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Cómo el Almirante descubrió la isla de Guadalupe, y lo que en ella vio Lunes, a 4 de Noviembre, el Almirante salió de dicha isla Marigalante con rumbo al Norte hacia una isla grande, que llamó Santa María de Guadalupe por devoción y a ruego de los monjes del convento de aquella advocación, a los que había prometido dar a una isla el nombre de su monasterio. Antes que llegasen a ella, a distancia de tres leguas, vieron una altísima peña que acababa en punta, de la que brotaba un cuerpo o fuente de agua, que les pareció tan gruesa como un grande tonel; y caía con tanto ruido y fuerza que se oía desde los navíos; aunque muchos afirmaron que era una faja de peña blanca, parecida en la blancura y la espuma al agua por su áspera vertiente y precipicio. Después que arribaron con las barcas, fueron a tierra para ver la población que se divisaba desde la orilla; y en ella nadie encontraron, porque la gente había huído al monte, excepto algunos niños, en cuyos brazos colgaron algunos cascabeles para tranquilizar a los padres cuando volviesen. Hallaron en las casas muchas ocas semejantes a las nuestras y muchos papagayos, de colores verde, azul, blanco y rojo, del tamaño de los gallos comunes. Vieron también calabazas y cierta fruta que parecía piñas verdes, como las nuestras, aunque mucho mayores, llenas de pulpa maciza, como el melón, de olor y sabor mucho más suave, las cuales nacen en plantas semejantes a lirios o aloes, por el campo, aunque son mejores las que se cultivan, como luego se supo. Vieron también otras hierbas y frutas diferentes de las nuestras, hamacas de algodón, arcos, flechas y otras cosas, de las que los nuestros no tomaron alguna, para que los indios se fiasen más de los cristianos. Pero lo que entonces les maravilló más fue que encontraron un cazuelo de hierro; si bien yo creo que por ser los cantos y los pedernales de aquella tierra del color de luciente hierro, alguien de poco juicio, que lo encontró, con ligereza le pareció de hierro aunque no lo era, como quiera que, desde entonces hasta el día de hoy no se ha visto cosa alguna de hierro entre aquellas gentes, ni yo sé que lo dijera el Almirante. Antes creo que, acostumbrando éste a escribir día por día, lo que acontecía y le era dicho, anotase con otras cosas lo que acerca de esto le refirieron aquellos que habían ido a tierra; y aunque dicho cazuelo fuese de hierro, no habría de maravillarse; porque siendo los indios de aquella isla de Guadalupe caribes, y corriendo y robando hasta la Española, quizá tuvieran aquel cazuelo de los cristianos o de los indios de aquella isla; como también pudo suceder que hubiesen llevado el cuerpo de la nave que perdió el Almirante a sus casas, para valerse del hierro; y cuando no fuese hallado en el cuerpo de la nave, sería de alguna otra nave que los vientos y las corrientes habían llevado de nuestras regiones a dichos lugares. Pero sea lo que quiera, aquel día no tomaron el cazuelo ni otra cosa, y volvieron a los navíos. Al día siguiente, que fue martes, a 5 de Noviembre el Almirante mandó dos barcas a tierra para ver si podían tomar alguna persona que le diese noticias del país y le informase de la distancia y dirección a que estaba la Española. Cada una de aquellas barcas volvió con sendos indios jóvenes, y estos concordaron en decir que no eran de aquella isla, sino de otra llamada Boriquen, y ahora de San Juan; que los habitantes de la isla de Guadalupe eran caribes, y los habían hecho cautivos en su misma isla. De allí a poco, cuando las barcas volvieron a tierra para recoger algunos cristianos que allí habían quedado, encontraron juntamente con aquéllos seis mujeres que eran venidas a ellos huyendo de los caribes, y de su voluntad se iban a las naves. Pero el Almirante, para tranquilizar la gente de la isla, no quiso detenerlas en los navíos, antes bien les dio algunas cuentas de vidrio y cascabeles y las hizo llevar a tierra, contra su voluntad. No se hizo esto con ligera previsión, porque luego que bajaron, los caribes, a vista de los cristianos, les quitaron todo lo que el Almirante les había dado. Por lo cual, por su odio a los caribes, por miedo que de esta gente tenían, de allí a poco, cuando las barcas volvieron a tomar agua y leña, entraron en ellas dichas mujeres, rogando a los marineros que las llevasen a los navíos, diciendo por señas que la gente de aquella isla se comía los hombres, y a ellas las tenían esclavas, por lo que no querían estar con aquéllos; de manera que los marineros, movidos de sus ruegos, las llevaron a la nave, con dos muchachos y un mozo que se había escapado de los caribes, teniendo por más seguro entregarse a gente desconocida y tan diferente de su nación que permanecer con tales indios, que manifiestamente eran crueles, y se habían comido a los hijos de aquéllas, y a sus maridos; dícese que a las mujeres no las matan ni se las comen, sino que las tienen por esclavas. De una de ellas se supo que a la parte del Sur había muchas islas, unas pobladas y otras desierta; las cuales, tanto aquella moza como las otras, separadamente, llamaron Yaramaqui, Cairoaco, Huino, Buriari, Arubeira y Sixibei. Pero la tierra firme, que decían ser muy grande, tanto ellas como los de la Española, llamaban Zuania. Porque en otros tiempos habían venido canoas de aquella tierra a comerciar con mucho gievanni, del que decían que lo había en dos tercios de una islilla no muy lejana. También dijeron que el rey de aquella tierra de donde huyeron había salido con diez grandes canoas y con 300 hombres a entrar en las islas vecinas y tomar la gente para comérsela. De las mismas mujeres se supo donde estaba la isla Española, pues aunque el Almirante la había puesto en su carta de navegación, quiso, sin embargo, para mejor información, saber lo que se decía de ella en aquel país, Muy luego habría partido de allí, si no le dijesen que un capitán llamado Márquez, con ocho hombres, había ido a tierra sin licencia, antes de ser de día, y que no había vuelto a los navíos, por lo que fue preciso que se mandase gente a buscarlos, aunque en vano, como quiera que por la gran espesura de los árboles no se pudo saber cosa alguna de aquéllos. Por lo cual, el Almirante, a fin de no dejarlos perdidos, y porque no quedase un navío que los esperase y recogiese, y luego no supiera ir a la Española, resolvió quedarse hasta el día siguiente. Por estar la tierra llena de grandísimos bosques, como dijimos, mandó que se tornase a buscarlos, y que cada uno llevase una trompeta y algunos arcabuces, para que aquéllos acudiesen al estruendo. Pero éstos, después de haber caminado todo aquel día, como perdidos, volvieron a los navíos sin haberlos encontrado, ni saber noticia alguna de ellos. Por lo cual, viendo el Almirante que era la mañana del jueves, y que desde el martes hasta entonces no se sabía nada de ellos, y que habían ido sin licencia, resolvió seguir el viaje, o cuando menos hacer señal de quererlo continuar en castillo de aquéllos. Mas a ruegos de algunos amigos y parientes se quedó, y mandó que en tanto los navíos se proveyesen de agua y leña, y que la gente lavase sus ropas. Y mandó al capitán Hojeda con cuarenta hombres para que, al buscar a los perdidos, se enterase de los secretos del país; en el cual halló maíz, lignáloe, sándalo, gengibre, incienso y algunos árboles que, en el sabor y en el olor, parecían de canela; mucho algodón y halcones; vieron que dos de éstos cazaban y perseguían a otras aves; e igualmente vieron milanos, garzas reales, cornejas, palomas, tórtolas, perdices, ocas y ruiseñores. Y afirmaron que en espacio de seis leguas habían atravesado veintiséis ríos, en muchos de los cuales el agua les llegaba a la cintura; aunque yo creo más bien que, por la aspereza de la tierra, no hicieron más que pasar un mismo río muchas veces. Mientras ellos se maravillaban de ver estas cosas, y otras cuadrillas iban por la isla buscando a los perdidos, éstos llegaron a los navíos, viernes a 8 de Noviembre, sin que de nadie fuesen hallados, diciendo que la gran espesura de los bosques había sido la causa de perderse. Entonces el Almirante, por dar algún castigo a su temeridad, mandó que el capitán fuese puesto en cadena, y los otros castigados en las raciones de comida que se les daba. Luego que salió a tierra, vio en algunas casas las cosas ya mencionadas y, sobre todo, mucho algodón hilado y por hilar, y telares; muchas cabezas de hombres colgadas, y cestas con huesos de muertos. Dijeron que estas casas eran mejores y más copiosas de bastimentos, y de todo lo necesario para el uso y servicio de los indios, que ninguna otra de cuantas habían visto en las otras islas, cuando el primer viaje.
