CAPÍTULO XI Termina nuestro viaje en esta dirección. --Lago del Petén. --Probable existencia de ruinas en medio de las selvas. --Islas en el lago del Petén. --Petén grande. --Misión de dos religiosos. --Gran ídolo en forma de caballo. --Destrózanlo los religiosos, y en consecuencia se ven obligados a abandonar la isla. --Segunda misión de los religiosos. --Los indios los expulsan. --Expedición de don Martín de Urzúa y Arizmendi. --Llegada a la isla. --Es atacado por los indios. --Derrota de éstos. --Don Martín toma posesión del Petén Itzá. --Templos e ídolos de los indios. --Destrucción que hacen de ellos los españoles. --Fuga de los indios al interior de las selvas. --Preparativos. --Enfermedad de Mr. Catherwood. --Efectos del juego. --De la iglesia a la mesa de juegos. --Manera con que vive el pueblo en Iturbide. --Partida. --Rancho Nohyaxché Nuestro viaje en aquella dirección había tocado ya a su término. Estábamos en la frontera de la parte habitada de Yucatán y a pocas leguas del último pueblo. Más allá, sólo existen espesas selvas, que se extienden hasta el lago del Petén y a aquella región de los lacandones, o indios idólatras, en donde, según he indicado en mis publicaciones anteriores, existe aquella misteriosa ciudad, que jamás ha sido visitada por el hombre blanco, sino que se halla ocupada por los indios precisamente en el mismo estado que tenía antes del descubrimiento de la América. Durante mi residencia en Yucatán, la mención que yo había hecho de esta ciudad se publicó en uno de los periódicos de Mérida, y entre las personas inteligentes había la creencia universal de que más allá del lago Petén existía una región de indios no convertidos de quienes nada se conocía. Nosotros habíamos estado caminando sobre la huella de las antiguas ciudades arruinadas. Un venerable eclesiástico de Mérida me había regalado un itinerario de un viaje al través de estas selvas hasta el lago del Petén, y yo había concebido algunas esperanzas de seguir, de sitio en sitio, hasta alcanzar un punto que pudiese revelar todos los recónditos misterios, y establecer un eslabón que uniese la cadena de lo pasado y lo presente; pero estas esperanzas iban acompañadas de cierto temor y, tal vez por fortuna, ya desde Iturbide no oímos hablar de nuevas ruinas más allá. Si algo hubiéramos sabido, tal vez nos habría sido imposible avanzar más, y hubiéramos tenido mucha pena en detenernos y retroceder de la marcha emprendida. Estoy sin embargo muy lejos de creer que, porque nada hubiésemos oído de esas ruinas, dejen realmente de existir algunas; no. Por el contrario, es muy probable que numerosos restos de ciudades existan sepultados a muy corta distancia de allí, sin que se supiese enteramente en el pueblo de Iturbide, porque en dicho pueblo no había un solo individuo que hubiese oído hablar jamás de las ruinas de Xlabpak, que acabábamos de visitar, y cuya primera noticia la adquirieron de nosotros. Sin embargo, hasta allí nuestra faz estaba convertida hacia la dirección del lago del Petén. En este lago existen varias islas, una de las cuales se llama Petén Grande, y la voz Petén es una palabra de la lengua maya que significa Isla: antes de retroceder, me ha venido el deseo de detener al lector por un momento en esta isla, que pertenece hoy al gobierno de Guatemala, y se encuentra bajo la jurisdicción eclesiástica del obispo de Yucatán. Antiguamente fue la capital de la provincia de Itzá, que por ciento cincuenta años después de la conquista y subyugación de Yucatán conservó su absoluta y primitiva independencia. En el año de 1608, sesenta y seis años después de la conquista, dos frailes franciscanos se pusieron en marcha con el ánimo de convertir al cristianismo esta provincia, solos, inermes y guiados únicamente por el espíritu de paz. Los estrechos límites de estas páginas no pueden permitirme seguirlos en su dura y peligrosa peregrinación; pero según el relato de uno de ellos, tal cual lo presenta Cogolludo, desembarcaron en la isla a las diez de la noche, allí les dio el régulo o cacique una casa, y al siguiente día comenzaron a predicar a los indios. Éstos, sin embargo, les dijeron que aún no había llegado el tiempo de que se hiciesen cristianos, y aconsejaron a los padres que se fuesen y volviesen en otra mejor oportunidad. A pesar de esta admonición, les llevaron por el pueblo a echar una ojeada por él, y en uno de los templos vieron un gran ídolo en figura de caballo, hecho de cal y canto, echado sobre sus cuartos traseros y como en actitud de incorporarse, representando la imagen del caballo que dejó allí Cortés en su célebre expedición de México a Honduras. En aquella vez los indios habían visto a los españoles disparando sus arcabuces desde los caballos que montaban, y figurándose que el fuego y el estruendo eran producidos por los animales mismos, llamaron a esa imagen Tzimin Chaac, y le adoraron como al dios de los truenos y relámpagos. Al verle los frailes, según refiere el cronista, uno de ellos sintiéndose inspirado del espíritu del Señor y arrebatado de su fervoroso celo, montó sobre la estatua del caballo y la hizo mil pedazos. Inmediatamente se enfurecieron los indios, pretendiendo matar a los religiosos; pero el rey les puso en salvo, obligándoles, sin embargo, a dejar la isla. A principios de octubre de 1619, los mismos dos religiosos se presentaron de nuevo en la isla, a pesar del mal éxito de su primera expedición; pero el pueblo se levantó contra ellos. Uno de los religiosos quiso hacer valer algunas razones; pero tomole de los cabellos un indio, arrancóselos de raíz, esparciéndolos al aire, y torciéndole el pescuezo le arrojó en tierra. Levantáronle casi exánime, y en unión de su compañero y de los indios sometidos que iban en la expedición, sin haber probado bocado se embarcaron en una mala canoa, marchándose de allí otra vez. A pesar de todo su fanatismo y aún de algunas crueldades, hay no sé qué de patético y sublime en la abnegación de los primitivos monjes al tomar con tal celo y empeño la obra de convertir a los naturales. En el año de 1695 don Martín de Urzúa obtuvo el gobierno de Yucatán, y, llevando adelante un proyecto sometido con anterioridad al Rey de España y aprobado por el Consejo de Indias, emprendió la obra colosal de abrir un camino a través del continente desde Campeche a Guatemala. La apertura de este camino condujo necesariamente a la conquista del Petén, cuyos circunstanciados detalles tenemos en un libro escrito por el abogado yucateco don Juan Villa-Gutiérrez, titulado: Historia de la conquista de los Itzaes, reducción y progreso de los Lacandones y otras naciones bárbaras de indios gentiles que se hallan entre Yucatán y Guatemala. Publicose en Madrid en el año de 1701, con la recomendable circunstancia de ser los sucesos referidos recientes apenas de cuatro años. La obra de abrir el camino se comenzó en 1695. Al proseguirla los españoles, encontraron vestigios de muchos edificios antiguos elevados sobre terrazas, abandonados y destruidos y, según las apariencias, de una antigüedad muy remota. Verdad es que bien podrían haber sido abandonados desde mucho tiempo antes de la Conquista; pero, como entonces hacía ya ciento cincuenta años que estaban en el país los españoles, no es muy irracional suponer que el terror que inspiraba su nombre pudo haber hecho abandonar aquellas ciudades adonde hasta allí jamás habían avanzado sus armas. El 21 de enero de 1697, don Martín de Urzúa salió personalmente de Campeche a la cabeza de la expedición, acompañado de un vicario general y asistente, nombrado con anterioridad por el obispo, dirigiéndose hacia el rumbo de la provincia de Itzá. El postrer día de febrero hizo cortar las maderas necesarias, a las orillas del lago del Petén, para construir las embarcaciones que debían conducir sus fuerzas a la isla. Envió por delante una proclama dirigida a los indios, dándoles a saber que ya había llegado el tiempo de que viviesen en paz y armonía con los españoles. "Y si no, añadía la proclama, yo haré entonces lo que el rey me ordena, y que no es necesario expresaros ahora". El 13 de marzo era el día designado para embarcarse. Algunos españoles, conociendo la inmensidad de indios que en la isla había y la dificultad de conquistarla, representaron al general la temeridad de su empresa; pero dice el historiador que Urzúa, arrebatado de su celo, de su fe y de su valor, respondió que no teniendo en cuenta más que el servicio de Dios y del Rey, y el deseo de sacar de las tinieblas del paganismo a aquellos hombres obcecados, él solo, bajo el favor y protección de María Santísima, cuya imagen estaba en el real estandarte, y llevaba impresa en su corazón, era bastante para hacer la conquista por difícil y peligrosa que fuese. Embarcose, pues, con ciento ochenta soldados, dejando