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CAPÍTULO XV De la hacienda del Inga, y orden de tributos que impuso a los indios Era incomparable la riqueza de los Ingas, porque con no heredar ningún rey, de las haciendas y tesoro de sus antecesores, tenía a su voluntad cuanta riqueza tenían sus reinos, que así de plata y oro como de ropa y ganados, eran abundantísimos, y la mayor riqueza de todas era la innumerable multitud de vasallos, todos ocupados y atentos a lo que le daba gusto a su rey. De cada provincia le traían lo que en ella había escogido: de los chichas le servían con madera olorosa y rica; de los lucanas, con anderos para llevar su litera; de los chumbibilcas, con bailadores, y así en lo demás que cada provincia se aventajaba, y esto fuera del tributo general que todos contribuían. Las minas de plata y oro (de que hay en el Pirú maravillosa abundancia), labraban indios, que se señalaban para aquello, a los cuales el Inga proveía lo que habían menester para su gasto, y todo cuanto sacaban era para el Inga. Con esto hubo en aquel reino tan grandes tesoros, que es opinión de muchos que lo que vino a las manos de los españoles, con ser tanto como sabemos, no llegaba a la décima parte de lo que los indios hundieron y escondieron, sin que se haya podido descubrir por grandes diligencias que la codicia ha puesto para sabello. Pero la mayor riqueza de aquellos bárbaros reyes era ser sus esclavos todos sus vasallos, de cuyo trabajo gozaban a su contento. Y lo que pone admiración, servíase de ellos por tal orden y por tal gobierno, que no se les hacía servidumbre, sino vida muy dichosa. Para entender el orden de tributos que los indios daban a sus señores, es de saber que en asentando el Inga los pueblos que conquistaba, dividía todas sus tierras en tres partes. La primera parte de ellas era para la religión y ritos, de suerte que el pachayachachí, que es el creador y el sol, y el chuquiilla que es el trueno, y la pachamama y los muertos y otras guacas y santuarios tuviesen cada uno sus tierras proprias; el fruto se gastaba en sacrificios y sustento de los ministros y sacerdotes, porque para cada guaca o adoratorio había sus indios diputados. La mayor parte de esto se gastaba en el Cuzco, donde era el universal santuario; otra parte en el mismo pueblo donde se cogía, porque a imitación del Cuzco, había en cada pueblo guacas y adoratorios por la misma orden y por las mismas vocaciones, y así se servían con los mismos ritos y ceremonias que en el Cuzco, que es cosa de admiración muy averiguada, porque se verificó con más de cien pueblos, y algunos distaban cuasi doscientas leguas del Cuzco. Lo que en estas tierras se sembraba y cogía, se ponía en depósitos de casas, hechas para sólo este efecto, y esta era una gran parte del tributo que daban los indios. No consta que tanto fuese, porque en unas tierras era más y en otras menos, y en algunas era cuasi todo, y esta parte era la que primero se beneficiaba. La segunda parte de las tierras y heredades era para el Inga; de ésta se sustentaba él, y su servicio y parientes, y los señores y las guarniciones y soldados. Y así era la mayor parte de los tributos, como lo muestran los depósitos o casas de pósito, que son más largas y anchas que las de los depósitos de las guacas. Este tributo se llevaba al Cuzco, o a las partes donde había necesidad para los soldados, con extraña presteza y cuidado, y cuando no era menester estaba guardado diez y doce años hasta tiempo de necesidad. Beneficiábanse estas tierras del Inga, después de las de los dioses, e iban todos sin excepción a trabajar, vestidos de fiesta y diciendo cantares en loor del Inga y de las guacas, y todo el tiempo que duraba el beneficio o trabajo, comían a costa del Inga o del sol o de las guacas, cuyas tierras labraban. Pero viejos y enfermos, y mujeres viudas, eran reservadas de este tributo; y aunque lo que se cogía era del Inga, o del sol o guacas, pero las tierras eran proprias de los indios y de sus antepasados. La tercera parte de tierras daba el Inga para la comunidad. No se ha averiguado qué tanta fuese esta parte, si mayor o menor que la del Inga y guacas, pero es cierto que se tenía atención a que bastase a sustentar el pueblo. De esta tercera parte, ningún particular poseía otra cosa propia ni jamás poseyeron los indios cosa propria, si no era por merced especial del Inga, y aquello no se podía enajenar ni aun dividir entre los herederos. Estas tierras de comunidad se repartían cada año, y a cada uno se le señalaba el pedazo que había menester para sustentar su persona, y la de su mujer y sus hijos, y así era unos años más, otros menos, según era la familia, para lo cual había ya sus medidas determinadas. De esto que a cada uno se le repartía, no daban jamás tributo, porque todo su tributo era labrar y beneficiar las tierras del Inga y de las guacas, y ponerles en sus depósitos los frutos; cuando el año salía muy estéril, de esos mismos depósitos se les daba a los necesitados, porque siempre había allí grande abundancia sobrada. Del ganado hizo el Inga la misma distribución que de las tierras, que fue contallo y señalar pastos y términos del ganado de las guacas y del Inga, y de cada pueblo, y así de lo que se criaba, era una parte para su religión, otra parte para el rey y otra para los mismos indios, y aun de los cazadores había la misma división y orden: no consentía que se llevasen ni matasen hembras. Los hatos del Inga, y guacas, eran muchos y grandes, y llamábanlos capaellamas. Los hatos concejiles o de comunidad, son pocos y pobres, y así los llamaban guacchallama. En la conservación del ganado puso el Inga gran diligencia, porque era y es toda la riqueza de aquel reino; hembras, como está dicho, por ninguna vía se sacrificaban, ni mataban, ni en la caza se tomaban. Si a alguna res le daba sarna o roña, que allá dicen carache, luego había de ser enterrada viva, porque no se pegase a otras su mal. Tresquilábase a su tiempo el ganado, y daban a cada uno a hilar y tejer su ropa para hijos y mujer, y había visita si lo cumplían y castigo al negligente. Del ganado del Inga se tejía ropa para él y su corte; una rica de cumbi, a dos haces; otra vil y grosera, que llaman de abasca. No había número determinado de aquestos vestidos, sino los que cada uno señalaba. La lana que sobraba poníase en sus depósitos, y así los hallaron muy llenos de esto y de todas las otras cosas necesarias a la vida humana, los españoles, cuando en ella entraron. Ningún hombre de consideración habrá que no se admire de tan notable y próvido gobierno, pues sin ser religiosos ni cristianos, los indios en su manera guardaban aquella tan alta perfección de no tener cosa propria, y proveer a todos lo necesario, y sustentar tan copiosamente las cosas de la religión, y las de su rey y señor.
