CAPÍTULO XVI 410 De qué cosa es provincia, y del grandor y término de Tlaxcala, y de las cosas notables que hay en ella 411 Tlaxcala es una ciudad en la Nueva España, y el mismo nombre tiene toda la tierra, aunque en ella hay muchos pueblos. Esta provincia de Tlaxcala es una de las principales de toda la Nueva España, de la cual, como ya tengo dicho, solían salir cien mil hombres de pelea. El señor y la gente de esta provincia anduvieron siempre con el marqués del Valle, y con los españoles que con él vinieron en la primera conquista hasta que toda la tierra tuvieron de paz y asosegada. En esta tierra a el pueblo grande que tiene debajo de sí otros pueblos menores, está en costumbre de llamarle provincia; y muchas de estas provincias tienen poco término y no muchos vecinos. Tlaxcala que es la más entera provincia y de más gente, y de las que más términos tiene en esta tierra, en lo más largo, que es viniendo de la Veracruz a México, tiene quince leguas de término, y de ancho tiene diez leguas. 412 Nace en Tlaxcala una fuente grande a la parte del norte, cinco leguas de la principal ciudad; nace en un pueblo que se llama Azumba, que en su lengua quiere decir del cabeza, y así es, porque esta fuente es cabeza y principio del mayor río de los que entran en el Mar del Sur, el cual entra en la mar por Zacatulo. Este río nace encima de la venta de Atlacatepec, y viene rodando por cima de Tlaxcala, y después torna a dar vuelta y viene por un valle abajo, y pasa por medio de la ciudad de Tlaxcala y cuando a ella llega viene muy poderoso, y pasa regando mucha parte de la provincia. Sin éste, tiene otras muchas fuentes y arroyos, y grandes lagunas, que todo el año tienen agua y peces pequeños. 413 Tienen muy buenos pastos y muchos, adonde ya los españoles y naturales apacientan mucho ganado. Asimismo tienen grandes montes, en especial a la parte del norte tiene una muy grande sierra, la cual comienza a dos leguas de la ciudad y tienen otras dos de subida hasta lo alto. Toda esta montaña es de pinos y encinas; en lo alto lo más de los años tiene nieve, la cual nieve en pocas partes de esta Nueva España se cuaja, por ser la tierra muy templada; esta sierra es redonda; tiene de cepa más de quince leguas, y casi todo es término de Tlaxcala. En esta sierra se arman los nublados, y de aquí salen las nubes cargadas que riegan a Tlaxcala y a los pueblos comarcanos; y así tienen por cierta señal que tiene de llover cuando sobre esta sierra ven nubes, las cuales nubes se comienzan comúnmente a ayuntar desde las diez de la mañana hasta el mediodía, y desde allí hasta hora de vísperas se comienzan a esparcir y a derramarse, las unas hacia Tlaxcala, otras hacia la ciudad de los Ángeles, otras hacia Huexuzinco, la cual es cosa muy cierta y muy de notar; y por esta causa antes de la venida de los españoles tenían los indios en esta sierra grande adoración e idolatría, y venía toda la tierra de la comarca aquí a demandar agua, y hacía muchos y muy endiablados sacrificios en reverencia de una diosa que llamaban Matlalcuey, y a la misma sierra llamaban del mismo nombre de la diosa Matlalcuey, que en su lengua quiere decir camisa azul, porque ésta era su principal vestidura de aquella diosa, porque la tenían por diosa del agua; y porque el agua es azul vestíanla de vestidura azul. A esta diosa y al dios Tlaloc tenían por dioses y señores del agua. A Tlaloc tenían por abogado y por señor en Tezcuco y en México y sus comarcas y a la diosa en Tlaxcala y su provincia (esto se entiende que el uno era honrado en la una parte y el otro en la otra); mas toda la tierra a ambos juntos demandaban el agua cuando la habían menester. 414 Para destruir y quitar esta idolatría y abominaciones de sacrificios que en esta tierra se hacían, el buen siervo de Dios fray Martín de Valencia subió allá arriba a lo alto y quemó todos los ídolos y levantó y puso la señal de la cruz, e hizo una ermita a la cual llamó San Bartolomé, y puso en ella a quien la guardase y para que nadie allí más invocase al demonio trabajó mucho dando a entender a los indios cómo solo Dios verdadero es el que da el agua y que a Él se tiene de pedir. La tierra de Tlaxcala es fértil, cógese en ella mucho maíz, frijoles, y ají; la gente en ella es bien dispuesta, y la que en toda la tierra más ejercitada era en las cosas de la guerra; es la gente mucha y muy pobre, porque de sólo el maíz que cogen se han de mantener y vestir, y pagar los tributos. Está situada Tlaxcala en buena comarca, porque a la parte de occidente tiene a México a veinte leguas, a el mediodía tiene la ciudad de los Ángeles, a cinco leguas, y el puerto de la Veracruz a cuarenta leguas. 415 Está Tlaxcala partida en cuatro cabezas o señoríos. El señor más antiguo y que primero la fundó edificó en un cerrejón alto que se llama Tepetipac, que quiere decir encima de sierra, porque desde lo bajo por a donde pasa el río, y ahora está la ciudad edificada, a lo alto del cerrejón que digo, hay una legua de subida. La causa de edificar en lugares altos era las muchas guerras que tenían unos con otros; por lo cual para estar más fuertes y seguros, buscaban lugares altos y descubiertos, adonde pudiesen dormir con menos cuidado, pues no tenían muros ni puertas en sus casas, aunque en algunos pueblos había albarradas y reparos, porque las guerras eran muy ciertas cada año. Este primer señor que digo tiene su gente y señorío a la parte del norte. Después que se fue multiplicando la gente, el segundo señor edificó más bajo en un recuesto o ladera más cerca del río, la cual población se llama Ocutubula, que quiere decir pinar en tierra seca. Aquí estaba el principal capitán de toda Tlaxcala, hombre valeroso y esforzado que se llamó Maxiscazi, el cual recibió a los españoles y les mostró mucho amor, y les favoreció en toda la conquista que hicieron en esta Nueva España. Aquí en este barrio era la mayor frecuencia de Tlaxcala, y adonde concurría mucha gente por causa de un gran mercado que allí se hacia. Tenía este señor grandes casas y de muchos aposentos; y en una sala de esta casa tuvieron los frailes de San Francisco su iglesia tres años y después de pasado a su monasterio tomó allí la posesión el primer obispo de Tlaxcala, que se llamaba don Julián Garcés, para iglesia catedral, y llamóla Santa María de la Concepción. Este señor tiene su gente y señorío hacia la ciudad de los Ángeles, que es a el mediodía. 416 El tercero señor edificó más bajo el río arriba; llámase el lugar Tizatlán, que quiere decir lugar adonde hay yeso o minero de yeso; y así lo hay mucho y muy bueno. Aquí estaba aquel gran señor anciano, que de muy viejo era ya ciego; llamábase Xicoténcath. Este dio muchos presentes y bastimentos al gran capitán Hernando Cortés; y aunque era tan viejo y ciego, se hizo llevar harto lejos a recibirle al dicho capitán; y después le proveyó de mucha gente para la guerra y conquista de México, porque es el señor de más gente y vasallos que otro ninguno. Tiene su señorío a el oriente. 417 El cuarto señor de Tlaxcala edificó el río abajo, en una ladera que se llama Queauztlan. Este también tiene gran señorío hacia la parte de poniente, y ayudó también con mucha gente para la conquista de México; y siempre estos tlaxcaltecas han sido fieles amigos y compañeros de los españoles en todo lo que han podido; y así los conquistadores dicen que Tlaxcala es digna de que su Majestad le haga muchas mercedes, que si no fuera por Tlaxcala, que todos murieran cuando los mexicanos echaron de México a los cristianos, si no los recibieran los tlaxcaltecas. 418 Hay en Tlaxcala un monasterio de frailes menores razonable; la iglesia es grande y buena. Los monasterios que hay en la Nueva España para los frailes que en ellos moran bastan, aunque los españoles se les hacen pequeños, y cada día se van haciendo las casas menores y más pobres; la causa es porque a el principio edificaban según la provincia o pueblo era, grande o pequeño, esperando que vendrían frailes de Castilla, y también los que acá se criarían, así españoles como naturales, pero como han visto que vienen pocos frailes, y que las provincias y pueblos que los buscan son muchos, y que les es forzado repartirse por todos, una casa de siete u ocho celdas se les hace grande; porque fuera de los pueblos de españoles, en las otras casas no hay más de cuatro o cinco frailes. Tornando a Tlaxcala, hay en ella un buen hospital y más de cincuenta iglesias pequeñas y medianas, todas bien aderezadas. 419 Desde el año 1537 hasta éste de 40 se ha ennoblecido mucho la ciudad, porque para edificar son ricos de gente y tienen muy grandes canteras de muy buena piedra. Ha de ser esta ciudad muy populosa y de buenos edificios; porque se han comenzado a edificar en lo llano par del río, y lleva muy buena traza; y como en Tlaxcala hay otros muchos señores después de los cuatro principales, y que todos tienen vasallos, edifican por muchas calles, lo cual ha de ser causa que en breve tiempo ha de ser una gran ciudad. En la ciudad y dos o tres leguas a la redonda casi todos son nauales, y hablan la lengua principal de la Nueva España que es de nahuatl. Los otros indios desde cuatro leguas hasta siete, que esto tienen de poblada, y aun no por todas partes, son otomíes, que es la segunda lengua principal de esta tierra. Sólo un barrio o parroquia hay de pinomes.