ciento veinte en unión de los indios auxiliares con dos piezas de artillería para guarnecer el campamento. El vicario bendijo la embarcación, y, al salir el sol, emprendió su viaje con dirección a la isla, distante de allí dos leguas. A las preces del vicario, los españoles correspondieron gritando "viva la ley de Dios". En la mitad de la travesía encontráronse con una muchedumbre de canoas henchidas de indios; pero sin hacerles caso, prosiguieron los españoles en dirección a la isla, en donde vieron en actitud hostil a un número inmenso de indios; la muchedumbre de éstos coronaba todas las islas circunvecinas, las canoas les seguían en el lago, y les encerraron en una especie de media luna formada en el lago. En el momento en que los españoles se hallaron a tiro, los indios arrojaron sobre ellos por tierra y agua una nube de flechas. El general don Martín de Urzúa exclamó entonces en alta voz: "Silencio: ninguno corresponda, porque Dios está de nuestra parte, y nada hay que temer". Los españoles estaban furiosos, y don Martín exclamó de nuevo: "Ninguno haga fuego, so pena de la vida". Las flechas que venían de la ribera caían cual copiosa lluvia; los españoles apenas podían contenerse, y un soldado herido en el brazo, exacerbado del dolor, disparó su mosquete, siguiole el resto; el general no pudo ya contenerlos, y sin aguardar a que tocasen a la playa, apenas se detuvieron los remeros cuando todos se arrojaron al agua con inclusión de don Martín mismo. Los indios se presentaban en espesos pelotones; pero al horrible estruendo y estrago de las armas de fuego se dispersaron y huyeron sobrecogidos de terror. La embarcación guarnecida de veinte soldados atacó a las canoas, y tanto los que en éstas se hallaban, cuanto los que estaban en tierra, desde el rey hasta el más pequeño, lanzáronse todos al agua, y ya no se veía en el lago más que las numerosas cabezas de los indios, hombres, mujeres y niños, nadando para salvar su vida. Los españoles entraron en el pueblo desierto y abandonado ya, y enarbolaron el real estandarte en el punto más elevado del Petén: dieron gracias a Dios en voz alta por sus misericordias, y don Martín de Urzúa tomó posesión de la isla y territorio de Itzá en nombre del Rey de España. El vicario declaró en forma que dicho territorio pertenecía al obispado de Yucatán, y con estola al cuello y bonete en la cabeza bendijo el lago. Todo esto tuvo lugar el día 13 de marzo de 1697, ciento cincuenta y cinco años después de la fundación de Mérida. Tenemos un relato de las visitas que hicieron los frailes sesenta años después de la conquista de Yucatán, y una historia detallada de la conquista del Petén ciento cincuenta años después; mas ¿qué hallaron en la isla? Los frailes habían dicho que, cuando fueron conducidos a echar una ojeada sobra la ciudad, llegaron a la parte central y más elevada de la isla para ver los kúes y adoratorios de los ídolos de aquellos gentiles, y que allá "existían más de doce de la misma magnitud que las mayores iglesias de indios que hay en la provincia de Yucatán, y que cada uno era capaz de contener más de mil personas". También los soldados españoles, casi cuando aún no habían tenido tiempo de enjugar sus sangrientas espadas, sintiéronse acometidos de un santo horror al contemplar el número de adoratorios, templos y casas de idolatría. Los ídolos eran tan numerosos y de formas tan varias, que les fue imposible enumerarlos ni dar de ellos ninguna descripción; y en las casas privadas de estos bárbaros infieles, aun en los bancos en que se sentaban, había siempre dos o tres ídolos pequeños. Según lo que refiere la historia, había veintiún adoratorios o templos. El principal era el del gran falso sacerdote llamado Kin Can-Ek, primo hermano del rey Can-Ek. Era de forma cuadrangular, con hermosos antepechos y nueve escalones, todo de piedra: cada frente era como de sesenta pies, y muy elevado. También se dice de él que tenía la forma de un castillo, y acaso este nombre hizo en mi ánimo mayor impresión por la particularidad de que en las ciudades arruinadas de Chichén y Tulum, de que oportunamente informaré al lector, hay un edificio que hasta el día de hoy se llama castillo, nombre que le fue dado por los primeros españoles, sin duda por la misma semejanza que indujo al general Urzúa a dar idéntica denominación al adoratorio del Petén. En el último escalón de la entrada había en el suelo un ídolo agachado de forma humana, pero de un continente desagradable. Descríbese además otro gran adoratorio de la misma forma y construcción que el precedente, y de los demás se hace mención únicamente con referencia al número y carácter de los ídolos que contenían; pero es probable que, si hubiese habido en ellos alguna material diferencia de los otros, en la forma o en la construcción, sin duda se hubiera expresado; y por tanto hay motivo para creer que todos se parecían entre sí. Estas descripciones son breves y en términos genéricos; pero en mi opinión bastan para identificar los templos y adoratorios de esa isla con los edificios arruinados que se encuentran dispersos por todo Yucatán; y esta presunción adquiere mayor interés por la importante circunstancia de que poseemos auténticos relatos historiales, acaso más dignos de fe que cuanto se ha dicho respecto de los aborígenes de ese país, acerca del pueblo y de la época en que estos kúes, adoratorios y templos fueron construidos. Según lo que refieren Cogolludo y Villa-Gutiérrez, que establecieron sus conclusiones sobre hechos harto recientes para que pudiesen haber sido inducidos en error, los itzaes fueron originarios de la antigua tierra maya, que hoy se llama Yucatán, y en otros tiempos formaron parte de aquella nación. En la época de la insurrección de los caciques de la tierra maya y destrucción de la ciudad de Mayapán, Cari-Ek, uno de los caciques sublevados, se apoderó de la ciudad de Chichén Itzá. Bien fuese por el anuncio hecho por uno de sus profetas de la venida de los españoles, o bien por la inseguridad de sus posesiones, y esto es acaso lo más probable, lo cierto es que se retiró con todos los suyos de la provincia de Chichén Itzá hasta lo más oculto e impenetrable de las montañas, y tomó posesión del lago del Petén, estableciendo su residencia en la mayor de las islas que hoy tiene ese nombre. Esta emigración, según lo que refiere la historia, tuvo lugar como unos cien años antes del arribo de los españoles. Síguese de allí, por consiguiente, que todos los adoratorios y templos que halló en la isla don Martín de Urzúa debieron de haber sido erigidos dentro de ese tiempo. La conquista se verificó en marzo de 1697, y encontrámonos con el hecho interesante de que hace apenas ciento cincuenta y cinco años, el período de dos vidas a lo más, existía una ciudad ocupada por indios gentiles, precisamente en el mismo estado que antes de la llegada de los españoles, con kúes, adoratorios y templos del mismo carácter general, que el de las grandes estructuras que yacen hoy en ruinas por todo el país. Esta conclusión no puede rechazarse, sino negando enteramente el crédito debido a todos los relatos históricos que existen sobre la materia. ¿Y en dónde están hoy esos kúes, templos y adoratorios? En los dos viajes que hice a Yucatán tuve siempre intención de visitar la isla del Petén, y me causó un profundo pesar el no haber podido realizar mi proyecto; pero, como resultado de las investigaciones que he hecho, principalmente por las noticias que me dio el venerable cura a quien debí el itinerario, y que había residido largo tiempo en la isla, he llegado a creer que no existe en pie ninguno de esos edificios, de los cuales apenas hay uno u otro vestigio que no merece la pena de atraer la curiosidad; pero que puede poseer un inmenso interés anticuario por manifestar la mano de los que fabricaron las primitivas ciudades americanas. Pero aun cuando estos veintiún kúes, adoratorios o templos hubiesen desaparecido enteramente, sin que quedase piedra sobre piedra, esto no perjudica en nada al relato histórico que atestigua su anterior existencia, porque, en la historia del primer día que los españoles ocuparon la isla, tenemos una indicación de lo que ha podido hacer en ciento y cincuenta y cinco años el mismo espíritu destructor y despiadado. El general Urzúa tomó posesión de la isla a las ocho y media de la mañana, y la primera orden que dio inmediatamente después de tributar gracias a Dios por su victoria fue la de que cada capitán y oficial, con una partida de soldados, saliese a recorrer la ciudad en todas direcciones para reconocer los templos y casas de idolatría con prevención de echar abajo y romper todos los ídolos. El general mismo, acompañado del vicario y del asistente real, salió de su lado a hacer otro tanto, y sabemos por