En que se da particular relación de esta bahía, indios, puerto, pueblos y bastimentos, con lo demás que se vio en ella Esta bahía, a quien el adelantado puso por nombre la Graciosa, que tal es ella, tendrá de circuito cuarenta leguas y media; córrese de Norte Sur cuarta al Nordeste y Sudoeste; está en lo más occidental de la isla, por la parte del Norte de ella y al Sur del volcán ya dicho; tiene de boca media legua, y a la parte del Leste un arrecife; pero muy franca la entrada. Esta bahía se hace con una isla que está de la parte del Oeste, cuyo puerto es de cuatro leguas; es fertilísima, y muy poblada por las orillas y tierra adentro, y tanto que la llamábamos la nuestra huerta: está apartada de la isla grande poco espacio, con piedras y bancos y algunos pequeños canales por donde no pueden pasar sino bateles y canoas. El puerto está en lo postrero de la bahía entre un copiosísimo manantial de clara agua y muy buena, que a trecho de tiro de mosquete sale debajo de unas peñas a la mar donde desagua; y a la ribera de ella y de la mar es a donde se plantó el campo: a la parte del Leste de este manantial a tiro de arcabuz hay un mediano río. Está el puerto en altura de diez grados, un tercio, y de Lima mil ochocientos y cincuenta leguas; hay en él refriegas del Sudeste, cosa de poco daño; su fondo es lama, y de cuarenta, treinta y veinte brazas; súrgese muy cerca de tierra. En toda esta bahía no se halla donde surgir sino en este puerto, y en el primero que se dejó por ser pequeño; todo lo demás es mucho o mal fondo por ratones; tiene más otro manantial en una playa de arena limpia; su agua es bonísima; tiene más un buen río y un riachuelo que a modo de acequia va por junto a las casas de Malope a entrarse en la mar. Hay en esta bahía muchos puercos, que asan enteros sobre guijarros, gallinas como de Castilla, muchas de ellas son blancas, éstas vuelan por los árboles y crían en ellos, perdices de Castilla u otras que se parecen con ellas. Hay grandes palomas torcazas, tórtolas de las pequeñas, patos y garzas pardas y blancas, golondrinas y otros pájaros que no conocí. De sabandijas sólo vi unas negras lagartijas y hormigas, y sin mosquitos; cosa nueva en poca altura. Hay mucho género de peces, que los indios pescan con tres mallos, que tienen muchos y grandes; parecía ser de pita el hilo, con boyas de palo ligero y las plomadas de piedra. Hay mucho número de plátanos de siete a ocho castas; los unos son colorados, tan anchos como una mano de través, y otros de la misma color muy pequeños y tiernos; y otra casta de pequeños, aunque estén maduros, siempre la cáscara está verde y el meollo, aunque no tanto; otros largos y torcidos con una vuelta, de sabor y olor lindísimos, y los racimos de muchos plátanos cada uno. Hay mucha cantidad de cocos y muy grandes cañas dulces, y unas almendras de tres esquinas, que el meollo de cada una de ellas será como el de cuatro almendras de las de Castilla y su sabor es bonísimo: hay unas piñas muy hermosas del tamaño de una cabeza de un hombre, y los piñones tan grandes como una almendra de España: los árboles donde nacen tienen pocas hojas y ésas grandes; otra casta hay de muy buenos piñones que en unos grandes y largos racimos nacen en unos pequeños árboles de hojas redondas, y será cada uno con su cáscara, hechura y tamaño de un dátil: también hay de la fruta grande, que se alabó mucho, de las primeras islas, y las nueces y castañas como las otras; hay otra a que llamaron camuesas; nacen en altos y grandes árboles, y otra que no es tan buena, a modo de peros; y como no se anduvo la tierra, ni se estuvo todo el año, no se sabe lo que hay más de frutas. Hay tres o cuatro castas de raíces en cantidad, y éste es su pan, y las comen asadas o cocidas; la una de ellas toca de dulce, las otras dos al comer pican un poco: comió una cruda un soldado, de que le resultaron grandes bascas, pero pasó el accidente. De estas raíces hacen los indios atajadas, grande suma de bizcocho, o seco al sol o al fuego, guardándolo en espuertas de palmas: es buen sustento, y sólo tiene de malo ser algo cálido, pero mucho se comió de él y de las raíces asadas y cocidas y en las ollas. Hay mucho del bejuco de que en todo lo oriental se sirven como de cuerdas. Hay grandes y colorados bledos, verdolagas y cierto género de calabazas, y mucha albahaca de fortísimo olor: hay unas castas de flores coloradas de buena vista, que los indios precian mucho; no tienen olor: críanse en arbolitos como agies, y tiénenlos como en macetas junto a sus casas. Hay cantidad de genjibre; éste nace sin que se siembre: hay mucha cantidad de yerba bien alta y enramada que se llama jiguilete, que es de la que se hace tinta añil: hay árboles de pita, mucha demajagua, de que hacen sus cuerdas y sus redes, y de los cocos se sirven aunque poco. Hay caracoles como los que traen curiosos de la China, y conchas de las ostias de las perlas, unas grandes y otras pequeñas. Había en nuestro pueblo, orilla del manantial, un árbol que los indios tenían en su tronco herido, y destilaba por allí un licor de buen olor, que parece mucho al aceite de abeto, y de esto o de otro que con él se parecía se hallaron calabazos llenos: hacen los indios muchillas y bolsas de palmas muy bien obradas, y grandes petates que sirven de velas para sus embarcaciones; usan hacer unas telas, no se de qué son tejidas, en unos pequeños telares que tienen, las cuales sirven en lugar de lienzo y de mantas con que las mujeres se cubren. Los naturales ya he dicho que son negros y loros; y es gente como la que hay entre nosotros de su color. Usan mucho una comida, que también es muy usada en la India oriental, que se llama betel; en las Filipinas buhio: es una hoja a hechura de un corazón, su tamaño de una mano más o menos, su olor, sabor y color como de clavo: juntan a ella cal, al parecer hecha de conchas, y unas del tamaño de bellotas, que es fruta algo recia nacida en palmas bravas; échase fuera la primera mascadura y el demás zumo tragan: alábase por provechosa y buena para fortalecer estómago y dentadura. Sus pueblos son de veinte casas redondas, de tablas armadas sobre un solo estante de palo grueso; tienen dos sobrados, a que suben por escaleras de manos, con cubiertas de palmas ensartadas unas en otras, que hacen la forma de pajares de Castilla; son abiertas todas en ruedas, altura de medio hombre, y cercadas de un paredón de piedras sueltas, con su entrada en lugar de puerta, y es de manera que la cobija no llega a las tablas más de la cumbre, y queda sirviendo como un pabellón. Había en cada pueblo una casa larga, como oráculo, con figuras humanas de medio relieve mal obradas, y otra casa larga que parecía ser de comunidad; y a la larga, por en medio de ellas, unas barbacoas de cañas. Había de estos pueblos orillas de la mar diez o doce, y en cada uno, uno o dos pozos con curiosidad empedrados y con escalones a nuestra usanza, por donde se baja de ellos, y cubiertos con sus tapaderas de tablas; y en la orilla del mar algunos corales cercados de piedras, a donde cuando la mar crece pescan, con cierta invención y un palo a, modo de guimballete de bomba. Tienen unas hermosas y grandes canoas con que navegan a lo lejos, porque las chiquitas no les sirven más que para cerca de sus casas; éstas tienen formada su quilla algo chata; su popa y proa son de un solo tronco; tienen su escotilla en medio por donde sacan el agua que entra y en él meten el árbol mayor: arman en ellas unas barbacoas con palos atravesados y con cuerdas muy fuertemente amarradas, de los cuales nacen otros a la larga que se cruzan por un bordo y sirven de escorar para no trastornarse; de modo que el vaso sólo sirve de sustentar esta fábrica en que caben treinta y más hombres con sus hatos: la vela es de petate y larga, ancha por arriba y angosta por abajo, son muy veletas y buenas de barlovento, y nuestra fragata procuró coger una y se le fue de debajo del bauprés. Tienen sus haciendas, labranzas y frutales muy puestos en razón. La tierra es negra, esponjosa y suelta; hay también barriales; las partes donde siembran, desmontadas. El temperamento es como el de las demás tierras de su altura: algunos truenos y relámpagos hubo y muchos aguaceros, pero no mucho viento. A la isla puso por nombre el adelantado de Santa Cruz. Tienen de boj al parecer cien leguas: todo lo que de ella vi, se corre casi que del Leste Oeste; tiene mucha arboleda; no es tierra muy alta, aunque tiene sierras con quebradas y llanos con algunos carrizales; es limpia de bajos, y los que tiene están muy en tierra: es muy poblada por todas las orillas del mar; por la tierra adentro no se sabe dar razón, porque nunca se anduvo.
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CAPÍTULO XV Que cuenta el viaje de los treinta caballeros hasta llegar media legua del pueblo de Hirrihigua Luego que se apaciguó la discordia, volvieron los españoles a su trabajo, y, como era ya cerca del mediodía, con el beneficio del calor del sol que templaba algún tanto el frío del agua, empezaron los caballos a pasar mejor que hasta entonces, mas no con tanta presteza como era menester, que ya eran más de las tres de la tarde cuando acabaron de pasar. Era gran compasión y lástima ver cuáles salieron los españoles del agua, molidos y hechos pedazos del largo trabajo que pasaron, consumidos del frío que casi todo el día sufrieron, tan quebrantados y cansados que apenas podían tenerse, y con esto es de advertir el poco o ningún regalo que tenían para restaurarse de tanto mal pasado; mas todo lo dieron por bien empleado con haber pasado aquella mala ciénaga que tan temida traían. Dieron gracias a Dios que no hubiesen acudido enemigos a defenderles el paso, que fue particular misericordia divina, porque si al trabajo que hemos dicho que pasaron se les añadiera haber de pelear y defenderse de solos cincuenta indios, ¿qué fuera de ellos? La causa de no haber acudido indios debió ser estar aquella ciénaga lejos de poblado y ser ya invierno, que entonces, porque andan desnudos, acostumbran salir poco de sus casas. Los españoles acordaron hacer noche en un gran llano que pasada la ciénaga estaba, porque de ella salieron tales ellos y sus caballos que no estuvieron para caminar un paso. Hicieron grandes fuegos para calentarse: consoláronse con que de allí adelante, hasta Hirrihigua, donde iban, no había malos pasos que pasar. Venida la noche, la durmieron con el mismo cuidado que las pasadas, y antes que amaneciese siguieron su camino. Alancearon cinco indios que toparon, que no llevasen adelante la nueva de su ida. Los caballos de los dos compañeros que fallecieron iban sueltos, ensillados y enfrenados, siguiendo a los otros, y muchas veces iban ellos delante, que para guiarlos no hacían falta sus dueños. Caminaron aquel día trece leguas. Pararon en un buen llano, donde durmieron la noche con el orden acostumbrado. Con el alba caminaron, y, a poco más de salido el sol, pasaron por el pueblo de Urribarracuxi. Dejáronlo a una mano, que no quisieron entrar en él por no tener pendencia con sus moradores. Este día, que fue el décimo de su viaje, caminaron quince leguas, e hicieron noche tres leguas antes del pueblo de Mucozo. A poco más de media noche salieron de la dormida, y, habiendo caminado dos leguas, vieron en un monte que estaba cerca del camino un fuego, del cual, más de una legua antes, había dado aviso el mestizo Pedro Morón, diciendo: "¡Alerta! Yo siento que hay fuego no lejos de donde vamos." Una legua más adelante volvió a decir: "Bien cerca estamos ya del fuego." Y, al poco trecho que anduvieron, lo descubrieron. Los compañeros, admirados de cosa tan extraña, fueron do el fuego estaba y hallaron muchos indios que con sus mujeres e hijos estaban asando lizas para almorzar. Los españoles acordaron prender los que pudiesen, aunque fuesen vasallos de Mucozo, hasta saber si había sustentado la paz con Pedro Calderón, porque si no la hubiesen mantenido, pretendían enviar a La Habana los que prendiesen, para que, con otras señales y muestras de sus victorias, fuese aquélla. Con esta determinación arremetieron al fuego. Los indios gandules, sobresaltados con el ruido y tropel de los caballos, huyeron por el monte adelante. Las mujeres y muchachos prendieron hasta diez y ocho o veinte personas que pudieron atajar, que otros muchos se escaparon por la oscuridad de la noche y por los matos del monte. Los presos, a grandes voces aclamando y llorando, llamaban el nombre de Ortiz, sin decir otra palabra más de aquélla repetida muchas veces, como que quisiesen traer a la memoria de los españoles los beneficios que su cacique y ellos le habían hecho. No les aprovechó nada para que dejasen de ir presos y antecogidos, porque de las buenas obras ya recibidas pocos son los que se acuerdan para las agradecer. De las lizas almorzaron los españoles, así a caballo, como estaban, y, aunque con la revuelta de los indios y caballos se habían henchido de arena, no curaron quitarla, porque decían que era azúcar y canela, según les sabía por la mucha hambre que llevaban. Pasaron por una traviesa lejos del pueblo de Mucozo, y habiendo caminado aquella mañana cinco leguas, se les cansó el caballo de Juan López Cacho, del cual nos hemos olvidado después que del pueblo de Ocali lo sacaron liado. Es de saber que con el gran sobresalto que aquella noche tuvo de la venida de los enemigos, y mediante el vigor de la edad robusta, que era de poco más de veinte años, volvió en sí, entrando en calor, y sanó del mal que con el mucho frío y trabajo de aquel día había cobrado, y por todo el camino trabajó después como cualquiera de los compañeros. Su caballo, como trabajó tanto al pasar del río de Ocali, vino a cansarse tan cerca del pueblo donde iban a parar, que no les quedaba más de seis leguas por andar. No fue posible, por cosas que le hicieron, llevarlo adelante. Dejáronlo en un buen prado de mucha hierba donde comiese, quitáronle el freno y la silla, pusiéronla en un árbol, para que el indio que quisiese servirse de él lo llevase con todo su recaudo; mas antes temían y habían lástima que, luego que lo topasen lo habían de flechar. Con esta pena caminaron casi cinco leguas hasta que, con la sospecha de otra mayor, se les olvidó aquélla, y fue que, como llegasen a poco más de una legua del pueblo de Hirrihigua, donde quedó el capitán Pedro Calderón con los cuarenta caballos y ochenta infantes, iban mirando el suelo con deseo de ver rastro de caballos, que por ser tan cerca del pueblo y ser la tierra limpia de monte, les parecía que no era mucho haberla paseado y hollado hasta allí, y aún más adelante; y como en ninguna manera hallasen pisadas, ni otra señal de caballos, recibieron grandísimo dolor y tristeza, temiendo si los habían muerto los indios, o si ellos se habían ido de aquella tierra en los bergantines y la carabela que les quedó, porque decían que si allí estuvieran era imposible no haber rastro de caballos tan cerca del pueblo. En esta sospecha, y en la confusión que ella les causaba de lo que harían si hubiese acaecido lo uno o lo otro, tomaron su acuerdo en lo porvenir, porque se hallaban aislados de tal manera que para salir de la tierra e irse por la mar no tenían siquiera una barca ni cómo poderla hacer y, para volver donde el gobernador quedaba, les parecía imposible, según lo que al venir habían pasado. Entre estos miedos y desconfianzas, salieron igualmente todos con un mismo ánimo y determinación, y dijeron que, cuando no hallasen los compañeros en Hirrihigua, se entrarían en alguna parte secreta de los montes que por allí había, donde hallasen hierba para los caballos, y, entretanto que ellos descansasen, matarían el que sobraba y lo harían tasajos para matalotaje del camino y, habiendo dejado descansar los caballos tres o cuatro días, se aventurarían a volver donde el gobernador quedaba, que si los matasen en el camino, habrían acabado como buenos soldados, haciendo el deber en lo que su capitán general les había encomendado, y si saliesen a salvamento, habrían hecho lo que se les había encargado. Esto determinaron entre todos veinte y ocho españoles por última resolución de lo que adelante habían de hacer no hallando a Pedro Calderón en Hirrihigua.