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De cómo se comenzó la inquietud de los soldados por un papel y firmas; de lo que sobre ello dijo el adelantado a ciertos soldados, y de algunas murmuraciones y casos feos que hubo Como está dicho, el adelantado no se desembarcó por no tener casa hecha, y así, estaba en la nao y el maese de campo en tierra, a cuyo cargo estaba el orden de las cosas de ella. Empezó nuestra gente a buscar que comer, y siempre que iba un caudillo con doce o quince soldados por los pueblos de los indios (que eran muchos y del nuestro estaban cerca), y por sus labranzas y haciendas, ninguna vez dejaron de traer de seis hasta doce puercos, muchos cocos y plátanos y todo lo demás que en la isla hay; hallando los indios llanos y muy de paz, que aunque es verdad que al principio se huyeron, ya estaban con sus mujeres e hijos muy quietos en sus casas, y ellos mismos nos traían de comer cerca del campo, no los dejando entrar por que no viesen nuestra poca gente, y lo propio hacían a la nao, que ya parecían amigos según la solicitud. También Malope guardaba esta orden, y por la voluntad que a todos mostraba, nos pareció ser muy fija su amistad; y llegó a tanto, que el capitán don Lorenzo había concertado con los indios que vendrían a ayudar a hacer nuestras casas: pidiendo que los dejasen en las suyas, mostrando gran sentimiento cuando se las deshacían. Un día de los que vinieron, salió el vicario a ellos, y muchos con él; e hizo de dos palos una cruz; mandónos a todos la fuésemos a reverenciar; y luego los indios hicieron lo mismo, y se fueron con ella a su pueblo en procesión. Estando las cosas en este estado, comenzó a haber entre los soldados pareceres bien diferentes de los del adelantado. Dijeron que la tierra era ruin y muy pobre, y que no había de comer en toda ella, y que el sitio que poblaron no era bueno; no hallaron nada que les contentase. Lo que ayer les había parecido muy bien, ya les parecía mal; guiados de sus antojos, y olvidados de las obligaciones que tienen los que siguen la bandera de su Rey. En suma, hubo un papel con ciertas firmas, y lo que en él se decía, que pedían al adelantado los sacase de aquel lugar y les diese otro mejor, o los llevase a las islas que había pregonado. Tuvo el adelantado noticia del papel y firmas, por las escuchas y correos que el diablo tenía puestos y prestos para llevar y traer. Cayó luego enfermo, al parecer de pena de ver un tan mal principio a lo que deseaba muy buen fin; mas viendo cuán desordenadamente se corría, salió a tierra, y encontrando a uno que había firmado, le dijo: --¿Es vuesa merced cabeza de bando?, ¿ya otro no sabe que firmas de tres, sin el que puede, es género de motín?, y él respondió, dándole en la mano un papel: --He aquí lo que pedimos, y si otra cosa han dicho mienten. Sacó otro argumento un soldado, y el adelantado le dijo: --Calle, que tiene por qué callar. Y con esto se volvió a embarcar, y al punto mandó que el piloto de la galeota fuese a tierra, a donde fue recibido de ciertos soldados; sonóse que éste les dijo dejasen aquella tierra que en menos de treinta días los llevaría a otra buena. Entre medio de revoluciones se hizo en fin nuestra iglesia, para lo cual ya había de limosna presente buena copia, y demandas futuras partida de diez mil ducados; y cada día los sacerdotes decían misa en ella. Acudíase a buscar que comer, y cortábase mucha majagua para hacer cables: recogíanse las cuerdas que se podían haber de los indios; y la firma del papel andaba viva: túvose por cierto haber ochenta firmas. Los solicitadores no se olvidaban de afear la tierra, recordar trabajos e imposibilidades; y uno de éstos dijo a otro lo por qué le respondió, que en todo el mundo se trabajaba y que los trabajos de aquella tierra eran de calidad que bien merecían sus personas. Dos muertes de dos indios se dijo habían pasado, así: que estando el uno debajo de nuestra amistad, un soldado le dio un arcabuzazo por la garganta, con que luego cayó muerto; y el otro, que estando en conversación, le llamaron cuatro soldados aparte, y a puñaladas le mataron. Y esto se practicaba, y hacían por poner los indios de guerra y que con ella faltasen los bastimentos, para que obligados de su falta, fuesen las voluntades todas unas en salir y dejar la tierra; y también para que apretados los indios, apretasen el campo, y con este achaque pedir al adelantado la artillería, y desarmándola quedar fuertes. Sonábase que querían matar no sé a quién, y a ciertas personas que le seguían, y que los oficios estaban entre amigos repartidos; y se decía que una noche querían tocar arma falsa, y saliendo los del adelantado de sus casas, dar en ellos. Fue público que una noche, un tropel de armados iban a entrar en una casa a donde se guardaban de ellos; y como los sintieron y les pusieron los arcabuces en los pechos, se volvieron y entraron en una tienda, donde tentando las camas, no hallaron los dueños que juntos vivían, y juntos con temor dormían en el monte, y sus mujeres que los sintieron se alteraron. Y en otra parte probaron con una espalda el lugar de una cama, y siendo sentidos se fueron; y esto lo contaban los mismos. Y porque los cuentos fueron sin cuento, los dejo: y digo que un soldado me dijo como otros le habían preguntado, si quería ir al Perú; y que él había respondido que sí; y viendo su voluntad le dijeron que firmase el papel, que le mostraron, para pedirlo al adelantado; y que habiendo firmado le dijo cierta persona: --Pues habéis firmado, tened alistadas vuestras armas; y si viéredes trabado al maestre de campo y adelantado, poneos a la parte del maestre de campo, y haced como buen soldado: apuntad con vuestro arcabuz, y disparad; y no os digo que matéis; mas si matáredes, etc.; y que este mismo dijo en otra ocasión: --Mal haya yo porque anoche estorbé que no matasen a tantos hombres como se quisieron matar. Entre los varios pareceres de los inquietos, era uno que diesen barreno a los navíos y que no era de importancia enviar aviso al Perú, porque las islas do se hallaban, aunque fuesen buscadas no habían de ser halladas: y así que todos habían de ir o ninguno. A esto dijo un mejor intencionado, que la venida había sido por el bien de la gente de aquellas partes, y que si no se avisaba al Rey, para que enviase socorro, no se podía conseguir lo deseado. Encendió tanto esta honrada respuesta a otro, que vuelto una brasa, en ira le dijo: que no se quieren convertir: es un hato de ganado: como se han estado hasta agora se estén aquí en adelante que no habemos de morir aquí porque se salven; y prosiguiendo el primero dijo: --Dichoso sería yo, si el Señor me concediera fuese medio para que una sola alma se salve; cuanto más tantas como aquí se pueden salvar. Esto de volver al Perú, andaba tan válido, que no querían que ni aun el piloto mayor saliese por la mar a las cosas de importancia a que se ofreció; porque decías que se quería ir con la gente marinera, y no volver allí; y pudo tanto con el adelantado esta novela, que quitó las velas todas, y las puso en el cuerpo de guardia. No fue sólo éste el falso testimonio que se levantó, pues también a otra persona le levantaron otro; con que dejar la vida era poco, a trueque de que ellos cumplieran sus deseos; pero aquí se vio por experiencia que aprovechan poco trazas contra la verdadera inocencia, porque al autor de ellas las desbarata y mata; y bien sé que el daño que se pretendieron hacer, ya se lo ha perdonado. Dijo un amigo a los suyos: --¿Es vuesa merced de los otros que querían dejar la tierra? --Hermano, le respondió: ¿y qué habemos de hacer aquí? Dijo el otro: --Lo que venimos a hacer, y cuando todos se fuesen, había de quedarse sólo por cumplir con lo debido; y que el amigo que desdijese, lo había sin más orden, de desangrar con un puñal. Este tiempo confuso y bueno era para que cada uno brotase claro la buena voluntad, si la tenía. Quejosos e indeterminados soldados, como no se les ve firmeza, abren puertas para que les tienten los ánimos y se determinen los que están y no están determinados, que diga uno en público: --El maese de campo es mi gallo, todos le han miedo: lo que él manda se obedece. Ya anda madurando: antes de poco se verán cosas y luego tendremos libertad. También se decía, que en los vestidos de doña Isabel había para gastar dos años; y que dijo uno, que se había de tener por muy dichoso quien sacase a su mujer de la mano; y otro: --Quédense los tales y tales, que nosotros nos habemos de ir aunque pese a quien pesare, y en mi reino me he de ver; y semejantes disparates que los llevaban precipitadamente a la muerte; y también que se decía: llevaremos por piloto a fulano, que no es conocido en el mundo, y éste nos llevará al despoblado de Chile, y con que quiera lo contentaremos, y nos iremos a Potosí. En fin, cada palabra era un motín y alzamiento. Bien se fabricaba esta torre de confusión sobre cimientos de venganzas, y vanidades desordenadas de ambición y cudicia, pestes en semejantes empresas. Esto de faltar reportación y prudencia, ¿qué no destruirá? Ya bajo se verá.
