CAPÍTULO XII He aqu? pues, las generaciones y el orden de todos los reinados que nacieron con nuestros primeros abuelos y nuestros primeros padres, Balam Quitzé, Balam Acab, Mahucutah e Iqui Balam, cuando apareció el sol y aparecieron la luna y las estrellas. Ahora, pues, daremos principio a las generaciones, al orden de los reinados, desde el principio de su descendencia, cómo fueron entrando los Señores, desde su entrada hasta su muerte; cada generación de Señores y antepasados, así como el Señor de la ciudad, todos y cada uno de los Señores. Aquí, pues, se manifestará la persona de cada uno de los Señores del Quiché. Balam Quitzé, tronco de los de Cavec. Qocavib, segunda generación de Balam Quitzé. Balam Conaché, con quien comenzó el título de Ahpop, tercera generación. Cotuhá e Iztayub, cuarta generación. Gucuniatz y Cotuhá principio de los reyes portentosos, que fueron la quinta generación. Tepepul e Iztayul, del sexto orden. Quicab y Cavizimah, la séptima sucesión del reino. Tepepul e Iztayub, octava generación. Tecum y Tepepul, novena generación. Vahxaqui Caam y Quicab, décima generación de reyes. Vucub Noh y Cauutepech, el undécimo orden de reyes. Oxib Queh y Beleheb Tzi, la duodécima generación de reyes. Éstos eran los que reinaban cuando llegó Donadiú y fueron ahorcados por los castellanos. Tecum y Tepepul, que tributaron a los castellanos; éstos dejaron hijos y fueron la décimotercera generación de reyes 50 Don Juan de Rojas y don Juan Cortés, décimocuarta generación de reyes, fueron hijos de Tecum y Tepepul. Éstas son, pues, las generaciones y el orden del reinado de los Señores Ahpop y Ahpop Camhá de los Quichés de Cavec. Y ahora nombraremos de nuevo las familias. Éstas son las Casas grandes de cada uno de los Señores que siguen al Ahpop y al Ahpop Camhá. Éstos son los nombres de las nueve familias de los Cavec, de las nueve Casas grandes y éstos son los títulos de los Señores de cada una de las Casas grandes Ahau Ahpop, una Casa grande. Cuhá era el nombre de la Casa grande. Ahau Ahpop Camhá, cuya Casa grande se llamaba Tziquinahá. Nim Chocoh Cavec, una Casa grande. Ahau Ah Tohil, una Casa grande. Ahau Ah Gucumatz, una Casa grande. Popol Vinac Chituy, una Casa grande. Lolmet Quehnay, una Casa grande. Popol Vinac Pahom Tzalatz Ixcuxebá, una Casa grande. Tepeu Yaqui, una Casa grande. Éstas son, pues, las nueve familias de Cavec. Y eran muy numerosos los hijos y vasallos de las tribus que seguían a estas nueve Casas grandes. He aquí las nueve Casas grandes de los de Nihaib. Pero primero diremos la descendencia del reino. De un solo tronco se originaron estos nombres cuando comenzó a brillar el sol, al principio de la luz. Batam Acab, primer abuelo y padre. Qoacul y Qoacutec, la segunda generación. Cochahuh y Cotzibahá, la tercera generación. Beleheb Queh, la cuarta generación. Cotuhá, la quinta generación de reyes. Batzá, la sexta generación. Iztayul, la séptima generación de reyes. Cotuhá, el octavo orden del reino. Beleheb Queh, el noveno orden. Quemá, así llamado, décima generación. Ahau Cotuhá, la undécima generación. Don Christóval, así llamado, que reinó en tiempo de los castellanos. Don Pedro de Robles, el actual Ahau Galel. Éstos son, pues, todos los reyes que descendieron de los Ahau Galel. Ahora nombraremos a los Señores de cada una de las Casas grandes. Ahau Galel, el primer Señor de los de Nihaib, jefe de una Casa grande. Ahau Ahtzic Vinac, una Casa grande. Ahau Galet Camhá, una Casa grande. Nimá Camhá, una Casa grande. Uchuch Camhá, una Casa grande. Nim Chocoh Nihaib, una Casa grande. Ahau Avilix, una Casa grande. Yacolatam; una Casa grande. Nimá Lolmet Ycoltux, una Casa grande. Éstas son, pues, las Casas grandes de los de Nihaib; éstos eran los nombres de las nueve familias de los de Nihaib, así llamados. Numerosas fueron las familias de cada uno de los Señores, cuyos nombres hemos consignado primero. He aquí ahora la descendencia de los de Ahau-Quiché, siendo su abuelo y padre Mahucutah, el primer hombre. Qoahau, nombre de la segunda generación de reyes. Caglacán. Cocozom. Comahcun. Vucub Ah. Cocamel. Coyabacoh. Vinac Bam. Éstos fueron los reyes de los de Ahau Quiché: éste es el orden de sus generaciones. He aquí ahora los nombres de los Señores que componen las Casas grandes; sólo había cuatro Casas grandes: Ahtzic Vinac Ahau se llamaba el primer Señor de una Casa grande. Lolmet Ahau, segundo Señor de una Casa grande. Nim Chocoh Ahau, tercer Señor de una Casa grande. Hacavitz, el cuarto Señor de una Casa grande. Cuatro eran, pues, las Casas grandes de los AhauQuiché. Había, pues, tres Nim Chocoh, que eran como los padres investidos de autoridad por todos los Señores del Quiché. Reuníanse los tres Chocoh para dar a conocer las disposiciones de las madres, las disposiciones de los padres. Grande era la condición de los tres Chocoh. Eran, pues, el Nim Chocoh de los Cavec, el Nim-Chocoh de los Nihaib, que era el segundo, y el Nim Chocoh Ahau de los Ahau Quiché, que era el tercer Nim Chocoh, o sean los tres Chocoh, que representaba cada uno a su familia. Y ésta fue la existencia de los quichés, porque ya no puede verse el libro Popol Vuh que tenían antiguamente los reyes, pues ha desaparecido. Así, pues, se han acabado todos los del Quiché, que se llama Santa Cruz.
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CAPÍTULO XII El cacique de Apalache, siendo tullido, se huyó a gatas de los españoles Con gran contento y común regocijo se habían puesto a reposar y descansar nuestros castellanos, capitanes y soldados, entendiendo que el día venidero habían de volver a su capitán general con victoria y triunfo de llevarle todos los indios principales de aquella provincia reducidos a su amistad y servicio, con que todos pensaban quedar en paz y descanso, cuando se hallaron burlados de sus imaginaciones porque, luego que amaneció, se vieron sin el cacique y sin indio alguno de los pocos que con él habían ido. De lo cual admirados, se preguntaron unos a otros qué se hubiese hecho, y todos respondían que no era posible sino que el indio hubiese conjurado los demonios y que ellos lo hubiesen llevado por los aires, porque, según las centinelas afirmaban, no había habido descuido alguno por do el cacique pudiese haber huido. Mas la verdad del hecho fue que los castellanos, así por el cansancio de la jornada larga del día pasado, como por la confianza que la amistad y buenas palabras de Capasi y del impedimento y lesión de su persona habían tomado, se descuidaron y durmieron las centinelas y no centinelas. El curaca, reconociendo el sueño y la buena ocasión, se atrevió a hurtarse de ellos, y lo puso por obra saliéndose a gatas por medio de las centinelas, y sus indios, que no dormían, antes andaban en asechanza de los españoles, topando con él, se lo habían llevado a cuestas, y fue merced que Dios hizo a los cristianos que no volviesen los infieles a degollarlos porque, según la ferocidad de ellos y el sueño de los nuestros, pudieran hacerlo muy a su salvo. Mas contentáronse con ver a su señor libre del poder de los castellanos y, porque no volviese a él, procuraron ponerlo a mejor recaudo que antes estaba y así lo llevaron donde entonces ni después nunca más pareció. Los dos capitanes, que por su honra callamos sus nombres, y sus buenos soldados hicieron grandes diligencias por aquellos montes buscando a Capasi como a fiera, mas, por mucho que lo trabajaron todo el día, no hallaron rastro de él, porque mal se cobra el pájaro que se escapa de la red. Los indios, habiendo puesto en cobro al curaca, salieron a los cristianos y les dijeron mil afrentas y denuestos, haciendo burla y escarnio de ellos y, sin hacerles otro enojo, que no quisieron pelear con ellos, los dejaron volver a su real, donde llegaron bien corridos y avergonzados de que un indio, que tan encomendado habían llevado, se les hubiese huido y escapado a gatas. Al general y a los demás capitanes dijeron mil fábulas en descargo de su descuido y en abono de su honra, certificando todos que habían sentido aquella noche cosas extrañísimas y que no era posible sino que se había ido por los aires con los diablos, porque de otra manera juraban que era imposible según la buena guarda que le tenían puesta. El gobernador, ya que vio el mal recaudo hecho y que no había remedio en él, por no afrentar aquellos capitanes y soldados, se dio por persuadido de lo que le decían y les ayudó con decir que los indios eran tan grandes hechiceros que podían hacer mucho más que aquello; empero, no dejó de sentir el descuido que habían tenido. Volviendo a los treinta caballeros que dejamos trabajando en pasar el caudaloso río de Ocali, decimos que los que se ocupaban en cortar la madera en breve tiempo hicieron la balsa, porque para semejantes necesidades iban prevenidos de hachas y cordeles, y la echaron en el agua con dos cordeles largos, con los cuales la llevasen y trajesen de una parte a otra del río, y dos buenos nadadores llevaron uno de los cordeles a la otra ribera. Todo esto tenían hecho los españoles cuando los indios de Ocali, con gran ímpetu y vocería, llegaron cerca del río con ánimo y deseo de matar los cristianos. Los once caballeros que salieron de la otra parte del río se pusieron al encuentro y cerraron con ellos con tanta determinación y denuedo, alanceando los primeros que toparon, que los indios no osaron esperarles porque la tierra era limpia de monte bajo y alto y los caballeros eran señores del campo, por lo cual se retiraron e hicieron a lo largo, contentándose con tirarles muchas flechas desde lejos. Los cuatro caballeros que estaban de estotra parte del río, donde había menos enemigos, acudían los dos el río abajo, y los otros dos el río arriba, porque de estas dos partes venían los indios; deteníanlos con sus arremetidas para que no llegasen donde la balsa andaba. La cual, entretanto que los de a caballo le defendían la una ribera y la otra, hizo cinco viajes. En el primero llevó los capotes de los once caballeros que estaban de la otra parte del río, que los pedían a grandes voces porque un viento norte que se había levantado, tomándolos mojados, no con más ropa que las camisas y las cotas de malla encima, los helaba de frío. En otros cuatro viajes, pasaron las sillas y frenos y las alforjas y los compañeros que no sabían nadar, que eran pocos, porque los que sabían pasaban nadando por no perder tiempo echando más viajes con la balsa de los que no pudiesen excusar y, como iban pasando, así iban saliendo al llano en socorro de los que en él andaban resistiendo a los enemigos que de hora en hora crecían. Solamente quedaban dos españoles para tirar de la balsa y recibir lo que en ella iba. Para el último viaje quedaron de esta parte del río sólo dos; el uno fue Hernando Atanasio y el otro Gonzalo Silvestre. El cual, entre tanto que el compañero echaba su caballo al agua y entraba en la balsa, salió a detener los enemigos y, habiéndolos retirado una buena carrera de caballo, volvió a todo correr para entrar en la balsa donde le esperaba el compañero y, sin quitar silla ni freno al caballo, lo echó al agua y él entró en la balsa habiendo desatado el cordel que tenía atado en tierra. Por prisa que los indios se dieron en venir a flechar los castellanos, ya ellos iban a medio río fuera de peligro por la mucha diligencia que los compañeros de la otra parte habían puesto en tirar de la balsa. Los caballos, como los echaban en el agua, así pasaban de muy buena gana sin que les hiciesen fuerza ni los guiasen, que parecían reconocer el mal que los enemigos les deseaban hacer y, como si fueran racionales, así acudían a obedecer lo que les mandaban sin rehusar el entrar y salir doquiera que los metían, que para los españoles no era poco alivio, y aun de ellos tomaban ejemplo para acudir con mayor prontitud al trabajo viendo que las bestias no lo rehusaban.