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De cómo el gobernador envió a socorrer la gente que venía en su nao capitana a Buenos Aires, y a que tornasen a poblar Con toda diligencia, el gobernador mandó aderezar dos bergantines, y cargados de bastimentos y cosas necesarias, con cierta gente de la que halló en la ciudad de la Ascensión, que habían sido pobladores del puerto de Buenos Aires, porque tenían experiencia del río del Paraná, los envió a socorrer los ciento cuarenta españoles que envió en la nao capitana donde la isla de Santa Catalina, por el gran peligro en que estarían por se haber despoblado el puerto de Buenos Aires, y para que se tornase luego a poblar nuevamente el pueblo en la parte más suficiente y aparejada que les paresciese a las personas a quien lo acometió y encargó, porque era cosa muy conveniente y necesaria hacerse la población y puerto, sin el cual toda la gente española que residía en la provincia y conquista, y la que adelante viniese, estaba en gran peligro y se perderían, porque las naos que a la provincia fuesen de rota batida han de ir a tomar puerto en el dicho río, y allí hacer bergantines para subir trescientas cincuenta leguas el río arriba, que hay hasta la ciudad de la Ascensión, de navegación muy trabajosa y peligrosa; los cuales dos bergantines partieron a 16 días del mes de abril del dicho año, y luego mandó hacer de nuevo otros dos, que fornescidos y cargados de bastimentos y gente, partieron a hacer el dicho socorro y a efectuar la fundación del puerto de Buenos Aires, y a los capitanes que el gobernador envió con los bergantines, les mandó y encargó que a los indios que habitaban en el río del Paraná, por donde habían de navegar, les hiciesen buenos tratamientos, y los trujesen de paz a la obediencia de Su Majestad, trayendo de lo que en ello hiciesen la razón y relación cierta, para avisar de todo a Su Majestad; y proveído que hobo lo susodicho, comenzó a entender en las cosas que convenían al servicio de Dios y de Su Majestad, y a la pacificación y sosiego de los naturales de la dicha provincia. Y para mejor servir a Dios y a su Majestad, el gobernador mandó llamar e hizo juntar los religiosos y clérigos que en la provincia residían, y los que consigo había llevado, y delante de los oficiales de Su Majestad, capitanes y gente que para tal efecto mandó llamar y juntar, les rogó con buenas y amorosas palabras tuviesen especial cuidado en la doctrina y enseñamiento de los indios naturales, vasallos de Su Majestad, y les mandó leer, y fueron leídos, ciertos capítulos de una carta acordada de Su Majestad, que habla sobre el tratamiento de los indios, y que los dichos frailes, clérigos y religiosos tuviesen especial cuidado en mirar que no fuesen maltratados, y que le avisasen de lo que en contrario se hiciese, para lo proveer y remediar, y que en todas las cosas que fuesen necesarias para tan santa obra, el gobernador se las daría y proveería; y asimismo para administrar los santos sacramentos en las iglesias y monesterios les proveería; y ansí, fueron proveídos de vino y harina, y les repartió los ornamentos que llevó, con que se servían las iglesias y el culto divino, y para ello les dio una bota de vino.
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Cómo Diego Velázquez, gobernador de la isla de Cuba, envió un navío pequeño en nuestra busca Después que salimos con el capitán Juan de Grijalva de la isla de Cuba para hacer nuestro viaje, siempre Diego Velázquez estaba triste y pensativo no nos hubiese acaecido algún desastre, y deseaba saber de nosotros, y a esta causa envió un navío pequeño en nuestra busca con siete soldados, y por capitán dellos a un Cristóbal de Olí, persona de valía, muy esforzado; y le mandó que siguiese la derrota de Francisco Hernández de Córdoba hasta toparse con nosotros. Y según parece, el Cristóbal de Olí, yendo en nuestra busca, estando surto cerca de tierra, le dio un recio temporal, y por no anegarse sobre las amarras, el piloto que traían mandó cortar los cables, e perdió las anclas, e volvióse a Santiago de Cuba, de donde había salido, adonde estaba el Diego Velázquez, y cuando vio que no tenía nuevas de nosotros, si triste estaba antes que enviase al Cristóbal de Olí, muy más pensativo estuvo después. Y en esta sazón llegó el capitán Pedro de Alvarado con el oro y ropa y dolientes, y con entera relación de lo que habíamos descubierto. Y cuando el gobernador vio que estaba en joyas, parecía mucho más de lo que era, y estaban allí con el Diego Velázquez muchos vecinos de aquella isla, que venían a negocios. Y cuando los oficiales del rey tomaron el real quinto que venía a su majestad estaban espantados de cuán ricas tierras habíamos descubierto; y como el Pedro de Alvarado se lo sabía muy bien platicar, dice que no hacía el Diego Velázquez sino abrazarlo, y en ocho días tener gran regocijo y jugar canas; y si mucha fama tenían de antes de ricas tierras, ahora con este oro se sublimó en todas las islas y en Castilla, como adelante diré; y dejaré al Diego Velázquez haciendo fiestas, y volveré a nuestros navíos, que estábamos en San Juan de Ulúa.
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Capítulo XV De cómo llegado Diego de Almagro a Panamá el gobernador Pedro de los Ríos, pesándole de la muerte de tanta gente no le consintió que sacase más, y cómo envió a Juan Tafur a que pusiese en libertad a los españoles; y lo que hizo Pizarro con las cartas que sus compañeros le enviaron Diego de Almagro, como salió en el navío, como se ha dicho, prosiguió su viaje a Panamá, donde llegó brevemente, y entendido por el gobernador Pedro de los Ríos a lo que venía no le agradó; antes mostró sentimiento, porque se hubiesen muerto tantos españoles en aquella tierra sin hacer fruto los trabajos que habían pasado y pasaban, y determinadamente dijo que había de enviar remedio para evitar que el daño no fuese adelante. Diego de Almagro le ponía por delante lo que habían gastado y lo que debían y cómo tenían gran noticia de lo de adelante. Reíase de su dicho él; y todos diciendo que en la tierra de Peruquete ¿qué podía hacer sino buenos ríos y hartos manglares? El maestrescuela don Hernando de Luque, procuraba con todas sus fuerzas con Pedro de los Ríos para que no estorbase el descubrimiento que hacía Pizarro. No bastó él, ni Almagro, porque Pedro de los Ríos quería enviar por los españoles; puesto que acabaron con él con gran dificultad que si veinte españoles de su voluntad de los que estaban en la conquista quisiesen seguir a Francisco Pizarro, que daba licencia que con un navío pudiesen descubrir por la misma costa lo de adelante con tanto que dentro de seis meses estuviesen en Panamá y si no llegasen a veinte que subiesen de diez, que daba la misma licencia. Y entiéndese que hizo esto Pedro de los Ríos por cumplir con Luque y con Almagro; porque fue público que habló con Juan Tafur, que fue el que llevó el mandamiento, para que procurase que no quedase cristiano ninguno entre aquellas montañas. Como esto se proveyó, recibieron grande pena, Almagro y el padre Luque, ponderando desde el principio el negocio, cuánto habían trabajado y gastado, lo mucho que debían, y lo poco que tenían para lo pagar. Determinaron de escribir a Pizarro para que no volviese a Panamá, aunque supiese morir, pues si no descubría algo que fuese bueno, para siempre quedarían perdidos y afrentados. Juan Tafur, con los navíos se partió y anduvo hasta que llegó a la isla del Gallo, a tiempo que habían traído en el barco una barca de maíz.
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CAPÍTULO XV Ataques de fríos y calenturas. --Partida definitiva de Uxmal. --Día de Año Nuevo. --Suerte de Chepa Chí. --Marcha penosa. --Hacienda Chetulix. --Llegada a Nohcacab. --Concurrencia de indios. --Casa Real. --Plaza. --Mejoras. --La iglesia. --La noria. --Elecciones municipales. --El principio democrático. --Inauguración de los alcaldes. --Enfermedad del cura Carrillo. --Partida para Ticul. --Embriaguez de los conductores. --Accidente. --Llegada a Ticul. --Un médico errante. --Cambio en la apariencia del cura. --Vuelta a Nohcacab. --Arranchámonos en el convento. --Antiguo pueblo de Nohcacab. --Montículos arruinados. --Ruinas de Xkoch. --Un pozo misterioso. --Bellísima arboleda. --Cavidad circular. --Boca del pozo. --Examen y exploración de sus pasadizos. --Usos a que estaba destinado este pozo. --Vuelta al pueblo. --Fatal accidente. --Una casa mortuoria. --Un velorio Tal vez el lector querrá ahora darse alguna prisa por salir de Uxmal; pero yo le aseguro que no puede tener mayor ansia de verificarlo, que la que nosotros teníamos entonces. Habíamos terminado nuestros trabajos, fijado el día de la partida y destinado el tiempo intermedio para extraer de las paredes y reunir algunos adornos que debíamos llevar. Mientras los indios se entregaban a este trabajo activamente, procedíamos, por vía de despedida, a tomar algunas vistas daguerrotípicas. En semejante ocupación me hallaba en el patio de las monjas, bajo el influjo de un sol abrasador, cuando recibí una nota de Mr. Catherwood, avisándome que ya le había llegado su turno, y que se hallaba en cama acometido de la calentura. A la sazón cayó un fuerte aguacero, contra el cual me fue preciso guarecerme en una pieza bastante húmeda, en donde tuve la desgracia de permanecer tanto tiempo, cuanto bastaba para enfermar de nuevo. En efecto, a mi regreso había yo recaído seriamente; y a la tarde, bien fuese por el abatimiento que causó en su espíritu el funesto estado de las cosas, o por pura simpatía en favor nuestro, cayó también con la calentura el Dr. Cabot. Nuestros sirvientes se marcharon, y los tres inválidos nos confinamos en nuestras camas, como mejor supimos, muy determinados a salir de Uxmal desde luego. Al día siguiente continuó la lluvia y empleamos algunas horas en empaquetar nuestros efectos, operación desagradable y penosa en verdad. Al inmediato partimos, tal vez para siempre, de la casa del gobernador. Bajando estábamos las escaleras, cuando Mr. Catherwood nos recordó que aquél era el día de Año Nuevo. Era la primera vez que se nos ocurría la especie, y trájonos a la memoria ciertas escenas que formaban un contraste tan vivo como nuestra actual situación miserable, que por el momento nos habría sido muy placentero hallarnos en nuestra patria. Listos ya nuestros kochés al pie de la terraza, metímonos en ellos, nos cargaron los indios sobre sus hombros y comenzamos a alejarnos de Uxmal. No había peligro de que incurriésemos en la pena de la vida por volver la vista y mirar hacia atrás; todo el interés que habíamos sentido en aquel sitio estaba ya satisfecho, y lo que nos urgía era salir cuanto antes de allí. Silenciosas y desoladas como las hallamos, abandonábamos ahora las ruinas de Uxmal, para que se cubriesen otra vez de árboles, vacilasen y cayesen, viniendo a ser tal vez, dentro de pocas generaciones, lo mismo que mil otras ruinas diseminadas en el país: ¡meros montones de escombros sin forma y sin nombre! Nuestra servidumbre doméstica se había disuelto otra vez. Albino y Bernardo nos seguían; y, cuando pasábamos por los límites de una milpa, vimos por entre los espinos y abrojos la corpulenta figura de Chepa Chí, que nos contemplaba con una mirada sombría y silenciosa. ¡Ah! ¡Pobre Chepa Chí, la amiga del hombre blanco! ¡Jamás volverá a Uxmal para hacer tortillas a los ingleses! Un mes después de nuestra partida fue llevado su cadáver al camposanto de la hacienda. El sol y la lluvia hieren su sepultura; sus huesos blanqueáranse pronto en el rudo harnero, y tal vez su calavera, por medio de las manos de algún poco escrupuloso viajero, vendrá a caer en las del Dr. S. G. Morton de Filadelfia. Nuestra partida de Uxmal parecía una completa derrota, con sus puntas de ridícula, y nos habríamos divertido mucho en ella, si el estado en que nos hallábamos lo hubiese permitido. Sin embargo, de la suavidad respectiva del movimiento del koché, tanto Mr. Catherwood como yo sufrimos demasiado, porque el tal vehículo cedía fácilmente al paso irregular de los conductores, con motivo de estar formado de unas cuantas estacas atadas muy a la ligera. A la distancia de dos leguas, los indios nos asentaron bajo un gran ceibo enfrente de la hacienda Chetulix, perteneciente a los dominios de Uxmal. Los habitantes de la hacienda, como si quisieran hacer burla de nosotros, salieron a sus puertas vestidos con sus trajes de día de fiesta, para celebrar el principio del Año Nuevo. Nos detuvimos un rato para que nuestros conductores descansasen; y al cabo de dos horas llegamos al pueblo de Nohcacab, en la puerta de cuya casa real fuimos asentados. Cuando salimos de los kochés, los indios conductores eran felices en comparación nuestra. La llegada de tres ingleses era un acontecimiento que no ofrecía precedentes en la historia del pueblo. Había una general curiosidad por contemplarlos, y más por la noticia del extraordinario motivo que nos había inducido a visitar el país. La circunstancia de ser aquel un día de fiesta había reunido en la plaza a toda la gente del pueblo y a los indios de los suburbios, que se reunieron en gran número alrededor de la puerta, y aun pasando algunos adelante venían a contemplarnos en nuestras hamacas. Los intrépidos individuos que se atrevían a tanto eran únicamente los que se hallaban bastante ebrios; pero en este número, sin embargo, entraba aquel día una gran porción de la respetable comunidad del pueblo de Nohcacab. Parece que les quedaba algún resto de razón o instinto para conocer, que podían ofender a los blancos con semejante invasión, y terminaron por eso con dar muestras de excesiva sumisión de maneras y buen natural. Al principio nos encontramos excesivamente molestos por el número de nuestros visitantes y por el ruido que hacían fuera los indios, que batían continuamente el tunkul o tambor indio; pero gradualmente cesaron nuestras penas y, a la sola reflexión de que nos hallábamos ya fuera del pernicioso influjo de la atmósfera de Uxmal, a la tarde nos pusimos en pie. La casa real es un edificio público establecido en todos los pueblos por el gobierno español para servir de audiencia y otras oficinas públicas y también, lo mismo que los cabildos de Centroamérica, para dar alojamiento a los viajeros. En el pueblo de Nohcacab, sin embargo, con motivo de ser muy rara la llegada de un extranjero, no había piezas expresamente destinadas para darle albergue. La que se nos dio era la pieza principal del edificio y se empleaba en las grandes ocasiones de solemnidad en el pueblo, destinándose entre semana para escuela de niños, pero por fortuna nuestra, como aquel era día de Año Nuevo, los muchachos estaban de fiesta. El tal edificio tendría cuarenta pies de largo y veintiocho de ancho. El moblaje consistía en una mesa bastante elevada y unos taburetes muy bajos. Además, en celebridad del día, las puertas estaban adornadas de ramas y palmas de coco, las paredes blanqueadas, y en una testera campeaba un águila llevando en el pico una serpiente cuyo cuerpo estaba sujeto con las garras. Bajo de dicha águila había algunas figuras indescriptibles, bien así como una espada, un fusil y un cañón, emblemas guerreros de un pueblo pacífico, que no había escuchado jamás el sonido de una corneta enemiga. A un lado del pico del águila había un rótulo con estas palabras: "Sala consistorial republicana. Año de 1828". El otro lado contuvo las palabras "Sistema central", pero, al triunfar el partido federalista, la brocha las había borrado, sin substituirse cosa alguna en su lugar, de manera que permanecía listo el sitio para el caso en que el partido centralista volviese al poder. En la pared se veía pendiente un papel que contenía una