incidencia, y únicamente como para formarse una idea de la muchedumbre de ídolos y figuras destruidos por los españoles, el hecho de que, habiendo sido tomada la isla a las ocho y media de la mañana, estuvieron ocupados, casi sin intermisión, destrozando y quemando ídolos y estatuas hasta las cinco y media de la tarde en que el tambor dio la llamada de rancho que, según dice el historiador, era ya muy necesario después de tanto trabajar; y si un día bastó para destruir los ídolos, ciento cuarenta y cinco años, en los cuales se han construido una fortaleza, varias iglesias y otros edificios que hoy existen, me parece que son más que suficientes para la completa destrucción de todos los primitivos edificios y templos idolátricos. He preguntado que en dónde están hoy los adoratorios y templos del Petén, y estoy tentado ahora de proponer otra cuestión. ¿En dónde están los indios cuyas cabezas, en aquel día de carnicería y terror, cubrían las aguas desde la isla hasta la tierra firme? ¿En dónde están aquellos infelices fugitivos, los habitantes de las otras islas, y los demás indios que habitaban el territorio de Itzá? Huyeron ante el terrible español, sumergiéronse más profundamente en las selvas y florestas, y acá en mi espíritu están confusamente en relación con aquella misteriosa ciudad de que ya he hablado. En efecto, yo no tengo dificultad en creer que en la salvaje región que existe más allá del lago del Petén, en donde hasta hoy jamás ha penetrado el hombre blanco, los indios están viviendo de la misma manera que vivían antes del descubrimiento de la América; y entra como parte de esta creencia la de que usan y ocupan todavía templos y adoratorios semejantes a los que hoy se ven arruinados en los bosques y espesuras de Yucatán. Quizás se figurará el lector que he avanzado demasiado, y que ya es tiempo de retroceder. Retrocedamos pues. Las próximas ruinas que teníamos que visitar eran las de Macobá, existentes en el rancho de nuestro amigo el cura de Xul, y ocupadas a la sazón por los indios, como lo estuvieran en tiempos antiguos. Supimos que el camino más recto que dirigía a este sitio era una pequeña vereda; pero que el mejor consistía en otro que pasaba por el rancho del señor Trejo: hallándose este rancho tan cercano, que nos facilitaba la oportunidad de pasar la noche en casa de Trejo, determinamos ponernos en camino inmediatamente. Nuestros indios cargadores estaban ya listos en el pueblo esperándonos, y, mientras hacíamos los preparativos correspondientes, tuvimos la desgracia de que le acometiese un nuevo acceso de calentura a Mr. Catherwood, con lo que nos vimos precisados a diferir la partida. En la conducta de don Juan teníamos otro motivo de disgusto, aunque no tan grave como el primero. No le habíamos visto en todo el día, y no podíamos explicar la causa de esta especie de desaire u olvido; pero a la tarde supo Albino que la noche anterior había perdido dieciséis pesos en la mesa de juego, y desde entonces permanecía en su hamaca sin moverse. El día siguiente fue lluvioso y el domingo continuó la lluvia. Por la mañana muy temprano vino el ministro de Hopelchén a decir misa; y mientras andaba yo dando vueltas para observar cómo iba el tiempo, detúveme bajo el cobertizo en que estaba ya lista la mesa de juego, a la cual tan pronto como se concluyese la misa, todo lo mejor del pueblo con su traje de domingo debía venir a entretenerse activamente. No me faltaba curiosidad en saber cómo vivían estos hombres: ninguno de ellos trabajaba, y el único negocio que parecía seguían con alguna regularidad era el del juego. Al tomar asiento entre ellos, hube de saber el secreto de su boca misma. Cada individuo adelanta algunos préstamos de cuatro o cinco pesos a los indios, o les vende aguardiente y otras frioleras, lo cual produce una deuda, que hace del indio un criado, hipotecando éste su trabajo al acreedor o amo, quien lo emplea para vivir en milpas o plantíos de tabaco. Refaccionando alguna vez el crédito con algunos suplementos de aguardiente o granos de cacao, la deuda se conservaba en pie; y, como los tales amos eran los únicos que llevaban la cuenta, los pobres indios en su ignorancia y simplicidad estaban enclavados en la tierra para sostener la holgazanería de unos amos tan bellacos. Nosotros no habíamos formado por cierto una opinión muy ventajosa de este pueblo, ni según parece se juzgaba mejor él mismo. Don Juan nos dijo que todos los indios y la mitad de la población blanca eran ebrios; y que la otra mitad permanecía en sus hamacas. Nos dijo, además, que todos allí eran jugadores de profesión, y el alcalde me lo confirmó al invitarme a jugar, barajando las cartas con cierto ademán incitativo. Preguntome si por ventura no se jugaba en mi país; y, si no se hacía tal, en qué invertían las gentes su dinero, supuesto que le parecía una impertinencia invertirlo en caballos, carruajes, comidas, muebles, vestidos y otras cosas semejantes que, como decía el alcalde con sobrada verdad, cuando se muriesen no podrían llevar consigo al otro mundo. Yo le dije que en mi país el juego estaba prohibido por las leyes, y que, si se hubiese llegado a jugar en medio de la calle y en domingo, todos los jugadores habrían sido presos y castigados severamente. Esta especie hirió al alcalde en lo más vivo de sus funciones oficiales, e incorporándose con baraja en mano y echando una mirada de indignación sobre el pueblo que estaba a su cargo, dijo que también allí estaba el juego prohibido por las leyes, y que cualquiera que jugase, asistiese al juego o lo permitiese en su propia casa quedaba privado de los derechos de ciudadano: que tenían leyes y muy buenas, y que todos las conocían perfectamente, pero ninguno se acordaba de ellas. Todo el mundo jugaba en aquel pueblo: verdad es que no tenían dinero suficiente para ello, pero en su lugar jugaban maíz y tabaco, y el alcalde me señaló a un individuo que pasaba ocasionalmente por la plaza, diciéndome que la noche precedente había jugado un cerdo. El buen alcalde convenía en que alguna vez el juego era un buen medio de ganar dinero, pero me designó un infeliz joven harapiento, de veintidós o veintitrés años apenas, cuyo padre había tenido ranchos, criados, casas y dinero contante dejándoselo todo a aquel hijo, a quien siempre faltaban siete reales y medio para un peso. Este relato fue ratificado por el mismo joven con una triste y melancólica sonrisa. El alcalde prosiguió sus comentarios y amplificaciones sobre la holgazanería y extravagancia de las gentes de aquel pueblo, que todas eran apáticas; y como nunca le faltaban ilustraciones a mano, señaló a un indio que pasaba a la sazón con tres atados de carne de vaca, que le habían costado medio y cuartilla, y que iba a consumirlos en una sola comida, mientras que dicho indio no tenía ni medio para pagar su contribución personal. Uno de los caballeros circunstantes sugirió la especie, de que el gobierno acababa de dar una ley inicua, en virtud de la cual no podía ser compelido un indio a trabajar, pudiendo verificarlo cuando quisiese; y, si lo rehusaba, ya no se le podría azotar, ni aprisionar, ¿qué podría esperarse, decía, de un tal estado de cosas? Otro caballero intervino con cierta unción declarando que el alcalde de un pueblo vecino no había hecho caso de la ley y seguía vapuleando lo mismo que antes. Cuando ocurría esta conversación, aparecían sentados en el suelo unos doce indios, tan libres e independientes por la Constitución como los que aventuraban aquellas especies y que permanecían allí sin decir una palabra, limitándose a clavar la vista de cuando en cuando sobre los que hablaban. La conversación vino a caer sobre nosotros mismos, y al fin sobre el doctor Cabot. Tuve el sentimiento de descubrir que en una comunidad que le había patrocinado con tanto calor había alguna divergencia de opiniones acerca de su capacidad. Había sobresalido un voto que discordaba de los demás, y la discusión general vino a fijarse en un altercado entre los dos hermanos de don Juan, el alcalde y el montero, el segundo de los cuales tenía una enorme excrecencia en uno de los pies, y decía en tono despreciativo que el doctor no había podido curarle los callos. El alcalde le contradijo citándole la curación de su hijo; pero el montero sacudió la cabeza mostrándole su pie enfermo, y siento decir que, según el juicio que pude formar de lo que en la sociedad se decía, la reputación del doctor Cabot, como médico, sufrió algún sacudimiento. A la tarde cesó el agua y nos despedimos del pueblo nuevo de Iturbide. A tiempo que pasábamos, don Juan se apartó de la mesa de juego para desearnos buen viaje, y poco antes de anochecer llegamos al rancho Nohyaxché del señor Trejo, en cuya inteligente compañía hallamos algún consuelo del fastidio que sufrimos en Iturbide.
