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CAPÍTULO XIII Otra ciudad arruinada. --Reliquias. --Ruinas de San Francisco. --Se prueba ser éstas las de la primitiva llamada Ticul. --Un precioso vaso. --Examen de un sepulcro. --Descubrimiento de un esqueleto y de un vaso. --Una aguja india. --Aquellas ciudades no fueron edificadas por descendientes de Egipto. --No es mucha su antigüedad. --Examen que hizo del esqueleto el Dr. Morton, y su juicio en la materia. --Momias del Perú. --Estas ciudades fueron edificadas por los antepasados de la raza actual. --El ceibo. --El camposanto. --Un pueblo tranquilo Afortunadamente para el particular objeto de nuestra expedición, a dondequiera que íbamos de aquel país se presentaban a nuestra vista monumentos de sus antiguos habitantes. Cerca de Ticul, casi en los suburbios, se encuentran las ruinas de otra antigua y desconocida ciudad. La muestra de ellas nos saltaba a la vista desde nuestra llegada. El cura tenía en su poder algunas piedras de nuevos y bellísimos diseños; y cabezas, vasos y otras reliquias, halladas en las excavaciones de las ruinas, se veían fijadas como adornos en las fachadas de las casas. Mi primer paseo con el cura se dirigió hacia aquellas ruinas. Al remate de una larga calle real, más allá del camposanto, cruzamos a la derecha por un estrecho sendero cubierto de espesos arbustos de flores silvestres, sobre los que posaban algunas aves de muy bello plumaje; pero tan infestados de garrapatas, que teníamos que sacudirnos a cada paso con una rama de árbol. Este sendero nos condujo a la hacienda San Francisco, propia de un caballero del pueblo, que había levantado las paredes de un amplio edificio, que jamás llegó a terminar. Había allí vistosos y frondosos árboles, y la vista del sitio se presentaba rural y pintoresca; pero era mal sano. Aquel follaje verde oscuro estaba impregnado del germen de la muerte. El propietario no la visitaba sino en el buen tiempo, y los indios que trabajaban en las milpas se retiraban por la noche al pueblo. A corta distancia detrás de la hacienda se encontraban las ruinas de otra vasta y desolada ciudad, que no tenía nombre alguno a no ser el de la hacienda en que se hallaba situada. Una gran parte de la ciudad estaba entonces completamente oculta por el tupido follaje de los árboles. Cerca de allí, sin embargo, algunos fragmentos de murallas colocados sobre terraplenes destruidos se presentaban a la vista. Subimos al más elevado de dichos terraplenes, desde donde dominamos la magnífica perspectiva de un espléndido bosque, y a alguna distancia las torres de la iglesia de Ticul que descollaban con su color oscuro. El cura me dijo que en la estación de la seca, cuando los árboles están despojados de su frondosidad, había contado desde aquel punto treinta y seis terraplenes o montículos, cada uno de los cuales soportaría antiguamente algún edificio o templo, que se había destruido con el tiempo. En la completa destrucción de las ruinas era imposible formarse una idea de lo que había sido aquel sitio, sino sólo por su amplitud y por las muestras de piedra labrada que se presentaban en el pueblo; pero sin duda alguna eran del mismo carácter que las de Uxmal y erigidas por el mismo pueblo. Su vecindad a Ticul había hecho su destrucción más completa. Por algunas generaciones había servido como una cantera de donde los habitantes sacaban piedras para sus edificios. El actual propietario estaba entonces haciendo excavaciones y vendiendo, y se me lamentó de que la piedra labrada estaba casi agotada, y de que la ganancia que derivaba de ella había cesado. Diremos algo para identificar aquellas ruinas. El plan para reducir a Yucatán fue enviar un corto número de españoles, que eran llamados vecinos (nombre usado hasta hoy para designar la población blanca), a las villas y pueblos de los indios de donde se juzgaba conveniente establecer colonias. Tenemos relaciones claras y auténticas de la existencia de una considerable población india llamada Ticul, y ciertamente debió hallarse en la vecindad del lugar en que está situado el pueblo español de aquel nombre. Es preciso que haya estado o en el sitio ocupado actualmente por el último, o en el ocupado por las ruinas de San Francisco. Si es cierto el primer supuesto, no queda ningún vestigio de la existencia de la ciudad india. Ahora, es incontestable que los españoles hallaron en las ciudades indias de Yucatán baluartes, templos y otros grandes edificios de piedra. Si los de la hacienda San Francisco son de más antigua fecha, y obra de las razas que han desaparecido y de la misma forma de que aun existen vastos restos, aunque sujetos a las mismas causas destructoras, ¿cómo ha desaparecido toda traza de los edificios de piedra en la ciudad india? En cada página de la historia de la conquista española leemos que los españoles nunca se aventuraron a ocupar las casas y pueblos de indios, como existían. Sus costumbres eran incompatibles con tales ocupaciones, y además su política consistía en desolarlas y destruirlas, y construir otras sobre ellas según su estilo y modo peculiares. No es probable que en la temprana época en que sabemos pasaron a Ticul y en su pequeño número hubiesen emprendido demoler toda la ciudad india y construir la suya sobre sus ruinas. Lo probable es que plantaron su propio pueblo en los confines del indio, y erigieron su iglesia como una antagonista y rival de los templos gentiles; los monjes con todas las imponentes ceremonias de la Iglesia Católica se opondrían a los sacerdotes indios; y destruyendo gradualmente el poder de los caciques, o conduciéndolos al suplicio, despoblaron la antigua ciudad, y atrajeron a los indios a su propio pueblo. Mi parecer es que las ruinas de la hacienda San Francisco son las de la primitiva ciudad de Ticul. Por la gran destrucción de las ruinas, consideré inútil el emprender una exploración de ellas, especialmente considerando la insalubridad del lugar y nuestro estado de convalecencia. En las excavaciones hechas constantemente se había descubierto de tiempo en tiempo objetos de interés, uno de éstos era un vaso, que afortunadamente se nos prestó para tomar un dibujo de él únicamente, pues que de otra suerte habría sufrido el infausto destino que corrió todo lo demás en aquel fatal incendio. Uno de los lados presentaba una guarnición de jeroglíficos en líneas deprimidas tiradas hasta el fondo, mientras que en el otro podía observarse una rígida semejanza con las figuras esculpidas y dadas de estuco que hallamos en el Palenque: el adorno de la cabeza era también un plumero, y la mano de la figura aparecía en una posición rígida o tiesa. El vaso tenía cuatro pulgadas y media de elevación, y cinco de diámetro. Es de una obra primorosa, y confirma lo que dice Herrera, hablando de los mercados de México y Tlaxcala, a saber, que "había allí plateros, trabajadores en plumas, barberos, baños y tan buenos alfareros como en España". Todavía no consideraba prudente regresar a Uxmal, y la visita de aquellos vasos me indujo a consagrar algunos pocos días a la excavación en las ruinas. El cura se encargó de hacer todos los arreglos y preparativos, y por la mañana muy temprano nos encontramos en el lugar de la escena, acompañados de algunos indios. En medio de aquella vasta aglomeración de ruinas era difícil conocer en dónde debíamos comenzar la obra. En Egipto, las labores de los que habían investigado antes daban alguna luz a los que venían después; pero aquí todo era oscuridad y tinieblas. Mi mayor empeño era descubrir algún antiguo sepulcro, que había buscado inútilmente en Uxmal. Era preciso no buscarlo en los montículos más espaciosos, pues en todo caso habría costado mayor trabajo. Al fin, después de un examen cuidadoso, el cura escogió un sitio en el cual comenzamos la obra. Era una estructura que la formaba una piedra cuadrada, decorada en la parte superior de tierra y piedras. Encontrábase en una pequeña milpa, a medio camino del que va de un alto montículo a otro de la misma elevación, y que evidentemente tuvo algunas importantes estructuras que, según su posición, tenían cierta especie de enlace con aquéllos. Desemejante en esto a todas las demás estructuras que veíamos en derredor, ésta se conservaba íntegra, con cada piedra en su lugar, sin que, según las apariencias, hubiese sido alterada desde que se colocaron las piedras sobre la tierra. Los indios comenzaron a removerlas, apartando la tierra con las manos. Afortunadamente tenían consigo una barreta, instrumento desconocido en Centroamérica, pero indispensable en Yucatán a causa de la naturaleza pedregosa del terreno. Era primera vez en que no experimentaba una gran molestia en dirigir un trabajo de aquella clase, porque el cura daba sus instrucciones en lengua maya, y bajo su inspección los indios obraban con la mayor actividad. Sin embargo, el procedimiento era tardío de suyo. Mientras hacían la excavación, hallaron el lado inferior de la pared exterior y toda la parte interior se hallaba cubierta de tierra suelta y piedra con algunas capas de piedras planas y demasiado recias. Entretanto, el sol picaba con viveza; y algunas personas del pueblo, entre ellas el dueño de la hacienda, vinieron por curiosidad, no sin sonreírse algo de nuestra locura, a ver lo que hacíamos. El cura había leído una traducción española del Anticuario y dijo que estábamos rodeados de Edie Ochiltrees, a pesar de que él mismo con su figura alta y delgada, y con su largo traje, presentaba una viva imagen de aquel afamado mendicante. Seis horas había que estábamos trabajando sin interrupción, y según todas las apariencias comenzábamos a desesperar del buen éxito cuando, al levantarse una gran piedra plana, descubrimos bajo de ella una calavera humana. Ya puede el lector figurarse cuál sería nuestra satisfacción. Ordenamos a los indios que, haciendo a un lado la barreta y el machete, trabajasen con las manos. Yo deseaba con la mayor viveza apoderarme del esqueleto íntegro; pero era imposible lograrlo. Carecía de cubierta o envoltura de ninguna especie, la tierra lo rodeaba, y apenas se le hubo tocado cuando cayó hecho pedazos. Estaba en la posición de una persona sentada, con la cara hacia el oriente; las rodillas pegadas al lugar del estómago, los brazos doblados desde el codo, y las manos alrededor del cuello como sosteniendo la cabeza. La calavera se rompió por desgracia; pero el hueso facial entero