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Cómo habiendo salido el Almirante para Castilla asaltó Quibio el pueblo de los cristianos, en cuyo combate hubo muchos muertos y heridos Estando a la sazón proveídas las cosas pertenecientes al mantenimiento del pueblo, y hechas las provisiones y ordenanzas que para su gobierno había dispuesto el Almirante, quiso Dios mandar tanta lluvia que creció mucho el río, de modo que volvió a abrirse la boca; por lo que resolvió el Almirante partir luego a la Española con tres navíos, para enviar de allí socorro con la mayor diligencia. Así, esperando bonanza y calma, porque el mar no rompiese ni batiese la boca del río, salimos con los dichos navíos, yendo las barcas delante, de remolque; pero ninguno salió tan limpio que no arrastrase la quilla por el fondo, que si no fuese de arena movible, hasta en la bonanza hubiesen peligrado. Hecho esto, muy luego, todos llevamos, con gran presteza, dentro de las naos, lo que habíamos sacado para aligerarlas al tiempo de la salida; y esperando de este modo, ya salidos a la dilatada costa, a una legua de la boca. del río, el tiempo de navegar, quiso Dios milagrosamente que hubiese motivo para enviar la barca de la Capitana a tierra, tanto por agua como por otras cosas necesarias, para que con la pérdida de éstas se salvaran los que estaban en tierra y en el mar. Fue el caso que los indios y el Quibio, viendo que por estar los navíos fuera no podían dar socorro a los que quedaban en la fortaleza, al punto mismo que llegó la barca a tierra, asaltaron el pueblo de los cristianos, no habiendo sido descubiertos por lo espeso del bosque; tan luego como estuvieron a diez pasos de la casa, les asaltaron, dando fuertes gritos, tirando lanzas a cuantos veían, y a las casas, que por ser cubiertas con hojas de palmas, las pasaban fácilmente de un lado al otro, y alguna vez herían a los que estaban dentro; de modo que habiendo cogido de improviso a los nuestros, y muy ajenos de esta sorpresa, hirieron a cuatro o cinco, antes de ponerse en orden para resistir. El Adelantado, que era hombre de gran corazón, se opuso a los enemigos con una lanza, animando a los suyos, y embistió animosamente a los indios, con siete u ocho que le seguían, de modo que les hicieron retirarse hasta el bosque, que como hemos dicho, estaba cercano a las casas. Desde allí hicieron de nuevo algunas escaramuzas los indios, tirando sus azagayas, y retirándose después, como en el juego de cañas hacen los españoles, hasta que acudiendo muchos cristianos, fueron los indios castigados con el corte de las espadas, y por un perro que los perseguía fieramente, con lo que se pusieron en fuga, dejando muerto un cristiano y siete heridos, entre ellos al Adelantado con una lanzada en el pecho. De este peligro se resguardaron bien dos cristianos, cuyo caso, por contar el ingenio de uno, que era italiano, lombardo, y la gravedad del otro, que era castellano, se debe contar, y fue así: El lombardo, llamado Sebastián, huyendo furiosamente a esconderse en una casa, le dijo Diego Méndez, de quien se hará mención más adelante: "Vuelve, vuelve atrás, Sebastián; ¿dónde vas?"; a quien respondió: "Déjame ir, diablo, que voy a poner en salvo mi Persona". El español era el capitán Diego Tristán, a quien el Almirante había enviado con la barca a tierra, el cual no salió fuera con su gente, aunque estaba en el río, cerca de donde era la contienda; habiéndole preguntado algunos, y reprendido otros, por qué no salía en ayuda de los cristianos, respondió que lo hacía para evitar que los cristianos de tierra, llenos de miedo, entrasen en la barca, si se acercaba con ella y pereciesen todos; porque, perdida la barca, el Almirante correría después peligro en el mar; y por esto no quería hacer más de lo que se le había mandado, que era cargar agua y leña; a lo menos, hasta que viese que los nuestros tenían más necesidad de su socorro. Queriendo cumplir el encargo de tomar agua, para luego dar al Almirante cuenta de lo que