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Que trata de las balsas que se hicieron para llevar los dolientes Habiendo pasado el gobernador y su gente el río del Paraná, estuvo muy confuso de que no fuesen llegados dos bergantines que había enviado a pedir a los capitanes que estaban en la ciudad de la Ascensión, avisándoles por su carta que les escribió dende el río del Paraná, para asegurar el paso por temor de los indios de él, como para recoger algunos enfermos y fatigados del largo camino que habían caminado; y porque tenían nueva de su venida y no haber llegado, púsole en mayor confusión, y porque los enfermos eran muchos y no podían caminar, ni era cosa segura detenerse allí donde tantos enemigos estaban, y estar entre ellos sería dar atrevimiento para hacer alguna traición, como es su costumbre; por lo cual acordó de enviar los enfermos por el río del Paraná abajo en las mismas balsas, encomendados a un indio principal del río, que había por nombre Iguaron, al cual dio rescates porque él se ofresció a ir con ellos hasta el lugar de Francisco, criado de Gonzalo de Acosta, en confianza de que en el camino encontrarían los bergantines, donde serían recebidos y recogidos, y entretanto serían favorescidos por el indio llamado Francisco que fue criado entre cristianos, que vive en la misma ribera del río del Paraná, a cuatro jornadas de donde lo pasaron, según fué informado por los naturales; y así los mandó embarcar, que serían hasta treinta hombres, y con ellos envió otros cincuenta hombres arcabuceros y ballesteros para que les guardasen y defendiesen; y luego los hobo enviado se partió el gobernador con la otra gente por tierra para la ciudad de la Ascensión, hasta la cual, según le certificaron los indios del río del Paraná, habría hasta nueve jornadas y en el río del Paraná se tomó la posesión en nombre y por Su Majestad, y los pilotos tomaron el altura en 24 grados. El gobernador con su gente fueron caminando por la tierra y provincia, por entre lugares de indios de la generación de los guaraníes, donde por todos ellos fué muy bien recebido, saliendo, como solían, a los caminos cargados de bastimentos, y en el camino pasaron unas ciénagas muy grandes y otros malos pasos y ríos, donde en el hacer de los puentes para pasar la gente y caballos se pasaron grandes trabajos; y todos los indios de estos pueblos, pasado el río del Paraná les acompañaba de unos pueblos a otros, y les mostraban y tenían muy grande amor y voluntad, sirviéndoles y haciéndoles socorro en guiarles y darles de comer, todo lo cual pagaba y satisfacía muy bien el gobernador, con que quedaban muy contantos. Y caminando por la tierra y provincia, aportó a ellos un cristiano español que venía de la ciudad de la Ascensión a saber de la venida del gobernador, y llevar el aviso de ello a los cristianos y gente que en la ciudad estaban; porque, según la necesidad y deseo que tenían de verlo a él y su gente por ser socorridos, no podían creer que fuesen a hacerles tan gran beneficio hasta que lo viesen por vista de ojos, no embargante que habían recebido las cartas que el gobernador les había escripto. Este cristiano dijo e informó al gobernador del estado y gran peligro en que estaba la gente, y las muertes que habían suscedido, así en los que llevó Juan de Ayolas como otros muchos que los indios de la tierra habían muerto; por lo cual estaban muy atribulados y perdidos, mayormente por haber despoblado el puerto de Buenos Aires, que está asentado en el río del Paraná, donde habían de ser socorridos los navíos y gentes que de estos reinos de España fuesen a los socorrer; y por esta causa tenían perdida la esperanza de ser socorridos, pues el puerto se había despoblado, y por otros muchos daños que le habían sucedido en la tierra.
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Cómo vimos el pueblo del Aguayaluco, que pusimos por nombre La Rambla Vueltos a embarcar, siguiendo la costa adelante, desde a dos días vimos un pueblo junto a tierra, que se dice el Aguayaluco, y andaban muchos indios de aquel pueblo por la costa con unas rodelas hechas de conchas de tortugas, que relumbraban con el sol que daba en ellas, y algunos de nuestros soldados porfiaban que eran de oro bajo, y los indios que las traían iban haciendo pernetas, como burlando de los navíos, como ellos estaban en salvo, por los arenales y costa adelante; y pusimos a este pueblo por nombre La Rambla, y así está en las cartas de marear. E yendo más adelante costeando, vimos una ensenada, donde se quedó el río de Tonalá, que a la vuelta que volvimos entramos en él, y le pusimos nombre río de San Antonio, y así está en las cartas del mar. E yendo más adelante navegando, vimos adonde quedaba el paraje del gran río de Guazacualco, y quisiéramos entrar en el ensenada que está, por ver qué cosa era, sino por ser el tiempo contrario; e luego se parecieron las grandes sierras nevadas, que en todo el año están cargadas de nieve; y también vimos otras sierras que están más junto al mar, que se llaman ahora de San Martín: y pusímoslas por nombre San Martín, porque el primero que las vio fue un soldado que se llamaba San Martín, vecino de la Habana. Y navegando nuestra costa adelante, el capitán Pedro de Alvarado se adelantó con su navío, y entró en un río que en nombre de indios, se llama Papaloata, y entonces pusimos por nombre río de Alvarado, porque lo descubrió el mesmo Alvarado. Allí le dieron pescado unos indios pescadores, que eran naturales de un pueblo que se dice Tlacotalpa; estuvírnosle aguardando en el paraje del río donde entró con todos tres navíos, hasta que salió de él; y a causa de haber entrado en el río sin licencia del general, se enojó mucho con él, y le mandó que otra vez no se adelantase del armada, porque no le aviniese algún contraste en parte donde no le pudiésemos ayudar. E luego navegamos con todos cuatro navíos en conserva, hasta que llegamos en paraje de otro río, que le pusimos por nombre río de Banderas, porque estaban en él muchos indios con lanzas grandes, y en cada lanza una bandera hecha de manta blanca, revolándolas y llamándonos. Lo cual diré adelante cómo pasó.
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Capítulo XII Cómo Pedro de los Ríos vino por gobernador a Tierra Firme y de lo que hizo Almagro en Panamá hasta que volvió con gente Pedrarias Dávila había ido a Nicaragua, adonde cortó la cabeza al capitán Francisco Hernández, según que tiene escrito el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo, y de España había enviado por su gobernador el emperador, de Tierra Firme a un caballero de Córdoba llamado Pedro de los Ríos, y llegó a Panamá; andando Almagro descubriendo con Pizarro, su compañero; y fue admitido por los cabildos al cargo, y tenido por gobernador por los que estaban en la provincia. Y esto entendido, digo que volviendo a nuestra materia, ya conté cómo Diego de Almagro, dejando en el río de San Juan al capitán Pizarro con los españoles, dio la vuelta a Panamá, y llegando a la isla de Taboga, supo estar Pedro de los Ríos por gobernador en la ciudad. Pesóle, creyendo que sería estorbo para sacar gente de la tierra. No quiso entrar en el puerto hasta saber del padre Luque, su compañero, lo que sobre aquello le parecía, y envió con prisa un mensajero, escribiendo con él a Luque, su compañero, su venida y a qué era, y el oro que traía y adonde dejaba a los españoles, y otras cosas. A Pedro de los Ríos escribió otra carta casi diciéndole lo mismo, yendo con la de su compañero el maestrescuela, para que la diese, si conviniese, o la rompiese si había de dañar. Mas como el clérigo Luque vio las cartas, habló con Pedro de los Ríos, dándole la carta que Almagro le enviaba. Respondió que le pesaba el saber que tantos españoles se hubiesen muerto con aquella conquista. Prometió de dar el favor que pudiese, siendo servicio de Dios y del rey. Mandó que luego viniese a Panamá Diego de Almagro; a quien fue aviso de lo dicho con su navío entró en el puerto de aquella ciudad, diciendo todos que venían del Perú. El gobernador salió con algunos caballeros a le recibir hasta la marina, y por extenso le contó Almagro todo lo que había pasado y la esperanza que se tenía de que se había de descubrir tierra rica y muy poblada. Como esto entendió, Pedro de los Ríos confirmó los cargos que de mano de Pedrarias tenían Pizarro y Almagro; mandó provisiones de ello, y permitió que se hiciese gente; y juntó Diego de Almagro con gran dificultad y trabajo hasta cuarenta españoles de los que habían venido de España; porque en aquel tiempo no venían tanto como en éste. Con esta gente y con seis caballos y el refresco que pudo haber de carnaje y alpargates y camisas, bonetes, cosas de botica; y más que convenían para los que estaban desproveídos, tornó a salir de Panamá. En el ínter que esto pasaba, Francisco Pizarro y sus compañeros andaban como solían por entre aquellos ríos y manglares, comiéndose de mosquitos, pasando intolerables trabajos y desaventuras, y andaban aburridos de andar por aquel infierno; quisieran todos volverse a Panamá; como aún el temor y vergüenza hubiesen consigo, no osaban hacerlo contra la voluntad de su capitán; "mas en tierra pobre no hay deslealtad, y adonde hay riqueza, la misma riqueza pugna contra la virtud", tanto que todo se rinde a la avaricia; y por haber dineros se cometen muertes, y hacen robos, y lo que habéis visto que ha pasado en estos años en este reino. Cuando estaban en corrillos los españoles, decían que los tenía Pizarro por fuerza; no lo ignoraba él, mas disimulaba, porque tenían razón, y al hambriento no se puede remediar si no es con hartarlo. Aguardaba a su compañero con gran deseo de verlo. No se tardó muchos días cuando vieron el navío y salieron en tierra los que en él venían, espantándose los de la mar de ver a los de tierra tan amarillos y flacos.