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CAPÍTULO XI Del gobierno y reyes que tuvieron Cosa es averiguada que en lo que muestran más los bárbaros su barbarismo, es en el gobierno y modo de mandar, porque cuanto los hombres son más llegados a razón, tanto es más humano y menos soberbio el gobierno, y los que son reyes y señores, se allanan y acomodan más a sus vasallos, conociéndolos por iguales en naturaleza, e inferiores en tener menor obligación de mirar por el bien público. Mas entre los bárbaros todo es al revés, porque es tiránico su gobierno y tratan a sus súbditos como a bestias, y quieren ser ellos tratados como dioses. Por esto muchas naciones y gentes de indios no sufren reyes ni señores absolutos, sino viven en behetría, y solamente para ciertas cosas, mayormente de guerra, crían capitanes y príncipes, a los cuales durante aquel ministerio obedecen, y después se vuelven a sus primeros oficios. De esta suerte se gobierna la mayor parte de este Nuevo Orbe, donde no hay reinos fundados ni repúblicas establecidas, ni príncipes o reyes perpetuos y conocidos, aunque hay algunos señores y principales, que son como caballeros aventajados al vulgo de los demás. De esta suerte pasa en toda la tierra de Chile, donde tantos años se han sustentado contra españoles los araucanos, y los de Tucapel y otros. Así fue todo lo del Nuevo Reino de Granada, y lo de Guatimala y las Islas, y toda la Florida y Brasil, y Luzón, y otras tierras grandísimas, excepto que en muchas de ellas es aún mayor el barbarismo, porque apenas conocen cabeza, sino todos de común mandan, y gobiernan, donde todo es antojo, y violencia y sinrazón y desorden, y el que más puede, ese prevalece y manda. En la India Oriental hay reinos amplios y muy fundados, como el de Siam y el de Bisnaga, y otros, que juntan ciento y doscientos mil hombres en campo, cuando quieren; y sobre todo es la grandeza y el poder del reino de la China, cuyos reyes, según ellos refieren, han durado más de dos mil años, por el gran gobierno que tienen. En la India Occidental solamente se han descubierto dos reinos o imperios fundados, que es el de los mexicanos en la Nueva España, y el de los ingas en el Pirú; y no sabría yo decir fácilmente cuál de éstos haya sido más poderoso reino; porque en edificios y grandeza de corte, excedía el Moctezuma a los del Pirú; en tesoros y riqueza, y grandeza de provincias, excedían los ingas a los de México. En antigüedad, era más antiguo el reino de los ingas, aunque no mucho; en hechos de armas y victorias, paréceme haber sido iguales. Una cosa es cierta, que en buen orden y policía hicieron estos dos reinos gran ventaja a todos los demás señoríos de indios que se han descubierto en aquel Nuevo Mundo, como en poder y riqueza, y mucho más en superstición y culto de sus ídolos la hicieron, siendo muy semejantes en muchas cosas; en una eran bien diferentes, que en los mexicanos la sucesión del reino era por elección, como el Imperio Romano, y en los del Pirú era por herencia y sangre, como los reinos de España y Francia. De estos dos gobiernos (como de lo más principal y más conocido de los indios) se tratará lo que pareciere hacer al propósito, dejando muchas menudencias y prolijidades que no importan.
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Capítulo XI Que trata de la constelación y temple del despoblado de entre Atacama y Copiapó La constelación de esta provincia o, por mejor decir, desierto, es tan diversa que es cosa admirable, así para quien lo pasa y ve, como para quien no lo ha visto y lo oye, y digo ansí en las provincias vistas y dichas, como en las que por decir tenemos. Hay en ésta más que decir que de todas, y porque esto no se nos quede por contar, o alguna parte de ello por decir, pondremos aquí el temple, calidad, constelación y operación de aires causados por la influencia de las estrellas que sobre esta región tienen dominio. Porque el invierno se comienza entrando el mes de abril y dura hasta el fin de junio. Y el verano es desde todo el mes de julio hasta todo el mes de septiembre. El estío desde el mes de octubre hasta todo el mes de diciembre. Y el otoño desde todo el mes de enero hasta todo el mes de marzo. Y estos cuatro tiempos que se contienen en un año de tres en tres meses cada uno, no se conocen en este despoblado, por las grandes nieblas y nieve que en él caen y aires que en él corren, porque jamás llueve en abundancia. Solamente se ve en las nieblas que hace en el invierno u otoño. Ansí mismo se conocen en las nieves grandes que en muchas partes del despoblado caen en el tiempo del invierno, por parte de la grande abundancia de ella que cae en las sierras nevadas que tengo dicho, y otras que atraviesan, que con los recios y demasiados aires que proceden de estas altas sierras, y se tienden por estos grandes llanos y quebradas procedentes de los gajos de la cordillera. Y digo que en los puertos y sierras cae la nieve que tengo dicho, porque en los llanos no llueve ni cae nieve, más de que corre el aire frigidísimo. Los que pasan en este tiempo de invierno, españoles o indios, que de frío o de hambre o de sed mueren. Es tal y de tal temple esta tierra que se está el cuerpo muerto muchos años hecho carne momia entero, que no se estraga, ni se pudre, ni se diminuye, ni se deshace, sino tan entero se está como cuando acabó de expirar. Yo vi muchos cuerpos de indios y de indias y de carneros y de caballos y negros y un español, que había ocho años que eran muertos, y algunos cuerpos más, de cuando el adelantado Diego de Almagro volvió con su gente a Chile para el Cuzco. Vi muchos de ellos en compás de quince leguas, echados dentro de un cercado de piedra tan alta como medio estado, y el compás redondo, que los ingas tenían hechos cuando por aquí caminaban, que cabrían dentro hasta cinco o seis personas, y vestidos. Y las indias con la soguilla en la mano de que estaban atados uno o dos carneros que llevaban con su hato y bastimento, que parecían que estaban durmiendo. E como es gente de tan poco ánimo, en viéndose en alguna necesidad de sed o hambre o frío, no ponen diligencia en pasarlo, antes se van a meter en algunas cuevas o paredones y allí se mueren de pusilánimos. Y de estos muertos que digo que están en este camino solamente la ropa está estragada e perdida la color, que tomada con las manos se deshace. Y como no hay raposas, ni aves, ni otros animales de ningún género, porque en él no se cría para haberlos de comer, estánse enteros. Ansí mismo no se crían en este despoblado árboles de ningún especie. Sola una manera de espinos se cría, muy chicos, parrados con el suelo, y ésta es la leña con que nos calentábamos y guisábamos de comer. Y muchas veces nos lo llevaba el gran viento el fuego y la leña, y se quedaba por guisar el manjar hasta que hacíamos hoyos, encima de los cuales armábamos los toldos, y así defendíamos el aire que no nos llevase el fuego y la leña. Al fin de este despoblado, diez y ocho leguas por andar de él, estaba un valle chico con poca agua clara y dulce que Dios fue servido de darla allí. Parece cosa milagrosa, porque no tiene sitio para manar ni venir de parte alguna. Es un sitio de valle que tendrá de longitud un tiro de arcabuz y tendrá un tiro de piedra de ancho. Tiene carrizos y hierba verde y cerrajas, tiene algunos algarrobos y chañares salidos de aquel agua. Atemorizase lo demás cuando le miran. Aquí reposamos dos días, y pareciónos que estábamos ribera del Guadalquivir. En este vallecico tenían poblados los ingas, señores del Cuzco y del Perú, cuando eran señores de estas provincias de Chile, y los que estaban en este valle registraban el tributo que por allí pasaba, oro y turquesas y otras cosas que traían de estas provincias de Chile, y vivían aquí sólo para este efecto. De este valle que dicen el Chañar hasta el valle de Copiapó hay dieciocho leguas, buen camino llano y sin ciénagas ni agua, por donde conviene que el que pasare que la lleve de aquí para que beba, so pena que no la beberá porque calienta mucho el sol. Y a esta causa el general Pedro de Valdivia con sus cuadrillas y gente lo caminaron con la brevedad que pudieron. Adelantóse el general con la vanguardia y de allá proveyó, del valle de Copiapó, de maíz y chañares y agua para las cuadrillas que venían atrás marchando con mucho trabajo. Y no fue poco el refresco, sino tenido en muy mucho por el lugar que era. Hay en este despoblado muchos metales de todo género que es plata, cobre y estaño, alumbres y cardenillo, almagra; hay mucho piedra azufre, salitre, hay grandes salinas. E no habita en este despoblado cosa viva. En la costa de la mar habitan algunos indios bárbaros. Habitan en algunos puertos o caletas. Susténtase de pescado. El camino de este despoblado va por medio de entre la mar y la cordillera. Por otra parte no se puede caminar por las grandes sierras e quebradas de grandes peñascos y arenales, por manera que los que pasan este despoblado en los dos tiempos corren riesgo. En el invierno, como tengo dicho, por estos llanos aunque no llueve, sino correr el viento que baja por aquellas sierras nevadas, corre tan recio e frigidísimo que trespasa los cuerpos e mueren helados; y en el verano, los grandes calores y las aguadas lejos, suelen perecer de sed. E con todo esto se pasa e camina este despoblado con todos estos trabajos.
