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CAPÍTULO XI Que se halla en los antiguos alguna noticia de este Nuevo Mundo Resumiendo lo dicho, queda que los antiguos o no creyeron haber hombres pasado el Trópico de Cancro, como San Agustín y Lactancio sintieron, o que si había hombres, a lo menos no habitaban entre los trópicos, como lo afirman Aristóteles y Plinio, y antes que ellos Parménides, filósofo. Ser de otra suerte lo uno y lo otro ya está asaz averiguado. Mas todavía muchos con curiosidad preguntan, si de esta verdad que en nuestros tiempos es tan notoria hubo en los pasados alguna noticia. Porque parece cierto cosa muy extraña, que sea tamaño este Mundo Nuevo como con nuestros ojos le vemos, y que en tantos siglos atrás no haya sido sabido por los antiguos. Por donde pretendiendo quizá algunos menoscabar en esta parte la felicidad de nuestros tiempos y oscurecer la gloria de nuestra nación, procuran mostrar que este Nuevo Mundo fue conocido por los antiguos, y realmente no se puede negar que haya de esto algunos rastros. Escribe San Jerónimo en la Epístola a los Efesios: "con razón preguntamos qué quiera decir el Apóstol en aquellas palabras en las cuales cosas anduvistes un tiempo según el siglo de este mundo, si quiere por ventura dar a entender que hay otro siglo que no pertenezca a este mundo, sino a otros mundos, de los cuales escribe Clemente en su Epístola: 'El Océano y los mundos que están allende del Océano'." Esto es de San Jerónimo. Yo cierto no alcanzo qué Epístola sea esta de Clemente, que San Jerónimo cita, pero ninguna duda tengo que lo escribió así San Clemente, pues lo alega San Jerónimo. Y claramente refiere San Clemente que pasado el mar Océano, hay otro mundo y aun mundos, como pasa en efecto de verdad, pues hay tan excesiva distancia de un nuevo mundo al otro nuevo mundo, quiero decir, de este Pirú e India Occidental a la India Oriental y China. También Plinio, que fue tan extremado en inquirir las cosas extrañas y de admiración, refiere en su Historia Natural, que Hannon, capitán de los cartagineses, navegó desde Gibraltar costeando la mar, hasta lo último de Arabia, y que dejó escrita esta su navegación. Lo cual si es así como Plinio lo dice, síguese claramente que navegó el dicho Hannon, todo cuanto los portugueses hoy día navegan, pasando dos veces la Equinocial, que es cosa para espantar. Y según lo trae el mismo Plinio de Cornelio Nepote, autor grave, el propio espacio navegó otro hombre llamado Eudoxo, aunque por camino contrario, porque huyendo el dicho Eudoxo del rey de los latyros, salió por el mar Bermejo al mar Océano, y por él volteando llegó hasta el Estrecho de Gibraltar, lo cual afirma el Cornelio Nepote haber acaecido en su tiempo. También escriben autores graves que una nao de cartaginenses, llevándola la fuerza del viento por el mar Océano, vino a reconocer una tierra nunca hasta entonces sabida, y que volviendo después a Cartago, puso gran gana a los cartaginenses de descubrir y poblar aquella tierra, y que el senado, con riguroso decreto, vedó la tal navegación, temiendo que con la codicia de nuevas tierras, se menoscabase su patria. De todo esto se puede bien colegir que hubiese en los antiguos algún conocimiento del Nuevo Mundo, aunque particularizando a esta nuestra América y toda esta India Occidental apenas se halla cosa cierta en los libros de los escritores antiguos. Mas de la India Oriental no sólo la de allende sino también la de aquende, que antiguamente era la más remota, por caminarse al contrario de agora, digo que se halla mención y no muy corta ni muy oscura. Porque ¿a quién no le es fácil hallar en los antiguos la Malaca, que llamaban Aurea Chersoneso? ¿Y al cabo de Comorín, que se decía Promontorium Cori, y la grande y célebre isla de Samatra, por antiguo nombre tan celebrado, Taprobane? ¿Qué diremos de las dos Etiopías? ¿Qué de los Bracmanes? ¿Qué de la gran tierra de los Chinas? ¿Quién duda en los libros de los antiguos, que traten de estas cosas no pocas veces? Mas de las Indias Occidentales no hallamos en Plinio que en esta navegación pasase de las Islas Canarias, que él llama Fortunatas, y la principal de ellas dice haberse llamado Canaria por la multitud de canes o perros que en ella había. Pasadas las Canarias, apenas hay rastro en los antiguos de la navegación que hoy se hace por el golfo, que con mucha razón le llaman grande. Con todo eso se mueven muchos a pensar que profetizó Séneca el Trágico, de estas Indias Occidentales, lo que leemos en su Tragedia Medea, en sus versos anapésticos, que reducidos al metro castellano, dicen así: Tras luengos años verná un siglo nuevo y dichoso que al Océano anchuroso sus límites pasará. Descubrirán grande tierra, verán otro Nuevo Mundo navegando el gran profundo que agora el paso nos cierra. La Thule tan afamada como del mundo postrera, quedará en esta carrera por muy cercana contada. Esto canta Séneca en sus versos, y no podemos negar que al pie de la letra pasa así, pues los años luengos que dice, si se cuentan del tiempo del Trágico, son al pie de mil y cuatrocientos, y si del de Medea, son más de dos mil. Que el Océano anchuroso haya dado el paso que tenía cerrado, y que se haya descubierto grande tierra, mayor que toda Europa y Asia y se habite otro nuevo mundo, vémoslo por nuestros ojos cumplido, y en esto no hay duda. En lo que la puede con razón haber, es en si Séneca adevinó, o si acaso dio en esto su poesía. Yo, para decir lo que siento, siento que adevinó con el modo de adevinar que tienen los hombres sabios y astutos. Veía que ya en su tiempo se tentaban nuevas navegaciones y viajes por el mar; sabía bien como filósofo, que había otra tierra opuesta del mismo ser que llaman Antíctona. Pudo con este fundamento considerar que la osadía y habilidad de los hombres, en fin llegaría a pasar el mar Océano, y pasándole, descubrir nuevas tierras y otro mundo, mayormente siendo ya cosa sabida en tiempo de Séneca el suceso de aquellos naufragios que refiere Plinio, con que se pasó el gran mar Océano. Y que este haya sido el motivo de la profecía de Séneca parece lo dan a entender los versos que preceden, donde habiendo alabado el sosiego y vida poco bulliciosa de los antiguos, dice así: Mas agora es otro tiempo; y el mar de fuerza o de grado, ha de dar paso al osado y el pasarle es pasatiempo. Y más abajo dice así: Al alto mar proceloso ya cualquier barca se atreve; todo viaje es ya breve al navegante curioso. No hay ya tierra por saber; no hay Reino por conquistar; nuevos muros ha de hallar quien se piensa defender. Todo anda ya trastornado sin dejar cosa en su asiento el mundo, claro y esento; no hay ya en el rincón cerrado. El indio cálido bebe del río Araxis helado, y el Persa en Albis bañado y el Rin más frío que nieve. De esta tan crecida osadía de los hombres viene Séneca a conjeturar lo que luego pone como el extremo a que ha de llegar, diciendo: Tras luengos años verná, etc., como está ya dicho.
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En que se cuenta la venida del doctor don Lope de Armendáriz, tercero presidente de este Reino. Lo sucedido en su tiempo. La venida del visitador Juan Bautista de Monzón. Cuéntase la muerte de don Juan Rodríguez de los Puertos, y otros casos sucedidos durante el dicho gobierno En el poco tiempo que gobernó el licenciado Francisco Briceño, segundo presidente de esta Real Audiencia, vinieron a ella por oidores: el licenciado Francisco de Anuncibay, el licenciado Antonio de Cetina y el doctor Andrés Cortés de Mesa; era fiscal el licenciado Alonso de la Torre. El tercer presidente que vino a esta Real Audiencia y gobierno fue el doctor don Lope de Armendáriz, que lo acababa de ser de la Audiencia de Quito, y de ella vino a esta de Santa Fe el año de 1577, y en el siguiente de 1579 vino el licenciado Juan Bautista Monzón por visitador; y durante el gobierno del dicho presidente vinieron por oidores el licenciado Cristóbal de Azcoeta, que murió breve, de un suceso que adelante se dirá; y también vinieron el licenciado Juan Rodríguez de Mora y el licenciado Pedro Zorrilla, y por fiscal el licenciado Alonso de Orozco; todos los cuales concurrieron en este gobierno con el dicho presidente don Lope de Armendáriz. El señor arzobispo don fray Luis Zapata de Cárdenas, que, como dije, vino a este arzobispado el año de 1573, trajo consigo la insigne reliquia de la cabeza de santa Isabel, reina de Hungría, que se la dio en Madrid la reina doña Ana de Austria, última mujer y esposa del prudente monarca Philipo II, y segundo Salomón, nuestro rey y señor natural. Hízola colocar en esta santa iglesia, metida en una caja de plata, y votarla por patrona de esta ciudad. Por su mandado se reza de ella oficio de primera clase, con octava, y se celebra y guarda su fiesta con la solemnidad posible, a 19 de noviembre. Mandó guardar y cumplir las sinodales de su antecesor, excusándose de hacer otras por estar muy santas. Para los curas hizo un catecismo con advertencias muy útiles en la administración de los santos sacramentos. Fundó colegio seminario, con título de San Luis, en el cual se sustentaban diez y ocho colegiales con sus hopas pardas y becas azules, a cargo de su rector, que era un clérigo viejo y virtuoso, el cual enseñaba canto llano y canto de órgano; y un preceptor les enseñaba latín y retórica, y todo se pagaba de la renta del seminario, del cual salieron y se ordenaron clérigos hábiles y virtuosos. En este colegio se empezó a enseñar la lengua de estos naturales, la que llaman la general, porque la entienden todos; los colegiales la aprendían y muchos clérigos compelidos del prelado. Enseñábala el padre Bermúdez, clérigo, gran lenguaraz, con título de catedrático de la lengua; y el salario se pagaba y paga hasta hoy de la hacienda del rey, por cédula real suya. Despachó convocatorias a los obispos sufragáneos para celebrar concilio provincial, en cuyo cumplimiento vinieron los dos de la costa, don fray Sebastián de Oquendo, de Santa Marta, y don fray Juan de Montalvo, de Cartagena; éste del orden de Santo Domingo y el otro, franciscano. Entraron juntos en esta ciudad a 20 de agosto de 1583 años, y con ellos el señor arzobispo desde Marequita, donde se halló al tiempo que desembarcaron en el puerto de Honda. Salió a recibirlos la Real Audiencia, con grande acompañamiento, más de media legua de esta ciudad; y desde Fontibón y desde Bojacá le traían mucho mayor, así de españoles como de naturales. El obispo de Popayán, don Agustín de la Coruña, llamado el Santo por su gran santidad, no pudo venir, a causa de que por mandato de la Real Audiencia de Quito fue llevado a ella preso; y porque el concilio no se celebró por esta falta y por otras causas, diré con brevedad algo de esta prisión. A pedimento de Sancho García del Espinar, gobernador de