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CAPÍTULO XVI Llegan los treinta caballeros donde está el capitán Pedro Calderón y cómo fueron recibidos Hecha la heroica determinación, siguieron su camino y cuanto más adelante pasaron tanto más se certificaban en la sospecha y en el temor que llevaban, porque de ninguna manera hallaban rastro de caballos ni otra señal por do pudiesen determinar que hubiesen andado por allí españoles. Así caminaron hasta llegar a una laguna pequeña, que estaba menos de media legua del pueblo de Hirrihigua, donde hallaron rastro fresco de los caballos y señal de que se había hecho lejía y lavado ropa en ella. Con estas muestras se regocijaron grandemente los españoles y sus caballos. Oliendo el rastro de los otros se alentaron y tomaron nuevos bríos, de tal manera que parecía que salían entonces de las caballerizas, holgados de veinte días. Con el contento que se puede imaginar, y con el nuevo aliento de los caballos, se dieron más prisa a caminar. Los caballos iban rechazando del suelo, con saltos y brincos, que sus dueños no los podían sosegar ni tener. Tan buenos eran que, cuando se pensaba que de cansados no pudieran tenerse, hacían esto. Llegaron a dar vista al pueblo de Hirrihigua a puesta de sol, habiendo caminado aquel día, sin correr, once leguas, y fue la jornada más corta que en todo este viaje hicieron. Del pueblo salía la ronda de a caballo de dos en dos, con sus lanzas y adargas, para velar y guardar su alojamiento. Juan de Añasco y sus compañeros se pusieron asimismo de dos en dos, y, como si fuera entrada de juego de cañas, llegando a carrera de caballo con mucha algarada, grita, fiesta y regocijo, corrieron a toda furia hasta el pueblo con tal orden que, cuando los primeros iban parando, los segundos iban corriendo a media carrera y los terceros partían del puesto. Así corrieron todos, que pareció muy bien el orden que llevaron y fue una fiesta alegre y placentera y término de una jornada tan trabajosa como la hemos visto. A la grita que daban los que corrían, salieron el capitán Pedro Calderón y todos soldados, y holgaron mucho de ver la buena entrada que hacían los que venían. Recibiéronlos con muchos abrazos y común regocijo de todos, y fue de notar que, a las primeras palabras que hablaron los que estaban, sin haber preguntado por la salud del ejército ni del gobernador ni de otro algún amigo particular, preguntaron casi todos a una, con gran ansia de saberlo, si había mucho oro en la tierra. La hambre y deseo de este metal muchas veces pospone y niega los parientes y amigos. Habiendo pasado muchos más trabajos y peligros que hemos dicho, acabaron estos veinte y ocho caballeros esta jornada, aunque no fue para acabar los trabajos, sino para empezar otros mayores y más largos afanes, como adelante veremos. Tardaron en el camino once días. Uno de ellos gastaron en pasar el río de Ocali, y otro les ocupó la ciénaga grande, de manera que en nueve días caminaron ciento y cincuenta leguas, pocas más que hay de Apalache a la bahía que llamaron de Espíritu Santo y pueblo de Hirrihigua. Por esto poco que hemos contado que pasaron en esta breve jornada, se podrá considerar y ver lo que los demás españoles habrán pasado en conquistar y ganar un nuevo mundo, tan grande y tan áspero como lo es de suyo, sin la ferocidad de sus moradores, y, por el dedo del gigante, se podrá sacar el grandor de su cuerpo, aunque ya en estos días los que no lo han visto, como gozan a manos enjutas del trabajo de los que lo ganaron, hacen burla de ellos, entendiendo que con el descanso que ellos ahora lo gozan, con ése lo ganaron los conquistadores. El capitán Juan de Añasco, luego que llegó al pueblo de Hirrihigua, se informó del capitán Pedro Calderón si los indios de aquella provincia y los de Mucozo le habían mantenido paz y héchole amistad, y, habiendo sabido que sí, mandó soltar luego las indias y muchachos que traían presos, y con dádivas los envió a su tierra y les mandó que dijesen a su curaca Mucozo viniese a verlos y trajese gente para llevar a sus casas el matalotaje y otras muchas cosas que a la partida de los españoles pensaban dejarles y que hubiese por encomendado el caballo que en su tierra había quedado cansado. Las mujeres y muchachos se fueron muy contentos con tan buen recaudo, y al tercer día vino el buen Mucozo acompañado de sus caballeros y gente noble, y trajo el caballo consigo, y la silla y freno trajeron los indios a cuestas, que no supieron echársela. Con mucho contento y amor abrazó el cacique Mucozo al capitán Juan de Añasco, y a todos los que con él venían, y uno por uno les preguntó cómo venían de salud y cómo quedaba el gobernador su señor y los demás capitanes, caballeros y soldados. Después de haberse informado de la salud del ejército, quiso saber muy particularmente cómo les había ido por el camino a la ida y a la venida; qué batallas, recuentros, hambres, trabajos y necesidades habían pasado; y, al cabo de sus preguntas, que la plática fue muy larga y gustosa, dijo que holgaría mucho poder imprimir su ánimo y voluntad en todos los curacas y señores de aquel gran reino para que todos sirviesen al gobernador y a sus españoles como ellos merecían y él lo deseaba. El contador y capitán Juan de Añasco, habiendo notado cuán de otra manera los había recibido y hablado este curaca que sus propios compañeros, que no habían preguntado sino por oro, le rindió las gracias en nombre de todos por el amor que les tenía; de parte del general les dio muchas encomiendas a él y a todos los suyos en agradecimiento de la paz y amistad que con el capitán Pedro Calderón y sus soldados habían tenido, y por la afición que siempre les había mostrado. Sin estas razones, hubo de ambas partes otras muchas palabras de comedimiento y amor, y las del indio, según iban ordenadas y dichas a propósito, admiraban a los españoles, porque, cierto, fue dotado de todas las buenas partes que un caballero que se hubiese criado en la corte más política del mundo pudiera tener, que, demás de los dotes corporales, de buena disposición de cuerpo y hermosura de rostro, los del ánimo, de sus virtudes y discreción, así en obras como en palabras, eran tales que con razón se maravillaban de él nuestros españoles, viéndole nacido y criado en aquellos desiertos, y muy justamente le amaban por su buen entendimiento y mucha bondad, y así fue gran lástima que no le convidasen con el agua del bautismo, que, según su buen juicio, pocas persuasiones fueran menester para sacarlo de su gentilidad y reducirlo a nuestra Fe Católica. Y fuera un galano principio para esperar que tal grano echara muchas espigas y hubiera mucha mies. Mas no es de culparles, porque estos cristianos habían determinado de predicar y administrar los sacramentos de nuestra ley de gracia después de haber conquistado y hecho asiento en la tierra, y esto les entretuvo para que no los administraran desde luego. Y esto quede aquí dicho para que sirva de disculpa y descargo de estos castellanos de haber tenido el mismo descuido en otros semejantes pasos que adelante veremos, que cierto se perdieron ocasiones muy dispuestas para ser predicado y recibido el evangelio, y no se espanten que se pierdan los que las pierden.
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De cómo matan a sus enemigos que captivan, y se los comen Luego, dende a poco que hobo llegado el gobernador a la dicha ciudad de la Ascensión, los pobladores y conquistadores que en ella halló le dieron grandes querellas y clamores contra los oficiales de Su Majestad, y mandó juntar todos los indios naturales, vasallos de Su Majestad; y así juntos, delante y en presencia de los religiosos y clérigos, les hizo su parlamento, diciéndoles cómo Su Majestad lo había enviado a los favorescer y dar a entender cómo habían de venir en conoscimiento de Dios y ser cristianos, por la doctrina y enseñamiento de los religiosos y clérigos que para ello eran venidos, como ministros de Dios, y para que estuviesen debajo de la obediencia de su Majestad, y fuesen sus vasallos, y que de esta manera serían mejor tratados y favorecidos que hasta allí lo habían sido; y allende de esto, les fue dicho y amonestado que se apartasen de comer carne humana, por el grave pecado y ofensa que en ello hacían a Dios, y los religiosos y clérigos se lo dijeron y amonestaron; y para les dar contentamiento, les dio y repartió muchos rescates, camisas, ropas, bonetes y otras cosas, que se alegraron. Esta generación de los guaraníes es una gente que se entiende por su lenguaje todos los de las otras generaciones de la provincia, y comen carne humana de otras generaciones que tienen por enemigos, cuando tienen guerra unos con otros; y siendo de esta generación, si los captivan en las guerras, tráenlos a sus pueblos, y con ellos hacen grandes placeres y regocijos, bailando y cantando, lo cual dura hasta que el captivo está gordo, porque luego que lo captivan lo ponen a engordar y le dan todo cuanto quiere a comer, y a sus mismas mujeres e hijas para que haga con ellas sus placeres, y de engordallo no toma ninguno el cargo y cuidado, sino las propias mujeres de los indios, las más principales de ellas, las cuales lo acuestan consigo y lo componen de muchas maneras, como es su costumbre, y le ponen mucha plumería y cuentas blancas, que hacen los indios de hueso y de piedra blanca, que son entre ellos muy estimadas, y en estando gordo, son los placeres, bailes y cantos muy mayores, y juntos los indios, componen y aderezan tres mochachos de edad de seis años hasta siete, y danles en las manos unas hachetas de cobre, y un indio, el que es tenido por más valiente entre ellos, toma una espada de palo en las manos, que la llaman los indios macana; y sácanlo en una plaza, y allí le hacen bailar una hora, y desque ha bailado, llega y le da en los lomos con ambas manos un golpe, y otro en las espinillas para derribarle, y acontesce, de seis golpes que le dan en la cabeza, no poderlo derribar, y es cosa muy de maravillar el gran testor que tienen en la cabeza, porque la espada de palo con que les dan es de un palo muy recio y pesado, negro, y con ambas manos un hombre de fuerza basta a derribar un toro de un golpe, y al tal captivo no lo derriban sino de muchos, y en fin al cabo, lo derriban, y luego los niños llegan con sus hachetas, y primero el mayor de ellos o el hijo del principal, y danle con ellas en la cabeza tantos golpes, hasta que le hacen saltar la sangre, y estándoles dando, los indios les dicen a voces que sean valientes y se enseñen y tengan ánimo para matar sus enemigos y para andar en las guerras, y que se acuerden que aquél ha muerto de los suyos, que se venguen de él; y luego como es muerto, el que le da el primer golpe toma el nombre del muerto y de allí adelante se nombra del nombre del que así mataron, en señal que es valiente, y luego las viejas lo despedazan y cuecen en sus ollas y reparten entre sí, y lo comen, y tiénenlo por cosa muy buena comer dél, y de allí adelante tornan a sus bailes y placeres, los cuales durante por otros muchos días, diciendo que ya es muerto por sus manos su enemigo, que mató a sus parientes, que agora descansarán y tomarán por ello placer.