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CAPÍTULO XI Envían los españoles a buscar sal y minas de oro, y pasan a Quiguate El adelantado, viendo la mucha necesidad de sal que su gente padecía, pues morían por la falta de ella, hizo en aquella provincia de Capaha grandes diligencias con los curacas y sus indios para saber dónde la pudiese haber. Con la pesquisa halló ocho indios en poder de los españoles, los cuales habían sido presos el día que entraron en aquel pueblo, y no eran naturales de él sino extranjeros y mercaderes que con sus mercancías corrían muchas provincias, y, entre otras cosas, acostumbraban traer sal para vender. Los cuales, puestos ante el gobernador, dijeron que cuarenta leguas de allí, en unas sierras, había mucha y muy buena sal, y, a las preguntas y repreguntas que les hicieron, respondieron que de aquel metal amarillo que les pedían había también mucho en aquella tierra. Con estas nuevas se regocijaron grandemente los castellanos, y, para las verificar, se ofrecieron dos soldados a ir con los indios. Estos eran naturales de Galicia, el uno llamado Hernando de Silvera y el otro Pedro Moreno, hombres diligentes y que se les podía fiar cualquier cosa. Encargóseles que por donde pasasen notasen la disposición de la tierra y trajesen relación si era fértil y bien poblada. Y, para contratar y comprar la sal y el oro, llevaron perlas y gamuzas y otras cosas de legumbres, llamadas frisoles, que Capaha les mandó dar, e indios que los acompañasen y dos de los mercaderes para que los guiasen. Con este acuerdo fueron los españoles y, al fin de los once días que tardaron en su viaje volvieron con seis cargas de sal de piedra cristalina, no hecha con artificio sino criada así naturalmente. Trajeron más una carga de azófar muy fino y muy resplandeciente, y de la calidad de las tierras que habían visto dijeron que no era buena, porque era estéril y mal poblada. De la burla y engaño del oro se consolaron los españoles con la sal, por la necesidad que de ella tenían. El gobernador, con las malas nuevas que sus dos soldados le dieron de las tierras que habían visto, acordó volverse al pueblo de Casquin para de allí tomar otro viaje hacia el poniente a ver qué tierras había por aquel paraje, porque hasta allí, dende Mauvila, habían caminado siempre hacia el norte por huir de la mar. Con esta determinación dejaron los castellanos a Capaha en su pueblo y se volvieron con Casquin al suyo, donde descansaron cinco días. Los cuales pasados, salieron de él y caminaron cuatro jornadas por el río abajo por una tierra fértil y de mucha gente, y, al fin de ellas, llegaron a una provincia llamada Quiguate, cuyo señor y moradores salieron de paz a recibir al gobernador y le hospedaron, y otro día le dijo el cacique pasase adelante su señoría hasta el pueblo principal de su provincia donde tenía mejor recaudo para le servir que en aquél. Otras cinco jornadas caminaron los españoles, siempre por el río abajo por tierra, como dijimos de la pasada, poblada de gente y abundante de comida. Al fin del quinto día llegaron al pueblo principal llamado Quiguate, de quien toda la provincia tomaba nombre, el cual estaba dividido en tres barrios iguales. En el uno de ellos estaba la casa del señor, puesta en un cerro alto, hecho a mano; en los dos barrios se alojaron los españoles y en el tercero se recogieron los indios, y hubo bastante alojamiento para todos. Dos días después que llegaron, se huyeron, sin causa alguna, todos los indios y el curaca y, pasados otros dos días, se volvieron, pidiendo perdón de su mal hecho. Disculpábase el cacique diciendo que cierta necesidad forzosa le había hecho ir sin licencia de su señoría, pensando volver aquel mismo día, y que no le había sido posible. Debió el curaca, después de huido, temer que los españoles a la partida le quemasen el pueblo y los campos, y este miedo le hizo volverse que, según pareció, con mala intención se había ido, porque en su ausencia habían andado sus indios amotinados haciendo el daño que con asechanzas habían podido, que dos o tres castellanos habían herido, y todo lo disimuló el gobernador por no romper con ellos. Una de las noches que los españoles estuvieron en este alojamiento, acaeció que el ayudante de sargento mayor, que se llamaba Pablos Fernández, natural de Valverde, fue al gobernador a media noche y le dijo que el tesorero Juan Gaytán, habiéndole apercibido que rondase a caballo el cuarto de la modorra, no había querido hacerlo, excusándose con que era tesorero de Su Majestad. El gobernador se enojó grandemente, porque este caballero fue uno de los que en Mauvila habían murmurado de la conquista y tratado de salirse de la tierra luego que llegasen donde hallasen navíos y volverse a España o irse a México, lo cual, como en su lugar dijimos, fue causa de atajar y desconcertar los motivos y buenas trazas que el gobernador en su imaginación traía hechas para conquistar y poblar la tierra. Pues como ahora, con la inobediencia presente le recordasen el enojo pasado, se levantó de la cama poniéndose en el patio de la casa del curaca, que estaba en alto, dijo a grandes voces que, aunque era a medianoche, las oyeron en todo el pueblo: "¿Qué es esto, soldados y capitanes? ¿Viven todavía los motines, que en Mauvila se trataban, de volveros a España o de iros a México, que con achaques de oficiales de la Hacienda Real no queréis velar los cuartos que os caben? ¿A qué deseáis volver a España? ¿Dejasteis en ella algunos mayorazgos que ir a gozar? ¿A qué queréis ir a México? ¿A mostrar la vileza y poquedad de vuestros ánimos, que, pudiendo ser señores de un tan gran reino donde tantas y tan hermosas provincias habéis descubierto y hollado, hubiésedes tenido por mejor (desamparándolas por vuestra pusilanimidad y cobardía) iros a posar a casa extraña y a comer a mesa ajena, pudiéndola tener propia para hospedar y hacer bien a otros muchos? ¿Qué honra os parece que os harán cuando tal hayan sabido? Habed vergüenza de vosotros mismos y apercibíos, que oficiales de la Hacienda Real y no oficiales, todos hemos de servir a Su Majestad, y nadie presuma exentarse por preminencias que tenga, que le cortaré la cabeza, séase quien fuere, y desengañaos, que mientras yo viviese, nadie ha de salir de esta tierra, sino que la hemos de conquistar y poblar o morir todos en la demanda. Por tanto, haced lo que debéis, dejando vanas presunciones, que ya no es tiempo de ellas." Con estas palabras, dichas con gran rabia y dolor de corazón, mostró el gobernador la causa del descontento perpetuo que desde Mauvila había tenido y el que siempre tuvo, hasta que murió. Los que las tomaron por sí, hicieron de allí adelante lo que se les ordenaba sin contradecir cosa alguna, porque entendían que el gobernador no era hombre con quien se podía burlar y más habiéndose declarado tanto como se declaró.
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De las guerras civiles que hubo entre los chichimecas y otras que sucedieron en el discurso del imperio de Quinatzin Si Tlotzin tuvo muy particular cuidado de que se cultivase la tierra, fue con más ventajas el que tuvo Quinatzin en tiempo de su imperio, compeliendo a los chichimecas no tan solamente a ello, sino a que poblasen y edificasen ciudades y lugares, sacándolos de su rústica y silvestre vivienda, siguiendo el orden y estilo de los tultecas, por cuya causa muchos de los chichimecas se alteraron, los que hallando de su opinión y parte, de cinco hijos que el rey tenía, los cuatro mayores (cuyos nombres están atrás referidos) y con ellos otros caballeros y gente principal, se levantaron y los primeros que este desacato cometieron, fueron los que estaban poblados en Poyauhtlan, que quemaron muchas labranzas y luego se confederaron con el tirano Yacánex arriba referido, que había estado recluso con otros bandoleros en las tierras septentrionales: y asimismo hicieron levantar a los de la provincia de Metztitlan, Tototépec y Tepepolco y otros lugares de menos cuenta. Los cuales habiendo juntado un grueso ejército, sin poderlo estorbar Quinatzin, se vinieron sobre la ciudad de Tetzcuco y la sitiaron por cuatro partes, que fue en Chiuhnauhtlan y en Zoltépec y por la sierra de Tetzcuco. Quinatzin con toda la mayor prisa que pudo juntó sus gentes y las repartió en otros cuatro escuadrones, haciendo capitanes de ellos a Tochintecuhtli que envió contra Yacánex, que tenía su campo alojado en Chiuhnauhtlan; el otro escuadrón dio a su hermano Nopaltzin Cuetlachihuitzin para que fuese sobre Zoltépec, en donde estaba alojado Ocotoch, el otro tirano, con parte de los de la provincia de Meztitlan y Tototépec; a Huetzin, señor de Coatlichan, que fuese con el otro escuadrón al puesto de Patlachiuhcan, en donde estaban alojados los más principales del ejército de los de la provincia de Tototépec y Metztitlan y el otro escuadrón se tomó para sí Quinatzin y se fue a la sierra y parte que llaman Quauhximalco, en donde estaba alojada parte de los de la provincia de Metztitlan y parte de Tototépec y en su compañía Zacatitechcochi con los de Tepepolco, cuyo gobernador era. Y todos a un tiempo comenzaron la batalla y aunque hicieron todo lo posible los tiranos por salir con su intento, fueron vencidos y desbaratados, matando Quinatzin y los de su ejército gran parte de ellos y los demás se fueron huyendo y retirando hasta llegar Quinatzin a las últimas tierras de la provincia de Tepepolco, a una sierra que se dice Teapazco. La misma victoria tuvieron Huetzin, Nopaltzin y Tochintecuhtli, matando por su persona Tochintecuhtli al tirano antiguo Yacánex y Nopaltzin a Accotochtli, aunque fue desgraciado en esta batalla, porque yendo siguiendo a sus enemigos y embebecido con la victoria, le salieron a través los de la provincia de Tolantzinco que estaban en una celada, lo prendieron y mataron, sin que los suyos fuesen poderosos a defenderle. Y habiéndose juntado todos los escuadrones, envió Quinatzin a castigar las provincias rebeladas, que fueron las referidas, las cuales se rindieron y dieron a merced al emperador. Los chichimecas que fueron huyendo y se escaparon Ye las manos de Quinatzin a la tierra septentrional, se quedaron en ella hechos bandoleros sin reconocer a rey ni señor, como lo están hasta el día de hoy. Y todos los que fueron presos, especialmente los hijos de Quinatzin y otros caballeros con los de Apoyauhtlan, fueron enviados y desterrados a la provincia de Tlaxcalan y a la de Huexotzinco, para que los tuviesen debajo de su dominio los señores de allí, que eran hermanos de Quinatzin; y aunque iban desterrados por modo de castigo, fueron muy bien recibidos de sus tíos y vinieron a ser señores de aquellas provincias y de ellos descienden y proceden los que de allí fueron después. En este mismo tiempo entró en la sucesión de los culhuas Cóxcox por muerte de Calcozametzin rey que había sido, como está referido: tuvo guerras con los mexicanos sobre lo pasado y sobre los términos de sus tierras; asimismo socorrió al sumo sacerdote de la ciudad de Chololan llamado Itzacima, como persona a quien competía su amparo, pues le hacían guerra los de Quecholanchalchiuhapan y otros chichimecas que por allí estaban poblados: socorrióle con la gente que pudo y con la que le dio Quinatzin, echando de toda aquella tierra a los chichimecas que ofendían al sumo sacerdote y a los chololtecas.