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CAPÍTULO XII Medios artificiales con que la ciudad se surtía de agua. --Aguadas. --Un delicioso sitio para bañarse# --Manera de vivir en las ruinas. --Manera de asar un lechoncillo. --Montículo sin nombre. --Excavaciones hechas en él. --Grande esfuerzo. --Un amargo desengaño. --Un ataque de fiebre. --Visita del cura de Ticul. --Partida para Ticul. --Marcha penosa. --Llegada al convento. --Llegada del Dr. Cabot enfermo de fiebre. --Perspectiva triste. --Sencillo remedio para las fiebres. --Aspecto general de Ticul. --La iglesia. --Una urna funeraria. --Monumento e inscripción. --El convento. --Carácter del cura Carrillo. --Ignorancia de la fecha en que se construyó el convento. --Probabilidad de haber sido edificado con materiales tomados de las ruinas de las ciudades antiguas. --Archivos del convento En el relato de mi primera visita a las ruinas de Uxmal hice mención del hecho de que esa ciudad carecía enteramente de medios aparentes para proveerse de agua. En toda su área no se encuentra pozo, arroyo, fuente o cosa alguna que aparentemente se haya usado para suplir y proveerse de ese elemento, a excepción de las cámaras subterráneas de que hemos hecho mención y que, aun suponiéndolas destinadas a aquel objeto, probablemente no serían suficientes, por numerosas que hubiesen sido, a satisfacer las necesidades de tan vasta población. Toda el agua que necesitábamos para nuestro uso teníamos que enviar a buscarla a la hacienda. Los inconvenientes de esta falta los estuvimos experimentando por todo el tiempo de nuestra residencia en las ruinas; y muy frecuentemente, a despecho de todas nuestras precauciones para tener siempre una provisión competente de agua a la mano, veníamos abrasados de sed después de estar trabajando al sol, y teníamos que esperar que un indio fuese y volviese de la hacienda trayendo agua, cuya distancia, en ida y vuelta, era nada menos que tres millas. Desde el momento que llegamos, convirtiose nuestro afán e investigaciones hacia este importante objeto, y a poco tiempo quedamos convencidos de que el principal medio por el cual los antiguos se proveían de agua era el de las aguadas, o estanques circunvecinos. Esas aguadas se han abandonado y se encuentran hoy enzolvadas, y éste, acaso, es, hasta cierto punto, el motivo de la insalubridad que reina en Uxmal. Vimos la principal de estas aguadas primero desde la azotea de la casa del enano hacia el oeste, a distancia como de una milla. Visitámosla después guiados del mayoral y acompañados de algunos indios que llevamos para despejar el terreno. El espacio intermedio estaba cubierto de una floresta, y el piso era bajo y pantanoso, y, como a la sazón continuaban aún las lluvias, la aguada era un bello estanque de agua, bordado completamente de árboles, silencioso y desolado, con algunas huellas de ciervo en las orillas, unos cuantos patos nadando en la superficie y un martín pescador posado en la rama de un árbol, acechando alguna presa. El mayoral nos dijo que esa aguada se hallaba en conexión con otra al sur, y que continuaban, unidas unas con otras hasta una gran distancia, y llegaban, según su expresión que no tomamos literalmente, hasta el número de ciento. La opinión general que reina acerca de las aguadas es la misma que nos expresó el cura de Tecoh hablando de la que vimos en las inmediaciones de Mayapán; a saber, que "eran hechas a mano", formaciones artificiales, o excavaciones practicadas por los antiguos habitantes para depósitos de agua. El mayoral nos dijo también que en la estación de la seca, cuando bajaba el agua, se veían en muchas partes los vestigios de un enlosado en el fondo. Aunque todavía no queríamos creer que todas las aguadas fuesen artificiales, sin embargo, no tuvimos dificultad ninguna en persuadirnos que ellas proveían de agua a los antiguos habitantes de Uxmal. Por lo que veremos después, nos convenceremos de que la distancia, para aquel seco y árido terreno, era de poquísima monta. Como nuestra primera visita a esta aguada, tenía a nuestros ojos un interés más directo y personal. Por la dificultad que había en procurarnos agua en las ruinas, nos veíamos obligados a economizar su uso, mientras que el excesivo calor y nuestras tareas en las ruinas nos tenían cubiertos de polvo y rasguñados de espinas; y por consiguiente no había cosa que apeteciésemos más como el refresco de un baño. Por tanto, no entró por poco en nuestra excursión a la aguada el examinar si sería propia para un sitio de baños. El resultado fue más satisfactorio de lo que esperábamos, y el sitio estaba actualmente convidando. Escogimos una pequeña ensenada a que daba sombra un frondoso árbol, despejamos el terreno inmediato, abrimos un picado hasta la terraza de la casa del gobernador y consagramos el primer día de diciembre para nuestro primer baño. El mayoral, temiendo los fríos y calenturas, protestó contra nuestra determinación, amenazándonos con las más serias consecuencias; pero habíamos obtenido lo que más necesitábamos para nuestra comodidad en Uxmal, y, en el exceso de nuestra satisfacción, no teníamos aprensión ninguna por las resultas. Hasta allí, nuestra manera de vivir en las ruinas había sido uniforme, y abundantes nuestros recursos. Todo cuanto en la hacienda pertenecía al dueño estaba a nuestra disposición, bien así como los servicios de los indios hasta donde el propietario tenía derecho de exigirlos. La propiedad del dueño consistía en ganado vacuno, mulas, caballos y maíz, de todo lo cual sólo lo último podía considerarse como materia de provisiones. Algunos indios tenían unos cuantos pollos, cerdos y pavos de su pertenencia, que siempre estaban dispuestos a vender; y todas las mañanas, los que venían al trabajo traían consigo agua, pollos, huevos, puerco, frijoles verdes y leche. Alguna vez teníamos una pierna de venado, a lo cual añadía el doctor varias clases de patos, patos silvestres, chachalacas, torcazas, codornices, palomas, papagayos, y otras aves pequeñas. Además, solíamos recibir de cuando en cuando algún regalo de la Sra. D ? Joaquina o de D. Simón, de suerte que, en sentido absoluto, jamás habíamos vivido mejor durante la exploración de ningunas ruinas. Sin embargo, ya al fin, con motivo de la espesura de los bosques, el doctor comenzó a fastidiarse de la caza, pues, no teniendo consigo un perro que le ayudase, perdía las cinco sextas partes de las piezas que cazaba, y se limitó a colectar pájaros para disecar. A la sazón, recibimos también la noticia de que los pollos comenzaban a escasear en la hacienda, y que los huevos se habían agotado en lo absoluto. El negocio no admitía largas ni dilaciones; y en consecuencia despachamos a Albino, acompañado de un indio, al pueblo de Muna, distante doce millas de allí, y volvió cargado de huevos, frijoles, arroz y azúcar, y con eso renació la abundancia entre nosotros. Un lechoncillo que nos remitió D. Simón desde otra hacienda suya puso en movimiento, para cocinarlo, a los directores en jefe de nuestros varios departamentos domésticos, a saber a Albino, Bernardo y Chepa Chí. Ellos tenían su manera peculiar de hacer esta operación; manera nacional, tradicional y derivada de padres a hijos; la misma en que aquel respetable pueblo cocinaba a los hombres y mujeres "aparejados los cuerpos a su manera, como dice Bernal Díaz, formando una especie de horno de piedras recalentadas, que se colocaban bajo la tierra". Hicieron, pues, una excavación sobre la terraza, encendieron en ella un gran fuego, que mantuvieron hasta que se encontró tan caliente como un horno. Dos piedras muy limpias se colocaron en el fondo de la excavación, sobre ellas se tendió el lechoncillo, ya muerto por supuesto, se le cubrió con yerbas y arbustos y se echaron encima piedras adheridas de tal manera, que apenas dejasen una ligera respiración al fuego y al humo. Entretanto que se cocinaba bien nuestro lechoncillo, nos consagramos a cierto trabajo sobre una cosa que teníamos muy a la mano pero que con la variedad de otras atenciones habíamos estado difiriendo de día en día. A espaldas de la casa del gobernador, se levanta un montículo, que no tiene nombre conocido, y que forma una de las mayores y más imponentes estructuras que se encuentran en las ruinas de Uxmal. Hallábase entonces cubierto de árboles y una espesa capa de maleza, lo que daba un aire melancólico a la magnitud de sus proporciones; y, si no fuese por su regularidad y la faja de piedras que se veía en la cima, habría pasado por una colina natural sembrada de una arboleda. Acompañado de algunos indios, subí al montículo y comencé a despejarlo a fin de que Mr. Catherwood pudiese dibujar. Encontreme con que todos sus lados se hallaban cubiertos, ricamente ornamentados en algunos sitios, pero completamente ocultos a la vista por la espesura del follaje. La altura de este montículo era de sesenta y cinco pies sobre una base de trescientos de un lado y doscientos de otro. En la parte superior hay una gran plataforma de piedra sólida, de tres pies de elevación y setenta y cinco en cuadro; como a quince pies antes de llegar a la cúspide hay una estrecha terraza, que corre por los cuatro costados. Las paredes de la plataforma son de piedra labrada, y en los ángulos se ven algunos adornos esculpidos. El área es enteramente de piedra suelta y ruda, y no hay allí restos ni vestigios de ningún edificio. Esta grande estructura parece haber sido únicamente destinada para tener arriba aquella plataforma. Probablemente sería el lugar consagrado para las grandes ceremonias religiosas, manchándose con la sangre humana de las víctimas sacrificadas en presencia del pueblo reunido. A pesar de su cercanía a nosotros, era la primera vez que yo subía a este montículo, desde el cual se obtenía una plena vista de todos los edificios. El día estaba nublado, el viento soplaba tristemente sobre la desolada ciudad; y desde mi llegada a aquellos sitios, no había sentido tan viva y profundamente la solemne sublimidad de aquellas ruinas misteriosas. Alrededor de la cúspide del montículo había un bordado de piedras esculpidas, de diez o doce pies de elevación. El principal adorno era el de los mascarones, y siguiendo el curso de aquella especie de ruedo, y despejándolo de los árboles y maleza, por el lado del oeste y enfrente de la casa de las palomas llamome la atención un adorno, cuya parte inferior estaba enteramente oculta con los escombros desprendidos de la parte de arriba. Estaba situado casi en el centro de aquel lado del montículo; y por su posición y su carácter tuve la aprensión de que debía estar sobre una puerta que había de dar entrada a algún departamento interior. Los indios al pasar habían despejado ya aquella parte del terreno; pero los hice volver, ordenándoles que excavasen la tierra y escombros que ocultaban la parte inferior del adorno. Era en verdad un sitio peligroso para trabajar: el costado del montículo era escarpado, y las piedras que formaban el adorno vacilaban a cada movimiento. Los indios, como de costumbre, trabajaban en la obra lo mismo que si tuvieran que emplear en ella todo el resto de su vida. Ellos siempre están cansados y fastidiados del trabajo; pero mis apuros e impaciencia en esta ocasión me los representaban todavía más que de lo ordinario. Estrechándolos como podía, y procurando hacerles comprender mi idea, los hice trabajar cuatro horas sin intermisión, hasta que alcanzaron la cornisa. Resultó que el adorno era una feísima cara, con los dientes de fuera de la misma forma, aunque en mayor escala y variando algo en los detalles, que las que antes se habían presentado en el resto de los adornos. Al extraer los indios los escombros y amontonarlos a un lado, llegaron a formar una cavidad profunda contra la faz misma del adorno. A semejante profundidad, las piedras parecían estar pendientes; y los indios manifestaban que era peligroso continuar la obra. Pero mi impaciencia ya no conocía límites. Yo les había ayudado alguna vez en la obra, y, estrechándoles ahora para que continuasen en ella, penetré por el agujero y comencé a trabajar con todas mis fuerzas. Caían rodando las piedras hasta la parte inferior del montículo, estrellándose contra las raíces y quebrantando las ramas. Gruesas gotas de sudor brotaban de mi cuerpo; pero estaba yo tan preocupado y tan seguro que iba a entrar en un gabinete herméticamente cerrado desde muchos años atrás, que nada podía detenerme. Y, sin embargo, me consideraba tan frío y tranquilo, que con mucha previsión y calma disponía, tan luego como se descubriese la entrada, parar la obra y enviar en busca de Mr. Catherwood y el Dr. Cabot, de manera que pudiésemos entrar juntos y notar con la exactitud posible todo lo que se descubriese. Pero yo estaba condenado a pasar