pasaba, determinó ir por el río arriba a tomarla, hasta donde no se mezclase la dulce con la amarga, aunque algunos le intimaron que no hiciese aquel viaje, por el gran peligro que había con los indios y sus canoas; a que respondió que no temía aquel riesgo; que para esto había ido, y le había mandado el Almirante; así continuó su camino el río arriba, que es muy profundo, y muy cerrado de ambas partes, pobladas de árboles que llegan hasta el agua, y tan espesos que apenas es posible bajar a tierra, salvo en algunos parajes donde terminan las sendas de los pescadores, y donde ellos esconden sus canoas. Tan luego como los indios le vieron casi una legua más arriba del pueblo, salieron de lo más boscoso de ambas orillas con sus barcas o canoas, y con grandes alaridos embistieron por todas partes, tocando cuernos, con atrevimiento y mucha ventaja; porque siendo sus canoas ligerísimas, que un solo indio basta para gobernarlas y guiarlas adonde quieren, especialmente las que son chicas y de pescadores, venían en cada una tres o cuatro indios: uno bogaba y los otros arrojaban lanzas y dardos, contra los de la barca; llamo dardos y lanzas a sus varas, por el tamaño que tienen, si bien no llevan hierro, sino espinas o dientes de pez. No habiendo en nuestra barca sino siete u ocho hombres que bogaban, y el capitán con solos dos o tres soldados, no podían resguardarse de las muchas lanzas que les tiraban, con lo que tuvieron que dejar los remos, y tomar las rodelas; pero era tanta la muchedumbre de indios que llovía de todas partes, que arrimándose con las canoas, y retirándose cuando les parecía, con destreza, hirieron la mayor parte de los cristianos, y especialmente al capitán, al que dieron muchas heridas, y aunque estuvo siempre firme, animando a los suyos, no le sirvió de nada, porque le tenían sitiado por todas partes, sin poderse mover ni valerse de los mosquetes; hasta que, al fin, le hirieron en un ojo con una lanza, de cuya herida cayó muerto de repente; todos los otros tuvieron el mismo fin, excepto un tonelero de Sevilla, llamado Juan de Noya, cuya buena suerte quiso que en medio de la contienda cayese al agua; nadando por debajo, salió a la orilla sin que nadie le viese, y por entre la espesura de los árboles llegó a la población a dar nuevas del suceso, de que se espantaron mucho los nuestros, quienes, viéndose tan pocos, heridos la mayor parte, algunos de los compañeros muertos, y estar el Almirante en el mar, sin barca, a riesgo de no poder volver a sitio de donde pudiese enviar socorros, determinaron no quedarse donde se hallaban; así, al instante, sin obediencia, ni orden alguna, hubiéranse ido de allí, si no lo impidiese la boca del río, que con el mal tiempo se había vuelto a cerrar, de modo que no sólo no podía salir por ella el navío que les había quedado, pero ni una barca, porque el mar lo rompía todo; ni siquiera una persona que pudiese dar aviso al Almirante de lo que les había sucedido. Este no corría menos riesgo en el mar donde estaba surto, por ser playa, no tener barca y contar con tan poca gente, por la que le habían muerto; de modo que, él y todos nosotros estábamos en el mismo trabajo y confusión que los del pueblo, quienes, por el desastre del combate pasado, y por venir el río abajo los muertos, llenos de heridas, seguidos de los cuervos de aquel país, que venían sobre ellos graznando y volando, lo tomaban todo por agüero desdichado, y estaban con miedo de tener el mismo fin que los otros; mayormente, viendo que los indios estaban muy soberbios con la victoria, y no los dejaban sosegar un instante, por la mala disposición del pueblo. Es cierto que todos hubiéramos quedado maltrechos si no se tomara la buena resolución de ir a una gran playa, despejada, a la parte oriental del río, donde se fabricó un baluarte con los toneles y otras cosas que tenían, plantando la artillería en lugares convenientes, y así se defendían, porque los indios no se atrevían a salir del bosque, por el daño que recibían de las pelotas.