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De cómo el Inca resolvió sobre Vilcas y puso cerco en el peñol donde estaban hechos fuertes los enemigos. Muy grandes cosas cuentan los orejones deste Inca Yupanqui y de Tupac Inca, su hijo, y Guayna Capac, su nieto; porque estos fueron de los que se mostraron más valerosos. Los que fueren leyendo sus acaecimientos, crean que yo quito antes de lo que supe, que no añadir nada, y que, para afirmarlo por cierto, fuera menester lo que es causa que yo no afirme más de lo que escribo por relación destos indios; y para mí creo esto y mas por los rastros y señales que dejaron de sus pisadas estos reyes y por el su mucho poder, que da muestra de no ser nada esto que yo escribo para lo que pasó; la cual memoria durará en el Perú mientras hubiese hombres de los naturales. E volviendo al propósito, como el Inca tanto desease haber a las manos los questaban en el peñol, andaba con su gente hasta llegar al río de Vilcas. Los de la comarca, como supieron su estada allí, muchos vinieron a le ver haciéndole grandes servicios y firmaron con él amistad y por su mandato comenzaron a hacer aposentos y edificios grandes en lo que agora llamamos Vilcas, quedando maestros del Cuzco para dar la traza y mostrar con la manera que habían de poner las piedras y losas en el edificio. Llegando, pues, al peñol, procuró con toda buena razón de atraer a su amistad a los que en él estaban hechos fuertes, enviándoles sus mensajeros; mas ellos se reían de sus dichos y lanzaban muchos tiros de piedra. El Inca, viendo su propósito, determinó de no partir sin dejar hecho castigo en ellos. Y supo cómo los capitanes que envío a la provincia de Condesuyo habían dado algunas batallas a los de aquellas tierras y los habían vencido y metido en su señorío los más de la provincia; y porque los del Collao no pensasen que habían de estar seguros, conociendo ser valiente Hastu Guaraca, el señor de Andaguaylas, le mandó que con su hermano Tupac Uasco se partiese para el Collao a procurar de meter en su señorío a los naturales. Respondieron que lo harían como lo mandaba y luego partieron para su tierra, para desde ella ir al Cuzco a juntar el ejército que habían de llevar. Los del peñol todavía estaban en su propósito de se defender y el Inca los había cercado y pasaron entre unos y otras grandes cosas, porque fue largo el cerco; y al fin, faltando los mantenimientos, se hobieron de dar los que estaban en el peñol, obligándose de servir, como los demás, al Cuzco y tributar y dar gentes de guerra. Y con esta servidumbre quedaron en gracia del Inca, de quien dicen no hacerles enojo, antes mandarles proveer de mantenimientos y otras cosas y enviallos a sus tierras; otros dicen que los mató a todos sin que ninguno escapase. Lo primero creo, aunque de lo uno y de lo otro no sé más de decirlo estos indios. Acabado esto, cuentan que de muchas partes vinieron a ofrecerse al servicio del Inca y que recibía graciosamente a todos los que venían; y que salió de allí para volver al Cuzco y halló en el camino hechos muchos aposentos y que en las más partes se habían abajado de las laderas los naturales y tenían en lo llano pueblos concertados como lo mandaba y había ordenado. Llegado al Cuzco fue recebido a su usanza con gran pompa y se hicieron grandes fiestas. Los capitanes que por su mandado habían ido a hacer guerra a los del Collao habían andado hasta Chucuito tuvieron algunas batallas en partes de la provincia y, saliendo vencedores, sujetábanlo todo al señorío del Inca; y en Condesuyo fue lo mesmo. E ya era muy poderoso y de todas partes acudían señores y capitanes a le servir con los hombres ricos de los pueblos y tributaban con grande orden y hacían otros servicios personales, pero todo con gran concierto y justicia. Cuando le iban a hablar iban cargados livianamente; mirávanle poco al rostro; cuando él hablaba temblaban los que le oían, de temor o de otra cosa; salía pocas veces en público y en la guerra siempre era el delantero; no consentía que ninguno, sin su mandamiento, tuviese joyas ni asentamiento ni anduviese en andas; en fin, este fue el que abrió camino para el gobierno tan excelente que los Incas tuvieron.
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Viose la primera isla poblada. Lo que en ella pasó con sus naturales El otro día, que se contaron diez de febrero, estando mirando de cada un tope un hombre, con el cuidado de siempre, a todas las partes del horizonte, tiró la almiranta una pieza, y al punto en los tres navíos se dijo: --¡Tierra por proa! Y como las otras islas todas salieron desiertas, entendióse que ésta sería lo mismo, y a esta causa se festejó con tibieza. Fuimos luego en su demanda, y a poco espacio fue visto entre unas palmas levantarse un alto y espeso humo. Los de la zabra dijeron luego a gritos: --¡Gente, gente por la playa! Una nueva tan alegre como gozosa e increíble para muchos, con ser tanto deseada, temiendo no fuese antojo, hasta que por cercanía vimos a lo claro ser hombres; y como si fueran ángeles, fue celebrada su vista. Desta gloria cupo al capitán grande parte, que hasta allí vino diciento: --Muéstrenos Dios en este piélago a un hombre, que ciertos son millares de millares dellos. La gente estaba tan inquieta de puro contentamiento, que no había entenderse el marear de las velas para montar cierta baja. Surgió la zabra junto a la rebentazón de la playa, y las naos, que iban ambas a lo mismo, se hicieron luego a la mar por no ser para ellas puerto. Por buscarlo se echaron las barcas fuera, y no le hallaron, sondando hasta llegar a donde estaban los indios puestos en hilera con bastones y con lanzas en las manos. Los nuestros que así los vieron, entendiendo estar de guerra, se pusieron a mirarlos y a hablarles por señas; y ellos por señas decían fuesen a tierra. Era el lugar arriscado, y poca la satisfacción que de sus personas había: a cuya causa nuestra gente estaba determinada de se volver a las naos por no se poner a tiro de romper la paz con ellos. Hacían las olas su oficio, y los indios, cuando venían las bravas, decían que desviasen las barcas por el peligro que tenían, y cuando había buen jacio decían que se llegasen. Pareciendo a los nuestros que estas muestras eran todas de bondad, se desnudaron y arrojaron dos al agua. Los indios, como los vieron en tierra, dejando luego las lanzas, todos juntos a un tiempo, bajando cabezas y brazos, los saludaron tres veces. Al parecer dábanles la bien venida y risueños fueron a recebir a los nuestros, en tiempo que a el uno de ellos atropelló una ola que ellos luego levantaron, y a ambos los abrazaron y besaron en los carrillos; que debe de ser modo de darse la paz, como se usa en Francia. Viendo, pues, los de las barcas, la lealtad que aquellos hombres mostraban con otros para ellos tan extraños, y no sabidos sus intentos, salieron otros dos a tierra. Era el uno muy blanco, y los indios como lo vieron, llegaron todos no parando de tentarle espaldas, pechos y brazos, mostrando desto cierto género de espanto, y esto mismo hicieron con los otros tres, y todos cuatro les dieron lo que llevaban, que los indios recibieron como por prendas de amor. El uno, que pareció ser el señor de los otros, dio a un nuestro una palma por señal de amistad, y también hizo más, cruzó los brazos haciendo grandes caricias y señales de que fuesen a su pueblo, que con el dedo mostraba, para darles de comer. Con esto se despidieron los nuestros con tristeza de los indios, y ocho dellos fueron siguiendo las barcas, y por verlos dejaron luego de remar y los llamaron que entrasen; y visto que lo temieron, se vinieron con la zabra a donde estaban las naos ya que se ponía el sol. Luego el piloto mayor preguntó al capitán lo que había de hacer, y respondióle que tener a borlovento aquella noche, para que al día siguiente se volviese al mismo puerto o a otra parte, de nuevo a buscar puerto o surgidero y agua, por ser tan necesaria. El piloto mayor fue a explorar de la gavia y dijo della que via a sotavento una bahía muy mejor que la de