos esclavos, cuyos corazones sacados de los pechos abiertos se echaban en la pira, pero los cuerpos se echaban en un carnero. Estos eran esclavos del rey u ofrecidos para los sacrificios de ese día por sus amigos y aliados, y eran sacrificados tanto en honor del difunto cuanto para que siguiéndolo a cualquier parte adonde fuese le sirviesen y cuidasen. Por fin, elegíanse para ese funesto y lúgubre espectáculo con todo cuidado y diligencia, jorobados, enanos, convulsos y monstruos, y no se perdonaba a las mismas mujeres en esa ocasión. Esparcían flores sobre el cadáver del rey, ya en el palacio real o en el templo, y le ponían por delante muchos géneros de comida y bebida como si aún gozara de la vida; ofrenda que a nadie, excepto a los sacerdotes, era permitido tocar. Al día siguiente se guardaban las cenizas del rey quemado y los dientes que no había podido consumir la fuerza del fuego, con la esmeralda que llevaba en la boca, y metían todo dentro de una arca cuya faz interior causaba terror por las imágenes monstruosas, y las figuras feroces y deformes de dioses allí esculpidos. También dentro de la misma conservaban los cabellos que le habían cortado recién nacido y moribundo, y que habían guardado para este fúnebre empleo. Se cerraba aquella caja con gran cuidado y se le ponía encima una figura o estatua de madera con la cara y atavío del difunto. Duraban cuatro días los funerales, en los cuales la mujer, los hijos y los amigos del rey difunto, según la costumbre, hacían grandes ofrendas y las ponían delante de la pira apagada y de la caja y estatua. Al cuarto día sacrificaban más o menos quince esclavos, el vigésimo cinco y el sexagésimo tres. Y el último, que era el octogésimo, nueve.
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CAPÍTULO XVI Del quinto rey de México, llamado Motezuma, primero de este nombre La elección del nuevo rey tocaba a los cuatro electores principales (como en otra parte se dijo) y juntamente por especial previlegio, al rey de Tezcuco y al rey de Tacuba. A estos seis juntó Tlacaellel, como quien tenía suprema autoridad, y propuesto el negocio, salió electo Motezuma, primero de este nombre, sobrino del mismo Tlacaellel. Fue su elección muy acepta, y así se hicieron solemnísimas fiestas con mayor aparato que a los pasados. Luego que lo eligieron, le llevaron con gran acompañamiento al templo, y delante del brasero que llamaban divino, en que siempre había fuego de día y de noche, le pusieron un trono real y atavíos de rey; allí, con unas puntas de tigre y de venado que para esto tenían, sacrificó el rey a su ídolo, sacándose sangre de las orejas, y de los molledos y de las espinillas, que así gustaba el demonio de ser honrado. Hicieron sus arengas allí los sacerdotes, y ancianos y capitanes, dándole todos el parabién. Usábanse en tales elecciones, grandes banquetes y bailes, y mucha cosa de luminarias, e introdújose en tiempo de este rey, que para la fiesta de su coronación fuese él mismo en persona a mover guerra a alguna parte, de donde trajese cautivos con que se hiciesen solemnes sacrificios, y desde aquel día quedó esto por ley. Así fue Motezuma a la provincia de Chalco, que se habían declarado enemigos, donde peleando valerosamente, hubo gran suma de cautivos, con que ofreció un insigne sacrificio el día de su coronación, aunque por entonces no dejó del todo rendida y allanada la provincia de Chalco, que era de gente belicosa. Este día de la coronación, acudían de diversas tierras cercanas y remotas a ver las fiestas, y a todos daban abundantes y principales comidas, y vestían a todos, especialmente a los pobres, de ropas nuevas; para lo cual el mismo día entraban por la ciudad los tributos del rey, con