CAPÍTULO XII Del gobierno de los reyes ingas del Pirú Muerto el Inga que reinaba en el Pirú, sucedía su hijo legítimo, y tenían por tal el que había nacido de la mujer principal del inga, a la cual llamaban Coya; y ésta, desde uno que se llamó Inga Yupangui, era hermana suya, porque los reyes tenían por punto casarse con sus hermanas, y aunque tenían otras mujeres o mancebas, la sucesión en el reino era del hijo de la Coya. Verdad es que cuando el rey tenía hermano legítimo, antes de suceder el hijo, sucedía el hermano, y tras éste, el sobrino de éste e hijo del primero, y la misma orden de sucesión guardaban los curacas y señores en las haciendas y cargos. Hacíanse con el defunto infinitas ceremonias y exequias a su modo excesivas. Guardaban una grandeza que lo es grande, y es que ningún rey que entraba a reinar de nuevo, heredaba cosa alguna de la vajilla y tesoros, y haciendas del antecesor, sino que había de poner casa de nuevo y juntar plata y oro, y todo lo demás de por sí, sin llegar a lo del defunto; lo cual todo se dedicaba para su adoratorio o guaca, y para gastos y renta de la familia que dejaba, la cual con su sucesión toda se ocupaba perpetuamente en los sacrificios, y ceremonias y culto del rey muerto, porque luego lo tenían por dios, y había sus sacrificios, y estatuas y lo demás. Por este orden era inmenso el tesoro que en el Pirú había, procurando cada uno de los Ingas, aventajar su casa y tesoro al de sus antecesores. La insignia con que tomaban la posesión del reino, era una borla colorada de lana finísima, más que de seda, la cual le colgaba en medio de la frente, y sólo el inga la podía traer, porque era como la corona o diadema real. Al lado, colgada hacia la oreja, sí podían traer borlas y la traían otros señores; pero en medio de la frente sólo el Inga, como está dicho. En tomando la borla, luego se hacían fiestas muy solemnes y gran multitud de sacrificios, con gran cuantidad de vasos de oro, y plata, y muchas ovejuelas pequeñas hechas de lo mismo, y gran suma de ropa de cumbi, muy bien obrada, grande y pequeña, y muchas conchas de la mar de todas maneras, y muchas plumas ricas, y mil carneros que habían de ser de diferentes colores, y de todo esto se hacía sacrificio. Y el sumo sacerdote tomaba un niño de hasta seis u ocho años, en las manos, y a la estatua del Viracocha, decía juntamente con los demás ministros: "Señor, esto te ofrecemos, porque nos tengas en quietud y nos ayudes en nuestras guerras, y conserves a nuestro señor el Inga en su grandeza y estado, y que vaya siempre en aumento, y le des mucho saber para que nos gobierne". A esta ceremonia o jura se hallaban de todo el reino y de parte de todas las guacas y santuarios que tenían. Y sin duda era grande la reverencia y afición que esta gente tenía a sus Ingas, sin que se halle jamás haberles hecho ninguno de los suyos, traición, porque en su gobierno procedían no sólo con gran poder, sino también con mucha rectitud y justicia, no consintiendo que nadie fuese agraviado. Ponía el Inga sus gobernadores por diversas provincias, y había unos supremos e inmediatos a él; otros más moderados, y otros particulares, con extraña subordinación, en tanto grado, que ni emborracharse ni tomar una mazorca de maíz de su vecino, se atrevían. Tenían por máxima estos Ingas, que convenía traer siempre ocupados a los indios, y así vemos hoy día, calzadas y caminos, y obras de inmenso trabajo, que dicen era por ejercitar a los indios, procurando no estuviesen ociosos. Cuando conquistaba de nuevo una provincia, era su aviso luego pasar lo principal de los naturales a otras provincias o a su corte; y éstos hoy día los llaman en el Pirú, mitimas, y en lugar de éstos, plantaba de los de su nación del Cuzco, especialmente los orejones, que eran como caballeros de linaje antiguo. El castigo por los delitos era riguroso. Así concuerdan los que alcanzaron algo de esto, que mejor gobierno para los indios no le puede haber, ni más acertado.
Busqueda de contenidos
contexto
Capítulo XII Que trata de la entrada que el general Pedro de Valdivia hizo en el valle de Copiapó y de lo que allí le sucedió Allegado el general Pedro de Valdivia con cincuenta de a caballo y casi por la posta al valle de Copiapó, valle fértil y de gente belicosa, mandó a un caudillo con catorce de a caballo que fuese al valle arriba, y otro caudillo envió con otros catorce de a caballo al valle abajo a buscar bastimento, porque cuando entró en el valle, el general no halló gente, y por tanto hizo esta diligencia, los cuales estaban alzados y puestos en partes fuertes, por ser avisados por los indios de Atacama de la venida de los cristianos, y esto habían hecho los naturales. Fue Dios servido que Alonso de Monrroy, que es el caudillo que fue valle arriba, halló cierta cantidad de maíz y chañares en un pueblo despoblado que los indios habían dejado descubierto, con voluntad y dando a entender que fuese aquel bastimento para los españoles, y que lo tomarían y saldrían breve del valle y seguirían su jornada, y ellos quedarían en sosiego y sin pérdida de gente ni de otra cosa. Y como venían los que el adelantado trajo, sucedióles a la contra de lo que pensaron. Luego despachó el general veinte de a caballo con cien cargas de maíz y chañares y agua al real, que venía marchando por aquel despoblado estéril, que es el remate del grande despoblado. Y tras de aquellos veinte de a caballo, envió otro caudillo con otros veinte hombres y con cien cargas del mesmo refresco, que fue socorro como caído del cielo, pues con esto tuvieron qué comer hasta reformarse en el valle y descansar. Y se gastó todo el bastimento que hallaron, por donde les convino de nuevo buscar más con toda diligencia, pidiéndolo a los naturales, que es una orden que se requiere usar en la guerra de indios. Y si dar no lo quisieren, tomarlo por fuerza como acá se suele hacer. Y para descubrir la gente o el bastimento que buscaban, habían de buscar o tomar algún indio o india para lengua, y para saber dónde estaba la gente del valle mandó el general. En jueves, veintiséis días del mes de octubre del año de nuestra salud de mil y quinientos y cuarenta, ante un escribano del rey que en el real venía, el general tomó posesión en nombre de Su Majestad. Hizo las diligencias que en tal caso se requerían, que son ciertas ceremonias hechas en esta forma: armado el general de todas armas y su adarga embrazada en el brazo siniestro, y la espada en su mano derecha y alta, cortando ramas y levantando ciertas piedras, moviéndolas de una parte a otra, diciendo en alta voz que emprendía y emprendió, y tomaba y tomó posesión en aquel valle de Copiapó en nombre de Su Majestad, ansí de aquel valle e indios de él, como de toda la gobernación que de allí en adelante tenían, y que si alguna persona o personas había que se lo contradijese o defendiese, que él se mataría con la tal persona o personas. Y para efectuarlo salió a un campo que vecino tenía a esperar al que quisiese salir, diciendo que lo defendería lo que decía con su persona y armas a pie y a caballo, como demandárselo quisiesen, y si necesario fuese, perdería la vida en servicio de Dios y de Su Majestad. Y pidiólo por fe y testimonio del escribano, el cual así se lo dio.