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Cómo Cortés mandó hacer dos bergantines de mucho sostén e veleros para andar en la laguna; y cómo el gran Montezuma dijo a Cortés que le diese licencia para ir a hacer oración a sus templos, y lo que Cortés le dijo, y como te dio licencia Pues como hubo llegado el aderezo necesario para hacer los bergantines, luego Cortés se lo fue a decir y a hacer saber a Montezuma, que quería hacer dos navíos chicos para se andar holgando en la laguna; que mandase a sus carpinteros que fuesen a cortar la madera, y que irían con ellos nuestros maestros de hacer navíos, que se decían Martín López y un Alonso Núñez; y como la madera de roble está obra de cuatro leguas de allí, presto fue traída y dado el gálibo della; y como había muchos carpinteros de los indios, fueron de presto hechos y calafateados y breados, y puestas sus jarcias y velas a su tamaño y medida, y una tolda a cada uno; y salieron tan buenos y veleros como si estuvieran un mes en tomar los gálibos, porque el Martín López era muy extremado maestro, y éste fue el que hizo los trece bergantines para ayudar a ganar a México, como adelante diré, e fue un buen soldado para la guerra. Dejemos aparte esto, e diré cómo el Montezuma dijo a Cortés que quería salir e ir a sus templos a hacer sacrificios e cumplir sus devociones, así para lo que a sus dioses era obligado como para que conozcan sus capitanes e principales, especial ciertos sobrinos suyos que cada día le vienen a decir le quieren soltar y darnos guerra, y que él les da por respuesta que él se huelga de estar con nosotros: porque crean que es como se lo han dicho, porque así se lo mandó su dios Huichilobos, como ya otra vez se lo ha hecho creer. Y cuanto a la licencia que le demandaba, Cortés le dijo que mirase que no hiciese cosa con que perdiese la vida, y que para ver si había algún descomedimiento, o mandaba a sus capitanes o papas que le soltasen o nos diesen guerra, que para aquel efecto enviaba capitanes e soldados para que luego le matasen a estocadas en sintiendo alguna novedad de su persona; y que vaya mucho en buena hora, y que no sacrificase ningunas personas, que era gran pecado contra nuestro Dios verdadero, que es el que le hemos predicado, y que allí estaban nuestros altares e la imagen de nuestra señora, ante quien podría hacer oración sin ir a su templo. Y el Montezuma dijo que no sacrificaría ánima ninguna, e fue en sus muy ricas andas acompañado de grandes caciques con gran pompa, como solía, y llevaba delante sus insignias, que era como vara o bastón, que era la señal que iba allí su persona real, como hacen a los visorreyes desta Nueva-España; e con él iban para guardarle cuatro de nuestros capitanes, que se decían Juan Velázquez de León y Pedro de Alvarado e Alonso de Ávila y Francisco de Lugo, con ciento cincuenta soldados, e también iban con nosotros el padre de la Merced, para le retraer el sacrificio si le hiciese de hombres; e yendo como íbamos al cu de Huichilobos, ya que llegábamos cerca del maldito templo mandó que le sacasen de las andas, e fue arrimado a hombros de sus sobrinos y de otros caciques hasta que llegó al templo. Ya he dicho otras veces que por las calles por donde iba su persona todos los principales habían de llevar los ojos puestos en el suelo y no le miraban a la cara; y llegado a las gradas del adoratorio, estaban muchos papas aguardando para le ayudar a subir de los brazos, e ya le tenían sacrificados desde la noche anterior cuatro indios; y por más que nuestro capitán le decía, y se lo retraía el fraile de la Merced, no aprovechaba cosa ninguna, sino que había de matar hombres y muchachos para sacrificar; y no podíamos en aquella sazón hacer otra cosa sino disimular con él porque estaba muy revuelto México y otras grandes ciudades con los sobrinos de Montezuma, como delante diré; y cuando hubo hecho sus sacrificios, porque no tardó mucho en hacerlos, nos volvimos con él a nuestros aposentos; y estaba muy alegre, y a los soldados que con él fuimos luego nos hizo merced de joyas de oro. Dejémoslo aquí, y diré lo que más pasó.
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Capítulo XCVIII Que trata de la venida de los navíos que quedaron en Valparaíso y de cómo fueron a descubrir una isla donde trajo bastimento para el campo Estando en este placer y contento de la victoria que el gobernador había habido, allegó a la boca de la bahía el armada que en el puerto de Valparaíso había quedado el capitán Joan Bautista para que pertrechada la trajese. Era una galera y un navío pequeño. Fue con ellos buen socorro. Descargado el bastimento que traía y el fardaje de la gente que por tierra había venido, mandó el gobernador al capitán Joan Bautista que fuese con la armada a correr la costa y que donde pudiese cargar de comida aquellos navíos lo trujese. Embarcáronse cuarenta soldados, y envió por tierra al general Gerónimo de Alderete con sesenta de a caballo para hacer espaldas a la gente del armada, que eran cincuenta y tres hombres y llevaban veinte arcabuceros. Y como la tierra es muy poblada y la gente de ella muy belicosa, era todo esto menester. Allegada la armada a la costa de Arauco, salimos en tierra el capitán con cuarenta hombres y corrimos hasta media legua la tierra adentro, donde hallamos muy gran cantidad de casas y mucha poblazón y las casas sin