gran orden y aparato, ropa de toda suerte, cacao, oro, plata, plumería rica, grandes fardos de algodón, ají, pepitas, diversidad de legumbres, muchos gérmenes de pescados de mar y de ríos; cuantidad de frutas, y caza sin cuento, sin los innumerables presentes que los reyes y señores, enviaban al nuevo rey. Venía todo el tributo por sus cuadrillas, según diversas provincias; iban delante los mayordomos y cobradores, con diversas insignias, todo esto con tanto orden y con tanta policía, que era no menos de ver la entrada de los tributos, que toda la demás fiesta. Coronado el rey, diose a conquistar diversas provincias, y siendo valeroso y virtuoso, llegó de mar a mar, valiéndose en todo del consejo y astucia de su general Tlacaellel, a quien amó y estimó mucho, como era razón. La guerra en que más se ocupó y con más dificultad, fue la de la provincia de Chalco, en la cual le acaecieron grandes cosas. Fue una bien notable, que habiéndole cautivado un hermano suyo, pretendieron los chalcas hacerle su rey, y para ello le enviaron recados muy comedidos y obligatorios. El, viendo su porfía, les dijo que si en efecto querían alzarle por rey, levantasen en la plaza un madero altísimo, y en lo alto de él le hiciesen un tabladillo donde él subiese. Creyendo era ceremonia de quererse más ensalzar, lo cual pusieron así por obra, y juntando él todos sus mexicanos alrededor del madero, subió en lo alto con un ramillete de flores en la mano, y desde allí habló a los suyos en esta forma: "Oh valerosos mexicanos; éstos me quieren alzar por rey suyo, mas no permitan los dioses que yo por ser rey, haga traición a mi patria; antes quiero que aprendáis de mí; dejaros antes morir que pasaros a vuestros enemigos." Diciendo esto, se arrojó e hizo mil pedazos, de cuyo espectáculo cobraron tanto horror y enojo los chalcas, que luego dieron en los mexicanos, y allí los acabaron a lanzadas como a gente fiera e inexorable, diciendo que tenían endemoniados corazones. La noche siguiente acaeció oír dos búhos dando aullidos tristes el uno al otro, con que los de Chalco tomaron por agüero que habían de ser presto destruídos. Y fue así que el rey Motezuma vino en persona sobre ellos con todo su poder, y los venció y arruinó todo su reino; y pasando la Sierra Nevada fue conquistando hasta la mar del Norte, y dando vuelta hacia la del Sur, también ganó y sujetó diversas provincias, de manera que se hizo poderosísimo, rey, todo esto con la ayuda y consejo de Tlacaellel, a quien se debe cuasi todo el Imperio Mexicano. Con todo fue de parecer (y así se hizo), que no se conquistase la provincia de Tlaxcala, porque tuviesen ahí los mexicanos, frontera de enemigos donde ejercitasen las armas los mancebos de México, y juntamente tuviesen copia de cautivos de que hacer sacrificios a sus ídolos, que como ya se ha visto, consumían gran suma de hombres en ellos, y éstos habían de ser forzoso tomados en guerra. A este rey Motezuma, o por mejor decir, a su general Tlacaellel, se debe todo el orden y policía que tuvo México de consejos y consistorios, y tribunales para diversas causas, en que hubo gran orden y tanto número de consejos y de jueces como en cualquiera república de las más floridas de Europa. Este mismo rey puso su casa real con gran autoridad, haciendo muchos y diversos oficiales, y servíase con gran ceremonia y aparato. En el culto de sus ídolos no se señaló menos, ampliando el número de ministros e instituyendo nuevas ceremonias, y teniendo observancia extraña en su ley y vana superstición. Edificó aquel gran templo a su dios Vitzilipuztli, de que en otro libro se hizo mención. En la dedicación del templo, ofreció innumerables sacrificios de hombres, que él en varias victorias había habido. Finalmente, gozando de grande prosperidad de su imperio, adoleció y murió, habiendo reinado veinte y ocho años, bien diferente de su sucesor Tizocic, que ni en valor ni en buena dicha le pareció.