Popayán, enemigo del obispo, despachó la Audiencia de Quito por juez, al alguacil mayor de ella, Juan de Galarza, contra el obispo. Vinieron con él un escribano llamado Antonio Desusa, dos alguaciles y seis soldados, todos con salario que importaba treinta y seis pesos de oro de veinte quilates, cada día; y se pagó con dinero del dicho obispo, que lo sacó de su cofre el gobernador, saqueándole la casa la noche de Navidad, al tiempo que el dicho obispo celebraba los oficios divinos de aquella gran festividad. Llegaron con esta comisión a la ciudad de Popayán, al principio de la cuaresma del año de 1582; hicieron las notificaciones al señor obispo de nueve en nueve días, mientras duraban los de su comisión, diciéndole que la Real Audiencia mandaba que personalmente pareciese en ella dentro de aquellos días de su comisión, a lo cual respondió que estaba presto a lo cumplir pasada la cuaresma, y no antes, porque él solo y sin ayuda ninguna, que no la tenía, hacía a su pueblo sus sermones cada semana, y por ser cuaresma le convenía no dejar sus ovejas. Por esta respuesta determinaron prenderle el sábado antes de la domínica in passione, de 1582 años; y sabido por el obispo, no salió de la iglesia aquel día, que todos los del año asistía en ella con prebendados. Comió en la sacristía con su previsor, el arcediano don Juan Jiménez de Rojas, y dadas las gracias, esperó al juez y su compañía, poniéndose mitra y báculo y una estola sobre el roquete, y el sitial arrimado al altar mayor, con intento de amedrentarlos de esta manera y excusar su prisión. Pero no bastó esto, que allí le echó mano de un brazo el mesmo juez, y luego le alzaron en brazos los dos alguaciles y los demás, y bajaron las gradas hasta llegar a la puerta de la iglesia, en que estaba puesta una litera pequeña portátil, y metido en ella la alzaron y llevaron en sus hombros hasta fuera de la ciudad. No se halló en esta prisión ninguna persona grave, que por ser caso tan horrendo y feo se ocultaron. Sólo se halló presente el capitán Gonzalo Delgadillo, viejo de ochenta años, que por ser alcalde ordinario le llevó consigo el juez. De gente plebeya se hinchó la iglesia, y de sus voces y llanto. Clérigos hubo que quisieron defender a su prelado, el cual no lo consintió, y mandó con censuras se estuvieren quedos. Causó en todas aquellas ciudades tanta admiración y escándalo esta prisión, que en la de Quito trujo corridos el vulgo al juez y sus compañeros, llamándolos excomulgados; y más los estimulaba su conciencia, pues volvieron todos ellos al señor obispo los salarios que de su hacienda habían llevado, y le pidieron perdón y absolución con misericordia; y Dios Nuestro Señor los castigó con muertes desastradas que tuvieron; y lo que conocieron a los oidores que dieron y libraron la provisión real para hacer esta prisión, que fueron el licenciado Francisco de Anuncibay, que de esta Real Audiencia había ido a aquélla, y el licenciado Ortegón, y el licenciado Cañavera, noten las caídas que tuvieron después de esto, y la del gobernador que les pidió caso tan feo, que aun los indios sin fe que llevaron la litera para poner en ella al santo obispo, cuando lo vieron meter en ella con tanta ignominia, no esperaron a llevarlo, ni otros que huídos aquéllos trajeron; y al cabo lo cargaron los propios satélites, que así los llamaba el santo obispo a los que le prendieron, que todos tuvieron desgraciados fines. * * * Y con esto vuelvo al señor arzobispo don fray Luis Zapata de Cárdenas. De los dos prelados de la costa, se volvió luego el de Santa Marta a su obispado, y el de Cartagena pasó de esta ciudad a la de Tunja, y en ella tuvo la cuaresma del año de 1584, de donde volvió a esta ciudad y de ella a su obispado de Cartagena, a donde vivió poco más de dos años. Sucedióle don fray Antonio de Ervias, y a éste don fray Juan de Andrada, del orden de Santo Domingo, y luego otros. Fundó el dicho arzobispo don fray Luis Zapata de Cárdenas las dos parroquias de Nuestra Señora de las Nieves y Santa Bárbara de esta ciudad, por auto que pronunció a 23 de marzo de 1585 años, ante Pedro Núñez de Águila, escribano real y notario de Su Señoría. Los feligresados que les dio sacó de los que tuvo esta Catedral, que hasta entonces fue sola, en la cual sirvieron y sirven dos curas rectores de la prisión del santo obispo de Popayán, es uno de ellos, que sirve el dicho curato desde el año de 1585, y tiene el dicho cura los ochenta de edad, uno más o menos, y si ve esto me la ha de pegar. Calificó el dicho señor arzobispo los milagros que hizo la santa imagen de Nuestra Señora de Chiquinquirá, que comenzaron a manifestarse el segundo día de Navidad del año de 1586; y en el siguiente de 1587 hizo viaje en persona, llevando consigo para este efecto al licenciado don Lope Clavijo, arcediano de esta Catedral y comisario del Santo Oficio, letrado, teólogo, y a don Miguel de Espejo, tesorero de ella y gran canonista. Halló a esta santa imagen en su iglesia, que no llegaba a tener treinta pies de largo, cubierta de paja, armada sobre bajaraques de barro, con altar de carrizo, porque los feligreses indios de aquel pueblo de Chiquinquirá eran tan pocos, que todos cabían en esta pequeña iglesia, la cual está muy mejorada de edificio y tamaño, cual se ve el día de hoy. El licenciado Gabriel de Rivera Castellanos, que ha sido cura muchos años en esta santa iglesia, ha escrito un libro en que cuenta los milagros que ha podido saber y averiguar de esta santa imagen; a él remito al lector. Esta santa reliquia se trajo a esta ciudad, con licencia del señor arzobispo don Bernardino de Almansa, el año de 1633, por la grande peste que había, en que murió mucha gente. Colocóse en la santa iglesia Catedral con gran veneración, y con su venida sosegó la peste y mal contagioso. Sobre volverla a su casa hubo pleito, porque la quería tener esta ciudad; pero al fin la volvieron a su iglesia, que hoy sirve el orden de Santo Domingo con mucho cuidado. El año de 1587 hubo en esta ciudad una grande enfermedad de viruelas, en que murió casi el tercio de los naturales, y muchos españoles; y el señor arzobispo don fray Luis Zapata de Cárdenas gastó con los pobres más de dos mil pesos, en espacio de tres meses que duró, hasta empeñar su vajilla de plata; y sus parientes le empobrecieron, de manera que no tuvo qué dejar a esta santa iglesia. Sólo dejó una capellanía, que sirven los prebendados, de tres misas en cada un año; y porque gobernó diez y siete años esta silla arzobispal, y los tiempos de la presidencia del doctor don Lope de Armendáriz y venidas de los visitadores Juan Bautista de Monzón y Juan Prieto de Orellana fueron de grandes revueltas, tengo necesidad de Su Señoría Ilustrísima para que remedie y componga alguna de ellas. Pondré su muerte en su lugar, con lo demás que hubiere de decir. * * * Ya queda dicho cómo siendo presidente de la Real Audiencia de este Reino el doctor don Lope de Armendáriz, concurrieron con él seis oidores y un fiscal que fueron: el licenciado Francisco de Anuncibay y el licenciado Antonio de Cetina, el doctor Andrés Cortés de Mesa, el licenciado Juan Rodríguez de mora y el licenciado Pedro Zorrilla; y por fiscal, el licenciado Orozco, porque el fiscal Alonso de la Torre se había ido a España a pretender. Pues sucedió que el año de 1578, una mañana de él amanecieron puestos en las esquinas y puertas de las casas reales, y en las esquinas de la calle real y otros lugares públicos, libelos infamatorios contra todos los señores de la Real Audiencia, y hablábase en ellos muy pesadamente. Mandaron quitar los papeles, e hiciéronse grandes diligencias y prendieron a algunas personas sospechosas, y con ellas a un mozo escribiente que acudía a aquellos oficios, porque dijeron que la letra de los libelos se parecía a la suya. Condenáronle a tormento, y cometióse el dárselo al doctor Andrés Cortés de Mesa, que yendo al efecto y habiendo hecho al mozo los requerimientos del derecho, el mozo te emplazó diciéndole que "si en el tormento moría, o en otra parte por aquella razón, le emplazaba para que dentro del tercero día pareciese con él ante Dios, a donde se ajustaría la verdad". Respondióle el oidor: "¿Emplazaisme? Pues por vida del rey, que os ha de dar otro el tormento y que no os lo he de dar yo"; y con esto se salió de la sala y se fue a la del Acuerdo, a donde dijo que no se hallaba en disposición de dar aquel tormento, que se cometiese a otro. El Real Acuerdo lo cometió al licenciado Antonio de Cetina, el cual fue a ello; hizo los requerimientos y el mozo su emplazamiento. Sin embargo, le pusieron en el potro, y a la segunda vuelta lo mandó el oidor quitar del tormento, porque conoció en él que no era el autor de los libelos. Volvióse a la sala del Acuerdo y dijo que aquel sujeto no era capaz de lo que contenían aquellos papeles, ni podía ser sabedor de lo que en ellos se decía. Con esto no se hizo más diligencia con este mozo. Diego de Vergara (el tuerto), procurador que había sido de la Real Audiencia, y en esta sazón estaba suspenso, y un fulano Muñoz, estos dos enviaron a España informes para que se enviase visitador, por haberles quitado los oficios. Pues este Vergara hacía muchos años que estaba agraviado de un Juan Rodríguez de los Puertos, el cual le había desflorado una hija natural que tenía. Estaba en esta sazón en esta ciudad el Juan Rodríguez, que era vecino de Tunja. Dijo el Vergara a los que andaban haciendo diligencias de los libelos, que aquella letra se parecía mucho a la de Juan Rodríguez de los Puertos; pasó la palabra a la Real Audiencia y mandáronle prender, y a la gente de su casa, entre los cuales prendieron a un hijo natural del dicho Juan Rodríguez, el cual se halló presente el día que se quitaron los libelos y violos quitar. Con este mozo se hizo primero la diligencia, y en el tormento confesó que su padre había hecho aquellos papeles y que se los había dado a él para que los pusiese en las casas reales y en tales y tales partes, señalando aquellas de donde había visto quitar los papeles, con la cual declaración condenaron a tormento al Juan Rodríguez de los Puertos. Mandáronle notificar la sentencia y que se le leyese la declaración de su hijo, lo cual cumplió. Habiéndole leído la dicha declaración, dijo: "Ese traidor miente, porque yo no hice tal ni tal mandé; pero yo estoy muy viejo e impedido, no estoy para recibir tormentos; más quiero morir que verme en ellos; aunque ése ha mentido en todo lo que ha dicho, arrímome a su declaración". Con lo cual le condenaron a muerte, y al hijo en doscientos azotes, aunque el oidor Andrés Cortés de Mesa no firmó esta sentencia; antes llegado el día del suplicio le envió a decir que mientras viese la ventana del Acuerdo abierta no temiese. Habiendo, pues, paseadolas calles acostumbradas, y estando ya en la plaza junto a la escalera, vio