contexto
CAPÍTULO XII Llega el ejército a Colima, halla invención de hacer sal y pasa a la provincia Tula Seis días estuvieron los españoles en el pueblo llamado Quiguate, y al seteno salieron de él y, en cinco jornadas que caminaron siempre por la ribera del río de Casquin abajo llegaron al pueblo principal de otra provincia, llamada Colima, cuyo señor salió de paz y recibió al gobernador y a su ejército con mucha familiaridad y muestras de amor, de que los castellanos holgaron no poco, porque llevaban nueva que los indios de aquella provincia usaban traer hierba en las flechas, de que los nuestros iban muy temerosos porque decían: "Si a la ferocidad y braveza que los indios tienen en tirar sus flechas le añaden tósigo, ¿qué remedio podremos tener nosotros?" Mas hallando que no la usaban, recibieron con mayor regocijo la amistad de los colimas, aunque les duró poco, porque dentro de dos días se amotinaron sin ocasión alguna y se fueron al monte el curaca y sus vasallos. Los nuestros, habiendo estado en el pueblo Colima un día después de la huída de los indios, recogiendo bastimento para el camino, siguieron su viaje y caminaron atravesando unos campos de sementeras fértiles y por unos montes claros y apacibles para andar por ellos, y, al fin de cuatro días de camino, llegaron a la ribera de un río donde se alojó el ejército. Ciertos soldados, después de haber hecho su alojamiento, se bajaron paseando al río y, andando por la orilla, echaron de ver en una arena azul, que había a la lengua del agua. Uno de ellos, tomando de ella, la gustó y halló que era salobre, y dio aviso a los compañeros y les dijo que le parecía se podría hacer salitre de aquella arena para hacer pólvora para los arcabuces. Con esta intención dieron en la coger mañosamente, procurando coger la arena azul sin mezcla de la blanca. Habiendo cogido alguna cantidad, la echaron en agua y en ella la estregaron entre las manos y colaron el agua, y la pusieron a cocer, la cual, con el mucho fuego que le dieron, se convirtió en sal algo amarilla de color, mas de gusto y de efecto de salar muy buena. Con el regocijo de la nueva invención y por la mucha necesidad que tenían de sal, pararon los españoles ocho días en aquel alojamiento, e hicieron gran cantidad de ella. Algunos hubo que, con el ansia que tenían de sal, viéndose ahora con abundancia de ella, la comían a bocados sola, como si fuera azúcar, y a los que se lo reprehendían les decían: "Dejadnos hartar de sal, que harta hambre hemos traído de ella." Y de tal manera se hartaron nueve o diez de ellos, que en pocos días murieron de hidropesía, porque a unos mata la hambre y a otros el hastío. Los españoles, proveídos de sal y alegres con la invención del hacerla cuando la hubiesen menester, salieron de aquel alojamiento y provincia, que ellos llamaron de la Sal, y caminaron dos días para salir de sus términos, y entraron en los de otra provincia llamada Tula, por la cual caminaron cuatro días por tierras despobladas, y el último de ellos, a medio día, paró el ejército en un hermoso llano, donde se alojó. Y aunque las guías dijeron al gobernador que el pueblo principal de aquella provincia estaba media legua de allí, no quiso que la gente pasase adelante porque habían caminado seis días sin parar y quería que entrasen otro día, habiéndose refrescado, en aquel alojamiento. Empero, él quiso ver el pueblo aquella misma tarde, para lo cual eligió sesenta infantes y cien caballos que fuesen con él a reconocerlo. Estaba asentado en un llano entre dos arroyos, cuyos moradores estaban descuidados, que no habían tenido noticia de la ida de los castellanos. Mas luego que los vieron, tocaron arma y salieron a pelear con todo el buen ánimo y esfuerzo que se puede decir. Empero lo que admiró muy mucho a los nuestros fue ver que entre los hombres saliesen muchas mujeres con sus armas y que peleasen con la misma ferocidad que los varones. Los españoles arremetieron con los indios y los rompieron y, revueltos unos con otros peleando, entraron en el pueblo, donde tuvieron bien que hacer los cristianos, porque hallaron enemigos temerarios que pelearon sin temor de morir y, aunque les faltasen las armas y las fuerzas, no querían darse a prisión sino que los matasen. Lo mismo hacían las mujeres, y aun se mostraban más desesperadas. Durante la pelea entró en una casa un caballero del reino de León, llamado Francisco de Reynoso Cabeza de Vaca, y subió a un aposento alto que servía de granero, donde halló cinco indias metidas en un rincón, y por señas les dijo que estuviesen quedas, que no quería hacerles mal. Ellas, viéndole solo, arremetieron con él todas juntas y, como alanos a un toro, le asieron por los brazos, piernas y cuello y una de ellas le hizo presa del viril. El Reynoso, sacudiendo con gran fuerza todo el cuerpo y los brazos para desembarazarlos y defenderse a puñadas, estribó recio sobre un pie y rompió el suelo de la cámara, que era de un cañizo flaco, y se le sumió el pie y la pierna hasta lo último del muslo, y quedó asentado en el suelo, con que le acabaron de sujetar las indias y, a bocados y puñadas, lo tenían a mal partido para matarlo. Francisco de Reynoso, aunque se veía en tal aprieto, por su honra, por ser la pendencia con mujeres, no quería dar voces a los suyos pidiéndolos socorro. A este punto acertó a entrar un soldado en lo bajo del aposento, donde ahogaban a Cabeza de Vaca, y, oyendo el estruendo que encima andaba, alzó los ojos y vio la pierna colgada y, entendiendo que fuese de algún indio porque estaba desnuda, sin calza ni calzado, alzó la espada para cortarla de una cuchillada, mas al mismo tiempo sospechó lo que podía ser por el mucho ruido que sintió arriba y llamó aprisa otros dos compañeros, y todos tres subieron al aposento, y, viendo cuál tenían las indias a Francisco de Reynoso, arremetieron con ellas y las mataron todas, porque ninguna de ellas quiso soltarle ni dejar de darle puñadas y bocados, aunque las mataban. Así libraron de la muerte a Francisco de Reynoso, que estaba ya muy cerca de ella. Este año de noventa y uno en que estoy sacando de mano propia en limpio esta historia, supe, por el mes de febrero, que todavía vivía este caballero en su patria. Otra suerte, no mejor, sucedió aquel día en Juan Páez, natural de Usagre, que era capitán de ballesteros. El cual, no siendo nada suelto sobre un caballo, sino atado y torpe, quiso pelear a caballo y, andando la batalla a los últimos lances, topó un indio que, aunque se iba retirando, todavía peleaba. Juan Páez arremetió con él, y sin tiempo, maña ni destreza, que no la tenía, le tiró una lanzada. El indio, hurtando el cuerpo, apartó de sí la lanza con un trozo de pica de más de media braza que por arma llevaba y, tomándolo a dos manos, le dio un palo en medio de la boca que le quebró cuantos dientes tenía, y, dejándolo aturdido, se acogió y puso en salvo.