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De las costumbres de los caciques y indios que están comarcanos a la villa de Ancerma, y de su fundación y quién fue el fundador El sitio donde está fundada la villa de Ancerma es llamado por los indios naturales Umbra; y al tiempo que el adelantado don Sebastián de Belalcázar entró en esta provincia cuando la descubrió, como no llevaba lenguas, no pudo entender ningún secreto de la provincia. Y oían a los indios que en viendo sal la llamaban y nombraban ancer, como es la verdad, y entre los indios no tiene otro nombre, por lo cual los cristianos, de allí adelante, hablando en ella, la nombraban Ancerma, y por esta causa se la puso a esta villa el nombre que tiene. Cuatro leguas della al occidente está un pueblo no muy grande, pero es bien poblado y de muchos indios, por tener muy grandes casas y ancha tierra. Pasa un río pequeño por él, y está una legua del grande y muy rico río de Santa Marta, del cual, si a Dios pluguiere, haré capítulo por sí, contando por orden su nascimiento a dónde es y de qué manera se divide en dos brazos. Estos indios tenían por capitán o señor a uno de ellos bien dispuesto, llamado Ciricha. Tiene, o tenía cuando yo lo vi, una casa muy grande a la entrada de su pueblo, y otras muchas a todas partes dél, y junto aquella casa o aposento está una plaza pequeña, toda a la redonda llena de las cañas gordas que conté en lo de atrás haber en Caramanta, y en lo alto dellas había puestas muchas cabezas de los indios que habían comido. Tenía muchas mujeres. Son estos indios de la habla y costumbres de los de Caramanta, y más carniceros y amigos de comer la humana carne. Por que entiendan los trabajos que se pasan en los descubrimientos los que esto leyeren, quiero contar lo que acontesció en este pueblo al tiempo que entramos en él con el licenciado Juan de Vadillo, y es que como tenían alzados los mantenimientos en algunas partes, no hallábamos maíz ni otra cosa para comer, y carne había más de un año que no la comíamos, si no era de los caballos que se morían o de algunos perros; ni aun sal no teníamos; tanta era la miseria que pasábamos. Y saliendo veinte y cinco o treinta soldados, fueron a renchat, o, por decirlo más claro, a robar lo que pudiesen hallar; y junto con el río grande dieron en cierta gente que estaba huída por no ser vistos ni presos de nosotros, a donde hallaron una olla grande llena de carne cocida; y tanta hambre llevaban, que no miraron en más de comer, creyendo que la carne era de unos que llaman curies, porque salían de la olla algunos; mas ya que estaban todos bien hartos, un cristiano sacó de la olla una mano con sus dedos y uñas; sin lo cual, vieron luego pedazos de pies, dos o tres cuartos de hombres que en ella estaban; lo cual visto por los españoles que allí se hallaron, les pesó de haber comido aquella vianda, dándoles grande asco de ver los dedos y manos; mas a la fin se pasó, y volvieron hartos al real, de donde primero había salido muertos de hambre. Nascen de una montaña que está por alto deste pueblo muchos ríos pequeños, de los cuales se ha sacado y saca mucho oro, y muy rico, con los mismos indios y con negros. Son amigos y confederados estos y los de Caramanta, y con los demás sus comarcanos siempre tuvieron enemistad y se dieron guerra. Un peñol fuerte hay en este pueblo, donde en; tiempo de guerra se guarescen. Andan desnudos y descalzos, y las mujeres traen mantas pequeñas y son de buen parescer, y algunas hermosas. Más