por un chasco peor que el del laberinto de Maxcanú. Antes de alcanzar la cornisa, introduje el machete a través de la tierra y no hallé abertura ninguna, sino una pared de piedra sólida. El fundamento de mi esperanza había desaparecido y a pesar de eso insistí en que los indios siguiesen cavando sin objeto alguno. En el interés del momento, no había visto que las nubes se habían disipado y que había yo estado trabajando en este profundo agujero bajo el influjo de un sol vertical. El desengaño y la reacción después de una excitación tan viva, juntamente con la fatiga y el calor, agotaron todas mis fuerzas. Sentí una especie de opresión y peso, y me encontré enfermo hasta el corazón. Así, pues, despidiendo a los indios, apresureme a dar por concluida aquella obra y regresar a nuestro alojamiento. Al bajar el montículo, mis miembros apenas podían sostenerme, pues carecían de fuerza y elasticidad. Con mil trabajos pude llegar al sitio de nuestra residencia: mi sed era abrasadora. Arrojeme en una hamaca, y pocos momentos después me asaltó una fiebre agudísima. Toda la casa se puso en consternación. La enfermedad había puesto a contribución a todos los que nos rodeaban; pero era la primera vez que llamaba a nuestras puertas. Al tercer día, durante un violento acceso de la fiebre, llegó a las ruinas un caballero, cuya visita esperaba yo con la mayor ansia e interés. Era el cura Carrillo de Ticul, pueblo distante de allí siete leguas. Una semana después de nuestra llegada a las ruinas, el mayoral, recibió una carta del cura para saber si su visita sería bien recibida. Habíamos oído hablar de él como de la persona que tomaba más interés que ninguna otra en las antigüedades del país, y que poseía más conocimientos en la materia. Tenía por costumbre ir solo a Uxmal para andar errante a través de las ruinas, y nosotros habíamos formado el proyecto de hacer una excursión a Ticul con la idea de conocerle y establecer nuestras relaciones con él. Por consiguiente, nos causó muchísimo placer recibir aquella insinuación suya y le hicimos saber que esperábamos ansiosamente su visita. Lo primero que me dijo fue que era necesario dejase yo aquel sitio y marcharse con él a Ticul. Yo me resistía mucho a aquel arreglo. El cura no quiso permitir que yo fuese solo o acompañado de su criado, y a la mañana siguiente, en vez de una agradable visita a las ruinas, se fue regresando a casa llevando consigo a un hombre enfermo. Como no había koché listo, con motivo de cierta equivocación, me fue preciso hacer el viaje a caballo. Era aquel mi día de intervalo, y en esos momentos la falta de la molestia era positivamente una sensación agradable. En esta disposición, al principio de nuestro viaje, escuché con vivo interés las exposiciones del cura sobre los diversos puntos y localidades por donde íbamos pasando; pero gradualmente mi atención fue debilitándose, y por último se fijó mi alma entera sobre la sierra que descollaba enfrente de nosotros a distancia como de dos lenguas de la hacienda San José. Dos veces había cruzado anteriormente aquella sierra y la había contemplado con delicia, porque alteraba la constante monotonía de las llanuras, pero esta vez su apariencia era horrible para mí. Conforme íbamos avanzando, redoblábanse mis sufrimientos, y cuando llegué a la hacienda me encontraba en un estado imposible de describir. El mayoral estaba ausente y se hallaban cerradas las puertas de la casa principal; y por lo mismo tuve que echarme sobre unos sacos que había en el corredor. El descanso me tranquilizó un tanto. No había allí más que un solo indio, y éste dijo al cura que no era posible hacer un koché; pues los vecinos, unos se hallaban enfermos, y otros ocupados en los trabajos del campo a una legua de distancia. Lo de continuar a caballo era imposible; y por fortuna llegó en esto el mayoral, con lo cual se cambió el mal aspecto de las cosas. Dentro de pocos minutos se halló gente para hacer y cargar los kochés. El cura se adelantó para preparar mi recepción; y pasada una hora, listo ya mi koché, metime en él a las cinco. Mis conductores se sentían algún tanto vacilantes con la carga al principio; pero, ya una vez en camino, tornáronla a buena parte, y comenzaron a caminar con paso regular. Cambiando constantemente de un hombro a otro las varas del mueble, no por eso se detuvieron una sola vez hasta llegar a Ticul, tres leguas de distancia, apeándome en el piso del convento. El cura estaba ya esperándome; y Albino había llegado ya con mi catre, que en pocos minutos quedó listo, y me hallé tranquilamente colocado en cama. Las campanas estaban repicando con ocasión de una fiesta del pueblo, oíase el estallido de los cohetes y fuegos artificiales; y de cuando en cuando la aguda voz de un muchacho, que cantaba los números de la lotería, venía a herir mis oídos. A pesar de que semejante ruido era verdaderamente insoportable, la bondad del cura y la satisfacción de haber dejado una atmósfera infecta eran tan grandes para mí, que hube de dormirme profundamente. En tres días no dejé la cama, pero al cuarto salí a respirar el aire al balcón del convento. Era fresco, puro, embalsamado y corroborante. A la tarde del siguiente día salí con el cura a dar un paseo. No nos habíamos alejado mucho cuando un indio vino a darnos alcance para anunciar que otro de los caballeros había llegado enfermo de las ruinas. Retrocedimos y encontrámonos con el Dr. Cabot tendido en su koché asentado a la puerta del convento. Estaba acometido de una violenta fiebre, que se había acrecentado con el movimiento y fatiga del camino. Quedeme azorado al ver el extraordinario cambio que sus facciones habían sufrido en tan pocos días. Su fisonomía se hallaba encendida, su mirada era selvática y endeble y flaca su figura. Sin fuerzas para sostenerse a sí mismo, tuvo que apoyarse en mí; y como mis fuerzas no estaban muy allá que digamos, poco faltó para que ambos viniésemos a tierra. Había sido atacado al otro día de haber salido yo de las ruinas; y desde entonces, casi sin intermisión ninguna, estaba sufriendo la fiebre. Toda la noche y los dos siguientes días continuó bajando o subiendo la fiebre, pero sin dejarlo enteramente. Acompañábanle una constante inquietud y delirio, de manera que, no bien le poníamos en la cama, cuando se levantaba y comenzaba a girar por el cuarto. Al día siguiente, Mr. Catherwood nos remitió a Albino, quien en dos accesos se había puesto del color de un hombre moreno de la raza blanca. Escribiome Mr. Catherwood que quedaba enteramente solo en las ruinas, en las cuales permanecería todo el tiempo que pudiese luchar contra la fiebre y los espíritus malos; pero anunciando que, al primer ataque de la fiebre, abandonaría el terreno y vendría a juntarse con nosotros. Nuestra situación y porvenir comenzaban a tomar un sombrío aspecto. Si llegaba a enfermarse Mr. Catherwood, quedaba concluida la obra y frustrado tal vez todo el objeto de nuestra expedición. Pero el pobre cura era más digno de compasión que nosotros. Su malhadada visita a Uxmal le había proporcionado la carga de tres enfermos, con la probabilidad de hallarse con cuatro de un momento a otro. Su convento se había convertido en un verdadero hospital; pero, mientras más molestias le causábamos, más se complacía en servirnos. Yo no pude menos que sonreírme cuando, hablando con el doctor de la bondad de nuestro huésped, en medio de su inquietud y delirio, me repuso que, si el cura tenía algunos amigos bizcos, él se encargaría de curarlos. El cura atendía cuidadosamente al doctor, pero sin querer ostentar su opinión ante un médico que curaba bizcos; pero al tercer día me alarmó seriamente con la observación de que la fisonomía del doctor tenía una expresión fatal. Con esta palabra se significa en español el estado malo de una cosa; pero semejante sonido siempre había sonado terriblemente en mis oídos. El cura añadió que había ciertos indicios que indicaban cuándo la enfermedad era mortal; pero que felizmente aún no aparecían éstos en el doctor. Pero ya digo, la simple sugestión fue bastante para alarmarme. Preguntele al cura la manera de tratar la enfermedad en el país, o si por ventura no podría prescribírsela al doctor. Éste jamás había visto una enfermedad semejante, particularmente como efecto del clima. Además estaba fuera de combate por falta de su botiquín, y en una pena y delirio tan constantes, que no se hallaba en estado de recetarse nada. El cura Carrillo era el médico espiritual y temporal del pueblo. Diariamente acudían a él por medicinas, y estaba siempre visitando enfermos. El doctor quiso ponerse enteramente en sus manos, y entonces le administró el cura una preparación que voy a referir para beneficio de los futuros viajeros en el país, a quienes pueda sorprender la enfermedad desprovistos de su botiquín. Era una simple decocción de corteza de naranja, aromatizada con canela y jugo de limón, de que se administraba caliente un vaso lleno cada dos horas. A la segunda toma, hallose el doctor bañado en un copioso sudor. Abandonole entonces la fiebre por primera vez desde que fue atacado, y cayó en un sueño profundo. Al despertar diéronsele sendas tomas de agua de tamarindo; y, cuando volvía la fiebre se repetía la decocción, y el agua de tamarindo en los intervalos. El efecto de este tratamiento fue admirable; y bueno es que lo sepan los extranjeros, porque en cualquier parte del país se encuentra la corteza de naranja; y por lo que entonces y después vi, ese remedio es sin duda mejor y más eficaz para aquella clase de fiebres, que ningún otro de los que se conocen en la farmacia extranjera. El pueblo de Ticul, a donde habíamos ido a dar tan casualmente, merece la pena de ser visitado siquiera una vez por un ciudadano de Nueva York. Cuando yo lo contemplaba desde los balcones del convento, me sentía conmovido y como si tuviera por delante la más completa pintura de la tranquilidad y reposo. La plaza estaba cubierta de yerbas; unas cuantas mulas, atados los pies delanteros, pastaban en ella, y de cuando en cuando cruzaba un hombre a caballo. Los balcones del convento se hallaban al nivel de las azoteas de las casas; y se presentaba desde allí la vista de una grande y espaciosa llanura sembrada de casas de piedra con techos planos, y altas cercas de jardín sobre las cuales descollaban el naranjo, el plátano y el limonero, entre los cuales desde el alba hasta la noche se oía, por único ruido, el perpetuo canto de los pájaros. Todos los negocios y visitas se hacían por la mañana muy temprano o a la caída de la tarde. En el resto del día, durante el calor, hallábanse los habitantes encerrados en su casa, y así habría pasado entonces el pueblo por desierto. Como casi todos los pueblos españoles, está trazado con su plaza y calles que se cortan en ángulos rectos; y Ticul era notable entre los de Yucatán por sus casas de piedra. Éstas se veían en la plaza y calles adyacentes; más allá, y prolongándose hasta una milla en todas direcciones, estaban las chozas de los indios. Esas chozas eran generalmente ripiadas, cercadas de piedras y ocultas en un verdadero bosque, según lo espeso de la arboleda. La población sería de cinco mil habitantes, de los cuales había unas trescientas familias de vecinos, o gente blanca, y el resto era de indios. Diariamente había carne fresca en el mercado, y la tienda grande de D. Buenaventura Guzmán podía lucir hasta en Mérida. El pan era mejor que el de la capital, y, por su conjunto, apariencia, sociedad y conveniencias para la vida, es Ticul seguramente el mejor pueblo de Yucatán, y es además famoso por sus luchas de toros y por la belleza de las mestizas. La iglesia y convento ocupan todo un lado de la plaza. Uno y otro son obra de los frailes franciscanos, y sobresalen entre los gigantescos edificios de esta especie con que esa poderosa orden señaló su entrada en el país. Están situados sobre una plataforma como de cuatro pies de elevación, y algunos centenares de frente. La iglesia era grande y sombría, adornada de rudos monumentos, y cubierta de imágenes y figuras calculadas para inspirar respeto y temor reverencial a los indios. En un nicho practicado en la pared había un lucillo pintado de negro con una cornisa blanca que contenía los restos mortales de una señora del pueblo. Bajo de él había un monumento con esta inscripción. ¡HOMBRES! He aquí el término de nuestros afanes; La muerte, tierra, nada. En esta urna reposan los restos de D.? Loreto Lara, Mujer caritativa y esposa fiel, madre tierna, Prudente y virtuosa. ¡MORTALES! Al Señor dirijamos por ella nuestras preces. Falleció El 29 de noviembre del año 1830 A los 44 años de su edad. Uno de los altares estaba decorado de calaveras y canillas; y en la parte posterior de la iglesia había un vasto harnero, cercado de