juntamente con las mandíbulas y dientes, y vivo aún el esmalte de éstos, aunque cayeron algunos al tiempo de extraer la calavera. Los indios recogieron todos los huesos y dientes, y me los entregaron al punto. Era, en verdad, un espectáculo interesante, al vernos rodeados de aquellas elevadas ruinas y, después del transcurso de algunos siglos desconocidos, sacar a luz aquellos huesos. ¿A quién pertenecieron? Los indios estaban excitados y conversaban en voz baja. El cura, interpretándome su conversación, me dijo que hablaban de aquellos huesos como que pertenecían a alguno de sus progenitores, y que se preguntaban entre sí: "¿Qué dirá nuestro pariente por haber excavado sus huesos?" Si no hubiera sido por el cura, ellos hubieran vuelto a enterrarlos en el acto. Al recoger los huesos, uno de los indios levantó un pequeño objeto blanco, que se habría escapado a cualquier ojo que no hubiese sido el ojo de un indio. Era construido del asta de un ciervo, como de dos pulgadas, agudo en la punta y con un ojo en la otra extremidad. Todos ellos la llamaron aguja, y la razón de su pronta y decidida opinión era que los indios actuales usan agujas del mismo material, dos de las cuales me procuró el cura a nuestra regreso al convento. Uno de los indios, que había adquirido alguna confianza charlando con el cura, dijo jocosamente que el esqueleto era o de una mujer o de un sastre. El tal esqueleto no estaba colocado exactamente en el centro del sepulcro, pero tenía por uno y otro lado una gran piedra tosca clavada firmemente en la tierra, que habría exigido mucho tiempo para excavarla con nuestros instrumentos. Cavando alrededor por el otro lado, a poca distancia del esqueleto descubrimos un grande vaso de rudo barro, muy semejante al cántaro que hoy día usan los indios. Cubría la boca una gruesa piedra plana como para impedir la intromisión de la tierra suelta; mas, al removerla, encontrámoslo enteramente vacío a excepción de algunos pequeños fragmentos negros que cayeron y se confundieron con la tierra, al tiempo de extraer el vaso. A un lado del fondo tenía un pequeño agujero, a cuyo través podría haberse escapado un líquido o alguna substancia pulverizada. Tal vez contuvo agua, o el corazón del esqueleto. Habíamos logrado el vaso entero, pero hoy está reducido a cenizas. Con mayor fuerza que antes presentose a mi espíritu una idea, y era la de la absoluta imposibilidad de atribuir estas ruinas a constructores egipcios. Yo había visto las magníficas tumbas de los reyes de Thebas: en ellas los egipcios habían prodigado su habilidad, industria y riqueza; y ningún pueblo educado en la escuela egipcia, o descendiente de los antiguos egipcios, habría construido un sepulcro tan rudo y tosco en lugar tan culminante. Además de eso, el hecho de hallar aquellos huesos en tan buen estado de preservación y a la sola distancia de tres o cuatro pies de la superficie de la tierra, destruye completamente toda idea de atribuir a esos edificios una extremada antigüedad, cuando por otra parte era universal y decidida la exclamación de los indios que decían: "¡Esos huesos son de nuestros progenitores!" Pero sean de quien fueren, poco fue lo que hicieron sus piadosos amigos, que tenían por delante una imagen perpetua de la suerte a que estaban destinados. Lleveme los huesos al convento, de allí a Uxmal y por último a otra parte muy lejos, que los removía para siempre de los demás huesos de su familia. En los frecuentes viajes a lomo de mula y de indios se destrozaron de tal manera, que difícilmente los hubiera reconocido su antiguo propietario en un juicio contradictorio, y que me facilitó poderlos llevar una noche en un pañuelo de bolsa al doctor S. G. Morton de Filadelfia. Este caballero conocido por las averiguaciones que ha hecho acerca de las facciones físicas de las primitivas razas americanas, y particularmente por su última obra titulada Crania Americana reconocida en el discurso anual del presidente de la Real Sociedad Geográfica de Londres como "un brillante presente a los amantes de la Fisiología Comparativa" el Dr. Morton, repito, en una comunicación sobre aquel objeto, por la cual le estoy muy reconocido, dice que este esqueleto, a pesar de su estado de destrucción, le había suministrado algunos hechos importantes y había sido el objeto de algunas reflexiones interesantes. He aquí un extracto de su opinión. En primer lugar, la aguja no engañó a los indios que la hallaron en el sepulcro, pues que los huesos era efectivamente de una mujer. Su altura no excedía de cinco pies tres o cuatro pulgadas; los dientes estaban perfectos, mientras que la epífisis, este signo infalible de la edad del desarrollo, se había consolidado y señalaba el complemento de la edad adulta. Los huesos de los pies y manos eran notablemente pequeños y de proporciones delicadas, cuya observación se aplicaba también a todo el esqueleto. La calavera se hallaba destrozada, pero merced a una diestra manipulación logró el doctor recomponer las partes posteriores y laterales. El occipucio era notablemente plano y vertical, mientras que el lateral o diámetro parietal medía no menos que cinco pulgadas y ocho décimos. Un examen químico de algunos fragmentos de huesos mostró que se hallaban casi destituidos de materia animal, que en la perfecta estructura ósea constituye cerca de un treinta y tres por ciento. En la parte superior de la tibia izquierda había una prominencia llamada nodo en lenguaje quirúrgico, de pulgada y media de largo y de más de media pulgada de elevación. Esta condición morbosa podía haber resultado de varias causas, pero no carece de interés respecto a ser rarísima entre la primitiva población indiana del país. En la última visita que hice a Boston tuve el gusto de examinar una pequeña e interesante colección de momias que posee Mr. John H. Blake, extraídas por él mismo de un antiguo cementerio del Perú, situado en la costa de la bahía de Chacota, cerca de Arica, a los 18? 20" de latitud S., y que ocupa un largo trecho del terreno. Los sepulcros son todos de una forma circular de dos a cuatro pies de diámetro, y de cuatro a cinco de profundidad. En uno de ellos descubrió Mr. Blake las momias de un hombre, una mujer, un muchacho de doce a catorce años de edad y un niño. Todas ellas se hallaban estrechamente envueltas en vestiduras de lana de varios colores y de diversos grados de finura, aseguradas con agujas de asta prendidas en toda la envoltura. Los esqueletos estaban saturados de cierta substancia bituminosa, y se conservaban todos en buen estado, bien así como las vestiduras de lana, debido sin duda en gran parte a la extrema sequedad del suelo y de la atmósfera de aquella provincia del Perú. Mr. Blake visitó otros varios cementerios entre los Andes y el Océano Pacífico hasta Chile, todos los cuales poseen los mismos caracteres generales que los descubiertos en los elevados valles de los Andes del Perú. No hay recuerdo ni tradición respecto a estos cementerios, pero las vestiduras de lana, semejantes a las descubiertas por Mr. Blake, son usadas hasta hoy, y probablemente en la misma manera, por los indios del Perú. Y hacia la parte oriental de Bolivia, al S. del sitio en que se descubrieron estas momias, en lo más árido del desierto de Atacama, halló el doctor unos pocos indios, substraídos de la influencia española probablemente por la dificultad de llegar hasta su remota residencia, quienes retienen por esto mismo sus costumbres primitivas y que visten, exactamente en la forma y en la contextura, los mismos trajes de las momias que posee Mr. Blake. El Dr. Morton dice que estas momias del Perú tienen las mismas peculiaridades en la forma de la calavera, la misma delicadeza de los huesos y la misma pequeñez notable de las manos y los pies, que tiene el esqueleto hallado en el sepulcro de San Francisco. Dice, además, por el examen de cerca de cuatrocientas calaveras de individuos pertenecientes a las antiguas naciones de México y Perú y de otras excavadas de los montículos de las regiones occidentales de nuestro país, que las encuentra todas formadas sobre el mismo modelo y notablemente semejantes a la que yo le llevé de San Francisco; y que este cráneo tiene el mismo tipo de conformación física que poseen, con sorprendente uniformidad, todas las tribus de nuestro continente, desde el Canadá hasta la Patagonia y desde el Atlántico hasta el Pacífico. Añade también que esto corrobora la opinión que siempre ha tenido, reducida a que, a pesar de alguna ligera variación en la conformación física y otras más notables en la parte intelectual, todos los americanos aborígenes de todas las épocas conocidas pertenecen a la misma grande y distintiva raza. Si esta opinión es correcta, como yo lo creo, si este esqueleto presenta el mismo tipo de conformación física que todas las tribus de nuestro continente, entonces no hay duda de que esos descarnados huesos nos prohíben, con una voz que sale de la tumba, retroceder en busca de una nación antigua perteneciente al Viejo Mundo para hallar a los que construyeron esas ciudades arruinadas, y que ellas no son la obra de un pueblo que ha pasado ya y cuya historia está perdida, sino de la misma gran raza que, miserable, envilecida y degradada, se agrupa todavía alrededor de esas vastas ruinas. Pero volvamos a las de San Francisco, en que estuvimos dos días más haciendo excavaciones, pero sin lograr nuevos descubrimientos. Entre las ruinas había aquellos agujeros circulares en el suelo, del mismo carácter que los descubiertos en Uxmal. Ensanchada la boca de uno de ellos, descendí por medio de una escalera a una cámara de la misma forma de las que antes habíamos examinado, aunque ésta era un poco mayor. En Uxmal, el carácter de estas construcciones era un mero objeto de conjetura; pero aquí, a tan corta distancia, los indios poseían nociones más específicas respecto de su objeto y usos, y las llamaban Chaltunes, o pozos. En todas direcciones también veíanse aquellas piedras oblongas y ahuecadas, que en Uxmal se llamaban pilas, pero que aquí denominaban los indios Ca o piedras de moler, diciendo que los antiguos las usaban para triturar el maíz, y el propietario nos mostró una piedra circular que los mismos indios llamaban kabtún, o brazo de piedra, usado para el mismo objeto de triturar el maíz. Los diferentes nombres que se dan en distintos lugares a la misma cosa, y los diversos usos que se le