contexto
De como vinieron los tlailotlaques y chimalpanecas, que hizo poblar Quinatzin en la ciudad de Tetzcuco y otras por ser grandes artífices, y de algunas guerras que sucedieron hasta su fin y muerte Recién entrado que fue Quinatzin en su imperio, vinieron de las provincias de la Mixteca dos naciones que llamaban tlailotlaques y chimalpanecas, que eran asimismo del linaje de los tultecas. Los tlailotlaques traían por su caudillo a Aztatlitexcan o según la historia general Coatlitepan, los cuales eran consumados en el arte de pintar y hacer historias, más que en las demás artes; los cuales traían por su ídolo principal a Tezcatlipoca. Los chimalpanecas traían por sus caudillos y cabezas a dos caballeros que se decían Xiloquetzin y Tlacateotzin, los cuales eran de la casa y linaje de Quinatzin y así los casó con sus nietas. A Xiloquetzin casó con Coaxochitzin, hija de Chicome ácatl su hijo y Tlacateotzin con Tetzcocazihuatzin hija de Memexoltzin. Y habiendo escogido de la mejor gente que traían y más a propósito, los hizo poblar dentro de la ciudad de Tetzcuco y a los demás dio y repartió entre otras ciudades y pueblos por barrios, como el día de hoy permanecen sus descendientes con los apellidos referidos de Tlailotlacan y Chimalpan, aunque antes habían estado estas dos naciones mucho tiempo en la provincia de Chalco. Casi a los fines del imperio de Quinatzin se levantaron los de las provincias que en aquella sazón se apellidaban de Cuitláhuac, Huehuetlan, Totolapan, Huaxtépec y Zayolan; de las cuales la de Cuitláhuac: pertenecía a aquella sazón a los señores mexicanos Epcoatzin y Acamapichtli; y Mízquic con el pueblo de Acatlan a Amintzin, señor que a la sazón era de Chalco Atenco; la de Huehuetlan pertenecía a Huetzin, señor de Coatlichan; Totolapan era perteneciente a la recámara del imperio y Huaxtépec pertenecía a Acacitzin uno de los señores de Chalco. Y para castigarlas y oprimirlas mandó a los señores que confinaban con sus señoríos fuesen sobre ellas; como fue a Hepcoatzin y Acamapichtli, señores mexicanos que fueron contra los de Cuitláhuac y ésta fue la primera guerra que tuvieron los mexicanos en favor del imperio. Amintzin, señor que a la sazón era de Chalco Atenco, fue sobre los de Mízquic y Acatlan; Huetzin señor de Coatlichan contra los de Huehuetlan; Acacitzin señor de Tlapican en la provincia de Chalco, contra los de Zayolan; y Quinatzin en persona fue contra los de Totolapan; que con facilidad los sojuzgaron y castigaron, con que quedaron sujetos al imperio. En las demás tierras remotas no había guerra ninguna, respecto a ser la gente poca que se iba poco a poco poblando; y así en esta sazón las guerras eran las que había habido dentro de los límites de las sierras de la primera población atrás referida; a donde había muchos señores y personas ilustres que daban motivo a estas alteraciones; aunque después de las guerras últimas referidas, en todo el tiempo que le quedó de vida a Quinatzin no se atrevieron a levantar ni a substraerse del imperio; el cual murió en el año de 1253 de la encarnación de Cristo nuestro señor, habiendo reinado casi ciento doce años y en el año que llaman chicuey calli; el cual murió en el bosque que llaman de Tetzcutzinco y fue enterrado como sus pasados.
contexto
De la vivienda de los mexicanos Viven muchos en una sola casa, o porque sea necesario que habiten juntos los hermanos y los sobrinos, puesto que no se divide (como dijimos) la fortuna paterna, o por lo numeroso de los hombres y lo estrecho de la ciudad. Para construir entallan la piedra con piedra. Los más a propósito para ser hendidos o entallados son algunos sílices translúcidos, que se encuentran blancos, negros y cerúleos. Usan también hachas, barrenas y escoplos de cobre mezclado con oro, con estaño y a veces con plata. Con palo sacan piedra de las canteras y con palo forman con arte maravilloso de la piedra iztlina espadas, sables, instrumentos propios para castrar el maguey, puntas de flechas y de dardos y navajas. Con semejantes herramientas pulen las piedras con tanta destreza y artificio que exceden con mucho a nuestros escultores. Decoran con variadas pinturas las paredes y multiplican por doquiera los escudos y las hazañas de los mayores. Los próceres y los ricos cubren y adornan las paredes de las casas con tapices de algodón de imágenes multiformes y colores variados, y también con plumas, con esteras de palma petates y con tapetes finísimos de algodón más hermosos que los de los nuestros. Todavía no habían inventado las puertas ni las ventanas de hojas; ni habían echado cerrojos en gracia de la seguridad. Siempre estaban abiertas para todos las entradas a las casas con absoluta seguridad, porque si algún ladrón por casualidad fuese encontrado, lo cual era raro y notable, era castigado de manera atroz; y no se procedía con menor pena en contra de los estupradores y los adúlteros. Usaban teas en lugar de lámparas, y otros varios géneros de maderas resinosas a pesar de que abundaran en cera, lo que no es poco de maravillar. Extraían aceite del hueso de la fruta ahoacaquahuitl, de la semilla de la chía, del ricino, del saín de las aves, pescados y gusanos, pero no lo empleaban para candiles. En lugar de camas usaban paja de cereales, esteras y cuando mejor se trataban, mantas y pluma. En vez de almohadas tenían leños, piedras o unos bancos cuadrados, entretejidos de hojas de palma o de junco y de espadaña común o de otros géneros de espadaña; sobre éstos también se sentaban. Usaban además sillas bajas de la misma materia, con apéndices en los cuales se apoyaba el respaldo; pero la mayor parte se sientan en el suelo. El piso les sirve de mesa donde puercamente y sin ninguna limpieza ni urbanidad, toman sus alimentos y limpian con paños los restos de la comida. Se privan fácilmente de la carne y la mayor parte se contenta con tortillas untadas con salsa de chile, a la cual añaden casi siempre la fruta de algunos géneros de solano llamada "tomame" tomate; tanta es la fuerza y el poder de la costumbre y de su alimento, no sólo para nutrir esa gente, sino para excitar en gran manera la gana de comer y el apetito, y así no es de asombrar que apenas se encuentre algo que se escape de la voracidad de esos hombres o de que su paladar, a pesar del peligro, no haya experimentado el sabor. Aun cuando sean amiguísimos del vino exprimido de las uvas, a pesar de que en las selvas se entretejan unas vides silvestres llamadas totoloctli y que los árboles estén adornados con ellas por todas partes. La bebida más suave de las que usaban, se preparaba con harina de otras legumbres; ésta en verdad no embriaga, sino refrigera el cuerpo; por consiguiente usan de ella para el calor, aun cuando estén cubiertos de sudor. Hacen también vino del maíz con miel mezclada (abundan en verdad en muchos géneros de mieles, de los cuales hemos hablado en otra parte); lo llaman atolli, y es bebida casera para muchas enfermedades. Lo que se hace de esta manera, con esta semilla o con las otras no puede embriagar, a no ser que se cuezan dentro ciertas hierbas y raíces. Acostumbraban de ordinario beber agua, a no ser que fueran convidados, cuando les era gratísimo embeodarse y desatinar, mezclando hierbas, que dañan la mente y hacen heder la boca; y venenos y algunos géneros de hongos mortíferos, por los que eran acometidos por tanta rabia, que pedían ser degollados por alguno o colgarse ellos mismos de una cuerda o atravesarse con una espada; ardían en sed insaciable y andaban excitados por ferocísima locura. Sin embargo, este mal tan grande los reyes y los señores lo rehusan a la plebe y los excluyen de sus cenas, castigando con gravísimas penas a los transgresores. También preparan pocillos de yztauhyatl cocido, añadiéndole harina de chía; a los que no están acostumbrados a beber esto, les parece amargo e ingrato, pero a los acostumbrados muy sabroso. Extraen de los sesos barrenados de las palmas un licor que también se usa como vino, y emplean así mismo jugo de nueces indias, o metl crudo, con ocpatli, llamado "medicina del vino", con gran peligro de la salud y de la mente y desastre para el aliento de la boca. Omitiré el vino mezclado con azúcar, ciruelas y otras mil cosas, pero tanto les gusta enloquecerse y carecer de razón por algún tiempo, que mientras lo buscan con avidez, corren espontáneamente peligro de la vida. Los que son encontrados ebrios (a no ser que esto acontezca en los días festivos o por venia dada por los jueces o por el rey) son ejecutados o rapados en medio de la plaza, lo que para ellos es una vergüenza inmensa; además se les derriba la casa; porque no juzgan digno de tener casa a aquel que pierde el juicio por su voluntad. En verdad, el premio mayor de estas pociones era la insania arrebatados por la cual o se mataban a sí mismos o a los que encontraban. ¡Qué digo!; a veces sin diferencia alguna, acometían hasta a las madres, hermanas e hijas para forzarlas y si no las tenían, abusaban de varones, y ojalá que ya se abstuvieran por completo del vino y de otros desatinos semejantes.
