CAPÍTULO XIII Pasan mal dos veces la ciénaga grande y el gobernador sale a buscarle paso y lo halla Llegado que fue el gobernador al pueblo de Urribarracuxi, donde el capitán Baltasar de Gallegos le esperaba, envió mensajeros al cacique, que estaba retirado en los montes, ofreciéndole su amistad; mas ninguna diligencia fue parte para que saliese de paz. Lo cual, visto por el gobernador, dejó al indio y entendió en enviar corredores por tres partes, que fuesen a descubrir paso a la ciénaga que estaba tres leguas del pueblo. La cual era grande y muy dificultosa de pasar por ser de una legua de ancho y tener mucho cieno (de donde toman el nombre de ciénaga), y muy hondo a las orillas. Los dos tercios a una parte y otra de la ciénaga eran de cieno, y la otra tercia parte, en medio, de agua tan honda que no se podía vadear. Mas con todas estas dificultades le hallaron paso los descubridores, los cuales, al fin de ocho días que habían salido, volvieron con la nueva de haberlo hallado y muy bueno. Con esta relación salió el gobernador, y toda su gente, del pueblo y en dos días llegaron al paso de la ciénaga y la pasaron con facilidad, porque el paso era bueno, mas, por ser ella tan ancha, tardaron en pasarla todo un día. A media legua pasada la ciénaga se alojaron en un buen llano, y el día siguiente, habiendo salido los mismos descubridores para ver por dónde habían de caminar, volvieron diciendo que en ninguna manera podían pasar adelante por las muchas ciénagas que había de los arroyos que salían de la ciénaga mayor y anegaban los campos. Lo cual era causa que se pasase bien la ciénaga por el paso que hemos dicho, porque, como encima del paso se derramase mucha agua saliendo de la madre vieja, facilitaba que pasasen bien la ciénaga mayor y dificultaba que no pudiesen andar los campos. Por lo cual quiso el gobernador ser el descubridor del camino, porque en los trances y pasos dificultosos, si él mismo no les descubría, no se satisfacía de otro. Con esta determinación volvió a pasar la ciénaga destotra parte y, eligiendo cien caballos y cien infantes que fuesen con él, dejó el resto del ejército donde se estaba con el maese de campo y caminó tres días la ciénaga arriba por un lado de ella, enviando a trechos descubridores que viesen si se hallaba algún paso. En todos los tres días nunca faltaron indios que, saliendo del monte que había por la orilla de la ciénaga, sobresaltaban los españoles tirándoles flechas y se acogían al monte. Mas algunos quedaban burlados, muertos y presos. Los presos por librarse de la importunidad y pesadumbre que les daban los españoles preguntándoles por el camino y paso de la ciénaga, se ofrecían a guiarlos, y, como eran enemigos, los guiaban y metían en pasos dificultosos y en partes donde había indios emboscados que salían a flechear a los cristianos. A estos tales, que fueron cuatro, luego que les sentían la malicia, les echaban los perros y los mataban. Por lo cual, un indio de los presos, temiendo la muerte, se ofreció a guiarlos fielmente y, sacándolos de los malos pasos por donde iban, los puso en un camino limpio, llano y ancho, apartado de la ciénaga. Y habiendo caminado por él cuatro leguas, volvieron sobre la ciénaga, donde hallaron un paso que a la entrada y salida estaba limpio de cieno y el agua se vadeaba a los pechos una legua de largo, salvo en medio de la canal que, por su mucha hondura, por espacio de cien pasos no se podía vadear, donde los indios tenían hecha una mala puente de dos grandes árboles caídos en el agua, y lo que ellos no alcanzaban estaba añadido con maderos largos, atados unos con otros y atravesados otros palos menores en forma de barandillas. Por este mismo paso, diez años antes, pasó Pánfilo de Narváez con su ejército desdichado. El gobernador Hernando de Soto, con mucho contento de haberlo hallado, mandó a dos soldados naturales de la isla de Cuba, mestizos, que así nos llaman en todas las Indias Occidentales a los que somos hijos de español y de india o de indio y española, y llaman mulatos, como en España, a los hijos de negro y de india o de indio y de negra. Los negros llaman criollos a los hijos de español y española y a los hijos de negro y negra que nacen en Indias, por dar a entender que son nacidos allá y no de los que van de acá de España. Y este vocablo criollo han introducido los españoles ya en su lenguaje para significar lo mismo que los negros. Llaman asimismo cuarterón o cuatratuo al que tiene cuarta parte de indio, como es el hijo de español y de mestiza o de mestizo y de española. Llaman negro llanamente al guineo, y español al que lo es. Todos estos nombres hay en Indias para nombrar las naciones intrusas no naturales de ella. Como decíamos, el gobernador mandó a los dos isleños, que habían por nombre Pedro Morón y Diego de Oliva, grandísimos nadadores, que, llevando sendas hachas, cortasen unas ramas que se atravesaban por la puente e hiciesen todo lo que les pareciese convenir a la comodidad de los que habían de pasar por ella. Los dos soldados con toda presteza pusieron por obra lo que se les mandó y en la mayor furia y diligencia de ella vieron salir en canoas indios que entre las muchas aneas y juncos que hay en las riberas de aquella ciénaga estaban escondidos venían con gran furia a tirarles flechas. Los mestizos se echaron de las puentes abajo de cabeza, y, a zambullidas, salieron adonde los suyos estaban, heridos ligeramente, que por haber sido debajo del agua no penetraron mucho las flechas. Con este sobresalto que los indios dieron, sin hacer otro daño, se retiraron del paso y se fueron donde no los vieron más. Los españoles aderezaron la puente sin recibir más molestia, y tres tiros de arcabuz encima de aquel paso hallaron otro muy bueno, para los caballos. El gobernador, hallando los pasos que deseaba para pasar la ciénaga, le pareció dar luego aviso de ellos a Luis de Moscoso, su maese de campo, para que con el ejército caminase en pos de él y también para que, luego que tuviese la nueva, le enviase socorro de bizcocho y queso porque la gente que consigo tenía padecía necesidad de comida, que pensando no alejarse tanto habían sacado poco bastimento. Para lo cual llamó a Gonzalo Silvestre y, en presencia de todos, le dijo: "A vos os cupo en suerte el mejor caballo de todo nuestro ejército y fue para mayor trabajo vuestro, porque hemos de encomendar los lances más dificultosos que se nos ofrezcan. Por tanto, prestad paciencia y advertid que a nuestra vida y conquista conviene que volváis esta noche al real y digáis a Luis de Moscoso lo que habéis visto y cómo hemos hallado paso a la ciénaga. Que camine luego con toda la gente en nuestro seguimiento, y a vos, luego que lleguéis, os despache con dos cargas de bizcochos y queso con que nos entretengamos hasta hallar comida, que padecemos necesidad de ella. Y, para que volváis más seguro que vais, os mande dar treinta lanzas que os aseguren el camino, que yo os esperaré en este mismo lugar hasta mañana en la noche, que habéis de ser aquí de vuelta. Y, aunque el camino os parezca largo y dificultoso y el tiempo breve, yo sé a quién encomiendo el hecho. Y porque no vais solo, tomad el compañero que mejor os pareciere, y sea luego, que os conviene amanecer en el real porque no os maten los indios si os coge el día antes de pasar las ciénagas". Gonzalo Silvestre, sin responder palabra alguna, se partió del gobernador y subió en su caballo, y de camino, como iba, encontró con un Juan López Cacho, natural de Sevilla, paje del gobernador, que tenía un buen caballo, y le dijo: "El general manda que vos y yo vamos con un recaudo suyo a amanecer al real. Por tanto, seguidme luego, que ya yo voy caminando". Juan López respondió diciendo: "Por vida vuesta, que llevéis otro, que yo estoy cansado y no puedo ir allá". Replicó Gonzalo Silvestre: "El gobernador me mandó que escogiese un compañero. Yo elijo vuestra persona. Si quisiéredes venir, venid enhorabuena, y si no, quedaos en ella misma, que porque vamos ambos no se disminuye el peligro, ni porque yo vaya solo se aumenta el trabajo." Diciendo esto, dio de las espuelas al caballo y siguió su camino. Juan López, mal que le pesó, subió en el suyo y fue en pos de él. Salieron de donde quedaba el gobernador a hora que el sol se ponía, ambos mozos, que apenas pasaban de los veinte años.