atribuyen, demuestran, juntamente con otros muchos hechos, la absoluta falta de todo conocimiento tradicional entre los indios, y acaso ésta era la mayor dificultad que hemos encontrado para atribuir a sus antepasados la construcción de estas ciudades. El último día volvimos a las ruinas más temprano que de ordinario, y nos detuvimos en el camposanto, enfrente del cual descollaba un frondoso ceibo. Tenía yo un vivo deseo de conocer algo relativo al desarrollo de un árbol de esta clase, pero no había tenido antes la oportunidad de satisfacer este deseo. El cura me dijo que el que estaba delante de nosotros tenía veintitrés años entonces. No cabía duda ninguna del hecho, pues conocía la edad del árbol, así como la suya propia y la de cualquiera del pueblo. El tronco, a la altura de cinco pies del terreno, tenía diecisiete pies y medio de circunferencia; y sus espléndidas ramas difundían en todas direcciones una sombra magnífica. Nosotros habíamos descubierto árboles semejantes a éste sobre las ruinas de Copán y el Palenque, y con tal motivo habíamos atribuido a aquellos edificios una grande antigüedad; pero este árbol disipó completamente mis dudas, y me confirmó en la opinión que he expresado ya de que no podía formarse juicio cierto de la antigüedad de estos edificios, por la corpulencia de los árboles que crecen sobre ellos. Sin embargo de haber considerado entonces a aquel ceibo como un árbol muy notable, después tuve ocasión de ver otros más corpulentos en más favorable situación, y no tan antiguos como éste. El camposanto estaba cercado de una alta muralla. No carecía en el interior de cierto plan y arreglo, y en algunos sitios se veían sobresalir ciertas tumbas, pertenecientes a las familias del pueblo, decoradas de marchitas guirnaldas y ofrendas piadosas. La población tributaria de este cementerio era de cerca de cinco mil personas, y ya ofrecía un triste y sombrío espectáculo sin embargo de haber cinco años apenas que se había abierto. Había muchos sepulcros recientes y sobre algunos de ellos se veían una calavera y una pequeña colección de huesos en una caja, o envueltos en un sudario, restos de las personas enterradas allí antes, y extraídas después para ceder su lugar a los recién venidos. Sobre uno de esos sepulcros vimos los fúnebres restos de una señora del pueblo, reunidos en una canasta. Aquella dama era una antigua conocida del cura y había muerto dos años antes. Entre los huesos veíase un par de zapatos de raso blanco, que usó tal vez en un baile y que fueron sepultados con ella. En un ángulo había un recinto amurallado, de veinte pies de elevación y como de treinta en cuadro, dentro del cual estaba el harnero del cementerio. Un ramal de escaleras llevaba a la parte superior, y sobre la plataforma y a lo largo de las paredes había calaveras y huesos, algunos en cajas y cestas, otros envueltos en una manta de algodón, listos ya para ser arrojados al común harnero; pero veíanse aún sus letreros e inscripciones para dar a conocer, aunque fuese por un momento más, los individuos a quienes habían antes pertenecido. Dentro del recinto, confundidos con la tierra hasta la profundidad de algunos pies, estaban los huesos del pobre, del rico, del grande, del pequeño, hombres, mujeres, niños, españoles, mestizos e indios, todos mezclados al acaso, según les llegaba su turno. Entre toda esta confusión veíanse los fragmentos de vestidos de colores vivísimos, y la larga cabellera de las mujeres, adherida aún al cráneo. De los tremendos recuerdos que anuncian el triste fin a que está condenado todo lo que tiene vida y belleza en este mundo no hay ninguno que me afecte con más viveza que éste: el adorno y encanto de una mujer, el objeto peculiar de su gusto y cuidado continuo, suelto ya, desgreñado, hecho trizas y confundido entre huesos áridos que marchan en progreso a la pulverización. Dejamos el camposanto y emprendimos nuestra marcha a lo largo de la calle real del pueblo, y entonces fue cuando me hizo mayor impresión el carácter quieto, contento y pacífico de toda esta población. Los indios estaban sentados en sus patios, a la sombra del cocotero y del naranjo, tejiendo hamacas o preparando palmas para sombreros; los muchachos retozaban desnudos en la calle, y las mestizas se hallaban sentadas en las puertas de sus casas costurando. La noticia de nuestro hallazgo de huesos había producido cierta sensación. Todos deseaban saber el resultado del trabajo del día, y se incorporaban al ver pasar al cura; los indios venían a besarle la mano y, según observó el mismo cura, todos eran felices, excepto cuando la cosecha de granos no era buena. En una plaza de tanta actividad y confusión como nuestra propia ciudad (Nueva York) es imposible imaginarse la quietud y tranquilidad del pueblo de Ticul.
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CAPÍTULO XIII De los soberbios templos de México Pero sin comparación fue mayor la superstición de los mexicanos, así en sus ceremonias como en la grandeza de sus templos, que antiguamente llamaban los españoles el cu, y debió de ser vocablo tomado de los isleños de Santo Domingo o de Cuba, como otros muchos que se usan, y no son ni de España ni de otra lengua que hoy día se use en Indias, como son maíz, chicha, vaquiano, chapetón y otros tales. Había pues en México el cu, tan famoso templo de Vitzilipuztli, que tenía una cerca muy grande, y formaba dentro de sí un hermoso patio; toda ella era labrada de piedras grandes a manera de culebras asidas las unas a las otras, y por eso se llamaba esta cerca coatepantli, que quiere decir cerca de culebras. Tenían las cumbres de las cámaras y oratorios donde los ídolos estaban, un pretil muy galano labrado con piedras menudas, negras como azabache, puestas con mucho orden y concierto, revocado todo el campo de blanco y colorado, que desde abajo lucía mucho. Encima de este pretil había unas almenas muy galanas, labradas como caracoles; tenía por remate de los estribos, dos indios de piedra, asentados, con unos candeleros en las manos, y de ellos salían unas como mangas de cruz, con remates de ricas plumas amarillas y verdes, y unos rapazejos largos de lo mismo. Por dentro de la cerca de este patio había muchos aposentos de religiosos, y otros en lo alto, para sacerdotes y papas, que así llamaban a los supremos sacerdotes que servían al ídolo. Era este patio tan grande y espacioso, que se juntaban a danzar o bailar en él, en rueda, alderredor, como lo usaban en aquel reino, sin estorbo ninguno, ocho o diez mil hombres, que parece cosa increíble. Tenía cuatro puertas o entradas, a Oriente y Poniente, y Norte y Mediodía; de cada puerta de estas principiaba una calzada muy hermosa de dos y tres leguas, y así había en medio de la laguna, donde estaba fundada la ciudad de México, cuatro calzadas en cruz, muy anchas, que la hermoseaban mucho. Estaban en estas portadas cuatro dioses o ídolos, los rostros vueltos a las mismas partes de las calzadas. Frontero de la puerta de este templo de Vitzilipuztli había treinta gradas de treinta brazas de largo, que las dividía una calle que estaba entre la cerca del patio y ellas. En lo alto de las gradas había un paseadero de treinta pies de ancho, todo encalado; en medio de este paseadero, una palizada bien labrada de árboles muy altos, puestos en hilera, una braza uno de otro; estos maderos eran muy gruesos y estaban todos barrenados con unos agujeros pequeños; desde abajo hasta la cumbre, venían por los agujeros de un madero a otro unas varas delgadas, en las cuales estaban ensartadas muchas calaveras de hombres, por las sienes; tenía cada una veinte cabezas. Llegaban estas hileras de calaveras desde lo bajo hasta lo alto de los maderos, llena la palizada de cabo a cabo, de tantas y tan espesas calaveras, que ponían admiración y grima. Eran estas calaveras de los que sacrificaban, porque después de muertos y comida la carne, traían la calavera, y entregábanla a los ministros del templo, y ellos la ensartaban allí, hasta que se caían a pedazos, y tenían cuidado de renovar con otras las que caían. En la cumbre del templo estaban dos piezas como capillas, y en ellas los dos ídolos que se han dicho de Vitzilipuztli y su compañero Tlaloc, labradas las capillas dichas a figuras de talla, y estaban tan altas, que para subir a ellas había una escalera de ciento y veinte gradas de piedra. Delante de sus aposentos había un patio de cuarenta pies en cuadro, en medio del cual había una piedra de hechura de pirámide verde y puntiaguda, de altura de cinco palmos, y estaba puesta para los sacrificios de hombres que allí se hacían, porque echado un hombre de espaldas sobre ella, le hacía doblar el cuerpo, y así le abrían y le sacaban el corazón, como adelante se dirá. Había en la ciudad de México otros ocho o nueve templos, como este que se ha dicho, los cuales estaban pegados unos con otros dentro de un circuito grande, y tenían sus gradas particulares y su patio, con aposentos y dormitorios. Estaban las entradas de los unos a Poniente, otros a Levante, otros al Sur, otros al Norte, todos muy labrados y torreados con diversas hechuras de almenas y pinturas con muchas figuras de piedra, fortalecidos con grandes y anchos estribos. Eran éstos dedicados a diversos dioses, pero después del templo de Vitzilipuztli era el del ídolo Tezcatlipuca, que era Dios de la penitencia y de los castigos, muy alto y muy hermosamente labrado. Tenía para subir a él ochenta gradas, al cabo de las cuales se hacía una mesa de ciento y veinte pies de ancho, y junto a ella una sala toda entapizada de cortinas de diversas colores y labores; la puerta baja y ancha, y cubierta siempre con un velo, y sólo los sacerdotes podían entrar, y todo el templo labrado de varias efigies y tallas, con gran curiosidad, porque estos dos templos eran como iglesias catedrales, y los demás en su respecto, como parroquias y ermitas. Y eran tan espaciosos y de tantos aposentos, que en ellos había los ministerios y colegios y escuelas y casas de sacerdotes que se dirá después. Lo dicho puede bastar para entender la soberbia del demonio y la desventura de la miserable gente que con tanta costa de sus haciendas y trabajo y vidas, servían a su proprio enemigo, que no pretendía de ellos más que destruilles las almas y consumilles los cuerpos; y con esto muy contentos, pareciéndoles por su grave engaño que tenían grandes y poderosos dioses a quien tanto servicio se hacía.