noticia al público, en español y lengua maya, por la cual se avisaba que S. E. el Gobernador del Estado había concedido al pueblo el establecimiento de una escuela de primeras letras para enseñar a los niños a leer, escribir, contar y la doctrina cristiana; que, en su virtud, los padres y cabezas de familia enviasen sus niños a la dicha escuela, que no costaría a nadie un solo medio real, pues era pagada por los fondos públicos. Dirigíase a los vecinos, es decir, a los blancos, a los indígenas y a las otras clases, es decir, a los mestizos. A un lado de la pieza principal estaba el cuartel con su respectiva guarnición, que consistía en siete soldados, de los cuales tres o cuatro estaban acostados con fríos y calenturas. Del otro, estaba el calabozo con su puerta enrejada, a cuyo través miraba desde adentro un pobre camarada en desgracia. Este edificio ocupaba uno de los lados de la plaza, y el pueblo era el único que hubiese visto que manifestase señales de mejoras; y ciertamente que tampoco había ninguno que más las necesitase. La plaza presentaba entonces un aspecto mucho más miserable que de ordinario, con motivo de las mejoras que estaban en progreso, y las cuales consistían en la nivelación del terreno, que había sido trazada sobre el flanco de un cerro, y se hallaba embarazada en el centro de un gran montón de tierra sacada de las excavaciones practicadas, dejando descarnados y descubiertos los cimientos de las casas que había de aquel lado, de manera que sólo se podía entrar en ellas por medio de escaleras. Supimos con mucha satisfacción que los alcaldes que habían proyectado y puesto en práctica las mejoras se encontraban tan espetados, como con no poca frecuencia suelen hallarse nuestros aldermen en el trazo de nuevas calles. Desde la puerta de la casa real se observaban dos objetos notables; el uno de los cuales, situado sobre una altura y de proporciones grandiosas, era la gran iglesia que había divisado desde la cumbre de la sierra al venir de Ticul; el otro era el pozo o noria con su andén y elevados pretiles de cal y canto y cobija de guano, debajo de la cual giraba sin parar una mula tirando de una palanca que daba impulso a la máquina que sacaba el agua que iba a dar a una gran pila oblonga de cal y canto, en la cual llenaban sus cántaros las mujeres del pueblo. Paseando por el pueblo, tropezamos con nuestros indios cargadores, que se vinieron en cuerpo hacia nosotros dando tumbos, y dándonos a entender lo alegres que estaban de vernos y congratulándose con nosotros por nuestra mejoría. Aunque los indios del pueblo les llevaron la delantera, pero ellos habían andado tan diligentes y hecho tan buen uso de su tiempo y del dinero que les habíamos pagado, que estaban tan ebrios como el más ebrio de Nohcacab. Aun en este estado se conducían con la sencillez de un niño, y, como tenían de costumbre, siempre acababan su charla pidiendo medio. El licor convierte al indio de Norteamérica en un hombre insolente, feroz y brutal, y muy peligroso con un cuchillo en la mano; pero los indios de Yucatán, cuando se embriagan, se vuelven más dóciles y sumisos. Todos portan machete, pero jamás hacen uso de él para causar daño. Procuramos persuadir a nuestros cargadores a que se regresaran a la hacienda antes de que se les acabase el dinero, hasta que al fin accedieron y se fueron diciéndonos que lo hacían por obedecernos. Nos quedamos viéndolos ir por el camino que debía parecerles demasiado estrecho según los traspiés que iban dando a derecha e izquierda. De cuando en cuando volvían la cabeza y nos hacían una reverencia, hasta que se alejaron, y entonces hicieron alto, se sentaron y de nuevo volvieron a empinar la botella. Llegamos a Nohcacab en un momento animado e interesante. Acababa de salir el pueblo de una lucha electoral de las más reñidas. Durante la administración del último alcalde, diversas e importantes causas, entre ellas las mejoras de la plaza, habían contribuido a excitar y enardecer los ánimos de la comunidad y prevalecía decididamente la opinión, principalmente entre los que aspiraban a ser alcaldes, de que peligraba la República, si no se cambiaban aquellos funcionarios. Esta opinión se hallaba difundida en todas las clases de la sociedad, y por la interposición de la Divina Providencia, según juzgaba el partido triunfante, los alcaldes se mudaron, y se salvó la República. Las elecciones municipales de Nohcacab son acaso más importantes que las de ningún otro pueblo del Estado. No ignora el lector la escasez de agua que se padece en Yucatán; que no existen en el país ríos, arroyos ni corrientes de agua de ninguna clase más que la que se saca de pozos o de algunas aguadas. Nohcacab contiene una población de cerca de seis mil almas, que depende enteramente del agua de tres pozos públicos que hay en el pueblo. A dos de ellos se les daba el nombre de norias, que son estructuras mayores y de más consideración, y en las cuales se saca el agua por mulas, y el tercero no es más que simple y sencillamente un pozo, con una vigueta atravesada sobre el brocal y del que cada cual saca agua con su propia soga y cubo. Por muchas leguas a la redonda no se encuentra más agua que la que dan estos pozos. Todos los indios viven en el pueblo, y cuando tienen que ir a trabajar a sus milpas, las cuales algunas veces se hallan a bastante distancia, tienen que llevar agua consigo. Todas las mujeres que van a buscar agua a la noria, por cada cántaro echan un puñado de maíz en un lugar apropiado a aquel objeto; este tributo se emplea en la manutención de las mulas, y nosotros pagamos a razón de dos centavos por cada uno de nuestros caballos que bebió agua. La custodia y conservación de estos pozos constituyen una parte importante de la administración gubernativa del pueblo. Anualmente se eligen treinta indios, que son llamados alcaldes de las norias, cuyo encargo consiste en conservarlas en buen estado y mantener las pilas llenas siempre de agua. No reciben ninguna paga, pero están exceptuados de ciertas cargas y servicios, circunstancia que hace codiciable este encargo, y por consiguiente uno de los principales objetos de la lucha política, que acababa de tener lugar en el pueblo, fue la elección de los alcaldes de las norias. Enterrados como habíamos estado en las ruinas de Uxmal, no llegó hasta nosotros la noticia de esta importante elección. Aunque bajo ciertos respectos sufren las cargas de un gobierno aristocrático, los indios que nos llevaran en hombros y los que trajeran nuestro equipaje a cuestas tienen todos el mismo derecho a votar que sus amos, y mucho sentimos haber perdido la oportunidad de ver puesto en operación el principio democrático por el único partido, real y verdadero, de nativos americanos, espectáculo que, según nos informaron, y principalmente en los indios de las haciendas, es uno de los más imponentes, por no decir sublimes. Como todos son criados adeudados, cuyas personas están verdaderamente hipotecadas a sus amos, van al pueblo a votar unánimes en opinión y objeto, sin parcialidades ni preocupaciones en pro o en contra de hombres o medidas; ni tienen cuestiones de bancos ni cuestiones de mejoras interiores que considerar; ninguna reñida discusión sobre el talento, conducta privada o servicios públicos de los candidatos; y, sobre todo, se encontraban completamente libres de la imputación de ciegos partidarios de personas, porque en general no tienen ni la más remota idea del individuo por quien sufragan, y todo lo que tienen que hacer reduce simplemente a poner en una caja un pedacito de papel que les da el amo o el mayordomo, y por lo cual se les concede un día de holganza. El único riesgo que corren es que al juntarse con sus amigos y conocidos, pueda haber alguna confusión y trocatinta de papeletas, de lo cual resulte un cambio completo de éstas; y, cuando tal llega a suceder, invariablemente se ha notado que a poco tiempo después cometen en la hacienda alguna ofensa por la cual manda azotar el mayordomo a estos electores independientes. No causa menor admiración la indiferencia con que se miran en los pueblos las distinciones políticas, y el tacto del público en premiar el mérito modesto y retirado, pues a menudo acontece que se elijan de alcaldes a indios, sin que tengan la más remota noticia de haber sido propuestos como candidatos dignos del sufragio de sus conciudadanos; pasan en el sitio de las elecciones el día en que se celebran, retirándose luego a su casa del todo ignorantes de lo que ha pasado. La víspera del día en que deben empezar a ejercer sus funciones los funcionarios salientes van por la noche por todo el pueblo en busca de estos favoritos populares sin saberlo, y los llevan al cabildo en donde los guardan hasta la mañana siguiente para que estén listos a recibir la vara y prestar el juramento de oficio. Nos refirieron como hechos positivos estas pequeñas particularidades, y en semejante clase de hombres es muy creíble. Pero sea lo que fuese, lo cierto era que el tiempo de los que entonces fungían estaba al expirar, y el día siguiente debía tener lugar la gran ceremonia de la inauguración, ocupándose en consecuencia los funcionarios salientes en la activa caza de sus sucesores para traerlos al cabildo. Antes de retirarnos, los fuimos a ver acompañados del padrecito: la mayor parte estaba ya allí, pero aun faltaban algunos. Estaban todos sentados en derredor de una gran mesa, sobre la cual yacían las constancias de su elección, y, para pasar agradablemente el tedio que les causara su honorable detención, tenían consigo ciertos instrumentos llamados musicales, los cuales estuvieron haciendo un ruido infernal durante toda la noche. Cualesquiera que hayan sido las circunstancias que concurrieron para su elección, fue sin duda una precaución muy sabia el mantenerlos confinados aquella noche, puesto que tendía a conservarlos sobrios hasta la siguiente mañana. Cuando abrimos la puerta en esa misma mañana, observamos a todo el pueblo ya en movimiento, preparándose para la augusta ceremonia de la instalación de los nuevos alcaldes. Los indios ya habían dormido la embriaguez del Año Nuevo, y llenaban el ámbito de la plaza, vestidos todos de limpio; los grandes escalones que conducían a la iglesia como igualmente el atrio se hallaban llenos de indios vestidos de blanco, y cerca de la puerta había un grupo de mujeres con velo y mantilla y el traje de las señoras de la capital. El aire de la mañana era fresco y vivificante, el cielo estaba limpio y despejado y los primeros rayos del sol matutino brillaban sobre aquella escena de regocijo. Era un gran triunfo de principios el que se había obtenido, y en señal de regocijo también por el cambio de los alcaldes de las norias, las pobres mulas que recorrían todos los días su perdurable círculo, tirando de éstas, llevaban pendientes del pescuezo porción de cintas encarnadas de las que pendían tostones y pesetas. A las siete, los alcaldes antiguos ocuparon por última vez sus asientos para recibir el juramento de los nuevos, y luego se formaron en procesión para ir a la iglesia. Encabezaba aquélla el padrecito, acompañado de los nuevos alcaldes vestidos de casaca y sombreros negros; y, como desde que saliéramos de Mérida no hubiésemos vuelto a ver este traje, nos pareció muy extraño en medio de tanto vestido blanco y sombrero de paja. Seguían luego los funcionarios indígenas con sus varas de oficio, y cerraba la marcha el gentío de la plaza. Hubo misa mayor, y, concluida que fue ésta, roseó el padrecito a los nuevos alcaldes con agua bendita, yéndose en seguida a tomar el chocolate al convento. Le seguimos, y casi con nosotros entraron al cuarto los nuevos funcionarios. Los alcaldes blancos nos vinieron a saludar dándonos la mano, y los indios se dirigieron a besarle la suya al padrecito, sin interrumpir ni estorbar el uso que de ella hacía entonces para llevarse el chocolate a la boca. En todo este tiempo el padrecito conversaba con nosotros preguntándonos lo que pensábamos de las muchachas del pueblo y si se podían comparar con las de nuestro país; y, sorbiendo todavía su chocolate, dirigió la palabra a los indios dándoles a entender que, aunque con respecto a los demás indios eran unos grandes hombres, respecto de los alcaldes principales no eran más que unos hombrecillos, y, amonestándoles con otros buenos consejos, concluyó diciéndoles que debían ejecutar las leyes y obedecer a sus superiores. A las nueve regresamos a nuestro cuarto, en donde, sea por los esfuerzos que hiciéramos, o bien porque aquel fuese el curso regular de la enfermedad, todos tuvimos otro ataque de calenturas que nos obligó a acogernos a las hamacas. En este estado nos hallábamos cuando entró el padrecito con una carta que acababa de recibir de Ticul, con la noticia de que el cura había pasado una noche fatal y se estaba muriendo. Su ministro nos había escrito a las ruinas participándonos su indisposición y la imposibilidad en que por consecuencia se encontraba para reunirse con nosotros, pero hasta nuestro arribo a Nohcacab no supimos que su enfermedad se consideraba peligrosa. Esta noticia repentina nos afligió en extremo, pues el tiempo que había transcurrido desde el momento que nos separáramos de él para volvernos a ver en Uxmal era tan corto, y el recuerdo de sus bondades se hallaban tan impreso en nuestra memoria, que habríamos sentido muchísimo que nuestro estado no nos permitiese ponernos inmediatamente en marcha para ir a verlo. Su enfermedad había producido una gran sensación entre los indios de Ticul. Decían éstos que se iba a morir, y que era un castigo de Dios por haber desenterrado los huesos en San Francisco. Este rumor fue tomando incremento a medida que se esparcía, y no estaba confinado tan sólo a los indios, pues un muchacho mestizo de bastante viveza que pertenecía al pueblo y acababa de llegar repetía a sus asombrados auditores la noticia de que el cura yacía en la cama boca arriba y con las manos cruzadas sobre el pecho, gritando en voz hueca y sepulcral cada diez minutos, tiempo computado por reloj: "Devuelve esos huesos". Oímos que por casualidad se encontraba a su lado un médico inglés, aunque por su nombre no pudimos sacar en claro si tenía algo de inglés. Como la calentura podía refrescársenos en pocas horas, suplicamos al padrecito nos procurase kochees e indios para las dos de la tarde, con la remota esperanza de llegar todavía a tiempo de que los conocimientos del Dr. Cabot le fuesen de alguna utilidad, o, de lo contrario, tener el triste consuelo de decirle el último adiós. Dos días de fiesta seguidos eran demasiado para los indios de Nohcacab, y en tal virtud los nuevos alcaldes nos vinieron a decir que, en celebridad de las elecciones de los nuevos funcionarios, se habían embriagado de tal suerte los electores independientes, que no se encontraban indios en estado de servicio más que para un koché. Acaso hubiera sido un poco difícil a los alcaldes el averiguar si el estado en que se encontraban los buenos electores provenía inmediatamente de la celebración de aquel día, o era una continuación de la que llevaban encima desde el día de Año Nuevo, aunque para nosotros ciertamente que el resultado hubiera sido siempre el mismo. Como tanto el alcalde como el padrecito apreciasen el motivo que nos movía, y conocían que era difícil que pudiésemos ir a caballo, hicieron los mayores esfuerzos, y, a eso de las dos de la tarde, se presentaron en el cuarto dando traspiés el número de indios requerido para los kochees. Estábamos acostados en la hamaca cuando entraron, indecisos todavía, e indecisión que aumentó el aspecto de los indios, porque parecían incapaces de mantenerse en pie, y, por consiguiente, incapaces de llevarnos en hombros. Sin embargo, los mandamos salir