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CAPÍTULO XIII De los ingenios para moler metales, y del ensaye de la plata Para concluir con esta materia de plata y metales, restan dos cosas por decir: una es de los ingenios y moliendas; otra de los ensayes. Ya se dijo que el metal se muele para recibir el azogue. Esta molienda se hace con diversos ingenios: unos que traen caballos como atahonas, y otros que se mueven con el golpe del agua, como aceñas o molinos, y de los unos y los otros hay gran cuantidad. Y porque el agua, que comúnmente es la que llueve, no la hay bastante en Potosí sino en tres o cuatro meses, que son diciembre, enero y febrero, han hecho unas lagunas que tienen de contorno como a mil y setecientas varas, y de hondo tres estados, y son siete con sus compuertas, y cuando es menester usar de alguna, la alzan y sale un cuerpo de agua, y las fiestas las cierran. Cuando se hinchen las lagunas y el año es copioso de aguas, dura la molienda seis o siete meses; de modo que también para la plata piden los hombres ya buen año de aguas en Potosí, como en otras partes para el pan. Otros ingenios hay en Tarapaya, que es un valle tres o cuatro leguas de Potosí, donde corre un río, y en otras partes hay otros ingenios. Hay esta diversidad, que unos ingenios tienen a seis mazos, otros a doce y catorce. Muélese el metal en unos morteros, donde día y noche lo están echando, y de allí llevan lo que está molido a cerner. Están en la ribera del arroyo de Potosí, cuarenta y ocho ingenios de agua de a ocho, y diez, y doce mazos; otros cuatro ingenios están en otro lado, que llaman Tanacoñuño. En el valle de Tarapaya hay veinte y dos ingenios, todos estos son de agua, fuera de los cuales hay en Potosí otros treinta ingenios de caballos, y fuera de Potosí otros algunos; tanta ha sido la diligencia e industria de sacar plata, la cual finalmente se ensaya y prueba por los ensayadores y maestros que tiene el Rey puestos para dar su ley a cada pieza. Llévanse las barras de plata al ensayador, el cual pone a cada una su número, porque el ensaye se hace de muchas juntas. Saca de cada una un bocado, y pésale fielmente; échale en una copella, que es un vasito hecho de ceniza de huesos molidos y quemados. Pone estos vasitos por su orden en el horno u hornaza; dales fuego fortísimo; derrítese el metal todo, y lo que es plomo se va en humo; el cobre o estaño, se deshace; queda la plata finísima hecha de color de fuego. Es cosa maravillosa que cuando está así refinada, aunque esté líquida y derretida no se vierte volviendo la copella o vaso donde está, hacia abajo, sino que se queda fija, sin caer gota. En la color y en otras señales, conoce el ensayador cuándo está afinada; saca del horno las copellas; torna a pesar delicadísimamente cada pedacito; mira lo que ha mermado y faltado de su peso, porque la que es de ley subida merma poco, y la que es de ley baja, mucho. Y así conforme a lo que ha mermado, ve la ley que tiene, y esa asienta y señala en cada barra puntualmente. Es el peso tan delicado y las pesicas o gramos tan menudos, que no se pueden asir con los dedos sino con unas pinzas, y el peso se hace a luz de candela, porque no dé aire que haga menear las balanzas, porque de aquel poquito depende el precio y valor de toda una barra. Cierto es cosa delicada y que requiere gran destreza, de la cual también se aprovecha la Divina Escritura en diversas partes para declarar de qué modo prueba Dios a los suyos, y para notar las diferencias de méritos y valor de las almas, y especialmente donde a Hieremías, profeta, le da Dios título de ensayador, para que conozca y declare el valor espiritual de los hombres y sus obras, que es negocio proprio del espíritu de Dios, que es el que pesa los espíritus de los hombres. Y con esto nos podemos contentar cuanto a materia de plata, y metales y minas, y pasar adelante a los otros dos propuestos de plantas y animales.
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CAPÍTULO XIII Al quinto día volvieron a aparecer y fueron vistos en el agua por la gente. Tenían ambos la apariencia de hombres peces cuando los vieron los de Xibalbá, después de buscarlos por todo el río. Y al día siguiente se presentaron dos pobres, de rostro avejentado y aspecto miserable, vestidos de harapos, y cuya apariencia no los recomendaba. Así fueron vistos por los de Xibalbá. Y era poca cosa lo que hacían. Solamente se ocupaban en bailar el baile del Puhuy lechuza o chotacabra, el baile del Cux comadreja y el del Iboy armadillo, y bailaban también el Ixtzul ciempiés y el Chitic el que anda sobre zancos. Además, obraban muchos prodigios. Quemaban las casas como si de veras ardieran y al punto las volvían a su estado anterior. Muchos de los de Xibalbá los contemplaban con admiración. Luego se despedazaban a sí mismos; se mataban el uno al otro; tendíase como muerto el primero a quien habían matado, y al instante lo resucitaba el otro. Los de Xibalbá miraban con asombro todo lo que hacían, y ellos lo ejecutaban como el principio de su triunfo sobre los de Xibalbá. Llegó en seguida la noticia de sus bailes a oídos de los Señores Hun Camé y Vucub Camé. Al oírla exclamaron: -¿Quiénes son esos dos huérfanos? ¿Realmente os causan tanto placer? -Ciertamente son muy hermosos sus bailes y todo lo que hacen, contestó el que había llevado la noticia a los Señores. Contentos de oír esto, enviaron entonces a sus mensajeros a que los llamaran con halagos. -"Que vengan acá, que vengan para que veamos lo que hacen, que los admiremos y nos maravillen. Esto dicen los Señores." Así les diréis a ellos, les fue dicho a los mensajeros. Llegaron éstos en seguida ante los bailarines y les comunicaron la orden de los Señores. -No queremos, contestaron, porque francamente nos da vergüenza. ¿Cómo no nos ha de dar vergüenza presentarnos en la casa de los Señores con nuestra mala catadura, nuestros ojos tan grandes y nuestra pobre apariencia? ¿No estáis viendo que no somos más que unos pobres bailarines? ¿Qué les diremos a nuestros compañeros de pobreza que han venido con nosotros y desean ver nuestros bailes y divertirse con ellos? ¿Por ventura podríamos hacer lo mismo con los Señores? Así, pues, no queremos ir, mensajeros, dijeron Hunahpú e Ixbalanqué. Con el rostro abrumado de contrariedad y de pena se fueron al fin; pero por algún tiempo no querían caminar y los mensajeros tuvieron que pegarles varias veces en la cara cuando se dirigían a la residencia de los Señores. Llegaron, pues, ante los Señores, con aire encogido e inclinando la frente; llegaron prosternándose, haciendo reverencias y humillándose. Se veían extenuados, andrajosos, y su aspecto era realmente de vagabundos cuando llegaron. Preguntáronles en seguida por su patria y por su pueblo; preguntáronles también por su madre y su padre. -¿De dónde venís?, les dijeron. -No lo sabemos, señor No conocemos la cara de nuestra madre ni la de nuestro padre: éramos pequeños cuando murieron, contestaron, y no dijeron una palabra más. -Está bien. Ahora haced vuestros juegos para que os admiremos. ¿Qué deseáis? Os daremos vuestra recompensa, les dijeron. -No queremos nada; pero verdaderamente tenemos mucho miedo, le dijeron al Señor. -No os aflijáis, no tengáis miedo. ¡Bailad! Y haced primero la parte en que os matáis; quemad mi casa, haced todo lo que sabéis. Nosotros os admiraremos, pues eso lo que desean nuestros corazones. Y para que os vayáis después, pobres gentes, os daremos vuestra recompensa, les dijeron. Entonces dieron principio a sus cantos y a sus bailes. Todos los de Xibalbá llegaron y se juntaron para verlos. Luego representaron