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De los esclavos A los prisioneros de guerra, hasta que fueran inmolados a los dioses, se les permitía pasar una vida ociosa y espléndida (como consagrados a los seres celestiales). Sólo los esclavos estaban obligados a servir a los señores y a obedecer a los mandatos de sus dueños. Era lícito a los padres vender a los hijos y a cualquiera venderse a sí mismo por un precio determinado. Para que el contrato fuera válido se exigía que hubiera tres testigos. Quien hurtaba trigo, semillas, plantas, mantas, aves de corral u otros animales domésticos, vestidos o cualquiera otra cosa semejante, era reducido a la esclavitud si era pobre e incapaz de pagar lo robado. Si ya esclavo no se abstenía del hurto, era obligado a morir con un lazo al cuello o era sacrificado ante las aras de los dioses. El que vendía a un hombre libre como esclavo, era tenido por esclavo de aquel que con injuria había intentado vender. Y esta ley se conservaba inviolable, para que ninguno después se atreviera a vender hombres libres u ofrecer niños como alimento. También se reducía a la esclavitud a los hijos, parientes y consortes de los traidores al rey. El varón libre que tenía relaciones con una esclava, tales que saliera embarazada, servía al señor de la esclava a no ser que se casara con ella; muy a menudo en verdad, los esclavos se casaban con las señoras y las esclavas con los señores. Los ancianos y los pobres se vendían ellos mismos, y hasta los jugadores cuando les era adversa la suerte, tornábanse en esclavos, pero no antes de transcurrido un año. Las meretrices que ya comenzaban a envejecer, deformes o valetudinarias, recurrían a una esclavitud espontánea porque ya no recibían de sus galanes el premio de su liviandad; ni era costumbre que los pobres exigiesen de barrio en barrio alimentos de los más ricos. Los padres vendían o empeñaban los hijos como esclavos, pero era permitido libertar al vendido o empeñado con un substituto. Y aún algunas familias estaban encensadas por pacto y convenio a substentar un esclavo a perpetuidad, pero por un precio muy elevado. Si alguien moría con deudas y no había fortuna para pagar, la mujer o el hijo eran reducidos a la esclavitud, principalmente si estaban obligados a ello por convenio. Los hijos de los esclavos y de las esclavas eran considerados libres. Nadie podía vender un esclavo si primero no le rodeaba el cuello con una argolla de madera; y no se podía hacer esto inconsideradamente, sin justísima causa y sin consentimiento de los jueces. A estos esclavos de argolla podían inmolar en honor de los dioses, o a los de aquellas naciones que no pertenecían al Rey Mexicano y a los que hubiesen comprado por alguna cantidad. Estos mismos, sin embargo, recobraban la libertad si durante ciertas fiestas del año se refugiaban en el palacio del rey; a lo cual, a nadie, a no ser el señor o el hijo del señor, era permitido impedirlo; y si algún otro lo estorbaba era reducido a la esclavitud sobre la marcha y al esclavo se le concedía la libertad. Permitíase a los esclavos casarse y sembrar cereales y con lo ganado en la siembra rescatarse a sí mismos. Esto sin embargo acontecía rara vez, porque eran perezosos y de poco ánimo y juzgaban recompensa equitativo por la libertad, ser alimentados por los señores.
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CAPÍTULO XI Del tercero rey Chimalpopoca, y de su cruel muerte y ocasión de la guerra que hicieron los mexicanos Por sucesor del rey muerto eligieron los mexicanos, sobre mucho acuerdo, a su hijo Chimalpopoca, aunque era muchacho de diez años, pareciéndoles que todavía les era necesario conservar la gracia del rey Azcapuzalco con hacer rey a su nieto, y así le pusieron en su trono, dándole insignias de guerra con un arco y flechas en la una mano, y una espada de navajas, que ellos usan, en la derecha, significando en esto, según ellos dicen, que por armas pretendían libertarse. Pasaban los de México gran penuria de agua, porque la de la laguna era cenagosa y mala de beber, y para remedio de esto, hicieron que el rey muchacho enviase a pedir a su abuelo el de Azcapuzalco, el agua del cerro de Chapultepec, que está una legua de México, como arriba se dijo, lo cual alcanzaron liberalmente, y poniendo en ello diligencia, hicieron un acueducto de céspedes, y estacas y carrizos, con que el agua llegó a su ciudad; pero por estar fundada sobre la laguna y venir sobre ella el caño, en muchas partes se derrumbaba y quebraba, y no podían gozar su agua como deseaban y habían menester. Con esta ocasión, ora sea que ellos de propósito la buscasen para romper con los tepanecas, ora que con poca consideración se moviesen, en efecto enviaron una embajada al rey de Azcapuzalco, muy resoluta, diciendo que del agua que les había hecho merced no podían aprovecharse por habérseles desbaratado el caño por muchas partes; por tanto, le pedían les proveyese de madera, y cal y piedra, y enviase sus oficiales, para que con ellos hiciesen un caño de cal y canto que no se desbaratase. No le supo bien al rey este recado, y mucho menos a los suyos, pereciéndoles mensaje muy atrevido y mal término de vasallos con sus señores. Indignados pues, los principales del consejo, y diciendo que ya aquella era mucha desvergüenza, pues no se contentando de que les permitiesen morar en tierra ajena, y que les diesen su agua, querían que los fuesen a servir; que qué cosa era aquella o de qué presumían gente fugitiva y metida entre espadañas. Que les habían de hacer entender si eran buenos para oficiales, y que su orgullo se abajaría, con quitalles la tierra y las vidas. Con esta plática y cólera se salieron, dejando al rey, que lo tenían por algo sospechoso por causa del nieto, y ellos aparte hicieron nueva consulta, de la cual salió mandar pregonar públicamente que ningún tepaneca tuviese comercio con mexicano, ni fuesen a su ciudad, ni los admitiesen en la suya, so pena de la vida. De donde se puede entender que entre éstos, el rey no tenía absoluto mando e imperio, y que más gobernaba a modo de cónsul, o dux, que de rey; aunque después, con el poder, creció también el mando de los reyes hasta ser puro y tiránico, como se verá en los últimos reyes, porque entre bárbaros fue siempre así que cuanto ha sido el poder, tanto ha sido el mandar. Y aún en nuestras historias de España, en algunos reyes antiguos, se halla el modo de reinar que estos tepanecas usaron; y aún los primeros reyes de los romanos fueron así, salvo que Roma, de reyes declinó a cónsules y senado, hasta que después volvió a emperadores; mas los bárbaros, de reyes moderados declinaron a tiranos, siendo el un gobierno y el otro como extremos, y el medio más seguro el de reino moderado. Mas volviendo a nuestra historia, viendo el rey de Azcapuzalco la determinación de los suyos, que era matar a los mexicanos, rogoles que primero hurtasen a su nieto, el rey muchacho, y después diesen enhorabuena en los de México. Cuasi todos venían en esto por dar contento al rey, y por tener lástima del muchacho; pero dos principales contradijeron reciamente, afirmando que era mal consejo, porque Chimalpopoca, aunque era de su sangre, era por vía de madre, y que la parte del padre había de tirar de él más. Y con esto concluyeron que el primero a quien convenía quitar la vida, era a Chimalpopoca, rey de México, y que así prometían de hacerlo. De esta resistencia que le hicieron y de la determinación con que quedaron, tuvo tanto sentimiento el rey de Azcapuzalco, que de pena y mohína adoleció luego, y murió poco después; con cuya muerte, acabando los tepanecas de resolverse, acometieron una gran traición, y una noche, estando el muchacho rey de México, durmiendo sin guardia muy descuidado, entraron en su palacio los de Azcapuzalco, y con presteza mataron a Chimalpopoca, tornándose sin ser sentidos. Cuando a la mañana los nobles mexicanos, según su costumbre, fueron a saludar su rey, y le hallaron muerto y con crueles