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CAPÍTULO XIII Juan de Añasco se vuelve al ejército sin la viuda, y lo que hubo acerca del oro y plata de Cofachiqui Nuestros españoles, habiendo oído los indios, quedaron confusos en lo que harían y, después de haber habido sobre ello muchos y diversos pareceres, uno de los compañeros dijo más advertidamente: "Señores, por muchas razones me parece que no vamos bien acertados en este viaje porque, no habiendo querido salir esta mujer con los indios principales que le llevaron la primera embajada, antes habiendo mostrado pesadumbre con ella, no sé cómo recibirá la nuestra, que ya nos consta que no gusta de venir donde el gobernador está y podría ser que, sabiendo que vamos a le hacer fuerza, tuviese gente apercibida para defenderse y también para ofendernos, y, cualquiera de estas cosas que intente, no somos parte para le contradecir ni para nos defender y volver en salvo porque no llevamos caballos, que son los que ponen temor a los indios. Y, para las pretensiones de nuestro descubrimiento y conquista, no veo que una viuda recogida en su soledad, sea de tanta importancia que hayamos de aventurar las vidas de todos los que aquí vamos por traerla sin haber necesidad de ella, pues tenemos a su hija, que es la señora de la provincia, con quien se puede negociar y tratar lo que fuere menester. Demás de esto, no sabemos el camino, ni lo que hay de aquí allá, ni tenemos guía de quien podamos fiarnos, sin lo cual, la muerte tan repentina que ayer se dio el embajador que traíamos nos amonesta que nos recatemos, porque no debió de ser sin algunas consideraciones de las que he dicho. Sin estos inconvenientes (dijo volviéndose al capitán) os veo ir fatigado, así del peso de las muchas armas que lleváis como del excesivo calor del sol que hace y también de vuestra corpulencia, que sois hombre de muchas carnes. Las cuales razones no solamente nos persuaden, empero nos fuerzan a que nos volvamos en paz." A todos los demás pareció bien lo que el compañero había dicho y, de común consentimiento, se volvieron al real y dieron cuenta al gobernador de todo lo que les había sucedido en el camino. Tres días después se ofreció un indio a guiar los castellanos por el río abajo y llevarlos por el agua donde estaba la madre de la señora del pueblo, por lo cual, con parecer y consentimiento de la hija, volvió a su porfía Juan de Añasco, y con él fueron veinte españoles en dos canoas. Y el primer día de su navegación hallaron cuatro caballos de los ahogados atravesados en un gran árbol caído y, llorándolos de nuevo, siguieron su viaje. Y, habiendo hecho las diligencias posibles, se volvieron al fin de seis días con nuevas de que la buena vieja, habiendo tenido aviso de que una vez y otra hubiesen ido los cristianos por ella, se había metido la tierra adentro y escondídose en unas grandes montañas donde no podía ser habida, de cuya causa la dejó el gobernador sin hacer más caso de ella. Entretanto que pasaban en el campo las cosas que hemos dicho del capitán Juan de Añasco, no reposaba el gobernador ni su gente en lo poblado, principalmente con las esperanzas que de largo tiempo habían traído de que en esta provincia Cofachiqui habían de hallar mucho oro y plata y perlas preciosas. Deseando, pues, ya verse ricos y libres de esta congoja, pocos días después de llegados a la provincia, dieron en inquirir lo que en ella había. Llamaron los dos indios mozos que en Apalache habían dicho de las riquezas de esta provincia Cofachiqui. Los cuales, por orden del gobernador, hablaron a la señora del pueblo y le dijeron que mandase traer de aquellos metales que los mercaderes, cuyos criados ellos habían sido, solían comprar en su tierra para llevar a vender a otras partes, que eran los mismos que los castellanos buscaban. La señora mandó traer luego los que en su tierra había de aquellos colores que los españoles pedían, que era amarillo y blanco, porque le habían mostrado anillos de oro y piezas de plata, y también le habían pedido perlas y piedras como las que tenían los anillos. Los indios, habiendo oído el mandato de su señora, trajeron con toda presteza mucha cantidad de cobre de un color muy dorado y resplandeciente que excedía al azófar de por acá, de tal manera que con razón pudieron los indios criados de los mercaderes haberse engañado con la vista, entendiendo que aquel metal y el que les habían mostrado los castellanos era todo uno, porque no sabían la diferencia que hay del azófar al oro. En lugar de plata, trajeron unas grandes planchas, gruesas como tablas, y eran de una margajita, que, para darme a entender, no sabré pintarlas ahora de la manera que eran, más de que a la vista eran blancas y resplandecientes como plata y, tomadas en las manos, aunque fuesen de una vara en largo y de otra en ancho, no pesaban cosa alguna, y manoseadas se desmoronaban como un terrón de tierra seca. A lo de las piedras preciosas dijo la señora que en su tierra no había sino perlas y que, si las querían, fuesen a lo alto del pueblo, y señalando con el dedo (que estaban al descubierto) les mostró un templo que allí había del tamaño de los ordinarios que por acá tenemos y dijo: "Aquella casa es entierro de los hombres nobles de este pueblo, donde hallaréis perlas grandes y chicas y mucha aljófar. Tomad las que quisiéredes y, si todavía quisiéredes más, una legua de aquí está un pueblo que es casa y asiento de mis antepasados y cabeza de nuestro estado. Allí hay otro templo mayor que éste, el cual es entierro de mis antecesores, donde hallaréis tanto aljófar y perlas que, aunque de ellas carguéis vuestros caballos y os carguéis vosotros mismos todos cuantos venís, no acabaréis de sacar las que hay en el templo. Tomadlas todas y, si fueran menester más, cada día podremos haber más y más en las pesquerías que de ellas se hacen en mi tierra". Con estas buenas nuevas, y con la gran magnificencia de la señora, se consolaron algún tanto nuestros españoles de haberse hallado burlados en sus esperanzas en el mucho oro y plata que pensaban hallar en esta provincia, aunque es verdad que en lo del cobre o azófar había muchos españoles que porfiaban en decir que tenía mezcla, y no poca, de oro. Mas, como no llevaban agua fuerte ni puntas de toque, no pudieron hacer ensayo o para quedar desengañados del todo o para cobrar nueva esperanza más cierta.
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CAPÍTULO XIII Rancho Halal. --Aguada pintoresca. --Excavaciones hechas en ella por los indios. --Sistema de aguadas. --Continuación de la jornada. --Extravío. --Tentativa en la lengua maya. --Alameda de naranjos. --Ruinas de Yakabcib. --Edificio destruido. --Sierra pedregosa. --Pueblo de Becanchén. --Hospitalidad. --Piedras esculpidas. --Pozos. --Corriente de agua. --Derivación de la palabra Becanchén. --Progreso rápido de este pueblo. --Origen del agua de sus pozos. --Accidente ocurrido a un indio. --Separación de los viajeros. --Aguadas. --Pájaro raro. --Hacienda Sacakal. --Visita a las ruinas. --Terraza de piedra. --Agujero circular. --Dos edificios. --Garrapatas. --Hormigas negras. --Vuelta A las siete de la mañana del día siguiente nos pusimos en marcha, y como a distancia de una legua llegamos al rancho Halal, desde el cual nos dirigimos a la aguada para dar de beber a nuestros caballos. Cuando llegamos a sus orillas, presentaba una de las escenas más bellas y pintorescas que hubiésemos contemplado en el país: estaba completamente cercada de una floresta, y robustos árboles crecían en sus inmediaciones dando sombra al agua; su superficie estaba cubierta de plantas acuáticas, como un tapete de un verde vivísimo; y, además, la aguada poseía una circunstancia altamente interesante, que no provenía de su belleza misma. Conforme a lo que se nos había referido en el rancho, diez años antes estaba enteramente seca y cubierto el fondo de una capa de lodo de algunos pies de profundidad. Los indios tenían la costumbre de abrir casimbas en ella para recoger el agua que filtraba, y en algunas de estas excavaciones se encontró un pozo antiguo, que, al despejarlo, se halló ser de un singular carácter y construcción. Consistía en una plataforma superior en cuadro, y debajo había un pozo de bóveda de veinte a veinticinco pies de profundidad, y revestido de piedras labradas. En el fondo había otra plataforma de la misma figura que la primera, y abajo de ella otro pozo de menor diámetro y casi de la misma profundidad. El descubrimiento de este pozo indujo a practicar nuevas excavaciones, y como todo el país estaba interesado en el asunto, se trabajó de manera que llegó a descubrirse hasta más de cuarenta pozos del mismo carácter y construcción. Limpiáronse todos, la aguada reapareció en toda su abundancia, y desde entonces provee ampliamente de agua en la mayor parte de la estación de la seca. Cuando flaquea, aparecen los pozos y continúan éstos proveyendo de aquel elemento, hasta que vuelve la estación periódica de las aguas. Al apartarnos de aquí, continuamos nuestro camino por un llano. Albino se había atrasado, y después de pasar nosotros por un rancho llegamos a otro en que había varias encrucijadas, y no sabíamos cuál era el camino que debíamos seguir. Ni un solo hombre había allí, y tuvimos que correr en pos de las mujeres hasta sus propias cabañas con el objeto de preguntarles la dirección del camino. En la última cabaña nos encontramos con dos mujeres haciendo una tela de algodón, y haciendo un gran esfuerzo en lengua maya les dijimos: "Tux yan bé" (en dónde está el camino de), agregando la palabra Akabcib, nombre del rancho en que estaban las ruinas, de que se nos había hablado. Nos era sumamente fácil, por la práctica, dirigir esta pregunta en la lengua maya; pero toda respuesta que no fuese sí, no, o una indicación con la mano, quedaba enteramente fuera de nuestra inteligencia. Las mujeres nos dieron una respuesta muy larga y probablemente muy cortés; pero no comprendimos ni una sola palabra, y, viendo que era imposible hacerlas hablar en monosílabos, pedimos un poco de agua y seguimos de largo. Cuando ya nos hallábamos a alguna distancia de este rancho, se nos ocurrió la idea de que tal vez fuese el mismo de Akabcib que solicitábamos, y al momento contramarchamos. Sin embargo, antes de llegar a él, entramos en una espaciosa alameda de naranjos, en donde nos apeamos y atamos los caballos a la sombra para esperar a Albino. Los naranjos estaban cargados de fruto; pero las naranjas eran agrias. Además, no podíamos sentarnos bajo los árboles, porque el suelo hervía de garrapatas, hormigas negras y otros insectos, y mientras estábamos en pie teníamos que sacudirnos a cada instante. Pero después llegó Albino a galope abierto, y supimos que en efecto habíamos pasado el rancho Akabcib, como sin duda alguna nos lo habían dicho las mujeres. Mientras montábamos de nuevo para retroceder, un muchacho desnudo pasó montado en un miserable caballo en medio de dos anclotes, con los cuales se dirigía a la aguada. Por medio real que le dimos ató su caballejo a un matorral y se encargó de guiarnos hasta el rancho, más allá del cual, dando vuelta hacia la derecha, llegamos a un edificio arruinado. Éste era pequeño, y su frente todo había desaparecido: la puerta estuvo adornada de columnas que estaban caídas y yacían por el suelo. El muchacho nos dijo que había otros montículos arruinados, pero ningún otro edificio más. Con semejante noticia retrocedimos sin desmontar de los caballos, y proseguimos nuestra marcha. A las dos de la tarde llegamos al pie de una sierra pedregosa, áspera y difícil para los caballos, si bien observó Mr. Catherwood que el suyo se amusgaba y caminaba más aprisa. Desde la cresta de la sierra vimos a nuestro pies, del otro lado, el pueblo de Becanchén, en donde al llegar nos dirigimos a través de la plaza a una gran casa, cuyo frente decoraba una pintura roja representando a un mayordomo a caballo, que conducía a la liza un toro. Preguntamos por la casa real, y se nos dirigió a una miserable casa de guano, de donde salió un caballero y reconoció el caballo de Mr. Catherwood como perteneciente a don Simón Peón; y por el caballo me reconoció a mí también por haberme visto en compañía de don Simón en la feria de Halachó. Con esto, nos ofreció su casa por posada, cuya oferta, al echar una ojeada sobre la casa real, no pudimos menos de aceptar sin vacilación. Nos encontrábamos aún en el inmenso cementerio de las ciudades arruinadas. En el corredor de la casa había algunas piedras esculpidas, que a decir de nuestro huésped se habían tomado de los antiguos edificios de las cercanías, que suministraban materiales para todas las casas de la plaza. Además de estas muestras, había otras varias del mismo género. En la plaza existían ocho pozos abundantes en agua a la sazón, y que llevaban el inequívoco signo de ser obra de los antiguos aborígenes. Descendiendo de la plaza, en la ladera de