el baile del Cux, bailaron el Puhuy y bailaron el Iboy. Y les dijo el Señor: -Despedazad a mi perro y que sea resucitado por vosotros, les dijo. -Está bien, contestaron, y despedazaron al perro. En seguida lo resucitaron. Verdaderamente lleno de alegría estaba el perro cuando fue resucitado, y movía la cola cuando lo revivieron. El Señor les dijo entonces: -¡Quemad ahora mi casa! Así les dijo. Al momento quemaron la casa del Señor, y aunque estaban juntos todos los Señores dentro de la casa, no se quemaron. Pronto volvió a quedar buena y ni un instante estuvo perdida la casa de Hun Camé. Maravilláronse todos los Señores Y asimismo sus bailes les causaban mucho placer. Luego les fue dicho por el Señor: -Matad ahora a un hombre, sacrificadlo, pero que no muera, dijeron. -Muy bien, contestaron. Y cogiendo a un hombre, lo sacrificaron en seguida, y levantando en alto el corazón de este hombre, lo suspendieron a la vista de los Señores. Maravilláronse de nuevo Hun Camé y Vucub Camé. Un instante después fue resucitado el hombre por ellos por los muchachos y su corazón se alegró grandemente cuando fue resucitado. Los Señores estaban asombrados. -¡Sacrificaos ahora a vosotros mismos, que lo veamos nosotros! ¡Nuestros corazones desean verdaderamente vuestros bailes!, dijeron los Señores. -Muy bien, Señor, contestaron. Y a continuación se sacrificaron. Hunahpú fue sacrificado por Ixbalanqué; uno por uno fueron cercenados sus brazos y sus piernas, fue separada su cabeza y llevada a distancia, su corazón arrancado del pecho y arrojado sobre la hierba. Todos los Señores de Xibalbá estaban fascinados. Miraban con admiración, y sólo uno estaba bailando, que era Ixbalanqué. -¡Levántate!, dijo éste, y al punto volvió a la vida. Alegráronse mucho los jóvenes y los Señores se alegraron también. En verdad, lo que hacían alegraba el corazón de Hun-Camé y Vucub Camé y éstos sentían como si ellos mismos estuvieran bailando. Sus corazones se llenaron en seguida de deseo y ansiedad por los bailes de Hunahpú e Ixbalanqué. Dieron entonces sus órdenes Hun Camé y Vucub-Camé. -¡Haced lo mismo con nosotros! ¡Sacrificadnos!, dijeron. ¡Despedazadnos uno por uno!, les dijeron Hun Camé y Vucub Camé a Hunahpú e Ixbalanqué. -Está bien; después resucitaréis. ¿Acaso no nos habéis traído para que os divirtamos a vosotros, los Señores, y a vuestros hijos y vasallos?, les dijeron a los Señores. Y he aquí que primero sacrificaron al que era su jefe y Señor, el llamado Hun Camé, rey de Xibalbá. Y muerto Hun Camé, se apoderaron de Vucub-Camé. Y no los resucitaron. Los de Xibalbá se pusieron en fuga luego que vieron a los Señores muertos y sacrificados. En un instante fueron sacrificados los dos. Y esto se hizo para castigarlos. Rápidamente fue muerto el Señor Principal. Y no lo resucitaron. Y un Señor se humilló entonces, presentándose ante los bailarines. No lo habían descubierto, ni lo habían encontrado. -¡Tened piedad de mí!, dijo cuando se dio a conocer. Huyeron todos los hijos y vasallos de Xibalbá a un gran barranco, y se metieron todos en un hondo precipicio. Allí estaban amontonados cuando llegaron innumerables hormigas que los descubrieron y los desalojaron del barranco. De esta manera los sacaron al camino y cuando llegaron se prosternaron y se entregaron todos, se humillaron y llegaron afligidos. Así fueron vencidos los Señores de Xibalbá. Sólo por un prodigio y por su transformación pudieron hacerlo.
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Capítulo XIII Del gobierno que los Yngas tenían y orden con sus vasallos No había cosa, por menuda que fuese, en este Reino de que el Ynga no se mostrase cuidadoso y tuviese cuenta con ella, para probar lo que al buen gobierno era necesario, de suerte que desde el curaca y señor de veinte mil indios hasta el de diez, todos eran proveídos de su mano o de la de los cuatro orejones que asistían en su Consejo. Todo el Reino estaba dividido en el gobierno de esta manera, que cinco indios tenían superior que les mandaba, y diez indios y veinte y cincuenta y ciento y quinientos y mil y cinco mil y diez mil y veinte mil, y conforme eran los indios que mandaba y regía, así tenía la jurisdicción y facultad, el servicio, chácaras, indios y anaconas, vestidos y cuidados, de suerte que todo estaba por cuenta y razón. Al gobernador de la provincia daba el Ynga comisión que pudiese andar en andas, porque sin su licencia no podía ningún indio andar en ellas, ni en hamaca, ni asentarse en duo, que ellos llaman tiana, que todo esto era favor y merced del Ynga. Dábale también por mujer una ñusta del Cuzco o de su linaje, o de las que llaman yucanas, que también eran señoras principales, y con ella le daba ciento o ciento y cincuenta indias de servicio, que eran de las que estaban en las casas de depósito, o de las que habían cautivado en la guerra, y a el marido le daban seiscientos indios para que le sirviesen en su casa y chácaras, y en lo demás señalábanle doscientos tungos de chácara para maíz y otras comidas, que cada tungo es ochenta brazas en largo y cincuenta en ancho. Dábanle otros ochenta tungos para coca y otros tantos para ají, los cuales le señalaban en su tierra donde los pedía y en los Andes y lugares calientes. Dábales dos camisetas estampadas de oro y otras cuatro estampadas de plata, trescientas piezas de ropa de lipi y cumbi para el vestir ordinarios, dos cocos de oro y cuatro de plata, un collar a la turquesa, que llaman cauata, y otros de piedras que llaman llacsa, un gorjal de unas veneras coloradas, que llaman barcates, dos chispanas de oro, cuatro de plata; dábales mil ovejas de la tierra y a veinte y a diez y a cinco tejuelos de oro, conforme a la calidad de las personas y a los servicios que le habían hecho él o sus antepasados al Ynga. Cada tejuelo tenía seis marcos y con esto les daba una guaranca paia, que es hecha de plumería, a manera de sombrero sin copa, y otras diferentes plumas, para que saliese con ellas a bailar en las fiestas solemnes donde se hallaba el Ynga. Todas estas cosas daba a los señores que gobernarían veinte mil indios y diez mil, que a los de cinco mil daba la mitad de todo lo que está dicho, así de servicio como de los demás, excepto que no les daba mujer gusta ni de las principales mamaconas del Cuzco, sino de las más principales de provincia donde él era natural, y que pudiese andar en hamaca, y la ropa eran doscientas piezas y las ovejas ochocientas. Por esta orden iba disminuyendo, conforme la cantidad de indios que gobernaba y la calidad de la persona, hasta el señor de mil indios, que a éstos solamente se los daban en presencia del Ynga. De cincuenta indios abajo solía dar comisión para que los orejones o gobernadores de las provincias los nombrasen de los que a ellos mejor les pareciese, escogiéndolos en el pueblo. Repartían al curaca de quinientos indios el servicio y dábanle un asiento de henea, que llaman chuicatiana, y por mujer una hija de un curaca su igual, con veinte indios de servicio y treinta y siete indios, un brazalete de oro, trescientas cabezas de ganado, un sombrero de pluma de colores, setenta tungos de chácaras, y la mitad de esto la daban al que seguía, excepto que no le daban tiana, y así iba bajando hasta el principal de veinte indios. Todo esto se les daba y señalaba perpetuamente para sus descendientes en el oficio, y así había muchos hermanos, hijos del curaca, y si el mayor no era suficiente para el gobierno, daba el Ynga comisión a uno de los cuatro orejones, o a todos juntos, que inquiriesen y supiesen cuál era el más hábil para el gobierno, y a aquél hacía traer delante de sí, y se lo daba.