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De lo que nos sucedió costeando las sierras de Tuxtla y de Tuspa Después que de nosotros se partió el capitán Pedro de Alvarado para ir a la isla de Cuba, acordó nuestro general con los demás capitanes y pilotos que fuésemos costeando y descubriendo todo lo que pudiésemos; e yendo por nuestra navegación, vimos las sierras de Tustla, y más adelante de ahí a otros dos días vimos otras sierras muy altas, que ahora se llaman las sierras de Tuspa; por manera que unas sierras se dicen Tustla porque están cabe un pueblo que se dice así, y las otras sierras se dicen Tuspa porque se nombra el pueblo, junto adonde aquellas están, Tuspa; e caminando más adelante vimos muchas poblaciones, y estarían la tierra adentro dos o tres leguas, y esto es ya en la provincia de Pánuco; e yendo por nuestra navegación, llegamos a un río grande, que le pusimos por nombre río de Canoas, e allí enfrente de la boca dél surgimos. Y estando surtos todos tres navíos, y estando algo descuidados, vinieron por el río diez y seis canoas muy grandes llenas de indios de guerra, con arcos y flechas y lanzas, y vanse derechos al navío más pequeño, del cual era capitán Alonso de Ávila, y estaba más llegado a tierra, y dándole una rociada de flechas, que hirieron a dos soldados, echaron mano al navío como que lo querían llevar, y aun cortaron una amarra; y puesto que el capitán y los soldados peleaban bien, y trastornaron tres canoas, nosotros con gran presteza les ayudamos con nuestros bateles y escopetas y ballestas, y herimos más de la tercia parte de aquellas gentes; por manera que volvieron con la mala ventura por donde habían venido. Y luego alzamos áncoras e dimos vela, e seguimos costa a costa hasta que llegamos a una punta muy grande; y era tan mala de doblar, y las corrientes muchas, que no podíamos ir adelante; y el piloto Antón de Alaminos dijo al general que no era bien navegar más aquella derrota, e para ello se dieron muchas causas, y juego se tomó consejo de lo que se había de hacer, y fue acordado que diésemos la vuelta de la isla de Cuba, lo uno porque ya entraba el invierno e no había bastimentos, e un navío hacía mucha agua, y los capitanes disconformes, porque el Juan Grijalva decía que quería poblar, y el Francisco Montejo e Alonso de Ávila decían que no se podían sustentar por causa de los muchos guerreros que en la tierra había; e también todos nosotros los soldados estábamos hartos e muy trabajados de andar por la mar Así que dimos vuelta a todas velas, y las corrientes que nos ayudaban, en pocos días llegamos en el paraje del gran río de Guazacualco, e no pudimos estar por ser el tiempo contrario, y muy abrazados con la tierra entramos en el río de Tonalá, que se puso nombre entonces San Antón, e allí se dio carena al un navío que hacía mucha agua, puesto que tocó tres veces al estar en la barra, que es muy baja; y estando aderezando nuestro navío vinieron muchos indios del puerto de Tonalá, que estaba una legua de allí, e trajeron pan de maíz y pescado e fruta, y con buena voluntad nos lo dieron; y el capitán les hizo muchos halagos e les mandó dar cuentas verdes y diamantes, e les dijo por señas que trajesen oro a rescatar, e que les daríamos de nuestro rescate; e traían joyas de oro bajo, e se les daban cuentas por ello. Y desque lo supieron los de Guazacualco e de otros pueblos comarcanos que rescatábamos, también vinieron ellos con sus piecezuelas, e llevaron cuentas verdes, que aquellos tenían en mucho. Pues demás de aqueste rescate, traían comúnmente todos los indios de aquella provincia unas hachas de cobre muy lucidas, como por gentileza e a manera de armas, con unos cabos de palo muy pintados, y nosotros creímos que eran de oro bajo, e comenzamos a rescatar dellas; digo que en tres días se hubieron más de seiscientas dellas, y estábamos muy contentos con ellas, creyendo que eran de oro bajo, e los indios mucho más con las cuentas; mas todo salió vano que las hachas eran de cobre e las cuentas un poco de nada. E un marinero había rescatado secretamente siete hachas y estaba muy alegre con ellas, y parece ser que otro marinero lo dijo al capitán, e mandole que las diese; y porque rogamos por él, se las dejó, creyendo que eran de oro. También me acuerdo que un soldado que se decía Bartolomé Pardo fue a una casa de ídolos, que ya he dicho que se decía cues, que es como quien dice casa de sus dioses, que estaba en un cerro alto, y en aquella casa halló muchos ídolos, e copal, que es como incienso, que es con que zahuman, y cuchillos de pedernal, con que sacrificaban e retajaban, e unas arcas de madera, y en ellas muchas piezas de oro, que eran diademas e collares, e dos ídolos, y otros como cuentas; y aquel oro tomó el soldado para sí, y los ídolos del sacrificio trajo al capitán. Y no faltó quien le vio e dijo al Grijalva, y se lo quería tomar; e rogámosle que se lo dejase; y como era de buena condición, que sacado el quinto de su majestad, que lo demás fuese para el pobre soldado; y no valía ochenta pesos. También quiero decir cómo Yo sembré unas pepitas de naranjas junto a otras casas de ídolos, y fue desta manera: que como había muchos mosquitos en aquel río, fuime a dormir a una casa alta de ídolos, e allí junto a aquella casa sembré siete u ocho pepitas de naranjas que había traído de Cuba, e nacieron muy bien; parece ser que los papas de aquellos ídolos les pusieron defensa para que no las comiesen hormigas, e las regaban e limpiaban desque vieron que eran plantas diferentes de las suyas. He traído aquí esto a la memoria para que se sepa que estos fueron los primeros naranjos que se plantaron en la Nueva-España, porque después de ganado México e pacíficos los pueblos sujetos de Guazacualo, túvose por la mejor provincia, por causa de estar en la mejor comodación de toda la Nueva-España, así por las minas, que las había, como por el buen puerto, y la tierra de suyo rica de oro y de pastos para ganados; a este efecto se pobló de los más principales conquistadores de México, e yo fui uno, e fui por mis naranjos y traspúselos, e salieron muy buenos. Bien se que dirán que no hace al propósito de mi relación estos cuentos viejos, y dejarlos he: e diré cómo quedaron todos los indios de aquellas provincias muy contentos, e luego nos embarcamos y vamos la vuelta de Cuba, y en cuarenta y cinco días, unas veces con buen tiempo y otras veces con contrario, llegamos a Santiago de Cuba, donde estaba el gobernador Diego Velázquez, y él nos hizo buen recibimiento; y desque vio el oro que traíamos, que sería cuatro mil pesos, e con el que trajo primero el capitán Pedro de Alvarado sería por todo unos veinte mil pesos, unos decían más e otros decían menos, e los oficiales de su majestad sacaron el real quinto; e también trajeron las seiscientas hachas que parecían de oro, e cuando las trajeron para quintar estaban tan mohosas, en fin como cobre que era, y allí hubo bien que reír y decir de la burla y del rescate. Y el Diego Velázquez con todo esto estaba muy contento, puesto que parecía estar mal con el pariente Grijalva; e no tenía razón sino que el Alfonso de Ávila era mal acondicionado: y decía que el Grijalva era para poco, e no faltó el capitán Montejo, que le ayudó mal. Y cuando esto pasé, ya había otras pláticas para enviar otra armada, e a quién elegirían por capitán.
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Capítulo XVI Cómo llegó Juan Tafur adonde estaban los cristianos, y cómo fueron puestos en libertad, queriendo todos, si no fueron trece, volverse; y éstos y Pizarro se quedaron Llegado a la isla del Gallo Juan Tafur con los navíos, como los españoles que estaban con el capitán Francisco Pizarro entendieron a qué era su venida, lloraban de alegría. Parecíales que salían de otro cautiverio peor que el de Egipto. Echaban muchas bendiciones al gobernador por que tan bien lo miró. Presentó el mandamiento y fue obedecido, no dejando Francisco Pizarro de tener congoja grande, viendo, por una parte, cómo todos se querían ir. Y mirando lo que sus compañeros le escribían, determinó de perseverar en su demanda, confiando en Dios que le daría aliento y aparejo para ello. Y con semblante reposado dijo a sus compañeros, cómo por virtud del mandamiento que había venido de Panamá podían volverse, y era en su mano, y que si él no había consentido que dejasen la tierra, era porque descubriendo alguna buena, se remediasen; porque ir pobres a Panamá lo tenía por más trabajo que no morir, pues iban a dar importunidades; y díjoles más, que se holgaba de una cosa, que si habían pasado trabajos y hambres que no se había él excusado de no pasarlos, sino hallándose en la delantera, como todos habían visto; por tanto, que les rogaba lo mirasen y considerasen lo uno y lo otro, y que le siguiesen, para descubrir por camino de mar lo que hubiese: pues los indios que tomó Bartolomé Ruiz decían tantas maravillas de la tierra de adelante. Aunque el capitán dijo estas palabras y otras, sus compañeros no le quisieron oír, antes dieron prisa a Juan Tafur para que volviese a Panamá y los sacase de entre aquellos montes; si no fueron trece que de compasión que le tuvieron y por no querer volver a Panamá dijeron que le tendrían compañía para vivir o morir con él. Y porque permitiéndolo Dios, Francisco Pizarro con estos trece descubrió el Perú, como se dirá más adelante, los nombraré a todos; y digo llamarse Cristóbal de Peralta, Nicolás de Ribera, Pedro de Candía, Domingo de Soria, Luciani, Francisco de Cuéllar, Alonso de Molina, Pedro Falcón, García de Xerez, Antón de Carrión, Alonso Briceño, Martín de Páez, Juan de la Torre. Estos, con toda la voluntad, se ofrecieron de quedar con Pizarro, de que no poco se alegró, dando gracias a Dios por ello, pues había sido servido de ponerles en corazón la quedada. Y habló con Juan Tafur para que le diese uno de los navíos, como el gobernador mandaba, para los que querían seguir a descubrir lo de adelante. No quiso dar el navío Tafur, que fue otro dolor para el congojado Pizarro; ni bastó requerírselo ni protestárselo ni rogárselo; ni aun partidos y promesas grandes que le hizo para que dejase uno de los navíos. Y como esto vio muy atribulado le dijo que se fuese con Dios, que él se quedaría con aquellos poquitos allí, hasta que de Panamá le enviasen navío. Tafur, no creyendo que quisiesen quedar entre indios tan pocos hombres, pues era más temeridad que esfuerzo, le respondió que fuese en buen hora. Esto pasado, el capitán habló con los que habían de quedar con él para se determinar en qué lugar podrían quedar seguramente sin temor de los indios hasta que de Panamá les enviasen navío; y entre ellos platicado y bien pensado, acordaron de quedar en la isla de la Gorgona, aunque era mala tierra, porque no había gente y tenían agua y podrían con el maíz que tenían pasarse algunos días en ella. Y escribió a sus compañeros de la manera que quedaba y cuánto convenía que con brevedad le enviasen navío para descubrir la tierra, que decían los indios que se tomaron en la balsa. También escribió al gobernador mostrando sentimiento por lo que había proveído; y, metiéndose en los navíos, Pizarro se quedó en la Gorgona con los ya nombrados y algunos indios e indias. Juan Tafur lo hizo tan mal, que dicen que aún no daba lugar para que sacasen el maíz que les había de quedar y que lo echaron en la marina con la prisa que daba, donde se pudrió mucho de ello y se quería llevar los indios de Túmbez que tenía Pizarro para lenguas; mas al fin los dejó, yendo Ribera por ellos al navío donde estaban; y Juan Tafur, con los españoles dio la vuelta a Panamá, habiéndole primero rogado Francisco Pizarro al piloto Bartolomé Ruiz, que volviese en el navío que había de venir; y quedó en la isla de Gorgona con sus trece compañeros.