del cuarto y preparar los kochees, y a las tres nos metimos dentro de éstos, no sin observar antes que en el ínterin habían echado otro trago los conductores. Parecía una temeridad confiar en semejantes hombres, particularmente cuando teníamos que atravesar la sierra, el camino más peligroso que hay en aquel país; pero los alcaldes nos aseguraron que eran hombres de bien y de buena conducta, y que antes de caminar una legua ya estarían sobrios: con esta seguridad partimos. El sol brillaba todavía con toda su fuerza y me caía sobre la parte posterior de la cabeza; mis cargadores arrancaron conmigo a todo trote, continuando así por cosa de un milla, y moderando luego el paso entablaron una conversación. Riendo y conversando caminaron hasta la caída de la tarde, haciendo alto entonces y asentándome en el suelo. Salí a gatas del koché: la frescura de la tarde me revivió, y nos quedamos allí a esperar al Dr. Cabot. Éste no lo había pasado tan bien como yo, pues sus cargadores estaban muy ebrios. Ya cerca de noche llegamos al pie de la sierra, y, cuando la subíamos, las nubes comenzaron a amontonarse en el cielo amenazando agua. Tanto cuando antes cuidábamos de tener el koché abierto y ventilado por el mucho calor que hacía, así cuidamos entonces de tapar y cubrirlo perfectamente para no mojarnos. Ya sobre la cumbre de la sierra, comenzó a llover y los indios a bajar con tanta prisa cuanta permitía la oscuridad y lo malo del camino, el cual aun de día y a caballo requería cuidado; pero los indios estaban ya sobrios y tenían confianza de su seguridad y firmeza de pie; y por consiguiente no concebía ningún temor, cuando repentinamente sentí que el koché se iba, y en efecto se fue al suelo sin que yo pudiese evitar ni defenderme de la caída, pues me hallaba como escorado dentro de él, incapaz de ningún esfuerzo. Temí que nos despeñásemos en algún precipicio, pero los indios de atrás se sostuvieron y yo salí más que de prisa. Llovía a torrentes y estaba tan oscuro, que nada se distinguía. Me di un golpe ligero en el hombro y un costado; pero afortunadamente todos mis indios estaban allí y me rodearon todos, al parecer, más asustados ellos, que yo lastimado. Si el accidente hubiera sido de peores resultados, no podía haberlos culpado, porque en aquella oscuridad y en aquel camino fuera ciertamente un prodigio el que acertasen a andar por él. Arreglamos el koché y todo lo demás lo mejor que se pudo, de nuevo emprendimos la marcha, y a su debido tiempo me asentaron en la puerta del convento. Subí medio trastabillando la escalera y toqué a la puerta; pero el buen cura no estaba allí para darnos la bienvenida. Acaso llegábamos demasiado tarde, y ya todo se había acabado. Divisé un rayo de luz al extremo de un lugar, y, caminando a tientas, entré en un claustro en el cual encontré una porción de indios activamente ocupados en trabajar fuegos artificiales. Habían llevado al cura a la casa de su hermana política, y con este motivo despachamos a un indio a que diese aviso de nuestra llegada. No tardamos en ver atravesar por la plaza una linterna y en reconocer el luengo ropaje del padre Briceño, cuya carta al padrecito había motivado nuestra venida. La había escrito por la mañana temprano, cuando no se concebían ningunas esperanzas; pero en las seis últimas horas, que transcurrieron, se había operado un cambio favorable, y la crisis había pasado. Acaso no ha habido dos hombres en el mundo que, como el Dr. Cabot y yo, se hubiesen alegrado más de encontrar frustrado el objeto de su viaje. El Dr. Cabot estaba aún más contento que yo, pues, prescindiendo del temor de llegar demasiado tarde o apenas a tiempo de estar presentes a la muerte del cura, a él le acompañaba el recelo de encontrarlo en algunas manos de las que fuese preciso sacarlo, y con todo esto no ser sus conocimientos de ningún efecto favorable. En conformidad con las reglas de la etiqueta observada entre facultativos, el Dr. Cabot se propuso pasar a casa del médico inglés a hacerle una visita. Su casa estaba ya cerrada y él en la hamaca con calentura, por cuya causa se acababa de dar un pediluvio. Sin embargo, aún antes de que se nos abriese la puerta ya estábamos satisfechos de que realmente era inglés. Nos pareció muy extraño el encontrarnos en un pueblo pequeño del interior de Yucatán con uno que hablaba nuestra propia lengua, y no eran menos extraños el modo y los rodeos que dio hasta ir a parar allí. El Dr. Fasnet, o Fasnach como le llamaban, era un hombre pequeño, de más de cincuenta años. Treinta años hacía que había emigrado a Jamaica, y, después de haber andado errante aquí y allá por todas las Antillas, había pasado al continente; y apenas se hallará un país en la América española en el cual no hubiese ejercido el arte hipocrático. Animado de la más grande antipatía contra toda clase de revoluciones, había tenido la suerte de pasar la mayor parte de su vida en países los más propensos a ellas. Huyendo de las de Colombia, Perú y Chile, se hallaba en Centroamérica en donde había curado a Carrera, cuando este general seguía la honesta profesión de tratante en cerdos;pero desgraciadamente Carrera amenazó con el grito de "mueran los blancos" y al frente de dos mil doscientos indios, al pueblo de Salamá, a la sazón que el doctor residía en aquel punto. Con una guarnición de sólo treinta soldados y sesenta ciudadanos capaces de llevar las armas el Dr. Fasnet tuvo que encargarse de la defensa, y tan luego como Carrera se retiró con sus indios se retiró él con su persona, viniéndose a Yucatán. Mas dio la casualidad que hubiese ido a vivir a Tekax, la única población del Estado en que por el momento se encontraban elementos para una revolución. De ésta iba huyendo, en camino para Mérida, cuando le detuvo la enfermedad del cura. La larga residencia del doctor en los países intertropicales lo había familiarizado con las enfermedades endémicas del clima; pero su modo de curar acaso no se reputaría por legítimo por facultativos de profesión. La enfermedad del cura era el cólera morbo, acompañada de inflamación en el estómago e intestinos. Para atacar ésta, ordenó el Dr. Fasnet que se matase un carnero en la puerta de la casa, y humeando la carne todavía, se aplicase en pedazos proporcionados al estómago, removiéndolos y aplicando otros tan luego como se corrompiesen los que se habían usado, lo que tardaba muy poco tiempo en efectuarse. La inflamación no cedió hasta que se hizo uso de la carne de ocho carneros, que fue preciso matar. De la casa del Dr. Fasnet regresamos a la del cura. El cambio que en sólo dos semanas se había operado en su aspecto fue ciertamente terrible. Naturalmente delgado, sus vehementes dolores le habían reducido y extenuado en términos tales, que con la sábana que le cubría, y tendido a lo largo en un catre, más bien parecía un cadáver que un hombre con vida. Apenas acertó a decirnos que había creído no volvernos a ver más, y a manifestarnos con la débil presión de su descarnada mano lo que apreciaba nuestra visita; pero la expresión de las caras felices que lo rodeaban decía más que las palabras pudieran haber expresado: era la del más puro regocijo al contemplar a uno a quien podía considerársele como arrebatado de la tumba. Volvimos a verle el día siguiente. Sus hundidos ojos se animaron al preguntarnos por el resultado de nuestras excavaciones en Uxmal, y una débil sonrisa se dibujó sobre sus labios, al hacer alusión a las supersticiones de los indios sobre el desentierro de huesos en San Francisco. Como nuestra presencia parecía causarle satisfacción, aunque no se encontraba en estado de poder conversar todavía, pasamos casi todo el día en la casa, y al siguiente regresamos a caballo a Nohcacab. Nuestro viaje a Ticul nos había vigorizado considerablemente, y encontramos a Mr. Catherwood igualmente restablecido. Unos cuantos días de descanso habían hecho prodigios con todos nosotros, y en tal virtud resolvimos continuar de nuevo nuestras interrumpidas ocupaciones. Al dejar Uxmal, dirigimos nuestros pasos a Nohcacab, no por los atractivos que este pueblo pudiera ofrecer en sí, sino por las noticias que teníamos de la existencia de ruinas en sus alrededores. Después de averiguar su posición, consideramos que para visitarlas y explorarlas con mayor comodidad debíamos fijar nuestro cuartel general en aquel pueblo; y como probablemente teníamos que residir en él por algún tiempo, y la casa real era baja, húmeda, bulliciosa y se necesitaba además el cuarto que ocupábamos para escuela, por consejo del padrecito nos salimos de ella y nos pasamos a vivir al convento. Éste era un largo edificio de piedra, situado a espaldas de la iglesia, sobre la misma altura en que ésta se hallaba edificada, y que, con la ventaja de dominar todo el pueblo, se evitaba el inconveniente de sus molestias y bullicio. En la parte inmediata a la iglesia había dos cuartos grandes y cómodos, sólo que, listos como siempre andábamos en descubrir todo lo que pudiese contribuir a que recayésemos con otro nuevo ataque de fríos y calenturas, al momento notamos que del lado en que daba la sombra de la elevada pared de la iglesia yacían algunos charcos de agua con verdín y que en la puerta de uno de los cuartos había un letrero que decía: "Aquí murió D. José Trujeque: descanse en paz su alma". Nos establecimos en estos cuartos, teniendo de un lado al padrecito, siempre alegre y de buen humor, y del otro seis u ocho indios sacristanes, siempre borrachos. Delante de la puerta se proyectaba una ancha y elevada plataforma que rodeaba la iglesia; y un poco más allá, un espacio murado en el cual encerrábamos nuestros caballos. Enfrente de la puerta de la sacristía había una cocina de paja, en la que cocinaban los indios ministriles de la iglesia, y dormían Bernardo y Albino. Por las relaciones históricas se sabe que en aquellas inmediaciones existía una población indígena que llevaba el nombre de Nohcacab. Éste es un nombre compuesto de dos palabras mayas, que literalmente significan el gran sitio de buenos terrenos; y a juzgar por las numerosas y extraordinarias ruinas desparramadas en sus contornos, es de creer que ocuparía el centro de un país rico y bien poblado. En los suburbios existen grandes y numerosos montículos bastante espaciosos para excitar admiración, pero aún más dilapidados y destruidos que los de San Francisco, y casi inaccesibles. El pueblo yace relativamente a estas ruinas, en la misma posición que Ticul a las de San Francisco, y, en mi opinión, está situado como éste sobre los confines de la antigua ciudad indígena, o más bien ocupa parte de su mismo sitio, pues que dentro del pueblo, en los solares de algunos indios, existen restos de montículos exactamente iguales a los de los inmediatos alrededores. Al hacer las excavaciones de la plaza, han salido a luz vasos y utensilios de loza; y en la pared de la calle de la casa en que vivía la madre del padrecito, existe una cabeza esculpida, que se extrajo de una excavación que se hizo ahora quince años. Todo este distrito es comparativamente retirado y desconocido. El pueblo está situado fuera de la línea de las principales carreteras, no está en ningún camino que conduzca a algún lugar frecuentado, ni tampoco posee ningún atractivo en sí que induzca al viajero a visitarlo. No obstante que las mejoras comenzaban a aparecer en el pueblo era el más atrasado y más indio de todos los que hasta entonces habíamos visto. Mérida estaba muy lejos para que los indios pensasen en ella; muy pocos de los vecinos llegaban hasta allí, y todos reputaban a Ticul como su capital. Todo lo que faltaba en el pueblo nos decían que en Ticul se obtenía, y el sacristán, que iba allí una vez por semana en busca de hostias, siempre llevaba algún encargo de nosotros. El primer punto que nos propusimos visitar fue el de las ruinas de Xkoch, y desde que dimos principios a nuestras exploraciones conocimos que nos encontrábamos en un terreno completamente nuevo. La gente del pueblo jamás había dirigido su atención al examen de las ruinas que existían en sus inmediaciones. Xkoch sólo distaba una legua, y, además de las ruinas de edificios, contenía un pozo antiguo de misteriosa y maravillosa reputación, cuya fama volaba de boca en boca. Se decía que este pozo era una vasta estructura subterránea, adornada de figuras esculpidas, con una gran mesa de piedra pulimentada y una plaza con columnas que sostenían un techo abovedado; y se decía también que tenía un camino subterráneo que comunicaba con el pueblo de Maní, distante veintisiete millas. A pesar de una reputación tan asombrosa y la publicidad de sus detalles, y el estar situado a tres millas de Nohcacab, los informes que nos dieron eran tan vagos e inciertos, que no acertábamos a combinar ningún plan para proceder a la exploración del pozo. Ni un solo hombre blanco de los del pueblo había entrado en él, aunque varios le hubiesen mirado desde la boca; y éstos decían que el viento que salía de ésta les había cortado la respiración; razón por la cual no se aventuraban a entrar. Su fama reposaba enteramente sobre relaciones de indios, que recibíamos de un modo muy confuso de los intérpretes. Por la activa bondad del padrecito y su hermano, el nuevo alcalde segundo, nos trajeron a dos hombres, considerados como los más prácticos en aquellos lugares, y éstos nos dijeron que era imposible entrar, a menos de emplear a varios individuos por algunos días en hacer escaleras de mano, y, sobre todo, entrar después que el sol hubiese pasado el meridiano; y en esto último convinieron todos nuestros amigos y consejeros, sin saber una palabra sobre el particular. Sin embargo, conociendo lo morosos que eran para todo, los comprometimos a que estuviesen en el sitio al amanecer del día siguiente, ocupándonos nosotros entretanto en reunir cuantas sogas pudimos haber a las manos en el pueblo, incluso una de la noria. Partimos a las ocho de la mañana siguiente para el punto de nuestro destino. Seguimos el camino real por espacio de una legua hasta llegar a un pequeño desmonte hacia la izquierda, en donde nos aguardaba uno de nuestros indios. Le seguimos por una angosta vereda acabada de abrir, y de nuevo nos encontramos entre ruinas; a poco andar llegamos al pie de un elevado montículo, que se alzaba por encima de la llanura, y era el mismo que tan perfectamente se distinguía desde la casa del enano en Uxmal. El terreno de sus inmediaciones es abierto y se veían alrededor restos de varios edificios, pero todos en un estado completo de ruina y deterioro. El gran cerro yace solitario, y es el único que ahora se levanta sobre la llanura. Los lados se han derrumbado, aunque en algunas partes se notan restos de escalones. Del lado del sur se encuentra en su medianía un grande árbol, que facilita mucho la subida. Su altura será de ochenta a noventa pies. El ángulo de un edificio es todo lo que queda; el resto de su ruina está llano y cubierto de yerba. Domina la vista una inmensa llanura arbolada, sobre la cual se levanta al S. E. la gran iglesia de Nohcacab, y los edificios arruinados de Uxmal al O. Regresamos por el mismo camino, y nos internamos luego en un espeso y frondoso bosque, en donde desmontamos y amarramos los caballos. Era sin duda el más hermoso bosque que habíamos visto en el país, y contenía en su recinto una gran apertura o cavidad circular al nivel del piso, de veinte o treinta pies de profundidad, de cuyo fondo y lados nacían árboles y matojos que sobresalían del nivel de la llanura. Ciertamente era un sitio muy agreste, y tenía un aspecto fantástico, misterioso y, si se quiere, terrible, pues, mientras que en el bosque hacía un calor y un silencio que ni una hoja se movía por falta de aire, dentro de aquella cavidad las ramas y hojas de los