una colina, el agua brotaba de las rocas, se recogía en un limpio estanque, y de allí corría hasta perderse en el bosque. Ésa era la primera vez que en todo nuestro viaje hubiésemos encontrado algo semejante a un arroyo manantial, y por cierto que era para nosotros un bello y delicioso espectáculo, después de haber transitado por tan áridas regiones, sembradas de cavernas inaccesibles, aguadas cubiertas de lodo y de uno u otro charco de agua escondido en la cavidad de las rocas, Nuestros indios cargadores se habían alojado en un enramada a la vista del arroyuelo, y para ellos y para todos los arrieros era semejante a la fuente que descubre el árabe en un oasis del desierto, o a los ríos de agua dulce que presenta Mahoma en el paraíso a los verdaderos creyentes. La historia de este pueblo tiene todos los tintes del romance, y por cierto, que el genio del romance está entronizado en toda esta tierra cubierta de ciudades arruinadas. Su nombre es compuesto de las palabras de la lengua maya Becán, que quiere decir arroyo, y Chen, pozo. Hasta veinte años antes todo el país circunvecino era una selva áspera y desierta. Un indio solitario llegó allí, despejó el terreno y plantó una milpa; mientras se hallaba ocupado en esta operación, se encontró con la corriente de agua dulce, y, habiéndola seguido, descubrió el manantial de la roca y los pozos que ocupan hoy la plaza. Por de contado que los indios acudieron a establecerse alrededor de estos receptáculos, y gradualmente fue formándose un pueblo que hoy contiene seis mil habitantes; cuyo progreso, supuesta la diferencia de recursos de aquel país y del carácter de aquel pueblo, puede compararse con el de las más florecientes poblaciones de nuestro propio país. Estos pozos no son más que meras excavaciones a través de una capa de roca calcárea, variando su profundidad según las irregularidades del lecho, pero sin exceder generalmente de cuatro o cinco pies. El origen de estas aguas lo creen misterioso sus habitantes, pero es patente que se derivan de los aguaceros en la estación de las lluvias. El pueblo se halla rodeado de colinas por tres costados. En el lado superior de la plaza, cerca de la esquina de una calle que corre detrás de aquella línea elevada, se encuentra en la roca una enorme excavación natural; y durante la estación lluviosa un torrente de agua, formando una especie de canal, corre por toda esta calle y va a vertirse en la excavación. La masa de agua, según se nos dijo, era tal que por espacio de ocho o diez días después de las últimas lluvias el torrente prosigue corriendo, y tenía dieciocho pulgadas de diámetro cuando le vimos. El agua de los pozos se encuentra siempre al mismo nivel que la que se mantiene depositada en esta excavación: sube y baja simultáneamente; y, para mayor prueba de su directo contacto, puede citarse el hecho, que nos fue referido, de un perrillo que, habiendo caído en la excavación, apareció muerto algunos días después en uno de los pozos más distantes. El doctor Cabot y yo descendimos a uno de ellos, y encontramos que era una caverna tosca e irregular como de veinticinco pies de diámetro: la techumbre presentaba algunos caracteres de regularidad; y no sería extraño suponer que fuese artificial en parte. En línea perpendicular a la boca del pozo, el agua apenas tendría dieciocho pulgadas de profundidad; pero el fondo era desigual, y a uno o dos pasos más el agua era tan profunda, que se hacía imposible medir perfectamente la profundidad. Con sólo el auxilio de la luz de una vela no pudimos descubrir la vía de comunicación con los otros pozos; pero de uno de los lados el agua corría bajo la pendiente de una roca, y es probable que allí hubiese algunas grietas por donde pasase. Y no hay duda de que así debía de haber sido, porque precisamente aquél era el pozo en que se encontró el perro muerto de que ya he hecho referencia. Al salir de este pozo, tuvimos que ocuparnos de otra clase de negocios. Como Becanchén tenía pocas o ningunas relaciones con la capital del Estado, y éste era el primer pueblo que encontrábamos a donde no hubiese llegado la nombradía del Dr. Cabot, nuestro huésped me llamó aparte para preguntarme si en efecto el tal doctor era realmente un médico. Luego que el hecho quedó perfectamente establecido con mi testimonio, el huésped rogó al médico que examinase a un joven indio cuya mano había sido destrozada en un trapiche, o molino de caña. El doctor hizo algunas preguntas, y de las respuestas que se dieron infirió que era necesaria la amputación de la mano; mas por desgracia, al reducir al menor bulto posible nuestro equipaje, sus instrumentos operatorios se habían quedado atrás. Tenían un serrucho de mano para varios usos, y que podría servir en parte, y Mr. Catherwood tenía un gran cortaplumas de buen temple, que el doctor opinaba sería muy adaptable al objeto, pero que el dueño oponía algunas observaciones a que se le diese semejante destino quirúrgico. Y no le faltaba razón: veinte años antes había comprado en Roma aquella navaja, y en todas sus peregrinaciones había sido su compañera de viaje, y, si se prestaba a que con ella se ejecutase la operación, ya no volvería a servirle más. Esforzáronse los argumentos de una y otra parte, y de todo resultó que, a menos de no ser absolutamente necesaria la amputación del brazo para salvar al muchacho, el doctor no abría la navaja. Al llegar a la casa del paciente, vimos al indio sentado en la sala, con la mano arrancada de la muñeca cerca de una pulgada y el tronco inflamado, formando una bolsa de seis pulgadas de diámetro, perfectamente ennegrecido e hirviendo en gusanos. A la primera ojeada me retiré al patio y de allí a la cocina, de donde una mujer ocupada en hacer sus preparaciones culinarias salió corriendo dejando sus cazuelas en el fuego. Encargueme entonces de la superintendencia de la cocina, y me puse a secar mis vestidos húmedos, resuelto a evitar todo participio en la operación; pero por fortuna mía y de la navaja de Mr. Catherwood, el Dr. Cabot no juzgó conveniente verificar la amputación. Diez días hacía que el accidente había ocurrido, y la herida parecía hallarse en buen estado. El Dr. Cabot atribuía la preservación del muchacho al sano y saludable estado de su sangre, resultado de la simple dieta que usan los indios. En este sitio determinamos separarnos, dirigiéndose Mr. Catherwood a Peto, distante de allí día y medio de camino, y permanecer en aquel pueblo, algunos días en descanso, mientras que el Dr. Cabot y yo debíamos emprender una marcha retrógada y tortuosa al pueblo de Maní. Hablábamos de nuestro proyecto, cuando uno de los circunstantes, don Joaquín Sáenz, caballero del pueblo, nos habló de las ruinas de su hacienda, Sacakal, distante ocho leguas por un camino de milpa, y nos dijo que, si podíamos esperarlo un día nos acompañaría a visitarlas; pero, como no nos era posible esperar, dionos una carta para el mayordomo. A la mañana siguiente muy temprano el Dr. Cabot y yo nos pusimos en marcha, acompañados de Albino y un indio que llevaba una petaquilla y las hamacas. Tomamos un camino junto al arroyo y por espacio de algún tiempo seguimos una especie de foso profundo, formado por la gran masa de aguas que corre por él en la estación de las lluvias. Llegamos a las nueve y media a una gran aguada, cuyas orillas se hallaban tan azolvadas que me fue imposible bajar para beber agua. A una legua más, llegamos a otra, rodeada de una hermosa arboleda que le hacía sombra, y en cuya superficie nadaban algunos patos silvestres. En nuestro camino el Dr. Cabot mató un pájaro raro, uno de los más hermosos de aquel país, y que adornaba con el brillo de su plumaje un magnífico árbol. Una hora harto penosa perdimos caminando extraviados en las varias veredas que partían de la aguada. Hacía un calor vehemente, el país estaba desolado y abrasados de sed nos encontramos con unos indios, que bajo la sombra de una gran ceiba estaban comiendo tortillas y chile. Dirigímonos a ellos con la esperanza de que nos proporcionarían agua; pero no la tenían, o más bien la escondieron al acercarnos, según supuso Albino. A la una de la tarde llegamos a otra aguada; pero estaba el fondo tan lodoso, que era imposible obtener agua sin enlodar a los caballos completamente y exponernos a lo mismo, de manera que nos vimos obligados a apartarnos de allí sin haber podido satisfacer la abrasadora sed que nos devoraba. A poca distancia más torcimos a la izquierda, y extraordinariamente fatigados con el calor y la aspereza del camino, a pesar de no haber andado más que ocho leguas, llegamos a la hacienda Sacakal. A la caída de la tarde, escoltado del mayordomo y de un vaquero que debía enseñar el camino, me dirigí a las ruinas. A la distancia de media milla, camino de Tekax, nos internamos en el bosque de la izquierda y muy luego nos hallamos al pie de una terraza de piedra, a cuya cima nos guió el vaquero a caballo, siguiéndole nosotros. En esta terraza existía un agujero circular semejante a los que habíamos visto en Uxmal y otros puntos, pero mucho más grande. Fijando intensamente los ojos en el interior hasta acostumbrarlos a la oscuridad, noté un amplio salón con tres aberturas en la pared que, a decir del mayordomo, eran puertas que conducían a varios pasadizos subterráneos de una extensión desconocida. Por medio de una horqueta descendí hasta el fondo, y me encontré con una cámara oblonga. Lo que el mayordomo llamaba puertas, no eran otra cosa que ciertas hendeduras de dos pies de profundidad solamente. Tocando con el pie a una de ellas, le dije que allí estaba el fin del pasadizo, y él me replicó que era porque estaba tapado, y persistió en asegurarme que era de una extensión inmensa. Era difícil averiguar qué objeto habían tenido aquellas hendeduras artificiales, que daban a aquellos subterráneos cierto carácter misterioso, y echaban abajo la ideas de que pudiesen haber servido de pozos o cisternas. Algo más allá, en una terraza más alta y entre varios montones de escombros, descollaban dos edificios, uno de los cuales se hallaba en buen estado de preservación, y con todo el exterior decorado de columnas fijas en las paredes, algo diferentes y más caprichosas que las que habíamos visto en las fachadas de otros edificios. El interior sólo consistía de una pieza de quince pies de largo y nueve de ancho: el techo era elevado, y la clave del arco era una sola piedra adornada de pinturas, semejante a la que habíamos visto por primera vez en Kiuic. Este edificio estaba situado en frente de otro mucho más arruinado y cubierto de maleza, que se conocía haber sido un importante y magnífico edificio. Su plan era complicado; una parte del exterior era semicircular y formada de una masa sólida. En la pared posterior existía un nicho, en donde seguramente hubo cosas nuevas y curiosas; y había además otros varios cerros de ruinas, cuya forma y carácter no era posible distinguir. Además de que mi visita era solamente de paso, pocas consideraciones había que me estimulasen a permanecer por más tiempo. Decíase que las garrapatas iban a terminar en breve; pero lo cierto es que continuaba la plaga de ellas con la estación lluviosa y realmente esto las aumentaba y multiplicaba. Descubrilas al momento de desmontar y desde luego hice por quitármelas de encima cuanto antes; pero, deseando echar una ojeada al edificio inmediatamente y evitar que me cogiese la noche, dile una vuelta en rededor apartando ramas y malezas, con lo cual me encontré cuajado de aquellos malvados insectos y volví de prisa al camino. En el tránsito me encontré, sin haber acatado en ello, con el rastro de una procesión de enormes hormigas negras. Estas procesiones merecen contarse entre los extraordinarios espectáculos que se encuentran en aquel país, porque es muy frecuente verlas ennegreciendo el terreno por más de una hora. El insecto tiene un aguijón semejante al de las avispas, como tuve ocasión de saberlo y experimentarlo en esta vez. Cuando hube de alcanzar el camino, me hallaba materialmente entorpecido del dolor de las mordeduras del animal, y a fe mía que al tiempo de montar de nuevo a caballo experimentaba un vivo sentimiento que me decía que por nada de este mundo viviría yo en el país en que tales hormigas existen. La hacienda se hallaba en una preciosa situación: en frente corría una línea de colinas; el sol estaba poniéndose y aquélla era la hora más propia para una correría campestre; pero el propietario de todos estos terrenos no podía apartarse una línea de los senderos trillados, sin atraerse encima esta malignísima plaga. Al volver a casa, el mayordomo tuvo la bondad de proveerme de agua caliente para tomar un baño, con el cual logré refrescar la fiebre de mi sangre. Por la noche, y ésta era la primera vez que nos sucedía en el país, dormimos en una pieza en cuya testera estaban las hamacas de las mujeres; pero esto no era tan malo como las hormigas o las garrapatas.