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CAPÍTULO XVI Ruinas de Nohpat. --Montículo elevado. --Gran vista. --Figura humana esculpida. --Terrazas. --Monstruosa figura esculpida. --Calavera y canillas. --Situación de las ruinas. --Viaje a Kabah. --Chozas cobijadas de guano. --Arribo a las ruinas. --Regreso al pueblo. --Asombro de los indios. --Criado de precio. --Fiesta del Corpus. --Pluralidad de santos. --Manera de poner un santo debajo de un patrocinio. --Procesión. --Fuegos artificiales. --Baile. --Exceso de población femenina. --Una danza Al siguiente día salimos para otra ciudad arruinada. Está situada sobre el camino de Uxmal, y era la misma que había visto en mi primera visita a Ticul, y se le conocía con el nombre Nohpat. A una legua de distancia salimos del camino real y tomamos otro a la izquierda, que no era más que una vereda de milpa, la cual seguimos, encontrándonos, al cabo de quince minutos, entre las ruinas. Sobre las demás se alzaba un elevado montículo con un edificio arruinado sobre su cumbre. Desmontamos a su pie y amarramos los caballos. Su pendiente mide ciento cincuenta pies y cerca de doscientos y cincuenta su base. Se ha separado y caído parte de la cima o cumbre, sobre la cual yace el edificio arruinado, de suerte que presenta el aspecto de una quebrada; y, según nos dijo Cocom, el guía se había desprendido en la última estación de aguas. Subimos arriba por el lado de la quebrada, y, pasando por la parte superior del montículo, bajamos por el del sur, en donde encontramos una gigantesca escalera cubierta de vegetación y maleza, pero con la mayor parte de los escalones en su respectivo sitio, casi enteros. Consiste el edificio arruinado de la cumbre en un solo corredor de tres pies y cinco pulgadas de ancho. Desde allí observamos desparramadas a nuestros pies las ruinas todas de Nohpat, en medio de una llanura silvestre sembrada de cerros artificiales cubiertos de arboleda, y los cuales demarcamos con los nombres con que eran conocidos los indios. Hacia el O. cuarta al N. se alzaban las ruinas de Uxmal a la vista del admirado espectador, pues a aquella distancia aparecían como enteras y en todo su esplendor formando parte de una ciudad animada. A nuestro frente descollaba la casa del gobernador, y tan próxima y cercana, que acertábamos a distinguir el terreno de puertas adentro, y ciertamente hubiéramos distinguido también a cualquier hombre que hubiese andado por encima de sus grandes terrazas, y, sin embargo, durante las dos primeras semanas que estuvimos en Uxmal, nada supimos de la existencia de este lugar, que era imposible que viéramos desde allí por hallarse todo escondido y cubierto de arboleda. Bajamos de este montículo pasando a un lado de la escalera, y en seguida subimos a una elevada plataforma, en cuyo centro yacía una ruda piedra redonda, semejante a la llamada "Picota" que se encuentra en los patios de Uxmal. Al pie de la escalinata había otra gran piedra plana, que tiene esculpida sobre su superficie una colosal figura humana. Tiene de largo esta piedra once pies cuatro pulgadas, y de ancho tres pies diez pulgadas. Está asentada de espaldas sobre el suelo, rota por en medio en dos pedazos. La escultura es ruda, gastada por el tiempo, y ahora es difícil distinguir sus perfiles. Probablemente estaba en pie, pero, habiéndose caído y roto, ha estado por muchos años con la cara al cielo, expuesta a la fuerza y torrente de las lluvias. Decían los indios que era el retrato del rey de los antiguos, y sin duda lo era de algún señor o cacique. En la parte del S. E. del patio y a corta distancia, hay otra plataforma o terraza con dos grupos de edificios que forman un ángulo recto. Uno de ellos tenía dos pisos con árboles que crecían y nacían del techo y las paredes, presentando un conjunto de ruinas las más pintorescas que hubiese visto en el país. Al acercarnos, vimos al Dr. Cabot trepándose al techo por uno de los árboles que se desprendían de un ángulo del edificio en busca de un pájaro; y con el ruido que hacía espantó una gigantesca iguana, la cual saltando de árbol en árbol se echó a correr por la cornisa, y se fue a refugiar a una de las grietas de la pared del frente. Más allá había otra terraza con edificios arruinados cubiertos de árboles, que presentaban un aspecto muy pintoresco, y la cual nos parecía de las más atractivas e interesantes de todas las que hasta entonces habíamos visto; circunstancia que indujo a Mr. Catherwood a dibujarlas. De allí pasamos muchos otros edificios y montículos arruinados, y a la distancia de seis o setecientos pies salimos a un campo abierto, que formaba la parte más curiosa e interesante de estas ruinas. Yacía en las inmediaciones de tres montículos, de los cuales tirando líneas entre sí formaban ángulos rectos, y en el espacio abierto que había en el centro se encontraban varios de monumentos esculpidos despedazados, caídos y algunos de ellos medio enterrados. Cabezas y cuerpos rotos yacían desparramados en tal confusión, que al principio no acertábamos a descubrir la conexión que tuvieran entre sí, hasta que examinados con detención encontramos dos fragmentos, los cuales, por la forma que presentaban las superficies de la parte rota, parecían componer las de una misma pieza. Una de estas partes o fragmentos representaba una monstruosa cabeza, y la otra un cuerpo aún más monstruoso. Este último lo asentamos en su posición propia, y con alguna dificultad, por medio de palos y de las sogas que los indios desataron de sus alpargatas, logramos levantar la otra y colocarla en su lugar correspondiente tal cual estuviera antes. Este monumento consistía de una masa de piedra sólida de cuatro pies, cuatro pulgadas de alto, un pie y seis pulgadas de espesor, y representaba una figura humana agachada, con una expresión horrible en la cara, la cual la tenía casi vuelta sobre un hombro. El tocado figuraba la cabeza de una bestia salvaje, pudiéndose distinguir todavía con facilidad las orejas, ojos, dientes y quijadas. La escultura es ruda, y toda la figura tiene un aspecto tosco y feo. Probablemente es uno de los ídolos que adoraba el pueblo de esta ciudad antigua. Se encontraban otros del mismo carácter general, pero con la escultura muy borrada y gastada por el transcurso del tiempo. Además de éstos, había fragmentos de monumentos de un carácter distinto, medio enterrados en el suelo y esparcidos por aquí y acullá, sin ningún orden aparente, pero que evidentemente se adaptaban el uno al otro. Después de examinarlos por algún tiempo, los colocamos del modo que a nuestro juicio debían haber estado. Varían de un pie cuatro pulgadas a un pie diez pulgadas de largo, y todos tienen la misma altura de dos pies tres pulgadas. Presentaban un diseño formado de calaveras y canillas: la escultura es de bajorrelieve, clara y distinta todavía. Probablemente era éste el lugar sagrado de la ciudad, en donde se ostentaban en presencia del pueblo sus ídolos y deidades rodeados de los emblemas de la muerte. Estas ruinas están situadas en las tierras del común del pueblo de Nohcacab, a lo menos así lo dice el alcalde de este pueblo, aunque D. Simón las reclama como pertenecientes a las de la hacienda Uxmal; bien que no creo que el arreglo de esta cuestión valga la pena de una mensura. El nombre Nohpat está compuesto de dos palabras mayas que significan "gran señor"; y éstos son todos los informes que pude obtener respecto de esta antigua ciudad. Si la hubiéramos descubierto antes, seguramente nos estableciéramos allí hasta explorarlo todo, pues sus montículos y vestigios de edificios, aunque en un estado muy ruinoso, acaso son tan numerosos como los de Uxmal. Hacía un día como uno de los más hermosos del mes de octubre en nuestro país, soplando una brisa fresca y constante que templaba el calor. El país en que yacían las ruinas era despejado y abierto, o con árboles suficientes para adornar el paisaje y dar a aquéllas un aspecto pintoresco. Estaba cortado por numerosas veredas y cubierto de gramas, como el más hermoso prado de nuestro país, y era aquélla la primera y única vez que encontrábamos placer en dar un nuevo paseo por el campo. Bernardo llegó del pueblo con un indio cargado de víveres; precisamente en el momento en que deseábamos comer, y, en fin, todo contribuyó a hacer de aquel día uno de los más agradables y satisfactorios de los que pasamos entre las reliquias de los antiguos. El día siguiente, 8 de enero, salimos con dirección a Kabah, por el camino real de Bolonchén. La bajada de la rocallosa meseta sobre la cual está situado el convento era de aquel lado áspera, desigual y precipitada. Pasamos por una larga calle de casas de guano, ocupadas exclusivamente por indios, algunas de las cuales tenían un aspecto muy pintoresco. Al fin de la calle, como igualmente a la extremidad de las otras tres calles principales que corren en dirección de los puntos cardinales, se encuentra una capillita con su altar, en donde los indios puedan hacer sus oraciones al salir del pueblo y dar gracias por su feliz regreso. Saliendo del pueblo, el camino es pedregoso y limitado por ambos lados de árboles y matojos ruines, pero, según fuimos avanzando el país comenzó a despejarse y a adornarse de hermosa arboleda. A distancia de dos leguas, tomamos a la izquierda por una vereda de milpa y no tardamos en vernos metidos entre árboles y arbustos cubiertos de un espeso follaje, que, después de la hermosa y despejada campiña de Nohpat, no pudimos menos de considerar como una vicisitud de la fortuna. Algo más allá, vimos a través de un descampado un montículo elevado y cubierto de vegetación, sobre el cual había un edificio semejante a la casa del enano, que descollaba sobre todos los demás objetos adyacentes y que estaba anunciando el asiento de otra antigua y perdida ciudad. Moviéndonos algo más todavía, para ver mejor por el claro de los árboles, vislumbramos un gran edificio de piedra, con el frontis entero según las apariencias. Apenas habíamos expresado nuestra admiración, cuando vimos otro, y otro más todavía a corta distancia. ¡Tres grandes edificios a un tiempo con fachadas perfectas y enteras, según lo que habíamos podido descubrir con trabajo y desde aquella distancia! Esto era realmente una sorpresa para nosotros; crecían nuestra admiración y asombro, y estábamos tan excitados, como si fuese ésta la primera ciudad arruinada que hubiésemos descubierto. Los guías nos abrieron una vereda, y avanzamos con gran dificultad hasta hallarnos al pie de una terraza cubierta de arboleda espesa, enfrente del edificio más cercano. Detuvímonos allí: los indios despejaron un trecho del terreno para atar y asegurar los caballos, y, trepando sobre una destruida pared de la terraza, fuera de la cual crecían enormes árboles, salimos a la plataforma y nos encontramos delante de