una elevada pared y lleno de huesos y calaveras que, después de disolverse la carne, se extraían de los sepulcros en el cementerio de la iglesia y se arrojaban allí. Únese la iglesia con el convento por medio de una galería. El convento es una gigantesca estructura, construido enteramente de piedra con paredes macizas, y de una extensión de cuatrocientos pies. La entrada está bajo de un noble pórtico de elevadas columnas de sillería, del cual se sube por una amplia escalinata de piedra a un espacioso corredor de veinticinco pies de ancho, y que se prolonga por todo lo largo del edificio, con un pavimento enlosado, y recibiendo la luz por medio de dos cúpulas. De cada lado estaban las celdas, ocupadas antiguamente por una numerosa comunidad de frailes franciscanos. Las dos primeras y principales del lado izquierdo eran la habitación del cura, y allí estábamos alejados; otra era ocupada por el ministro, y otra más todavía por un indio viejo que hacía cigarros. El resto de este lado se hallaba sin habitantes; y por el derecho, enfrente de la gran huerta del convento, todas las celdas estaban arruinadas y en la más completa desolación; las puertas y ventanas rotas, y la maleza creciendo hasta más allá de los techos. La huerta estuvo en un tiempo en completa armonía con la grandeza y estilo del edificio, y hoy también participa de su misma suerte. Las norias y estanques, parterres y eras, todo está allí todavía, pero abandonado, marchando de prisa a su destrucción; la maleza, los naranjos y limoneros, todo crece junto y de una manera selvática; y nuestros caballos andaban allí sueltos pastando, como si estuvieran en un bosque. Asociábase en mi espíritu con este arruinado convento, y como si formase parte de él, nuestro huésped, el cura Carrillo, orgullo y amor del pueblo de Ticul. Era de más de cuarenta años, alto y delgado, de fisonomía abierta, animada e inteligente; varonil y enérgica, a la vez que suave y apacible. Pertenecía a la antes poderosa orden de los franciscanos, reducida entonces en el país a él mismo y a muy pocos cohermanos. Después de la destrucción del convento de Mérida y total dispersión de los religiosos, sus amigos le procuraron los papeles y diplomas necesarios para secularizarse debidamente; pero el cura Carrillo no quiso abandonar la sociedad en los días de su angustia y desolación, y hasta entonces llevaba el sayal azul y ceñía el cordón de la orden franciscana. En virtud de los arreglos hechos por la hermandad, los productos del curato pertenecían a ella, deduciendo cuarenta pesos mensuales para el cura. Con esta asignación podía vivir y extender su hospitalidad aun a los extranjeros. Urgíanle sus numerosos amigos a fin de que se secularizase, ofreciéndole que harían lo posible en su favor para que se le diese un curato de más provecho; pero rehusábalo constantemente; no esperaba enriquecer nunca, ni aun lo deseaba: con lo que tenía satisfacía todas sus necesidades, y no apetecía nada más. Estaba contentísimo con el pueblo y con su grey; era amigo de todos, y todos eran sinceramente sus amigos. En una palabra, para un hombre que no era ciertamente indolente, sino al contrario muy activo de cuerpo y alma, era, sin afectación ni orgullo, el hombre más contento de su suerte que yo hubiese conocido jamás. La quietud y lejanía de su pueblo no le suministraban suficiente empleo a la actividad vigorosa de su espíritu; pero felizmente para la ciencia, y para mí en particular, había convertido su atención a las antigüedades del país. Él no podía alejarse del curato, ni ausentarse por mucho tiempo; pero había visitado todos los sitios de ruinas puestos a su alcance, y era un verdadero entusiasta en esta materia. Sonreíanse sus amigos de esta especie de locura suya, que así querían llamarla; pero excusábanla en atención a sus excelentes cualidades personales. No hay individuo en todo el país con quien nos hubiésemos encontrado con mayor placer, como con el cura Carrillo; y como era para él una cosa rarísima hallarse con personas que tomasen el más ligero interés en su estudio favorito, estaba triste por no poder echar a un lado sus atenciones y acompañarnos en nuestra exploración de las ruinas. Es digno de notar que aun para un hombre tan adicto a todo linaje de antigüedades fuese desconocida enteramente la historia del convento de Ticul. En el pavimento del gran corredor, en las galerías, paredes y techos, así de la iglesia como del convento, se ven piedras de los antiguos edificios; y no hay duda de que ambos fueron construidos con los materiales que suministraban los edificios arruinados de otra raza; pero cuándo, cómo y en qué circunstancias eso es lo que no se sabe. En la bóveda había descubierto el cura, en una situación que nadie sino él había observado, una piedra cuadrada con esta inscripción grabada con rudeza y grosería: 26 MARZO 1625 Acaso se refiere esta fecha a la de la construcción del convento; y, si es así, éste es el único monumento conocido que se refiere a él; y no puede uno menos de pensar que, si tal oscuridad existe respecto de un edificio construido por los españoles hace poco más de dos siglos, ¡cuánta no será la que envuelve en sus sombras a las arruinadas ciudades de los aborígenes erigidas, si no estaban ya arruinadas, a la sazón, antes de la Conquista! Durante los primeros días de mi convalecencia sentía cierta especie de tranquilo y sombrío interés en andar vagando a través de este venerable convento. También empleaba con empeño algunas horas en registrar sus archivos. Los libros tenían aspecto de caducidad, se hallaban forrados en pergamino y taladrados de la polilla. En algunos pasajes la tinta había desaparecido, y la escritura era casi ilegible. Eran los anales de los primitivos monjes, escritos de su propio puño, y contenían un registro de casamientos, bautismos y entierros, y allí estaba acaso el nombre del primer indio que recibió la fe cristiana. Esperaba yo hallar en estos archivos alguna noticia, aunque fuese ligera, acerca de las circunstancias que acompañaron a la primitiva introducción por los padres del estandarte de la cruz en aquel pueblo; pero el primer libro no tenía preámbulo ni introducción de ninguna especie, comenzando bruscamente con el acta de un matrimonio. Esta acta introductoria lleva la fecha de 1588, cuarenta o cincuenta años no más de la época en que se establecieron en Mérida los primeros españoles, y treinta y ocho años anterior a la que se descubrió en la piedra de que hemos hablado. Mas es de presumir que el convento no se edificó sino después de algunos años de haberse comenzado a formar los archivos. Los monjes, sin duda alguna, comenzaron a formar sus registros de bautismos y casamientos desde el momento en que los hubo; pero, como eran tan previsores y prudentes no menos que celosos en la propagación del Evangelio, no hay duda e que no se resolvieron a la erección de este gigantesco edificio hasta que se establecieron de asiento en el país y comprendieron sus recursos, porque la obra no solamente era la de construir esos edificios, sino de conservarlos y proveer a la subsistencia de los ministros, con arreglo a los medios de la población. Además de esto, los vastos templos y grandes conventos que se encuentran en todos los puntos de la América española no se construían con fondos públicos, enviados de España, sino con el trabajo de los indios mismos, después que eran completamente sometidos y obligados a trabajar por los españoles o, como sucedía más generalmente, después que abrazaban el cristianismo, y entonces erigían voluntariamente esos edificios para el nuevo culto y sus ministros. No es probable que ninguno de estos sucesos ocurriese hacia el año 1588 en un pueblo del interior de la provincia. Las primeras actas de matrimonios que se registran son las de dos viudas X, Diego Chuc con María Hu, y Zpo-Bot con Cata Keul. Según lo que hallé en mi examen de esos archivos, aparece que en aquellos tiempos había un considerable y poco común número de viudos dispuestos a pasar a nuevas nupcias; mas es muy probable que, no estando bien y claramente definido el parentesco entre los indios, respecto del marido y mujer, estos candidatos para un nuevo matrimonio eran en realidad separados de sus primeros vínculos, y por caridad o modestia de los frailes eran aquéllos llamados viudos y viudas. Los primeros bautismos aparecen hechos en 20 de noviembre de 1594, cuando probablemente comenzaban a surtir efecto los nuevos matrimonios cristianos. Hay cuatro actas bautismales de aquel día; y, al examinarlas, llamó mi atención, por el conocimiento que tenía yo de la familia, el nombre de Mel Chí. Probablemente uno de los antepasados de Chepa Chí. El tal Mel parecía haber sido una de las grandes columnas de los padres, y un padrino jurado de todos los chiquillos indios. Ningún conocimiento práctico podía sacarse de los tales archivos; pero la letra de los frailes y los signos estampados de los indios parecían hacerme tomar parte en las salvajes y románticas escenas de la Conquista. En último resultado todo eso era una prueba de que, cuarenta o cincuenta años después de la Conquista, los indios habían ya abandonado sus antiguos usos y costumbres, adoptando los ritos y ceremonias de la Iglesia Católica y comenzando a bautizar a sus hijos con nombres españoles.
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CAPÍTULO XII De los templos que se han hallado en las Indias Comenzando pues, por los templos, como el sumo Dios, quiso que se le dedicase casa en que su santo nombre fuese con particular culto celebrado, así el demonio para sus intentos persuadió a los infieles, que le hiciesen soberbios templos y particulares adoratorios y santuarios. En cada provincia del Pirú había una principal guaca o casa de adoración, y ultra de ésta algunas, universales, que eran para todos los reinos de los Ingas. Entre todas, fueron dos señaladas: una que llaman de Pachacama, que está cuatro leguas de Lima, y se ven hoy las ruinas de un antiquísimo y grandísimo edificio, de donde Francisco Pizarro y los suyos hubieron aquella inmensa riqueza de vasijas y cántaros de oro y plata, que les trajeron cuando tuvieron preso al Inga Atahualpa. En este templo hay relación cierta que hablaba visiblemente el demonio, y daba respuestas desde su oráculo, y que a tiempos, veían una culebra muy pintada; y esto de hablar y responder el demonio en estos falsos santuarios, y engañar a los miserables, es cosa muy común y muy averiguada en Indias, aunque donde ha entrado el Evangelio y levantado la señal de la santa cruz, manifiestamente ha enmudecido al padre de las mentiras, como de su tiempo escribe Plutarco, Curcessaverit Pythias fundere oracula. Y San Justino mártir trata largo de este silencio que Cristo puso a los demonios, que hablaban en los ídolos, como estaba mucho antes profetizado en la Divina Escritura. El modo que tenían de consultar a sus dioses los ministros infieles hechiceros, era como el demonio les enseñaba: ordinariamente era de noche, y entraban las espaldas vueltas al ídolo, andando hacia atrás, y doblando el cuerpo e inclinando la cabeza, poníanse en una postura fea, y así consultaban. La respuesta de ordinario era una manera de silvo temeroso, o con un chillido, que les ponía horror, y todo cuanto les avisaba y mandaba era encaminado a su engaño y perdición. Ya por la misericordia de Dios y gran poder de Jesucristo, muy poco se halla de esto. Otro templo y adoratorio aún muy más principal hubo en el Pirú, que fue en la ciudad del Cuzco, adonde es agora el monasterio de Santo Domingo, y en los sillares y piedras del edificio que hoy día permanecen, se echa de ver que fuese cosa muy principal. Era este templo como el Panteón de los Romanos, cuando a ser casa y morada de todos los dioses. Porque en ella pusieron los reyes ingas, los dioses de todas las provincias y gentes que conquistaron, estando cada ídolo en su particular asiento y haciéndole culto y veneración los de su provincia con un gasto excesivo de cosas que se traían para su ministerio, y con esto les parecía que tenían seguras las provincias ganadas, con tener como rehenes sus dioses. En esta misma casa estaba el Punchao, que era un ídolo del sol, de oro finísimo, con gran riqueza de pedrería, y puesto al Oriente con tal artificio que en saliendo el sol daba en él, y como era el metal finísimo, volvían los rayos con tanta claridad, que parecía otro sol. Este adoraban los ingas por su dios, y al Pachayachachic, que es el hacedor del cielo. En los despojos de este templo riquísimo, dicen que un soldado hubo aquella hermosísima plancha de oro del sol, y como andaba largo el juego, la perdió una noche jugando; de donde toma origen el refrán que en el Pirú anda de grandes tahures diciendo: Juega el sol antes que nazca.