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CAPÍTULO XIII De la distribución que hacían los Ingas de sus vasallos Especificando más lo que está dicho, es de saber que la distribución que hacían los Ingas de sus vasallos, era tan particular, que con facilidad los podían gobernar a todos, siendo un reino de mil leguas de distrito. Porque en conquistando cada provincia, luego reducían los indios, a pueblos y comunidad, y contábanlos por parcialidades, y a cada diez indios ponían uno que tuviese cuenta con ellos, y a cada ciento otro, y a cada mil otro, y a cada diez mil otro, a éste llamaban huno, que era cargo principal. Y sobre todos éstos, en cada provincia, un gobernador del linaje de los Ingas, al cual obedecían todos y daba cuenta cada un año de todo lo sucedido por menudo; es a saber: de los que habían nacido, de los que habían muerto, de los ganados, de las sementeras. Estos gobernadores salían cada año del Cuzco, que era la corte, y volvían para la gran fiesta del rayme, y entonces traían todo el tributo del reino, a la corte, y no podían entrar de otra suerte. Todo el reino estaba dividido en cuatro partes, que llamaban tahuantinsuyo, que eran Chinchasuyo, Collasuyo, Andesuyo, Condesuyo, conforme a cuatro caminos que salen del Cuzco, donde era la corte y se juntaban en juntas generales. Estos caminos y provincias que les corresponden, están a las cuatro esquinas del mundo, Collasuyo al Sur, Chinchasuyo al Norte, Condesuyo al Poniente, Andesuyo al Levante. En todos sus pueblos usaban dos parcialidades, que eran de Hanansaya y Urinsaya, que es como decir, los de arriba y los de abajo. Cuando se mandaba hacer algo o traer al Inga, ya estaba declarado cuánta parte de aquello cabía a cada provincia, y pueblo y parcialidad, lo cual no era por partes iguales, sino por cuotas, conforme a la cualidad y posibilidad de la tierra. De suerte que ya se sabía para cumplir cien mil hanegas de maíz, verbi gratia, ya se sabía que a tal provincia le cabía la décima parte, y a tal la séptima, y a tal la quinta, etc.; y lo mismo entre los pueblos y parcialidades, y ayllos o linajes. Para la razón y cuenta del todo, había los quipo camayos, que eran los oficiales contadores, que con sus hilos y ñudos, sin faltar decían lo que se había dado, hasta una gallina y una carga de leña, y por los registros de éstos, en un momento se contaba entre los indios, lo que a cada uno le cabía.
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Capítulo XIII Que trata de cómo habiendo enviado el general Pedro de Valdivia a su maese de campo a buscar bastimento le dio aviso Hecha la diligencia arriba dicha, mandó el general Pedro de Valdivia a su maestre de campo Pero Gómez que saliese a correr el valle arriba con cuarenta hombres de a caballo y de pie, y que buscase todo el bastimento que pudiese y tomase plática de la tierra. Habiendo caminado ocho leguas el maestre de campo con la gente el valle arriba, halló mucha gente de guerra. Y visto el sitio que tenía, avisó al general, diciéndole como estaba en un paso muy fuerte, tierra muy agria, una guarnición de indios en que había mucha cantidad de flecheros, y como habiendo visto a los cristianos se habían puesto en defenderles el paso, y que no les acometerían hasta saber su voluntad. Recebido el aviso, salió el general dejando en el real el recaudo que convenía, y fue donde su maestre de campo estaba con treinta de a caballo. Viendo los indios el socorro que a los cristianos les fue y sabiendo que allí iba el general, fueles forzado desamparar el fuerte e irse, antes que perder allí las vidas. Visto y sabido esto por el general, mandó a la gente de a pie y a los yanaconas que hablasen alto en lengua del Cuzco, de suerte que oyesen los indios la voz y los hiciesen parar, que no fuesen huyendo, que les quería hablar, que no temiesen y que qué era la causa por que huían de los cristianos, pues ya los habían visto y los conocían. Luego el capitán de los indios, cuando oyó la voz y entendió la lengua del Cuzco, puesto que es de la suya muy diferente, porque en toda la tierra y provincias de Indias cada veinte y treinta leguas difieren los lenguajes unos de otros, entendióla porque habían tratado con indios del Cuzco, porque tenían a las diez y ocho leguas del valle de Copiapó un pueblo, como habemos dicho, de indios del Cuzco, y como con ellos trataban, entendía la lengua este capitán y otros muchos. Luego mandó parar toda la gente de guerra que iba huyendo por las sierras y volvió con ella, y púsose sobre una sierra alta y muy fuerte, a los cristianos cercana, que los caballos no podían subir, junto al camino real y en parte que podía estar bien seguro. Y allí esperó la plática del general, la cual le fue dicha por un intérprete o lengua que entendía la lengua y lenguajes de Copiapó y de toda la tierra. La primera cosa que le mandó el general Pedro de Valdivia al capitán indio fue que cómo se llamaba, y qué tanta gente era la de que él era capitán o señor. Respondióle el indio que él era capitán general de los señores Aldequin y Gualenica, y que a él le llamaban Ulpar. Y preguntó que para qué le llamaban y qué quería. El general Valdivia le dijo que enviase a llamar aquellos dos señores, que él los quería ver y hablar. Él respondió que le dijese que qué los quería, que él se lo diría. El general Pedro de Valdivia dijo que les quería decir cómo Su Majestad le había enviado a poblar aquella tierra, y a traerlos a ellos y a su gente al conocimiento de la verdad, y que venía a aquel efecto con aquellos caballeros que consigo traía, y a decirles y a darles a entender cómo habían de servir a Dios, y habían de venir al conocimiento de nuestra Santa Fe católica y devoción de Su Majestad, como lo habían hecho y hacían todos los indios del Perú. E que entendiesen que si salían de paz y les servían, y les daban provisión de la que tenían, que haciendo esto los tendría por amigos y por hermanos, y que no les harían daño ninguno en su tierra, ni en sus indios y mujeres e hijos, ni en sus haciendas, ni los llevarían contra su voluntad; y que si se ponían en arma y le defendían el camino y el bastimento, que los matarían y robarían la tierra. Respondió el capitán indio, oída la plática, como hombre de mucha razón, según demostró, que aquello que le decían tenía él por cautela, porque estaba escarmentado de lo que había visto hacer a don Diego de Almagro y a su gente, porque les había llevado mucha gente en cadenas, y que en el despoblado habían visto los cuerpos de los indios muertos que allí habían perecido, creyendo que "Tú y tus hermanos que contigo vienen son ansí como los otros que se habían ido con Diego de Almagro, porque os parecéis en los rostros y en la disposición. Y antes moriremos que conceder en lo que pedís". Y que bien lo conocía en ver que no estaban en su tierra de asiento, ni los tenían poblados, sino en las sierras y ásperas montañas. A esto respondió el general Pedro de Valdivia que supiesen que Su Majestad y rey de España, cuyo vasallo él era y cuantos allí estaban, ansí cristianos como indios, que no le enviaba a aquello que don Diego de Almagro les había hecho, sino a poblar un pueblo y a tenellos por hermanos, para que fuesen cristianos como ellos lo eran. Y les prometió que si de paz viniesen que él ni ninguno de aquellos cristianos no les tocarían, ni harían más de lo que allí le prometía y se cumpliría enteramente, que no tuviese miedo porque les cumpliría la palabra que les daba y promesa que le hacía. Demandóle el capitán indio qué seguridad tendrían los señores y él de aquello que les decía y prometía. El general Valdivia le dio en señal un sombrero que en la cabeza tenía con una medalla de oro con una pluma. Y esto le envió en señal de paz, que era mucho para un indio, el cual lo recibió, y tomándolo en las manos lo besó y lo puso en su cabeza, y lo dio a un indio que traía sus armas para que se lo guardase. Y vuelto a la gente de guerra que consigo tenía, les hizo un parlamento. Hecho el parlamento e informándose de algunos indios, volvió al general Pedro de Valdivia, y le dijo: "Apo", a alta voz, que quiere decir en lengua del Cuzco señor, "yo entiendo que eres bueno y de esto soy informado porque lo he oído decir a indios que contigo han venido con cargas de Atacama, cómo los trataste muy bien a todos por donde has pasado. Por esto creo cumplirás lo que has prometido. Por tanto digo yo de parte del señor Aldequin, cuya es esta tierra donde tú tienes tu gente, que doy la paz y que él te vendrá a servir con todos sus indios dentro de cuatro días". Oído esto, le hizo venir el general Pedro de Valdivia a comer consigo, y el capitán Ulpar hizo venir otro capitán consigo, los cuales ambos bajaron y comieron con él aquel día.