un edificio con sus paredes en pie, y, aunque con su frente dilapidado, manifestando en sus restos haberse hallado más ricamente decorado que ninguno de los de Uxmal. Atravesamos la terraza, ascendimos las escaleras, y entrando por las abiertas puertas, paseamos todas las piezas. Bajamos luego por la parte posterior de la terraza, y subimos en seguida por una gran escalinata de piedra diferente de todas las que habíamos visto, y tentando el camino por entre la arboleda, pasamos al edificio siguiente, que presentaba una fachada casi entera con árboles que brotaban de sus lados y sobre su parte superior, de tal suerte que parecía que la naturaleza se había combinado con las ruinas para producir más pintoresco efecto. En el camino obtuvimos vislumbres de otros edificios separados de nosotros por un espeso monte bajo; y, después de haber pasado una mañana muy trabajosa, pero interesante, regresamos al primer edificio. Desde que salimos por primera vez en busca de ruinas, jamás nos habíamos sorprendido tanto, pues durante nuestra permanencia en Uxmal, y hasta mi visita forzada a Ticul y consecuente intimidad afortunada con el cura Carrillo, no había oído hablar nunca de la existencia de semejante lugar. Era completamente desconocido, y los indios que nos guiaron a estos edificios, después de conducirnos hasta ellos, aparecían tan ignorantes como nosotros mismos. Nos dijeron que éstos eran todos, pero no quisimos creerles: estábamos seguros que había otros enterrados en el bosque, y, tentados por la variedad y novedad de lo que veíamos, resolvimos no menearnos de allí hasta descubrirlos todos. Desde que llegamos a Nohcacab habíamos explorado "una ciudad por día", pero aquí nos encontramos con un vasto campo de ruinas en donde trabajar, y desde la primera ojeada nos satisficimos de las muchas dificultades que había que superar. No existía ningún rancho ni habitación de ninguna clase más cerca que el pueblo. Los edificios mismos ofrecían un buen abrigo: con el desmonte necesario se podían convertir en una residencia extremadamente agradable, y por muchas razones fuera prudente que de nuevo habitásemos entre las ruinas. Sin embargo, este proyecto no estaba exento de peligros, pues la estación de los nortes parecía no tener fin: todos los días llovía, y, estando muy espeso el follaje de los árboles, el sol no podía penetrar lo suficiente para secar el terreno antes de que lloviese otro aguacero, y por consiguiente se respiraba por todo el país circunvecino un aire húmedo e insalubre. Reinaba además la abundancia en el pueblo, por nuestra desgracia, porque la cosecha de maíz había sido buena, y, como los indios tenían bastante qué comer, no se apuraban por trabajar. Ya habíamos palpado las dificultades que se ofrecían en conseguirlos para el trabajo y la necesidad de que estuviéramos continuamente presentes, día con día, para urgirlos a trabajar. Por supuesto que ni imaginarse debía el que lográsemos persuadirlos a que se quedasen en las ruinas. Determinamos, pues, continuar viviendo en el convento e ir a ellas todos los días. Regresamos al pueblo por la tarde, y en la noche tuvimos muchas visitas. La sensación que habíamos producido había ido tomando incremento, y los indios estaban realmente poco dispuestos a trabajar en nuestro servicio. La venida de extranjeros, aun de personas de Mérida y Campeche, era un evento extraordinario, y hasta entonces nunca se habían visto allí ingleses. La circunstancia de que veníamos a trabajar y descubrir ruinas era asombrosa, incomprensible, y ni el indio más viejo hacía memoria de que se hubiesen perturbado jamás. La noticia de la excavación de los huesos de San Francisco había llegado hasta allí, y conversaban mucho entre sí y con el padrecito acerca de nosotros. Decían que era muy extraordinario que hombres con caras extrañas y que hablaban una lengua que ellos no entendían hubiesen venido con sólo el fin de explorar las ruinas; y tan sencillos como fueron sus antepasados la primera vez que los españoles vinieron a radicarse allí, decían que el fin del mundo se aproximaba. Era ya tarde cuando llegamos a las ruinas el día siguiente, porque no pudimos salir antes que los indios del pueblo, por temor de que nos chasqueasen, ni tampoco pudiéramos haber hecho nada antes de su llegada; pero ya en el sitio, no tardamos mucho en ponerlos a trabajar. Mutuamente nos vigilábamos los unos a los otros, aunque por causas muy diversas; ellos, por la incapacidad en que estaban de comprender nuestro objeto e intenciones y nosotros, por temor de que no trabajasen si no se estaba a la mira. Si uno de nosotros hablaba, todos paraban el oído para escucharnos, y, si nos movíamos, se ponían a mirarnos. Los instrumentos de dibujo de Mr. Catherwood, el trípode, sextante y compás, les eran sospechosos, y de cuando en cuando Mr. Catherwood los acababa de colmar de admiración tirando algún pájaro al aire. Cuando acertamos a conseguir que comprendiesen perfectamente el trabajo que se quería que hiciesen, se hizo tarde y fue preciso regresar al pueblo. Tuvimos el mismo trabajo al día siguiente con una nueva partida de operarios, pero al fin logramos que trabajasen lo bastante con nuestra vigilancia continua y constantes instancias. Albino nos sirvió de mucho, y, a decir verdad, no sé cómo hubiéramos hecho sin él. No descubrimos lo inteligente y activo que era hasta después de nuestra salida de Uxmal, porque allí todo estaba arreglado y entendido; pero en el camino se ofrecían constantemente mil cosillas en que manifestó tanta inteligencia y tal fecundidad de recursos, que nos hubo de evitar muchas molestias. Había servido de soldado y recibido en el sitio de Campeche un sablazo en cierta parte carnosa del cuerpo, lo cual indicaba que se movía en dirección opuesta a la del sable, cuando éste le alcanzó. Como no le habían pagado sus servicios, ni tampoco le dieron ninguna pensión por su herida, le disgustó ser patriota y combatir por su país. Tenía el oficio de herrero, que había abandonado a instancias de D.? Joaquina Cano para entrar en nuestro servicio. Su utilidad e inteligencia se dieron a conocer en Kabah. Como conocía el carácter de los indios, hablaba su lengua, y apenas se hallaba separado de ellos por unos cuantos grados de sangre, los hacía trabajar doble que yo. Es verdad que él tenía para los indios la ventaja de que podían hacerle preguntas y aligerar y distraer su trabajo conversando con él, de suerte que yo sólo tenía que dar las órdenes y dejarlo a él que lo dirigiese todo. Esto contribuyó a darle mayor valor que el de un criado común, y a duplicar además nuestra fuerza efectiva, pues podíamos emprender trabajos en dos lugares distintos, dividiendo a los indios en dos partidas. Albino sólo tenía una mala costumbre, la de tener a cada rato fríos y calenturas, costumbre que no pudimos quitarle, bien que nosotros tampoco le dábamos muy buen ejemplo. En el interior, Bernardo sostenía su reputación culinaria, y evitando la mala costumbre de Albino y sus amos, mientras que nosotros nos hallábamos tan flacos como los perros de los pueblos del país, él tenía unos cachetes que parecían estar a punto de reventar. En tanto que nosotros nos ocupábamos en trabajar en las ruinas, los habitantes del pueblo no perdían el tiempo. El once comenzó la fiesta del Corpus Alma con su novenario en honor del Santo Cristo del Amor. Se dio principio a la fiesta con repiques y voladores que, como estábamos entonces en las ruinas, tuvimos la fortuna de no oír; pero por la tarde hubo procesión, y por la noche baile, al cual fuimos formalmente invitados por una comisión compuesta del padrecito, el alcalde y un personaje mucho más importante, llamado el Patrón del Santo. Ya he dicho que Nohcacab era el pueblo más atrasado y más indio de los que habíamos visto. Teniendo por consiguiente un carácter más indio, el gobierno de su iglesia es algo peculiar, y difiere, según creo, del de todos los demás pueblos. Además de los pequeños santos, favoritos de individuos particulares, tiene nueve principales que se han escogido como objeto de especial veneración: San Mateo, el patrón, y Santa Bárbara, la patrona del pueblo, Nuestra Señora de la Concepción, Nuestra Señora del Rosario, el Señor de la Transfiguración, el Señor de Misericordia, San Antonio, patrón de almas, y el Santo Cristo del Amor. Cada uno de estos santos, considerado con todas las ínfulas de un patrón general, se halla bajo el especial cuidado de un patrón particular. El modo con que un santo se pone bajo patrocinio es peculiar ciertamente. Cuando se observa que alguna de las imágenes que se hallan colocadas en las paredes laterales de la iglesia atrae la atención particular de los fieles, como por ejemplo, cuando se encuentran indios hincados delante de ella con frecuencia, y se nota que le hacen bastantes promesas, el padre hace una requisición al cacique para que nombre doce indios, llamados mayoles, para que cuiden y atiendan al santo. Cumple el cacique con esta requisición eligiendo los doce indios, los cuales a su vez eligen, pero no de entre ellos mismos, a otra persona que lleva el nombre de patrón, y a quien se confía la custodia del santo. El padre, revestido de sus vestiduras sacerdotales, les hace prestar juramento, el cual santifica rociándoles con agua bendita. El patrón jura vigilar por los intereses del santo, cuidar de las velas y ofrendas que se le hagan, y atender a que la fiesta se verifique como es debido; y los mayoles juran obedecer las órdenes del patrón en todo aquello que tenga relación con la custodia y servicio del santo. Uno de estos santos, a quien se le tenía asignado patrón, era el Santo Cristo del Amor, así llamado en memoria del amor del Salvador, que se sacrificó en vida por los hombres. Nos pareció sumamente extraño, y para nosotros era ciertamente una cosa nueva, el que el Salvador fuese reverenciado como un santo, como igualmente el que un santo tuviese su patrón. Era, pues, la fiesta de este santo la que se celebraba, y a la cual se nos había instado formalmente. Aceptamos el convite, pero, como habíamos pasado un día muy laborioso, nos hallábamos merendando, cuando acudió corriendo el patrón a avisarnos que la procesión estaba lista para salir, y que sólo se esperaba por nosotros. No queriendo molestar haciendo aguardar, merendamos a toda prisa, e inmediatamente nos fuimos a la iglesia. La procesión estaba ya formada en el cuerpo de ésta, y a su cabeza, situados en la puerta, había unos indios, que llevaban la cruz. A nuestra llegada principió a moverse al son de elevados cánticos y bajo la dirección del patrón. Después de la cruz, seguían cuatro indios cargando en hombros unas andas con la imagen del santo, que era la del Salvador, clavada en una cruz de cosa de un pie de alto, sujeta a un ancho espaldar de madera, con un espejito