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Capítulo XV Que trata de cómo el general Pedro de Valdivia envió a llamar aquellos capitanes indios y de cómo vinieron Venido otro día siguiente, el general Pedro de Valdivia envió a llamar los indios con los mensajeros, como con ellos había quedado. Y mandó a Marcos Veas fuese con aquel yanacona a donde estaban aquellos capitanes indios. Llegados los mensajeros y dada su embajada, los capitanes indios le dijeron que viniese el general con seis cristianos y no más. Luego el general lo hizo así. Llegado donde estaban los capitanes indios con toda su gente asentados en una punta de una sierra junto a un llano y por delante una ciénaga que casi cercaba el sitio. Como el general allegó allí, le enviaron a decir los capitanes que pasase a ellos solo, y porque no pensasen los indios que no iba de temor que les tenía, pasó la ciénaga sólo con un paje que le acompañó, dejando de la parte de la ciénaga los seis de a caballo. Cuando pasaba la ciénaga el general, los indios daban muy grandes gritos, y los capitanes indios mandaron callar la gente y bajaron a recebirle. Apartados un trecho de toda su gente y allegados, hicieron sus reverencia o acatamiento, como ya tengo dicho que lo acostumbran a hacer. El general les dijo que ellos habían cumplido su palabra e que les rogaba se viniesen con él para que viesen cuán bien sabía él cumplir la suya. Y los indios se vinieron con él y vieron cómo tenía quebradas las cadenas en que habían traído indios. Comieron aquel día allí, y viendo el buen tratamiento que les hacía, vinieron otros tres días a gozar de la conversación de los cristianos, mas hase de entender que venían a saber cosas para se saber defender y ofender, porque ésta es su costumbre. Pasados tres días que no se pudo tomar lengua, digo que idos los capitanes no volvieron más a nuestra conversación, porque puesto que habían venido e salido de paz he comido con el general, era cautela porque no dejaban de tener sus espías. Entendido por el general este negocio, mandó que no saliesen los yanaconas ni indios de servicio fuera del sitio del real, ni se apartasen mucho aquellos cuatro o cinco días, hasta que aquellos señores que aguardábamos viniesen, porque iba mucho en ello. Y con toda la solicitud que se mandó, no dejaron de haber a las manos los indios un yanacona de los de la escolta que había ido a buscar de comer. Luego lo pusieron a cuestión de tormento, y el yanacona de modo que huvo, dijo cómo el general y toda su gente se quería ir del valle, por respeto de no tener qué comer, y que por esta causa había él salido a buscar comida. Viendo la insignia, diéronle crédito y determinaron faltar a la palabra y no venir de paz los señores ni otra persona alguna, y comenzaron la guerra de nuevo con mucha más soberbia. Sabido por el general la astucia y cautela que tuvieron, recibió grave pena, y mandó a su teniente que con la gente que pudiese fuese arrancar las sementeras. Y mandó a su teniente que con toda diligencia tomasen algún indio para saber dónde estaban los señores recogidos. Tenían estos indios tanto cuidado que jamás bajaban a lo llano sino por entre montes y peñas y caminos angostos. Y en este paso se ponían dos españoles, y en pasando el indio, lo prendían y lo ponían a buen recaudo. Tomaron en una noche quince indios, y de ellos se supo cómo estaban aquellos señores indios con toda su gente de guerra en un pucaran o fueza, donde se defendieron un año y más a su padre Guayna Capa, el príncipe del Perú, otro segundo Alejandro, cuando los vino a conquistar. Y este fuerte estaba diez leguas de allí por el derecho camino, y las cinco leguas se habían de caminar por una ciénaga o tremedal de agua y carrizal entre dos sierras, que daba a los caballos a los estribos y en algunas partes pasaban a nado.
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CAPÍTULO XV Los españoles salen de Tula y entran en Utiangue; alojándose en ella para invernar Los españoles estuvieron en el pueblo llamado Tula veinte días curando los muchos heridos que de la batalla pasada habían quedado. En este tiempo hicieron muchas correrías por toda la provincia, que era bien poblada de gente, y prendieron muchos indios e indias de todas edades, mas no fue posible por halagos o amenazas que les hiciesen que ninguno de ellos quisiese ir con los castellanos y, cuando querían llevarlos por fuerza, se dejaban caer en el suelo sin hablar palabra, dando a entender que los matasen o los dejasen, lo que más quisiesen. Tan emperrados e indómitos, como decimos, se mostraron estos indios, de cuya causa era forzoso matar los varones que eran para pelear. Las mujeres, muchachos y niños dejaban ir libres, ya que no podían llevarlos consigo. Sola una india de esta provincia quedó en servicio de un español natural de León, llamado Juan Serrano, la cual era tan mal acondicionada, brava y soberbia que si su amo, o cualquiera de los de su camarada, le decía algo sobre lo que ella había de hacer, así en la comida como en otra cosa de su servicio, le tiraba a la cara la olla, o los tizones del fuego, o lo que podía haber a las manos. Quería que la dejasen hacer su voluntad o que la matasen, porque, como ella decía, no había de obedecer ni hacer lo que mandasen, y así la dejaban y sufrían, y con todo eso se huyó, de que el amo holgó mucho por verse libre de una mujer brava. Por esta fiereza e inhumanidad que los indios de esta provincia tienen consigo son temidos de todos los de su comarca que, solamente de oír el nombre de Tula, se escandalizan y con él asombran los niños para hacerles callar cuando lloran. Y para prueba de esto, bajándonos de la ferocidad de los viejos, contaremos un juego de niños. Es así que de esta provincia Tula, cuando los españoles salieron de ella, no sacaron más de un muchacho de nueve o diez años, y era de un caballero natural de Badajoz, llamado Cristóbal Mosquera, que yo después conocí en el Perú. En los pueblos que los cristianos descubrieron adelante, donde los indios salían de paz, se juntaban los muchachos a hacer sus juegos y niñerías, que casi siempre eran darse batalla unos a otros dividiéndose o por apellidos o por barrios, y muchas veces se encendían en su pelea de manera que salían muchos de ellos mal descalabrados. Los castellanos mandaban al muchacho tula se pusiese a una parte y pelease contra la otra, el cual salía con mucho contento de que le mandasen entrar en batalla. Los de su banda le hacían luego capitán y con sus soldados arremetía a los contrarios con gran alarido y grita apellidando el nombre de Tula, y esto solo bastaba para que huyesen los contrarios. Luego mandaban los españoles que el muchacho tula se pasase a la parte vencida y pelease contra la vencedora. Él lo hacía así, y con el mismo apellido los vencía, de manera que siempre salía victorioso. Y los indios decían que sus padres hacían lo mismo, porque eran cruelísimos con sus enemigos y no tomaban ninguno a vida. Y el deformarse las cabezas, que algunos las tenían de media vara en largo, y el pintarse las caras y las bocas por de dentro, y de fuera, decían sus vecinos que lo hacían por hacerse más feos de lo que de suyo lo son, porque igualase la fealdad de sus rostros con la maldad de sus ánimos y con la fiereza de su condición, que en toda cosa eran inhumanísimos. Pasados