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Capítulo XIII 391 De los oficios mecánicos que los indios han aprendido de los españoles, y de los que ellos de antes sabían 392 En los oficios mecánicos, así los que de antes los indios tenían como los que de nuevo han aprendido de los españoles, se han perfeccionado mucho; porque han salido grandes pintores después que vinieron las muestras y imágenes de Flandes y de Italia que los españoles han traído, de las cuales han venido a esta tierra muy ricas piezas, porque a donde hay oro y plata viene todo; en especial los pintores de México, porque allí va a parar todo lo bueno que a esta tierra viene; y de antes no sabía pintar sino una flor o un pájaro, o una labor; y si pintaban un hombre o un caballo, era muy mal entallado; ahora hacen buenas imágenes. Aprendieron también a batir oro, porque un batidor de oro que pasó a esta Nueva España, aunque quiso esconder su oficio de los indios, no pudo, porque ellos miraron todas las particularidades del oficio y contaron los golpes que daba con el martillo, y cómo volvía y revolvía el molde, y antes que pasase un año sacaron oro batido. Han salido también algunos que hacen guadamaciles buenos, hurtado el oficio al maestro, sin él se lo querer amostrar, aunque tuvieron harto trabajo en dar la color dorado y plateado. Han sacado también algunas buenas campanas y de buen sonido; éste fue uno de los oficios con que mejor han salido. Para ser buenos plateros no les falta otra cosa sino la herramienta, que no la tienen; pero una piedra sobre otra hacen una taza llana y un plato; mas para fundir una pieza y hacerla de vaciado, hacen ventaja a los plateros de España, porque funden un pájaro que se le anda la lengua y la cabeza y las alas; y vacían un mono u otro monstruo que se le anda la cabeza, lengua, pies y manos; y en las manos pónenle unos trebejuelos que parece que bailan con ellos; y lo que más es, que sacan una pieza la mitad de oro y la mitad de plata, y vacían un pece con todas sus escamas, la una de oro y la otra de plata. 393 Han deprendido a curtir corambres, a hacer fuelles de herreros, y son buenos zapateros, que hacen zapatos y servillas, borceguíes, y pantuflos, chapines de mujeres, todo lo demás que se hace en España; este oficio comenzó en Michuacán, porque allí se curten los buenos cueros de venado. 394 Hacen todo lo que es menester para una silla jineta, bastos y fustes, coraza y sobrecoraza; verdad es que el fuste no le acertaban a hacer, y como un sillero tuviese un fuste a la puerta, un indio esperó a que el sillero se entrase a comer, y hurtóle el fuste para sacar otro por él, y luego otro día a la misma hora estando el sillero comiendo, tornóle a poner al fuste en su lugar; y desde a seis o siete días vino el indio vendiendo fustes por las calles, y fue a casa del sillero y díjole si le quería comprar de aquellos fustes, de lo cual creo yo que pesó a el sillero, porque en sabiendo un oficio los indios, luego abajan los españoles los precios, porque como no hay más que un oficial de cada uno, venden como quieren, y para esto ha sido gran matador la habilidad y buen ingenio de los indios. 395 Hay indios herreros y tejedores, y canteros, y carpinteros y entalladores; y el oficio que el mejor han tomado y con que mejor han salido ha sido sastres, porque hacen unas calzas, y un jubón y sayo, y capa, de la manera que se lo mandan, tan bien como en Castilla, y todas las otras ropas que no tienen número sus hechuras; porque nunca hacen sino mudar trajes y buscar invenciones nuevas. También hacen guantes y calzas de aguja de seda, y bonetillos de seda, y también son bordadores razonables. Labran bandurrias, vihuelas y arpas, y en ellas mil labores y lazos. Sillas de caderas han hecho tantas que las casas de los españoles están llenas. Hacen también flautas muy buenas. En México estaba un reconciliado, y como traía sambenito, viendo los indios que era nuevo traje de ropa, pensó uno que los españoles usaban aquella ropa por devoción en la cuaresma, y luego fuese a su casa e hizo sus sambenitos muy bien hechos y muy pintados; y sale por México a vender su ropa entre los españoles y decía en lengua de indios: "ticouazne quibenito", que quiere decir: ¿quieres comprar sambenito? Fue la cosa tan reída por toda la tierra, que creo que allegó a España, y en México quedó como refrán: "Ti que quis benito".
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De cómo los indios vinieron a ver las naos, cómo se halló otro mejor puerto, la "guazabra" que los indios dieron y lo que hubo hasta que se pobló Surtos en donde se ha dicho, vinieron a ver las naos y gentes muchos indios; los más de ellos traían unas flores coloradas en las cabezas y ventanas de las narices, y a persuasión de los nuestros entraron algunos dentro de la nao, dejando las armas en sus canoas. Entre los demás entró un hombre de buen cuerpo y color loro, algo flaco y cano; parecía su edad de sesenta años, y su rostro y voluntad de hombre bueno; traía en la cabeza unos plumajes azules, amarillos y colorados, y en las manos arco y flechas con puntas de hueso labradas, y a sus dos lados dos indios de más autoridad que los demás: éste entendimos ser personaje, tanto por señalarse más que los otros, cuanto por el respeto que todos le tenían. Entró luego preguntando por señas quién era nuestra cabeza: el adelantado le recibió con grande amor, y tomándole la mano, le dio a entender quién era. Él le dijo que se llamaba MALOPE, y el adelantado a él, Mendaña: entendióle Malope y le dijo, aplicando a sí el nombre, que se llamaba Mendaña y a el adelantado que se llamase Malope; y como se acabó de satisfacer de este trocado, mostró estimarlo mucho, y cuando le llamaban Malope decía que no, sino Mendaña, y por señas con el dedo mostraba a el adelantado, diciendo que aquél era Malope. También decía se llamaba Jauriqui, y este nombre pareció ser de cacique o capitán. El adelantado le vistió una camisa y dio otras cosas ligeras de poco valor; a los otros indios dieron los soldados plumas, cascabeles, cuentas de vidrio, pedacitos de tafetán y algodón, y hasta naipes, y todo lo colgaron al cuello: enseñáronles a decir amigos, cruzando los dos dedos índices y abrazándose asimismo en señal de paz, lo que aprendieron y usaron mucho: mostráronles espejos, y con navajas les limpiaban la cabeza y barbas, y con tijeras cortaban las uñas y pies y manos, y de todo se holgaron mucho y espantaban; mas pedían con instancia las navajas y tijeras. También procuraban saber lo que estaba debajo de los vestidos, y desengañados, hacían las mismas monerías que hicieron los de las primeras islas. Esto duró cuatro días; iban y venían, traían y daban lo que tenían de comer. Un día vino Malope, que era el que más frecuentaba y más amigo se mostraba, junto a cuyo pueblo los navíos estaban surtos; juntáronse con él cincuenta canoas en que traían sus armas escondidas, todos esperando a su Malope, que estaba dentro de la nao capitana, de donde, porque un soldado tomó un arcabuz en las manos, se fue huyendo a sus embarcaciones sin que le pudiesen detener, y luego a tierra todos tras de él: en la playa había otro golpe de gente, de quienes con gran alegría fue recibido, y todos juntos hicieron grandes consultas. Los soldados se mostraron apesarados de ver tanta paz, y más quisieran que dieran ocasiones de romper y darles guerra. Aquella misma tarde, los indios sacaron todo lo que en unas casas más cercanas había y lo retrajeron al pueblo de Malope, y la noche siguiente hubo de la otra parte de la bahía grandes fuegos, que duraron la mayor parte de ella; pareció ser señal de guerra, y se confirmó por la sospecha que aquel día habían dado las canoas andando de unos a otros pueblos a mucha priesa, como que aprestaban, o avisaban de algo. La mañana siguiente salieron de la galeota en el batel a buscar agua, en un riachuelo que muy cercano estaba, y andándola cargando, estaban pocos indios emboscados y dando gritos, flecharon a tres de los nuestros y los vinieron siguiendo hasta la barca, de donde porque los arcabuceros se detuvieron. Los heridos fueron curados y el adelantado madó al punto al maese de campo saliese a tierra con treinta soldados y a fuego y sangre procurase hacerles todo el daño que pudiese; mas los indios hicieron rostro, de que murieron cinco y los demás huyeron: retiróse nuestra gente a su salvo, y embarcada se vino para las naos, dejando cortadas palmas y quemadas ciertas canoas y casas, y trajeron a tres puercos que mataron. Este mismo día envió el adelantado al capitán don Lorenzo, con veinte soldados y marineros en la fragata a buscar la almiranta; llevando por instrucción, que por la parte que estaba por ver la isla la bojease y se fuese a poner en el paraje donde había anochecido la noche que se vio la tierra, y que estando allí fuese del Oeste al Noroeste, que era el rumbo que la almiranta podía llevar, fuera del que la capitana había seguido, y que viesen lo que por aquel camino hallaban. Ordenó también al maese de campo, se aprestase con cuarenta soldados a ir aquella madrugada, como fue, a unos ranchos que cerca en un cerro estaban, para hacer castigo en los indios, por los nuestros que flecharon, y por ver si con el daño hecho a éstos podían excusar otros mayores. Llegó sin ser sentido de los indios, cogióles los pasos, cercóles las casas y les pegó fuego y embistió a siete indios que dentro estaban, los cuales, viéndoles apretados de fuego y gente, procuraron defenderle como hombres de valor, y no bastando, embistieron con los nuestros y se metieron por sus armas sin estimar las vidas: las dejaron los seis, y el que escapó corriendo fue mal herido. El maese de campo se recogió a las naos y trajo flechados siete soldados, y cinco puercos muertos. Venida la tarde, vino Malope a la playa porque los pueblos y canoas que se quemaron eran suyas, y en voz alta llamó al adelantado por nombre de Malope, diciendo: --Malope, Malope; y dándose en los pechos por sí mismo decía: Mendaña, Mendaña. Abrazóse, y deste modo se quejaba, mostrando con el dedo el daño que le habían hecho; y por señas decía que su gente no había flechado a la nuestra, sino los indios de la otra parte de la bahía, y enarcando el arco daba a entender, que todos fuésemos contra ellos, y que él ayudaría en la venganza. Llamólo el adelantado, con deseo de que viniese para darle satisfacción; pero no vino y se fue, volviendo otro día en que hubo de parte a parte mucha amistad. El día de San Mateo apóstol y evangelista, se dieron las velas de este puerto para otro mejor y más acomodado, que se halló a media legua, dentro de la misma bahía. Yendo navegando hacia él, vino el capitán don Lorenzo y trajo por nuevas, que bojeando la isla en cumplimiento de la instrucción que llevó, vio en ella, Norte Sur con la bahía donde estábamos surtos, otra que no parecía menos buena y que mostró más gente y embarcaciones; y que más adelante vieron junto a la isla grande, otras dos medianas muy pobladas; y que en la parte del Sudeste ocho leguas, vieron otra isla que pareció tenerlas de boj; y que nueve o diez leguas, como a Lesnoroeste de donde nos anocheció cuando se vio la tierra, topó con tres islas, la una de siete leguas de cuerpo y las otras dos muy pequeñas, todas tres pobladas de gente mulata, color clara, y llena de muchas palmas, con una gran cantidad de arrecifes que corrían al Oesnoroeste, con sus restingas y canales a que no vieron fin; y que de la nao buscada no hallaron rastro alguno. Surgióse en el ya dicho segundo puerto, y toda la noche los indios de aquella parte la pasaron en dar gritos, como que toreaban o hacían burla, y muy claro decían amigos, y luego a voces; y en esto y en hacer fuegos se pasó. Venida la mañana, vinieron de tropel a la playa más cercana cantidad de quinientos indios, todos con sus armas en las manos, con las cuales y con furia de enemigos amenazaban y tiraban a los navíos muchas flechas, dardos y piedras; y viendo que no alcanzaban con ellas, muchos se metían en el agua hasta los pechos, otros a nado, en suma, todos en voluntad, diligencias y alaridos estaban parejos. Acercáronse tanto, que aferrados a las boyas de las naos se iban con ellas a tierra; hasta que visto por el adelantado su atrevimiento, mandó al capitán don Lorenzo, su cuñado, que con quince soldados en la barca saliese a escaramuzar con ellos: los rodeleros amparaban a los arcabuceros y bogadores, y con todo flecharon a dos, y fueran más si no fuera por las rodelas de que pasaron algunas de parte a parte. Los indios peleaban muy esparcidos y de salto, y se mostraban tan briosos, que se entendió habíamos encontrado gente que sabría bien defender su casa; pero esto duró en cuanto les pareció que nuestras armas no hacían el mal que hicieron y vieron; que como se desengañaron con la muerte de dos o tres, y de algunos heridos, desampararon la playa, y dejado el brío, tomando la del camino de su casa, llevaron los muertos y heridos, a quienes metieron arrastrando con la priesa que los nuestros les dieron en el monte; los heridos los llevaron en los brazos, y a otros ayudaban a andar, dejando por donde iban el rastro de su propia sangre. El capitán don Lorenzo, aunque no llevaba orden de desembarco, con la gente siguió los indios, y el maese de campo, que desde la nao estaba mirando el suceso, le dijo a voces, que ponía la gente a riesgo, que a ser otro que era, lo castigara por haber tomado la licencia que no se le había dado. Sintióse mucho de esto doña Isabel, y es que debió entender, que por ser hermano suyo no había en la disciplina militar para él cosa limitada. Embarcóse el maese de campo con treinta soldados, con quienes desembarcados todos fueron en seguimiento de los indios, que por no esperar no hubo cosa que contar. Túvose por cosa cierta, que había dicho el maese de campo al capitán don Lorenzo que si no había de obedecer, ni era para ser capitán, que arrimase la jineta, que no faltaría a quién darla que supiese lo que había de hacer; y que sabido esto por doña Isabel, había dicho palabras de que se sintió mucho el maese de campo, el cual no se volvió a embarcar, sino aquella noche se fue a dormir a uno de los pueblos de los indios que estaba cerca, y solo; que todos aquella noche guardaron bien el silencio.