contexto
CAPÍTULO XII Del cuarto rey Izcoatl, y de la guerra contra los tepanecas Cuando estuvieron juntos todos los que se habían de hallar a la elección, levantose un viejo tenido por gran orador, y según refieren las historias, habló en esta manera: "Fáltaos, oh mexicanos, la lumbre de vuestros ojos, mas no la del corazón; porque dado que habéis perdido al que era luz y guía en esta república mexicana, quedó la del corazón, para considerar que si mataron a uno, quedaron otros que podrán suplir muy aventajadamente, la falta que aquél nos hace. No feneció aquí la nobleza de México ni se acabó la sangre real. Volved los ojos y mirad alrededor, y veréis en torno de vosotros la nobleza mexicana puesta en orden, no uno ni dos, sino muchos y muy excelentes príncipes hijos del rey Acamapich, nuestro verdadero y legítimo señor. Aquí podréis escoger a vuestra voluntad, diciendo este quiero, y eso otro no quiero, que si perdistes padre, aquí hallaréis padre y madre. Haced cuenta, oh mexicanos, que por breve tiempo se eclipsó el sol y se escureció la tierra, y que luego volvió la luz a ella. Si se escureció México con la muerte de vuestro rey, salga luego el sol; elegid otro rey; mirad a quién, a dónde echáis los ojos y a quién se inclina vuestro corazón, que ese es el que elige vuestro dios Vitzilipuztli"; y dilatando más esta plática, concluyó el orador con mucho gusto de todos. Salió de la consulta elegido por rey Izcoatl, que quiere decir, culebra de navajas, el cual era hijo del primer rey Acamapich, habido en una esclava suya, y aunque no era legítimo, le escogieron, porque en costumbres, y en valor y esfuerzo, era el más aventajado de todos. Mostraron gran contento todos, y más los de Tezcuco, porque su rey estaba casado con una hermana de Izcoatl. Coronado y puesto en su asiento real, salió otro orador, que trató copiosamente de la obligación que tenía el rey a su república, y del ánimo que había de mostrar en los trabajos, diciendo entre otras razones así: "Mira que agora estamos pendientes de ti. ¿Has por ventura de dejar caer la carga, que está sobre tus hombros? ¿Has de dejar perecer al viejo y a la vieja, al huérfano y a la viuda? Ten lástima de los niños que andan gateando por el suelo, los cuales perecerán si nuestros enemigos prevalecen contra nosotros. Ea, señor, comienza a descoger y tender tu manto, para tomar a cuestas a tus hijos, que son los pobres y gente popular, que están confiados en la sombra de tu manto y en el frescor de tu benignidad." Y a este tono, otras muchas palabras, las cuales (como en su lugar se dijo), tomaban de coro para ejercicio suyo los mozos, y después las enseñaban como lección, a los que de nuevo aprendían aquella facultad de oradores. Ya entonces los tepanecas estaban resueltos de destruir toda la nación mexicana, y para el efecto, tenían mucho aparato; por la cual el nuevo rey trató de romper la guerra, y venir a las manos con los que tanto les había agraviado. Mas el común del pueblo, viendo que los contrarios les sobrepujaban en mucho número y en todos los pertrechos de guerra, llenos de miedo fuéronse al rey, y con gran ahínco le pidieron no emprendiese guerra tan peligrosa, que sería destruir su pobre ciudad y gente. Preguntados pues, qué medio querían que se tomasen, respondieron que el nuevo rey de Azcapuzalco era piadoso, que le pidiesen paz y se ofreciesen a serville, y que los sacase de aquellos carrizales, y les diese casas y tierras entre los suyos, y fuesen todos de un señor, y que para recabar esto, llevasen a su dios en sus andas, por intercesor. Pudo tanto este clamor del pueblo, mayormente habiendo algunos de los nobles aprobado su parecer, que se mandaron llamar los sacerdotes, y aprestar las andas con su dios para hacer la jornada. Ya que esto se ponía a punto y todos pasaban por este acuerdo de paces y sujetarse a los tepanecas, descubriose de entre la gente un mozo de gentil brío y gallardo, que con mucha osadía les dijo: "¿Qué es esto, mexicanos? ¿Estáis locos? ¿Cómo tanta cobardía ha de haber que nos hemos de ir a rendir así a los de Azcapuzalco?" Y vuelto al rey, le dijo. "¿Cómo, señor, permites tal cosa? Habla a ese pueblo y dile que deje buscar medio para nuestra defensa y honor, y que no nos pongamos tan necia y afrentosamente en las manos de nuestros enemigos." Llamábase este mozo Tlacaellel, sobrino del mismo rey, y fue el más valeroso capitán y de mayor consejo que jamás los mexicanos tuvieron, como adelante se verá. Reparando pues, Izcoatl, con lo que el sobrino tan prudentemente le dijo, detuvo al pueblo, diciendo que le dejasen probar primero otro medio más honroso y mejor. Y con esto, vuelto a la nobleza de los suyos, dijo: "Aquí estáis todos los que sois mis deudos y lo bueno de México; el que tiene ánimo para llevar un mensaje mío a los tepanecas, levántese." Mirándose unos a otros, estuviéronse quedos, y no hubo quien quisiese ofrecerse al cuchillo. Entonces el mozo Tlacaellel, levantándose, se ofreció a ir, diciendo que pues había de morir, que importaba poco ser hoy o mañana, que para cuál ocasión mejor se había de guardar; que allí estaba, que le mandase lo que fuese servido. Y aunque todos juzgaron por temeridad el hecho, todavía el rey se resolvió en enviarle, para que supiese la voluntad y disposición del rey de Azcapuzalco y de su gente, teniendo por mejor aventurar la vida de su sobrino que el honor de su república. Apercibido Tlacaellel, tomó su camino, y llegando a las guardias que tenían orden de matar cualquier mexicano que viniese, con artificio les persuadió le dejasen entrar al rey, el cual se maravilló de verle, y oída su embajada, que era pedirle paz con honestos medios, respondió que hablaría con los suyos, y que volviese otro día por la respuesta, y demandando Tlacaellel seguridad, ninguna otra le pudo dar sino que usase de su buena diligencia. Con esto volvió a México, dando su palabra a las guardas de volver. El rey de México, agradeciéndole su buen ánimo, le tornó a enviar por la respuesta, la cual si fuese de guerra, le mandó dar al rey de Azcapuzalco ciertas armas para que se defendiese, y untarle y emplumarle la cabeza, como hacían a hombres muertos, diciéndole que pues no quería paz, le habían de quitar la vida a él y a su gente. Y aunque el rey de Azcapuzalco quisiera paz, porque era de buena condición, los suyos le embravecieron, de suerte que la respuesta fue de guerra rompida, lo cual oído por el mensajero, hizo todo lo que su rey le había mandado, declarando con aquella ceremonia de dar armas y untar al rey con la unción de muertos, que de parte de su rey le desafiaba. Por lo cual todo pasó ledamente el de Azcapuzalco, dejándose untar y emplumar, y en pago dio al mensajero unas muy buenas armas; y con esto le avisó no volviese a salir por la puerta del palacio, porque le aguardaba mucha gente para hacelle pedazos, sino que por un portillo que había abierto en un corral de su palacio, se saliese secreto. Cumpliolo así el mozo, y rodeando por caminos ocultos, vino a ponerse en salvo a vista de las guardas, y desde allí los desafió diciendo: "Ah tepanecas! ah azcapuzalcas! qué mal hacéis vuestro oficio de guardar!, pues sabed que habéis todos de morir, y que no ha de quedar tepaneca a vida." Con esto, los guardas dieron en él, y él se hubo tan valerosamente, que mató algunos de ellos, y viendo que cargaba gente, se retiró gallardamente a su ciudad, donde dió la nueva que la guerra era ya rompida sin remedio, y los tepanecas y su rey quedaban desafiados.