heridas, alzaron un alarido y llanto que cubrió toda la ciudad, y todos, ciegos de ira, se pusieron luego en armas para vengaría muerte de su rey. Ya que ellos iban furiosos y sin orden, salioles al encuentro un caballero principal de los suyos, y procuró sosegarlos y reportarlos con un prudente razonamiento. "¿Dónde váis, les dijo, oh mexicanos? Sosegaos y quietad vuestros corazones; mirad que las cosas sin consideración no van bien guiadas ni tienen buenos sucesos; reprimid la pena considerando que aunque vuestro rey es muerto, no se acabó en él la ilustre sangre de los mexicanos. Hijos tenemos de los reyes pasados, con cuyo amparo, sucediendo en el reino, haréis mejor lo que pretendéis. Agora, ¿qué caudillo o cabeza tenéis para que en vuestra determinación os guíe? No váis tan ciegos; reportad vuestros ánimos; elegid primero rey y señor que os guíe, esfuerze y anime contra vuestros enemigos. Entretanto, disimulad con cordura haciendo las exequias a vuestro rey muerto, que presente tenéis, que después habrá mejor conyuntura para la venganza." Con esto se reportaron, y para hacer las exequias de su rey, convidaron a los señores de Tezcuco y a los de Culhuacán, a los cuales contaron el hecho tan feo y tan cruel que los tepanecas habían cometido, con que los movieron a lástima de ellos y a indignación contra sus enemigos. Añadieron que su intento era o morir o vengar tan grande maldad, que les pedían no favoreciesen la parte tan injusta de sus contrarios, porque tampoco querían les valiesen a ellos con sus armas y gente, sino que estuviesen de por medio a la mira de lo que pasaba; sólo para su sustento deseaban no les cerrasen el comercio, como habían hecho los tepanecas. A estas razones, los de Tezcuco y los de Culhuacán, mostraron mucha voluntad y satisfacción, ofreciendo sus ciudades y todo el trato y rescate que quisiesen, para que a su gusto se proveyesen de bastimentos por tierra y agua. Tras esto les rogaron los de México, se quedasen con ellos y asistiesen a la elección del rey, que querían hacer, lo cual también aceptaron por dalles contento.
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CAPÍTULO XI Hieren los españoles un indio espía y la queja que sobre ello tuvieron los curacas El cacique Guachoya no respondió cosa alguna a todo lo que el capitán general Anilco le dijo, antes en el semblante del rostro mostró quedar corrido y avergonzado de haber movido la plática (que muchas veces suele acaecer quedar afrentado el que pretende afrentar a otro), por lo cual el gobernador y los que con él estaban infirieron que era verdad lo que Anilco había dicho y allí adelante lo tuvieron en más. El general Luis de Moscoso, habiendo considerado que la enemistad de los caciques, si la dejase pasar adelante, redundaría en daño y perjuicio suyo, porque haciéndose ellos guerra no acudirían con la provisión de las cosas necesarias para hacer los bergantines, les dijo que, pues igualmente ambos eran sus amigos, no sería razón que entre sí fuesen enemigos, porque no sabrían los castellanos a cuál de ellos acudir a hacer amistad. Por tanto les rogaba que, olvidada toda enemistad que entre ellos hubiese habido, fuesen amigos. Los curacas respondieron que holgaban obedecer a su señoría y le prometían no hablar más en aquel caso; empero el gobernador, no fiando en las promesas que Guachoya había hecho de su amistad, temió no tuviese alguna celada en el camino para cuando Anilco se fuese a su casa y se vengase de él. Por lo cual, cuatro días después de lo que hemos dicho, que Anilco se quiso ir, mandó le acompañasen treinta caballeros hasta ponerlo en seguro. Aunque Anilco lo rehusaba, y mostraba tener tan poco temor a su contrario que decía no haber menester los caballos, y aunque entonces los llevó por obedecer al gobernador, otras muchas veces fue y vino a su casa con no más de diez o doce indios de compañía, por dar a entender a los españoles que temía poco o nada a sus contrarios. Entretanto que estas cosas pasaban en el real de los castellanos, el curaca Quigualtanqui y sus conjurados no cesaban en su mala intención, antes con ella de día y de noche con presentes y recaudos fingidos enviaban muchos mensajeros, los cuales, después de haberlos dado, andaban por todo el alojamiento de los españoles en son de amigos, mirando con atención cómo se velaban los cristianos de noche, y de qué manera tenían las armas, y a qué recaudo estaban los caballos, para aprovecharse en su traición de cualquier descuido que los nuestros pudiesen tener. Y no aprovechaba cosa alguna que el gobernador les hubiese mandado muchas veces que no viniesen de noche, antes lo hacían peor, porque les parecía que, siendo amigos, como se fingían, tenían libertad para todo aquello. De lo cual desdeñado Gonzalo Silvestre, de quien otras veces hemos hecho mención, el cual como los demás españoles había estado enfermo y llegado muchas veces a lo último de la vida, viéndose ya convaleciente y siendo una noche centinela y guarda de una de las puertas del pueblo, velando el cuarto de la modorra, a punto de la media noche, con una luna clara que hacía, vio venir dos indios con grandes plumajes en las cabezas y sus arcos y flechas en las manos. Los cuales, habiendo pasado el foso de agua por un árbol caído que servía de puente, se fueron derechos a la puerta. Gonzalo Silvestre dijo al compañero que con él velaba, llamado Juan Garrido, natural de Tierra de Burgos: "Aquí vienen dos indios, y al primero que entrase por la puerta pienso dar una cuchillada por la cara porque no se desvergüencen tanto a venir de noche habiendo el gobernador prohibídolo." El castellano respondió diciendo: "Dejádmela dar a mí, que estoy algo más recio, porque vos estáis muy flaco y debilitado." Gonzalo Silvestre dijo: "Para asombrarles, como quiera que se la dé bastará." Y, diciendo esto, se apercibió para recibir los indios que llegaban cerca, los cuales, viendo la puerta abierta, que era un postigo pequeño, sin pedir licencia ni hablar palabra se entraron por ella como si entraran por su propia casa. Viendo el español la desvergüenza y poco temor que traían, se le dobló el enojo y al primero que entró le dio una cuchillada en la frente, de la cual cayó en el suelo y, apenas hubo caído, cuando se levantó y cobrando su arco y flechas volvió las espaldas huyendo a más no poder. Gonzalo Silvestre, aunque pudo, no quiso matarle por parecerle que para escarmentar los indios bastaba lo hecho. El indio compañero del herido, sintiendo el golpe, sin aguardar a ver qué había sido del compañero, echó a huir y, atinando al árbol que estaba en el foso, pasó por él y llegó donde había dejado la canoa en el Río Grande y, sin esperar al amigo, se metió en ella y pasó el río tocando arma a los suyos. El indio herido, con la sangre que le caía sobre los ojos o por el miedo que podía llevar no fuesen tras él para acabarlo de matar, se arrojó al agua del foso y lo pasó a nado, e iba dando voces al compañero que estaba ya en su salvo. Los indios que había de la otra parte del río, oyendo las voces del herido, salieron al socorro y lo cobraron y llevaron consigo. El día siguiente, al salir del sol vinieron cuatro indios principales al gobernador a quejarse en nombre de Quigualtanqui y de todos los caciques sus vecinos y comarcanos de que con tanto agravio y general menosprecio de todos ellos se hubiese violado la paz y amistad que entre ellos tenían hecha, porque decían que el indio herido era de los más principales y más emparentados que entre ellos había, por tanto suplicaba a su señoría, para satisfacción de todos, mandase luego matar públicamente al soldado o capitán que lo hubiese hecho, porque el indio quedaba herido de muerte. A mediodía vinieron otros cuatro indios principales con la misma demanda y dijeron que el indio quedaba muriéndose. A puesta de sol volvieron otros cuatro con la misma queja, diciendo que ya el indio era muerto y que pedían satisfacción de su muerte con la del español que tan injustamente se la había dado.