Cádiz. Toda la noche anduvimos a las vueltas de mar y tierra algo gustosos con la esperanza del puerto, y cuando amaneció nos hallamos tres leguas a sotavento del paraje a donde estaban los indios, y mirando segunda y tercera vez no fue vista tal bahía, sino sólo una angosta y larga restinga de piedras y que casi la cubre el agua. Estaba allí cierto paraje a donde había unas palmas, a cuya causa el capitán envió ambas las barcas bien despachadas de gente, armas y vasijas para que buscasen agua. Hallaron muy enojada la playa, que era lo más della peñas a donde la mar quebraba sus olas con mucha furia; mas no por verlas nuestra gente dejó de arrojarse al agua, que le daba a la cintura, cargados de arcabuces, barretas y azadones, y al postrero, que se decía Belmonte, trujo tan a mal traer, que si un alférez Rojo no le acude con el cuento del venablo, a que asido salió fuera, allí da fin su jornada. Y marchando con buena orden, entraron en el palmar a donde hallaron al pie de un árbol, armado de piedras acaneladas, uno o forma de altar enramado. Este lugar fue juzgado por entierro, o donde el demonio hablaba y engaña a aquellos miserables indios sin haber quien se lo impida. Los nuestros, por santificar el puesto al punto levantaron una cruz, y de rodillas dieron a Dios muchas gracias por haber sido los primeros que enarbolaron su estandarte Real en tierras no conocidas, gentiles sus moradores, y con dolor de sus daños dijeron desta manera: --¿Hasta cuándo, piadoso Señor, han de durar a estas gentes las tinieblas en que viven? Esto dicho con la reverencia debida, se despidieron de la cruz, y cavando buscaron el agua, que no hallaron siquiera para matar la sed presente, que suplió la de los cocos. Ya venían a embarcarse, cuando apartado un poco vieron andar hacia ellos un bulto que pareció ser de hombre. Fueron a ver lo que era, y hallaron una vieja, al parecer de cien años, mujer alta y abultada, que tenía los cabellos delgados, sueltos y negros, con sólo cuatro o cinco canas, el color suyo tostado, arrugado el rostro y cuerpo, los dientes podridos y pocos, y tenía más otras faltas causadas de vida larga. Venía tejiendo de blandas palmas una tela; traía en una espuerta pulpos curados al sol y un cuchillo de una concha de nácar, y una madeja de hilo y compañía de un perro chico manchado, que luego se fue huyendo. Con esta presa tan buena se vinieron a la nao para verla el capitán, que sumamente se alegró por ser criatura humana. Sentóla sobre una caja: hizo darle de una olla carne y sopas que sin escrúpulo comió, y más conserva; mas el bizcocho a secas nunca lo pudo moler, sino empapado en vino, que mostró saberle bien. Diósele en la mano un espejo que miraba al revés y al derecho, y cuando en él vio su rostro se alegró mucho, y todos de verla a ella su modo y su buena gracia; y se entendió que cuando moza no debía tenerla mala. Miraba a todos con cuidado, y de lo que más gusto mostró era de ver los muchachos. Miró las cabras como que había visto otras. Vio en un dedo un anillo de oro con una esmeralda. Pidiólo a su dueño, que le dijo por señas no le podía dar sin que se cortase el dedo. Mostró lástima desto. Diósele uno de alquimia que nada le agradó. Estándole dando cosas para vestir y llevar, vimos venir de hacia el pueblo cuatro piraguas a la vela por un lago que la isla tiene dentro, y surtas junto al palmar, el capitán hizo luego llevar a la tierra la vieja con ánimo de asegurar a los indios, que apenas la conocieron cuando vinieron a verla, y de tal modo la miraban como si hubieran hecho alguna muy larga ausencia. Llegarónse a los nuestros con confianza de amigos. Eran setenta y dos los indios y por señas les dijeron que fuesen, como luego todos fueron, a mirar la cruz; y lo mejor que se pudo les dieron a entender el precio suyo, y que se pusiesen delante della de rodillas. Al fin hicieron todos cuanto les dijeron. Preguntóseles cuál dellos era el señor, y mostraron un indio robusto y alto y de muy proporcionados miembros, bueno el rostro y el color, al parecer de cincuenta años, que traía en la cabeza un mazo de plumas negras y hacia la parte del celebro unas madejas de unos dorados cabellos, cuyas puntas bajaban al medio de las espaldas, y según la estima dellos, debían de ser de su esposa. Traía más, colgada al cuello una gran patena de nácar. Era el modo grave, y a quien todos los otros tenían grande respeto. Fuele preguntado a éste si quería ir a la nao, y dando a entender que sí, fue llevado con los suyos a donde estaban las barcas, la una dellas zozobrada, que ayudaron a levantar. Embarcóse el señor, y en otra barca ciertos indios que, a poco espacio andado, parece que por temor se echaron todos a nado, y queriendo hacer lo mismo el otro indio principal, los nuestros lo detuvieron. Quiso valerse de sus fuerzas que eran muchas; quitar a un soldado un cuchillo: no pudo; hizo otras diligencias; mas nada le aprovecharon. Llegó la barca a la nao, y cuatro aferrados del, procurando subirlo arriba, mas fue trabajo en vano, pues ni moverlo podían. Estaba el indio tendido de largo a largo esgrimiendo con sus brazos nerviosos, y deste modo y de otros porfiaba por desasirse y echarse a nado; mas visto que no podía, puso un pie en el costado de la nao y apartó la barca un gran trecho. Viendo los nuestros lo mucho que a todos daba que hacer, le ataron un aparejo para izarlo a la nao, y como se vio ligado se embraveció de manera que espantaba con los ojos. El capitán bajó a la barca y lo primero que hizo fue darle en la mano la palma que él mismo dio, como queda referido, y la cuerda que tanta pena le daba al punto se la quitó. Mostró estimar esto en mucho con el rostro y con las manos; mas no por ellos se tenía por seguro, pues con asombro miraba a cuantos en la barca estaban y luego a la nao, velas y árboles y a su tierra apuntándola con el dedo, dando en esto a entender si lo habían de volver a ella. Doliéndose el capitán de verlo tan mal contento, le vistió un calzón y camiseta tafetán amarillo; púsole en la cabeza un sombrero; al cuello una medalla de estaño; diole una vaina de cuchillo; abrazólo y halagólo y ordenó que luego fuese a la barca, y con esto se aquietó. Habían quedado en tierra un sargento y ciertos hombres que divididos andaban cogiendo cocos: y para tres que estaban juntos se vinieron puestos en orden los indios con sus lanzas arrastrando, al parecer muy airados y con ánimo determinado, de por fuerza llevarlos a sus piraguas, como a la nao fue llevado su señor. Juntáronse de los nuestros ocho, y por no venir a las manos, procuraron asegurarlos con decir que ellos habían quedado por prendas de su capitán, que le mostraron ya venía en la barca. Con esto, y con que dos de los nuestros esgrimieron con espadas y broqueles y hicieron otras gentilezas, se entretuvieron los indios, hasta que el otro desembarcado lo extrañaron por vestido. Dióseles a conocer con hablar, y conocido, corriendo lo fueron a recibir. El uno de ellos era mozo muy dispuesto y muy hermoso. Entendióse ser su hijo porque éste sólo abrazó, y ambos juntos hicieron un modo de sentimiento que los otros ayudaron. Acabada esta y otras extrañezas de recibirse y hablarse, con orden de soldados prácticos, llevando todos en medio a su señor, fueron marchando despacio hasta entrar en sus piraguas, y algunos de los nuestros que iban mirando y notando a todo esto, entraron también con ellos. Los indios que ya estaban contentos les dieron agua a beber y pescado que traían para comer. El principal, que su guirnalda, o lo que era, de plumas y cabellera en tierra había dejado, la dio en la mano al sargento para darla al capitán que lo soltó y vistió. Muestra al fin de hombre conocido y grato, aunque incógnito, y confusión de algunos de la compañía que recibieron muy mayores beneficios y daban males por retorno. Los indios se fueron luego, y los nuestros por darles gusto dispararon al aire sus arcabuces y se volvieron a las naos. A esta isla se puso nombre la Conversión de San Pablo. Está en altura de diez y ocho grados; dista de Lima al parecer mil ciento y ochenta leguas: tiene cuarenta de boj, y en medio un grande lago de mar de poco fondo. La gente della es corpulenta y de muy buen talle y color; su cabello delgado y suelto, y traen cubiertas partes. Sus armas son unas gruesas y pesadas lanzas de palmas de treinta palmos de largo y bastones de lo mismo. El surgidero que tiene, a donde dio fondo la zabra, está a la parte de Levante en frente del referido palmar, debajo del cual está el pueblo a la orilla del lago. Luego que la gente se embarcó, pareció al capitán sería acertado que aquella noche se pairase, para ir al otro día a donde estaban los indios. El piloto mayor dijo que por estar muy a barlovento y no gastarse el agua sería mejor navegar, como se navegó, con el viento Leste al Noroeste. El día siguiene se vió al Nordeste otra isla que se llamó la Decena. Procuróse y no se pudo ir a ella, ni a otras dos que más adelante se vieron. La primera se llamó la Sagitaria, la segunda la Fugitiva. Más adelante, en altura de catorce grados, se pidió el punto a los pilotos y hubo en esto mucho más y mucho menos.