la ventana del Acuerdo abierta y díjole a su confesor lo que pasaba, el cual te respondió que no confiase en favores humanos, sino que se encomendase muy de veras a Dios, y que hiciese lo que le había dicho. Con esto subió por la escalera, y estando en ella dijo en alta voz, que lo oían todos: --"Por el paso en que estoy, señores, que esta muerte no la debo por los libelos que me han imputado, porque yo no los hice ni los puse; por otros que puse en la ciudad de Tunja ha permitido Dios que venga a este paradero". Habiendo dicho esto y el credo, le quitaron la escalera, y al hijo le dieron la pena en que fue condenado. En su lugar diré quién puso estos libelos; y están luchando conmigo la razón y la verdad. La razón me dice que no me meta en vidas ajenas; la verdad me dice que diga la verdad. Ambas dicen muy bien, pero valga la verdad; y pues los casos pasaron en audiencias públicas y en cadalsos públicos, la misma razón me da licencia que lo diga, que peor es que lo hayan hecho ellos que lo escriba yo; y si es verdad que pintores y poetas tienen igual potestad, con ellos se han de entender los cronistas, qunque es diferente, porque aquéllos pueden fingir, pero a éstos córreles obligación de decir la verdad, so pena del daño de la conciencia. Apele pintó a Campaspe, la amiga del magno Alejandro, y estándola pintando, como dicen sus historiadores, se enamoro de ella, y aquel príncipe se la dio por mujer. Ya éste llevó algún provecho, sin otros que llevaría de sus pinturas verdaderas y fingidas, como hacen otros pintores. Virgilio, príncipe de los poetas latinos, por adular al César romano y decirle que descendía de Eneas el Troyano, compuso las Eneidas; y dicen de él graves autores (y con ellos, a lo que entiendo, San Agustín) que si Virgilio como fue gentil fuera cristiano, se condenara por el testimonio que levantó a la fenicia Dido, porque de Eneas el Troyano a Dido pasaron más de cuatrocientos años. ¡Miren qué bien se juntarían! Este fingió, y los demás poetas hacen lo mismo, como se ve por sus escritos; pero los cronistas están obligados a la verdad. No se ha de entender aquí los que escriben libros de caballerías, sacadineros, sino historias auténticas y verdaderas, pues no perdonan a papas, emperadores y reyes, y a los demás potentados del mundo; tienen por guía la verdad, llevándola siempre. No me culpe nadie si la dijere yo, para cuya prueba desde luego me remito a los autos, para que no me obliguen a otra; y con esto volvamos a la Real Audiencia. * * * Este año de 1578, Diego de Vergara, el procurador, y el Muñoz, su compañero, pasaron a España a solicitar la venida del visitador, y murieron allá; y pluguiera a Dios murieran antes, y hubieran ahorrado a este Reino hartos enfados y disgustos y muy gran suma de dineros. Este propio año de 1578, el licenciado Cristóbal de Azcoeta, oidor de la Real Audiencia, una noche se acostó bueno y sano en su cama y amaneció muerto. Vivía en las casas que son agora convento de monjas de Santa Clara. Estaban cerradas las cortinas de la cama; hacíase hora de Audiencia; los criados no le osaban llamar, pensando que dormía. Esperábanle aquellos señores, y como tardaba enviaron a saber si había de ir a la Audiencia. Llamóle un criado suyo por tres veces y no le respondió; alzó la cortina y hallóle muerto. El que había venido a llamarle volvió a la Audiencia y dijo lo que pasaba. Vinieron luego el presidente y los demás oidores; tentáronle el cuerpo y halláronle muy caliente, aunque sin pulsos. Díjole el presidente al doctor Juan Rodríguez que mirase si era paroxismo. Respondióle que no, que estaba muerto. Díjole: "Mire que está muy caliente". Dijo el Juan Rodríguez. "Pues para que crea vueseñoría que está muerto"; con una navaja le dio una cuchillada en la yema del dedo pulgar de un pie, y no salió una gota de sangre. Alzaron las cortinas de la cama, y a la cabecera de ella hallaron una moza arrebozada. Lleváronla a la cárcel; averiguaron la verdad. Al oidor enterraron y a la madre de ésta dieron doscientos azotes, y por entonces las desterraron de la ciudad. Cuando el doctor Andrés Cortés de Mesa vino de España por oidor de esta Real Audiencia, en la ciudad de Cartagena casó con doña Ana de Heredia, doncella hermosa, honrada y principal. Esta señora tenía una hermana natural, que se habían criado juntas, la cual visto el casamiento y que su hermana se venía a este Reino, hicieron gran sentimiento, para cuyo remedio y que viniesen juntas se trató que casase con Juan de los Ríos, criado del dicho doctor Mesa, prometiéndole que llegado a esta ciudad lo acomodaría en comisiones y otros aprovechamientos, con que se pudiese sustentar; lo cual efectuado subieron a este Reino. Vivían todos juntos en una casa, y siempre el Juan de los Ríos traía a la memoria del doctor lo que le había prometido; ora porque no hubiese comisiones, o por no poder, nunca hubo en qué aprovechallo ni ocupallo, de donde nacieron las quejas del Juan de los Ríos y el enfado del oidor; con lo cual el Juan de los Ríos se salió de su casa llevando consigo a su mujer. Este fue el principio del fuego en que entrambos se abrasaron. El Juan de los Ríos le hizo al doctor una causa bien fea, que de ella no trato aquí; remítome a los autos. De ellos resultó suspender al oidor y tenelle preso muchos días en las casas del Cabildo de esta ciudad, hasta que vino el licenciado Juan Bautista de Monzón, visitador de la Real Audiencia, el cual entró en esta ciudad el año de 1579, y le sacó de la dicha prisión, dándole su casa por cárcel, hasta que sucedió lo que adelante diré. Gobernado el dicho presidente, sucedió que del aviso que el contador Retes, que había ido a Castilla, dio a Su Majestad acerca de la moneda con que estos naturales contrataban y trataban, que eran unos tejuelos de oro por marcar, de todas leyes, mandó el Rey, nuestro señor, que esta moneda se marcase y se le pagasen los quintos reales. Hízose así; abriéronse cuatro cuños de una marca pequeña para más breve despacho, por ser mucha la moneda que había de estos tejuelos, y particularmente la que estaba en poder de mercaderes y tratantes. Dio Su Majestad un término breve para que todas estas personas y las demás que tenían de esta moneda la marcasen sin derechos algunos; y pasado, dende adelante se le pagasen sus reales quintos. De esta manera se marcó toda la moneda de tejuelos de veinte quilates como el de quince, porque sólo se atendía a la marca. Esto no impidió a los indios hacer su moneda, ni tratar con ella; sólo se mandó que por un peso de oro marcado se diese peso y medio de oro por marcar; y con esto había mucha moneda en la tierra, porque los indios continuamente la fundían. Pues corriendo este oro, como tengo dicho, un tratante de la calle real, llamado Juan Díaz, tuvo orden de haber una marca de éstas, comprándola a un negro de Gaspar Núñez, que era el ensayador; y el negro y un muchacho de Hernando Arias, que acudían a marcar los tejuelos de oro que se llevaban a la real caja de quintar, éstos le vendieron el cuño a Juan Díaz, y con él no dejó candelero, bacinica ni almirez en la calle real que no fundiese y marcase, haciéndolo en tejuelos, con que en breve tiempo derramó por esta ciudad y su jurisdicción más de cuatro o cinco mil pesos. Sucedió, pues, que Bartolomé Arias, hijo del dicho Hernando Arias y hermano del señor arzobispo don Fernando Arias Duarte, canónigo que fue de esta santa iglesia, que en aquella sazón era niño y servía de paje al deán don Francisco Adame, jugando con los otros pajes, les ganó unos pocos de estos tejuelos de Juan Díaz, y llevólos a Maripérez, su tía, que se los guardase. Ella los puso sobre la cajeta de costura donde estaba labrando. Ido el niño, y al cabo de rato entró Gaspar Núñez, el ensayador. Pusiéronle asiento junto a la cajeta; vido el oro y preguntó: --"¿Qué oro es este?". Respondió la Maripérez: --"Bartolomé, el niño, me lo trajo para que se lo guardase, que lo había ganado a los pajes del deán". --"Pues no me parece bueno. Tráiganme una bacinica y un poquito de cardenillo, que quiero hacer un ensaye con este oro". Trajéronle el recaudo; hizo el ensaye y no se halló ley alguna. Tomó los tejuelos y llevóselos al presidente don Lope de Armendáriz, y díjole: --"Mande usía hacer diligencia de dónde sale esta moneda, porque es falsa y no tiene ley". El presidente mandó llamar al alcalde ordinario, Diego Hidalgo de Montemayor, y encargóle que muy apretadamente hiciese aquella diligencia; el cual al día siguiente, con su compañero el otro alcalde, que lo era Luis Cardoso, escribano y alguaciles tomaron la mañana, fuéronse a la calle real y aguardaron que se abriesen todas las tiendas; y luego las fueron abriendo de una en una. En unos pesos y cajones hallaban seis, cuatro pesos, o diez; iban recogiendo todo este oro. Llegaron a la tienda de Juan Díaz, y en el cajón del peso le hallaron más de cincuenta pesos, y en una caja que tenía debajo del mostrador más de quinientos pesos; en la trastienda le hallaron muchos pedazos de candeleros y bacinicas, y una forja de aliño de fundir. Prendiéronle y secuestráronle los bienes; tomáronle la confesión; declaró todo lo que pasaba, y que al pie de un palo de la tienda estaba enterrada la marca con que marcaba la moneda. Sacáronla de donde dijo, substancióse la causa y condenáronlo a quemar. Quiso su suerte que se diese la sentencia tres días antes de la Pascua de Navidad, y la víspera de ella entró doña Inés de Castrejón a ver al presidente, su padre, que la quería en extremo grado. Pidióle aguinaldo, y díjole el presidente: --"Pedid, mi ama, lo que vos quisiereis, que yo os lo daré". Dijo la hija: --"¿Darame usía lo que yo pidiere?". Respondióle: --"Sí por cierto". Entonces le dijo la doncella: --"Pues lo que pido a usía es que aquel hombre que está mandado quemar no lo quemen, ni le den pena de muerte". Todo lo concedió su padre, y porque el delito no quedase sin castigo, le dieron doscientos azotes y lo echaron a galeras. Toda aquella mala moneda se recogió y consumió; y para reparo de lo de adelante se mandó que el oro corriente fuese de trece quilates. Abrióse un nuevo cuño y grande, y desbarataron los demás; y desde este tiempo se comenzó a aquilatar el oro, desde un quilate hasta veinticuatro; porque hasta este tiempo, aunque fuese de trece, diez y ocho y diez y nueve quilates, con la marca pequeña pasaba por corriente. Ni tampoco el aquilatar el oro quitó a los naturales la moneda de su contratación, usando de sus tejuelos, aunque algunos aprendieron de Juan Díaz a falsearlos. He advertido esto para que, si en algún tiempo volviere esta moneda, se prevenga el daño; y porque en la presidencia del doctor don Lope de Armendáriz y su tiempo fue de revueltas y sucesos, para podellos contar son necesarios diferentes capítulos, y sea el primero el que sigue.