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CAPÍTULO XIII De la extraña fiereza de ánimo de los tulas, y de los trances de armas que con ellos tuvieron los españoles El general, porque era ya tarde, mandó tocar a recoger y, dejando muchos indios muertos y llevando algunos de los suyos mal heridos, se volvió al real, nada contento de la jornada de aquel día, antes fue escandalizado de la obstinación y temeridad con que aquellos indios pelearon y que las indias tuviesen el mismo ánimo y fiereza. El día siguiente entró el general con su ejército en el pueblo y, hallándolo desamparado, se alojó en él. Aquella tarde salieron cuadrillas de caballos a correr por todas partes el campo a ver si había juntas de enemigos. Toparon algunos que servían de atalayas y los prendieron, mas no fue posible llevar alguno de ellos vivo al real para tomar lengua de él, porque, maniatándolos para llevarlos, luego se echaban en el suelo y decían "o me mata o me deja", y no respondían palabra a cuantas preguntas les hacían y, si querían arrastrarlos porque se levantasen, se dejaban arrastrar, por lo cual fue forzoso a los castellanos matarlos todos. En el pueblo (porque demos relación de sus particularidades) hallaron los nuestros muchos cueros de vaca, sobados y aderezados con su pelo, que servían de mantas en las camas. Otros muchos cueros hallaron crudos por adobar. También hallaron carne de vaca, mas no hallaron vacas por los campos, ni pudieron saber de dónde hubiesen traído los cueros. Los indios de esta provincia Tula son diferentes de todos los demás indios que hasta ella nuestros españoles hallaron, porque de los demás hemos dicho que son hermosos y gentiles hombres; éstos son, así hombres como mujeres, feos de rostro y, aunque son bien dispuestos, se afean con invenciones que hacen en sus personas. Tienen las cabezas increíblemente largas y ahusadas para arriba, que las ponen así con artificio, atándoselas desde el punto que nacen las criaturas hasta que son de nueve o diez años. Lábranse las caras con puntas de pedernal, particularmente los bezos por de dentro y de fuera, y los ponen con tinta negros, con que se hacen feísimos y abominables. Y al mal aspecto del rostro corresponde la mala condición del ánimo, como adelante más en particular veremos. La cuarta noche que los españoles estuvieron en el pueblo de Tula vinieron los indios en gran número al cuarto del alba, y llegaron con tanto silencio que, cuando las centinelas los sintieron, ya andaban revueltos con ellas. Acometieron el real por tres partes y, aunque los españoles no dormían, los indios que dieron en el cuartel de los ballesteros llegaron tan arrebatadamente y con tanta ferocidad, ímpetu y presteza que no les dieron lugar a que pudiesen armar sus ballestas ni hiciesen otra alguna resistencia más que huir con ellas en las manos hacia el cuartel de Juan de Guzmán, que era el más cercano al de los ballesteros. Los indios saquearon eso poco que nuestros tiradores tenían, y con los soldados de Juan de Guzmán que salieron a resistirles, pelearon desesperadamente con el nuevo coraje que recibieron de que, según al parecer de ellos, les hubiesen quitado la victoria de las manos. En las otras dos partes por donde los enemigos acometieron no andaba menos fiera la pelea, porque en todas ellas había muertos y heridos y gran vocería y mucha confusión por la oscuridad de la noche que no les dejaba ver si herían a amigos o a enemigos. Por lo cual se avisaron los españoles unos a otros que todos anduviesen apellidando el nombre de Nuestra Señora y del Apóstol Santiago, para que por ellos se conociesen los cristianos y no se hiriesen ellos mismos. Los indios hicieron lo mismo, que todos traían en la boca el nombre de su provincia Tula. Muchos de ellos, en lugar de arcos y flechas, con que siempre solían pelear, trajeron aquella noche bastones de trozos de picas, de dos y tres varas en largo, cosa nueva para los españoles, y la causa fue que el indio que tres días antes quebró los dientes al capitán Juan Páez dio cuenta a los suyos de la buena suerte que con su bastón había hecho. Los cuales, pareciéndoles que en el género del arma estaba la buena ventura y no en la destreza del que usó bien de ella (porque los indios generalmente son grandes agoreros), trajeron aquella noche muchos bastones y con ellos dieron hermosísimos golpes a muchos soldados, particularmente a un Juan de Baeza, que era de los alabarderos de la guardia del general, el cual aquella noche había acertado a hallarse con espada y rodela. Tomándole dos indios en medio con sus bastones, el uno de ellos al primer golpe le hizo pedazos la rodela y el otro le dio otro golpe sobre los hombros, tan recio, que lo tendió a sus pies, y lo acabaran de matar si los suyos no le socorrieran. De esta manera sucedieron otras muchas suertes muy graciosas, que, por ser lances de palos, las reían después los soldados refiriéndolas unos con otros, y valioles mucho que fuesen bastonazos y no flechazos, que hacían más mal. La gente de a caballo, que era la fuerza de los españoles y la que más temían los indios, rompieron los escuadrones de ellos y los desbarataron de la orden que traían, mas no por eso dejaban de pelear con gran ánimo y deseo de matar los castellanos o de morir en la demanda. Y así pelearon más de una hora con mucha obstinación, y no bastaba que los caballeros entrasen y saliesen muchas veces por ellos ni que matasen gran número de ellos (que por ser la tierra llana y limpia los alanceaban a toda su voluntad) para que dejasen de pelear y se fuesen, hasta que vieron el día. Entonces acordaron retirarse tomando por guarida y defensa contra los caballos el monte de uno de los arroyos que pasaban a los lados del pueblo. Los españoles holgaron no poco de que los indios se retirasen y dejasen de pelear, porque los vieron combatir desesperadamente con grandes ansias de matar a los cristianos, que, como si fueran insensibles, se entraban por las armas de ellos a trueque de los matar o herir. La batalla se acabó al salir del sol y los españoles, sin seguir el alcance, se recogieron al pueblo a curar los heridos, que fueron muchos, y no mas de cuatro muertos.
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Del gobierno de Techotlalatzin Entró en la sucesión del imperio Techotlalatzin, aunque el menor de los hijos de Quinatzin, por sus virtudes y haber estado siempre sujeto a la voluntad y gusto de su padre y por haber sido la ama que lo crió señora de la nación tulteca, natural de la ciudad que en aquel tiempo era de Culhuacan, llamada Papaloxóchitl, fue el primero que uso hablar la lengua nahuatl que ahora se llama mexicana, porque sus pasados nunca la usaron y así mandó que todos los de la nación chichimeca la hablasen, en especial todos los que tuviesen oficios y cargos de república, por cuanto en sí observaba todos los nombres de los lugares y el buen régimen de las repúblicas, como era el uso de las pinturas y otras cosas de policía; lo cual les fue fácil, porque ya en esta sazón estaban muy interpolados con los de la nación tulteca. En las faldas del cerro Huexachtécatl se habían poblado cuatro barrios de la nación tulteca (que se tenían por más religiosos de sus ritos y ceremonias), en donde tenían puestos unos templos y simulacros de sus ídolos y falsos dioses; sobre a cuál se daría la mayoría de sus dioses tuvieron muy grandes debates y contiendas, por cuya causa Cóxcox, rey que a la sazón era de los culhuas, los echó de allí y desparramándose a diversas partes, los más principales de ellos fueron a parar a la ciudad de Tetzcuco y pidieron a Techotlalatzin les diese tierras en donde poblar, el cual les mandó poblar en la ciudad de Tetzcuco, por ser gente política y conveniente a sus propósitos para el buen régimen de sus repúblicas y así se poblaron dentro de ella en cuatro barrios, por ser otras tantas las familias de estos tultecas o según en este tiempo se llamaban, culhuas; un barrio poblaron los de la familia de los mexitin, cuyo caudillo se llamaba Ayocuan; el segundo barrio dio a los colhuaques que tenían por caudillo a Náuhyotl; el tercero a los huitzinahuaques, cuyo caudillo se llamaba Tlacomihua y el cuarto a los panecas que su caudillo se decía Achitómetl. Asimismo despachó a otros que poblasen a otras ciudades y pueblos. Esta población de estos cuatro barrios acaeció en el año de 1301. Era esta gente toda muy política y trajeron muchos ídolos a quienes adoraban, entre los cuales fue Huitzilopochtli y Tláloc. Era tan grande el amor que Techotlalatzin tenía a la nación tulteca, que no tan solamente les consintió vivir y poblar entre los chichimecas, sino que también les dio facultad para hacer sacrificios públicos a sus ídolos y dedicar los templos, lo que no había consentido ni admitido su padre Quinatzin; y así desde su tiempo comenzaron a prevalecer los tultecas en sus ritos y ceremonias. Este emperador casó con Tozquentzin, hija de Acolmitztli señor de Coatlichan, en la cual tuvo cinco hijos: fue el primero el príncipe Ixtlilxóchitl, primero de este nombre; la segunda se llamó Chochxochitzin; el tercero Tenancacaltzin; el cuarto Acatlotzin; el quinto Tenannahuacatzin. Al príncipe Ixtlilxóchitl que nació en el bosque y recreación de Tzinacanoztoc, le dio por ama que lo criase, una señora llamada Zacaquimiltzin, natural de la provincia de Tepepolco y para crianza del príncipe le señaló los pueblos siguientes: Tepetlaóztoc, Teotihuacan, Tezoyocan, Tepechpan, Chiuhnauhtlan, Cuextecatlichocayan, Tepepolco, Tlalaxapan, Tizayocan, Ahuatépec, Axapochco y Quauhtlatzinco. En esta sazón murió Aculhua, rey de Azcaputzalco (y le sucedió su hijo llamado Tezozómoc), después de haber reinado muchos años; porque según por la historia parece, estos señores chichimecas y aculhuas vivían doscientos y cincuenta y trescientos años, lo cual vino a faltar en sus descendientes, después que se dieron a los regalos de las comidas y a los deleites y comunicación con muchas mujeres; porque antes, como atrás queda referido, no tenían más de una sola mujer y ésta estando preñada y después parida, hasta que eran sus hijos grandes, no tenían comunicación con ella.