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Del cacique Nutibara y de su señorío, y de otros caciques subjetos a la ciudad de Antiocha Cuando en este valle entramos con el licenciado Juan de Vadillo estaba poblado de muchas casas muy grandes de madera, la cobertura de una paja larga; todos los campos, llenos de toda manera de comida de la que ellos usan. De lo superior de las sierras nascen muchos ríos y muy hermosos; sus riberas estaban llenas de frutas de muchas maneras y de unas palmas delgadas muy largas, espinosas; en lo alto dellas crían un racimo de una fruta que llamamos pixivaes, muy grande y de mucho provecho, porque hacen pan y vino con ella, y si cortan la palma sacan de dentro un palmito de buen tamaño, sabroso y dulce. Había muchos árboles que llamamos aguacates, y muchas guabas y guayabas, muy olorosas piñas. Desta provincia era señor o rey uno llamado Nutibara, hijo de Anunaibe; tenía un hermano que se decía Quinuchu. Era en aquel tiempo su lugarteniente en los indios montañeses que vivían en las sierras de Abibe (que ya pasamos) y en otras partes, el cual proveyó siempre a este señor de muchos puercos, pescado, aves y otras cosas que en aquellas tierras se crían, y le daban en tributo mantas y joyas de oro. Cuando iba a la guerra le acompañaba mucha gente con sus armas. Las veces que salía por estos valles caminaba en unas andas engastonadas en oro, y en hombros de los más principales; tenía muchas mujeres. Junto a la puerta de su aposento, y lo mesmo en todas las casas de sus capitanes, tenían puestas muchas cabezas de sus enemigos, que ya habían comido, las cuales tenían allí como en señal de triunfo. Todos los naturales desta región comen carne humana, y no se perdonan en este caso; porque en tomándose unos a otros (como no sean naturales de un propio pueblo), se comen. Hay muchas y muy grandes sepulturas, y que no deben ser poco ricas. Tenían primero una grande casa o templo dedicado al demonio; los horcones y madera vi yo por mis propios ojos. Al tiempo que el capitán Francisco César entró en aquel valle le llevaron los indios naturales dél a aquesta casa o templo, creyendo que, siendo tan pocos cristianos los que con él venían, fácilmente y con poco trabajo los matarían. Y así, salieron de guerra más de veinte mil indios con gran tropel y con mayor ruido; mas aunque los cristianos no eran más de treinta y nueve y trece caballos, se mostraron tan valerosos y valientes, que los indios huyeron, después de haber durado la batalla buen espacio de tiempo, quedando el campo por los cristianos; a donde ciertamente César se mostró ser digno de tener tal nombre. Los que escribieren de Cartagena tienen harto que decir deste capitán; lo que yo toco no lo hago por más que por ser necesario para claridad de mi obra. Y si los españoles que entraron con César en este valle fueran muchos, cierto, quedaran todos ricos y sacaran mucho oro, que después los indios sacaron por consejo del diablo, que de nuestra venida les avisó, según ellos proprios afirman y dicen. Antes que los indios diesen la batalla al capitán César le llevaron a aquesta casa que digo, la cual tenían (según ellos dicen) para reverenciar al diablo; y cavando en cierta parte hallaron una bóveda muy bien labrada, la boca al nascimiento del sol, en la cual estaban muchas ollas llenas de joyas de oro muy fino, porque era todo lo más de veinte y veinte en un quilate, que montó más de cuarenta mil ducados. Dijéronle que adelante estaba otra casa donde había otra sepultura como aquélla, que tenía mayor tesoro, sin lo cual, le afirmaban más que en el valle hallaría otras mayores y más ricas, aunque la que le decían lo era mucho. Cuando después entramos en Vadillo hallamos algunas destas sepulturas sacadas y la casa o templo quemada. Una india que era de un Baptista Zimbrón me dijo a mí que después que César volvió a Cartagena se juntaron todos los principales y señores destos valles, y hechos sus sacrificios y ceremonias, les aparesció el diablo (que en su lengua se llama Guaca), en figura de tigre, muy fiero, y que les dijo cómo aquellos cristianos habían venido de la otra parte del mar, y que presto habían de volver otros muchos como ellos y habían de ocupar y procurar de señorear la tierra; por tanto, que se aparejasen de armas para les dar guerra. El cual, como esto les hobiese hablado, desapareció; y que luego comenzaron de aderezarse, sacando primero grande suma de tesoros de muchas sepulturas.
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Del origen de la gente de la Nueva España Entre las varias naciones que habitan esta Nueva España, la más antigua es la de los chichimeca, la cual es fama que había venido de los aculhuas, situados hacia el Norte, más allá de la Provincia de Xalisco, en el año setecientos veinte del nacimiento de Jesucristo Nuestro Salvador, y que había cavado antros y socavado casas en que habitar alderredor del lago de Tenuchtitlán, pero que poco después su nombre había perecido por sus matrimonios con otras razas. Cuando llegaron para poblar esos lugares, no obedecían a ningún rey ni edificaban casas dignas de mención. No empleaban cereales, ni se cuidaban de sembrar ni de apacentar ganados; todo lo producía espontáneamente la tierra; les bastaban para pasar la vida los bosques y las selvas. Casi desnudos habitaban los montes y las cuevas, tal como hoy en día, y errantes e inestables vagaban de aquí para allá. Mal vivían con raíces y con hierbas, frutas y pomas de algunos árboles que crecían por su naturaleza propia. También con carne de algunos animales, que derribaban con el arco y las flechas, en el uso de los cuales son sumamente diestros. La comían cruda, porque no conocían el fuego, y solamente secada al sol. Además comían culebras, lagartijas y otros reptiles inmundos y hórridos. Queda hasta el día de hoy gran número que vive así y no ha movido lo ancho de un dedo el ánimo para entrar a una vida más civilizada. Algunos, sin embargo, conocían el uso de la carne cocida en lo que llaman barbacoa. A pesar de que sus usos y costumbres fueran completamente fieros y bárbaros, eran sin embargo sumamente religiosos y observantes de los dioses; adoraban al sol como primer numen y le ofrecían serpientes, lagartijas y otros animales de la misma clase, que se arrastran o que se levantan poco del suelo. Excepto con todo género de aves, desde las águilas hasta las mariposas, no aplacaban a los dioses con la sangre de animal alguno, ni hacían. estatuas de ningún numen. Se casaban con una sola mujer, que no les estuviera ligada en ningún grado de consanguinidad. Eran fieros y excelentes en valor guerrero, por lo que dominaron toda esa región. Después de éstos, bajó a esos lugares una gente fuerte y mucho más civilizada, que traía su origen y su nombre de los de Aculhuacán. Los ancianos y los más sabios de los mexicanos dicen que salieron de siete cuevas y se establecieron en un lugar campestre y llano, donde permanecieron en tiendas de campaña muchos años, aun cuando divididos en batallones y falanges. Pero el verdadero color del río que regaba aquella orilla trocóse por mandato de los dioses (según les parecía a ellos) en color de sangre y mostraba una terrífica apariencia, por lo cual se apresuraron a cambiar su sede y partieron hacia el Oriente y el Septentrión. Y después de pasados poco más o menos ochocientos años, llegaron a estos lugares, no todos a un tiempo, sino unos después de los otros con espacios de centenares de años, y aconteció, según se dice, que los texcocanos fueran los primeros de todos en llegar. Después los de Atzcapotzalco y por fin los mexicanos, quienes se establecieron entre los de Atzcapotzalco y los de Tezcoco en unas islas muy pequeñas de la laguna mexicana. Hay quienes aseguran que todos éstos vinieron de Palestina, atravesando un angosto mar, de las diez tribus que Salmanasar, rey de los asirios, condujo cautivos a Asiria, reinando en Israel Oseas y en Jerusalem Ezequías, como se lee en el libro cuarto de los Reyes, Cap. Décimo Séptimo, hace más de dos mil doscientos años, lo cual aunque sea incierto, no me parecen conjeturas que deben despreciarse del todo. En primer lugar, se encuentran en Nueva España no pocas palabras que o son hebreas o muy semejantes a las hebreas, como si procedieran de ellas. En segundo lugar sabemos por la misma Sagrada Escritura que llegaron al lugar adonde se dirigieron, después de caminar a pie durante seis meses. En tercer lugar los nombres, no de otra manera que entre los hebreos, se imponían por deliberación del consejo y no sin algún ethimo. 4.? Son semejantes y no desemejantes los ritos, sacrificios, vestiduras, calzado, mantos, cabello largo, la pusilanimidad y los templos de los dioses construidos en las crestas de los cerros y de las montañas. Y además aquello que fue predicho por los profetas de Israel, parece corresponder a los acontecimientos de estas gentes de manera admirable. No hay que omitir que la prole de unos y otros es abundantísima y los sacrificios semejantes. Pero, ya sea que estas cosas sean verosímiles o más bien falsas y no bien investigadas ni conocidas, pasemos a otras que pertenecen a la llegada de estas gentes a la Nueva España y que deben ser referidas con mayor amplitud.