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CAPÍTULO XIII El suceso del viaje de los treinta caballeros hasta llegar a la ciénaga grande Con las dificultades y trabajos que hemos dicho, y muchos más que se dejan de decir porque es imposible poderse contar todos los que en semejantes jornadas se padecen, pasaron estos treinta valientes y esforzados caballeros el río de Ocali, habiéndolos Dios Nuestro Señor favorecido tan piadosamente que ninguno de ellos ni de sus caballos saliesen heridos. Eran ya las dos de la tarde cuando acabaron de pasar el río. Fueron al pueblo, por necesidad que tenían de parar en él, porque Juan López Cacho, con lo mucho que había trabajado en el agua y con el gran frío que hacía, se había helado y quedado como estatua de palo sin poder menear pie ni mano. Los indios, viendo ir los españoles al pueblo, se pusieron a defenderles el paso por detenerles entretanto que sus mujeres e hijos se iban al monte y no por estorbarles la entrada y estada que en el pueblo quisiesen hacer. Y cuando entendieron que su gente podría estar ya libre, se retiraron y desampararon el lugar. Los castellanos entraron dentro y se alojaron en medio de la plaza, que no osaron entrar en las casas porque los enemigos, hallándolos divididos, no los cercasen y tomasen encerrados. Hicieron cuatro fuegos grandes en cuadrángulo. Al calor de ellos pusieron en medio a Juan López, bien arropado con todos los capotes de sus compañeros; uno de ellos le dio una camisa limpia que para sí llevaba. Parecioles milagro que en tal tiempo se hallasen entre ellos camisas más de las que traían vestidas. Fue el mayor regalo que se le pudo hacer. Estuvieron en el pueblo todo lo que restaba del día con gran congoja y temor de Juan López, temiendo si había de estar para caminar aquella noche, o si los había de detener tanto que los indios se avisasen unos a otros y se juntasen para les atajar y cortar el camino. Mas, como quiera que sucediese, determinaron anteponer la salud del compañero a todo el mal y peligro que venir les pudiese. Con esta determinación hartaron los caballos de maíz; por su rueda, comían los quince mientras los otros rondaban; enjugaron las sillas y ropa que se les había mojado; rehicieron las alforjas de la comida que por el pueblo hallaron; y, aunque había abundancia de pasas y ciruelas pasadas y de otras frutas y legumbres, no pretendieron llevar sino zara, porque el cuidado principal que estos españoles tenían era que no les faltase maíz para los caballos, y también porque era mantenimiento para los caballeros. Venida la noche, pusieron centinelas de a caballo, de dos en dos, con orden que rondasen alderredor del pueblo apartados y lejos de él, porque tuviesen tiempo y lugar de apercibirse si los enemigos viniesen. Cerca de la media noche, dos de los que así rondaban sintieron murmullo como de gente que venía; uno de ellos fue a dar aviso a los demás compañeros y el otro se quedó a reconocer mejor y certificarse bien de lo que era. El cual, con el lustror de la noche, vio una grande y oscura nube de gente que con un murmullo feroz y sordo venía al pueblo y, mirando más, se certificó que era un formado escuadrón de enemigos. Luego fue con el aviso a los demás españoles, los cuales, viendo con alguna mejoría a Juan López, lo pusieron bien arropado sobre su caballo y lo liaron a la silla porque no se podía tener de suyo. Semejaba al Cid Ruy Díaz cuando salió difunto de Valencia y venció aquella famosa batalla. Un compañero tomó las riendas del caballo para guiarle, porque Juan López no estaba para tanto. De esta manera, lo más secretamente que les fue posible, salieron los treinta españoles del pueblo Ocali antes que los enemigos llegasen a él y caminaron a tan buen paso que al amanecer se hallaron seis leguas del pueblo. Con esta misma diligencia siguieron siempre su viaje corriendo la posta por las tierras pobladas porque la nueva de su ida no les pasase adelante y alanceaban los indios que topaban cerca de los caminos porque no diesen aviso de ellos. Por las tierras despobladas, donde no había indios, acortaban el paso porque los caballos descansasen y tomasen aliento para correr donde hubiese necesidad. Así pasaron este día, que fue el sexto de su jornada, habiendo corrido y caminado casi veinte leguas, parte de ellas por la provincia de Acuera, tierra poblada de gente belicosísima. Al seteno día que habían salido del real, adoleció uno de ellos, llamado Pedro de Atienza, y pocas horas después que sintió el mal, yendo caminando, falleció encima de su caballo. Los compañeros le enterraron con mucha lástima de tal muerte que, por no perder tiempo en su camino, no habían creído lo que con su mal repentino se había quejado. La sepultura hicieron con las hachas que llevaban de partir leña, que aun para esto fueron buenas. Pasaron adelante con pena que en tal tiempo y de número tan pequeño faltase uno de ellos. Al poner del sol llegaron al paso de la ciénaga grande, habiendo corrido y caminado este día, también como el pasado, otras veinte leguas. Cosa increíble a los que no se hubiesen hallado en las conquistas del nuevo mundo o en las guerras civiles del Perú, pensar que haya caballos ni hombres que puedan hacer tan largas jornadas, pues en ley de hijodalgo afirmamos con verdad que en siete días anduvieron estos caballeros ciento y siete leguas, una más o menos, que hay por donde ellos fueron del pueblo principal de Apalache hasta la gran ciénaga. La cual hallaron que venía hecha una mar de agua, con muchos brazos que entraban y salían de ella, tan raudos y bravos que cualquiera de ellos bastaba a dificultarles el paso, cuanto más tantos y la madre sobre todos. Para que los caballos puedan sufrir el demasiado trabajo que en las conquistas del nuevo mundo han pasado y pasan, tengo para mí, con aprobación de todos los españoles indianos que acerca de esto he oído hablar, que la principal causa sea el buen pasto del maíz que comen, porque es de mucha sustancia y gratísimo para ellos y para todo animal, y pruébase esto con que los indios del Perú, a los carneros que les sirven de caballería, para que puedan sufrir la carga excesiva, cual es el peso de un hombre, la carga común que ellos llevan, les dan zara, y a los demás, aunque lleven carga, por ser acomodada a sus fuerzas, los sustentan solamente con el pasto que pueden haber en el campo. Aquella noche durmieron, o, por mejor decir, velaron, a la ribera de la ciénaga, con grandísimo frío que sobrevino por levantarse el viento norte, que en toda aquella región es frigidísimo. Hicieron grandes fuegos y con el calor de ellos pudieron pasar el frío, aunque con temor no acudiesen indios a la lumbre del fuego, que veinte de ellos que vinieran bastaran a les impedir el paso y aun a matarlos todos, porque en el agua, desde sus canoas, podían los indios ofender muy a su salvo a los españoles, y ellos no podían aprovecharse de sus caballos para ofender los enemigos, ni tenían arcabuces ni ballestas con que alejarlos de sí. Con esta pena y congoja, velándose por sus tercios, se pusieron a descansar, apercibidos para el trabajo del día venidero.
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De cómo llegó el gobernador a la ciudad de la Ascensión, donde estaban los cristianos españoles que iba a socorrer Habiendo llegado, según dicho es, el cristiano español, y siendo bien informado el gobernador de la muerte de Juan de Ayolas y cristianos que consigo llevó a hacer la entrada y descubrimiento de tierras, y de las otras muertes de los otros cristianos, y la demasiada necesidad que tenían de su ayuda los que estaban en la ciudad de Ascensión, y asimismo del despoblamiento del puerto de Buenos Aires, adonde el gobernador había mandado venir su nao capitana con las ciento cuarenta personas dende la isla de Santa Catalina, donde los había dejado para este efecto, considerando el gran peligro en que estarían por hallar yerma la tierra de cristianos, donde tantos enemigos indios había, y por los enviar con toda brevedad a socorrer y dar contentamiento a los de la Ascensión, y para sosegar los indios que tenían por amigos naturales de aquella tierra, vasallos de Su Majestad, con muy gran diligencia fué caminando por la tierra, pasando por muchos lugares de indios de la generación de los guaraníes, los cuales, y otros muy apartados de su camino, los venían a ver cargados de mantenimientos, porque corría la fama, según está dicho, de los buenos tratamientos que les hacía el gobernador y muchas dádivas que les daba, venían con tanta voluntad y amor a verlos y traerles bastimentos, y traían consigo las mujeres y niños, que era señal de gran confianza que de ellos tenían, y les limpiaban los caminos por do habían de pasar. Todos los indios de los lugares por donde pasaron haciendo el descubrimiento tienen sus casas de paja y madera, entre los cuales indios vinieron muy gran cantidad de indios de los naturales de la tierra y comarca de la ciudad de la Ascensión, que todos, uno a uno, vinieron a hablar al gobernador en nuestra lengua castellana, diciendo que en buena hora fuese venido, y lo mismo hicieron a todos los españoles, mostrando mucho placer con su llegada. Estos indios en su manera demostraron luego haber comunicado y estado entre cristianos, porque eran comarcanos de la ciudad de la Ascensión; y como el gobernador y su gente se iban acercando a ella, por los lugares por do pasaban antes de llegar a ellos, hacían lo mismo que los otros, teniendo los caminos limpios y barridos; los cuales indios y las mujeres viejas y niños se ponían en orden, como en procesión, esperando su venida con muchos bastimentos y vinos de maíz, y pan, y batatas, y gallinas y pescados, y miel, y venados, todo aderezado; lo cual daban y repartían graciosamente entre la gente, y en señal de paz y amor alzaban las manos en alto, y en su lenguaje, y muchos en nuestro, decían que fuesen bien venidos el gobernador y su gente, y por el camino mostrándose grandes familiares y conversables, como si fueran naturales suyos, nascidos y criados en España. Y de esta manera caminando (según dicho es), fue nuestro Señor servido que a 11 días del mes de marzo sábado, a las nueve de la mañana, del año 1542, llegaron a la ciudad de la Ascensión, donde hallaron residiendo los españoles que iban a socorrer, la cual está asentada en la ribera del río del Paraguay, en 25 grados de la banda del Sur; y como llegaron cerca de la ciudad, salieron a recibirlos los capitanes y gentes que en la ciudad estaban, los cuales salieron con tanto placer y alegría, que era cosa increíble, diciendo que jamás creyeron ni pensaron que pudieran ser socorridos, ansí por respecto de ser peligroso y tan dificultoso el camino, y no se haber hallado ni descubierto, ni tener ninguna noticia de él, como porque el puerto de Buenos Aires, por do tenían alguna esperanza de ser socorridos, lo habían despoblado, y que por esto los indios naturales habían tomado grande osadía y atrevimiento de los acometer para los matar, mayormente habiendo visto que había pasado tanto tiempo sin que acudiese ninguna gente española a la provincia. Y por el consiguiente, el gobernador se holgó con ellos y les habló y recibió con mucho amor, haciéndoles saber cómo iba a les dar socorro por mandado de Su Majestad; y luego presentó las provisiones y poderes que llevaba ante Domingo de Irala, teniente de gobernador en la dicha provincia, y ante los oficiales, los cuales eran Alonso de Cabrera, veedor, natural de Lora; Felipe de Cáceres, contador, natural de Madrid; Pedro Dorantes, factor, natural de Béjar; y ante los otros capitanes y gente que en la provincia residían, las cuales fueron leídas en su presencia y de los otros clérigos y soldados que en ella estaban, por virtud de las cuales rescibieron al gobernador y le dieron la obediencia como a tal capitán general de la provincia en nombre de Su Majestad, y le fueron dadas y entregadas las varas de la justicia, las cuales el gobernador dio y proveyó de nuevo en personas que en nombre de Su Majestad administrasen la ejecución de la justicia civil y criminal en la dicha provincia.