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CAPÍTULO XI Que fuera de las dichas hay otras causas de ser la Tórrida templada, y especialmente la vecindad del mar Océano Mas siendo universales y comunes las dos propriedades que he dicho, a toda la región Tórrida, y con todo eso habiendo partes en ella que son muy cálidas, y otras también muy frías, y finalmente, no siendo uno el temple de la Tórrida y Equinocial, sino que un mismo clima aquí es cálido, allí frío, acullá templado, y esto en un mismo tiempo, por fuerza hemos de buscar otras causas de donde proceda esta tan gran diversidad que se halla en la Tórrida. Pensando pues, en esto con cuidado, hallo tres causas ciertas y claras, y otra cuarta oculta. Causas claras y ciertas digo, la primera el Océano, la segunda la postura y sitio de la tierra, la tercera la propriedad y naturaleza de diversos vientos. Fuera de estas tres, que las tengo por manifiestas, sospecho que hay otra cuarta oculta, que es propriedad de la misma tierra que se habita, y particular eficacia e influencia de su cielo. Que no basten las causas generales que arriba se han tratado, será muy notorio a quien considerare lo que pasa en diversos cabos de la Equinocial. Manomotapa y gran parte del reino del Preste Juan, están en la Línea o muy cerca, y pasan terribles calores y la gente que allí nace, es toda negra, y no sólo allí que es tierra firme desnuda de mar, sino también en islas cercadas de mar acaece lo propio. La isla de San Tomé está en la Línea; las islas de Cabo Verde están cerca y tienen calores furiosos, y toda la gente también es negra. Debajo de la misma Línea o muy cerca, cae parte del Pirú y parte del Nuevo Reino de Granada, y son tierras muy templadas y que cuasi declinan más a frío que a calor, y la gente que crían es blanca. La tierra del Brasil está en la misma distancia de la Línea en el Pirú, y el Brasil y toda aquella costa es en extremo tierra cálida, con estar sobre la mar del Norte. Esta otra costa del Pirú que cae a la mar del Sur, es muy templada. Digo pues, que quien mirare estas diferencias y quisiere dar razón de ellas, no podrá contentarse con las generales que se han traído, para declarar cómo puede ser la Tórrida, tierra templada. Entre las causas especiales puse la primera la mar porque, sin duda su vecindad ayuda a templar y refriegerar el calor, porque aunque es salobre su agua, en fin es agua, y el agua de suyo fría, y esto es sin duda. Con esto se junta que la profundidad inmensa del mar Océano no da lugar a que el agua se escaliente con el fervor del sol, de la manera que se escalientan aguas de ríos. Finalmente, como el salitre, con ser de naturaleza de sal, sirve para enfriar el agua, así también vemos por experiencia que el agua de la mar refresca, y así en algunos puertos como en el del Callao, hemos visto poner a enfriar el agua o vino para beber, en frascos o cántaros metidos en la mar. De todo lo cual se infiere que el Océano tiene sin duda propriedad de templar y refrescar del calor demasiado; por eso se siente más calor en tierra que en mar coeteris paribus. Y comúnmente las tierras que gozan marina, son más frescas que las apartadas de ella, coeteris paribus, como está dicho. Así que siendo la mayor parte del Nuevo Orbe, muy cercana al mar Océano, aunque esté debajo de la Tórrida, con razón diremos que de la mar recibe gran beneficio para templar su calor.
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De cómo la armada entró en el Río de la Plata y de la muerte de don Diego de Mendoza Quedó toda la gente tan disgustada con la muerte del Maestre de Campo Juan de Osorio, que muchos estaban determinados a quedarse en aquella costa, como lo hicieron; y habiéndolo entendido el gobernador, mandó luego salir la armada de aquel puerto, y engolfándose en el mar, se vinieron a hallar en 28 grados sobre la laguna de los Patos, donde, y más adelante, toparon con unos bajíos, que llaman los arrecifes de Don Pedro; y corriendo la costa, reconocieron el Cabo de Santa María, y fueron a tomar la boca del Río de la Plata, por donde entrados, subieron por él hasta dar en la playa de la Isla de San Gabriel, donde hallaron a don Diego de Mendoza, que estaba haciendo tablazón para bateles y barcos, en que pasar el río a la parte del oeste, que es Buenos Aires. Los soldados se alegraron unos con otros, y supo don Diego la muerte del Maestre de Campo, la cual sintió mucho, y dijo públicamente: ¡plegue a Dios que la falta de este hombre, y su muerte no sean causa de la perdición de todos! Y dando orden de pasar a aquella parte, fueron algunos a ver la disposición de la tierra, y el primero que saltó a ella, fue Sancho del Campo, cuñado de don Pedro, el cual vista la pureza de aquel temple, su calidad y frescura, dijo que ¡buenos aires son los de este suelo! De donde se le quedó el nombre. Y considerado bien el sitio y lugar por personas inteligentes, vieron ser el más acomodado, que por allí había para escala de aquella entrada. Determinó luego don Pedro hacer allí asiento, y al efecto mandó pasar a aquella parte toda la gente, que se hallaba en la Banda Oriental, así por parecerle estaría más segura de que no le volviese al Brasil, como por la comodidad de poder algún día abrir camino y entrada para el Perú; dejando los navíos de más porte en aquel puerto con la guarda necesaria, se fue con los restantes al de Buenos Aires, metiendo los más pequeños en el riachuelo, del cual media legua arriba fundó una población, que puso por nombre la ciudad de Santa María, el año de mil quinientos treinta y seis, donde hizo un fuerte de tapias de poco más de un solar en cuadro, donde pudiese recoger la gente, y poderse defender de los indios de guerra, los cuales luego que sintieron a los españoles, vinieron a darles algunos arrebatos, por impedirles su población, y no pudiendo estorbarles se retiraron sobre el Riachuelo, de donde salieron un día, y mataron como diez españoles, que estaban haciendo carbón y leña, y escapando algunos de ellos, vinieron a la ciudad, donde avisaron lo que había sucedido, y tocando alarma, mandó don Pedro a su hermano don Diego que saliera a este castigo con la gente que le pareciese. Don Diego sacó en campo trescientos soldados infantes, y doce de a caballo con tres capitanes, Perafán de Ribera, Francisco Ruiz Galán, don Bartolomé de Bracamonte, y cerca de su persona a caballo don Juan Manrique, Pedro Ramiro de Guzmán, Sancho el Campo, y el capitán Luján. Así todos juntos fueron caminando como tres leguas hasta una laguna, donde hallaron algunos indios pescando; y dando sobre ellos, mataron y prendieron más de treinta, y entre ellos un hijo del cacique de toda aquella gente, y venida la noche se alojaron en la vega del río: de donde despachó don Diego algunos presos, para que diesen aviso al cacique a que viniese a verse con él bajo de seguro, porque no pretendía con ellos otra cosa, que tener amistad, que ésta era la voluntad del Adelantado su hermano. Al otro día acordó de pasar a delante hasta topar los indios, y tomar más lengua de ellos; y llegados a un desaguadero de la laguna, descubrieron de la otra parte más de tres mil indios de guerra, que teniendo aviso de sus espías, de como los españoles pasaban en su demanda, estaban todos muy alerta, y en orden de guerra con mucha flechería, dardos, macanas y bolas arrojadizas, tocando sus bocinas y cornetas, puestos en buen orden, y esperando a don Diego, el cual como los vio, dijo: Señores, pasemos a la otra banda, y rompamos con estos bárbaros. Vaya la infantería delante haciendo frente y deles una rociada, para que los de a caballo podamos sin dificultad salir a escaramuzar con ellos, y a desbaratarlos. Algunos capitanes dijeron que sería mejor aguardar a que ellos pasasen, como al parecer lo mostraban, pues se hallaban en puesto aventajado sin el riesgo y dificultad que había en pasar aquel vado: al fin se vino a tomar el peor acuerdo, que fue pasar el desaguadero, donde se hallaban los enemigos, los cuales en este tiempo se estuvieron quedos, hasta que vieron que había pasado la mitad de nuestra gente de a pie, y entonces se vinieron repentinamente cerrados en media luna, y dando sobre los nuestros, hirieron con tanta prisa, que no les dieron lugar a disparar las ballestas y arcabuces. Visto por los capitanes y los de a caballo cuan mal iba a los nuestros, dieron lugar a que pasase la caballería, y cuando llegó, ya era muerto don Bartolomé de Bracamonte, siguiendo Perafán de Ribera, que peleaba con espada y rodela, metido en la fuerza de enemigos junto con Marmolejo su alférez, cansados y desangrados de las muchas heridas que tenían, cayeron muertos. Don Diego con los de a caballo acometió en lo raso al enemigo; más hallóle tan fuerte que no le pudo romper, porque también los caballos venían flacos del mar, y temían al arrojarse a la pelea, y así volviendo cada uno por su parte, prosiguiendo la escaramuza, hiriendo v matando a los que podían, hasta que con los dardos y las bolas fueron los indios derribando algunos caballos. Don Juan Manrique se metió en lo más espeso de su escuadrón, y peleando valerosamente, cayó del caballo, acudiendo don Diego a socorrerle, no lo pudo hacer tan presto que primero no llegase a él un feroz bárbaro, que le cortó la cabeza, a quien luego don Diego le atravesó la lanza por el cuerpo, y a él le dieron un golpe muy fuerte en el pecho con una bola, de que luego cayó sin sentido. En este medio Pedro Ramiro de Guzmán se arrojó por medio del escuadrón de indios por sacarle de este aprieto, y llegando donde estaba, le pidió la mano para subirle a las ancas de su caballo, el cual, aunque se esforzó lo que pudo, no tuvo fuerzas por estar tan desangrado, y cerrando los enemigos con Pedro Ramiro, le acosaron de tal suerte a chuzazos, que en el propio lugar que a don Diego acabaron con ambos. Luján y Sancho del Campo andaban algo afuera muy mal heridos, pero siempre escaramuzaban entre los indios, los cuales cerrando con la infantería y desbaratándola, entraron por el desaguadero, hiriendo y matando a una y otra mano a los españoles, de tal suerte que hicieron cruel matanza entre ellos y a seguir el alcance, no dejaron hombre a vida. Luján y otro caballero por disparar sus caballos, salieron sin poder sujetarlos, por estar muy heridos, quienes llegando a la orilla de un río, que hoy llaman de Luján, ambos a dos cayeron muertos, como después se vio, porque se hallaron los huesos, y uno de los caballos vivo: algunos dicen que éstos fueron la causa de la muerte del Maestre de Campo con otros que en este desbarate murieron. Sancho del Campo, y Francisco Ruiz Galán, recogieron la gente, que por todos fueron ciento cuarenta de a pie, y cinco de caballo; y como los más venían heridos y desangrados, caminando aquella noche, salieron por los caminos sin poder pasar adelante, los cuales por falta de agua, y sin el conocimiento de la tierra, murieron de hambre y sed, de manera que de todas estas compañías no escaparon más de ochenta personas.