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De cómo en este puerto se embarcaron los caballos En este puerto de Itabitan estuvo dos días, en los cuales se embarcaron los caballos y se pusieron todas las cosas del armada en la orden que convenía; y porque la tierra donde estaban y residían los indios payaguaes estaba muy cerca de allí adelante, mandó que el indio del puerto de Ipananie, que sabía la lengua de los indios payaguaes y su tierra, se embarcase en el bergantín que iba por capitán de los otros, para haber siempre aviso de lo que se había de hacer, y con buen viento de vela partió del puerto; y por que los indios payaguaes no hiciesen algún daño en los indios guaraníes que llevaba en su compañía, les mandó que todos fuesen juntos hechos en un cuerpo, y no se apartasen de los bergantines, y por mucha orden fuesen siguiendo el viaje, y de noche mandó surgir por la ribera del río a toda la gente, y con buena guarda durmió en tierra, y los indios guaraníes ponían sus canoas junto a los bergantines, y los españoles y los indios tomaban y ocupaban una gran lengua de tierra por el río abajo, y eran tantas las lumbres y fuegos que hacían, que era gran placer de verlos; y en todo tiempo de la navegación el gobernador daba de comer así a los españoles como a los indios, e iban tan proveídos y hartos, que era gran cosa de ver, y grande la abundancia de las pesquerías y caza que mataban; que lo dejaban sobrado, y en ello había una montería de unos puercos que andan contino en el agua, mayores que los de España; éstos tienen el hocico romo y mayor que estos otros de acá de España; llámanlos de agua; de noche se mantienen en la tierra y de día andan siempre en el agua, y en viendo la gente dan una zambullida por el río, y métense en lo hondo, y están mucho debajo del agua, y cuando salen encima, están un tiro de ballesta de donde se zambulleron; y no pueden andar a caza y montería de los puercos menos que media docena de canoas con indios, las cuales, como ellos se zambullen, las tres van para arriba y las tres para abajo, y están repartidas en tercios, y en los arcos puestas sus flechas, para que en saliendo que salen encima del agua, le dan tres o cuatro flechazos con tanta presteza, antes que se torne a meter debajo, y de esta manera los siguen, hasta que ellos salen de bajo del agua, muertos con las heridas; tienen mucho carne de comer, la cual tienen por buena los cristianos, aunque no tenían necesidad de ella; y por muchos lugares de este río hay muchos puertos de éstos; iba toda la gente en este viaje tan gorda y recia que parescía que salían entonces de España. Los caballos iban gordos, y muchos días los sacaban en tierra a cazar y montear con ellos, porque había muchos venados y antas, y otros animales, y salvajinas, y muchas nutrias.
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Cómo acordamos de poblar la Villa Rica de la Veracruz, y de hacer una fortaleza en unos prados junto a unas salinas y cerca del puerto del nombre feo, donde estaban anclados nuestros navíos, y lo que allí se hizo Después que hubimos hecho liga y amistad con más de treinta pueblos de las sierras, que se decían los totonaques, que entonces se rebelaron al gran Montezuma y dieron la obediencia a su majestad, y se prefirieron a nos servir, con aquella ayuda tan presta acordamos de poblar e de fundar la Villa Rica de la Veracruz en unos llanos media legua del pueblo, que estaba como en fortaleza, que se dice Quiahuistlán, y trazado iglesia y plaza y atarazanas, y todas las cosas que convenían para ser villa; e hicimos una fortaleza, y desde los cimientos; y en acabarla de tener alta para enmaderar, y hechas troneras y cubos y barbacanas, dimos tanta priesa, que desde Cortés, que comenzó el primero a sacar tierra a cuestas y piedra e ahondar los cimientos, como todos los capitanes y soldados, y a la continua, entendimos en ello y trabajamos por la acabar de presto, los unos en los cimientos y otros en hacer las tapias, y otros en acarrear agua y en las caleras, en hacer ladrillos y tejas; y buscar comida, y otros en la madera, y los herreros en la clavazón, porque teníamos herreros; y desta manera trabajábamos en ello a la continua desde el mayor hasta el menor, y los indios que nos ayudaban, de manera que ya estaba hecha iglesia y casas, e casi que la fortaleza. Estando en esto, parece ser que el gran Montezuma tuvo noticia en México cómo le habían preso sus recaudadores e que le habían quitado la obediencia y cómo estaban rebelados los pueblos totonaques; mostró tener mucho enojo de Cortés y de todos nosotros, y tenía ya mandado a un su gran ejército de guerreros que viniesen a dar guerra a los pueblos que se le rebelaron y que no quedase ninguno dellos a vida; e para contra nosotros aparejaba de venir con gran ejército y pujanza de capitanes; y en aquel instante van los dos indios prisioneros que Cortés mandó soltar, según he dicho en el capítulo pasado, y cuando Montezuma entendió que Cortés les quitó de las prisiones y los envió a México, y las palabras de ofrecimientos que les envió a decir, quiso nuestro señor Dios que amansó su ira e acordó enviar a saber de nosotros qué voluntad teníamos, y para ello envió dos mancebos sobrinos suyos, con cuatro viejos, grandes caciques, que los traían a cargo, y con ellos envió un presente de oro y mantas, e a dar las gracias a Cortés porque les soltó a sus criados; y por otra parte se envió a quejar mucho, diciendo que con nuestro favor se habían atrevido aquellos pueblos de hacerle tan gran traición e que no le diesen tributo e quitarle la obediencia; e que ahora, teniendo respeto a que tiene por cierto que somos los que sus antepasados les habían dicho que habían de venir a sus tierras, e que debemos de ser de sus linajes, y porque estábamos en casa de los traidores, no les envió luego a destruir; mas que el tiempo andando no se alabarán de aquellas traiciones. Y Cortés recibió el oro y la ropa, que valía sobre dos mil pesos, y les abrazó, y dio por disculpa que él y todos nosotros éramos muy amigos de su señor Montezuma, y como tal servidor tiene guardados sus tres recaudadores; y luego los mandó traer de los navíos, y con buenas mantas y bien tratados se los entregó; y también Cortés se quejó mucho del Montezuma, y les dijo cómo su gobernador Pitalpitoque se fue una noche del real sin le hablar, y que no fue bien hecho, y que cree y tiene por cierto que no se lo mandaría el señor Montezuma que hiciese la villanía, e que por aquella causa nos veníamos a aquellos pueblos donde estábamos, e que hemos recibido dellos honra; e que le pide por merced que les perdone el desacato que contra él han tenido; y que en cuanto a lo que dice que no le acuden con el tributo, que no pueden servir a dos señores, que en aquellos días que allí hemos estado nos han servido en nombre de nuestro rey y señor; y porque el Cortés y todos sus hermanos iríamos presto a le ver y servir, y cuando allá estemos se