adelante desde pueblo está la provincia de Zopia. Por medio destos pueblos corre un río rico de minas de oro, donde hay algunas estancias que los españoles han hecho. También andan desnudos los naturales desta provincia. Las casas están desviadas como las demás, y dentro dellas, en grandes sepulturas, se entierran sus difuntos. No tienen ídolos, ni casa de adoración no se les ha visto. Hablan con el demonio. Cásanse con sus sobrinas y algunos con sus mismas hermanas, y hereda el señorío o cacicazgo el hijo de la principal mujer (porque todos estos indios, si son principales, tienen muchas); y si no tienen hijos, el de la hermana dél. Confinan con la provincia de Cartatama, que no está muy lejos della, por la cual pasa el río grande arriba dicho. De la otra parte dél está la provincia de Pozo, con quien contratan más. Al oriente tiene la villa otros pueblos muy grandes (los señores, muy dispuestos, de buen parecer), llenos de mucha comida y frutales. Todos son amigos, aunque en algunos tiempos hubo enemistad y guerra entre ellos. No son tan carniceros como los pasados de comer carne humana. Son los caciques muy regalados; muchos dellos, antes que los españoles entrasen en su provincia, andaban en andas y hamacas. Tienen muchas mujeres, las cuales, por ser indias, son hermosas; traen sus mantas de algodón galanas, con muchas pinturas. Los hombres andan desnudos, y los principales y señores se cubren con una manta larga, y traen por la cintura maures, como los demás. Las mujeres andan vestidas como digo; traen los cabellos muy peinados, y en los cuellos muy lindos collares de piezas ricas de oro, y en las orejas sus zarcillos; las ventanas de las narices se abren para poner unas como pelotitas de oro fino; algunas destas son pequeñas y otras mayores. Tenían muchos de oro los señores, con que bebían, y mantas, así para ellos como para sus mujeres, chapadas de unas piezas de oro hechas a manera redonda, y otras como estrelletas, y otras joyas de muchas maneras tenían deste metal. Llaman al diablo Xixarama, y los españoles, tamaraca. Son grandes hechiceros algunos dellos, y herbolarios. Casan a sus hijas después de estar sin su virginidad, y no tienen por cosa estimada haber la mujer virgen cuando se casan. No tienen ninguna cerimonia en sus casamientos. Cuando los señores se mueren, en una parte desta provincia que se llama Tauya, tomando el cuerpo, se ponen una hamaca y a todas partes ponen fuego grande, haciendo unos hoyos, en los cuales cae la sanguaza y gordura, que se derrite con el calor. Después que ya está el cuerpo medio quemado, vienen los parientes y hacen grandes lloros y acabados, beben su vino y rezan sus salmos o bendiciones dedicadas a sus dioses, a su uso y como los aprendieron de sus mayores; lo cual hecho, ponen el cuerpo, envuelto en mucha cantidad de mantas, en un ataúd, y sin enterrarlo lo tienen allí algunos años, y después de estar bien seco, los ponen en las sepulturas que hacen dentro en sus casas. En las demás provincias, muerto un señor, hacen en los cerros altos las sepulturas muy hondas, y después que han hecho grandes lloros meten dentro al difunto, envuelto en muchas mantas, las más ricas que tienen, y a una parte ponen sus armas y a otra mucha comida y grandes cántaros de vino y sus plumajes y joyas de oro, y a los pies echan algunas mujeres vivas, las más hermosas y queridas suyas, teniendo por cierto que luego ha de tornar a vivir y aprovecharse de lo que con ellos llevan. No tienen obra política ni mucha razón. Las armas que usan son dardos, lanzas, macanas de palma negra y de otro palo blanco, recio, que en aquellas partes se cría. Casa de adoración no se la habemos visto ninguna. Cuando hablan con el