veinte días que los castellanos estuvieron en el pueblo Tula, más por necesidad de curar los heridos que por gusto que hubiesen tenido de parar en tierra de tan mala gente, salieron del pueblo y en dos días de camino salieron de su jurisdicción y entraron en otra provincia llamada Utiangue. Llevaban los nuestros intención de invernar en ella, si hallasen comodidad, porque se les iba ya acercando el invierno. Caminaron por ella cuatro días y notaron que la tierra era de suyo buena y fértil, empero mal poblada y de poca gente, y ésa muy belicosa, porque siempre fueron por el camino inquietando a los españoles con armas y rebatos continuos, que a cada media legua les daban juntándose de ciento en ciento, y, cuando más se juntaban, no llegaban a doscientos. Hacían poco daño a los cristianos, porque, habiendo echado de lejos una rociada o dos de flechas con gran alarido, se ponían en huida y, los caballos con mucha facilidad, por ser tierra llana, los alcanzaban y alanceaban a toda su voluntad. Mas los indios no escarmentaban, que, en pudiendo juntarse veinte hombres, luego volvían a hacer lo mismo, y, para salir más de improviso y causar mayor sobresalto, se echaban en tierra y se cubrían con la hierba porque no los viesen, mas ellos pagaban bien su atrevimiento. Con estos rebatos, más dañosos para los indios que para los castellanos, caminó el ejército los cuatro días, y al fin de ellos llegó al pueblo principal de la provincia que había el mismo nombre Utiangue, de quien toda su tierra lo tomaba, donde se alojaron sin contradicción alguna porque sus moradores lo habían desamparado. Los indios de esta provincia son mejor agestados que los de Tula y no se pintan las caras ni ahúsan las cabezas. Mostráronse belicosos, porque nunca quisieron aceptar la paz y la amistad que el gobernador les envió a ofrecer muchas veces, con los propios indios de la provincia que acertaban a prender. El general y sus capitanes, habiendo visto el pueblo, que era grande y de buenas casas, con mucha comida en ellas, asentado en un buen llano con dos arroyos a los lados, los cuales tenían mucha hierba para los caballos, y que era cercado, se determinaron de invernar en él porque era ya mediado octubre del año mil y quinientos y cuarenta y uno y no sabían si pasando adelante hallarían tan buena comodidad como la que tenían presente. Resueltos en esta determinación, repararon la cerca del pueblo, que era de madera y estaba por algunas partes desportillada; juntaron con toda diligencia mucho maíz, aunque es verdad que en el pueblo había tanto que casi hubo recaudo para todo el invierno. Apercibiéronse de mucha leña y de mucha fruta seca, como nueces, pasas, ciruelas pasadas y otras suertes de frutas y semillas incógnitas en España. Hallaron por los campos gran cantidad de conejos como los de España, que, aunque los había por todo aquel gran reino, en ninguna provincia había tantos como en la comarca de este pueblo de Utiangue. Donde asimismo había muchos venados y corzos, de los cuales, así los españoles como sus criados, los indios domésticos, mataban muchos saliendo a caza por fiesta y regocijo, aunque iban apercibidos para pelear si topasen enemigos. Y muchas veces se convertía la cacería de los venados en batalla de buenos flechazos y lanzadas, mas siempre era con más daño de los indios que de los españoles. Nevó aquel invierno bravísimamente en esta provincia, que hubo temporada de mes y medio que, por la mucha nieve, no pudieron salir al campo. Empero, con los muchos regalos de leña y bastimento, tuvieron el mejor invierno de cuantos pasaron en la Florida, que ellos mismos confesaban que en casa de sus padres, en España, no pudieran pasarlo más regaladamente, ni aun tanto.
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De cómo el emperador Ixtlixóchitl Ometochtli entró en la sucesión del imperio; y cómo Tezozómoc y los señores mexicanos no le quisieron dar la obediencia, y alteraron el imperio Luego que se hicieron las exequias y entierro a Techotlalatzin los señores que se hallaron presentes a ellas juraron por su universal señor a Ixtlilxóchitl, aunque Tezozómoc así que supo la muerte de Techotlalatzin por aviso que tuvo de Teyolcocoatzin su nieto, señor que a la sazón era de Acolman, luego convocó a los señores mexicanos, y entre otras razones que les dijo fue decirles, que él se hallaba muy ofendido de Ixtlixóchitl por su demasiada presunción y altivez, preciándose no tener iguales en su mando y señorío, pues según buena razón a él competía la sucesión del imperio, pues era nieto de Xólotl, primer poblador de él, demás de que era mancebo de poca experiencia para poder conservar un tan gran señorío, y que así de ninguna manera se quería hallar en la Jura, ni de admitir por su supremo señor, sino que antes le había de sojuzgar y poner debajo de su mando y señorío, pues tenía tantos y tan principales deudos y parientes, como lo eran ellos y los señores de Acolman y Coatlichan, que con facilidad a éstos y a todos los señores de su casa y vasallos atraería a su voluntad. Los señores mexicanos le respondieron que les parecía muy bien lo que intentaba hacer, mas que fuese con mucho acuerdo, porque Ixtlilxóchitl, aunque mancebo era belicoso y amado de sus vasallos. A lo cual replicó Tezozómoc que así sería. Ixtlilxóchitl luego que entró en la sucesión del imperio se casó con Matlalcihuatzin señora de México-Tenoxtitlan y hermana del rey Chimalpopoca, en la cual tuvo dos hijos: el primero fue el príncipe Acolmiztli Nezahualcoyotzin; la segunda la infanta Atotoztzin; otros hijos tuvo en otras concubinas suyas y en Tecpaxochitzin tuvo a Ayancuiltzin. El príncipe Nezahualcoyotzin nació en el año de 1402 de la encarnación de Cristo nuestro señor, a veinte y ocho del mes de abril, en el año que llaman ce tochtli y en el signo y día que llaman ce mazatl, y al postrero del mes de tocoztzintlan, y fue muy notado su nacimiento de los astrólogos y adivinos de aquel tiempo, y fue por la mañana al salir el sol, con gran gusto de su padre; y así que nació le señaló puestos y lugares para su crianza, dándole ayos cuales convenía a su buena crianza y doctrina, entre los cuales fue Huitzilihuitzin, que era a su modo en aquel tiempo muy gran filósofo. Viendo los señores que estaban remotos de la corte, las alteraciones y pretensiones del rey de Azcaputzalco, se fueron substrayendo poco a poco, de tal manera que comenzó a decaer el imperio, y Ixtlilxóchitl no osó salir a castigarlos por tener (como dicen) al enemigo dentro de su casa, que con facilidad se alzaría con ella; demás de que les andaba al oído, y así lo remitió para otro tiempo, y quiso por medios buenos atraer al tirano Tezozómoc y a sus aliados y de ninguna manera los pudo allanar, por lo cual lo remitió a las armas; y así convocando a sus gentes, juntó a seis provincias que halló de su parte, entre las cuales fueron Tolantzinco y Tepepolco, y a los señores de Huexotla, Coatlichan, Acolman y otros diez o doce, que algunos de ellos lo hicieron por cumplimiento, como fueron el de Acolman y Coatlichan; y con la gente que juntó en las provincias referidas, comenzó a castigar a los pueblos y lugares pertenecientes a su recámara, que de secreto favorecían y eran de la parte de los tepanecas, como fueron los de Xaltépec, Otompan, Axapochco, Temaxcalapan y Tolquauhyocan.