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Capítulo XII Que prosigue las fiestas que hicieron en la ciudad del Cuzco Falta. Capítulo XIII De la Ciudad de los Reyes y su descripción En segundo lugar habrá de entrar la descripción de la noble Ciudad de los Reyes, aunque primera en grandeza, majestad, multitud de gente y concurso, de todo el reino, lo uno por su asiento y población, y lo otro por la residencia continua de los visorreyes desde que se fundó. Así acuden de todas las ciudades y provincias de más de trescientas leguas arriba y abajo a ella, y se puede llamar madre y patria común. Antes que esta noble ciudad se fundase, el Marqués don Francisco Pizarro, bajando de la ciudad del Cuzco, pobló en el fertilísimo valle de Jauja una ciudad, dándole vecinos y encomenderos, encomendando en ellos los indios comarcanos, y estuvo algunos días en ella y después, habiendo tenido noticia del puerto del Callao y de el Valle de Lima, de su temple, abundancia y fertilidad, convidado de lo que le decían, pasó a verlo y, contentado en extremo, dio principio a la Ciudad de los Reyes, llamándola así, por haberla empezado día señalado de la Epifanía del Señor, trasplantando los moradores y vecinos de la otra ciudad, que estaba en jauja, a ella, como más apacible y llana, y que había de ser la mayor y más rica y, poblada del Perú. Tiene por armas esta nueva colonia tres coronas reales, y encima una estrella en memoria de su nombre y contemplación de lo tres Reyes Magos. Está la ciudad puesta en un llano espaciosísimo, descubierta por todas partes, sin tener cerro que la rodee ni le sea impedimento para gozar, desde el punto que el sol se muestra en el oriente, hasta que se oculta en la mar. Por una parte tiene el río, nombrado antiguamente de los indios Rimac, que significa el que habla, por el grandísimo ruido que trae cuando viene de avenida. Nace este río en la cordillera de Pariacaca con bien poca agua, y después se le van juntando arroyos y acequias, que descienden de las sierras que, con no haber desde el lugar de su origen hasta la mar más de veinte y cinco leguas, cuando pasa por junto a la ciudad en el estío, va tan extendido y hondo, que es imposible vadearse ni aun atravesarle dos tiros de mosquete. Así tiene hecha una puente de maravillosa obra de cal y canto y ladrillo con nueve arcos, por donde pasa el río con un curso velocísimo. Deste río se saca una acequia tan grande y tan ancha, que se puede llamar río, la cual corre dividida en dos partes por todo el ancho y espacioso Valle de Lima. Con el agua de esta acequia se riegan las chácaras de todos los contornos en más de dos leguas, porque agua del cielo es rara y no suficiente, para engrasar y empapar la tierra. Así, con el agua que desde el río se saca por un lado y otro, se crían los panes, que son infinitas las haciendas y heredades que se han fundado, y cada día se van aumentando en los alrededores de esta ciudad, y así se coge infinito número de trigo, sin temer los labradores hielos ni heladas. El temple desta ciudad es caliente y húmedo, y así aparejadísimo para generación y crecimiento de las plantas. Cuantos géneros se ponen en todo el Valle, se dan abundantísimamente, de suerte que los moradores de esta ciudad en ninguna cosa desean las frutas regaladas de España, porque hay uvas de mil diferencias, higos, duraznos, peras, albaricoques, melocotones, membrillos, camuesas, manzanas, nueces, melones, calabazas, ciruelas, pepinos, aceitunas, en grandísima abundancia, de que hacen aceite, sin los demás géneros de frutas de la tierra que son muchas y muy regaladas. Por los meses de diciembre, enero, febrero y aun marzo, suelen ser los calores y soles ardentísimos; pero remedianse, que desde medio día para abajo corre el viento sur de hacia la mar tan suave y regalado, que mitiga la furia del sol, y los hombres regidos y concertados, no corren riesgo en la salud, como los que tienen poco cuidado en la conservación de su vida, y se distraen con excesos en las comidas. Las mañanas y tardes son muy apacibles, y así es muy saludable en aquel tiempo pasearse por el pueblo. Los edificios de la ciudad no son muy suntuosos, a causa de no haber cerca de ella canteras, donde poder sacar piedra para ellos, y así son de adobe, y algunos de ladrillo, y los techos llanos, aunque algunos enmaderados por no usarse teja. Como no temen la furia de los aguaceros, vase cada día extendiendo esta ciudad, especialmente lo que mira al oriente, que se espera vendrá a ser tan grande como cualquiera de las populosas de España. Las calles son anchas y espaciosas y cuadradas, de manera que no hay ninguna mayor que otra. De la otra parte de la puente está otra población, tran grande que casi se puede llamar otra ciudad. Dícenla la Nueva Triana, a imitación de la Sevilla, y cada día se va aumentando con nuevos edificios y casas, y hay en ella todos los oficios; y como está allí el matadero y rastro, muchos vecinos gustan de habitar en ella. Tiene esta ciudad una plaza cuadrada y tan bien dispuesta y llana, que en España no se sabe de gira mejor. Está delante la iglesia mayor, por una parte, y, por otra, las Casas Reales y Palacio, morada de los virreyes; y a una esquina, las casas del Cabildo y por los dos lados llena de portales, donde asisten los escribanos y los jueces de provincia, que son los alcaldes de Corte, que conocen allí de causas civiles y, lor ordinarios, y, a otro lado, tiendas de mercaderes y oficiales, y de la esquina principal de la plaza que llaman de los mercaderes, salen dos calles, las más ricas que hay en las Indias, porque en ellas están las tiendas de los mercaderes, donde se vende todas las cosas preciosas y de estima, que Inglaterra, Flandes, Francia, Alemania, Italia y España producen, labran y tejen, porque todas las envían y van a parar a esta ciudad, de donde se distribuyen por todo el Reino, de suerte que, cuando el hombre pudiere desear de telas, brocados, terciopelos, paño finos, rajas, damascos, rasos, sedas, pasamanos, franjones, todo lo hallarán allí a medida de su voluntad, como si estuviera en las muy ricas y frecuentadísimas ferias de Amberes, Londres, León, (en Francia), Medina del Campo, Sevilla y Lisboa. Así es tanto el concurso que hay de gente y negociantes en estas calles, que no caben a andar por ellas, y se hallarán allí de todas las naciones de Europa y de las indias, de México y de la gran China, que, como dicho es, traen lo más rico y de valor que hay en sus tierras, para sacar las barras de plata y tejuelos de fino oro de este Reino. Hay sin ésta, otra calle de oficiales plateros españoles y, con ellos, muchos indios, donde se venden ricas cadenas de oro, cintillos de esmeraldas, rubíes y camafeos, ricas piezas hechas de piedras preciosas, anillos, pinjantes, punzones, collares, cintos, aguamaniles, jarros, salvillas, bernegales, fuentes, saleros y otras piezas de oro y plata grabadas, que no hay más que pedir el pensamiento. Que los oficiales de los demás oficios sastres, calceteros, jubeteros, cederos, tintores, zapateros, silleros, herreros son infinitos, y todos ricos y siempre con obra que hacer, porque es cierto y, sin duda, que los gastos que en esta ciudad se hacen de vestidos y aderezos de hombres y mujeres, en fiestas y regocijos, son tantos, tan excesivos y ricos, que no creo hay ciudad en España que le iguale, porque así se gasta la seda, brocado, tela y terciopelo y el oro y franjas, como antiguamente se gastaban los paños en españa y aún con más ánimo. Y no sólo en esto, sino en todos los aderezos de caballos, de mulas, de carrozas se hace con tanta pompa y majestad, como si la plata y oro brotara cada año con las plantas, y se sembrara para que se muntiplicara. Así se hecha de ver en los alardes y reseñas que ordinariamente se hacen en esta ciudad, para ejercitar la gente de ella y tener aprestada, cuando se ofreciere, que con ser continuos no hay hombre que salga sin vestido de seda, y muchos con cadenas de oro al cuello y cintillos en los sombreros ricos, que todo es indicio del menosprecio en que tienen el oro y plata. Hay en esta ciudad sobre veinte mil piezas de esclavos negros y negras, traídos de Guinea y nacidos en ella, infinito número de indios de los Llanos y de la Sierra, oficiales de diversos oficios, que ayudan a los españoles, y que vienen a ella a negocios y pleitos. En los aderezos y vestidos imitan notablemente a los españoles, y se tiene por negocio, sin duda, que encierra en sí esta noble ciudad más de cuarenta mil personas de todos estados y condiciones. Con ser la tierra de suyo tan fértil y abundosa, y el valle tan grande, no es suficiente a dar lo necesario para ella, porque de Cañete, del Valle de Guaura, de la Barranca, de Chancay, de Santa y aún del Reino de Chile, le meten a millares las hanegas de trigo de Trujillo y Saña, miel, azúcar, conservas, jabón, sebo y cordobanes, de la villa de Yca y de la Nasca infinito número de vino, que viene a ser muy abastado y llena de todas las cosas que ha menester, sin que jamás se sienta falta. Carne no los cría por el temple, pero desde Quito le traen infinita multitud de vacas, sin que las que se crían en los contornos de la ciudad, e cuatro o cinco leguas de ella, carneros de Bombón, veinte leguas de la ciudad, donde no hay suma que los pueda numerar, puercos de diferentes partes y tocinos, los mejores del Valle de jauja. En la plaza principal y en otras de menor nombre, se venden todas las cosas que se pueden desear, sin que nada falte. Pescados de la mar son tantos y tantas la suerte, que cada día entra de diez y doce leguas arriba y abajo de la costa, que la cena más ordinaria de la ciudad es pescado, ya que pobres y ricos se satisfacen con él, y la cuaresma suele ser tan regalada de él y de las comidas de aquel tiempo, que tiene fama en el Reino y aún en España. De agua tiene sobra, porque de un nacimiento y manantial que hay una legua de la ciudad hacia el Oriente, se trae encañada y se reparte en la fuente principal, que está en la plaza, que mandó hacer el virrey don Francisco de Toledo, y en las Casas Reales y en todos los conventos y hospitales y en muchas partes de la ciudad en fuentes y caños, de más de la que en acequias pasa por todas las casas limpiándolas. La leña tiene a tres leguas de la ciudad pero, aunque esté lejos, son tantos los esclavos que ganan para sus amos jornales en el acarreto de ella, en caballos y mulas, que, sin duda, deben de entrar cada día por la puente casi dos mil bestias cargadas de leña para guisar, y de cañas para calentar los hornos; y así sobra siempre comida en los bodegones y mesones y pastelerías para los pobres forasteros que allí se recogen. Pues cosas de regalos, de dulces y conservas las hay en gran multitud por las calles y las tiendas, y de la misma manera que en Sevilla y en las ciudades frecuentadas de España, se venden por las calles, así en esta ciudad, creciendo cada día más, de modo que es comparada con la famosísima Sevilla. Cada día, al reir de alba, entran en ella cincuenta y más carretas que vienen del Callao, que está dos leguas, muchas recuas cargadas de mantenimientos de pan, vino, azúcar, miel, sebo y otras cosas, que todo se consume y gasta dentro, sin que cosa tocante a bastimento se saque de la ciudad para otras partes, sino sólo las mercaderías, que como tengo dicho, de aquí se reparten para las ciudades de todo el Reino, como de madre común que viste sus hijos e hijas. Como en esta ciudad hay tanta multitud de gente de todos oficios, el año de mil y seiscientos y seis, a las fiestas que celebró del nacimiento del príncipe don Felipe nuestro señor, las dividieron para solemnizarlas más aventajadamente por todos los oficios de regocijo y solemnidad, con diferentes invenciones, trajes y libreas. Así fueron los gastos mayores que ninguna ciudad, y las más célebres fiestas y miradas del reino a la cual, y a su orden y trazsa asistió el muy noble caballero don Diego de Portugal, alcalde que era aquel año, y todas se hicieron por su industria consumadísimamente, sin que cosa que pudiese desdorar hubiese en ellas, ni faltase regocijo e invención, que fuese causa de mayores que ninguna ciudad, y las más célebres fiestas y mifección que se deseaba.