árboles se agitaban con violencia; como sacudidas por una mano invisible. Esta cavidad formaba la entrada del pozo; y, en efecto, presentaba un aspecto bastante salvaje para dar pábulo y aun crédito a los más terribles cuentos. Bajamos. En un rincón se veía una ruda apertura natural baja y angosta, formada en una gran masa de piedra calcárea, y por la cual se arrojaba constantemente una fuerte corriente de aire que mantenía en continua agitación las ramas y las hojas de los árboles que había dentro de la cavidad. Ésta era la boca del pozo, y en la primera tentativa que hicimos para entrar encontramos la corriente de aire tan fuerte, que tuvimos que retroceder para tomar resuello, confirmando lo que habíamos oído en Nohcacab. Llevaban nuestros indios unas antorchas o hachones hechos de palo de higuerilla, que ardían mucho mejor con el viento, y con ellas en la mano rompieron la marcha. Una de las maravillas que se contaban de este sitio era que nadie podía entrar pasadas las doce del día. Ya esta hora había pasado, no habíamos hecho tampoco ninguno de los preparativos que, según nos dijeron, eran necesarios, y, sin saber hasta dónde llegaríamos, seguimos a los indios, seguidos nosotros de otros indios que llevaban sogas. Tendría la entrada tres pies de alto y cuatro o cinco de ancho. Era tan baja, que tuvimos que entrar a gatas, bajando después en un ángulo de unos quince grados, con dirección al N. El viento que se recogía en los recesos interiores de la caverna corría con tal precipitación por aquel pasadizo, que apenas acertábamos a respirar, y, como llevábamos todavía dentro de nosotros la semilla de fríos y calenturas, dudamos sobre la prudencia de seguir adelante en nuestro intento; pero la curiosidad es más fuerte que ninguna consideración, y adelante seguimos. Observamos en el piso un rastro solitario, gastado hasta la profundidad de dos o tres pulgadas por las continuas pisadas de los que por allí habían pasado, y el techo cubierto de una costra de hollín del humo de las antorchas o hachones. El trabajo que nos daba el andar con el cuerpo inclinado y contra la corriente de un aire frío era un principio bastante desagradable, y probablemente nos hubiéramos vuelto para atrás, si hubiésemos ido solos. A la distancia de unos ciento cincuenta o doscientos pies se ensanchó el pasadizo y tomó la forma de una caverna irregular de cuarenta o cincuenta pies de ancho y diez a quince pies de alto. Ya no sentimos allí la corriente de aire, y la temperatura era sensiblemente más templada. Formaba las paredes y techo de la caverna una piedra tosca y desigual, y por el centro corría el mismo paso gastado ya indicado. De esta caverna se desprendían a derecha e izquierda varios pasadizos, en uno de los cuales los indios nos alumbraron con sus antorchas para que viéramos un trozo de piedra esculpida. Por lo que habíamos visto nos satisficimos que fuera lo que fuese el sitio a donde condujeran aquellos pasadizos, todo era obra de la naturaleza, y perdimos la esperanza de ver los grandes monumentos artísticos de que nos habían hablado; pero la vista de la piedra esculpida nos estimuló a proseguir y reanimó la esperanza de que tuviesen algún fundamento los cuentos que habíamos oído. No transcurrió mucho tiempo, sin embargo, sin que aquélla se disminuyese, o, mejor dicho, se destruyese completamente con llegar a lo que los indios nos habían descrito con el nombre de "la mesa". Este objeto era una de las cosas que más atrajeron nuestro atención, por la descripción que de él nos hicieron, pintándole como obra de mano y de un pulimento exquisito. No era más que una gran piedra tosca, cuya parte inferior daba la casualidad de encontrarse lisa, pero completamente en su estado natural. De aquí pasamos a una gran cavidad o hueco de forma circular irregular, que era lo que se nos había descrito como una plaza. Allí hicieron alto los indios y atizaron sus hachones. La plaza era una gran caverna de piedra de figura abovedada, con su elevada techumbre sostenida por pilares estalácticos, a los cuales daban los indios el nombre de columnas, y, aunque enteramente diferentes de lo que nos esperábamos, el efecto que producía a la luz de las antorchas, aumentado con la presencia de las rústicas figuras de los indios, era grande y casi compensaba los trabajos que habíamos sufrido para penetrar hasta allí. Esta plaza yace a un lado de la vereda o paso regular, y permanecimos en ella algún tiempo para descansar y refrescarnos porque el bochorno que se sentía en el camino subterráneo, unido al calor y humo de los hachones, se volvía a cada momento más insufrible. Seguimos adelante y trepamos por una enorme roca somera que se había desprendido de la gran masa, y descendimos luego a un gran pasadizo bajo y estrecho por el que tuvimos que pasar casi a gatas, asesando de fatiga y sed por el mucho bochorno, el calor y el humo que despedían los hachones. De allí fuimos a salir al borde de una apertura o boquete de lados desiguales y perpendiculares, de tres a cuatro pies de diámetro, con escalones horadados en la misma roca, muy gastados y de un ancho apenas suficiente para asentar el pie. Descendimos no sin dificultad hasta un cantil de roca viva, que del lado derecho se elevaba hasta una gran altura y del otro se hendía formando un horrible despeñadero. Unos cuantos palos toscos, con otro que sería de barandaje, tendidos y atravesados sobre ese abismo, hacían las veces de un puente, inseguro y horrible, por la vista del precipicio que debajo yacía y escasamente iluminaba la luz de las antorchas. Torcía luego el paso a la derecha contrayéndose a cosa de tres pies de alto y otros tantos de ancho, y de un descenso rápido. De nuevo tuvimos que andar a gatas, y de nuevo se volvió el calor casi insufrible. En verdad que continuamos adelante no sin cierto temor porque un vértigo que nos hubiese acometido allí seguramente hubiera causado la muerte por la imposibilidad que había de podernos sacar al aire libre en tiempo suficiente para que su aspiración nos reviviese, y la incapacidad en que se encontraban los indios de auxiliarnos, aunque lo hubiesen querido. Se prolongaba este pasadizo hasta una distancia de cincuenta o sesenta pies, y luego torcía en vuelta encontrada, igualmente estrecho y descendiendo rápidamente. Se ensanchaba en seguida en una caverna un poco espaciosa, tomando una dirección hacia S. O. hasta llegar a otra cavidad perpendicular que conducía, por medio de una ruda y raquítica escalera, a otro pasadizo bajo, estrecho y tortuoso que descendía a una especie de cámara rocallosa, a cuya extremidad veíase una gran poza o depósito de agua. Acaso esta descripción no es del todo perfectamente exacta en sus detalles, pero no es exagerada. Probablemente se omiten algunas de las vueltas y revueltas, salidas y bajadas que tiene, y, mientras más fiel y exacta fuera la descripción que de ella se hiciese, sería también más extraordinaria. El agua reposaba en un lecho profundo y rocalloso debajo de una gran masa de piedra sobresaliente. Hacia un lado había atravesado un madero, sobre el cual se reclinaban los indios para sacar agua con sus calabazos; y ésta, en caso que hubiesen faltado otras, sería una prueba suficiente para acreditar la creencia de que aquel sitio había servido de pozo. Sin embargo, en aquel momento nos importaba muy poco el que algún ser humano hubiese o no bebido antes de aquella agua; su simple vista nos fue más grata que la del oro y los rubíes. Estábamos empapados de sudor, ennegrecidos con el humo y muriéndonos de sed. Delante de nosotros yacía límpida y fresca, en su rocalloso estanque, invitándonos a gustar de ella; pero estaba tan profunda que no alcanzábamos con la mano, no teníamos vaso ni utensilio de ninguna clase para sacarla, porque, completamente ignorantes de la localidad, no pensamos en llevarlo ni tampoco los indios, que se contentaron con proveerse de lo que les dijimos que trajeran. Me arrastré hasta el borde del estanque y acerté a recoger un poco con la mano; pero era casi nada, y nos vimos compulsados a regresar sin poder apagar la sed. Afortunadamente al volver pie atrás, encontraron los indios por allí unos fragmentos de algún cántaro roto, con lo que pudimos sacar la suficiente para refrescarnos la boca. Cuando bajamos, apenas paramos la atención en otra cosa que en la desigualdad y aspereza del camino, pero al regresar preguntamos a los indios por el que conducía a Maní, según ellos habían dicho. Cuando llegamos donde estaba, dimos vuelta y lo seguimos, y a poco andar lo encontramos obstruido y tapado por una cerradura natural de la roca. Nos hubimos de satisfacer que ni conducía a ningún depósito o estanque de agua, ni para fuera de la cueva ni tampoco habían penetrado en él ni explorádolo los indios, no obstante que todos decían que salía a Maní. Les aconsejamos que omitieran éste y otros cuentos en sus relaciones respecto a aquel sitio, pero probablemente, excepto el padrecito y otros a quienes comunicamos lo que hallamos, de todos los demás oirá los mismos cuentos que nosotros el primer viajero que llegue. Antes de exponernos al torrente de aire frío de la boca, hicimos alto en el sitio más fresco que pudimos encontrar, y a la hora y media de haber entrado salimos fuera. Considerada sólo como una nueva, ciertamente es extraordinaria, pero reputarla como el depósito de agua del cual se proveyera toda una ciudad antigua, no nos hubiera sido creíble, sino en vista de las pruebas palpables que se nos prestaran. Y yacían en su derredor las ruinas de una población que no manifestaba medio ni recurso visible, del cual se hubiese valido para proveerse de agua, a lo que acompañaba el conocimiento tradicional que de aquel lugar tenían los indios: que sus mayores se habían servido de él; que nadie sabía cuándo se comenzaría a usar, y se lo atribuían en fin al pueblo remoto a quien ellos daban el nombre de "los antiguos" cuando hablaban de él. Además, hay un indicio muy fuerte que induce a creer que se hayan servido de él los habitantes de una ciudad populosa, cual es el rastro o paso que se observa en el piso rocalloso de la cueva. Hace muchísimos años que toda la región de los contornos se encuentra desierta o, al menos, ocupada temporalmente, durante el laborío de sus sementeras, por un corto número de indios, y no es de suponer que sus vagas pisadas fuesen suficientes a formar una huella tan profunda, pero sí el que hubiese sido producida por el paso constante y continuado, durante mucho tiempo, de millares de personas; preciso es, pues, que haya sido trazada por los habitantes de una populosa ciudad. En el bosque que circuía la entrada de la cueva encontramos alguna agua en el hueco de una piedra, que nos sirvió para apagar la sed y hacer una ablución parcial. Tuvimos la rara fortuna de no sufrir ningún mal resultado por haber estado expuestos a unas alternativas tan rápidas de frío y calor, cuando apenas nos hallábamos recobrados de nuestros males. De regreso al pueblo, nos encontramos allí con que había ocurrido un accidente desgraciado en nuestra ausencia: un caballo se había desbocado con un niño, arrojándole al suelo y causándole la muerte en pocas horas, de resulta de la caída. Por la noche fuimos al velorio, acompañados del alcalde, hermano del padrecito. La noche estaba muy oscura y a cada paso tropezábamos en la áspera y pedregosa calle que llevamos, hasta llegar a la casa del duelo. Delante de la puerta había un grupo de gente y una gran mesa de juego, a la que estaban sentados jugando cartas todos los que podían hacerse lugar. Cuando llegamos, todos se reían de una ocurrencia de uno de tantos concurrentes, y la cual nos refirieron. Esta escena nos pareció bastante extraña en verdad en una casa de duelo. Pasamos dentro de la casa, que encontramos llena de mujeres, y al momento nos cedieron las hamacas, consideradas siempre como el asiento de honor. La casa, como la mayor parte de las del pueblo, se componía de una sola pieza de figura casi circular, un piso de tierra y su cobija de guano. De los atravesaños pendían algunas hamacas pequeñas, y en medio del cuarto estaba una mesa sobre la cual yacía el cadáver del niño. Tenía puestos todavía los vestidos que llevaba cuando le ocurrió el desgraciado accidente que le causara la muerte, rotos y manchados de sangre. La parte de la cara que se había arrastrado sobre el suelo estaba toda descarnada, el cráneo roto, y debajo de la oreja se notaba una profunda herida de la cual goteaba sangre todavía, que la madre del niño, mujer de una talla poco común, elevada y musculosa, procuraba restañar con pedazos de trapo. En la mañana de aquel mismo día había emprendido viaje para Campeche, con toda su familia, con el objeto de irse a radicar a aquella ciudad. Una criada iba por delante a caballo llevando a dos niños: a la salida del pueblo se espantó el animal y echó a correr arrojándolos al suelo; la criada y uno de los niños escaparon sin lesión alguna, pero el otro fue arrastrado por cierta distancia, muriendo en consecuencia a las dos horas. Las mujeres que estaban dentro de la casa se conducían con tranquilidad y decoro; pero los que se hallaban de la parte exterior reían y se chanceaban, y mantenían una bulla continua; con aquel infeliz niño muerto por delante me pareció ésta una conducta poco decorosa y que manifestaba poca sensibilidad. Mientras pasaba esto, oímos la alegre voz del padrecito, que acababa de llegar, y contribuía por su parte a las chanzas y la algazara que reinaba. Entró a poco rato, se arrimó al niño, le levantó la cabeza, y, dirigiéndose a nosotros, nos enseñó las heridas y nos dijo lo que había hecho para curárselas, sintiendo que el doctor no estuviera en el pueblo, cuando ocurrió la desgracia o que el niño no hubiera sido tan pequeño, pues no tendría entonces los huesos tan tiernos. Encendió luego un cigarro, se echó en una hamaca, miró en su derredor y nos preguntó en voz alta qué opinábamos sobre las muchachas. Esta ceremonia del velorio se observa siempre que ocurre alguna muerte en la familia, y, según nos informó el padrecito, se hace con el objeto de divertirla y distraerla, y para que no se duerma. A las doce de la noche y al amanecer se sirve chocolate a la reunión, pero bajo ciertos respectos hay diferencia entre los velorios de niños y los que se hacen cuando el caso tiene lugar con una persona adulta. Con los primeros, existe la creencia general de que un niño no está en pecado y que inmediatamente que muere se va al cielo;su muerte es más bien un objeto de regocijo, y se pasa la noche jugando cartas, chanceándose y contando cuentos. Pero en los de personas adultas, como no se tiene seguridad de lo que pueda acontecer a su espíritu, sólo se ocupan en jugar a cartas, y no hay ni chanzas ni cuentos. Aunque esto parezca manifestar insensibilidad, no debemos juzgar a los demás conforme a la norma que arregla nuestras acciones y conducta, pues, sean cuales fueren los modos que cada uno tiene de manifestar sus sentimientos, las afecciones naturales del corazón son propias de todo el mundo. La madre del muchacho, cuando se ocupaba en restañar la sangre de las heridas de su hijo en pie junto a su cabecera, aunque no derramaba una lágrima, tampoco parecía regocijarse con su muerte. Nos dijo el padrecito que, aunque pobre, era respetable: inquirimos por los miembros de su familia, principalmente por su marido, y el padrecito nos respondió que ni tenía marido ni era viuda. Desgraciadamente para la reputación de la pobre mujer, cuando le preguntamos al mismo quién era el padre del niño, nos respondió riendo. "¿Quién sabe?" A eso de las diez encendió en una de las velas que ardían a la cabecera del niño un atado de mimbres secos, y juntos con él nos retiramos.