demonio dicen que es a escuras, sin lumbre, y que uno que para ello está señalado habla por todos, el cual da las respuestas. La tierra en que tienen asentadas las poblaciones son sierras muy grandes, sin montaña ninguna. La tierra dentro, hacia el poniente, hay una gran montaña que se llama Cima, y más adelante, hacia la mar Austral, hay muchos indios y grandes pueblos, donde se tiene por cierto que nasce el gran río del Darién. Esta villa de Ancerma pobló y fundó el capitán Jorge Robledo en nombre de su majestad, siendo su gobernador y capitán general de todas estas provincias el adelantado don Francisco Pizarro; aunque es verdad que Lorenzo de Aldana, teniente general de don Francisco Pizarro, desde la ciudad de Cali nombró el cabildo, y señaló por alcaldes a Suer de Nava y a Martín de Amoroto, y por alguacil mayor a Ruy Venegas, y envió a Robledo a poblar esta ciudad, que villa se llama agora, y le mandó que le pusiese por nombre Santa Ana de los Caballeros. Así que a Lorenzo de Aldana se puede atribuir la mayor parte desta fundación de Ancerma, por la razón susodicha.
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De los reyes mexicanos El primero, pues, de los señores de los chichimeca que llegó a estas regiones se llamaba Totopeuh. El segundo, hijo suyo, Topil, que a los veinte años de su edad reinó otros cincuenta. Cuando éste murió quedaron sin jefe ciento diez años. Siguieron dos varones de los cuales Hoemac, con otros que siguieron su partido, conquistó a Tulla y después se fue a otras partes. Nahuiotzin con sus compañeros se dirigió a la laguna; a éste sucedió Quauhtexpetlat, a éste Hoeçin, a éste Nohoalcatl, a éste Achitometl, a éste Quauhtonal, en el décimo año de cuyo reinado llegaron los mexicanos a Chapultepec. Siguió Maçaçin, a éste Queça, a éste Chalchiuhtona, a ése Quauhtlix, después Yoalatonac, después Ciuhtetl, en el tercer año de cuyo imperio penetraron los mexicanos en aquellas regiones que ahora ocupan. Siguió Xihoiltemoc, a éste Cuxcux y a éste Acamapichtli. En el sexto año de su imperio fue asesinado con sus hijos por Achitometl, pero Illancueitl, reina o nodriza del niño, huyó con el heredero Acamapichtzin a la ciudad de Coatlichan. Achitometl después de que imperó doce años, se refugió en lugares montañosos para que no lo mataran los suyos. Debido a su fuga o a sus atrocidades, la ciudad calhuacanense fue enteramente destruida y en ella por falta de rey gobernaron esa región los atzcapotzalcenses, los quauhnahuaca, los chalca y los huexotzinca. Durante aquel tiempo Acamapich gobernó el imperio mexicano tranquilamente veintiún años. Después de éste, Hoitziloitl otros tantos, e hizo la guerra a los culhuacanenses. Siguió Chimalpopoca y reinó diez. Después Itzcoatzin, catorce, quien aliado a los tetzcoquenses y tlacopanenses venció a los atzcapoltzancenses y a los xochimilcenses. Después Hoehoe Motecçuma, treinta; llevó la guerra a los chalcenses, quauhnahuacenses y a los maçahoacanenses. En ese tiempo y por espacio de tres años prevaleció el hambre, obligados por cuya crueldad los mexicanos, tepanecas y calhuacanenses se dispersaron en varias regiones con el objeto de buscar cereales. En sexto lugar después de Acamapich, reinó Axayaca catorce años, en cuya época hubo guerra entre los tenuchtitlanenses y tlatelulcenses, quienes vencidos perdieron el imperio y se quedaron sin rey durante un intervalo de cuarenta y seis anos. Aquel en cuyo tiempo concluyó ese imperio se llamaba Mocuhoitztli. El sobredicho Axayaca conquistó Tlacotepec, Callimaya, Metepec, Calliztlaoaca, Hecatepec, Teuhtenanco, Malinaltenanco, Tzinacantepac (sic), Coatepec, Cuitlapilco, Teuhxahoalco, Tocoalloya y Ocuilla. Tiçoçicatzin, octavo (sic