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De la muerte, de las almas y de la sepultura Tenían como seguro y probado que las almas son inmortales y estaban persuadidos de que habitaban completamente desnudas de cuerpo, en uno de tres lugares, a saber: cielo, infierno o paraíso terrenal. Decían que conquistaban el cielo, donde presidía el sol, los que caían en la guerra, o los que cautivados en las batallas eran sacrificados en las aras de los dioses, cualquiera que fuera el género de muerte que padecieran, que era muy variado por razón de las fiestas y de los dioses a quienes eran inmolados. Creían que el cielo era un lugar plano y campestre gobernado por el sol, y por consiguiente al salir, lo recibían con clamores y con gran estrépito, chocando y golpeando con vehemencia las adargas y los escudos; y sólo los que los tenían horadados por flechas enemigas, podían mirar al astro a través de los agujeros, porque de otra manera no era lícito levantar los ojos para contemplarlo. Decían que ese lugar constaba de bosques hermosos por los varios géneros de árboles, de animales mansos y por el canto y la multitud de aves bellísimas. No tenían la menor duda de que cualquier cosa que se ofreciera a los celícolas por aquellos que aún estaban en esta vida, llegaría sin pérdida de ninguna partícula de las oblaciones, las que serían recibidas y acomodadas para su uso por los habitantes del cielo a quienes se consagraban. Estos eran transformados pasado un año en aves cubiertas de plumas varias y vagaban por el cielo y por la tierra chupando como el hoitsitzilim el rocío caído sobre las flores y retenido en las corolas. Añadían que eran recibidos en el paraíso terrenal los náufragos, los muertos por el rayo y los que morían de lepra, sarna, sarpullido y de la enfermedad india que ellos mismos llaman nanahuatl (con la que ahora han contagiado a todo el orbe), o que morían de gota. Afirmaban que este lugar afluía en todo género de delicias; carecía de toda molestia y gozaba de una primavera eterna y de un clima agradabilísimo. Perpetuamente reverdecían allí la calabaza, el maíz, el chile y todo género de bledos, armuelle, legumbres y frutas. Añadían que los habitantes de esas regiones eran aquellos dioses autores de las lluvias que tenían por costumbre llamar tlaloques en la lengua patria, y aplacarlos con sangre derramada de tiernos niños. A los que morían con dichas enfermedades, a saber, infectadas por el contagio, sórdidas y públicamente conocidas, nunca los quemaban, sino que los enterraban, poniéndoles entre las manos unas varitas y en las quijadas unas semillas de bledo; teñiéndoles el rostro de color azul celeste y añadiendo por todos los lados papeles recortados, los que se ponían en la nuca y por el resto del cuerpo como ornamento peculiar de los dioses. Todos los demás, quienesquiera que fuesen y de cualquier modo que exhalaran el alma, se creía que eran precipitados al báratro, porque en verdad los sacrificios, ayunos, preces, efusiones de sangre y otras cosas con las cuales ablandaban a los dioses, creían que servían solamente para lo caduco que podía obtenerse de ellos, pero la sede que habitarían las almas desnudas de cuerpo, no dependía más que del género de muerte. En esta forma hablaban a los que se partían de los vivos, con discursos fecundos y plácidos (es esta gente en verdad fecunda por naturaleza y, sin maestros, perita en el hablar); les decían que ya habían recorrido el curso de su vida y apagada esta luz, tenían que ir adonde pareciera a los dioses; a saber, a un lugar horroroso por las perpetuas tinieblas, y que no podía ser evitado por ninguna industria; habían vivido ya por beneficio de los dioses y habían recorrido el curso que éstos les habían asignado y, a pesar de que la vida estuviese encerrada entre angostos límites, ya no era permitido oponerse al hado o invertir el orden constante de las cosas. Ya los dioses tartáreos los llamaban al orco y había que obedecerles dejando los hogares, la dulcísima mujer, los carísimos hijos y los gratísimos amigos. Y vueltos a los consanguíneos del difunto, les decían que aquello era obra de Dios y de la naturaleza de las cosas, la cual no podía evadir ningún hombre mortal, que había visto la luz ya condenado a muerte, y que por consiguiente ésta debía ser tolerada por todos con amino sereno. Decían otras muchas cosas más que se pueden conjeturar por las antedichas. Concluido esto, le encogían las piernas al muerto, y lo rodeaban por todas partes con el papiro que llaman "amatl". Le rociaban el rostro y la cabeza con agua fría, añadiendo, que puesto que la había bebido durante su vida, le serviría ya muerto para recorrer su larguísimo camino, y, por consiguiente, la ponían en un pequeño vaso entre los lienzos que atados y cosidos le servían de mortaja; los cuales, según los varios géneros de muerte y la calidad de los muertos, solían variarse también en muchos modos. Colocaban encima otros papiros en otras partes, añadiendo que vendría el tiempo en que fuesen de no poca utilidad. Quemaban también y volvían ceniza todos los vestidos y ornamentos que había usado en vida, para que ya muerto no le hicieran falta, sino que lo protegieran en contra del invierno y el frío intenso de las regiones por las que tenía que atravesar. Poníanle junto también, como compañero del viaje, un perro bermejo, con unos hilos flojos de algodón ligados al cuello, pues creían que sin este auxilio no podría atravesar el río tartáreo; el cual una vez atravesado, debía dar aquellos papiros como don suplicante a Plutón, dios del tártaro, con otros hilos flojos y haces de ocotes, los que incluían también en los vestidos fúnebres. Guardaban doblados y bien envueltos los vestidos de las mujeres que morían, hasta el octogésimo día, después del fallecimiento, en que los quemaban. Todo lo dicho se hacía lo mismo al completarse el primer año, el segundo, tercero y cuarto, y hasta entonces concluían las exequias. Pero no daban aquí fin a sus disparates, porque afirmaban que después de que habían tocado los umbrales de los infiernos, tenían que llegar además a otros nueve tártaros y atravesar montados sobre el perro los ríos que se presentaban a los que recorrían ese camino. Añadían otras muchas cosas no menos pueriles, las que me han parecido indignas de recordarse y por consiguiente las he pasado en silencio. Adornado (como dijimos) el cadáver, lo ponían en una silla como si estuviera sentado y le rodeaban de banderas, si era funeral de señor; mataban esclavos y con los corazones rociaban el cadáver que después de quemado y vuelto ceniza, era sepultado. Si en cambio era del vulgo ignoble, colocado de la misma manera le ponían enfrente alimentos y la tercera parte de sus bienes (si algunos tenía) y así se acostumbraba enterrarlo. Si era mercader o soldado hacían lo mismo y también era enterrada con él la tercera parte de sus cosas. Quemaban los cuerpos que según sus ritos pertenecieran al fuego, y un par de viejos a quienes se encomendaba ese trabajo, mientras otros dos cantaban, traspasaban con lanzas los cadáveres en combustión. Después sobre las cenizas y los huesos, esparcían agua y por fin los enterraban en una fosa de forma redonda, pero antes les ponían en la boca, si el muerto era noble, una esmeralda, pero si era de la clase ínfima, una piedra iztlina, que llaman texoxoctli, mucho menos valiosa; y creían que estas piedras servirían de corazón a los difuntos. A los próceres muertos los rodeaban con un aparejo de papeles muy grande y, hecha de los mismos, una efigie adornada con plumas de muchos colores, al mismo tiempo inmolaban veinte esclavos y otras tantas esclavas traspasándoles el cuello con muchas flechas, el día en que el señor era quemado, para que adondequiera que fuese le siguieran para servirlo como si todavía estuviese en vida.