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CAPÍTULO XI Comienza el asedio de México-Tenochtitlan Varios son los testimonios indígenas que nos hablan acerca del asedio de la gran capital azteca. Rehechos los españoles, gracias principalmente a la ayuda prestada por sus aliados los tlaxcaltecas, reaparecieron al fin, para atacar de todas las maneras posibles a México-Tenochtitlan. El texto que aquí se transcribe, debido a los informantes de Sahagún, comienza mostrando la persuasión abrigada por los indios de que los españoles ya no regresarían. Las fiestas volvieron a celebrarse como en los tiempos antiguos. Cuitláhuac fue electo gran tlatoani o rey, para suceder al trágicamente muerto Motecuhzoma. Sin embargo, el primer presagio funesto se hizo sentir bien pronto. Se extendió entre la población una gran peste, la llamada hueyzáhuatl, o hueycocoliztli, que por lo general se piensa fue una epidemia de viruela, enfermedad desconocida hasta entonces por los indios. Una de las víctimas de este mal iba a ser precisamente el tlatoani Cuitláhuac. Fue entonces cuando reaparecieron los españoles por el rumbo de Tezcoco, para venir a situarse en Tlacopan. El testimonio indígena nos refiere con numerosos detalles la manera como comenzaron a atacar los españoles desde sus bergantines. Trata también el texto indígena del desembarco de la gente de Cortés, de la reacción defensiva de los mexicas, del modo como fueron penetrando los españoles al interior de la ciudad En vista del asedio implacable de la gran capital, la gente tenóchcatl fue a refugiarse a Tlatelolco. Allí se iba a concentrar al fin la lucha. El texto que aquí se transcribe concluye trazando un magnífico retrato de la fisonomía del capitán mexicatl Tzilacotzin, que fue uno de los que jamás retrocedieron, al ser atacado por los españoles. La actitud de los mexicas, después de idos los españoles Cuando se hubieron ido los españoles se pensó que de una vez se iban, que para siempre se habían ido. Que nunca jamás regresarían, nunca jamás darían la vuelta. Por tanto, otra vez se aderezó, se compuso la casa del dios. Fue bien barrida, se recogió bien la basura, se sacó la tierra. Ahora bien, llegó Huey Tecuílhuitl. Una vez más, otra vez la festejaron los mexicanos en esta veintena. A todos los representantes, a todos los sustitutos de los dioses otra vez los adornaron, les pusieron sus ropas y sus plumajes de quetzal. Les pusieron sus collares, les pusieron sus máscaras de turquesas y les revistieron sus ropas divinas: ropa de pluma de quetzal, ropa de pluma de papagayo amarillo, ropa de pluma de águila. Todas estas ropas que se requieren, las guardaban los grandes príncipes# La peste azota a los mexicas Cuando se fueron los españoles de México y aun no se preparaban los españoles contra nosotros primero se difundió entre nosotros una gran peste, una enfermedad general. Comenzó en Tepeílhuitl. Sobre nosotros se extendió: gran destruidora de gente. Algunos bien los cubrió, por todas partes (de su cuerpo) se extendió. En la cara, en la cabeza, en el pecho, etcétera. Era muy destructora enfermedad. Muchas gentes murieron de ella. Ya nadie podía andar, no más estaban acostados, tendidos en su cama. No podía nadie moverse, no podía volver el cuello, no podía hacer movimientos de cuerpo; no podía acostarse cara abajo, ni acostarse sobre la espalda, ni moverse de un lado a otro. Y cuando se movían algo, daban de gritos. A muchos dio la muerte la pegajosa, apelmazada, dura enfermedad de granos. Muchos murieron de ella, pero muchos solamente de hambre murieron: hubo muertos por el hambre: ya nadie tenía cuidado de nadie, nadie de otros se preocupaba. A algunos les prendieron los granos de lejos: esos no mucho sufrieron, no murieron muchos de esos. Pero a muchos con esto se les echó a perder la cara, quedaron cacarañados, quedaron cacarizos. Unos quedaron ciegos, perdieron la vista. El tiempo que estuvo en fuerza esta peste duró sesenta días, sesenta días funestos. Comenzó en Cuatlan: cuando se dieron cuenta, estaba bien desarrollada. Hacia Chalco se fue la peste. Y con esto mucho amenguó, pero no cesó del todo. Vino a establecerse en la fiesta de Teotleco y vino a tener su término en la fiesta de Panquetzaliztli. Fue cuando quedaron limpios de la cara los guerreros mexicanos. Reaparición de los españoles Pero ahora, así las cosas, ya vienen los españoles, ya se ponen en marcha hacia acá, por allá por Tezcoco, del lado de Cuauhtitlan: vienen a establecer su real, a colocarse en Tlacopan. Desde allí después se reparten, desde ahí se distribuyen. A Pedro de Alvarado se le asignó como su campo propio para el camino que va a Tlatelolco. Pero el marqués tomó el rumbo de Coyohuacan. Y era su campo propio el que va por Acachinanco hacia Tenochtitlan. Sabedor era el marqués de que era muy valiente el capitán de Tenochtitlan. Y en el cenicero de Tlatelolco, o en la Punta de los Alisos, fue en donde primero comenzó la guerra. De ahí se fue a dar a Nonohualco: los persiguieron los guerreros, y no murió ni un mexicano. Luego se vuelven los españoles y los guerreros en barcas atacan. Llevan sus barcas bien guarnecidas. Lanzan dardos: sus dardos llueven sobre los españoles. Luego se metieron. Pero el marqués se lanza luego hacia los tenochcas, va siguiendo el camino que conduce hacia Acachinanco. Luego se traslada el marqués al sitio de Acachinanco. Con muchos batalla allí y los mexicanos le hacen frente. Españoles atacan con bergantines Y entonces vienen los barcos desde Tetzcoco. Son por todos doce. Todos ellos se juntaron allí en Acachinanco. Luego se muda el marqués hasta Acachinanco. Después anda revisando dónde se entra, dónde se sale en los barcos. Dónde es buena la entrada en las acequias, si están lejos; si no están lejos; no vaya a ser que encallen en al un lugar. Y por las acequias, retorcidas, no derechas, no pudieron meter por allí a los barcos. Dos barcos metieron solamente, los hicieron pasar por el camino de Xoloco: van a ir derechamente. Y hasta entonces resolvieron unos con otros, se dieron la palabra de que iban a destruir a los mexicanos y a acabar con ellos. Se pusieron en fila, entonces, llevando los cañones. Los precede el gran estandarte de lienzo. No van de prisa, no se alteran. Van tañendo sus tambores, van tocando sus trompetas. Tocan sus flautas, sus chirimías y sus silbatos. Dos bergantines lentamente vienen bogando: solamente de un lado del canal van pasando. Del otro lado no viene barco alguno, por haber casas. Luego hay marcha, luego hay combate. De un lado y otro hay muertos, de un lado y otro hay cautivos. Cuando vieron los tenochcas, los habitantes de Zoquiapan, emprendieron la fuga, echaron a correr llenos de miedo. Son llevados los niñitos al lado de otras personas. Van por el agua, sin rumbo ni tino, los de la clase baja. Hay llanto general. Y los dueños de barcas, en las barcas colocaron a sus niñitos, los llevan remando, los conducían remando afanados. Nada tomaron consigo: por el miedo dejaron abandonado todo lo suyo; su pequeña hacienda la dejaron perder. Pero nuestros enemigos se apoderaron de las cosas, haciendo fardo con ellas, van tomando cuanto hallan por donde van pasando, todo lo que sale a su paso. Toman y arrebatan las mantas, las capas, las frazadas, o las insignias de guerra, los tambores, los tamboriles. Y los tlatelolcas les hicieron resistencia allí en Zoquiapan desde sus barcas. Cuando llegaron los españoles a Xoloco, en donde hay un muro, que por medio del camino cierra el paso, con el cañón grande lo atacaron. Aun no se derrumbó al caer el primer tiro, pero al segundo, se partió y al tercero, por fin, se abatió en tierra. Ya al cuarto tiro totalmente quedó derruido. Dos barcos vinieron a encontrar a los que tienen barcas defendidas por escudos. Se da batalla sobre el agua. Los cañones estaban colocados en la proa y hacia donde estaban aglomeradas las barcas, en donde se cerraban unas con otras, allá lanzaban sus tiros. Mucha gente murió, y se hundieron en el agua, se sumergieron y quedaron en lo profundo violentamente. De modo igual las flechas de hierro, aquel a quien daban en el blanco, ya no escapaba: moría al momento, exhalaba su aliento final. La reacción defensiva de los mexicas Pero los mexicanos cuando vieron, cuando se dieron cuenta de que los tiros de cañón o de arcabuz iban derechos, ya no caminaban en línea recta, sino que iban de un rumbo hacia otro haciendo zigzag; se hacían a un lado y a otro, huían del frente. Y cuando veían que iba a dispararse un cañón, se echaban por tierra, se tendían, se apretaban a la tierra. Pero los guerreros se meten rápidamente entre las casas, por los trechos que están entre ellas: limpio queda el camino, despejado, como si fuera región despoblada. Pero luego llegaron hasta Huitzilan. Ahí estaba enhiesta otra muralla. Y muchos junto a ella estaban replegados, se refugiaban y protegían con aquel muro. Desembarco de los españoles Un poco cerca de ella anclan, se detienen sus bergantines; un poquito allí se detienen, en tanto que disponen los cañones. Vinieron siguiendo a los que andaban en barcas. Cuando llegaron cerca de ellos, luego se dejaron ir en su contra, se acercaron a todas las casas. Cuando hubieron preparado los cañones, lanzaron tiros a la muralla. Al golpe la muralla quedó llena de grietas. Luego se desgarró, por detrás se abrió. Y al segundo tiro, luego cayó por tierra: se abrió a un lado y otro, se partió, quedó agujerada. Quedó el camino entonces totalmente limpio. Y los guerreros que estaban colocados junto a la muralla al punto se desbandaron. Hubo dispersión de todos, de miedo huyeron. Pero la gente toda llenó el canal; luego de prisa lo cegó y aplanó, con piedras, con adobes, y aun con algunos palos, para impedir el paso del agua. Cuando estuvo cegado el canal, luego pasaron por allí los de a caballo. Eran tal vez diez. Dieron vueltas, hicieron giros, se volvieron a un lado y a otro. Y en seguida otra partida de gente de a caballo vino por el mismo camino. Iban en pos de los que pasaron primero. Y algunos de los tlatelolcas que habían entrado de prisa al palacio, la casa que fue de Motecuhzoma, salieron con gran espanto: dieron de improviso con los de a caballo. Uno de éstos dio de estocadas a los de Tlatelolco. Pero el que había sido herido, aún pudo agarrar la lanza. Luego vinieron sus amigos a quitar la lanza al soldado español. Lo hicieron caer de espaldas, lo echaron sobre su dorso, y cuando hubo caído en tierra, al momento le dieron de golpes, le cortaron la cabeza, allí muerto quedó. Luego se ponen en marcha unidos, se mueven en un conjunto los españoles. Llegaron de esta manera a la Puerta del águila. Llevaban consigo los cañones grandes. Los colocaron en la Puerta del águila. La razón de llamarse este sitio Puerta del águila es que en él había un águila hecha de piedra tajada. Era muy grande, tan alta y tan corpulenta en extremo. Y le hicieron como comparte y consorte un tigre. Y en la otra parte estaba un oso mielero, también de piedra labrado. Y estas cosas así hechas, los guerreros mexicanos se recataron en vano detrás de las columnas. Porque había dos hileras de columnas en aquel sitio. Y sobre la azotea de la casa comunal también estaban