por sétimo), tuvo a su cargo el poder cuatro años y no hizo la guerra a ninguna nación. Aoitzotl, noveno (sic por octavo) dieciocho, en cuya época se anegó la ciudad mexicana y casi fue sumergida, porque por mandato real fueron abiertas cinco fuentes en los términos de Cuyuacan y Hoitzilopochco cuyos nombres eran Acuecuecatl, Tlillotl, Hoitzilatl, Xochoaatl y Coaatl. Esto pasó cuatro años antes de su muerte y veintidós antes de la llegada de los españoles a estas playas. También en su época se eclipsó el sol a mediodía; por espacio de cerca de cinco horas se cubrió de tinieblas el cielo y, como suele acontecer de noche, aparecieron los astros, no sin miedo de esas gentes que temían vehementísimamente (tal es su ignorancia) que habían de bajar del cielo los monstruos que llaman tzitzimis para devorar al género humano. El mismo rey conquistó las provincias de Tziuhcoac, Molanco, Tlapan, Chiapan, Xaltepec, Tzontlan, Xochtlan, Amextlan, Mapachtepec, Xoconochco, Ayutlan, Maçatlan y Coyoacan. El noveno, Motecçuma, segundo de este nombre, retuvo el imperio diez y nueve años; en su época se desencadenó un hambre cruel durante tres años íntegros constantemente, no sin gran aridez de la tierra y esterilidad de todas las cosas y la lluvia fue muy deseada; por lo que los mexicanos se esparcieron por playas extranjeras. Hubo otros acontecimientos monstruosos, prenuncios de la llegada de los españoles y de que el imperio les sería transferido, como los mismos mexicanos lo creían, los cuales paso, porque o serán referidos en nuestra relación de la conquista o porque parecen increíbles, y no conviene a nuestro proyecto narrar tales cosas, sino las costumbres, ritos y hazañas que generalmente se conservan en la memoria de los que viven, ¿por que quién creerá en verdad que prorrumpieran las vigas en voces humanas y se quejaran de las calamidades futuras y que la diosa Çihoacatl se presentase a muchos de noche, llorando y prorrumpiendo en estas palabras: "¡Oh mísera de mí, qué pronto os desampararé, hijos carísimos!" ¿Y que una mujer muerta resucitase después de cuatro días, no sin gran temor de los presentes, y refiriese a Motecçuma todo lo que había visto, y le predijera la ruina de su imperio en breve, y que llegarían varones de naciones extranjeras que se apoderarían de estas regiones y traerían colonias? ¿Y que después viviera veinte años y pariera un hijo? Se dice que Motecçuma conquistó Ayotatepec, Cuezcoma, Iztlaoacan, Cozoman, Tecoma, Çacatepec, Tlachquiauhco, Yolloxonequilan, Atepec, Mictlan, Tlaapan, Nopalan, Yzcectlallopan, Quextlan, Quetzaltepec, Auchioatl, y Tatacalan. En la época del mismo apareció aquel cometa del que se dirá algo en la conquista de Nueva España, la que fue llevada a cabo por los españoles en el año del nacimiento de Cristo Óptimo Máximo M.D.xij. El décimo rey que sucedió al difunto Motecçuma, Cuitlaoac, sólo reinó ochenta días, porque en aquel tiempo la epidemia llamada por los mexicanos cocoliztli asoló de tal manera esas provincias y se ensañó tanto, que apenas quedó quien enterrase los cadáveres y el lago de México hizo veces de sepultura. El undécimo se llamó Quauhtemoc y reinó cuatro años sobre los mexicanos, y fue el último en reinar porque en ese tiempo fue ganada la ciudad mexicana y otras provincias de esta Nueva España, a las cuales entonces llegaron aquellos doce frailes franciscanos que los primeros de todos enseñaron el Evangelio a estas gentes con gran cura y diligencia, con la santidad de su vida y pláticas públicas. Pero ya conviene hablar de los reyes de Tlatelolco.