dará orden en todo lo que mandare. Y después de aquestas pláticas y otras muchas que pasaron, mandó dar a aquellos mancebos, que eran grandes caciques, y a los cuatro viejos que los traían a cargo, que eran hombres principales, diamantes azules y cuentas verdes, y se les hizo honra; y allí delante dellos, porque había buenos prados, mandó Cortés que corriesen y escaramuzasen Pedro de Alvarado, que tenía una buena yegua alazana que era muy revuelta, y otros caballeros, de lo cual se holgaron de los haber visto correr; y despedidos y muy contentos de Cortés y de todos nosotros se fueron a su México. En aquella sazón se le murió el caballo a Cortés y compró o le dieron otro que se decía "arriero", que era castaño oscuro, que fue de Ortiz "el músico" y un Bartolomé García "el minero", y fue uno de los mejores caballos que venían en el armada. Dejemos de hablar en esto, y diré que como aquellos pueblos de la sierra, nuestros amigos, y el pueblo de Cempoal solían estar de antes muy temerosos de los mexicanos, creyendo que el gran Montezuma los había de enviar a destruir con sus grandes ejércitos de guerreros, y cuando vieron a aquellos parientes del gran Montezuma que venían con el presente por mí nombrado, y a darse por servidores de Cortés y de todos nosotros, estaban espantados; y decían unos caciques a otros que ciertamente éramos teules, pues que Montezuma nos habla miedo, pues enviaba oro en presente. Y si de antes teníamos mucha reputación de esforzados, de allí en adelante nos tuvieron en mucho más. Y quedarse ha aquí, y diré lo que hizo el cacique gordo y otros sus amigos.
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Capítulo XLVIII De cómo Atabalipa prometió gran tesoro por su rescate a los españoles, y de la muerte del rey Guascar Como para pasar a estas partes los españoles haya sido tanta parte el oro y plata; poco es menester para conocer nuestra codicia y ansia tan grande que para el dinero tenemos. Y estando Atabalipa preso no halló otro medio mejor para verse libre que prometer de los grandes tesoros que él tenía, y en la guerra del Cuzco sus capitanes habían tomado; dijo a Pizarro que daría por su rescate diez mil tejuelos de oro y tanta plata en vasijas, que se bastase a henchir una casa larga que allí estaba, y que en ella metería, sin los tejuelos, cantidad de oro y joyas, con tanto que lo dejasen en libertad sin le hacer más molestias ni enojo. Tuvieron tan gran promesa por desatino, pareciéndoles imposible poderlo cumplir; mas tornaba a ratificarse en ello, afirmando que si le guardasen la postura, cumpliría la promesa sin cautela ni fraude. Contábase tanto del Cuzco y de Pachacama, de Quito, de Bilcas y otros lugares donde había templos del sol, que por otra parte parecía a algunos de los cristianos que podría Atabalipa dar lo prometido y mucho más. Pizarro le habló sobre ello, hallólo firme en su dicho; esforzólo en la prisión con esperanza de libertad; divulgóse cómo un capitán grande venía de nuevo con muchos cristianos y caballos; decíase por Almagro y. los que con él venían. Pues como Atabalipa desease tanto verse libre, creyendo que había de mandar como antes que los españoles entrasen en la tierra, insistía que daría lo dicho de oro y plata porque ellos le soltasen; y Pizarro con las lenguas lo prometió, dándole la palabra con la firmeza que Atabalipa pidió, de lo dejar libre como cuando lo prendió, si tanto oro y plata, como prometió, daba por su rescate. Alegre con esta demostración y concierto tan deseado por Atabalipa, despachó luego por todas partes así a las cabeceras de las provincias como a las ciudades del Cuzco que había prometido por su libertad una casa de oro, que se recogiese lo que bastase para cumplir y se trajese a Caxamalca. Mandando más, que no tratasen de guerra, ni de dar ningún enojo a los cristianos, sino de servirlos y obedecerlos como a su misma persona, preveyéndoles con bastimento y lo demás que ellos pidiesen y tuviesen necesidad. Y porque con más brevedad se allegase el tesoro, pues había de ser cantidad tan grande, habló con Pizarro, Atabalipa, diciendo que mandase ir al Cuzco dos o tres cristianos, para que trajesen el tesoro del templo de Curicancha, los cuales serían llevados en andas a hombros de indios, que los guardarían y volverían a traer sin que recibiesen ningún enojo ni daño; que fue contento de ello Pizarro, y luego mandó a tres cristianos que se llaman Pedro de Moguer, Zárate, Martín Bueno, que fuesen con los indios al Cuzco para traer el tesoro del templo. Pusiéronse en camino llevándolos indios, que muchos fueron acompañados, en andas. Había el Quizcus entrado en el Cuzco, donde hizo en la parte de Guascar, que eran los anancuzcos, grandes crueldades; mató treinta hermanos de Guascar, hijos de Guaynacapa y de madres diferentes, robó grandes tesoros, tanto, que saco más de cuatrocientas cargas de metal de oro y plata. En esto venían con el rey Guascar preso, acercándose a Caxamalca, y sabido como Atabalipa estaba en poder de los españoles y porque le diesen libertad había prometido de dar llena una casa de oro y plata, hizo grandes exclamaciones, pidió justicia a Dios grande y poderoso contra el traidor de su hermano, pues tanto daño y agravio le había hecho, diciendo más, que si él había prometido una casa de oro, que él daría dos a los cristianos, gente enviada por la mano de Dios, pues tuvieron poder para, siendo tan pocos, prender a tan gran tirano como era su enemigo, el cual no podía dar lo que había prometido, sino tomándoselo a él, de quien todo era señor. Los que le traían a cargo acordaron de ser leales a Atabalipa y traidores a él, no les espantó nueva tan extraña; determinaron de le enviar mensajeros, para que supiese cuán cerca estaban y lo que mandaba qué hiciesen porque Guascar mostraba en extremo grado desear verse en poder de los cristianos, sus enemigos. Este mensajero, llegado que fue, habló largo con Atabalipa de estas cosas, el cual, como era tan prudente y mañoso, parecióle que no le convenía que su hermano viniese ni pareciese delante los cristianos, porque le tendrían en más que no a él por ser el señor natural; mas no se atrevía mandarle matar por miedo de Pizarro, que muchas veces le había preguntado por él; y por conocer si le pesaba con su muerte o si le constreñía que lo mandase traer vivo; fingió estar con gran pasión y dolor, tanto que Pizarro lo supo y vino a consolarlo; preguntándole que por qué tenía aquella congoja. Atabalipa, fingiendo tenerla más, le dijo que supiese que había en el tiempo que llegó a Caxamalca, con los cristianos, guerra trabada entre su hermanos Guascar y él, y que habiéndose dado muchas batallas entre unos y otros, quedándose él en Caxamalca, había cometido el negocio de la guerra a sus capitanes, los cuales habían preso a Guascar, a quien traían adonde él estaba sin le haber tocado en su persona, y que viniendo con él le habían en el camino muerto, según lo tenía por nueva, que era la causa de estar con tanto enojo. Pizarro, creyendo que decía la verdad, lo consoló, diciendo que no recibiese pena, porque la guerra traía consigo semejantes reveses; y por fuerza unos en ella han de ser muertos, otros presos y vencidos. No deseaba Atabalipa oír más de lo que había entendido, porque si Pizarro dijera: "tráyanme vivo a Guascar sin le hacer enojo, porque sus nuevas son mentiras", vinieran con él a Caxamalca. Mas como no dijo sino lo que Atabalipa pretendía, mandó al mismo mensajero que volviese a toda furia a se encontrar con los que traían a Guascar y les dijese que luego, sin más pensar, lo matasen y echasen donde no pareciese señal de él. Venían ya más acá de Guamachuco, en lo que llaman Andamarca, rugióse luego cómo Guascar había de morir y él lo entendió, de que mostró gran temor y espanto; procuró con palabras de mucha lástima que dijo, que no hiciesen, prometiendo grandes promesas; mas no bastó, porque Dios lo permitía así por lo que él sabe. Quejábase de Atabalipa y de su crueldad, pues siendo él soberano señor y verdadero Inca, le había traído a tal estado; dijo que Dios le había de vengar, y los cristianos, de él. En el propio río de Andamarca le ahogaron y lo echaron por él abajo, sin darle sepultura, cosa lamentable para aquellas gentes, que tienen a los ahogados, y quemados con fuego, que van condenados, y estiman que les hagan sepulturas magníficas donde sus huesos descansen, prometiendo poner dentro sus tesoros y mujeres, para que los vayan a servir donde el ánima va: ¡ceguedad de ellos! Algunos de los que eran de la familia de Guascar se mataron ellos mismos para le tener compañía. Cuentan los indios que hoy son vivos, de grandes cosas de su bondad, cómo era clemente, dadivoso, no dado a tiranías ni robos, sino en todo amigo de verdad y de justicia, tomando todas las cosas por bien y no mal; y con todo murió desastradamente, como se ha dicho; y el que lo mandó matar vivió poco, como diremos, usando los cristianos con él de la crueldad que usó con Guascar, que fue el último rey de los incas, y ellos fueron once. Y dicen los indios que mandaron cuatrocientos y cincuenta y tantos años al Perú.