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CAPÍTULO XII Degüéllase el indio embajador y Juan de Añasco pasa adelante en su camino Habiendo caminado, de la manera que hemos dicho, el capitán Juan de Añasco y sus treinta caballeros casi tres leguas de camino, pararon a comer y a descansar un rato a la sombra de unos grandes árboles, porque hacía mucho calor. El caballero indio que con ellos iba por embajador, habiendo ido hasta entonces muy alegre y regocijado entreteniendo los españoles por todo el camino con darles cuenta de lo que se la pedían de las cosas de su tierra y de las comarcanas, empezó a entristecerse y ponerse imaginativo con la mano en la mejilla. Daba unos suspiros largos y profundos que los nuestros notaron bien, aunque no le preguntaron la causa de su tristeza por no congojarle más de lo que de suyo lo estaba. El indio, sentado como estaba en medio de los españoles, tomó su aljaba y, poniéndola delante de sí, sacó una a una muy despacio las flechas que en ella iban, las cuales, por la pulicia y el artificio que en su hechura tenían, eran admirables. Todas eran de carrizos. Unas tenían por casquillos puntas de cuernas de venado, labrados en grandísima perfección, con cuatro esquinas, como punta de diamante. Otras tenían por casquillos espinas de pescados maravillosamente labradas al propósito de las flechas. Otras había con casquillos de madera de palma y de otros palos fuertes y recios que hay en aquella tierra. Estos casquillos tenían dos, tres arpones, tan perfectamente hechos en el palo como si fueran de hierro o acero. En suma, todas las flechas eran tan lindas, cada una de por sí, que convidaban a los circunstantes a que las tomasen en las manos y las gozasen mirándolas de cerca. El capitán Juan de Añasco, y cada cual de sus compañeros, tomó la suya para la ver, y todos loaban la pulicia y curiosidad del dueño. Notaron, particularmente, que estaban emplumadas en triángulo porque saliesen mejor del arco. En fin, cada una tenía nueva y diferente curiosidad que la hermoseaba de por sí. Y no es encarecimiento lo que de las flechas de este caballero hemos dicho, que antes quedamos cortos en la pintura de ellas, porque todos los indios de la Florida, principalmente los nobles, ponen toda su felicidad en la lindeza y pulicia de sus arcos y flechas, las que hacen para su ornamento y traer cotidiano, que las hacen con todo el mayor primor que pueden esforzándose cada uno en aventajarse del otro con nueva invención o mayor pulicia, de manera que es una contienda y emulación muy galana y honesta que de ordinario pasa entre ellos. Las flechas que hacen de munición para gastar en la guerra, son comunes y baladíes, aunque a necesidad todas sirven, sin ser respetadas las pulidas de las no pulidas, ni las estimadas de las despreciadas. El indio embajador, que, como decíamos, sacaba sus flechas una a una del aljaba, casi en las últimas sacó una que tenía una casquilla de pedernal hecho como punta y cuchilla de daga de una sexma en largo, con la cual, viendo que los castellanos estaban descuidados y embebidos con mirar sus flechas, se hirió en la garganta de tal suerte que se degolló y cayó luego muerto. Los españoles se admiraron de caso tan extraño y se dolieron de no haber podido socorrerle y, deseando saber la causa de aquella desgracia y haberse muerto con tanta tristeza habiendo estado poco antes tan alegre y regocijado, llamaron los indios de servicio que consigo llevaban y les preguntaron si lo sabían. Ellos, con muchas lágrimas y sentimiento de la muerte de su principal, por el amor que todos le tenían y porque sabían cuánto les había de pesar a sus señoras, madre e hija, de su triste fallecimiento, dijeron que, según lo que entendían, no podía haber sido otra la causa sino haber caído aquel caballero en la cuenta de que aquella embajada que llevaba era contra el gusto y voluntad de su señora la vieja, pues era notorio que con los primeros embajadores que le enviaron no había querido salir a ver los castellanos y que ahora, en guiar y llevar los mismos españoles donde ella estaba para que de grado o por fuerza la trajesen, no correspondía al amor que ella le tenía, ni la crianza que como madre y señora le había hecho. Demás de esto habría entendido que, si no hacía lo que su señora le mandaba, que era guiar los españoles y llevar la embajada (ya que tan inconsideradamente se había encargado de ella), caería en su desgracia y perdería su servicio y, que cualquiera de los dos delitos, o que fuese contra la madre o contra la hija, afirmaban los indios, le había de ser de más pena que la misma muerte. Por lo cual, viéndose metido en tal confusión y no pudiendo salir de ella sin ofender a alguna de sus señoras, había querido mostrar a entrambas el deseo que tenía de las servir y agradar y que, por no hacer lo contrario (ya que había caído en el primer yerro, queriendo excusar el segundo), había elegido por mejor la muerte que enojar a la una o a la otra y así la había tomado por sus propias manos. Esto, y no otra cosa, decían los indios que, a su entender, hubiese causado la muerte de aquel pobre caballero, y a los españoles no les pareció mal la conjetura de los indios. Juan de Añasco y sus treinta compañeros, aunque con pesadumbre de la muerte de su guía, pasaron adelante en su demanda y caminaron aquella tarde otras tres leguas por el camino que hasta allí habían llevado, que era camino real. El día siguiente, para pasar adelante, preguntaron a los indios si sabían dónde y cuánto de allí estaba la señora viuda. Respondieron que de cierto no lo sabían, porque el indio muerto traía el secreto de la estancia de ella, mas que ellos a tiento los guiarían donde les mandasen. Con toda esta confusión siguieron su viaje los castellanos y, habiendo caminado casi cuatro leguas, ya cerca de medio día, que ardía bravísimamente el sol, viendo indios y poniéndose en emboscada, prendieron un indio y tres indias, que no eran más los que venían, de los cuales quisieron informarse dónde estaría la viuda. Ellos respondieron llanamente que habían oído decir que se había retirado más lejos de donde primero estaba, mas que no sabían dónde y que, si querían llevarlos consigo, que ellos irían preguntando por ella a los indios que topasen por el camino, que podría ser estuviese cerca y podría ser que estuviese lejos. Es frasis del general lenguaje del Perú.
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CAPÍTULO XII Prosecución de nuestro viaje. --Una aguada. --Las aguadas artificiales construidas por los antiguos aborígenes. --Examen de una de ellas por el señor Trejo. --Su construcción. --Pozos antiguos. --Cisternas. --Un rancho de caña dulce. --Rancho Yakathel. --Rancho Choop. --Llegada a Macobá. --Las ruinas. --Alojamiento en una miserable cabaña. --Pozos. --Edificios arruinados. --Otra aguada. --Nuevas cisternas. --Asombro de los indios. --Amoríos subitáneos a primera vista. --Caracteres interesantes. --Partida. --Espesuras. --Rancho Puut. --Incidente. --Situación del rancho. --Agua. --Ruinas de Mankix A la mañana siguiente, después del desayuno pusímonos otra vez en marcha, escoltados del señor Trejo, siguiendo un camino de ruedas hecho por él, y como a la distancia de media legua llegamos a una espléndida aguada. En la apariencia no era más que un charco de agua pintoresco, sembrado de arboleda, cubierto en la superficie de la planta acuática llamada por los indios xicin-chaac, que, en lugar de ser una suciedad del agua quitando al sitio su aspecto pintoresco, sirve por el contrario para preservarla de la evaporación. En la aguada, que es el único repuesto que provee a las necesidades del rancho, estaban los indios llenando sus cántaros. Estas aguadas habían llegado a ser un objeto de sumo interés para nosotros. Desde nuestro arribo al país habíamos oído decir que eran artificiales, y construidas por los antiguos aborígenes lo mismo que las ciudades arruinadas que estábamos visitando. Al principio tuvimos todo esto por mera conversación, y con tales visos de maravilloso que no le prestamos el menor crédito; pero, conforme nos internábamos en el país, las aguadas iban tomando un carácter más definido. Hallábamonos entonces en una región en que todos los habitantes se proveen de las aguadas: todo el mundo las tenía por obra de los antiguos, y al cabo venimos a conseguir lo que con tanto anhelo solicitábamos, a saber: un informe cierto, preciso y definido que no admitiese duda ninguna. Habiendo sido inútiles los esfuerzos empleados para conseguir agua del pozo que estaba en la plaza, del cual he hecho ya referencia, el señor Trejo convirtió toda su atención a esta aguada en el año de 1835. Estaba persuadido de que los antiguos se habían servido de ella como de un depósito de agua; y, aprovechándose de la estación seca, hizo un minucioso examen que le corroboró su creencia. Había estado abandonada por muchos años y la encontró con tres o cuatro pies de fango en toda su extensión. Al principio se arredró de la empresa de limpiarla, por las preocupaciones que las gentes abrigaban, pues temían que, desde el momento en que se tratase de limpiarla, desaparecería hasta la poca agua que daba. Habiendo conseguido un permiso del gobierno en el año de 1836, a fuerza de labores y persuasiones pudo asegurarse la cooperación de los ranchos y haciendas de algunas leguas a la redonda, y al fin, empeñando a todos en la tarea, logró reunir mil quinientos indios para ocuparse de la obra a un mismo tiempo, bajo la inspección de ochenta mayordomos o sobrestantes. Al extraer las últimas capas de lodo, se halló un fondo artificial de grandes piedras labradas, colocadas la una sobre la otra y juntas por medio de una mezcla de barro encarnado y oscuro, muy diferente del que se emplea en toda la comarca. Las capas de piedra sobrepuestas eran varias, y no quiso seguir excavando hasta la más profunda, por temor de que accidentalmente se lastimase el cimiento, y se le achacase semejante falta. Cerca del centro de la aguada, y en ciertos puntos que nos señalaba desde la orilla, el señor Trejo descubrió cuatro pozos antiguos de cinco pies de diámetro, cubiertos de una piedra mampuesta de ocho pies de profundidad y llenos de lodo en la época que se descubrieron. Además de estos pozos, encontró en la margen interior de la aguada más de cuatrocientas casimbas o cisternas, que eran otros tantos agujeros en que se filtraba el agua; sirviendo éstas y los pozos para proveer de agua, cuando el gran depósito quedaba seco. Todo el fondo de la aguada, con inclusión de los pozos y cisternas, quedó limpio y despejado. El señor Trejo repartió las casimbas entre todas las familias, para que cuidasen bien de la que tocaba a cada una, mientras que el depósito general quedaba dispuesto para recibir las aguas llovedizas en la estación competente. Sucedió que el año próximo inmediato fuese uno de los más extraordinarios por la falta de aguas, y todo el país circunvecino se encontraba destituido de este elemento tan necesario. Pues en ese año, según nos dijo el señor Trejo, más de mil caballos y mulas acudían diariamente a la aguada, aún del rancho Santa Rosa, distante de allí seis leguas, cargadas de barriles para conducir el agua en todas direcciones. Familias enteras fueron a establecerse en las orillas de la aguada: se abrieron tendejones para la venta de víveres, y hasta el carnicero tenía allí sus mesas de venta. La aguada proveía a todos; y cuando ésta se agotó, los pozos y las cisternas dieron el agua suficiente hasta la vuelta de la estación de las lluvias, pudiendo así todos los emigrados volver a sus domicilios Durante todo nuestro viaje habíamos estado muy molestos por la continuación de las lluvias; pero en aquel sitio nos pareció eso un verdadero infortunio, porque nos privaba del placer de examinar el fondo de la aguada y los pozos antiguos que contenía. El señor Trejo nos dijo que de ordinario estaba seca la aguada en aquella estación, ocupándose las gentes en extraer el agua de los pozos y casimbas. Este año, por fortuna suya y desgracia nuestra, abundaba el agua todavía. A pesar de eso, era de sumo interés contemplar este antiguo receptáculo, reparado y restablecido a sus usos primitivos, y saber, mientras paseábamos por sus orillas, los medios y artificios empleados para conseguir aquel objeto. Centenares de estos receptáculos yacen acaso ocultos en los bosques y florestas de Yucatán, que sin duda proveyeron de agua a la vasta población que hubo en otros tiempos en el país. Al dejar la aguada, nuestro camino continuó sobre una llanura plana y cubierta de arboleda, húmeda aún y lodosa por las lluvias recientes; y, como a distancia de una legua, llegamos a un rancho de caña perteneciente a un caballero de Oxcutzcab, que había sido socio del señor Trejo en la empresa de limpiar la aguada, y que nos ratificó cuanto este último nos había referido. A otra legua más allá, alcanzamos el rancho Yakathel habitado enteramente por indios; y desde allí el camino se extendía en una hermosa sabana o pradera en que había varias aguadas. Al término de ella, llegamos al rancho Choop, entrando en un buen camino, diferente de las veredas de milpas tan frecuentes, muy parecido a un excelente camino real, formado por el tráfico constante de las bestias de carga que acudían a las aguadas. Después del mediodía pasamos por enfrente del camposanto de Macobá, y al rato, después de subir una colina, vimos a través de los árboles las paredes viejas de los antiguos habitantes. Éste era uno de los sitios más selváticos que yo hubiese visto jamás: los árboles eran más corpulentos, y nos sentimos algo excitados al tiempo de acercarnos allí, porque habíamos oído decir que la antigua ciudad se había repoblado nuevamente, y que los indios vivían todavía en los edificios antiguos. Era ya la caída de la tarde y los trabajadores volvían del campo concluidas sus tareas: el humo salía de los edificios, y