contexto
CAPÍTULO XII Diligencia de los españoles en hacer los bergantines, y de una bravísima creciente del Río Grande El general Luis de Moscoso respondió todas tres veces que él no había mandado lo que con el indio herido se había hecho porque deseaba conservar la paz y amistad que con Quigualtanqui y los demás curacas tenía hecha; que un soldado que presumía mucho de la soldadesca y de guardar las reglas militares lo había hecho de oficio, al cual, si por complacer a los caciques él quisiese castigar, no se lo consentirían los demás soldados y capitanes porque, en rigor de justicia o de milicia, el soldado no había tenido culpa en haber hecho bien su oficio; que el indio herido, o muerto, que sin hablar a las centinelas había entrado, y los caciques que lo habían enviado a aquellas horas habiendo sido avisados no enviasen recaudos de noche tenían la culpa, y que, pues en lo pasado ya no había remedio, en el porvenir hiciesen los caciques lo que se les había encomendado para que no hubiesen achaques de quebrantar la paz y perder la amistad que con ellos había. Con esta respuesta se fueron muy enojados los embajadores y la dieron a los caciques, incitándoles a mayor ira y enojo con el atrevimiento y desdén de los españoles. Por lo cual todos ellos acordaron que, disimulando la ofensa recibida para vengarla a su tiempo, se diesen más prisa a poner en ejecución lo que contra ellos tenían maquinado. Entre los nuestros tampoco faltó capitán que aprobase la queja de los indios diciendo que era mal hecho que no se castigase la muerte de un indio principal, que era dar ocasión a los caciques amigos a que se rebelasen contra ellos. Sobre la cual plática hubiera habido entre los españoles rnuy buenas pendencias, si los más discretos y menos apasionados no las excusaran porque ella había nacido de cierta pasión secreta que entre algunos de ellos había. Que sucedió lo que hemos dicho, eran ya a los principios de marzo, y los castellanos, con deseo de salir de aquella tierra, que los días se les hacían años, no cesaban un solo punto de la obra de los carabelones, y los más de los que trabajaban en las herrerías y carpinterías eran caballeros nobilísimos que nunca imaginaron hacer tales oficios, y éstos eran los que en ellos mejor se amañaban, porque el mejor ingenio que naturalmente tienen y la necesidad que tenían de otros mejores oficiales les hacía ser maestros de lo que nunca habían aprendido. A esta obra de navíos llamamos unas veces bergantines y otras carabelones conforme al común lenguaje de estos españoles, que los llamaban así y, en efecto, ni eran lo uno ni lo otro, sino unas grandes barcas hechas según la poca, flaca y afligida posibilidad que para las hacer los nuestros tenían. El capitán general Anilco era el todo de esta obra por la magnífica provisión que hacía de todo lo que para los bergantines le pedían, que era con tanta abundancia en las cosas y con tanta brevedad en el tiempo que los mismos cristianos confesaban que, si no fuera por el favor y ayuda de este buen indio, era imposible que salieran de aquella tierra. Otros españoles que no tenían habilidad para labrar hierro ni madera la tenían para otras cosas tan necesarias como aquéllas, que era el buscar de comer para todos. Estos particularmente procuraban matar pescado del Río Grande, porque era cuaresma y lo había menester. Para la pesquería hicieron anzuelos grandes y chicos, que hubo quien se atreviese a hacerlos tan diestra y sutilmente que parecía haberlos hecho toda su vida, los cuales echaban en el río a prima noche, cebados y engastados en largos volantines, y los requerían por la mañana, y hallaban grandísimos peces asidos a ellos. Pez hubo de éstos, muerto así con anzuelo, que la cabeza sola pesó cuarenta libras de a diez y seis onzas. Con la buena diligencia de los pescadores, que los más días sobraba pescado, y con el mucho maíz, legumbres y fruta seca que los españoles hallaron en los dos pueblos llamados Aminoya, tuvieron bastantemente de comer toda la temporada que en aquella provincia estuvieron y aun les sobró para llevar después en los bergantines. Quigualtanqui y los demás curacas de la comarca, mientras andaba la obra de los carabelones, no estaban ociosos, que cada uno de ellos por sí levantaba en su tierra toda la más gente de guerra que podía para juntar entre todos treinta o cuarenta mil hombres de pelea y dar de sobresalto en los españoles y matarlos todos, o, a lo menos, quemarles toda la máquina y aparato que para los navíos tenían hecho, de manera que por entonces no pudiesen salir de su tierra, porque después, con la guerra continua que les pensaban hacer, les parecía los irían gastando con facilidad porque ya les veían pocos caballos, que era la fuerza principal de ellos, y los hombres eran ya tan pocos que, según se habían informado, faltaban las dos tercias partes de los que en la Florida habían entrado, y sabían que su capitán general Hernando de Soto, que valía por todos ellos, era ya fallecido. Por las cuales nuevas les crecía el deseo de poner en efecto su mala intención y no esperaban más de ver llegado el día que para su traición tenían señalado. El día debía de estar ya cerca, porque unos indios de los que de ordinario traían los presentes y recaudos falsos de los curacas, encontrándose a solas con unas indias criadas de los capitanes Arias Tinoco y Alonso Romo de Cardeñosa, les dijeron: "Tened paciencia, hermanas, y alegraos con las nuevas que os damos, que muy presto os sacaremos del cautiverio en que estos ladrones vagamundos os tienen, porque sabed que tenemos concertado de los degollar y poner sus cabezas en sendas lanzas para honra de nuestros templos y entierros y sus cuerpos han de ser atasajados y puestos por los árboles, que no merecen más que esto." Las indias dieron luego cuenta a sus amos de lo que los indios les habían dicho. Sin este indicio, las noches que hacía serenas, se oía el ruido que en diversos lugares de la otra parte del río los indios hacían, y se veían muchos fuegos apartados unos de otros, y se entendía claramente que fuesen tercios de gente de guerra que se andaba juntando para ejecutar su traición. La cual, por entonces, Dios Nuestro Señor estorbó con una poderosísima creciente del Río Grande que en aquellos mismos días, que eran los ocho o diez de marzo, empezó a venir con grandísima pujanza de agua, la cual a los principios fue hinchiendo unas grandes playas que había entre el río y sus barrancas, después fue poco a poco subiendo por ellas hasta llenarlas todas. Luego empezó a derramarse por aquellos campos con grandísima bravosidad y abundancia y, como la tierra fuese llana, sin cerros, no hallaba estorbo alguno que le impidiese la inundación de ella. A los diez y ocho de marzo de mil y quinientos y cuarenta y tres, que aquel año fue Domingo de Ramos según parece por los computistas, antes de la reformación de los diez días del año, andando los españoles en la procesión que con todos sus trabajos hacían celebrando la entrada de Nuestro Redentor en Hierusalen, conforme a las ceremonias de la Santa Iglesia Romana, Madre y Señora nuestra, entró el río con la ferocidad y braveza de su creciente por las puertas del pueblo Aminoya y dos días después no se podían andar las calles sino en canoas. Tardó esta creciente cuarenta días en subir a su mayor pujanza, que fue a los veinte de abril. Y era cosa hermosísima ver hecho mar lo que antes era montes y campos, porque a cada banda de su ribera se extendió el río más de veinte leguas de tierra, y todo este espacio se navegaba en canoas, y no se veía otra cosa sino las aljubas y copas de los árboles más altos. En este paso, contando la creciente del río, dice Alonso de Carmona: "Y nos acordamos de la buena vieja que nos dio el pronóstico de esta creciente." Son éstas sus propias palabras.