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CAPÍTULO XV De la guerra y victoria que hubieron los mexicanos, de los xuchimilcos Rendida ya la nación de los tepanecas, tuvieron los mexicanos ocasión de hacer lo proprio de los xuchimilcos, que como está ya dicho, fueron los primeros de aquellas siete cuevas o linajes que poblaron la tierra. La ocasión no la buscaron los mexicanos, aunque como vencedores, podían presumir de pasar adelante, sino los xuchimilcos escarbaron para su mal, como acaece, a hombres de poco saber y demasiada diligencia, que por prevenir el daño que imaginan, dan en él. Parecioles a los de Xuchimilco, que con las victorias pasadas, los mexicanos tratarían de sujetarlos, y platicando esto entre sí, y habiendo quien dijese que era bien reconocerles desde luego por superiores y aprobar su ventura, prevaleció al fin el parecer contrario, de anticiparse y darles batalla; lo cual entendido por Izcoatl, rey de México, envió su general Tlacaellel, con su gente, y vinieron a darse la batalla en el mismo campo donde partían términos; la cual, aunque en gente y aderezos no era muy desigual de ambas partes, fuelo mucho en el orden y concierto de pelear, porque los xuchimilcos acometiéronles todos juntos, de montón, sin orden. Tlacaellel tuvo a los suyos repartidos por sus escuadrones con gran concierto, y así presto desbarataron a sus contrarios, y los hicieron retirar a su ciudad, la cual de presto también entraron, siguiéndoles hasta encerrarlos en el templo, y de allí, con fuego, les hicieron huír a los montes y rendirse finalmente, cruzadas las manos. Volvió el capitán Tlacaellel con gran triunfo, saliéndole a recibir los sacerdotes con su música de flautas, e inciensándole a él y a los capitanes principales, y haciendo otras ceremonias y muestras de alegría que usaban, y el rey con ellos, todos se fueron al templo a darle gracias a su falso dios, que de esto fue siempre el demonio muy cudicioso de alzarse con la honra de lo que él no había hecho, pues el vencer y reinar lo da no él, sino el verdadero Dios, a quien le parece. El día siguiente fue el rey Izcoatl a la ciudad de Xuchimilco, y se hizo jurar por rey de los xuchimilcos, y por consolarles, prometió hacerles bien, y en señal de esto les dejó mandado hiciesen una gran calzada que atravesase desde México a Xuchimilco, que son cuatro leguas, para que así hubiese entre ellos más trato y comunicación, lo cual los xuchimilcos hicieron, y a poco tiempo les pareció tan bien el gobierno y buen tratamiento de los mexicanos, que se tuvieron por muy dichosos en haber trocado rey y república. No escarmentaron como era razón, algunos comarcanos llevados de la envidia o del temor a su perdición. Cuytlauaca era una ciudad puesta en la laguna, cuyo nombre y habitación, aunque diferente, hoy dura; eran éstos muy diestros en barquear la laguna, y parecioles que por agua podían hacer daño a México, lo cual visto por el rey, quisiera que su ejército saliera a pelear con ellos. Mas Tlacaellel, teniendo en poco la guerra y por cosa de afrenta tomarse tan de propósito con aquéllos, ofreció de vencerlos con solos muchachos, y así lo puso por obra. Fuese al templo y sacó del recogimiento de él, los mozos que le parecieron, y tomó desde diez a diez y ocho años los muchachos que halló, que sabían guiar barcos o, canoas, y dándoles ciertos avisos y orden de pelear, fue con ellos a Cuytlauaca, donde con sus ardides apretó a sus enemigos de suerte que les hizo huir, y yendo en su alcance, el señor de Cuytlauaca le salió al camino, rindiéndose a sí, y a su ciudad y gente, y con esto cesó el hacelles más mal. Volvieron los muchachos con grandes despojos y muchos cautivos para sus sacrificios, y fueron recibidos solemnísimamente, con gran procesión y músicas y perfumes, y fueron a adorar su ídolo, tomando tierra y comiendo de ella, y sacándose sangre de las espinillas con las lancetas, los sacerdotes, y otras supersticiones que en cosas de esta cualidad usaban. Quedaron los muchachos muy honrados y animados, abrazándoles y besándoles el rey, y sus deudos y parientes acompañándoles, y en toda la tierra sonó que Tlacaellel, con muchachos, había vencido la ciudad de Cuytlauaca. La nueva de esta victoria y la consideración de las pasadas, abrió los ojos a los de Tezcuco, gente principal y muy sabia para su modo de saber, y así el primero que fue de parecer se debían sujetar al rey de México, y convidalle con su ciudad, fue el rey de Tezcuco, y con aprobación de su consejo, enviaron embajadores muy retóricos, con señalados presentes, a ofrecerse por súbitos, pidiéndole su buena paz y amistad. Ésta se aceptó gratamente, aunque por consejo de Tlacaellel, para efectuarse, se hizo ceremonia, que los de Tezcuco salían a campo con los de México, y se combatían y rendían al fin, que fue un auto y ceremonia de guerra, sin que hubiese sangre ni heridas de una ni otra parte. Con esto quedó el rey de México por supremo señor de Tezcuco, y no quitándoles su rey, sino haciéndole del supremo consejo, suyo, y así se conservó siempre hasta el tiempo de Motezuma Segundo, en cuyo reino entraron los españoles. Con haber sujetado la ciudad y tierra de Tezcuco, quedó México por señora de toda la tierra y pueblos que estaban en torno de la laguna donde ella está fundada. Habiendo pues, gozado de esta prosperidad y reinado, doce años, adoleció Izcoatl, y murió, dejando en gran crecimiento el reino que le habían dado, por el valor y consejo de su sobrino Tlacaellel (como está referido), el cual tuvo por mejor hacer reyes que serlo él, como ahora se dirá.