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Capítulo XV Del Callao y puerto de la Ciudad de los Reyes Dos leguas de la Ciudad de los Reyes está su puerto, dicho el Callao a causa de las muchas piedras que hay en él. Por la plaza, y por ir creciendo a más andar, esta población, me pareció hacer particular capítulo de ella. Hace la mar en este pueblo un puerto que, aunque es playa abierta, es tan limpio, seguro y manso, que las naos que en él surgen pueden estar con sola una áncora en él, sin temer de perderse o de dar en tierra, y esto procede, que el viento que más ordinariamente corre por esta costa del mar Pacífico (como le llamó Hernando de Magallanes, que fue el que, hallando el Estrecho, nunca hasta allí conocido, y dándole su nombre, primero le navegó), el sur, por otro nombre dicho Austro, y a la banda del sur tiene este puerto una isla despoblada de hasta una legua de largo, la cual le guarda y ampara deste viento, y asegura el puerto y las naos que en él están para no temer naufragio ni pérdida alguna. Entre la isla y la tierra firme se puede navegar muy cómodamente, y navíos, que no son de mucho porte, entran y salen por allí arrimándose más a la isla que a la tierra. Está el puerto y aun la Ciudad de los Reyes doce grados y medio más acá de la equinocial. Hay de ordinario en él de cuarenta a cincuenta navíos grandes y pequeños, porque es la escala más universal de todas las Indias; y así raras semanas hay, que no entren en ella dos y tres navíos de diversas partes, a desembarcar las mercadurías que traen. De Panamá siempre vienen cargados de preciosas riquezas, que de España vinieron a Puerto Belo: paños, rajas, bayetas, jerguetas, terciopelos, rasos, damascos, telas, brocados, ruanes, holandas y lencerías diferentes. De México, también le envían navíos cargados de todo lo que allí se labra, y de infinitas mercaderías. De la China, de Nicaragua, de Guatemala, de Guayaquil, de los valles de Trujillo y Saña vienen navíos con miel, azúcar, jabón, cordobanes, harina y sebo. De la Barranca, de Guaura, de Santa con trigo. Del puerto de Pisco y de la Nasca y Camaná con muchos millares de botijas de vino. De Arequipa y Arica, con barras y tejuelos de oro que bajan de Potosí. Del reino de Chile mucha madera y tablas y, antes de la destrucción dél, cordobanes, sebo y trigo, de manera que a este puerto contribuyen todos los del reino sus riquezas, y a él viene a parar, y allí se consumen, y de allí se reparten para todo él. De aquí salen cada año por el mes de marzo o abril las flotillas que dicen, aunque mejor dijeran flotas, pues ningunas de toda Europa, Asia, ni África son más ricas ni mayores, aunque sean pocos navíos, pues en ellos todo lo que va son millares de barras y tejuelos de oro y otras cosas preciosas, con que contribuye el Perú a los Reinos de España y aun a todo el mundo. Tiene aquí Su Majestad de ordinario cinco o seis galeones suyos de armada tan bien aderezados y artillados de municiones, bastimentos, soldados y piezas de artillería, que ninguno de la mar del norte les puede llevan ventaja, y dos galeras para guarda del puerto, y en tierra puestas muchas piezas en la playa con sus carretones, y las Casas Reales a modo de fuerte, con artillería y sus cubos y troneras. Hay su General de Mar y Tierra, que reside en el Puerto, y, suele ir cada año con galeones del Rey a Panamá, y lleva la plata en ellos. Suele haber presidio de doscientos soldados y sus capitanes, y capitán de la artillería y artilleros, para cuando se ofreciese ocasión de enemigos; pero si la hubiese, érale muy fácil el socorro de la Ciudad de los Reyes, porque al primer tiro de artillería que sonase, acudiría toda al remedio de cualquier suceso. Todas las noches hay en los galeones y en tierra sus guardas y centinelas que corren la playa. Es tan fácil el desembarcadero, que los bateles y esquifes quedan en seco; y con zapatos de terciopelo, como dicen, se puede saltar en tierra y entrar en los bateles. Los navíos pequeños están tan cerca de tierra, que desde ella se pueden hablar muy fácilmente. El temple se tiene aún por más sano que el de la Ciudad de los Reyes, a causa que los aires de la mar limpian y purifican toda la costa, y alegran con su suavidad a los moradores. La población está extendida por la playa, y es cosa notable, el aumento que ha habido de veinte años a esta parte en ella, porque los más hombres de la mar viven allí, y las contrataciones, de cuantos géneros hay, de mercaderías, son de la misma suerte que en los Reyes, y aun el tráfago y bullicio de los acarretos mayor, y, así, sacado Potosí y la ciudad del Cuzco, es el pueblo de más gente y trato del Reino. Tiene su iglesia mayor con vicario, y, los mismos conventos de religiosos que la Ciudad de los Reyes, porque hay el de Santo Domingo, la Compañía, San Francisco, San Agustín, la Merced, que van creciendo en rentas y religiosos cada día, y alrededor muy ricas heredades y haciendas, desde el Callao a la Ciudad de los Reyes, es el más frecuentado y pasajero de cuantos hay en, el Perú, porque, de día y de noche, nunca cesan de caminarlo gente de a pie, de a caballo y carretas y recuas cargadas de bastimentos, y mercadurías que van y vienen.
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CAPÍTULO XV De los monasterios de doncellas que inventó el demonio para su servicio Como la vida religiosa (que a imitación de Jesucristo y sus sagrados apóstoles, han profesado y profesan en la Santa Iglesia tantos siervos y siervas de Dios), es cosa tan acepta en los ojos de la Divina Majestad, y con que tanto su santo nombre se honra y su Iglesia se hermosea, así el padre de la mentira ha procurado no sólo remedar esto, pero en cierta forma tener competencia y hacer a sus ministros que se señalen en aspereza y observancia. En el Pirú hubo muchos monasterios de doncellas, que de otra suerte no podían ser recibidas. Y por lo menos en cada provincia había uno, en el cual estaban dos géneros de mujeres: unas ancianas, que llamaban mamaconas, para enseñanza de las demás; otras eran muchachas, que estaban allí cierto tiempo, y después las sacaban para sus dioses o para el Inga. Llamaban esta casa o monasterio, acllaguaci, que es casa de escogidas; y cada monasterio tenía su vicario o gobernador llamado appopanaca, el cual tenía facultad de escoger todas las que quisiese, de cualquier calidad que fuesen, siendo de ocho años abajo, como le pareciesen de buen talle y disposición. Éstas, encerradas allí, eran doctrinadas por las mamaconas en diversas cosas necesarias para la vida humana, y en los ritos y ceremonias de sus dioses; de allí se sacaban de catorce años para arriba, y con grande guardia se enviaban a la corte. Parte de ellas se disputaban para servir en las guacas y santuarios, conservando perpetua virginidad; parte para los sacrificios ordinarios que hacían de doncellas, y otros extraordinarios, por la salud o muerte, o guerras del Inga; parte también para mujeres o mancebas del Inga y de otros parientes o capitanes suyos, a quien él las daba, y era hacelles gran merced. Este repartimiento se hacía cada año. Para el sustento de estos monasterios, que era gran cuantidad de doncellas las que tenían, había rentas y heredades proprias, de cuyos frutos se mantenían. A ningún padre era lícito negar sus hijas cuando el appopanaca se las pedía, para encerallas en los dichos monasterios, y aun muchos ofrecían sus hijas de su voluntad, pareciéndoles que ganaban gran mérito en que fuesen sacrificadas por el Inga. Si se hallaba haber alguna de estas mamaconas o acllas, delinquido contra su honestidad, era infalible el castigo de enterralla viva, o matalla con otro género de muerte cruel. En México tuvo también el demonio su modo de monjas, aunque no les duraba la profesión y santimonia más que por un año, y era de esta manera: dentro de aquella cerca grandísima que dijimos arriba que tenía el templo principal, había dos casas de recogimiento, una frontero de otra: la una de varones y la otra de mujeres. En la de mujeres sólo había doncellas de doce a trece años, a las cuales llamaban las mozas de la penitencia; era otras tantas como los varones; vivían en castidad y clausura como doncellas diputadas al culto de su dios. El ejercicio que tenían era regar y barrer el templo, y hacer cada mañana de comer al ídolo y a sus ministros, de aquello que de limosna recogían los religiosos. La comida que al ídolo hacían, eran unos bollos pequeños, en figura de manos y pies, y otros retorcidos como melcochas. Con este pan hacían ciertos guisados, y poníanselo al ídolo delante cada día, y comíanlo sus sacerdotes, como los de Bel, que cuenta Daniel. Estaban estas mozas, tresquiladas, y después dejaban crecer el cabello hasta cierto tiempo. Levantábanse a media noche a los maitines de los ídolos, que siempre se hacían, haciendo ellas los mismos ejercicios que los religiosos. Tenían sus abadesas, que las ocupaban en hacer lienzos de muchas labores para ornato de los ídolos y templos. El traje que a la continua traían, era todo blanco, sin labor ni color alguna. Hacían también su penitencia a media noche, sacrificándose con herirse en las puntas de las orejas, en la parte de arriba, y la sangre que se sacaban, poníansela en las mejillas, y dentro de su recogimiento tenían una alberca, donde se lavaban aquella sangre. Vivían con honestidad y recato, y si hallaban que hubiese alguna faltado, aunque fuese muy levemente, sin remisión moría luego, diciendo que había violado la casa de su dios, y tenían por agüero y por indicio de haber sucedido algún mal caso de estos si veían pasar algún ratón o murciélago en la capilla de su ídolo, o que habían roído algún velo, porque decían que si no hubiera precedido algún delito no se atreviera el ratón o murciélago a hacer tal descortesía, y de aquí procedían a hacer pesquisas, y hallando el delincuente, por principal que fuese, luego le daban la muerte. En este monasterio no eran admitidas doncellas sino de uno de seis barrios que estaban nombrados para el efecto, y duraba esta clausura, como está dicho, un año, por el cual ellas o sus padres habían hecho voto de servir al ídolo en aquella forma, y de allí salían para casarse. Alguna semejanza tiene lo de estas doncellas, y más lo de las del Pirú con las vírgenes vestales de Roma, que refieren los historiadores, para que se entienda cómo el demonio ha tenido cudicia de ser servido de gente que guarda limpieza, no porque a él le agrade la limpieza, pues es de suyo espíritu inmundo, sino por quitar al sumo Dios en el modo que puede, esta gloria de servirse de integridad y limpieza.
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CAPÍTULO XV Cuenta las grandezas que se hallaron en el templo y entierro de los señores de Cofachiqui Los castellanos hallaron el pueblo Talomeco sin gente alguna porque en él había sido la pestilencia pasada más rigurosa y cruel que en otro alguno de toda la provincia, y los pocos indios que de ella escaparon aún no se habían reducido a sus casas. Y así pararon los nuestros poco en ellas hasta llegar al templo, el cual era grande, tenía más de cien pasos de largo y cuarenta de ancho. Las paredes eran altas, conforme al hueco de la pieza; la techumbre, muy levantada, con mucha corriente, porque, como no hallaron la invención de la teja, érales necesario empinar mucho los techos por que no se les lloviese la casa. La techumbre de este templo se mostraba ser de carrizo y cañas delgadas y hendidas por medio, de las cuales hacen estos indios unas esteras pulidas y muy bien tejidas a manera de esteras moriscas, las cuales, echadas cuatro, cinco o seis unas sobre otras, hacen una techumbre por de fuera y dentro vistosa y provechosa, que no las pasa el sol ni el agua. Dende esta provincia en adelante, por la mayor parte, no usan los indios de la paja para techar y cubrir sus casas sino de las esteras de cañas. Sobre la techumbre del templo había, puestas por su orden, muchas conchas grandes y chicas de diversos animales marinos, que no se supo cómo las hubiesen llevado la tierra adentro, o es que también se crían en los ríos tantos y tan caudalosos como por ella corren. Las conchas estaban puestas lo de dentro afuera, por el mayor lustre que tienen, entre las cuales había, asimismo, muchos caracoles de la mar de extraña grandeza. Entre las conchas y los caracoles había espacios de unos a otros, porque todo iba puesto por su cuenta y orden. En aquellos espacios había grandes madejas de sartas, unas de perlas y otras de aljófar, de media braza en largo, que iban tendidas por la techumbre, descendiendo de grado en grado, que adonde se acababan unas sartas empezaban otras, y hacían con el resplandor del sol una hermosa vista. De todas estas cosas estaba el templo cubierto por de fuera. Para entrar dentro, abrieron unas grandes puertas que eran en proporción del templo. Junto a la puerta estaban doce gigantes entallados de madera, contrahechos al vivo, con tanta ferocidad y braveza en la postura que los castellanos, sin pasar adelante, se pusieron a mirarlos muy de espacio, admirados de hallar en tierras tan bárbaras obras que, si se hallaran en los más famosos templos de Roma, en su mayor pujanza de fuerzas e imperio, se estimaran y tuvieran en mucho por su grandeza y perfección. Estaban los gigantes puestos como por guardas de la puerta para defender la entrada a los que por ella quisiesen entrar. Los seis estaban a la una mano de la puerta y los seis a la otra, uno en pos de otro, descendiendo de grado en grado de mayores a menores, que los primeros eran de cuatro varas de alto y los segundos algo menos, y así hasta los últimos. Tenían diversas armas en las manos, hechas conforme a la grandeza de sus cuerpos. Los dos primeros, uno de cada parte, que eran los mayores, tenían sendas porras guarnecidas al postrer cuarto de ellas con puntas de diamantes y cintas de aquel cobre, hechas ni más ni menos que las porras que pintan a Hércules, que parecía que por éstas se hubiesen sacado aquéllas, o por aquéllas éstas. Tenían los gigantes las porras alzadas en alto con ambas manos con ademán de tanta ferocidad y braveza (como que amenazando dar al que entraba por la puerta), que ponía espanto. Los segundos, uno de un lado y otro de otro, que éste es el orden que todos llevaban, tenían montantes hechos en madera, de la misma forma que lo hacen en España de hierro y acero. Los terceros tenían bastones diferentes de las porras, que eran a manera de espadillas de espadar lino, largos de braza y media, rollizos de los dos tercios primeros y el postrero se ensanchaba poco a poco hasta rematar en forma de pala. Los cuartos en orden tenían hachas de armas grandes conforme a la estatura de los gigantes; la una de ellas tenía el hierro de azófar, la cuchilla era larga y muy bien hecha, y de la otra parte tenía una punta de cuatro esquinas y de una cuarta en largo. La otra hacha tenía otro hierro, ni más ni menos, con punta y cuchilla, sino que, para mayor admiración y extrañeza, era de pedernal. Los quintos en su orden tenían arcos del largo de sus cuerpos, enarcados, con las flechas puestas como para las tirar. Los arcos y las flechas estaban hechas en todo el extremo de curiosidad y perfección que estos indios tienen en hacerlas. El casquillo de la una de ellas era de una punta de cuerna de venado labrada en cuatro esquinas; la otra flecha tenía por casquillo una punta de pedernal de la misma forma y tamaño de una daga ordinaria. Los sextos y últimos tenían unas muy largas y hermosas picas con los hierros de cobre. Todos ellos, así como los primeros, parecía que amenazaban herir con sus armas a los que querían entrar por la puerta: unos puestos para herir de alto abajo, como los de las porras; otros de punta, como los de los montantes y picas; otros de tajo, como los de las hachas; otros de revés, como los de los bastones; y los flecheros amenazaban tirar de lejos. Y cada uno de ellos estaba en la postura más brava y feroz que requería la arma que en las manos tenía, y esto fue lo que más admiró a los españoles: ver cuán al natural y al vivo estaban contrahechos en todo. Lo alto del templo, de las paredes arriba, estaba adornado como el techo de afuera con caracoles y conchas puestas por su orden, y entre ellas madejas de sartas de perlas y aljófar tendidas por la techumbre, que guardaban y seguían el pavimento del techo. Entre las sartas, caracoles y conchas, había en el techo grandes plumajes hechos de diversos colores de plumas, como las que hacen para su traer. Sin las sartas de perlas y aljófar que había tendidas por el techo, y sin los plumajes que había hincados, había otros muchos plumajes y madejas de aljófar y perlas colgadas de unos hilos delgados y de color amortiguado, que no se divisaba. Parecía que las madejas y plumajes estaban en el aire, unos más altos que otros, porque pareciese que caían del techo. De esta manera estaba adornado lo alto del templo de las paredes arriba, que era cosa agradable mirarlo.