contexto
De las costumbres destos indios y de las armas que usan y de las ceremonias que tienen, y quién fue el fundador de la ciudad de Antiocha La gente destos valles es valiente para entre ellos, y así, cuentan que eran muy temidos de los comarcanos. Los hombres andan desnudos y descalzos y no traen sino unos maures angostos, con que se cubren las partes vergonzosas, asidos con un cordel, que traen atado por la cintura. Précianse de tener los cabellos muy largos; las armas con que pelean son dardos y lanzas largas, de la palma negra que arriba dije; tiraderas, hondas y unos bastones largos, como espadas de a dos manos, a quien llaman macanas. Las mujeres andan vestidas de la cintura abajo con mantas de algodón muy pintadas y galanas. Los señores, cuando se casan, hacen una manera de sacrificio a su dios, y juntándose en una casa grande, donde ya están las mujeres más hermosas, toman por mujer la que quieren, y el hijo désta es el heredero, y si no lo tiene el señor hijo hereda el hijo de su hermana. Confinan estas gentes con una provincia que está junto a ella, que se llama Tatabe, de muy gran población de indios muy ricos y guerreros. Sus costumbres conforman con estos sus comarcanos. Tienen armadas sus casas sobre árboles muy crescidos, hechas de muchos horcones altos y muy gruesos, y tiene cada una más de doscientos dellos; la varazón es de no menos grandeza; la cobija que tienen estas tan grandes casas es hojas de palma. En cada una dellas viven muchos moradores con sus mujeres y hijos. Extiéndense estas naciones hasta la mar del Sur, la vía del poniente. Por el oriente confinan con el gran río del Darién. Todas estas comarcas son montañas muy bravas y muy temerosas. Cerca de aquí dicen que está aquella grandeza y riqueza del Dabaybe, tan mentada en la Tierra Firme. Por otra parte deste valle, donde es señor Nutibara, tiene por vecinos otros indios, que están poblados en unos valles que se llaman de Nore, muy fértiles y abundantes. En uno dellos está agora asentada la ciudad de Antiocha. Antiguamente había gran poblado en estos valles, según nos lo dan a entender sus edificios y sepulturas, que tiene muchas y muy de ver, por ser tan grandes que parescen pequeños cerros. Estos, aunque son de la misma lengua y traje de los de Guaca, siempre tuvieron grandes pendencias y guerras; en tanta manera, que unos y otros vinieron en gran diminución, porque todos los que se tomaban en la guerra los comían y ponían las cabezas a las puertas de sus casas. Andan desnudos éstos como los demás; los señores y principales algunas veces se cubren con una gran manta pintada, de algodón. Las mujeres andan cubiertas con otras pequeñas mantas de lo mismo. Quiero, antes que pase adelante, decir aquí una cosa bien extraña y de grande admiración. La segunda vez que volvimos por aquellos valles, cuando la ciudad de Antiocha fue poblada en las sierras que están por encima dellos, oí decir que los señores o caciques destos valles de Nore buscaban de las tierras de sus enemigos todas las mujeres que podían, las cuales traídas a sus casas, usaban con ellas como con las suyas propias; y si se empreñaban dellos, los hijos que nacían los criaban con mucho regalo hasta que habían doce o treces años, y desta edad, estando bien gordos, los comían con gran sabor, sin mirar que era su sustancia y carne propria; y desta manera tenían mujeres para solamente engendrar hijos en ellas para después comer; pecado mayor que todos los que ellos hacen. Y háceme tener por cierto lo que digo ver lo que pasó a uno destos principales con el licenciado Juan de Vadillo, que en este año está en España, y si le preguntan lo que yo escribo, dirá ser verdad, y es que la primera vez que entraron cristianos españoles en estos valles, que fuimos yo y mis compañeros, vino de paz un señorete que había por nombre Nabonuco, y traía consigo tres mujeres; y viniendo la noche, las dos dellas se echaron a la larga encima de un tapete o estera y la otra atravesada, para servir de almohada; y el indio se echó encima de los cuerpos dellas muy tendido, y tomó de la mano otra mujer hermosa que quedaba atrás con otra gente suya que luego vino. Y como el licenciado Juan de Vadillo le viese de aquella suerte, preguntóle que para qué había traído aquella mujer que tenía de la mano; y mirándolo al rostro el indio, respondió mansamente que para comerla, y que si él no hubiera venido lo hubiera ya hecho. Vadillo, oído esto, mostrando espantarse, le dijo: "Pues ¿cómo, siendo tu mujer, la has de comer?" El cacique, alzando la voz, tornó a responder, diciendo: "Mira, mira, y aun al, hijo que pariere tengo también de comer." Esto que he dicho pasó en el valle de Nore y en el de Guaca, que es el que dije quedar atrás. Oí decir a este licenciado Vadillo algunas veces cómo supo por dicho de algunos indios viejos, por las lenguas que traíamos, que cuando los naturales dél iban a la guerra, a los indios que prendían en ella hacían sus esclavos, a los cuales casaban con sus parientas vecinas, y los hijos que habían en ellas aquellos esclavos los comían, y que después que los mismos esclavos eran muy viejos y sin potencia para engendrar, los comían también a ellos. Y a la verdad, como estos indios no tenían fe, ni conoscían al demonio, que tales pecados les hacía hacer, cuán malo y perverso era, no me espanto dello, porque hacer esto más lo tenían ellos por valentía que por pecado. Con estas muertes de tanta gente hallábamos nosotros, cuando descubrimos aquellas regiones, tanta cantidad de cabezas de indios a las puertas de las casas de los principales que parecía que en cada una dellas había habido carnecería de hombres. Cuando se mueren los principales señores destos valles llóranlos muchos días arreo, y tresquílanse sus mujeres, y mátanse las más queridas, y hacen una sepultura tan grande como un pequeño cerro, la puerta della hacia el nascimiento del sol. Dentro de aquella tan gran sepultura hacen una bóveda mayor de lo que era menester, muy enlosada, y allí meten al difunto lleno de mantas y con el oro y armas que tenía; sin lo cual, después que con su vino, hecho de maíz o de otras raíces, han embeodado a las más hermosas de sus mujeres y algunos muchachos sirvientes, los metían vivos en aquella bóveda, y allí los dejaban para que el señor abajase más acompañado a los infiernos. Esta ciudad de Antiocha está fundada y asentada en un valle destos que digo, el cual está entre los famosos y nombrados y muy riquísimos ríos del Darién y de Santa Marta, porque estos valles están en medio de ambas cordilleras. El asiento de la ciudad es muy bueno y de grandes llanos, junto a un pequeño río. Está la ciudad más allegada al norte que ninguna de las del reino del Perú. Corren junto a ella otros ríos, muchos y muy buenos, que nascen de las cordilleras que están a los lados, y muchas fuentes manantiales de muy clara y sabrosa agua; los ríos, todos los más llevan oro en gran cantidad y muy fino, y están pobladas sus riberas de muchas arboledas de frutas de muchas maneras; a toda parte cercana de grandes provincias de indios muy ricos de oro, porque todos los cogen en sus propios pueblos. La contratación que tienen es mucha. Usan de romanas pequeñas y de pesos para pesar el oro. Son todos grandes carniceros de comer carne humana. En tomándose unos a otros no se perdonan. Un día vi yo en Antiocha, cuando le poblamos, en unas sierras donde el capitán Jorge Robledo la fundó (que después, por mandado del capitán Juan Cabrera, se pasó donde agora está), que estando en un maizal vi junto mí cuatro indios, y arremetieron a un indio que entonces llegó allí, y con las macanas le mataron; y a las voces que yo di lo dejaron, llevándole las piernas; sin lo cual, estando aún el pobre indio vivo, le bebían la sangre y le comían a bocados sus entrañas. No tienen flechas ni usan más armas de las que he dicho arriba. Casa de adoración o templo no se les ha visto más de aquella que en la Guaca quemaron. Hablan todos en general con el demonio, y en cada pueblo hay dos o tres indios antiguos y diestros en maldades que hablan con él; y éstos dan las respuestas y denuncian lo que el demonio les dice que ha de ser. La inmortalidad del ánima no la alcanzan enteramente. El agua y todo lo que la tierra produce lo echan a naturaleza, aunque bien alcanzan que hay Hacedor; mas su creencia es falsa, como diré adelante. Esta ciudad de Antiocha pobló y fundó el capitán Jorge Robledo en nombre de su majestad el emperador don Carlos, rey de España y de estas Indias nuestro señor, y con poder del adelantado don Sebastián de Belalcácar, su gobernador y capitán general de la provincia de Popayán, año del nascimiento de nuestro Señor de 1541 años. Esta ciudad está en siete grados de la equinocial, a la parte del norte.