en cada lado y con su correspondiente dosel. En seguida venía el patrón y sus mayoles, el padrecito y nosotros, los vecinos o gente blanca del pueblo, y un numeroso gentío de indios de ambos sexos, vestidos de blanco y con cirios encendidos en las manos. Descendió por la gran escalera del atrio, acompañada siempre de cánticos religiosos, y el golpe de vista que entonces presentaba la procesión, con la cruz y la imagen del santo, sobresaliendo por encima de la multitud y perfectamente visibles en medio del brillo de centenares de velas, era solemne e imponente. Se dirigió hacia la casa del patrón y, al dar vuelta por la calle que conducía a ella, observamos una soga o cordel tirante que tendría tal vez cien yardas de largo, por lo cual, poco después empezaron a correr fuegos artificiales; que en el país llaman "idas y venidas", y que nuestros pirotécnicos conocen con el nombre de "palomas voladoras". Los tubos inflamados se escurrían por el cordel, yendo y viniendo con velocidad y desparramando chorros de chispas de fuego sobre las cabezas de la gente, desordenando la procesión y causando mucha risa. A toda carrera condujeron al santo a un lugar de seguridad, y la gente formó calle poniéndose fuera del alcance del fuego. Concluido éste, se entonaron cánticos de nuevo, la procesión volvió a organizarse y continuó su marcha hasta la casa del patrón, a cuya puerta el padrecito cantó una salve, y en seguida metieron el santo adentro. La casa sólo contaba con una larga pieza, con un altar portátil colocado en una de las cabeceras y adornado de flores, y en la otra estaba puesta una mesa llena de dulces, pan, queso y varios condimentos tanto para comer cuanto para beber. Colocaron al santo en el altar, y a los pocos minutos se salió el patrón, encabezando a la gente, por una puerta situada enfrente de aquélla por donde habíamos entrado, a una enramada de palma de coco de cien pies de largo y cuarenta de ancho, con un suelo hecho de tierra endurecida y asientos colocados a los lados. Siguieron al patrón los vecinos, y nosotros, como extranjeros y amigos del padrecito, fuimos conducidos a los principales asientos, que consistían en una hilera de grandes sillones de madera, dos de los cuales ocupaban la madre y la hermana de aquél. Las mujeres blancas y mestizas ocuparon los demás asientos, y al momento se llenó todo el espacio, debajo de la enramada, de indios y muchachos que se sentaron en el suelo, dejando en el centro un claro para poder bailar. Inmediatamente dieron principio los preparativos para bailar: rompió el baile el patrón del santo, que nada de santo tenía en su aspecto, pero que era, no obstante, un hombre respetable por su buena conducta y comportamiento, y que en su juventud había sido el mejor toreador que había producido el pueblo. Empezó con el baile llamado "el toro". El hermano del padrecito actuaba de maestro de ceremonias, y con un pañuelo llamaba a las bailadoras una tras de otra, hasta que todas ellas bailaron. Luego se puso en lugar del patrón, quien se hizo cargo del oficio de bastonero, sacando a bailar a todas las señoritas que querían. Era aquello una especie bal champétre, en la cual no se requería ningún vestido particular; y el hermano del padrecito, que en la primera visita que nos hizo se nos presentó vestido de casaca negra, pantalones blancos y sombrero de pelo, estaba bailando en calzoncillos con sombrero de paja y alpargatas sujetas al pie con cordeles que le subían y ceñían casi toda la pantorrilla. Cuando acabó de bailar, nos suplicaron que tomásemos su puesto, de lo que logramos excusarnos, no sin algún trabajo. Hasta ahora no he hecho mención de una circunstancia muy notable en todo Yucatán, y que se manifestaba muy palpablemente en este baile: el gran exceso aparente de población femenina, que se estima en proporción de dos por uno. Aunque éste era un objeto interesante de investigación, y no obstante mi empeño en conseguir algunos datos estadísticos que, según se me informó, existían, no pude obtener ninguna noticia auténtica sobre el particular. Sin embargo, no dudo que haya más de una mujer para cada hombre, lo cual, según la opinión de los hombres, constituye a Yucatán en un país envidiable para vivir. Acaso esta circunstancia contribuye a disminuir algún tanto "el estado de la moral"; y sin que se crea que tengamos la intención de desacreditar a nuestros buenos amigos de Nohcacab, y además, como aquél era un baile público, no puedo dejar de mencionar un hecho: y es que la mujer de más atractivo y mejores modales del baile era la de un hombre casado a quien había abandonado su mujer, y que la señorita mejor vestida y más distinguida era hija del padre que había muerto en una de las piezas que habitábamos en el convento, y quien, hablando estrictamente, nunca debió haber tenido hijos, y había tantos y tan numerosos casos por este estilo, que nadie hacía alto; y maridos sin mujeres, y mujeres sin maridos, alternaban en sociedad sin embarazo ni tropiezo alguno. Como muchos de los blancos no hablaban castellano, la conversación se hacía en lengua maya. Era aquella la vez primera que nos presentábamos en sociedad, y realmente hacíamos el papel de grandes leones, casi iguales en importancia a toda una colección de fieras. Hacíamos algún movimiento, todos los ojos se dirigían a nosotros; hablábamos, todos callaban; y, cuando lo hacíamos en inglés, todos se echaba a reír. El padrecito nos dijo que al fin nos veríamos obligados a bailar, y efectivamente se bailó un baile que llaman "saca-lo-suyo", y todos tuvimos que salir. Entonces el patrón invitó a la madre del padrecito, cuya época de baile hacía tiempo que pasara, pero que no obstante salió a bailar riéndose, y riéndose con ella todos los de la reunión llamó luego a su hijo, que trató de excusarse, pero una vez en el puesto manifestó que era sin disputa el mejor bailador que allí había. A las once de la noche se acabó de danzar, y todos los vecinos de buen humor encendieron sus velas y se retiraron en cuerpo, separándose poco a poco en las diferente calles que conducían a sus respectivas casas. Quedáronse los indios en su lugar a pasar la noche, bailando en honor del santo. Todas las noches, además de numerosas visitas, teníamos el baile para pasar el rato, y, cuando nosotros no concurríamos, iba Albino. Su inteligencia y posición social como nuestro criado principal, o mayordomo, le daban cierto grado de consecuencia, lo autorizaban a penetrar dentro de la enramada y tomar parte en la diversión y en el baile, en el cual dejó eclipsados a sus amos, y se granjeó la reputación de ser el mejor bailador del pueblo después del padrecito.
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Capítulo XVI De la ciudad de León de Huanuco No habré en esta descripción de guardar el orden de la costa, cómo va corriendo y poniendo según ella las ciudades y pueblos que los españoles han fundado, después que la tierra se ganó, sino, como se ofreciere la ocasión, trataré dellas. La ciudad de León de Huánuco está en la Sierra, setenta leguas de la Ciudad de los Reyes. Era un valle, antes que se fundase, hermosísimo, de un cielo benigno y apacible y de aires suaves y de muchas chácaras, en las cuales se daba y da el maíz abundantísimamente, y todos los géneros de legumbres y comidas que se pueden desear, y las frutas en tanta multitud, que se traen en recuas a la Ciudad de los Reyes, y lo más y mejor que tienen es, en todos los tiempos y mudanzas del año gozar dellas frescas como en el verano y estío. Dase el trigo en gran suma y el pan es regaladísimo. Dicen los indios viejos, por oídas de sus antepasados, que, cuando el famoso Ynga Huanca Capac iba a la conquista de las provincias cayambis y las demás que referimos en su vida, donde la acabó, pasó por este asiento de Huánuco y que, con cuidado de la fecundidad dél, hizo alto algunos días con su mujer, la coya Rhaua Ocllo, la cual, como fuese amiga de sementeras y chácaras, un día salió, acompañada de sus ñustas, a ver el modo que tenían de sembrar en aquella tierra y, en una pampa o llamada en que estaban sembrando unos indios, llamó a la mujer de un indio principal, que andaba apartada con otras, y le dijo que qué buscaba, y ella le respondió: "capay, coya huanu", que significa: "reina, busco estiércol para la chácara"; y la coya le respondió: "huanuca"; y desde entonces se le quedó este nombre de huanuca entre los indios, y nuestros españoles, corrompiendo el vocablo, le llaman Huánuco. Otros indios viejos dicen que, estando Huaina Capac en este valle, cayó muy malo, de tal suerte que se temió de su salud, y un capitán principal se llegó a la Coya y le preguntó cómo estaba el Ynga su marido, y ella le respondió que malo, y moriría diciendo huanuca, y así se le quedó este nombre entre ellos. El año de mil y, quinientos y treinta y nueve, convidado de la fertilidad del valle y de las muchas comidas dél, don Pedro de Alvarado fundó en él una ciudad que puso por nombre León. Está metida y, rodeada de altos cerros que la guardan y amparan. Antiguamente había en ella una casa Real, que quizá la labró Huaina Capac el tiempo que allí estuvo, pues a la multitud de gente que él llevaba en su ejercito, y a la que entonces por allí estaba, le era facilísimo. Era de piedra muy hermosa, cerca de la cual había un templo dedicado al Sol como el del Cuzco, con cantidad de vírgenes y ministros que le servían y atendían a su guarda, y algunos lo encarecen de manera que dicen había de ordinario treinta mil indios, que asistían en los ministerios dél. Hay en esta ciudad mucho número de caballeros, y así alguno la llaman Huánuco de los Caballeros. Son muy ricos en renta y haciendas, y los repartimientos de indios del contorno están encomendados en ellos. Tienen muchos obrajes, donde se hacen y labra gran número de sayales con detalles, paños y aun rajetas de colores, que se llevan a la Ciudad de los Reyes; Hay infinita cantidad de ganados, especialmente ovejuno. Hay su vicario y beneficiado, proveídos por Su Majestad, y un convento de San Francisco, otro de la Merced y otro de San Agustín, donde hay estudio, y tres o cuatro parroquias de indios. Para el servicio de la ciudad tiene un río caudalosísimo el cual, corriendo, se va a juntar detrás de los Andes con los famosos ríos de Apurimac, Abancay, Vilcas, Jauja, Vinaca, Parcos y otros, con lo cual va el mayor río del mundo, en el cual se crían grandes lagartos a modo de cocodrilos celebrados del río Nilo, y este río se entiende es el Marañón tan mentado, y va a dar a la mar del Norte. Cerca desta ciudad hay indios de guerra, que hasta hoy no se han conquistado y, a sus espaldas empiezan, detrás de los Andes, gran muchedumbre de provincias, a las cuales no ha llegado la predicación del Evangelio. Esto es lo que se ofrece referir de esta ciudad de León de Huánuco.