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CAPÍTULO XV El castigo que a los embajadores de la liga se les dio y las diligencias que los españoles les hicieron hasta que se embarcaron El gobernador, habiendo oído al capitán general Anilco el aviso de la traición de los caciques y los ofrecimientos que de parte de su cacique y suya le hacía, agradeció mucho lo uno y lo otro, y con palabras muy amorosas le dijo que, porque adelante en lo por venir no quedase su curaca Anilco malquisto y enemistado con los demás curacas e indios de la comarca, por haber favorecido tan al descubierto a los castellanos, no aceptaba el socorro de la gente de guerra, y también porque, habiendo de salirse por el río abajo tan en breve como pensaba salir, no era menester hacer guerra a los contrarios, y que, por las mismas causas, tampoco aceptaba la buena compañía de su persona para capitán general, aunque conocía el mucho valor de ella y de cuánto momento fuera su favor y ayuda para los españoles si hubieran de conquistar por guerra a los enemigos; que, habiéndose de ir, no quería dejarlo odioso y enemistado con sus vecinos, ni quería que supiesen cosa alguna del aviso que les había dado de la liga, y por la misma razón rehusaba el retirarse a su tierra porque por entonces no le convenía hacer asiento en aquel reino. Mas ya que no podía admitir los efectos de los ofrecimientos que su cacique y él le hacían, a lo menos recibía los buenos deseos de ambos para acordarse de ellos y de la obligación en que sus palabras y obras a él, y a toda la nación española, habían puesto. Y procurarían pagársela, si en algún tiempo se ofreciesen ocasiones, y que la misma cuenta y memoria tendría el rey de Castilla, su señor, emperador y cabeza que era de todos los reyes y señores y príncipes cristianos, el cual sabría lo que por los castellanos, sus vasallos y criados, habían hecho, y lo mandarían poner escrito en memoria para la gratificar Su Majestad o los reyes sus descendientes, y que esta prenda y promesa les dejaba a ellos y a sus hijos y sucesores en pago del beneficio que les había hecho. Con estas palabras despidió el gobernador al capitán Anilco y quedó apercibido para el suceso venidero habiéndolo consultado con sus capitanes y soldados más principales. Cuatro días después del aviso, que fue a los primeros de junio del año mil y quinientos y cuarenta y tres, vinieron los embajadores de los caciques de la liga por la misma orden y manera que Anilco había dicho, unos por la mañana, otros a mediodía y otros a la tarde, y trajeron los mismos recaudos de palabra y las propias dádivas que Anilco había dado por seña de la traición de ellos. Lo cual, visto por el gobernador, mandó que los prendiesen y pusiesen cada uno de por sí aparte para examinarlos en su liga y conjuración, y, llegando al hecho, los indios no la negaron, antes muy llanamente confesaron todo lo que para matar los españoles y quemar los navíos tenían ordenado. El general, porque el castigo que se había de hacer en los indios embajadores no fuese en tantos como sería si aguardasen a que viniesen todos, mandó que con brevedad lo ejecutasen en los que aquel día habían prendido, porque aquéllos diesen nuevas a los demás de cómo la traición de ellos era entendida y no enviasen más embajadores. Acabado de tomarles la confesión, el mismo día que vinieron, ejecutaron en ellos el castigo de la maldad de sus caciques y la paga de su embajada. Fue cortar a treinta de ellos las manos derechas. Los cuales acudían con tanta paciencia a recibir la pena que se les daba que apenas había quitado uno la mano cortada del tajón cuando otro la tenía puesta para que se la cortasen. Lo cual causaba lástima y compasión a los que lo miraban. Con el castigo de los embajadores se deshizo la liga de sus curacas, porque dijeron que, pues los castellanos tenían noticia de su mal deseo, se recatarían y apercibirían para no ser ofendidos. Y así cada cacique se volvió a su tierra desdeñado de no haber ejecutado su mala intención, la cual guardaron todos en sus pechos para la mostrar en lo que adelante se ofreciese. Y, porque entendieron ser más poderosos en el agua que en tierra, ordenaron entre todos que cada uno apercibiese la más gente y canoas que pudiese para perseguir los españoles cuando se fuesen por el río abajo, donde pensaban matarlos todos. El gobernador y sus capitanes, habiendo visto ser cierta la gran liga y conjuración que los curacas tenían hecha contra ellos, les pareció sería bien salir con brevedad de sus tierras antes que los enemigos ordenasen otra peor. Con este acuerdo, se dieron mucha más prisa que hasta entonces se habían dado para poner en perfección los bergantines, aunque hasta allí no habían andado ociosos. Fueron siete los carabelones que nuestros españoles hicieron, y, porque no tenían bastante recaudo de clavazón para echarles cubierta entera, les cubrieron un pedazo a popa y otro a proa en que pudiesen echar el matalotaje; en medio llevaban unas tablas sueltas que hacían suelo y, quitando una de ellas, podían desaguar el agua que hubiesen hecho. Con la misma diligencia que traían en hacer los navíos, recogieron el bastimento que les pareció ser menester y pidieron a los caciques amigos Anilco y Guachoya socorro de zara y las demás semillas y fruta seca que en sus tierras hubiese. Atocinaron los puercos que hasta entonces, con todos los trabajos pasados, habían sustentado para criar, y todavía reservaron docena y media de ellos porque no tenían perdida la esperanza de poblar cerca de la mar si hallasen buena disposición. A cada uno de los caciques amigos dieron dos hembras y un macho para que criasen. La carne de los que mataron echaron en sal para el camino y con la manteca, en lugar de aceite, templaron la aspereza de la resina de los árboles con que breaban los bergantines, para que se hiciese suave y líquida, que pudiese correr. Proveyeron de canoas para llevar los caballos que les habían quedado, que eran pocos más de treinta, las cuales canoas iban atadas de dos en dos para que los caballos llevasen las manos puestas en la una y los pies en la otra. Sin las canoas de los caballos, llevaba cada bergantín una por popa, que le sirviese de batel. En este paso, dice Alonso de Carmona que, de cincuenta caballos que les habían quedado, mataron los veinte que por manqueras estaban más inútiles, y que, para los matar, los ataron una noche a sendos palos y los sangraron y dejaron desangrar hasta que murieron, y que esto se hizo con mucho dolor de sus dueños y lástima de todos por el buen servicio que les habían hecho; y que la carne la sancocharon y pusieron al sol para que se conservase, y así la guardaron para matalotaje de su navegación. Habiendo concluido las cosas que hemos dicho, echaron los bergantines al agua día del gran precursor San Juan Bautista, y los cinco días que hay hasta la víspera de los príncipes de la Iglesia San Pedro y San Pablo se ocuparon en embarcar el matalotaje y los caballos y en empavesar los bergantines y las canoas con tablas y pieles de animales para defenderse de las flechas. Y, dos días antes que se embarcasen, despidieron al cacique Guachoya y al capitán general Anilco para que se fuesen a sus tierras, y les rogaron que fuesen amigos verdaderos, y ellos prometieron que lo serían. Y luego, el mismo día de los Apóstoles se embarcaron, habiendo ordenado que fuesen por capitanes de los siete bergantines los que nombraremos en el libro y capítulo siguiente.