contexto
De la ciudad y de los reyes de Tetzcoco Como ya dijimos (línea 24, fol. 69, línea I, fol. 69 Vso. traducción Pg.-108), los tetzcoquenses y después los atzcapotzalcenses fueron los primeros de todos en penetrar en estas regiones, pero no se establecieron desde luego en Tetzcoco, sino primero en unos lugares y luego en otros. Por fin permanecieron más largo tiempo en Huexutla, no lejos de Tetzcoco. La serie de los señores de Huexutla es como sigue: el primero de ellos, llamado Maçatzin, reinó setenta y ocho años; el segundo, Tochintechtli, treinta y ocho; el tercero, Ayotzintecutli, setenta y cuatro; el cuarto, Quatlahuicetecutli, cincuenta y cinco; el quinto, Totomochtzin, cincuenta y dos. Por consiguiente todos éstos tuvieron el imperio de los huexotlenses más de trescientos años. Y entretanto no se exigieron ningunos tributos, sino que todos eran inmunes, aun los hombres de ínfima categoría. El sexto, Yaotzintecutli, reinó cincuenta y tres años y en su tiempo los hombres llamados Tepohoyantlaca fueron vejados con el primer impuesto. El séptimo, Xilotzintecutli, reinó veintiocho años; el octavo, Tlacaolitzin, reinó otros tantos; el noveno, Tlacolyahotzin, reinó cincuenta y tres, y en su tiempo fue electo Necahoalcoyotzin para suceder también a los reyes tetzcocanos. El décimo, Tzontemoc, reinó quince años; el undécimo, Cuitlaoatzin el menor, reino otros tantos. Por consiguiente estos reyes dominaron en Huexutla más o menos cuatrocientos ochenta años, hasta que por fin el Imperio de Huexutla pasó al dominio tetzcoquense. Por este motivo he decidido ligar la serie de los reyes de Tetzcoco a los precedentes, cuando haya dicho algo de la ciudad tetzcocana. Está situada a los noventa y siete grados de longitud y veinticinco minutos, y a los diecinueve grados de latitud y treinta y siete minutos, y según se dice, es mucho más antigua que la mexicana, como que fue fundada hace más de ochocientos años. Habitaban los palacios y sedes de los reyes de Tetzcoco, confederados del imperio mexicano mientras floreció, cien mil varones, si cuentas las aldeas y los pueblos; tenía más o menos trescientos amplísimos palacios de nobles y ahora sólo tiene trece. Estaba situada en un lugar campestre, junto a la orilla de la laguna, dentro del valle de las montañas mexicanas, distante de la ciudad de México por el camino del lago sólo quince millas, y por el terrestre, treinta y cinco. Goza de un cielo clemente y saludable y de una temperatura dulce y admirable, inclinándose un tanto, sin embargo, a fría y húmeda. No está tan sujeta a aquellas enfermedades a las que está la ciudad mexicana, a causa del lago sobre el que está fundada. Las casas en todas direcciones, como las de todas las demás ciudades de la Nueva España, están separadas una de las otras, y en gran parte situadas como las de los pueblos; alrededor y cerca de cada una de ellas, hacen sementeras de todo lo que es en primer lugar necesario para la vida, como maíz, bledo, xenopodios (?), chía, chile, calabazas, frijol y otras semejantes, de modo que no creerías ver ciudades, sino los huertos de las Hespérides y campos amenísimos que se extienden a lo lejos, principalmente si añades los suburbios, de los cuales gran cantidad está circunvalada y ceñida. Abunda esa región de manadas de ganado caballar y lanar y de cereales indígenas y de los nuestros, de cacería de liebres, de ciervos y de muchas clases de aves, de la mejor carne de cuadrúpedos y de fuentes de aguas limpidísimas y dulcísimas y además no está destituida del todo de pesca palustre. Las fortunas de los ciudadanos son mediocres, porque como carecen de minas de oro y de plata, dedican todo su tiempo al comercio, a la agricultura, al ganado lanar y a otras cosas semejantes; sobre todo los colonos españoles, los que son poco más o menos cien. Preside a los indios un gobernador único de su raza y bajo de él hay dos pretores y ocho tribunos. De éstos se puede apelar a un pretor español elegido por el Virrey mexicano y de éste a la Audiencia de México (?). Hay además un convento único de franciscanos a los que incumbe, por consentimiento del Arzobispo de México, suprema cabeza de esta Iglesia después del pastor romano, el derecho eclesiástico, la administración de los sacramentos, la interpretación del Evangelio, la enseñanza del pueblo (y para decirlo en una palabra), todo lo que se considere necesario para el culto divino y para el estudio de la virtud. Los pueblos y las ciudades de Tetzcoco, que son numerosos, no es necesario mencionarlos particularmente; se dice que las gentes que se convocan de Tetzcoco por el Virrey a los cargos públicos, son tantas cuantas eran cuando obedecían al rey tetzcocano. Lo obedecían en verdad todas las que habitan desde el mar septentrional hasta el austral, comprendidas por las partes del Orto y del Ocaso en límites mucho más estrechos. Cuando los mexicanos, que se glorian no menos que los tetzcoquenses de provenir de los chichimeca, llegaron a estas regiones, los reyes de Tetzcoco ya habían dilatado en ellas su imperio por todas partes; sin embargo, admitieron dentro del lago a los mexicanos y entraron en amistad con ellos; pero éstos en verdad se mostraron tales y tan hábiles para dirigir en la guerra y en la paz, que en breve conquistaron suprema dirección de los asuntos, y el imperio arrancado a los demás. Llegaron a tanta grandeza de fortuna, que por consentimiento de toda la tetrarquía o del triunvirato, fue pactado que cuantas veces tuviese que hacerse la guerra en contra de las naciones no sometidas aún al yugo, se hiciese igualmente por todos y que a todos correspondiera la gloria de la victoria y se considerara que el trofeo había sido alcanzado por todos; que los despojos obtenidos y los tributos que tendrían que ser pagados después, se distribuyeran entre todos pro rata de los gastos de cada uno, pero que la jurisdicción y el imperio pertenecieran al solo rey mexicano. Esa gente al principio obedecía a jefes, pero desde trescientos años antes de esta época empezó a ser gobernada por reyes. El primero de todos éstos fue Tlaltecatzin, llamado señor de los chichimeca, quien tuvo en su poder la sede regia ochenta días no más. Techotlallatzin, chichimeca, setenta años íntegros; Iztlilxochitl sesenta y cinco; en el tiempo de éstos no encuentro que aconteciese nada digno de recuerdo. Siguió Necahoalcoyotzin, quien reinó setenta y un años; en esta época comenzaron movimientos bélicos, reinando en México Itzcoatzin, se emprendió la guerra en contra de los tepanecas o atzapoltzancenses (sic) y en contra de otras provincias, reinos y ciudades. Y en verdad por su destreza y fuerza fue restituido el reino tetzcoquense y arrancado de manos de los tiranos, por lo que fue llamado aculhuacanense, que quiere decir del brazo (como ellos dicen) guerrero o del guerrero. Porque cuando los reyes atzcapoltzancenses derrotaron a los señores de los acolmanenses, coatlichanenses y aculhuacanenses y después de mucho tiempo mataron al padre de Necahualquecoyotzin (sic) y al hijo, niño todavía de tierna edad lo expulsaron del límite de su imperio y arrojaron a los mexicanos y tlacupanos y los despojaron de las ciudades patrias circunvecinas, Necahualcoyotzin se echó sobre ellos con tanta fuerza e ímpetu, con las cohortes del reino paterno, de los mexicanos y tlacopanenses, que los venció y mató y después sujetó a los tetzcoquenses, libertó a los mexicanos de la tiranía y entregó el reino atzcapoltzacense a los tlacopanenses. A pesar de esto los reyes mexicanos que siguieron, olvidados del beneficio recibido, con los tlacopanenses. A pesar de esto los reyes mexicanos que siguieron, olvidados del beneficio recibido, con los tlacopanenses que cargaron con la nota de no pequeña ingratitud, declararon la guerra a los tetzcoquenses, y derrotados, obligaron a que se aliasen con los mexicanos, estuvieran sujetos a su imperio y no sin desdoro admitieran las leyes de las que hablé no ha mucho (?), a los que poco antes erguían la cabeza sobre todos y eran supremos entre los pueblos limítrofes.