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De la Institución Teuhyotl Al nacido de progenitores preclaros convenía iniciarlo al título de Teuhyotl, título eximio y segundo tan sólo al real, porque de otra manera no era permitido llegar a recibir esta dignidad. Algunos días antes de que alguien fuese honrado con esa insignia, se llamaba a sus parientes, a todos sus amigos, a otros sus vecinos y a los señores colindantes para que estuvieren presentes en tan gran celebridad. Ya reunidos en la ciudad, se elegía un día presidido por signo propicio y benévolo. El aspirante era conducido, acompañado de una magna turba de ciudadanos, al templo de Hoitzilopochtli (sic) que era el mayor de todos. Él, apoyado en varones próceres, subía al altar por las gradas. Todos doblaban la rodilla delante de la imagen de ese dios. El recipiendario suplicante persistía en la intención solícita de su ánimo. Adelantábase el sumo sacerdote rodeado de gran copia de ministros y con un hueso de tigre puntiagudo o con uñas de águila, perforaba el cutis de las narices hasta los cartílagos, abriendo pequeñas heridas en las cuales fijaba piedras iztlinas. Después lo denostaba con la semblanza de muchas injurias y le quitaban toda la ropa, excepto aquella que le cubría las vergüenzas. Partía desnudo, y retirado en alguna aula del templo, sentado en el suelo oraba velando. Entretanto los huéspedes que estaban presentes a la fiesta, banqueteaban alegres y álacres y después sin saludar al otro, se marchaban. Cuando se acercaba la noche, algunos de los sacerdotes llevaban al candidato mantas de tejido grosero y vil con que se vistiera; dos escaños y un cobertor tejido de gladiolo y de tule para que se sentara y se acostara; pigmento para teñir el cuerpo de negro; espinas de maguey con que se pinchara las orejas, los brazos y las piernas a conciencia y por fin un vaso con fuego y el incienso patrio llamado tecopalli, para que hiciere las ceremonias sagradas en honor de los dioses; después se retiraban. Quedábase solo o acompañado únicamente por dos o tres militares veteranos y valientes quienes lo despertaban si se dormía y le enseñaban lo que convenía hacer. Se le mandaba abstenerse del sueño cuatro días íntegros con otras tantas noches, y si le acontecía dormitar aunque fuera un poquito lo despertaban pinchándolo con aguijones. Y en todas y cada una de las noches, ya avanzadas, presentaba perfume ¿incienso? a las imágenes de los dioses y ofrecía y consagraba gotitas de sangre sacadas de algunas partes del cuerpo. Iba una sola vez con diligencia alrededor del patio del templo, cavaba cuatro fosas en la tierra y enterraba en cada una papiros, copal y cañas teñidas con sangre de las orejas, de la lengua, de las manos y de los pies. Concluido esto comía tan sólo (hasta ahora no había probado nada) cuatro bollos preparados con maíz, de los que llaman tamales, y bebía hasta la última gota un jarro de agua fría, lo que imitaban algunos próceres. Pasados los cuatro días antedichos, pedía al sumo sacerdote que se le permitiera visitar otros templos y lo obtenía, pero no mucho después volvía a ser conducido al teuhcalli mayor, si regía signo benigno; al mismo tiempo volvían todos los que lo habían llevado. Estos, a la madrugada lo bañaban y lo secaban; al mismo tiempo ordenaban que los instrumentos resonaran con dulcísima música, para cantar las alabanzas del candidato, con lo cual muchos bailaban con suma rapidez. Llevado al altar, le arrancaban aquellos paños viles con los que había estado cubierto hasta aquel momento y le ligaban los cabellos a la nuca con una tira de cuero escarlata de la cual pendían algunas plumas y después lo vestían con un manto de gran precio, y aun le ponían otro también que conviniera a esa dignidad y la indicara. Se le mandaba tener el arco con la mano izquierda y con la diestra las flechas, y el sacerdote lo exhortaba a que siempre tuviera presente la orden que había recibido y que al modo que había sido adornado con ese nombre, se separara y distinguiera de la plebe, y que después de la prudencia, liberalidad, temperancia y fortaleza y demás virtudes y obras egregias se esforzara en sobresalir de entre los hombres de la vil turba y superarlos; lo exhortaba también a que defendiera su religión y se mostrara guardián y adorno de su patria, protegiera a los sometidos y debelara a los enemigos; a que se mostrara diligente en todas las cosas, no perezoso e indolente y que además imitara al águila y al tigre cuando reflexionase que había sido perforada con uñas y huesos de esos animales su nariz, que es la parte más prominente e insigne de la cara y donde reside el pudor del hombre. Imponíale después un nombre nuevo y pidiendo para él mente sana y vida feliz lo despachaba. Los huéspedes convidados a esta celebridad ya entonces comían la cena preparada enmedio del patio, y algunos ciudadanos entretanto pulsaban huesos, tímpanos, tibias, trompetas y otros instrumentos propios de los conciertos musicales, y ejercitaban los bailes y danzas que se llamaban nitotiliztli, ejecutadas por todos al mismo tiempo que los cantos y con movimientos armoniosos y correspondientes entre sí en admirable relación. La cena era alegre, magnífica y abundante en toda clase de bebida y de manjares. Y no faltaban aves de corral indias (cohortales), varias especies de perdices y a las cuales llaman codornices, conejos, liebres, ciervos, jabalíes de la tierra y muchos géneros de ánades y de otras aves, y además serpientes, víboras, peces diversos y muchísimas manzanas y legumbres. ¿Qué diré de las coronas tejidas de aspecto y olor deliciosos, del acayetl y vinos de la tierra, con los cuales en aquella ocasión era permitido emborracharse? Los convidados y los sacerdotes del templo eran obsequiados con plumas, penachos, mantas, sandalias, con ornamentos para las orejas y para los labios, de oro fundido, de gemas y de otras muchísimas clases. Introducíanse en los agujeros de las narices hechos por el sumo sacerdote pepitas de oro, perlas, cianeas, esmeraldas y otras no inferiores en precio, con las cuales el que había alcanzado aquella dignidad, se distinguiera de los demás. Se le ligaban también los cabellos al vértice en tiempo de guerra. Era el primero en dar su opinión en casa, en los cargos públicos, en la guerra y en la paz. Y siempre había preparado para él en todas partes un escaño en el que en el momento de sentirse cansado de estar de pie pudiera sentarse.
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CAPÍTULO XIII De la batalla que dieron los mexicanos a los tepanecas,y de la gran victoria que alcanzaron Sabido el desafío por el vulgo de México, con la acostumbrada cobardía acudieron al rey, pidiéndole licencia que ellos se querían salir de su ciudad, porque tenían por cierta su perdición. El rey los consoló y animó, prometiéndoles que les daría libertad, vencidos sus enemigos, y que no dudasen de tenerse por vencedores. El pueblo replicó "¿Y si fuéredes vencidos, qué haremos?" "Si fuéremos vencidos, respondió él, desde agora nos obligamos de ponernos en vuestras manos, para que nos matéis y comáis nuestras carnes en tiestos sucios, y os venguéis de nosotros." "Pues así será, dijeron ellos, si perdéis la victoria; y si la alcanzáis, desde aquí nos ofrecemos a ser vuestros tributarios y labraros vuestras casas, y haceros vuestras sementeras y llevaros vuestras armas y vuestras cargas, cuando fuéredes a la guerra para siempre jamás, nosotros y nuestros descendientes." Hechos estos conciertos entre los plebeyos y los nobles (los cuales cumplieron después de grado o por fuerza tan por entero, como lo prometieron), el rey nombró por su capitán general a Tlacaellel, y puesto en roden todo su campo por sus escuadras, dando el cargo de capitanes a los más valerosos de sus parientes y amigos. Hízoles una muy avisada y ardiente plática, con que les añadió al coraje que ellos ya se tenían, que no era pequeño, y mandó que estuviesen todos al orden del general que había nombrado, el cual hizo dos partes su gente, y a los más valerosos y osados mandó que en su compañía arremetiesen los primeros y todo el resto se estuviese quedo con el rey Izcoatl, hasta que viesen a los primeros romper por sus enemigos. Marchando pues en orden, fueron descubiertos de los de Azcapuzalco, y luego ellos salieron con furia, de su ciudad, llevando gran riqueza de oro, y plata y plumería galana, y armas de mucho valor, como los que tenían el imperio de toda aquella tierra. Hizo Izcoatl señal con un atambor pequeño que llevaba en las espaldas, y luego alzando gran grita y apellidando "México, México", dieron en los tepanecas, y aunque eran en número sin comparación superiores, los rompieron e hicieron retirar a su ciudad; y acudiendo los que habían quedado atrás y dando voces: "Tlacaellel, victoria, victoria", todos de golpe se entraron por la ciudad, donde por mandado del rey no perdonaron a hombre, ni a viejos ni mujeres ni niños, que todo lo metieron a cuchillo, y robaron y saquearon la ciudad, que era riquísima. Y no contentos con esto, salieron en seguimiento de los que habían huido, y acogido a la aspereza de las sierras, que están allí vecinas, dando en ellos y haciendo cruel matanza. Los tepanecas, desde un monte, do se habían retirado, arrojaron las armas y pidieron las vidas, ofreciéndose a servir a los mexicanos y dalles tierras, y sementeras y piedra y cal y madera, y tenellos siempre por señores; con lo cual Tlacaellel mandó retirar su gente y cesar de la batalla, otorgándoles las vidas debajo de las condiciones puestas, haciéndoselas jurar solemnemente. Con tanto, se volvieron a Azcapuzalco, y con sus despojos muy ricos y victoriosos, a la ciudad de México. Otro día mandó el rey juntar los principales y el pueblo, y repitiéndoles el concierto que habían hecho los plebeyos, preguntoles si eran contentos de pasar por él. Los plebeyos dijeron que ellos lo habían prometido, y los nobles muy bien merecido, y que así eran contentos de servilles perpetuamente, y de esto hicieron juramento, el cual inviolablemente se ha guardado. Hecho esto, Izcoatl volvió a Azcapuzalco, y con consejo de los suyos, repartió todas las tierras de los vencidos, y sus haciendas, entre los vencedores. La principal parte cupo al rey; luego a Tlacaellel; después a los demás nobles, según se habían señalado en la guerra; a algunos plebeyos también dieron tierras, porque se habían habido como valientes; a los demás dieron de mano, y echáronles por allí como a gente cobarde. Señalaron también tierras de común para los barrios de México, a cada uno las suyas, para que con ellas acudiesen al culto y sacrificio de sus dioses. Este fue el orden que siempre guardaron de allí adelante en el repartir las tierras y despojos de los que vencían y sujetaban. Con esto los de Azcapuzalco quedaron tan pobres, que ni aun sementera para sí tuvieron, y lo más recio fue quitalles su rey, y el poder tener otro, sino sólo al rey de México.