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De las costumbres de los indios desta tierra y de la montaña que hay para llegar a la villa de Ancerma La gente desta provincia es dispuesta, belicosa, diferente en la lengua a las pasadas. Tiene a todas partes este valle montañas muy bravas, y pasa un espacioso río por medio dél, y otros muchos arroyos Y fuentes, donde hacen sal; cosa de admiración y hazañosa de oír. Dellas y de otras muchas que hay en esta provincia hablaré adelante, cuando el discurso de la obra nos diere lugar. Una laguna pequeña hay en este valle, donde hacen sal muy blanca. Los señores o caciques y sus capitanes tienen casas muy grandes, y a las puertas dellas puestas unas cañas gordas de las destas partes, que parescen pequeñas vigas; encima dellas tienen puestas muchas cabezas de sus enemigos. Cuando van a la guerra, con agudos cuchillos de pedernal, o de unos juncos o de cortezas o cáscaras de cañas, que también los hacen dellas bien agudos, cortan las cabezas a los que prenden. Y a otros dan muertes temerosas cortándoles algunos miembros, según su costumbre, a los cuales comen luego, poniendo las cabezas, como he dicho, en lo alto de las cañas. Entre estas cañas tienen puestas algunas tablas, donde esculpen la figura del demonio, muy fiera, de manera humana, y otros ídolos y figuras de gatos, en quien adoran. Cuando tienen necesidad de agua o de sol para cultivar sus tierras, piden (según dicen los mismos indios naturales) ayuda a estos sus dioses. Hablan con el demonio los que para aquella religión están señalados, y son grandes agoreros y hechiceros, y miran en prodigios y señales y guardan supersticiones las que el demonio les manda: tanto es el poder que ha tenido sobre aquellos indios, permitiéndolo Dios nuestro Señor por sus pecados o por otra causa que El sabe. Decían las lenguas cuando entramos con el licenciado Juan de Vadillo, la primera vez que los descubrimos, que el principal señor dellos, que había por nombre Cauroma, tenía muchos ídolos de aquellos, que parescían de palo, de oro finísimo, y afirmaban que había tanta abundancia deste metal, que en un río sacaba el señor ya dicho la cantidad que quería. Son grandes carinceros de comer carne humana. A las puertas de las casas que he dicho tienen plazas pequeñas, sobre las cuales están puestas las cañas gordas, y en estas plazas tienen sus mortuorios y sepulturas al uso de su patria, hechas de una bóveda, muy hondas, la boca al oriente. En las cuales, muerto algún principal o señor, lo meten dentro con muchos llantos, echando con él todas sus armas y ropa y el oro que tiene, y comida. Por donde conjeturamos que estos indios ciertamente dan algún crédito a pensar que el ánima sale del cuerpo, pues lo principal que metían en sus sepulturas es mantenimiento y las cosas que más ya he dicho; sin lo cual, las mujeres que en vida ellos más quisieron las enterraban vivas con ellos en las sepulturas, y también enterraban otros muchachos y indias de servicio. La tierra es de mucha comida, fértil para dar el maíz y las raíces que ellos siembran. Arboles de fructa casi no hay ninguno, y si los hay, son pocos. A las espaldas de ella, hacia la parte de oriente, está una provincia que se llama Cartama, que es hasta donde descubrió el capitán Sebastián de Belalcázar, de la lengua y costumbres destos. Son ricos de oro y tienen las casas pequeñas, y todos andan desnudos y descalzos, sin tener más de unos pequeños maures, con que cubren sus vergüenzas. Las mujeres usan unas mantas de algodón pequeñas, con que se cubren de la cintura abajo; lo demás anda descubierto. Pasada la provincia de Caramanta está luego una montaña que dura poco más de siete leguas, muy espesa, a donde pasamos mucho trabajo de hambre y frío cuando íbamos con Vadillo, y bien podré yo afirmar en toda mi vida pasé tanta hambre como en aquellos días, aunque he andado en algunos descubrimientos y entradas bien trabajosas. Hallámonos tan tristes en vernos metidos en unas montañas tan espesas que el sol ahína no lo veíamos, y sin camino ni guías, ni con quien nos avisase si estábamos lejos o cerca del poblado, que estuvimos por nos volver a Cartagena. Mucho nos valió hallar de aquella madera verde que conté haber en Abibe, porque con ella hicimos siempre lumbre toda la que queríamos. Y con el ayuda de Dios, a fuerza de nuestros brazos, con los cuales íbamos abriendo camino, pasamos estas montañas, en las cuales se quedaron algunos españoles muertos de hambre, y caballos muchos. Pasado este monte está un valle pequeño, sin montañas, raso, de poca gente; mas luego, un poco adelante, vimos un grande y hermoso valle muy poblado, las casas juntas, todas nuevas, y algunas dellas muy grandes; los campos llenos de bastimento de sus raíces y maizales. Después se perdió toda la más desta población, y los naturales dejaron su antigua tierra. Muchos dellos, por huir de la crueldad de los españoles, se fueron a unas bravas y altas montañas que están por encima deste valle, que se llama Cima. Más adelante deste valle está otro pequeño, dos leguas y media dél, que se hace de una loma que nasce de la cordillera donde está fundada y asentada la villa de Ancerma, que primero se nombró la ciudad de Santa Ana de los Caballeros, la cual está asentada entre medias de dos pequeños ríos, en una loma no muy grande, llana de una parte y otra, llena de muchas y muy hermosas arboledas de frutales, así de España como de la misma tierra, y llena de legumbres, que se dan bien. El pueblo señorea toda la comarca por estar en lo más alto de las lomas, y de ninguna parte puede venir gente que primero que llegue no sea vista de la villa, y por todas partes está cercada de grandes poblaciones de muchos caciques o señoretes. La guerra que con ellos tuvieron al tiempo que los conquistaron se dirá en su lugar. Son todos los más destos caciques amigos uno de otros; sus pueblos están juntos; las casas, desviadas alguna distancia unas de otras.