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CAPÍTULO XV Compra de equipaje. --Turba de haraganes. --Visita de las ruinas. --Grande edificio construido por los españoles. --Pozo interesante. --Leyenda indígena. --La madre del enano. --Exploración del pozo. --Restos de grandes cuyos. --Cogolludo. --Pintura antigua y curiosa. --Libros y caracteres antiguos de los indios quemados por los españoles. --Archivo de Maní. --Importantes documentos. --Mapa antiguo. --Instrumento cuidadosamente envuelto. --Importante consecuencia de estos documentos. --¿Qué era Uxmal? --Argumento. --Ningún vestigio de población española en Uxmal. --Iglesias erigidas por los españoles en todos sus establecimientos coloniales. --Ningún vestigio de que hubiese existido iglesia alguna en Uxmal. --Conclusiones. --Sospechas del pueblo. --Iglesia y convento. --Vista espléndida desde la torre de la iglesia A la mañana siguiente muy temprano, Albino salió en demanda de algún caballero que tuviese de más una camisa y un par de pantalones y quisiese venderlos; y por una de aquellas felices casualidades que alguna vez se presentan en la vida de un viajero, consiguió ambas cosas, con la circunstancia de que la camisa tenía una pechera elegantemente bordada, que cupo en suerte al Dr. Cabot. Así, pues, con mi blusa, que estaba en mejor situación que la suya, y una levita, que antes me había yo quitado por demasiado usada, él y yo quedamos en disposición de hacer nuestro debut por las calles del pueblo. A pesar de nuestras contrariedades, yo experimentaba un cierto grado no común de satisfacción al pasearme por Maní. Desde la primera visita que hice a Uxmal había yo oído hablar de aquel pueblo, de ciertas reliquias que como herencia familiar existían en manos de su cacique, y de ciertas ruinas, que sin embargo no merecían la pena de ser visitadas según se me había informado. A pesar de todo eso, el principio de la mañana nada prometía. Al tiempo de salir, encontramos rodeada la casa real de una inmensa turba de ociosos, de aquella raza mixta que tiene notoriamente su origen de los antiguos vasallos de Tutul Xiu y de los conquistadores, poseyendo todas las malas cualidades de ambas razas y ninguna de las buenas. Algunos de ellos estaban ebrios y otros, muchachones ya grandes y que pudieran estar mejor ocupados, nos miraban de cerca y se echaban tontamente a reír, cuando se figuraban que no eran observados. Dirigímonos a echar una ojeada a las ruinas, y la turba siguió nuestras huellas. A la extremidad de una calle, y que guiaba al pozo, encontrámonos con un gran edificio atravesado en su centro por la calle, y del cual todavía se conservaban en pie algunos restos de uno y otro lado. Desde luego reconocimos que ésta no era obra de los antiguos, sino que había sido construida por los españoles desde el tiempo de la Conquista, y sin embargo de eso habíamos sido conducidos a él en la suposición errónea de que pertenecía a la clase de los que hasta allí habíamos visto en el país; si bien tuvimos la fortuna de encontrarnos con una persona inteligente que se sonreía de la ignorancia del pueblo, y decía que aquel palacio había sido del REY MONTEJO. Probablemente su propia historia es tan desconocida hoy, como lo es la de los edificios más antiguos. En su vacilante frontispicio se descubrían aquí y allí algunas piedras esculpidas recogidas evidentemente de los edificios indígenas, y de esa suerte en su propia decadencia estaba publicando que se había erigido sobre las ruinas de otra raza. Cerca de este edificio y en la esquina de la calle está el pozo de que se hace referencia en la conclusión de mi leyenda sobre la casa del enano en Uxmal. "La vieja (la madre del enano) murió entonces; pero en el pueblo indio de Maní hay un pozo profundo, del cual parte una caverna que por una inmensa distancia lleva bajo de tierra hasta la ciudad de Mérida. En esta caverna, a la orilla de un arroyo y bajo la sombra de un corpulento árbol, está sentada una vieja con una serpiente al lado suyo, que está vendiendo agua en pequeñas porciones, y no a precio de dinero, sino solamente al de una criatura, que da a la serpiente para comer; esta vieja es la madre del enano." La entrada del pozo está practicada bajo una techumbre volada de rocas vivas, formando la boca de una magnífica caverna, bastante salvaje y ruda para sostener el crédito de la leyenda. La bóveda era elevada, y los habitantes del pueblo habían construido escalones por medio de los cuales, caminando de pie, derecho llegamos a un amplio estanque de agua, en donde las mujeres estaban llenando sus cántaros. A un lado hay una abertura practicada en la parte superior de la roca, y que se hizo con la mira de que cayese verticalmente sobre el agua, a fin de poder extraerla por medio de cubos; y como semejante excavación tuvo lugar en una caverna en que el agua está a muy corta distancia de la boca, y cuyo pasadizo es amplio, ya puede inferirse de eso la dificultad que existe, sin ningún conocimiento del uso de instrumentos apropiados, de fijar sobre la superficie el punto exacto sobre el agua de las otras cavernas, cuyos pasadizos son largos, estrechos y tortuosos. En los patios de algunas casas, situadas en la calle que pasa a espaldas de la casa real, se ven los restos de unos grandes montículos. En la pared del atrio de la iglesia había elevada una gran piedra circular, semejante a aquéllas que hemos llamado picotas. Nuestro guía nos dijo que había otros montículos en las inmediaciones del pueblo, pero, sin salir de las calles, ya habíamos visto lo suficiente para quedar convencidos de que el pueblo de Maní estaba situado precisamente sobre una ciudad antigua, que poseía el mismo carácter general de todas las otras. Vueltos a la casa real, nos encontramos con un nuevo guarda, que había entrado a desempeñar las obligaciones de su oficio, mucho más ebrio que lo que habían salido sus predecesores. Albino se había informado del cacique acerca de las antiguas reliquias de que habíamos oído hablar, y los indios trajeron un ejemplar de Cogolludo perfectamente envuelto y custodiado con gran cuidado en la casa real. Eso no nos causó mucho asombro, y los indios abrieron el libro designando una lámina, por cierto la única que en él había y que representaba la matanza de los embajadores de Tutul Xiu. Mientras estábamos contemplando esta lámina, los indios trajeron y extendieron en el suelo una pintura antigua hecha en género de algodón, de la cual sacó Cogolludo la copia grabada en su libro; el dibujo era un escudo de armas orlado con las cabezas de los muertos embajadores, teniendo, una de ellas, una flecha sembrada en la sien, con el fin de representar al embajador a quien se le sacaron los ojos con esa arma. En el centro descollaba un corpulento árbol saliendo de una caja y representaba el zapote de Sotuta, a cuya sombra fue cometido el asesinato, y que, al decir de los indios, todavía está en pie. La ocasión vendrá en que tenga que hablar nuevamente de ese árbol. La pintura había sido ejecutada evidentemente por la mano de un indio y es probable que se hubiese hecho en una época próxima al suceso que representa. Cogolludo se refiere a ella como a una reliquia antigua e interesante de su tiempo, y por consiguiente lo es mucho más hoy. Entre los indios de Maní es un objeto altamente reverenciado. En efecto, en el discurso de todos mis viajes así en Centroamérica como en Yucatán éste era el primero y único ejemplar de haber hallado en manos de los indios un documento que mantuviese vivo el recuerdo de algún suceso de su historia, pero esto no debe reprochárseles. La historia, oscura como en otros varios puntos, muestra con suficiente claridad que esta raza, abyecta y degradada hoy, luchó hasta el fin, con desesperada y fatal tenacidad por mantener viva la memoria de unos antepasados que ya no conoce: los anales de sus conquistadores nos manifiestan la despiadada y salvaje política observada por los españoles para arrancar de raíz ese recuerdo de sus ánimos. Aquí mismo, en el pueblo de Maní, tenemos de ello un lúgubre y memorable ejemplo. En 1571, veinte y nueve años después de la fundación de Mérida, algunos indios de Maní apostataron y se hicieron idólatras de nuevo, practicando en secreto sus antiguos ritos. La noticia de esta recaída llegó a oídos del provincial de Mérida, quien se trasladó personalmente a Maní y se constituyó en tribunal inquisitorial. Algunos de los que habían muerto obstinadamente en la práctica secreta de ritos idólatras habían sido enterrados en sagrado: el provincial mandó que se exhumaran los cadáveres y sus restos fuesen arrojados al campo; y además, para aterrar a los indios y extirpar de raíz la memoria de sus antiguos ritos, en un día fijado con antelación para aquel objeto, acompañado de lo principal de la nobleza española y en presencia de una muchedumbre inmensa de indios, hizo reunir todos sus libros y antiguos caracteres y los quemó públicamente, destruyendo así de un solo golpe la historia de sus antigüedades. Los malquerientes del bendito padre, dice el historiador, diéronle por eso el título de cruel; pero muy diferente ha sido el juicio del Dr. don Pedro Sánchez de Aguilar en su informe contra los indios idólatras de esta tierra. La vista de esta pintura me excitó más y más a llevar adelante mis investigaciones en demanda de otros monumentos; pero esto era todo cuanto los indios poseían. Dirigime entonces al alcalde preguntándole por los archivos. Nada sabía él relativo a ellos; pero nos dijo que podíamos examinarlos por nosotros mismos, indicándonos que la llave de la pieza en donde se hallaba estaba en casa del alcalde segundo. El maestro de escuela del lugar, que había recibido de nuestro amigo el cura Carrillo una carta en que nos recomendaba vivamente, me acompañó a casa del segundo alcalde, y, después de seguirle a otros varios sitios, hubimos en fin de procurarnos las llaves y volvimos a la casa real, en donde, al abrir la puerta del archivo, treinta o cuarenta personas nos acompañaban. Los libros y archivos de la municipalidad estaban en una pieza interior, y entre ellos había un grueso volumen de antigua y venerable apariencia, forrado en pergamino, desencuadernado, comido de la polilla y con una falda o caída lo mismo que las carteras de bolsa. Abrímosle y desgraciadamente estaba escrito en lengua maya perfectamente ininteligible. Las fechas mostraban, sin embargo, que estas venerables páginas eran el recuerdo de sucesos que habían tenido lugar durante los primeros años inmediatos a la entrada de los españoles en aquel país; y mientras las estaba yo mirando con avidez, me sentí fuertemente impresionado de la creencia de que en términos directos, o incidentalmente, esas páginas debían contener especies que arrojasen alguna luz sobre el objeto de mis investigaciones. Como era domingo, una turba de curiosos y holgazanes rodeaban la mesa; pero eso no era parte a distraer mi atención. Aunque todos ellos hablaban la lengua maya, descubrí que ninguno sabía leerla, y sin embargo continué hojeando página tras página. En la 157 vi la palabra Uxmal, me detuve y se la mostré a todos los circunstantes. El maestro de escuela era el único capaz de darme algún auxilio, pero no estaba muy familiarizado con la lengua maya escrita, y decía que ésta del libro, habiendo sido escrita cerca de trescientos años antes, difería en algo de la que se usaba actualmente y se hacía muy difícil su inteligencia. En aquel documento se hacía mención de otros lugares, cuyos nombres me eran conocidos, y observé que las palabras que precedían inmediatamente al nombre de Uxmal eran diferentes de las que precedían a los otros nombres. Existía, pues, la presunción de que se hacía referencia de Uxmal en algún sentido diferente. Al volver la última hoja de aquel documento se veía una tira de papel pequeño, que evidentemente había servido para asegurar el todo del libro, pero que entonces estaba suelta. En ella había un curioso plano o mapa, fechado también en 1557, cuyo centro era el pueblo de Maní. Uxmal aparecía en el plano, pero estaba indicado con un signo peculiar diferente del de todos los demás sitios mencionados. En el dorso del mapa se leía una larga nota de la propia fecha, en que volvía a presentarse la palabra Uxmal, y que sin duda ninguna contenía algunas especies relativas a los demás sitios mencionados y a su condición y estado actual en aquel tiempo. Con el auxilio del maestro de escuela comparé este instrumento con el que aparecía escrito en el libro, y me cercioré de que el último era una copia en extracto del precedente. A unas pocas páginas más había otro documento de fecha 1556, es decir, un año más antiguo, y también en éste aparecía otra vez la palabra Uxmal. El maestro de escuela podía darme una idea general del contenido, pero según el mismo afirmaba le era imposible hacer fácilmente una versión exacta. El alcalde envió por un indio que era escribano de su municipalidad; pero desgraciadamente estaba ausente del pueblo, y en su lugar se hizo venir a otro indio viejo, que antiguamente había servido el mismo destino. Después de estar hojeando las páginas de una manera verdaderamente estúpida, los mismo que si estuviera viendo una hilera de machetes, concluyó por decir que había envejecido tanto que ya se había olvidado de leer. No me quedaba otro expediente que el proporcionarme copias de aquellos pasajes, y de esto se encargó inmediatamente el maestro de escuela, de suerte que muy temprano en la tarde ya estaban en mi poder. Con el permiso del alcalde llevé el libro a mi habitación y me entretuve en examinar todas las páginas recorriendo con el dedo cada línea en demanda de la palabra Uxmal; pero no la hallé en ninguna otra parte, y probablemente los documentos relativos eran los más antiguos, ya que no los únicos que existiesen, en que ese nombre se encontrase referido. Llevé a mi amigo don Pío Pérez las copias que yo me había proporcionado, y en ellas descubrió algunos errores de consideración; entonces, a instancia suya, mi buen amigo el cura Carrillo se dirigió después a Maní y sacó una copia exacta del documento y del mapa consabidos. Además hizo una pesquisa diligente de los archivos de los indios en demanda de algún otro documento acerca de Uxmal, o en el cual se hiciese mención de aquel sitio, y sus tareas fueron