colocados los guerreros, estaban subidos sobre la azotea. Ya ninguno de ellos daba la cara abiertamente. Por su parte los españoles no estaban ciertamente ociosos. Cuando hubieron disparado los cañones, se oscureció mucho como de noche, se difundió el humo. Y los que estaban recatados tras las columnas huyeron: hubo desbandada general. Y los que estaban en la azotea se echaron abajo: todos huyeron lejos. Avanzan los españoles al interior de la ciudad Luego llevaron los españoles el cañón y lo colocaron sobre la piedra del sacrificio gladiatorio. Los mexicanos, entre tanto, sobre el templo de Huitzilopochtli aun en vano se estaban atalayando. Percutían sus atabales, con todo ímpetu tocaban los atabales. Y al momento subieron allá dos españoles, les dieron de golpes, y después de haberlos golpeado, los echaron para abajo, los precipitaron. Y los grandes capitanes y los guerreros todos que combatían en barcas al momento se vinieron, vinieron a desembarcar a tierra seca. Y los que remaban eran los muchachos: eran ellos los que conducían las barcas. Hecho esto, se pusieron a inspeccionar las calles: iban recorriendo por ellas, gritaban y decían: ¡Guerreros, venid a seguir la cosa! # Y cuando los españoles vieron que ya iban contra de ellos, que ya los vienen persiguiendo, luego se replegaron y empuñaron las espadas. Hubo gran tropel, carrera general. De un lado y otro caían flechas sobre ellos. De un lado y otro venían a estrecharlos. Hasta Xoloco fueron a remediarse, fueron a tomar aliento. Desde allí fue el regreso (de los mexicanos). También por parte de los españoles hubo regreso. Fueron a colocarse en Acachinanco. Pero el cañón que habían colocado sobre la piedra del sacrificio gladiatorio, lo dejaron abandonado. Lo cogieron luego los guerreros mexicanos, lo arrastraron furiosos, lo echaron en el agua. En el Sapo de Piedra (Tetamazolco) fue donde lo echaron. La gente mexicatl se refugia en Tlatelolco En este tiempo los mexicas-tenochcas vinieron a refugiarse a Tlatelolco. Era general el llanto, lloraban con grandes gritos. Lágrimas y llanto escurren de los ojos mujeriles. Muchos maridos buscaban a sus mujeres. Unos llevan en los hombros a sus hijos pequeñitos. El tiempo que abandonaron la ciudad fue un solo día. Pero los de Tlatelolco se encaminaron a Tenochtitlan para seguir la batalla. Fue cuando Pedro de Alvarado se lanzó contra Iliacac (Punta de alisos) que es el rumbo de Nonohualco, pero nada pudo hacer. Era como si se arrojaran contra una roca: porque los de Tlatelolco eran hombres muy valientes. Hubo batalla en ambos lados: en el campo seco de las calles y en el agua con lanchas que tenían sus escudos de defensa. Alvarado quedó rendido y se volvió. Fue a acampar en Tlacopan. Pero al siguiente día, cuando llegaron allá los dos bergantines que primero habían arribado, se juntaron todos en la orilla de las casas de Nonohualco, allí se fueron a situar. Luego saltaron a tierra y siguieron por los caminos secos, los caminos entre el agua. Luego fueron a dar al centro de los poblados, a donde estaban las casas, llegaron hasta el centro. Donde llegaban los españoles, todo quedaba desolado. Ni un solo indio salía afuera. El capitán mexicatl Tzilacatzin Tzilacatzin gran capitán, muy macho, llega luego. Trae consigo bien sostenidas tres piedras: tres grandes piedras, redondas, piedras con que se hacen muros o sea piedras de blanca roca. Una en la mano la lleva, las otras dos en sus escudos. Luego con ellas ataca, las lanza a los españoles: ellos iban en el agua, estaban dentro del agua y luego se repliegan. Y este Tzilacatzin era de grado otomí. Era de este grado y por eso se trasquilaba el pelo a manera de otomíes. Por eso no tenía en cuenta al enemigo, quien bien fuera, aunque fueran españoles: en nada los estimaba sino que a todos llenaba de pavor. Cuando veían a Tzilacatzin nuestros enemigos luego se amedrentaban y procuraban con esfuerzo ver en qué forma lo mataban, ya fuera con una espada, o ya fuera con tiro de arcabuz. Pero Tzilacatzin solamente se disfrazaba para que no lo reconocieran. Tomaba a veces sus insignias: su bezote que se ponía y sus orejeras de oro; también se ponía un collar de cuentas de caracol. Solamente estaba descubierta su cabeza, mostrando ser otomí. Pero otras veces solamente llevaba puesta su armadura de algodón; con un paño delgadito envolvía su cabeza. Otras veces se disfrazaba en esta forma: se ponía un casco de plumas, con un rapacejo abajo, con su colgajo del águila que le colgaba al cogote. Era el atavío con que se aderezaba el que iba a echar víctimas al fuego. Salía, pues, como un echador de víctimas al fuego, como el que va a arrojar al fuego los hombres vivos: tenía sus ajorcas de oro en el brazo; de un lado y de otro las llevaba atadas en sus brazos, y estas ajorcas eran sumamente relucientes. También llevaba en las piernas sus bandas de oro ceñidas, que no dejaban de brillar. Y al día siguiente una vez más vinieron. Fueron llevando sus barcas al rumbo de Nonohualco, hasta junto a la Casa de la Niebla (Ayauhcalco). También vinieron los que andan a pie, y todos los de Tlaxcala y los otomíes. Con grande ardor se arrojaron contra los mexicanos los españoles. Cuando llegaron a Nonohualco luego se trabó el combate. Fue la batalla y se endureció y persistió el ataque y la guerra. Había muertos de un bando y de otro. Los enemigos eran flechados todos. También todos los mexicanos. De un lado y de otro hubo gran pena. De este modo todo el día, toda la noche duró la batalla. Sólo hubo tres capitanes que nunca retrocedieron. Nada les importaban los enemigos; ningún aprecio tenían de sus propios cuerpos. El nombre de uno es Tzoyectzin, el del segundo es Temoctzin y el tercero es el mentado Tzilacatzin. Pero cuando los españoles se cansaron, cuando nada podían hacer a los mexicanos, ya no podían romper las filas de los mexicanos, luego se fueron, se metieron a sus cuarteles, fueron a tomar reposo. Siguiéndoles las espaldas fueron también sus aliados.
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CAPÍTULO XI Del Estrecho de Magallanes, cómo se pasó por la banda del Sur Año de mil y quinientos y setenta y nueve, habiendo Francisco Drac pasado el Estrecho de Magallanes, corrido la costa de Chile y de todo el Pirú, y robado el navío de San Juan de Antona, donde iba gran suma de barras de plata, el virrey D. Francisco de Toledo, armó y envió dos navíos buenos para que reconociesen el estrecho, yendo por capitán Pedro Sarmiento, hombre docto en astrología. Salieron del Callao de Lima por principio de octubre, y porque aquella costa tiene viento contrario, que corre siempre del Sur, hiciéronse mucho a la mar, y con muy próspero viaje en poco más de treinta días se pusieron en el paraje del estrecho; pero porque es dificultoso mucho de reconocer, para este efecto, llegándose a tierra, entraron en una ensenada grande, donde hay un archipiélago de islas. Sarmiento porfiaba que allí era el estrecho y tardó más de un mes en buscarle por diversas calas y caletas, y subiendo sobre cerros altos de tierra. Viendo que no le hallaban, a requerimiento que los del armada le hicieron, en fin tornó a salir a la mar e hízose a lo largo. El mismo día les dio un temporal recio, con el cual corrieron y a prima noche vieron el farol de La Capitana, y luego desapareció, que nunca más la vio la otra nave. El día siguiente, durando la furia del viento que era travesía, los de La Capitana vieron una abra que hacía tierra, y parecioles recogerse allí y abrigarse hasta que el temporal pasase. Sucedió que reconocida la abra, vieron que iba entrando más y más en tierra, y sospechando que fuese el estrecho que buscaban, tomando el sol halláronse en cincuenta y un grados y medio, que es la propria altura del estrecho; y para certificarse más echaron el bergantín, el cual habiendo corrido muchas leguas por aquel brazo de mar adentro, sin ver fin de él acabaron de persuadirse que allí era el estrecho; y porque tenían orden de pasarle, dejaron una cruz alta puesta allí, y letra abajo, para que el otro navío si aportase allí, supiese de La Capitana y la siguiese. Pasaron pues, con buen tiempo y sin dificultad el estrecho, y salidos a la mar del Norte fueron a no sé qué isla donde hicieron aguada y se reformaron, y de allí tomaron su derrota a Cabo Verde, de donde el piloto mayor volvió al Pirú por la vía de Cartagena y Panamá, y trajo al virrey la relación del estrecho y de todo lo sucedido, y fue remunerado conforme al buen servicio que había hecho. Mas el capitán Pedro Sarmiento, de Cabo Verde pasó a Sevilla en la nao que había pasado el estrecho, y fue a la Corte, donde su Majestad le hizo mucha merced, y a su instancia mandó armar una gruesa armada que envió con Diego Flores de Valdés, para poblar y fortificar el estrecho, aunque con varios sucesos la dicha armada tuvo mucha costa y poco efecto. Volviendo ahora a la otra nao Almiranta que iba en compañía de La Capitana, habiéndose perdido de ella con aquel temporal que dije, procuró hacerse a la mar lo más que pudo; mas como el viento era travesía y forzoso, entendió de cierto perecer y así se confesaron y aparejaron para morir todos. Duroles el temporal sin aflojar, tres días, de los cuales pensando dar en tierra cada hora fue al revés, que siempre veían írseles desviando más la tierra, hasta que al cabo del tercero día, aplacando la tormenta, tomando el sol se hallaron en cincuenta y seis grados, y viendo que no habían dado al través, antes se hallaban más lejos de la tierra, quedaron admirados, de donde infirieron (como Fernando Lamero, piloto de la dicha nao me lo contó) que la tierra que está de la otra parte del estrecho, como vamos por el mar del Sur, no corría por el mismo rumbo que hasta el estrecho, sino que hacía vuelta hacia Levante, pues de otra suerte no fuera posible dejar de zabordar en ella con la travesía, que corrió tanto tiempo. Pero no pasaron más adelante ni supieron si se acababa allí la tierra (como algunos quieren decir, que es isla lo que hay pasado el estrecho, y que se juntan allí los dos mares de Norte y Sur) o si iba corriendo la vuelta del Leste, hasta juntarse con la tierra de Vista, que llaman, que responde al cabo de Buena Esperanza, como es opinión de otros. La verdad de esto no está averiguada hoy día ni se halla quien haya bojado aquella tierra. El virrey D. Martín Enríquez me dijo a mí que tenía por invención del corsario inglés, la fama que se había echado de que el estrecho hacía luego Isla y se juntaban ambos mares; porque él, siendo virrey de la Nueva España, había examinado con diligencia al piloto portugués que allí dejó Francisco Drac, y jamás tal entendió de él sino que era verdadero estrecho y tierra firme de ambas partes. Dando pues, vuelta la dicha nao Almiranta, reconocieron el estrecho según el dicho Fernando Lamero me refirió; pero por otra boca o entrada que hace en más altura, por causa de cierta isla grande que está a la boca del estrecho, que llaman La Campana por la hechura que tiene, y él quiso según decía pasarle y el almirante y soldados no lo consintieron, pareciéndoles que era ya muy entrado el tiempo y que corrían mucho peligro, y así se volvieron a Chile y al Pirú sin haberle pasado.