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Capítulo XLVIII Que trata de cómo el general Pedro de Valdivia puso quince de a caballo sobre guarnición en la mar para mostrar el puerto a un navío que se esperaba y del suceso que en este tiempo acaeció en el alcanzamiento de los indios Estando invernando el general con sus compañeros y reconociendo dos cosas, la una, que ya era tiempo que viniese por tierra de las provincias del Pirú el capitán que había enviado por socorro, y lo otro, que si socorro trajesen de más gente, había de venir por la mar; esta navegación de esta tierra es al contrario de la tierra de abajo, porque corren todos vientos, y en el invierno corre más el viento norte y en el verano viento sur, e no vienta otro viento. Para lo cual envió el general un caudillo con quince de a caballo, y que estuviesen en el puerto más cercano a esta ciudad, porque hay otros, y que tuviesen aviso si viesen algún navío, le hiciesen seña de lo alto con humo para que atinasen al puerto, porque viniendo y acaso no hallase quién los adiestrase al puerto, por ser a ellos incierto, correrían peligro por ser invierno. Mandó el general a estos compañeros que sembrasen e hiciesen sementeras, porque su principal intento era hacer sementeras y tener mucho bastimento, porque más temía la hambre, que no a los trabajos y peligros. Despachados estos españoles para la mar, y viendo que los indios que estaban en los fuertes de los pormocaes no saldrían en invierno de sus casas, y viendo que el Anconcagua estaba cerca de la ciudad y que había allí mucha gente y que era la cabeza de esta tierra, y viendo que si este valle o la gente de él servía, servirían los demás, acordó el general a hacerles la guerra muy a salvo de los españoles y menos daño de los naturales. Mandó apercebir veinte de a caballo y salió de la ciudad, y fue al valle de Anconcagua casi junto a la mar, y miró un sitio donde edificar una casa fuerte, para que estando allí gente de guarnición, sojuzgarían todo el valle, de suerte que forzasen a los naturales venir a servir. Con no dejarles asegurar, cobrarían temor sabiendo que los tienen cerca. Diose tanta priesa y maña que con aquellos compañeros y con el servicio de sus yanaconas y treinta indios, que andaban más en acecho que de voluntad, hizo adobes, tantos en cantidad, que hizo con ellos dos cuartos de casa y un cercado de treinta y cuatro adobes de alto. Andaba ya en víspera de acabar la obra, porque las casas no eran dobladas y no les faltaba más de ser cubiertas, y estando en su provechosa obra tuvo nueva cómo los naturales de toda la tierra con los pormocaes se ayuntaban para venir sobre la ciudad, y en sus términos arrancar todas las comidas que habían sembrado los españoles. Sabida la nueva, partióse el general para la ciudad a poner remedio en ella, dejando por caudillo a Rodrigo de Quiroga. Dioles aviso que viviesen muy recatados y no descuidados, y que mirasen que la mayor parte iba por ellos, y dejóles al cacique Tanjalongo, señor de aquel sitio de la casa con la mitad de aquel valle hasta la mar, como arriba hemos dicho, porque teniéndole allí serían advertidos de los secretos de los indios, dándose buena maña, porque el cacique aseguraría sus indios, pues estaba en su tierra, y teniéndolo allí estaban seguros, que mirasen por él, no dándoselo a entender. Sabido por los indios de guerra que el general era venido y estaba en la ciudad, cesaron de su intención y no efectuaron su propósito, y estuviéronse quietos en sus fuertes. Pues viendo los otros que hacían la casa fuerte que el general era ido a la ciudad y que estaba ausente su temor, o por mejor decir, quien se lo causaba, acordaron servir mal y con cautelas y traiciones. Reconociendo la obra que se les seguiría si aquella casa se acabase, ayuntáronse todos los del valle, ansí los indios de Tanjalongo como los de Michimalongo, y vinieron a la casa, pareciéndoles que viniendo derribarían por tierra todo lo edificado, o al de menos matarían a los cristianos. Juntáronse cuatro mil indios de Michimalongo y de Tanjalongo con algunos del valle de Mapocho, y vinieron el valle abajo de Anconcagua hasta una legua y media de la casa sin ser sentidos de los cristianos. Mas como Dios nuestro Señor es socorro de los desocorridos y amparo de los peregrinos y padre misericordioso de sus hijos, fue servido que estos españoles fuesen advertidos antes del mal que se les venía acercando. Fue el caso que envió el caudillo dos de a caballo de la casa una mañana por el valle arriba, y fueles deparada una india, natural del valle del Mapocho que era mujer de un principal de aquel valle, la cual habló a un yanacona que llevaban, y le dijo cómo muy cerca estaban todos los indios del valle juntos en hábito de guerra, y que decían que pasados tres días habían de venir con rostro y muestra que venían a servir, trayendo sus armas secretas, a matar todos los cristianos y derribar la obra de la casa y librar y llevar a Tanjalongo su cacique. Y decían los indios que aquella casa para derribarla convenía echarle las acequias crecidas, y como no tenían cimiento caería en tierra, y con el agua mucha harían el campo cenagoso que los caballos atollasen, y que de esta suerte serían vencedores. Y dijo cómo habían oído tratar a los indios en sus ayuntamientos la orden que habían de tener en el acometer y por qué parte y cuándo y a qué hora, y que así lo habían oído cuando a su marido se lo decían. E sabido todo esto por el caudillo que estaba en la obra de la fuerza y casa de los españoles, mandó apercebir a todos y poner en muy buen recaudo al cacique Tanjalongo. E luego despachó por la posta un español a hacer al general el suceso, y que proveyese de socorro con gran brevedad. Sabido por el general, mandó apercibiesen quince de a caballo y encomendóselo a su maestre de campo Francisco de Villagran, y mandó que fuese con la mayor diligencia que ser pudiese y socorriese aquellos españoles, y que al entrar del valle tuviese gran aviso. Cuando los quince españoles allegaron con el maestre de campo Francisco de Villagran a la casa, tenían los indios sus espías puestas sobre el valle que divisan a los españoles la entrada del valle. Estas espías los vieron a los dieciséis de a caballo y ayuntáronse con los demás. Y vistos y contados por las espías, dieron aviso a sus capitanes y gente de guerra en cómo había venido socorro. Temiéronse y dejaron la jornada. ¡Cosa harto admirable que cuatro mil hombres de guerra con grandes ardides y estando en su tierra teme a treinta hombres de a caballo! Salidos del valle hicieron todo el daño que pudieron en la sementera que los españoles tenían hecho. Se pasaron a un llano apartados de la casa cuatro leguas, donde litigaron los indios de guerra tanto sobre el caso acaecido, que vinieron a desbaratarse unos a otros, más con las armas que con las palabras. Esto se supo por indios que después tomaron. Otro día que el maestre de campo llegó, mandó salir seis de a caballo de la casa a correr el campo, porque tenían que aquel día habían de dar los indios en los españoles. Salidos los seis de a caballo allegaron a donde el real de los indios había estado y hallaron un escuadroncillo de gente, y dieron los españoles con ellos y mataron algunos y prendieron. Y éstos trajeron a la casa fuerte, de los cuales se informaron el maestre de campo de todo el suceso, e hizo de ellos justicia por hallarlos culpados. Cada día corrían el valle los cristianos y mataban a los que se defendían y prendían a los demás, a los cuales enviaba por mensajeros a la gente de guerra. De esta suerte se les hacía la guerra, habiendo los indios rompido la paz.