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Cómo llegamos a un río que pusimos por nombre río de Banderas, e rescatamos catorce mil pesos Ya habrán oído decir en España y en toda la más parte della y de la cristiandad, cómo México es tan gran ciudad, y poblada en el agua como Venecia; y había en ella un gran señor que era rey de muchas provincias y señoreaba todas aquellas tierras, que son mayores que cuatro veces nuestra Castilla; el cual señor se decía Montezuma, e como era tan poderoso, quería señorear y saber hasta lo que no podía ni le era posible, e tuvo noticia de la primera vez que venimos con Francisco Hernández de Córdoba, lo que nos acaesció en la batalla de Cotoche y en la de Champotón, y ahora deste viaje la batalla del mismo Champotón, y supo que éramos nosotros pocos soldados y los de aquel pueblo muchos, e al fin entendió que nuestra demanda era buscar oro a trueque del rescate que traíamos, e todo se lo habían llevado pintado en unos paños que hacen de henequén, que es como el lino; y como supo que íbamos costa a costa hacia sus provincias, mandó a sus gobernadores que si por allí aportásemos que procurasen de trocar oro a nuestras cuentas, en especial a las verdes, que parecían a sus chalchihuites; y también lo mandó para saber e inquirir más por entero de nuestra persona de qué era nuestro intento. Y lo más cierto era, según entendimos, que dicen que sus antepasados les habían dicho que habían de venir gentes de hacia donde sale el sol, que los habían de señorear. Ahora sea por lo uno o por lo otro, estaban a posta en vela indios del grande Montezuma en aquel río que dicho tengo, con lanzas largas y en cada lanza una bandera, enarbolándola y llamándonos que fuésemos allí donde estaban. Y desque vimos de los navíos cosas tan nuevas, para saber qué podía ser, fue acordado por el general, con todos los demás soldados y capitanes, que echásemos dos bateles en el agua e que saltásemos en ellos todos los ballesteros y escopeteros y veinte soldados, y Francisco de Montejo fuese con nosotros, e que si viésemos que eran de guerra los que estaban con las banderas, que de presto se lo hiciésemos saber, o otra cualquiera cosa que fuese. Y en aquella sazón quiso Dios que hacía bonanza en aquella costa, lo cual pocas veces suele acaecer; y como llegamos en tierra hallamos tres caciques, que el uno dellos era gobernador de Montezuma e con muchos indios de proprio, y tenían muchas gallinas de la tierra y pan de maíz de lo que ellos suelen comer, e frutas que eran pifias y zapotes, que en otras partes llaman mameyes; y estaban debajo de una sombra de árboles, puestas esteras en el suelo, que ya he dicho otra vez que en estas partes se llaman petates, y allí nos mandaron asentar, y todo por señas, porque Julianillo, el de la punta de Cotoche, no entendía aquella lengua; y luego trajeron braseros de barro con ascuas, y nos zahumaron con una como resina que huele a incienso. Y luego el capitán Montejo lo hizo saber al general, y como lo supo, acordó de surgir allí en aquel paraje con todos los navíos, y saltó en tierra con todos los capitanes y soldados. Y desque aquellos caciques y gobernadores le vieron en tierra y conocieron que era el capitán de todos, a su usanza le hicieron grande acatamiento y le zahumaron, y él les dio las gracias por ello y les hizo muchas caricias, y les mandó dar diamantes y cuentas verdes, y por señas les dijo que trajesen oro a trocar a nuestros rescates. Lo cual luego el gobernador mandó a sus indios, j que todos los pueblos comarcanos trajesen de las joyas que tenían a rescatar; y en seis días que estuvimos allí trajeron más de quince mil pesos en joyezuelas de oro bajo y de muchas hechuras; y aquesto debe ser lo que dicen los cronistas Francisco López de Gómara y Gonzalo Hernández de Oviedo en sus crónicas, que dicen que dieron los de Tabasco; y como se lo dijeron por relación, así lo escriben como si fuese verdad; porque vista cosa es que en la provincia del río de Grijalva no hay oro, sino muy pocas joyas. Dejemos esto y pasemos adelante, y es que tomamos posesión en aquella tierra por su majestad, y en su nombre real el gobernador de Cuba Diego Velázquez. Y después desto hecho, habló el general a los indios que allí estaban, diciendo que se querían embarcar, y les dio camisas de Castilla. Y de allí tomamos un indio, que llevamos en los navíos, el cual, después que entendió nuestra lengua, se volvió cristiano y se llamó Francisco, y después de ganado México, le vi casado en un pueblo que se llama Santa Fe. Pues como vio el general que no traían más oro a rescatar, e había seis días que estábamos allí y los navíos corrían riesgo, por ser travesía el norte, nos mandó embarcar. E corriendo la costa adelante, vimos una isleta que bañaba la mar y tenía la arena blanca, y estaría, al parecer, obra de tres leguas de tierra, y pusímosle por nombre isla Blanca, y así está en las cartas del marear. Y no muy lejos desta isleta Blanca vimos otra isla que tenía muchos árboles verdes, y estará de la costa cuatro leguas: y pusímosle por nombre Isla Verde. E yendo más adelante, vimos otra isla mayor, al parecer, que las demás, y estaría de tierra obra de legua y media, y allí enfrente della había buen surgidero, y mandó el general que surgiésemos. Echados los bateles en el agua, fue el capitán Juan de Grijalva con muchos de nosotros los soldados a ver la isleta, y hallamos dos casas hechas de cal y canto y bien labradas, y cada casa con unas gradas por donde subían a unos como altares, y en aquellos altares tenían unos ídolos de malas figuras, que eran sus dioses, y allí estaban sacrificados de aquella noche cinco indios, y estaban abiertos por los pechos y cortados los brazos y los muslos, y las paredes llenas de sangre. De todo lo cual nos admiramos, y pusimos por nombre a esta isleta isla de Sacrificios. Y allí enfrente de aquella isla saltamos todos en tierra, y en unos arenales grandes que allí hay, adonde hicimos ranchos y chozas con ramas y con las velas de los navíos. Habíanse allegado en aquella costa muchos indios que traían a rescatar oro hecho piecezuelas, como en el río de Banderas, y según después supimos, mandó el gran Montezuma que viniesen con ello, y los indios que lo traían, al parecer estaban temerosos; y era muy poco. Por manera que luego el capitán Juan de Grijalva mandó que los navíos alzasen las anclas y pusiesen velas, y fuésemos delante a surgir enfrente de otra isleta que estaba obra de media legua de tierra, y esta isla es donde ahora está el puerto. Y diré lo que allí nos avino.