contexto
CAPÍTULO XII Prosigue la navegación hasta los cincuenta y tres días de ella, y de una tormenta que les dio En los ocho días que los nuestros se ocuparon en dar carena a sus navíos vinieron tres veces ocho indios a ellos y, llegando muy pacíficamente, les dieron mazorcas de maíz o zara que traían en cantidad. Y los españoles les dieron asimismo de las gamuzas que traían, y, con haber toda esta afabilidad entre ellos, no les preguntaron qué tierra fuese aquélla ni cómo se llamase aquella provincia, porque no llevaban otro deseo sino de llegar a tierra de México, de cuya causa no nos fue posible saber qué región fuese aquélla. Los indios vinieron todas tres veces con sus arcos y flechas y se mostraron muy afables, y siempre fueron los mismos. Pasados los ocho días que tardaron en brear los carabelones, salieron nuestros castellanos de aquella fresca ribera y playa apacible y siguieron su viaje llevando siempre cuidado de ir tierra a tierra porque algún viento norte, que los hay en aquella costa muy furiosos, no los engolfase en alta mar, y también lo hacían porque, como hemos visto, tenían necesidad de tomar agua cada tres días. Donde hallaban buena disposición se ponían a pescar porque, después que aderezaron los carabelones y gastaron el tocino, no llevaban sino maíz, sin otra cosa alguna que comer, y la necesidad les forzaba a que unos pescasen en el agua con sus anzuelos y otros saltasen en tierra a buscar marisco, y siempre traían algo de provecho. También les obligaba a descansar pescando el mucho trabajo que llevaban en remar, porque siempre que la mar sufría los remos, se remudaban en ellos todos los que iban en los carabelones, salvo los capitanes. Doce o trece días gastaron en veces en las pesquerías, porque donde les iba bien de pescado se detenían dos y tres días. Así navegaron estos españoles muchas leguas (mas no podemos decir cuántas), con grandísimo deseo de tomar el río de Palmas, que, según lo que habían navegado, les parecía que no estaban lejos de él. Y esta esperanza la daban y certificaban los que se jactaban de cosmógrafos y grandes marineros, mas en hecho de verdad, el que de ellos más sabía no sabía en qué mar ni por cuál región navegaban, salvo que les parecía, y era así lo cierto, que, siguiendo siempre aquel viaje, al cabo, si la mar no se los tragase, llegarían a tierra de México, y esta certidumbre era la que los esforzaba para sufrir y pasar el excesivo trabajo que llevaban. Cincuenta y tres días eran pasados que nuestros españoles habían salido del Río Grande a la mar y navegado por ella los treinta de ellos y ocupádose los veinte y tres en reparar los bergantines y en descansar en las pesquerías que hacían, cuando, al fin de ellos, se levantó después de medio día el viento norte con la ferocidad y pujanza que en aquella costa más que en otra parte suele correr, el cual los echaba la mar adentro, que era lo que siempre habían temido. Las cinco carabelas, y entre ellas la del gobernador, que iban juntas, habiendo reconocido la tormenta antes que llegase, se arrimaron a tierra y así, tocando en ella con los remos, navegaron buscando algún abrigo donde guarecerse del mal temporal. Las otras dos, que eran la del tesorero Juan Gaytán, que por muerte del buen Juan de Guzmán había quedado solo capitán de ella, y la de los capitanes Juan de Alvarado y Cristóbal Mosquera, que no habían conocido el tiempo tan bien como las otras cinco, iban algo alejadas de tierra, por el cual descuido pasaron toda aquella noche bravísima tormenta, que por horas les crecía el viento y su braveza de manera que iban con el Credo en la boca. Y la carabela del tesorero tuvo mayor peligro que la otra porque el árbol mayor, con un golpe de viento, se les desencajó y salió fuera de un mortero de palo en que iba encajado en la quilla, y con mucho trabajo y dificultad lo volvieron a él. Así anduvieron las dos carabelas contrastando toda la noche y forcejeando contra el temporal por no alejarse de tierra. Y cuando amaneció (que entendían los nuestros se aplacara el viento con el día), se les mostró entonces más furioso y bravo, y, sin aflojar cosa alguna de su furia, los trajo ahogando hasta medio día. A esta hora vieron las dos carabelas cómo las otras cinco subían por un estero o río arriba y que iban ya metidas en salvo y libres de aquella tormenta en que ellas quedaban, con lo cual se esforzaron a porfiar de nuevo contra el viento, por ver si pudiesen arribar donde las otras iban, mas, por mucho que lo trabajaron, no fue posible porque el viento era proa y recísimo, de manera que ninguna diligencia les aprovechó para tomar el río, antes con la porfía se metían en mayor peligro, que muchas veces se vieron zozobradas las carabelas, y todavía, con todo este peligro, porfiaron contra la tormenta hasta las tres de la tarde, mas, viendo que no solamente perdían el trabajo sino que aumentaban el peligro, acordaron sería menos malo dejarse correr la costa adelante, donde podría ser que hallasen algún remedio. Con este acuerdo volvieron las proas al poniente y corrieron a la bolina sin querérseles aplacar el viento cosa alguna. Nuestros españoles andaban desnudos en cueros, no más de con los pañetes, porque el agua de las olas que caían en las carabelas era tanta que las traía medio anegadas. Unos acudían a marear las velas, otros a echar el agua fuera, que, como los bergantines no tenían cubierta, se quedaba dentro toda la que las olas echaban, y andaban en ella los nuestros a medios muslos.