la cumbre de éstos, vista a través del follaje, parecía llena de gente; pero, apenas hubimos llegado, cuando sentimos un pesar profundo y en nada estuvo que retrocediésemos. Se presentaba la misma idea que al ver a los miserables árabes errando junto a los templos arruinados de Tebas, horrible contraste entre la miseria presente y la magnificencia pasada. Las puertas se cerraban con hojas y ramas de árboles: los adornos esculpidos de las fachadas estaban negreando del humo que brotaba de esas puertas, y todo lo que aparecía en rededor no era más que la mezquindad y pobreza de los utensilios domésticos de la familia de un indio. Conforme nos íbamos acercando, los indios nos contemplaban con asombro, y las indias desnudas, arrebatando a sus chiquillos, que lanzaban gritos, salían corriendo para ocultarse. Entre estas ruinas el mayordomo había erigido un rancho. Como todo lo que hasta allí habíamos visto perteneciente al cura de Xul se encontraba en el mejor orden, no temíamos por nuestro alojamiento; pero conocimos que nada en este mundo debe tomarse por seguro. El rancho tenía techo de paja, y el piso era de tierra floja y sucia, sembrado de montones de maíz, frijoles, huevos, cajones, cestas, pollos, perros y palomas. Había dos miserables hamaquillas sucias: en una de las cuales se estaba meciendo un indezuelo y de la otra acababa de quitarse el cadáver de un hombre, cuya reciente sepultura habíamos visto en el camposanto. El mayordomo era un viejecillo pequeño, estúpido y candoroso, que procuró darnos mil excusas por el estado de confusión en que todo se hallaba con motivo de la muerte y del entierro que acababa de verificarse. Estaba esperándonos, y tenía órdenes de su amo para tratarnos con la debida consideración, y en consecuencia mandamos que se barriese la habitación y se arreglase todo. Como la noche se aproximaba y nuestros cargadores no aparecían, comenzamos a conocer que nuestras molestias irían en aumento. No temíamos que hubiese ocurrido ningún robo: Bernardo estaba en compañía de aquéllos, y, conociendo sus propensiones, lo más que supusimos fue que se habría detenido en algún rancho so pretexto de mandar hacer algunas tortillas y que, habiéndosele hecho tarde, habría extraviado el camino. Pero fuese cualquiera la causa, lo cierto es que con su ausencia carecíamos de todo lo que podía servirnos en el viaje. Hallándonos además de eso sin velas, tuvimos que sentarnos en la casucha en medio de la oscuridad más completa, escuchando atentamente el rumor que indicase la proximidad de nuestros cargadores, hasta que Albino consiguió un cajete roto de aceite de higuerilla con su mala mecha, con lo cual, lográndose la iluminación de ese pequeño rincón, hacía más patente lo triste y lúgubre de tan desagradable escena. Pero lo peor de todo era el temor de que nos fuese preciso dormir en aquellas hamacas infectadas de insectos, de una de las cuales acababa de ser removido un cadáver. Así pues, le dijimos al mayordomo que las quitase de allí y pidiese alquiladas otras, que acaso no eran en realidad mejores que las del rancho. Albino y Dimas se echaron en el suelo, si bien les fue imposible permanecer en él por mucho tiempo. Dimas se colocó cuan largo era sobre un tronco, y Albino se metió en una batea de lavar que, si bien le removió del puro suelo, no por eso quedó fuera del alcance de los saltos de las pulgas. Por fortuna hacía un frío cruel, que nos libertó de un acceso de fiebre; pero esa noche fue una de las peores que hayamos pasado en el país. Por la mañana muy temprano Bernardo fue apareciéndose: él y los cargadores habían pasado mayores trabajos que nosotros, porque, habiéndose extraviado, anduvieron errantes hasta las once de la noche en que llegaron a un rancho. Allí supieron su equivocación, pero estaban demasiado cansados para poder continuar con la carga a cuestas, y, tomando por guía un indio del rancho, volvieron a ponerse en camino dos horas antes del amanecer. El rancho Macobá apenas tenía cuatro años de establecido. Su situación era en medio de una inmensa floresta: hasta allí sólo había servido para sembradíos de maíz; pero el cura tenía el proyecto de comenzar en el siguiente año una siembra de caña dulce. Lo que le condujo a establecer un rancho en aquel paraje era la existencia de los edificios arruinados, que le ahorraban el gasto de levantar cabañas para la habitación de los criados; además de que allí había pozos y otros varios restos de receptáculos de agua. En las inmediaciones de los edificios nos encontramos cuatro pozos, sin haberlos buscado ni preguntado por ellos; pero todos estaban llenos de escombros y secos. En verdad que eran tantos los que se conocían, y tan abundantes los medios de proveerse de agua, que el señor Trejo estaba a punto de entablar una aparcería con el cura Rodríguez con la esperanza de limpiar y restablecer estos antiguos receptáculos, proporcionar abundancia de agua y atraer allí una numerosa población de indios. Mientras llegaba a realizarse esto, el cura había hecho construir dos grandes estanques o aljibes, uno de los cuales tenía veintidós pies de diámetro con otros tantos de profundidad: el otro era de dieciocho pies. Ambos estaban bajo un cobertizo circular cubierto de mezcla e inclinado hacia el centro, el cual recibía la masa de agua llovediza en la estación de las lluvias, transmitiéndola a las cisternas, con lo que se formaba un depósito de reserva para todo el tiempo de la seca, bastando, según nos dijo el mayordomo, para cincuenta personas además de las gallinas, cerdos y caballos. No eran tan extensas las ruinas en este sitio como habíamos esperado que lo fuesen. Dos eran los únicos edificios ocupados por los indios: ambos se hallaban en las inmediaciones de nuestra cabaña, y muy arruinados. Crecía a su lado un hermoso álamo, que, mientras yo andaba en otra dirección, los indios comenzaban a echarlo abajo; pero felizmente volví a tiempo para salvarlo. Un edificio es como de ciento veinte pies de frente: tiene dos pisos con una grande escala en la parte opuesta, y que hoy se halla arruinada. El cuerpo superior está enteramente destruido; pero, a pesar de eso, alguna parte de él está habitada por los indios. Por la tarde nos dirigimos el doctor Cabot y yo hacia la aguada, movidos por el carácter selvático del paraje y por los relatos de los indios que nos hablaban de unos pájaros raros, que debían hallarse en aquella dirección. El camino cruzaba un hermoso bosque muy diferente de los matorrales cubiertos de zarzas y espinos, pues ésta era la más bella floresta que yo hubiese visto jamás, abundando en árboles de zapote y cedro. A distancia de media legua torcimos a la derecha tomando una pequeña y casi imperceptible vereda, en cuyo término estaba la aguada, que no era más que un estanque cubierto de zacate. Bajamos a ella, y, al desmontar, el primer paso que di me llevó a un agujero, que era una casimba o cisterna hecha por los indios para recoger el agua filtrada. Descubrimos varias otras de la misma especie, y, para evitar a nuestros caballos un fracaso, dimos vuelta a la aguada por la parte exterior caminando con la debida precaución. Estas casimbas eran sin duda recientes, y no descubrimos indicación ninguna de que allí hubiese pozos antiguos; pero, a pesar de eso, es probable que existan algunos, pues la aguada ha permanecido desconocida y, sin uso por mucho tiempo: el lodo se ha acumulado, y sin removerlo no es posible conocer el carácter y construcción del fondo. Regresé oportunamente de la aguada para ayudar a Mr. Catherwood a tomar el plano de los edificios. Nuestra presencia en aquellos lugares selváticos había asombrado a los indios. Durante el día mientras andábamos cerca de los edificios, las mujeres y los chiquillos corrían a encerrarse dentro, y, cuando entrábamos en las habitaciones, salían de ellas más que de prisa. Poco acostumbrado el viejo mayordomo a una conmoción semejante entre las mujeres, nos seguía de cerca y con ansiedad, pero respetuosamente y sin despegar los labios; así es que, cuando cerramos el libro diciéndole que ya habíamos concluido, levantó ambas manos y con una expresión como de alivio exclamó "Gracias a Dios: la obra está acabada". Nada tengo que decir relativo a la historia de estas ruinas: no son ellas más que el recuerdo de una antigua ciudad, que sería absolutamente desconocida si esos restos no existiesen; ni entre las notas de mi libro de memorias he hallado siquiera cómo ni quién me dio noticias de su existencia. Marzo 2. Por la mañana muy temprano nos preparábamos ya para ponernos en marcha, cuando en los momentos de salir supimos que Bernardo quería variar la monotonía del viaje con casarse. En el pozo se había encontrado con una muchacha de trece años, mientras que él tenía dieciséis; algunos tiernos coloquios habían ocurrido entre ambos en tanto que él la ayudaba a sacar el agua, y el muchacho había confiado a Albino su pasión y sus deseos; pero se encontraba contrariado por aquel impedimento, que en todo el mundo mantiene separados a los que han nacido el uno para el otro, a saber, la falta de fortuna. Ni la muchacha ni su padre hacían objeción ninguna con este motivo; el último, por el contrario, como era un hombre prudente, que tenía en cuenta el futuro bienestar de su hija, consideraba a Bernardo, aunque no en actual posesión de una fortuna, como un joven a lo menos de buena esperanza en razón de los sueldos que le debíamos, pero la gran dificultad que pulsaban era el dinero contante para pagar al cura. Bernardo no se resolvía a pedirnos y nada supimos en el particular, sino hasta los momentos de ponernos en marcha. Era enteramente contrario a las leyes de la hacienda el casarse lejos de la finca. Don Simón se habría disgustado de ello, y en la prisa y confusión de la marcha no teníamos tiempo para deliberar, por consiguiente le enviamos por delante, y siento mucho verme obligado a decir que esta violencia a sus afecciones jamás hizo necesario cambiarle el mote de gordiflón, que le dábamos desde que andaba con nosotros. Entre nuestros cargadores encontramos otro ejemplo juvenil de una pasión ardiente y ya curada. Era el de un mozo como de la edad de Bernardo, es decir, de dieciséis años, que se había casado dos años antes, era padre, viudo y estaba próximo a casarse por segunda vez. Se nos había referido la historia en presencia suya, y por su sonrisa en diferentes partes de ella era difícil juzgar cuál era la que más le agradaba. Había en nuestra compañía otra persona interesante, y era un indio prófugo, que había sido cogido y regresado pocos días antes, y sobre el cual el mayordomo encargó a los otros la más estrecha vigilancia. Nuestro camino seguía a través de la gran floresta en que estaban las ruinas. A distancia de una legua, descendimos del terreno elevado hasta las orillas de una pequeña aguada. Desde aquí, y por espacio de alguna distancia, el camino estaba sembrado de colinas hasta que salió a una gran sabana cubierta de arbustos tan elevados y compactos, que impedían el paso, cortaban la corriente del aire sin precavernos del sol, y hacían absolutamente dificultoso el tránsito. A la una de la tarde llegamos a los suburbios del rancho Puut. La población era una larga hilera de vacilantes cabañas, que nos pareció interminable por la vehemencia del sol tropical que caía a plomo sobre nuestras cabezas. Mr. Catherwood se detuvo en una de las cabañas a pedir un poco de agua, y yo seguí caminando hasta llegar a un llano descubierto en forma de plaza, decorado de casas de guano, con una iglesia de la misma construcción en uno de los lados. Pregunté a una mujer que acechaba por una puerta cuál era la casa real, y me designó una cabaña arruinada que estaba del mismo lado y en cuyo portillo desmonté; pero apenas había dado un paso, cuando vi mis pantalones blancos cubiertos de pequeños insectos negros saltantes. Retireme de prisa, y vi a un hombre que cruzaba a la sazón por la plaza, quien me invitó para su habitación, que era limpia y cómoda, y cuando Mr. Catherwood llegó, ya las mujeres de la casa estaban ocupadas preparando nuestra comida. Mr. Catherwood había recibido las mismas señales de benevolencia en otra choza indiana. La palabra há quiere decir agua en lengua maya; pero siendo aquella mañana la de su primer ensayo, Mr. Catherwood había pedido kak, que significa fuego, y la mujer le trajo una brasa. Rechazola y continuó pidiendo kak, fuego. Entonces la mujer se sentó y comenzó a preparar un cigarrillo de paja, que le fue presentado. Hallándose sentado, expuesto al sol y abrasado de sed, echó a un lado la lengua maya y por medio de signos hizo entender lo que pedía, con lo que logró al fin que se le trajese el agua. Nuestro huésped, que era un mestizo y además un ex alcalde del lugar, nos proporcionó otra cabaña desocupada, que hicimos barrer y preparar bien mientras llegaban nuestros cargadores. La situación de este rancho era en un hermoso llano descubierto: la tierra buena y el agua abundante, aunque no muy próxima, pues era preciso ocurrir a buscarla a una aguada, a donde enviamos nuestros caballos, y se tardaron tanto, que a la mañana siguiente, como que la aguada apenas se apartaba un poco del camino, determinamos ir nosotros a ella y bañarlos y darles agua. Desde este rancho pensábamos visitar las ruinas de Manküx; pero supimos que para llegar a ellas se necesitaba hacer un gran rodeo, y a la vez recibimos noticias de otras ruinas situadas en el rancho Yakabcib, de que no habíamos oído hablar antes, y que se hallaban en el camino que íbamos a tomar. Determinamos por entonces continuar la ruta que nos habíamos ya designado, de donde resultó que nos quedamos sin visitar las ruinas de Manküx, las cuales, según informes más circunstanciados que recibimos después, cuando ya no teníamos tiempo de aprovecharnos de ellos, merecen la atención del futuro viajero que vaya a visitar las ruinas de Yucatán.