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Capítulo XIII De cómo los capitanes con los españoles se embarcaron y anduvieron hasta Tacamez y lo que les sucedió Habiendo Diego de Almagro juntádose con el capitán Francisco Pizarro, como se ha escrito en el capítulo pasado, determinaron de se embarcar todos los que habían venido y de antes estaban y procuraban de saber la tierra, que decían los indios que Bartolomé Ruiz tomó en la balsa, a quien procuraban con diligencia mostrar la lengua nuestra, para que supiesen responder a lo que les preguntasen y fuesen intérpretes. Como se embarcaron, anduvieron hasta llegar a la isla del Gallo, adonde estuvieron quince días reformándose del trabajo pasado. Salieron luego, pasado este término, con los navíos y canoas, luengo de costa, y por un gran río que entraba en la mar; quiso Pizarro, que dentro en una canoa iba, entrar para descubrir lo que había; mas la canoa zozobró en una barra que estaba entre el mar y el río; la otra no corrió tan gran riesgo, el capitán estaba en ella y veía andar, a nado, a los españoles de la que se había perdido, y con gran prisa llegó a la canoa para los recoger, y los tomaron todos, si no fueron cinco que se ahogaron; y saliendo de aquel lugar peligroso, se recogieron a los navíos y fueron hasta la bahía de San Mateo, donde saltaron todos en tierra y sacaron los caballos, y fueron la vuelta de Tacamez con ellos, porque antes, por ser la tierra llena de manglares y de ríos, no había sido menester. Deseaban mucho topar con algún hombre o mujer de aquella comarca, para tomar lengua de lo que había. Los de a caballo reconocieron buen trecho de allí, que estaba un indio, ganosos de lo tomar pusieron las piernas para lo asir, mas como sintió la burla, espantado de los caballos, puso pies en huida con tanta ligereza, que los que le iban siguiendo se espantaron; y con temor de no quedar cautivo en poder de los españoles, cuya fama se extendía de su crueldad, y con gana de no perder su naturaleza, corrió con tan gran denuedo, que me afirmó uno de los de a caballo, que el llegar suyo y el caer el indio al suelo y salírsele el ánima perdiendo el aliento y vigor, fue todo uno. No dejaron de caminar los españoles pasando más trabajo que antes por los muchos mosquitos que había, que eran tantos, que por huir de su importunidad, se metían entre la arena los hombres enterrándose hasta los ojos. Es plaga contagiosa la de estos mosquitos: Moríanse cada día españoles de ella, y de otras enfermedades que les recrecieron. Poco más adelante aquel lugar, tomaron tres o cuatro indios; dijeron medio por señas lo que había en aquella tierra. Prosiguióse el camino por mar y tierra hasta llegar el pueblo de Tacamez, donde hallaron mucho maíz con otras comidas de las que usan las gentes de acá. Los naturales de la tierra sabían muy bien lo que pasaba, y cómo por la mar iban los navíos y por la tierra venían andando hombres blancos barbudos y que traían los caballos que corrían como viento; preguntábanse unos a otros qué pretendían o qué buscaban, por qué causa robaban el oro que hallaban y les cautivaban sus mujeres, y a ellos hacían lo mismo; cobráronles gran desamor y entre muchos hicieron liga de los matar. Los españoles, alegres con el mucho maíz que hallaron, comían descansando; porque "habiendo necesidad, como los hombres tengan maíz, no la sienten", pues de él se hace miel tan buena como saben los que la han hecho y tan espesa como la quieren hacer, porque yo habré hecho alguna en esta vida y tienen pan y vino y vinagre; de manera con esto y con yerbas, que siempre las hay, no faltando sal, los que andan en descubrimientos llamábanse de buena dicha. Algunos de los indios habíanse puesto a vista con temor, porque su ánimo es poco; mas deseaban coyuntura para hacer algún daño a su salvo. Los españoles salieron para ellos con rodelas y espadas, sin llevar más que dos caballos y fueron para los indios, mas no osaron aguardar; por presto que se echaron a la mar se untaron las lanzas en la sangre de alguno de ellos. Temerosos de tal gente no quisieron ponerse a la burla pasada. Estos, digo, porque otros se acaudillaban para venir sobre los cristianos, que más de ocho días estuvieron allí; y un día oyeron soltar de los navíos un tiro, creyendo que venían sobre ellos gran golpe de indios. Quiso el capitán revolver a la bahía, mas como lo comunicase con Almagro, no se puso en efecto, porque mandó algunos españoles que tomasen un cerrillo que acerca de allí estaba, para atalayar lo que hubiese; y era todo quince o veinte raposas grandes, desde lejos como las veían, creían que que eran indios. Yendo a reconocer lo que era uno de a caballo, lo entendió y avisó de ello. Y como hubiesen salido todos del real, tenían sed porque no había por allí ningún río ni xagüey de los muchos que en otras partes había sobrados, y por remediar la necesidad mandó Pizarro que fuesen los que estaban a caballo y que trajesen todos los calabazos que hubiese llenos de agua. De los naturales se habían juntado poco más de doscientos para dar guerra a los españoles, porque sin razón ni justicia andaban por su tierra contra la voluntad de ellos. Los que iban en los caballos, a la vuelta que volvían a la bahía, los vieron e determinaron dar en ellos; los indios los aguardaron por su mal, porque quedaron en el campo muertos ocho y cautivos tres; los demás huyeron espantados de los caballos. Los españoles fueron con el agua adonde los aguardaban sus compañeros bien fatigados de la sed y todos fueron a la bahía donde hallaron bastimento y estuvieron nueve días; en los cuales platicaron mucho lo que hacían, siendo los más votos en que sería bien volverse todos a Panamá a rehacerse y juntar más gente para venir de propósito al descubrimiento de lo adelante. Almagro lo contradecía, diciendo que no se entendían en decir que sería acertado volver a Panamá, pues yendo pobres iban a pedir de comer por amor de Dios y a morar en las cárceles los que estuviesen con deudas, y que era harto mejor quedar donde hubiese bastimento y con los navíos ir por socorro a Panamá, que no desamparar la tierra. Dicen algunos que Pizarro estaba tan congojado por los trabajos que había pasado tan grandes en el descubrimiento, que deseó entonces lo que jamás de él se conoció, que fue volverse a Panamá, y que dijo a Diego de Almagro que como él andaba en los navíos yendo y viniendo sin tener falta de mantenimientos, ni pasar por los excesivos trabajos que ellos habían pasado era de contraria opinión para que no volviesen a Panamá y que Almagro respondió que él quedaría con la gente de buena gana y que fuese él a Panamá por el socorro, y que sobre esto hubieron palabras mayores, tanto que la amistad y hermandad se volvió en rencor y que echaron mano a las espadas y rodelas con voluntad de se herir; mas poniéndose en medio el piloto Bartolomé Ruiz y Nicolás de Ribera y otros, los apartaron y entreviniendo entre ellos los tomaron a conformar, y se abrazaron, olvidando la pasión; dijo el capitán Pizarro que quedaría con la gente en donde fuese mejor y que Almagro volviese a Panamá por socorro; esto pasado, de allí salieron y pasaron el río de la bahía para ver unos pueblos que se parecían, si era conveniente quedar en ellos o buscar otro lugar.