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CAPÍTULO XVI De los monasterios de religiosos que tiene el demonio para su superstición Cosa es muy sabida por las cartas de los padres de nuestra Compañía escritas de Japón, la multitud y grandeza que hay en aquellas tierras, de religiosos que llaman bonzos, y sus costumbres y superstición y mentiras; y así de éstos no hay que decir de nuevo. De los bonzos o religiosos de la China refieren padres que estuvieron allá dentro, haber diversas maneras u órdenes, y que vieron unos de hábito blanco y con bonetes, y otros de hábito negro sin bonete ni cabello, y que de ordinario son poco estimados; y los mandarines o ministros de justicia, los azotan como a los demás. Estos profesan no comer carne ni pescado, ni cosa viva, sino arroz y yerbas, mas de secreto comen de todo y son peores que la gente común. Los religiosos de la corte que está en Paquín, dicen que son muy estimados. A. las varelas o monasterios de estos monjes, van de ordinario los mandarines a recrearse, y cuasi siempre vuelven borrachos. Están estos monasterios de ordinario fuera de las ciudades; dentro de ellos hay templos, pero en esto de ídolos y templos hay poca curiosidad en la China, porque los mandarines hacen poco caso de ídolos y teniéndolos por cosa de burla; ni aun creen que hay otra vida ni aun otro paraíso, sino tener oficio de mandarín, ni otro infierno sino las cárceles que ellos dan a los delincuentes. Para el vulgo dicen que es necesario entretenelle con idolatría, como también lo apunta el filósofo, de sus gobernadores; y aun en la Escritura fue género de excusa, que dio Aarón del ídolo del becerro que fabricó. Con todo eso usan los chinos en las popas de sus navíos, en unas capilletas, traer allí puesta una doncella de bulto asentada en su silla, con dos chinas delante de ella, arrodillados a manera de ángeles y tiene lumbre de noche y de día, y cuando han de dar a la vela, le hacen muchos sacrificios y ceremonias, con gran ruido de atambores y campanas, y echan papeles ardiendo por la popa. Viniendo a los religiosos, no sé que en el Pirú haya habido casa propria de hombres recogidos, mas de sus sacerdotes y hechiceros, que eran infinitos. Pero propria observancia en donde parece habella el demonio puesto, fue en México, porque había en la cerca del gran templo, dos monasterios, como arriba se ha tocado: uno de doncellas, de que se trató; otro de mancebos recogidos de diez y ocho a veinte años, los cuales llamaban religiosos. Traían en las cabezas, unas coronas como frailes; el cabello poco más crecido, que les daba a media oreja, excepto que al colodrillo dejaban crecer el cabello cuatro dedos en ancho, que les descendía por las espaldas, y a manera de tranzado, los atababan y trenzaban. Estos mancebos que servían en el templo de Vitzilipuztli, vivían en pobreza, castidad y obediencia, y hacían el oficio de levitas, administrando a los sacerdotes y dignidades del templo el inciensario, la lumbre y los vestimentos; barrían los lugares sagrados; traían leña para que siempre ardiese en el brasero del dios, que era como lámpara, la cual ardía continuo delante del altar del ídolo. Sin estos mancebos había otros muchachos que eran como monacillos, que servían de cosas manuales, como era enramar y componer los templos con rosas y juncos, dar agua a manos a los sacerdotes, administrar navajuelas para sacrificar, ir con los que iban a pedir limosna, para traer la ofrenda. Todos estos tenían sus prepósitos, que tenían cargo de ellos, y vivían con tanta honestidad, que cuando salían en público donde había mujeres, iban las cabezas muy bajas, los ojos en el suelo, sin osar alzarlos a mirarlas; traían por vestido unas sábanas de red. Estos mozos recogidos tenían licencia de salir por la ciudad de cuatro en cuatro y de seis en seis, muy mortificados, a pedir limosna por los barrios, y cuando no se la daban, tenían licencia de llegarse a las sementeras y coger las espigas de pan o mazorcas que habían menester, sin que el dueño osase hablarles ni evitárselo. Tenían esta licencia porque vivían en pobreza, sin otra renta más de la limosna. No podía haber más de cincuenta; ejercitábanse en penitencia y levantábanse a media noche, a tañer unos caracoles y bocinas con que despertaban a la gente. Velaban al ídolo por sus cuartos, porque no se apagase la alumbre que estaba delante del altar; administraban el inciensario con que los sacerdotes inciensaban el ídolo a media noche, a la mañana y al medio día, y a la oración. Estos estaban muy sujetos y obedientes a los mayores, y no salían un punto de lo que les mandaban. Y después que a media noche acababan de inciensar los sacerdotes, éstos se iban a un lugar particular y sacrificaban, sacándose sangre de los molledos con unas puntas duras y agudas, y la sangre que así sacaban, se la ponían por las sienes hasta lo bajo de la oreja; y hecho este sacrificio, se iban luego a lavar a una laguna. No se untaban estos mozos con ningún betún en la cabeza ni en el cuerpo, como los sacerdotes; y su vestido era una tela que allá se hace, muy áspera y blanca. Durábales este ejercicio y aspereza de penitencia, un año entero, en el cual vivían con mucho recogimiento y mortificación. Cierto es de maravillar que la falsa opinión de religión pudiese en estos mozos y mozas de México, tanto, que con tan gran aspereza hiciesen en servicio de Satanás, lo que muchos no hacemos en servicio del Altísimo Dios, que es grave confusión para los que con un poquito de penitencia que hacen, están muy ufanos y contentos, aunque el no ser aquel ejercicio perpetuo sino de un año, lo hacía más tolerable.
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CAPÍTULO XVI Que prosigue las riquezas del entierro y el depósito de armas que en él había Bajando la vista del techo abajo, vieron nuestros capitanes y soldados que por lo más alto de las cuatro paredes del templo iban dos hiladas, una sobre otra, de estatuas de figuras de hombres y mujeres de común tamaño de la gente de aquella tierra, que son crecidos como filisteos. Estaban puestas cada una en su basa o pedestal, unas cerca de otras en compás, y no servían de otra cosa sino de ornamento de las paredes porque no estuviesen descubiertas por lo alto sin tapices. Las figuras de los hombres tenían diversas armas en las manos, todas las que otras veces hemos nombrado. Las cuales estaban guarnecidas con anillos de perlas y aljófar ensartado, de cuatro, cinco, seis vueltas, cada anillo, y, para mayor hermosura, tenían a trechos rapacejos de hilo de colores finísimas, que a todo lo que estos indios quieren se les dan en extremo finas. Las estatuas de las mujeres no tenían cosa alguna en las manos. Por el suelo, arrimadas a las paredes, encima de unos bancos de madera muy bien labrada, como era toda la que en el templo había, estaban las arcas que servían de sepulturas en que tenían los cuerpos muertos de los curacas que habían sido señores de aquella provincia Cofachiqui y de sus hijos y hermanos y sobrinos hijos de hermanos, que en aquel templo no se enterraban otros. Las arcas estaban bien cubiertas con sus tapas. Una vara de medir encima de cada arca, había una estatua entallada de madera arrimada a la pared sobre su pedestal, la cual era retrato sacado al vivo del difunto o difunta que en el arca estaba de la edad que era cuando falleció. Los retratos servían de recordación y memoria de sus pasados. Las estatuas de los hombres tenían sus armas en las manos, y las de los niños y mujeres sin cosa alguna. El espacio de pared que había entre los retratos de los difuntos y las estatuas que estaban en lo alto de las paredes estaba cubierto de rodelas y paveses grandes y chicos, hechos de cañas tan fuertemente tejidas que se podía esperar con ellos una jara tirada con ballesta, que, tirada con arcabuz, pasa más que con ballesta. Los paveses y rodelas estaban enredados con hilos de perlas y aljófar y por el cerco tenían rapacejos de hilos de colores que los hermoseaban mucho. Por el suelo del templo, a la larga, iban puestas encima de bancos tres hiladas de arcas de madera grandes y chicas, unas sobre otras, puestas por su orden, que las grandes eran las primeras y sobre éstas había otras menores y sobre aquéllas otras más chicas, y de esta manera estaban puestas cuatro y seis arcas unas encima de otras, subiendo de mayores a menores en forma de pirámide. Entre unas arcas y otras había calles que iban a la larga del templo y cruzaban al través del un lado al otro, por las cuales, sin estorbo alguno, podían andar por todo el templo y ver lo que en él había a cada parte. Todas las arcas grandes y chicas estaban llenas de perlas y aljófar. Las perlas estaban apartadas unas de otras por sus tamaños, y conforme el tamaño estaban en las arcas, que las mayores estaban en las primeras arcas, y las no tan grandes en las segundas, y otras más chicas, en las terceras, y así, de grado en grado, hasta el aljófar, el cual estaba en las arquillas más altas. En todas ellas había tanta cantidad de aljófar y perlas que por vista de ojos confesaron los españoles que era verdad y no soberbia ni encarecimiento lo que la señora de este templo y entierro había dicho, que, aunque se cargasen todos ellos, que eran más de novecientos hombres, y aunque cargasen sus caballos, que eran más de trescientos, no acabarían de sacar del templo las perlas y aljófar que en él había. No debe causar mucha admiración ver tanta cantidad de perlas, si se considera que no vendían aquellos indios ninguna de cuantas hallaban sino que las traían todas a su entierro, y que lo habían hecho de muchos siglos atrás. Y, haciendo comparación, se puede afirmar (pues se ve cada año), que, si el oro y plata que del Perú se ha traído y trae a España no se hubiera sacado de ella, pudieran haber cubierto muchos templos con tejas de plata y oro. Con la bravosidad y riqueza de perlas que había en el templo había asimismo muchos y muy grandes fardos de gamuza blanca y teñida de diversas colores, y la teñida estaba apartada, la de cada color de por sí. También había grandes líos de mantas de muchas colores hechas de gamuza, y otra gran muchedumbre de mantas de pellejinas aderezadas con su pelo de todos los animales que en aquella tierra se crían, grandes y chicos. Había muchas mantas de pellejos de gatos de diversas especies y pinturas, y otras de martas finísimas, todas tan bien aderezadas que en lo mejor de Alemania o Moscovia no se pudieran mejorar. De todas estas cosas, y de la manera y orden que se ha dicho, estaba ordenado el templo, así el techo como las paredes y el suelo, cada cosa puesta con tanta pulicia y orden cuanta se puede imaginar de la gente más curiosa del mundo. Estaba todo limpio, sin polvo ni telarañas, donde parece debía de ser mucha la gente que cuidaba del ministerio y servicio del templo, de limpiar y poner cada cosa en su lugar. Alderredor del templo había ocho salas, apartadas unas de otras y puestas por su orden y compás, las cuales mostraban ser anejas al templo y a su ornato y servicio. El gobernador y los demás caballeros quisieron ver lo que en ellas había, y hallaron que todas estaban llenas de armas puestas por la orden que diremos. La primera sala que acertaron a ver estaba llena de picas, que no había otra cosa en ella, todas muy largas, muy bien labradas con hierros de azófar que, por ser tan encendido de color, parecían de oro. Todas estaban guarnecidas con anillos de perlas y aljófar de tres y cuatro vueltas puestos a trechos por las picas. Muchas de ellas estaban aderezadas por medio (donde cae sobre el hombro, y la punta cabe el hierro) con mangas de gamuza de colores y, a los remates de la gamuza, en ambas partes alta y baja, tenían flecos de hilo de colores con tres y cuatro, cinco y seis vueltas de perlas o de aljófar, que las hermoseaban grandemente. En la segunda sala había solamente porras, como las que dijimos que tenían los primeros gigantes que estaban en la puerta del templo, salvo que las de la sala, como armas que estaban en recámara de señor, estaban guarnecidas con anillos de perlas y de aljófar y de rapacejos de hilo de colores puestos a trechos, de manera que el un color mestizase con otro, y todos con las perlas, y las otras picas de los gigantes no tenían guarnición alguna. En otra sala, que era la tercera, no había sino hachas, como las que dijimos que tenían los gigantes de la cuarta orden, con hierros de cobre que de la una parte tenían cuchilla y de la otra punta de diamante de una sexma y de una cuarta en largo. Muchas de ellas tenían hierros de pedernal asidos fuertemente a las astas con anillos de cobre. Estas hachas también tenían por las astas sus anillos de perlas y aljófar y rapacejos de hilo de colores. En otra sala, que era la cuarta, había montantes hechos de diversos palos fuertes, como eran los que tenían los gigantes de la segunda orden, todos ellos guarnecidos con perlas y aljófar y rapacejos por las manijas y por las cuchillas hasta el primer tercio de ellas. En la quinta sala había solamente bastones, como los que dijimos que tenían los gigantes de la tercera orden, empero guarnecidos con sus anillos de perlas y aljófar y rapacejos de colores por toda la asta hasta donde empezaba la pala. Y porque el capítulo no salga de la proporción de los demás, diremos en el siguiente lo que resta.