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De los hechos notables de Acatentehuatzin Acatentehuatzin era hijo de Nonoálcatl y de la infanta Toxquentzin y sobrino del rey Nezahualcoyotzin, al cual por sus hechos y dichos tan notables, unos lo tenían por hombre de poco seso, y otros por filósofo y sabio, por ir todos enderezados al verdadero conocimiento del fin y paradero de todas las cosas y el amor y provecho del prójimo; y así tratando de ellos, digo que una vez llegó un infante primo suyo, hijo de Nezahualcoyotzin, a que le dijese ¿qué le parecía de unos palacios que acababa de edificar, si permanecerían por la fortaleza de sus edificios? Le respondió que durarían lo que una mujer muy hermosa que se da a los deleites sensuales, que en breves día se estraga y viene a morir de bubas; y diciéndole que ¿por qué había comparádolos a la mujer, más aínas que a otra cosa? le respondió que por haber edificado en mal sitio, porque se comerían de salitre las paredes. En la sala principal de su casa se hendió un lienzo en ella, y llamando a los albañiles y obreros les preguntó que ¿como se remediaría aquella hendidura? Le respondieron, que por ser demasiada y en donde estribaba la madera del techo, era necesario destecharla y hacer de nuevo la pared; él respondió que eran remiendos muy largos y los días muy breves, y que para lo que él había de vivir lo remediaría más breve, y despidiéndolos llamó a unos barrenadores, hizo barrenar por un lado y por otro lo que estaba hendido de la pared que era de adobes, y después le hizo coser unas maromas; de que causo gran risa a todos, y por ello fue premiado de los reyes, sus tíos.
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Como estos indios fueron conquistados por Guaynacapa, y de cómo hablaban con el demonio y sacrificaban enterraban con los señores mujeres vivas Pasado lo que tengo contado en esta provincia de Santiago, comarcana a la ciudad de Puerto Viejo, es público entre muchos de los naturales della que andando los tiempos, y reinando en el Cuzco aquel que tuvieron por grande y poderoso rey, llamado Guaynacapa, abajando por su propia persona a visitar las provincias de Quito, sojuzgó enteramente a su señorío a todos estos naturales desta provincia; aunque cuentan que primero le mataron mayor número de gente y capitanes que a su padre, Topainga, y con mayor falsedad y engaño, como diré en el capítulo siguiente. Y hase de entender que todas estas materias que escribo en lo tocante a los sucesos y cosas de los indios lo cuento y trato por relación que de todo me dieron ellos mismos; los cuales, por no tener letras ni saberlas, y para que el tiempo no consumiese sus acaescimientos y hazañas, tenían una gentil y galana invención, como trataré en la segunda parte desta crónica. Y aunque en estas comarcas se hicieron servicios a Guaynacapa, y presentes de esmeraldas ricas y de oro y de las cosas que ello más tenían, no había aposentos ni depósitos, como habemos dicho que hay en las provincias pasadas. Y esto también la causaba ser la tierra tan enferma y los pueblos tan pequeños, lo cual era causa que no quisiesen residir en ella los orejones, por tenerla por de poca estimación, pues en la que ellos moraban y poseían había bien donde se pudiesen extender. Eran los naturales destos pueblos que digo en extremo agoreros y usaban de grandes religiones; tanto, que en la mayor parte del Perú no hubo otras gentes que tanto como éstos sacrificasen, según es público y notorio. Sus sacerdotes tenían cuidado de los templos y del servicio de los simulacros o ídolos que representaban la figura de sus falsos dioses, delante de los cuales, a sus tiempos y horas, decían algunos cantares y hacían las ceremonias que aprendieron de sus mayores, al uso y costumbres que sus antiguos tenían. Y el demonio, con espantable figura, se dejaba ver de los que estaban establecidos y señalados para aquel maldito oficio, los cuales era muy reverenciados y temidos por todos los linajes y tierras destos indios. Entre ellos uno era el que daba las respuestas y les hacía entender todo lo que pasaba, y aun muchas veces, por no perder el crédito y reputación y carecer de su honor, hacía apariencias con grandes meneos, para que creyesen que el demonio le comunicaba las cosas arduas y de mucha calidad, y todo lo que había de suceder en lo futuro, en lo cual pocas veces acertaba, aunque hablase por boca del mismo diablo. Y ninguna batalla ni acaescimiento ha pasado entre nosotros mismos, en nuestras guerras locas y civiles, que los indios de todo este reino y provincia no lo hayan primero anunciado y dicho; mas cómo y adónde se ha de dar, antes ni agora ni en ningún tiempo nunca de veras aciertan ni acertaban; pues está muy claro, y así se ha de creer, que sólo Dios sabe los acaescimientos por venir, y no otra criatura. Y si el demonio acierta en algo es acaso y porque siempre responde equívocamente, que es decir palabras que pueden tener muchos entendimientos. Y por el don de sutilidad y astucia y por la mucha edad y experiencia que tiene en todas las cosas habla con los simples que le oyen; y así muchos de los gentiles conocieron el engaño destas respuestas. Muchos destos indios tienen por cierto el demonio ser falso y malo, y le obedescían más por temor que por amor, como trataré más largo en lo de adelante, De manera que estos indios, unas veces engañados por el demonio y otras por el mismo sacerdote, fingiendo lo que no era, los traía sometidos en su servicio, todo por la permisión del todopoderoso Dios. En los templos o guacas, que es su oratorio, les daban a los que tenían por dioses presentes y servicios, y mataban animales para ofrecer por sacrificio la sangre dellos. Y por que les fuese más grato, sacrificaban otra cosa más noble, que era sangre de algunos indios, a lo que muchos afirman. Y si habían preso a algunos de sus comarcanos con quien tuviesen guerra o alguna enemistad, juntábanse (según también cuentan), y después de haberse embriagado con su vino y haber hecho lo mismo del preso, con sus navajas de pedernal o de cobre el sacerdote mayor dellos lo mataba, y cortándole la cabeza la ofrecían con el cuerpo al maldito demonio, enemigo de natura humana. Y cuando alguno dellos estaba enfermo bañábase muchas veces, y hacía otras ofrendas y sacrificios, pidiendo la salud. Los señores que morían eran muy llorados y metidos en las sepulturas, adonde también echaban con ellos algunas mujeres vivas y otras cosas de las más preciadas que ellos tenían. No ignoraban la inmortalidad del ánima; mas tampoco podemos afirmar que lo sabían enteramente. Mas es cierto que éstos, y aun los más de gran parte destas Indias (según contaré adelante), que con las ilusiones del demonio, andando por las sementeras, se les aparece en figura de las personas que ya eran muertas, de los que habían sido sus conocidos, y por ventura padres o parientes; los cuales parecía que andaban con su servicio y aparato como cuando estaban en el mundo. Con tales apariencias ciegos, los tristes seguían la voluntad del demonio, y así, metían en las sepulturas la compañía de vivos y otras cosas, para que llevase el muerto más honra; teniendo ellos que haciéndolo así guardaban sus religiones y cumplían el mandamiento de sus dioses, y iban a lugar deleitoso y muy alegre, adonde habían de andar envueltos en sus comidas y bebidas, como solían acá en el mundo al tiempo que fueron vivos.