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De la jornada que hizo Domingo Martínez de Irala, llamada la Mala Entrada Pacificados por Domingo de Irala los bandos y diferencias que había entre los españoles, con las amistades y casamientos, que hemos referido, determinó hacer una jornada importante, en la cual pudiese descubrir algunas de las noticias que tenían en la tierra de mucha fama, pues donde tanta nobleza y cantidad de soldados había, no era razón dejar de buscar toda la conveniencia y aprovechamiento que se pudiese. El año 1550 se publicó la jornada, para que todos los que quisiesen ir a ella se alistasen; y así con este deseo se ofrecieron muchas personas de cuenta, capitanes, soldados que por todos fueron 400, y más de 4.000 indios amigos, con los cuales salió de la Asunción por el río y por tierra, en bergantines, bajeles y canoas, en que llevaban los víveres y vituallas, y más de 600 caballos. Dejó el General por su lugar Teniente en la Asunción al Contador Felipe de Cáceres, quien luego mandó que recogiesen los que andaban dispersos y fuera de orden por la tierra por las distensiones pasadas, de cuyos bandos y parcialidades habían quedado algunas reliquias del Capitán Diego de Abreu. Y aunque casi todos acudieron a dar la obediencia a la Real justicia, no lo hizo Abreu con sus amigos, con que no cesaban los recelos de las turbaciones; para cuyo remedio a Felipe de Cáceres ser conveniente prenderle y haberle a las manos, para lo cual despachó 20 soldados a cargo de un oficial llamado Escaso, para que le buscase y trajese preso, y saliendo al efecto, llegaron a un monte muy áspero, donde estaban retirados, y entrados dentro de él una noche, vieron en una espesura de grandes árboles una casa cubierta de palmas y de tapia francesa, y reconociendo entre la oscuridad de la noche la gente que había dentro, vieron cuatro o cinco españoles únicamente; y entre ellos el Capitán Diego de Abreu, que estaba despierto sin poder dormir a causa del gran dolor que tenía de un mal de ojos: viéndole Escaso por un pequeño agujero, le apuntó con la jara de la ballesta, y disparándola, le atravesó con ella por el costado, de que luego cayó muerto, y así le trajeron atravesado sobre un caballo a la Asunción; y porque el Capitán Melgarejo reprobó este hecho, y tomó por suya la demanda con tanta turbación, fue preso y puesto a buen recaudo, de que Francisco de Vergara su hermano quedó muy sentido; y dándole aviso al General de lo sucedido, que aún no estaban muchas leguas de la ciudad, volvió personalmente a aquietar esta turbación, que estaba ya a punto de una gran ruina, y así despachó a Melgarejo a su Real donde había quedado con la gente Alonso Riquelme, quien a sus instancias le dio lugar, para que fuese hacia el Brasil con solo un soldado llamado Flores, con quien empezó su viaje, atravesando por los pueblos de los Guaraníes, y entró a la provincia de los Tupies, enemigos antiguos de ellos y de los españoles, y amigos de los portugueses. Luego los prendieron a ambos, y atándolos con fuertes cordeles, los tuvieron 3 ó 4 días, y al cabo de ellos mataron a Flores y se lo comieron con grandes fiestas, diciendo a Melgarejo, que al día siguiente harían con él otro tanto. De este peligro fue Dios servido librarle por haberle soltado de la prisión una india, que le guardaba. Llegado a San Vicente casó con una señora llamada doña Elvira, hija del capitán Becerra de la armada de Sanabria, como adelante diremos. Vuelto el General a su Real halló menos a Ruy Díaz Melgarejo lo que sintió bastante, y así le escribió luego una carta de mucha amistad, y le envió un socorro de ropa blanca y rescate para el camino, y la misma espada de su cinto, que todo recibió Melgarejo; excepto la espada por la dañada intención que llevaba contra él. Hecho esto continuó el General su viaje río arriba hasta el puerto de los Reyes, donde se desembarcó con toda su gente, y atrajo al Real servicio todos los pueblos comarcanos, y caminando muchas naciones de indios, que unos le salían de guerra, y otros de paz, y con diferentes sucesos fueron atravesando la tierra hasta los indios Bayaes, y pasando hacia la cordillera del Perú, dieron con los indios Frentones, que también llaman Nogogayés, gente muy belicosa, los cuales le informaron como estaban metidos en los confines de la gobernación de Diego de Rojas, y que a mano derecha estaban las amplísimas provincias del Perú, de donde entendieron que por aquella parte no había más que descubrir, y así resolvieron volver para el norte, y prosiguieron su derrota. Amotináronseles más de 150 indios amigos de los del ejército por haber tenido noticia, que no muy lejos de allí estaban poblados otros de su misma nación, llamados Chiriguanas, y así se fueron en busca de ellos, como lo hicieron en otra ocasión el año de 1548. Y con esto y las muchas aguas que sobrevinieron en aquel año, determinó el General buscar sitio para la invernada, con intento de entrar en la provincia del Dorado y descubrir los Moyes, que caen a la otra parte del río Guapay, que, como queda dicho, es uno de los brazos del Marañón; pero, habiendo acudido tanto las lluvias, anegaron toda aquella tierra, ya de las vertientes del Perú, ya de las de aquellos ríos, por cuya causa y viendo que se les aniquilaron o murieron los caballos, y más de mil quinientos amigos de los indios que trajeron de la Asunción y de los que de nuevo habían adquirido, padeciendo los mayores trabajos y miserias que hasta aquí nunca pasaron los españoles en las indias, con tantas enfermedades que les resultaron, de que murieron no pocos: determinaron dar la vuelta a sus embarcaciones, con tanta dificultad que no fue poca felicidad haber llegado a ellas según la inundación de toda aquella tierra, causa de tanta perdición, por lo que llamaron a ésta la Mala Entrada.
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Cómo se usó entre los Incas que del Inca que hobiese sido valeroso, que hobiese ensanchado el reyno o hecho otra cosa digna de memoria, la hobiese dél en sus cantares y en los bultos, y, no siendo sino remiso y cobarde, se mandaba que se tratase poco dél. Entendí, quando en el Cuzco estuve, que fue uso entre los reyes Incas que el rey que entre ellos era llamado Inca, luego como era muerto, se hacían los lloros generales y continos y se hacían los otros sacrificios grandes, conforme a su religión y costumbre; lo cual pasado, entre los más ancianos del pueblo se trataba sobre qué tal había sido la vida y costumbres de su rey ya muerto y qué había aprovechado a la república o qué batalla había vencido que dado se hobiese contra los enemigos; y tratadas estas cosas entre ellos y otras que no entendemos por entero, se determinaban, si el rey difunto había sido tan venturoso, que dél quedase loable fama, para que por su valentía y buen gobierno meresciese que para siempre quedase entre ellos, mandaban llamar los grandes quipos-camayos, donde las cuentas se fenescen y sabían dar razón de las cosas que sucedido habían en el reyno, para que éstos los comunicasen con otros quentrellos, siendo escogidos por más retóricos y abundantes de palabras, saben contar por buena orden cosa de lo pasado, como entre nosotros se cuentan por romances y villancicos; y éstos en ninguna cosa entienden que en aprender y saberlos componer en su lengua, para que sean por todos oídos en regocijos de casamientos y otros pasatiempos que tienen para aquel propósito. Y así, sabido lo que se ha de decir de lo pasado en semejantes fiestas de los señores muertos, y si se trata de guerra por el consiguiente, con orden galana cantaban de muchas batallas que en lugares de una y otra parte del reyno se dieron; y, por el consiguiente, para cada negocio tenían ordenados sus cantares o romances que, viniendo a propósito, se cantasen para que por ellos se animase la gente con los oír y entendiesen lo pasado en otros tiempos, sin lo inorar por entero. Y estos indios que por mandado de los reyes sabían estos romances eran honrados por ellos y favorescidos y tenían cuidado grande de los enseñar a sus hijos y a hombres de sus provincias los más avisados y entendidos que entre todos se hallaban; y así, por las bocas de unos lo sabían otros, de tal manera que hoy día entre ellos cuentan lo que pasó ha quinientos anos como si fueran diez. Y entendida la orden que se tenía para no se olvidar de lo que pasaba en el reyno, es no saber que, muerto el rey dellos, si valiente había sido y bueno para la gobernación del reyno, sin haber perdido provincia de las que su padre les dejó ni usado de bajezas ni poquedades ni hecho otros desatinos que los príncipes locos con la soltura se atreven a hacer en su señorío, era permitido y ordenado por los mismos reyes que fuesen ordenados cantares honrados y que en ellos fuesen muy alabados y ensalzados en tal manera que todas las gentes admirasen en oír sus hazañas y hechos tan grandes y que estos no siempre ni en todo lugar fuesen publicados ni apregonados, sino cuando estuviese hecho algún ayuntamiento grande de gente venida de todo el reyno para algún fin y cuando se juntasen los señores principales con el rey en sus tiempos y solaces o cuando hacían los taquis o borracheras suyas. En estos lugares, los que sabían los romances, a voces grandes, mirando contra el Inca, le cantaban lo que por sus pasados había sido hecho; y si entre los reyes alguno salía remisio, cobarde, dado a vicios y amigo de holgar sin acrescentar el señorío de su imperio, mandaban que déstos tales hobiese poca memoria o casi ninguna; y tanto miraban ésto que si alguna se hallaba era por no olvidar el nombre suyo y la sucesión; pero en lo demás se callaba, sin cantar los cantares de otros que de los buenos y valientes. Porque tuvieron en tanto sus memorias que, muerto uno destos señores tan grandes, no aplicaba su hijo para sí otra cosa que el señorío, porque era ley entre ellos que la riqueza y el aparato real del que había sido rey del Cuzco no lo hobiese otro en su poder ni se perdiese su memoria; para lo cual se hacía un bulto de mano, con la figura que ellos ponerle querían, al cual llamaban del nombre del rey ya muerto; y solían estos bultos ponerse en la plaza del Cuzco cuando se hacían sus fiestas y en rededor de cada bulto destos reyes estaban sus mugeres y criados, y venían todos, aparejándose allí su comida y bebida, porque el Demonio debía de hablar en aquellos bultos, pues que esto por ellos se usaba; y cada bulto tenía sus truanes o decidores, questaban con palabras alegres contentando al pueblo; y todo el tesoro que el señor tenía siendo vivo, estaba en poder de sus criados y familiares y se sacaba a las fiestas semejantes con gran aparato; sin lo cual, no dejaban de tener sus chácaras, ques nombre de heredades, donde cogían sus maízes y otros mantenimientos con que sustentaban las mugeres con toda la demás familia destos señores que tenían bultos y memorias, aunque ya eran muertos. Y, cierto, ésta usanza fue harta parte para que en este reyno hobiese la suma tan grande de tesoros que se han visto por nuestros ojos; y a españoles conquistadores he oydo que, cuando descubriendo las provincias del reyno entraron en el Cuzco, había destos bultos, lo cual paresció ser verdad cuando dende a poco tiempo, queriendo tomar la borla Manco Inca Yupanqui, hijo de Huayna Capac, públicamente fueron sacados en la plaza del Cuzco a vista de todos los españoles e yndios que en ella en aquel tiempo estaban. Verdad es que habían ya habido los españoles mucha parte del tesoro, y lo demás se escondió y puso en tales partes que pocos o ninguno debe saber dél; ni de los bultos ni otras cosas suyas grandes hay ya otra memoria que la que ellos dan y tienen en sus cantares.