inútiles, porque nada pudo descubrir. Añadió a las copias una traducción, que fue revisada por don Pío, y de esta versión he sacado lo siguiente. "Cómo don Francisco Montejo Xiu, gobernador de este pueblo de Maní, y los gobernadores de los pueblos que le están sujetos, han dividido las tierras. "Juntos y congregados don Francisco Montejo Xiu, gobernador de este pueblo y la jurisdicción de Tutul Xiu, don Francisco Ché, gobernador de Ticul, don Francisco Pacab, gobernador de Oxcutzcab, don Diego Us, gobernador de Tekax, don Alonso Pacab, gobernador de Can, don Juan Chí, gobernador de Mama, don Alonso Xiu, gobernador de Tekit, los otros gobernadores de la jurisdicción de Maní y los regidores, con el fin de arreglar las mojoneras y mantener el derecho de cada pueblo en lo relativo a la tumba de montes, y fijar y establecer cruces para marcar los límites de las milpas de sus respectivos pueblos, dividiéndolos en partes conforme a su situación y designándose las tierras que corresponde a cada uno. El pueblo de Canul, los de Acanceh, de Tecoh, los de Cozuma, los de Sotuta y su jurisdicción, los de Tixcacal, una parte de los de Peto, Calotmul (?) y Tzucacab, después de haber conferenciado juntos, declararon que era necesario citar a los gobernadores de los pueblos, y respondimos que vendrían a esta audiencia de Maní, trayendo cada cual consigo dos regidores que presenciasen la división de las tierras. Don Juan Canul, gobernador de Nunkiní, y Francisco Cis, su asociado; don Juan Cocom, gobernador de Tecoh, don Gaspar Tun, gobernador de Cozuma, don Juan Cocom, gobernador de Sotuta, don Gonzalo Tuyú, gobernador de Tixcacal, don Juan Hau, gobernador de Yaxcabá (?); éstos recibieron la donación de Mérida al quinto día, consistiendo en cien patiés finos (mantas de algodón), y ellos continuaron recibiendo por veintenas, medidas por Juan Nic, Pedro May y Pedro Cobá, nacidos en casa de don Francisco Montejo Xiu, gobernador del pueblo de Maní; tres arrobas de cera, que fueron vendidas por ellos, habiéndolas recibido el primero don Juan Cocom de Sotuta. En Telchaquillo, camino de Mérida, hacia el norte de dicho pueblo, se plantó la primera cruz y se llamó Hoal. En Sacmuyalná pusieron una cruz: ésta se halla en los límites de las tierras de los de Tecoh. En Kochilha se colocó una cruz. En Cicinil, Toyothá, Chulul, Itzá, Ocansip y Tipikal se pusieron cruces; éste es el límite de las milpas y las tierras de los Canules de Maxcanú. En Kaxabceh, Chacnocac, Calam y Sucté (?) están los límites de los montes de los Canules, y de ahí se pusieron cruces. En Zemesahal y Opal se pusieron cruces; éstos son los límites de los montes de los vecinos de Becal y Calkiní. En Yaxché, Susilhá, Xalchen, Tehico, Sahcabchen, Xbacal y Opichen se pusieron cruces. El número de las plazas señaladas es de veintidós, y se volvieron a levantar nuevas mojoneras por mandato del juez Felipe Manrique, comisionado especial por su Excelencia (!) el gobernador, cuando él llegó a Uxmal acompañado por su intérprete Gaspar Antonio &." Omito el resto de este documento. El otro comienza de la manera siguiente. "A los diez días del mes de agosto de mil quinientos cincuenta y seis años, el juez especial llegando con su intérprete Gaspar Antonio, de Uxmal, cuando llegaron a este pueblo principal de Maní, con los otros caciques que le seguían, don Francisco Ché, gobernador de Ticul, don Francisco Pacab, gobernador de Tekax, don Alfonso Pacab, gobernador de Can, don Juan Ché, gobernador de Mama, don Alonso Xiu, gobernador de Tekit, con otros gobernadores de su comitiva; don Juan Cocom, gobernador de Tecoh, con don Gaspar Tun, don Juan Camal, gobernador de Nunkiní, don Francisco Cis, otro gobernador de Cozuma, don Juan Cocom, gobernador de Sotuta, don Gonzalo Tuyú, gobernador de Tixcacaltuyú, don Juan Hau, gobernador de Yaxcabá; éstos fueron traídos a esta cabecera de Maní desde Uxmal con los otros nombrados, y el juez Felipe Manrique, con Gaspar Antonio intérprete comisionado". También se omite el resto de este documento, por ser inconducente. Observará el lector que ,quince o dieciséis años después de la fundación de Mérida, el pueblo de Maní ocupaba el mismo lugar prominente, que cuanto Tutul Xiu y sus caciques subalternos prestaron obediencia y sumisión a los españoles. Era la cabecera, el punto central para fijar los límites de los pueblos; pero, en presencia de estos documentos, es de creer que se habían introducido ya grandes cambios. En efecto, ya desde aquel tiempo tan cercano a la Conquista comienza a notarse la introducción de nuevos elementos, que al fin destruyeron para siempre el carácter nacional de los antiguos aborígenes. Es verdad que los indios gobiernan todavía sus pueblos, y se reúnen para fijar y arreglar los límites de sus tierras; pero esto lo verifican bajo la dirección de don Felipe Manrique, oficial español comisionado especialmente para aquel objeto: los límites se designan por medio de cruces, símbolos introducidos por los españoles; han perdido su orgulloso y nacional título independiente de caciques por el gobernadores y se les llamaba Dones; bajo el influjo de la mano destinada al abastecimiento de la raza habían abandonado los nombres que recibieron de sus mayores, y en su lugar habían adoptado, de grado o por fuerza, los nombres cristianos de los españoles. El mismo Señor de Maní, aquel descendiente en línea recta de la real casa de los Mayas; aquel mismo Tutul Xiu, o su inmediato descendiente, que fue el primero en someterse y someter a sus vasallos a la obediencia de don Francisco de Montejo, aparece mansa y poco gloriosamente llamándose don Francisco Montejo Xiu, por vía de cumplimiento al conquistador y destructor de su raza. Pero yo no he compulsado estos documentos con el objeto de hacer este melancólico relato; otra y más importante es su consecuencia para mí. Por esta acta de partición aparece que en el año de 1557, "el juez llegó a Uxmal, acompañado de su intérprete don Gaspar Antonio". Y, por la copia conforme, aparece que en 1556, es decir, un año antes, el juez especial llegó con su intérprete, Gaspar Antonio, desde Uxmal, cuando ambos fueron a la cabecera de Maní con los otros caciques que le seguían. Los nombres de éstos se encuentran expresados, y se dice que "ellos fueron traídos a esta cabecera de Maní desde Uxmal, con los otros referidos, y el juez Felipe Manrique y Gaspar Antonio, el intérprete comisionado". Ahora bien ¿qué era Uxmal? Es claro, incuestionablemente claro, que era un lugar a donde las personas podían llegar, detenerse y venir de allí. No puede suponerse que era una mera hacienda, porque, además de que en aquellos primeros tiempos de la Conquista no se habían comenzado a establecer haciendas, los papeles y títulos de propiedad que posee don Simón Peón están mostrando que la primera concesión que se hizo de aquel sitio para establecer una hacienda fue ciento cuarenta y cuatro o cuarenta y cinco años después, en cuyo tiempo esas tierras eran eriales y pertenecían a la Corona, o había en ellas pequeños establecimientos de indios, que pública y notoriamente estaban allí dando culto al demonio en los antiguos edificios. Luego entonces no era una hacienda. ¿Era, pues, un pueblo de españoles? Tampoco; porque, si tal hubiese sido, algunos restos habrían estado visibles al tiempo de concederse la merced, y ya se habría cumplido el gran objeto de alejar a los indios de su culto idolátrico. No hay indicación, recuerdo o tradición de que en Uxmal se hubiese establecido jamás un pueblo de españoles, y así lo confirma la común creencia: don Simón está seguro de ello, y yo participo plenamente de esta seguridad suya. La más fuerte prueba de esto se ve en el mapa antiguo de que he hecho referencia. Tal vez el hecho mejor establecido que existe en la historia de la Conquista es el de que en cualquier pueblo indio en que los españoles se establecían lo primero que hacían, y eso forma uno de sus rasgos más característicos en medio de su entusiasmo y genio poco escrupuloso, era la erección de una iglesia. Ahora bien, casi todos los sitios marcados en el mapa, muchos de los cuales existen hoy en día, están indicados con el signo de una iglesia; todos tienen nombres indígenas, y es de inferirse que todos eran pueblos indios en que los españoles habían establecido o estaban a punto de establecer alguna iglesia. Nosotros hemos visitado algunos de esos sitios; hemos visto sus iglesias descollando entre las ruinas de los edificios antiguos, existiendo a sus inmediaciones otras muchas del mismo carácter general que las de Uxmal. Pero Uxmal no está indicado en el mapa con el signo de una iglesia. Esto para mí es una prueba de que los españoles no la establecieron allí jamás, y de que, mientras colonizaban los otros pueblos de indios, no lo verificaron en Uxmal, por algún motivo desconocido hoy, o tal vez a causa de la insalubridad del sitio. Vese además en el referido mapa que Uxmal no sólo se halla indicado con el peculiar signo de una iglesia, sino que lo está con uno totalmente diverso y de un carácter particular, que de seguro no se adoptó por puro capricho o sin motivo. A mi entender, adoptose este signo para distinguir con mayor claridad un pueblo grande, en que no existía iglesia, de aquéllos en que ya la había, escogiéndose para el efecto esos adornos característicos que decoran el frontispicio de los edificios aborígenes, tales como hoy se ven en Uxmal. Ese signo, o símbolo, no hay que dudarlo, sería el mismo que hoy se adoptase para designar en un mapa un sitio semejante al de Uxmal; y estoy firmemente convencido de esta consecuencia, a saber: que, cuando el juez don Felipe Manrique, llegó a Uxmal y vino de Uxmal, Uxmal era entonces un pueblo de indios habitado por ellos. Como en un asunto tan oscuro cual éste no debe despreciarse la más ligera circunstancia, debe notarse la de que, cuando se habla de su arribo a o de Uxmal, siempre se dice que iba acompañado de su intérprete. Ahora bien, no hubiera tenido necesidad de intérprete si aquel sitio hubiese estado deshabitado, o si hubiese sido una hacienda o población en que existiesen españoles; y sólo viendo Uxmal habitada exclusivamente por indígenas cuyo lenguaje no entendiese, como seguramente sucedía en el caso en cuestión, pudo el juez haber tenido necesidad del auxilio de ese intérprete. Yo creo también que su abandono y desolación ocurridos en el espacio de ciento cuarenta años que precedieron a la real merced para establecer allí una hacienda fueron la consecuencia inevitable de la política que los españoles siguieron en la subyugación del país. Y nótese que no hay duda alguna en la autenticidad de esos documentos: forman un verdadero registro de los sucesos que ocurrieron en aquel período próximo a la época de la Conquista. Esa acta de partición, y ese mapa, son hasta hoy una prueba inconcusa en lo relativo a títulos de tierras por toda aquella comarca, y yo vi después una copia auténtica constituyendo parte de las pruebas presentadas en un prolongado litigio. No quiero excusarme por haberme detenido demasiado en lo relativo a ese mapa. Puede suceder, sin embargo, que la materia no sea tan interesante al lector, como lo fue para nosotros y lo es para los mestizos de Maní, quienes atribuyeron nuestra curiosidad a un motivo mucho menos inocente, que el de una simple investigación histórica de las ciudades antiguas. Con motivo de ciertos incidentes que habían ocurrido en aquellos días, los ingleses habían venido a ser sospechosos en el país; y los ociosos de Maní hicieron a Albino todo linaje de preguntas relativas al interés que nosotros mostrábamos por el mapa consabido; no pudiendo ellos comprender explicaciones, que de otro lado acaso no serían muy claras, decían que nosotros andábamos reconociendo el terreno, buscando el más propio para establecer las mejores fortificaciones; y con un espíritu en nada semejante por cierto al de sus guerreros señores, indios o españoles, se hicieron quieta y pacíficamente el ánimo de creer que nosotros intentábamos sojuzgar el país, y reducirlo a la esclavitud. Hacia la tarde nos dirigimos a la iglesia y al convento, que, entre las mayores estructuras de aquel género erigidas en Yucatán, pueden contarse por los más atrevidos monumentos del celo y trabajos apostólicos de los antiguos frailes de San Francisco. Uno y otra habían sido fabricados por Fr. Juan de Mérida, quien se distinguió como guerrero y conquistador, pero que al fin colgó su espada para revestirse del hábito monacal. Concluyéronse ambas fábricas, según refiere Cogolludo, en el corto espacio de siete meses, habiendo contribuido el cacique, aquél que había sido el régulo del país, con el trabajo de seis mil indios. Construidos sobre las ruinas de otra raza, les ha llegado también su turno de hallarse vacilantes y próximos a convertirse en cabal ruina. El convento tiene dos pisos con una vasta galería, que le circunda; pero las puertas están rotas, las ventanas son unos cóncavos, el agua penetra en las habitaciones y el piso interior está cubierto de yerbas. El techo de la iglesia forma un gran paseo, desde el cual se obtiene una vista espléndida de toda aquella región, de que Maní viene a ser como el centro. En los confines del horizonte, hasta donde el ojo podía alcanzar, veíase correr la sierra de oriente a poniente, formando una faja oscura a lo largo de la llanura dilatada. Todo lo demás aparecía llano, con uno u otro claro que indicaba el asiento de las poblaciones. Mi guía me señalaba con el dedo a Tekax, Akil, Oxcutzcab, Pustunich, Ticul, Can, Chapab, Mama, Tekit, Tipikal y Teabo, los mismos pueblos que aparecían designados en el mapa antiguo y cuyos caciques fueron trescientos años antes a establecer los límites de sus tierras, añadiendo el guía que, cuando la atmósfera estaba despejada, se descubrían otros varios pueblos más. Yo había visitado algunos de ellos y contemplado sus vacilantes edificios; pero, viéndolos desde la parte superior de la iglesia, el mapa antiguo me los presentó con la mayor viveza, como una realidad viva, como habían sido trescientos años antes, excitándome más que todas las especulaciones con respecto a las razas perdidas y desconocidas. El sol se puso, y las sombras de la noche se acumularon sobre la vasta llanura, como un emblema del destino de sus antiguos habitantes.