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CAPÍTULO XVI Saben los españoles que están en tierra de México Gonzalo Silvestre y los veinte compañeros de su cuadrilla, con el indio que habían preso, caminaron aprisa haciéndole preguntas mal entendidas por el indio y sus respuestas peor interpretadas por los españoles. Y así anduvieron hasta que llegaron a la costa donde los demás compañeros estaban haciendo gran fiesta y regocijo con los pedazos de plato y escudilla que los otros exploradores habían traído. Mas como luego viesen el pavo y las gallinas y la fruta y el demás recaudo que Gonzalo Silvestre y los suyos llevaban no se pudieron contener a no hacer extremos de alegría dando saltos y brincos como locos. Y para mayor contento de todos sucedió que el cirujano que les había curado había estado en México y sabía algo de la leguna mexicana, y en ella habló al indio diciendo: "¿Qué son éstas?", y eran unas tijeras que tenía en la mano. El indio, que habiendo reconocido que eran españoles estaba ya más en sí, respondió en español "tiselas." Con esta palabra, aunque mal pronunciada, acabaron de certificarse los nuestros que estaban en tierra de México, y con el regocijo de entenderlo así a porfía abrazaban y daban paz en el rostro a Gonzalo Silvestre y a los de su cuadrilla, y en brazos los levantaban en alto hasta ponerlos sobre sus hombros y traerlos paseando, diciéndoles grandezas y loores sin tiento ni cuenta, como si a cada uno de ellos le hubieran traído el señorío de México y de todo su imperio. Pasada la fiesta solemne y solemnísima de su regocijo, preguntaron con más quietud y más de propósito al indio qué tierra fuese aquélla y qué río o estero por el que había entrado el gobernador con las cinco carabelas. El indio dijo: "Esta tierra es de la ciudad de Pánuco y vuestro capitán general entró en el río de Pánuco, que entra en la mar doce leguas de aquí, y otras doce el río arriba está la ciudad, y por tierra hay de aquí a ella diez leguas. Y yo soy vasallo de un vecino de Pánuco llamado Cristóbal de Brezos. Una legua de aquí, poco más, está un indio señor de vasallos que sabe leer y escribir, que desde su niñez se crió con el clérigo que nos enseña la doctrina cristiana. Si queréis que vaya a llamarle, yo iré por él, que sé que vendrá luego, el cual os informará de todo lo que más quisiereis saber." Los españoles holgaron de haber oído la buena razón del indio y le regalaron y dieron dádivas de lo que traían, y luego lo despacharon para el cacique y le avisaron les trajese o enviase recado de papel y tinta para escribir. El indio se dio tanta prisa e hizo tan buena diligencia en su viaje, que en menos de cuatro horas volvió con el curaca, el cual, como supiese que navíos de españoles habían dado al través en su tierra, quiso visitarlos personalmente y llevarles algún regalo, y así trajo ocho indios cargados con gallinas de las de España, y con pan de maíz, y con fruta y pescado, y con tinta y papel, porque él se preciaba de saber leer y escribir y lo estimaba en mucho. Todo lo que traía presentó a los españoles y con mucho amor les ofreció su persona y casa. Los nuestros le agradecieron su visita y regalos y en recompensa le dieron de las gamuzas que traían, y luego despacharon al gobernador un indio con una carta en que le daban cuenta de todo lo por ellos hasta entonces sucedido, y le pedían orden para adelante. El cacique se estuvo todo el día con los españoles haciéndoles preguntas de los casos y aventuras acaecidas en su descubrimiento, holgando mucho de los oír, admirado de los ver tan negros, secos y rotos, que en sus personas y hábito mostraban bien los trabajos que habían pasado. Ya cerca de la noche se volvió a su casa y, en seis días que los españoles estuvieron en aquella playa, los visitó cada día trayéndoles siempre regalos de lo que en su tierra había.