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CAPITULO XLVIII Recibe el V. P. Junípero la facultad Apostólica para confirmar: ejercítala en su Misión, y se embarca para hacer lo mismo en las Misiones del Sur. Habiendo llegado el V. P. Presidente Fr. Junípero a la California con los quince Compañeros el año de 68, como queda dicho en el Capítulo 13, en cuanto tomó posesión de aquellas Misiones, que administraban los Padres de la Compañía de Jesús, enterado del estado de ellas, halló entre los papeles de dichos Padres la facultad que les había concedido Ntrô. S. Padre el Señor Benedicto XIV de poder confirmar, en atención a la gran dificultad de pasar a la California algún Illmô. Señor Obispo. Considerando el V. Prelado, que subsistía la misma dificultad, le entró el escrúpulo de que los Neófitos se privasen de tanto bien, y así no quiso ser omiso en procurar la misma facultad; para lo que escribió al R. P. Guardián, remitiéndole la Bula del Sr. Benedicto, a fin de que por medio del R. P. Prefecto de las Misiones, se pidiese a la Silla Apostólica la dicha facultad, representando los mismos motivos que representaron los Padres Jesuitas. Quien ve que el R. P. Junípero solicita la facultad que es peculiar y ordinaria a los Señores Obispos, ¿no dirá o juzgará que mucho más anhelaría a la alta y honrosa diginidad Episcopal? Pero estuvo tan lejos de apetecerla ni de desearla, que antes bien su profunda humildad y fervorosos deseos de trabajar en la Viña del Señor le hizo arbitrar medios para huir de ella. Habiendo dado noticia a S. R. después de la Conquista y Establecimiento de Monterrey que un Palaciego o Cortesano de Madrid había escrito al R. P. Guardián de nuestro Colegio, que lo era el que es hoy Señor Obispo del Nuevo Reino de León, el Illmô. Señor Verger, de que al R. P. Junípero se le esperaba una grande honra: luego que supo esta noticia, receloso S. R. de no perder delante de Dios el mérito de lo que había trabajado para estas espirituales Conquistas, recibiendo el premio en el mundo por dicha honra que se le vaticinaba, hizo luego S. R. propósito (no digo voto, aunque a esto me inclino, porque no se me explicó claramente) de no admitir empleo alguno (mientras estuviera en su libertad) que lo imposibilitase el vivir en el ministerio Apostólico de Misionero de Infieles, y de derramar su sangre por su conversión, si fuera la voluntad de Dios. No se contentó el humilde Padre con sólo esto, sino que procuró poner otros medios para impedir lo que se podía recelar, y fue, que en cuanto tuvo dicho recelo, paró en escribir a quien podía alcanzarle tal honra y dignidad. Después del Descubrimiento, y Poblaciones de los Puertos de San Diego y Monterrey recibió una Carta de Madrid de un Personaje de aquella Corte, que jamás había conocido ni oído nombrar, en la que le decía: Que le constaba que S. R. estaba muy ameritado para el Rey y su Real Consejo: que viese si se le ofrecía alguna cosa, que estaba pronto para servirle, que se valiese de él, que sería su buen Agente. Leyó su Reverencia la Carta, y entendiendo a lo que se encaminaba, le respondió de modo que más podía servirle de Fiscal para el intento, que no para Agente. De lo dicho se puede inferir si anhelaría el R. P. Junípero a la Dignidad, o grande honra que le profetizaba el Cortesano. Lo que sí deseaba con vivas ansias, era la facultad de confirmar, no para sí, sino para alguno de los Misioneros, para que andando por las Misiones confirmara a los efectos de este Santo Sacramento. Corrió la diligencia en la Curia Romana el R. P. Prefecto, y se dignó la Santidad de N. S. Padre el Señor Clemente XIV de concederla el día 16 de julio de 1774 por el tiempo de diez años al R. P. Prefecto de Misiones y a un Religioso de cada uno de los cuatro Colegios que nombrase dicho P. Prefecto. Comunicándole la misma facultad obtuvo este Breve Apostólico el Pase del Real Consejo de Madrid; y en México el del Exmô. Señor Virrey y el Real Acuerdo, y llegado por estos pasos a manos del R. P. Prefecto, nombró por lo que pertenecía a las Misiones del Colegio de San Fernando por Patente de 17 de octubre de 1777, sellada y refrendada de su Secretario, al P. Fr. Junípero Serra, Presidente que era de estas Misiones, y a su Sucesor; la que recibió S. R. a últimos de junio de 78. En cuanto el V. P. Junípero recibió la Patente con la facultad Apostólica para confirmar, enterado de las instrucciones de la Sagrada Congregación para el uso de ella, no quiso tenerla ociosa; y así el día primero festivo que se siguió después del recibo de ella, que fue el día de los Santos Apóstoles San Pedro y San Pablo, después de haber cantado la Misa, y hecho una fervorosa Plática del Santo Sacramento de la Confirmación, dio principio en su Misión de San Carlos, confirmando a los Párvulos mientras iba preparando, e instruyendo, y disponiendo a los Adultos; en cuyo ejercicio, y en confirmar a los dispuestos se empleó hasta el 25 de agosto, que se embarcó en la Fragata que había traído las memorias y víveres, y bajaba a San Diego con el fin de practicar lo mismo en aquella Misión, y demás del rumbo del Sur. Llegó a San Diego el 15 de septiembre después de veintitrés días de navegación, que la hicieron más larga los vientos contrarios. Detúvose en la Misión de San Diego hasta el 8 de octubre, en cuyo tiempo confirmó a los Neófitos de ella, y a los hijos de la Tropa que carecían de este Sacramento; y concluido en ella se fue subiendo de Misión en Misión practicando lo mismo; y el 5 de enero de 1779 llegó a su Misión de San Carlos cargado de méritos y de trabajos, que para ello padeció en tan largo camino con el habitual accidente del pie, del que no sentía mejoría.