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Del principio de los mexicanos Los mexicanos salieron, según nos enteramos por sus jeroglíficos, de la ciudad de Chicomuztotl, y tuvieron por padre a Ystac Mixcoatl, quien según se dice tuvo dos mujeres, de una de las cuales llamada Tlancueitl, tuvo seis hijos, a saber: Xelqua, Tenuch, Ulmecatl, Sicalancatl, Mitecatl y Otomitl. De la otra tuvo a Quetzalcoatl, a quien después se hicieron honores divinos. Es fama que Xelqua, el mayor de todos, fundó Quauhquechullan, Ytzocan, Epatlan, Teuhpantlan, Teouacan, Cuzcatlan, Teutitlan y muchas otras ciudades, pero Tenuch fundó a Tenuchtitlan, por quien la primera gente, dicen, fue llamada Tenuchca y después mexicana. De este varón, otros muchos muy eximios derivaron su origen y su prole dominó casi toda la Nueva España, porque sometió a su imperio toda su raza y puso bajo su yugo otras innumerables naciones. Umecatl (sic) construyó muchas ciudades hacia aquella parte donde está edificada la ciudad de los Ángeles; éstos son los nombres de algunas: Totomisacan, Ucilapan, Cuetlaxcoapan, y de la misma manera casi infinitas otras. Xicalancatl llegó más lejos, hasta el mar septentrional, y cerca del litoral edificó nobles ciudades de las cuales a dos puso por nombre Xicalanco, una en la provincia de los Maxcalçinça, no lejos del lugar donde está la que ahora llamamos Veracruz, y Xicalanco, cerca de Tauasco, ciudad amplia y opulenta, noble y frecuentada por el comercio. Mixtecatl siguió su camino hacia el Océano Austral, donde construyó Tututepec y Acatlan. Otomitl a su vez se dirigió a los montes circunvecinos de la ciudad mexicana y fundó muchas colonias, pero principalmente Xilotepec, Tulla y Otumpa. Esta es la gente más numerosa en Anáhuac, la que además de diferir en el idioma, también usa los cabellos cortados. Quetzalcoatl edificó o instauró Tlaxcalla, Huexocinco, Chulullan y otras muchas ciudades. Fue (según dicen) varón honesto, temperante y sumamente religioso. Vivió casto y continente, domada la carne por ayunos y azotes, y, para decirlo en suma, llevó una vida acerba e inocente. Promulgó leyes consentaneas a la naturaleza misma y recomendó a todos el estudio de la virtud, llevando él mismo una vida honestísima y ejerciendo las buenas costumbres. Instituyó el ayuno, que no se acostumbraba para nada en aquel tiempo y ni siquiera era conocido de nombre; primero que todos, para aplacar a los dioses y para reprimir los propios afectos, derramó sangre, pero no de hombres matados, sino punzando algunas partes de su cuerpo, principalmente las orejas y la lengua, como castigos contra el vicio de la mentira y de oír cosas poco decentes, a lo cual son estas gentes propensísimas por naturaleza. Los indios creen que no murió, sino que desapareció en la provincia de Coatzacoalco junto al mar, y esto lo dicen tanto los que creen que es verdad, como los que ocultan que haya muerto el dios del aire. Lo adoran y lo veneran como numen los tlaxcalteca, cholullenses y las otras gentes cuyas ciudades edificó, y hacen todos los años en su honor innumerables sacrificios. Ahora parece conveniente hablar de los reyes mexicanos.
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CAPÍTULO XV Lo que sucedió a los tres capitanes exploradores Los caudillos que fueron a una mano y a otra de la costa, habiendo cada cual de ellos caminado por ella más de una legua, se volvieron a los suyos, y los unos trajeron un medio plato de barro blanco de lo muy fino que se labra en Talavera, y los otros una escudilla quebrada del barro dorado y pintado que se labra en Malasa, y dijeron que no habían hallado otra cosa y que eran muy buenas señales y muestras de estar en tierra de españoles, porque aquel barro, el uno y el otro, era de España, y que era prueba de lo que decían. Con lo cual se regocijaron mucho todos los nuestros e hicieron gran fiesta teniendo las señales por ciertas y dichosas conforme al deseo de ellos. A Gonzalo Silvestre y a su cuadrilla que fue la tierra adentro les sucedió mejor, que, habiéndose alejado de la mar poco más de un cuarto de legua y habiendo traspuesto un cerrillo, vieron una laguna de agua dulce que bajaba más de una legua. Andaban en ella cuatro o cinco canoas de indios pescando y porque los indios no los viesen y tocasen arma se encubrieron con unos árboles y caminaron por ellos un cuarto de legua por par de la laguna hechos ala como que buscasen liebres. Yendo así mirando con mucho cuidado y atención a una parte y a otra, vieron dos indios por delante (espacio de dos tiros de arcabuz de donde iban), que estaban cogiendo fruta debajo de un árbol grande llamado guayabo en lengua de la isla Española y savintu en la mía del Perú. Como los españoles los viesen, pasando la palabra de unos a otros, se echaron en el suelo por no ser descubiertos y dieron orden que, yendo en cerco unos por una parte y otros por otra, fuesen como lagartos arrastrándose por el suelo y cercasen los indios de manera que no se les fuesen y que los que quedasen atrás no se levantasen de tierra hasta que los delanteros hubiesen rodeado los indios. Con este aviso fueron todos pecho por tierra y los delanteros caminaron a gatas casi tres tiros de arcabuz por tomar la delantera a los indios. Y cada uno de los españoles llevaba puesta su honra en que no se fuese la caza por su parte. Cuando los tuvieron cercados se levantaron todos a un tiempo y arremetieron con ellos, y por mucha diligencia que hicieron se les fue uno, que se echó al agua y escapó nadando. El indio que quedó preso daba grandes voces repitiendo muchas veces esta palabra brezos. Los españoles, por darse prisa a volver a los suyos antes que acudiesen indios a quitarles el preso, no atendían a lo que el indio decía, sino a salir presto de aquel lugar, y con toda prisa tomaron dos cestillas de guayabas que los indios habían cogido y un poco de zara que hallaron en una choza y un pavo de los de tierra de México, que en el Perú no los había, y un gallo y dos gallinas de las de España y un poco de conserva hecha de unas pencas de un árbol llamado maguey, que son como pencas de cardo, del cual árbol hacen los indios de la Nueva España muchas cosas, como vino, vinagre, miel y arrope, de un cierto licor dulce que las hojas, quitado el tronco, echan a cierto tiempo del año, y las pencas tiernas, cocidas y puestas al sol, son sabrosas de comer y asemejan en la vista al calabazate, aunque no tienen que ver con él en bondad. De las mismas pencas, que son como las del cardo, sazonadas en su árbol, hacen los indios cáñamo, y es muy recio y bueno, y del palo del maguey, que en cada pie no nace más de uno, a semejanza de las cañahejas de España, que así es la madera fofa aunque la corteza es dura, se sirven para enmaderar sus casas donde hay falta de otra mejor madera. Todo lo que hemos dicho que hallaron los castellanos en la choza llevaron consigo, y el indio preso bien asido porque no se les huyese. Al cual, por señas y por palabras españolas, preguntaban diciendo: "¿Qué tierra es ésta y cómo se llama?" El indio por los ademanes que le hacían como a un mudo entendía qué le preguntaban, mas por las palabras no entendía qué era lo que le preguntaban y, no sabiendo qué responder, repetía la palabra brezos, y muchas veces, pronunciando mal, decía bredos. Los españoles, como no respondía a propósito, le decían: "Válgate el diablo, perro, ¿para qué queremos bledos?" El indio quería decir que era vasallo de un español llamado Cristóbal de Brezos y como con la turbación no acertase a decir Cristóbal y dijese unas veces brezos y otras bredos no podían entenderle los castellanos, y así se lo llevaron dándole prisa antes que se lo quitasen, para después preguntarle despacio lo que querían saber de él. A propósito del preguntar de los españoles y del mal responder del indio (porque no se entendían los unos a los otros), habíamos puesto en este lugar la deducción del nombre Perú, que, no lo teniendo aquellos indios en su lenguaje, se causó de otro paso semejantísimo a éste, y por haberse detenido la impresión de este libro más de lo que yo imaginé, lo quité de este lugar y lo pasé al suyo propio, donde se hallará muy a la larga con otros muchos nombres puestos a caso, porque ya en aquella historia, con el favor divino, este año de seiscientos y dos, estamos en el postrer cuarto de ella y esperamos saldrá presto.