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CAPÍTULO XI De las fiestas que al gobernador hicieron en Santiago de Cuba De este caso tan notable y extraño quedó la ciudad de Santiago muy escandalizada y temerosa, y, como sucedió tan pocos días antes que el gobernador llegase al puerto, temió que era el corsario pasado que, habiendo juntado otros consigo, volvía a saquear y quemar la ciudad. Por esto dio el mal aviso que hemos dicho, para que se perdiesen en las peñas y bajíos que hay en la entrada del puerto. El gobernador se desembarcó, y toda la ciudad salió con mucha fiesta y regocijo a le recibir y dar el parabién de su buena venida, y, en disculpa de haberle enojado con el mal recaudo, le contaron más larga y particularmente todo el suceso de los cuatro días de la batalla del francés con el español y las vistas y regalos que se enviaban, y le suplicaron les perdonase, que aquel gran miedo les había causado este mal consejo. Mas no se disculparon de haber sido tan crueles y desagradecidos con Diego Pérez, como el gobernador lo supo después en particular, de que se admiró no menos que de la pelea y comedimientos que los dos capitanes habían tenido. Porque es cierto que le informaron que, demás de la mala respuesta que habían dado al partido que Diego Pérez les había ofrecido, habían estado tan tiranos con él que en todos los cuatro días que había peleado, con ser la batalla en servicio de ellos y con salir toda la ciudad a verlo cada día, nunca se había comedido a socorrerle mientras peleaba, ni a regalarle siquiera con un jarro de agua cuando descansaba, sino que le habían tratado tan esquivamente como si fuera de nación y religión contraria a la suya. Ni en propio beneficio habían querido hacer cosa alguna contra el francés, que con enviar veinte o treinta hombres en una barca o balsa que hicieran muestra de acometer al enemigo por el otro lado, sin llegar con él a las manos, sólo con divertirle dieran la victoria a su amigo, que cualquier socorro, aunque pequeño, fuera parte para dársela, pues las fuerzas de ellos estaban tan iguales que pudieron pelear cuatro días sin reconcerse ventaja. Mas ni esto ni otra cosa alguna habían querido hacer los de la ciudad por sí ni por el español como si no fueran españoles, temiendo que, si el francés venciese, no la saquease o quemase, trayendo otros en su favor, como habían sospechado que traía; y no advertían que el enemigo de nación o de religión, siendo vencedor, no sabe tener respeto a los males que le dejaron de hacer, ni agradecimiento a los bienes recibidos, ni vergüenza a las palabras y promesas hechas para dejarlas de quebrantar, como se ve por muchos ejemplos antiguos y modernos. Por lo cual, en la guerra (principalmente de infieles), el enemigo siempre sea tenido por enemigo y sospechoso, y el amigo por amigo y fiel, porque de éste se debe esperar y de aquél temer, y nunca fiar de su palabra, antes perder la vida que fiarse de ella, porque como infieles se precian de quebrantarla y lo tienen por religión, principalmente contra fieles. Por esta razón, no dejó de culpar el gobernador a los de la ciudad de Santiago que no hubiesen ayudado a Diego Pérez, pues era de su misma ley y nación. Como dijimos, fue recibido el general con mucha fiesta y común regocijo de toda la ciudad, que, por las buenas nuevas de su prudencia y afabilidad, había sido muy deseosa su presencia. A este contento se juntó otro, no menor, que les dobló el placer y alegría, que la persona del obispo de aquella iglesia, fray Hernando de Mesa, dominico, que era un santo varón y había ido en la misma armada con el gobernador y fue el primer prelado que a ella pasó. El cual se hubiera de ahogar al desembarcar de la nao, porque al tiempo que Su Señoría se desasía del navío y saltaba en el batel, la barca se apartó algún tanto, de manera que, no la pudiendo alcanzar (por ser las ropas largas), cayó entre los dos bajeles y al descubrirse del agua dio con la cabeza en la barca, por lo cual se vio en lo último de la vida. Los marineros, echándose al agua, lo libraron. Viéndose la ciudad con dos personajes tan principales para el gobierno de ambos estados, eclesiástico y seglar, no cesó por muchos días de festejarlos, unas veces con danzas, saraos y máscaras que hacían de noche; otros con juegos de cañas y toros, que corrían y alanceaban; otros días hacían regocijo a la brida, corriendo sortija. Y a los que en ella se aventajaban en la destreza de las armas y caballería, o en la discreción de la letra, o en la novedad de la invención, o en la lindeza de la gala, se les daban premios de honor de joyas de oro y plata, seda y brocado, que para los victoriosos estaban señalados, y, al contrario, daban asimismo premios de vituperio a los que lo hacían peor. No hubo justas ni torneos a caballo ni a pie por falta de armaduras. En estas fiestas y regocijos entraban muchos caballeros de los que habían ido con el gobernador, así por mostrar la destreza que en toda cosa tenían como por festejar a los de la ciudad, pues el contento era común. Para estos regocijos y fiestas ayudaban mucho (como siempre en las burlas y veras suelen ayudar) los muchos y por extremo buenos caballos que en la isla había, de obra, talle y colores, porque demás de la bondad natural que los de esta tierra tienen, los criaban entonces con mucha curiosidad y en gran número, que había hombres particulares que tenían en sus caballerizas a veinte y a treinta caballos, y los ricos a cincuenta y a sesenta, por granjería, porque para las nuevas conquistas que en el Perú, México y otras partes se habían hecho y hacían, se vendían muy bien y era la mayor y mejor granjería que en aquel tiempo tenían los moradores de la isla de Cuba y sus comarcas.
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Capítulo XI 114 De las otras fiestas que se hacían en la provincia de Tlaxcala, y de la fiesta que hacían los chololtecas a su dios; y por qué los templos se llamaron teucales 115 En el mismo dicho día morían sacrificados otros muchos en las provincias de Huexuxinco, Tepeyacac y Zacatlán, porque en todas ellas honraban a aquel ídolo grande Camaxtle por principal dios; y esto hacían casi con las mismas ceremonias que los tlaxcaltecas, salvo que en ninguna sacrificaban tantos ni tan gran multitud como en esta provincia, por ser mayor y de mucha más gente de guerra, y ser más animosos y esforzados para matar y prender los enemigos; que me dicen que había hombre que los muertos y presos por su persona pasaban de un ciento, y otros de ochenta, y cincuenta, todos tomados y guardados para sacrificarlos. Pasado aquel nefando día, el día siguiente tornaban a hacer conmemoración, y le sacrificaban otros quince o veinte cautivos. Tenían asimismo otras muchas fiestas, en especial el postrero día de los meses, que era de veinte días en veinte, y éstas hacían con diversas ceremonias y homicidios, semejables a los que hacían en las otras provincias de México; y en esto también excedía esta provincia a las otras, en matar y sacrificar por año más niños y niñas que en otra parte; en lo que hasta ahora he alcanzado, estos inocentes niños los mataban y sacrifican al dios del agua. 116 En otra fiesta levantaban un hombre atado en una cruz muy alta, y allí le asaeteaban. En otra fiesta ataban otro hombre, más bajo, y con varas de palo de encima del largo de una braza, con las puntas muy agudas, le mataban agarrocheándole como a toro; y casi estas mismas ceremonias y sacrificios usaban en las provincias de Huejuzinco, Tepeaca y Zacatlán en las principales fiestas, porque todos tenían por el mayor de sus dioses a Camaxtle, que era la grande estatua que tengo dicha. 117 Aquí en Tlaxcala un otro día de una fiesta desollaban dos mujeres, después de sacrificadas, y vestíanse los cueros de ellas dos mancebos de aquellos sacerdotes o ministros, buenos corredores, y así vestidos andaban por el patio y por el pueblo tras los señores y personas principales, que en esta fiesta se vestían mantas buenas y limpias, y corrían en pos de ellos, y al que alcanzaban tomábanle sus mantas y así con este juego se acababa esta fiesta. 118 Entre otras muchas fiestas que en Cholola por el año hacían, había una de cuatro en cuatro años que llamaban el año de su dios o demonio, comenzando ochenta días antes el ayuno de la fiesta. El principal tlamagazqui o ministro ayunaba cuatro días, sin comer ni beber cada día más de una tortica tan pequeña y tan delgada que aun para colación era poca cosa, que no pesaría más que una onza, y bebía un poco de agua con ella; y en aquellos cuatro días iba aquél sólo a demandar el ayuda y favor de los dioses, para poder ayunar y celebrar la fiesta de su dios. El ayuno y lo que hacían en aquellos ochenta días era muy diferente de los otros ayunos; porque el día que comenzaban el ayuno íbanse todos los ministros y oficiales de la casa del demonio, los cuales eran muchos y entrábanse en las casas y aposentos que estaban en los patios y delante de los templos, y a cada uno daban un incensario de barro con su incienso, y puntas de maguey, que punzan como alfileres gordos, y dábanles también tizne, y sentábanse todos por orden arrimados a la pared, y de allí ninguno se levantaba más de para hacer sus necesidades; y así sentados habían de velar en los sesenta días primeros. No dormían más de a prima noche hasta espacio de dos horas, y después velaban toda la noche hasta que salía el sol, y entonces tornaban a dormir otra hora; todo el otro tiempo velaban y ofrecían incienso, echando brasas en aquellos incensarios todos juntos a una; esto hacían muchas veces, así de día como de noche. A la medianoche todos se bañaban y lavaban, y luego con aquel tizne se tornaban a entiznar y parar negros; también en aquellos días se sacrificaban muy a menudo de las orejas con aquellas puntas de maguey, y siempre les daban algunas de ellas para que tuviesen, así para se sacrificar como para se despertar, y si algunos cabeceaban de sueño, había guardas que los andaban despertando, y decíanles: "ves aquí con qué te despiertes y saques sangre, y así no te dormirás". Y no les cumplía hacer otra cosa, porque al que se dormía fuera del tiempo sentado venían otros y sacrificábanles las orejas cruelmente y echábanle la sangre sobre la cabeza, y quebrábanle el incensario, como a indigno de ofrecer incienso a dios, y tomábanle las mantas y echábanlas en la privada, y decíanle "que porque había mal ayunado y dormídose en el ayuno de su dios, que aquel año se le había de morir algún hijo o hija", y si no tenía hijos decíanle: "que se le había de morir alguna persona de quien le pesase mucho". 119 En este tiempo ninguno había de salir fuera, porque estaban como en treintanario cerrado, ni se echaban para dormir, sino asentados dormían; y pasados los sesenta días con aquella aspereza y trabajo intolerable, los otros veinte días no se sacrificaban tan a menudo y dormían algo más. Dicen los ayunantes que padecían grandísimo trabajo en resistir el sueño, y que en no se echar estaban muy penadísimos. El día de la fiesta por la mañana íbanse todos los ministros a sus casas, teníanles hechas mantas nuevas muy pintadas, con que todos volvían a el templo, y allí se regocijaban como en Pascua. Otras muchas ceremonias guadaban, que por evitar prolijidad las dejo de decir; baste saber las crueldades que el demonio en esta tierra usaba, y el trabajo con que les hacia pasar la vida a los pobres indios, y al fin para llevarlos a perpetuas penas.