gente. Y esto era a causa de estar toda la más gente en consulta y puestos a punto de guerra para dar en la gente de a caballo, que estaba dos leguas de donde estaba la de la armada porque no sabíamos los unos de los otros. Y viendo el capitán Alderete que no tenía ni podría haber nueva del armada, hizo la vuelta para el fuerte de donde el gobernador estaba. Y el capitán Joan Bautista viendo que en tierra tan poblada no había gente, entendiendo que estaba junta y que sería mucha y que no se podía resistir, acordó, tomando parecer de buenos hombres que consigo llevaba, qué convenía hacer. Mandó hacer a la vela el armada e ir a una isla que cercana estaba que al pasar habíamos descubierto. Y navegando para la isla, íbamos en los esquifes por cerca de tierra y dentro doce arcabuceros, los cuales tomaron ciertas balsas con ciertos caciques y los metieron en la galera. Y con esta presa se metió el capitán con su armada en una bahía que se halló en la isla. Y visto por los indios, pusiéronse en arma y vinieron en dos escuadroncillos, porque hay en la isla dos caciques y señores de ella. El uno vino con su gente cerca, donde habló al capitán y le hizo un parlamento, dándoles a entender a lo que era allí venido por mandado del gobernador, y que le rogaba les diese alguna comida, lo cual fue tanto lo que trajeron que no había para un día. Viendo el capitán que no se lo querían dar, salió en tierra con cuarenta hombres, los diez y ocho arcabuceros, y subió una loma baja donde estaba un cacique con su gente, que serían doscientos indios, los cuales aguardaron, que con las lanzas que nos alcanzábamos. Y esto hicieron viendo que nos habían tomado las espaldas. El otro cacique con cuatrocientos y cincuenta indios tenían ocupado el embarcadero. Y junto con esto vieron que eran ellos muchos y nosotros pocos. Pues estando el capitán con los españoles tan cerca, habló un indio viejo que tenía una capa de cuero de carnero negro, y con una hacha de piedra en una asta de madera hizo una raya por junto los pies del capitán muy larga, y dijo que de allí nos volviésemos y que no pasásemos su tierra ni le viésemos sus casas, so pena que nos matarían, lo cual nos declaró un yanacona que entendía la lengua. Luego el capitán mandó disparar los arcabuces, viéndose cercado de indios y tomada la mar. Y dimos en ellos. Y ellos, pensando que éramos otros, pusiéronse a resestirnos y no pudieron, porque no les dejamos entrar en otro juego sino tomar la huida, puesto que algunos se tardaron, porque alcanzaron los arcabuces a los delanteros y los filos de las espadas a los perezosos en huir. Pues viendo el escuadrón que tenía tomada la mar que los de arriba iban de priesa y a su pesar, acordaron ausentarse del trueno antes que llegase el relámpago. Seguimos en el alcance y sojuzgamos la isla toda en breve y recogimos algunas piezas, y amansándolos nos ayudaron a traer toda provisión para la galera y galeón, de maíz y papas y frísoles que les tomaron. De esta suerte vinimos al fuerte donde estaba el gobernador, y mandó repartir a todo el campo el bastimento, que tuvo qué comer algunos días. El capitán trujo ante el capitán tres caciques que tomó en las balsas y dos que tomó en la isla, y éstos dijeron al gobernador cómo adelante estaba otra isla mayor que aquella suya y más poblada, y la tierra de la costa firme mucho más
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De la provincia de los Canas y de los que dicen de Ayavire, que en tiempo de los ingas fue, a lo que se tiene, gran cosa Luego que salen de los Canches, se entra en la provincia de los Canas, que es otra nación de gente, y los pueblos dellos se llaman en esta manera: Hatuncana, Chicuana, Horuro, Cacha, y otros que no cuento. Andan todos vestidos, y lo mismo sus mujeres, y en la cabeza usan ponerse unos bonetes de lana, grandes y muy redondos y altos. Antes que los ingas los señoreasen tuvieron en los collados fuertes sus pueblos, de donde salían a darse guerra; después los bajaron a lo llano, haciéndolos concertadamente. Y también hacen, como los canches, sus sepulturas en las heredades, y guardan y tienen unas mismas costumbres. En la comarca destos canas hubo un templo a quien llamaban Aconcagua; es donde sacrificaban conforme a su ceguedad. Y en el pueblo de Chaca había grandes aposentos hechos por mandato de Topainga Yupangue. Pasado un río está un pequeño cercado, dentro del cual se halló alguna cantidad de oro, porque dicen que a comemoración y remembranza de su dios Ticeviracocha, a quien llaman hacedor, estaba hecho este templo, y puesto en él un ídolo de piedra de la estatura de un hombre, con su vestimenta y una corona o tiara en la cabeza; algunos dijeron que podía ser esta hechura a figura de algún apóstol que llegó a esta tierra; de lo cual en la segunda parte trataré lo que desto sentí y pude entender, y la que dicen del fuego del cielo que abajó, el cual convirtió en ceniza muchas piedras. En toda esta comarca de los Canas hace frío, y lo mismo en los Canches, y es bien proveída de mantenimientos y ganados. Al poniente tiene la mar del Sur, y al oriente la espesura de los Andes. Del pueblo de Chicuana, que es desta provincia de los Canas, hasta el de Ayavire habrá quince leguas, en el cual término hay algunos pueblos destos canas, y muchos llanos, y grandes vegas bien aparejadas para criar ganados, aunque el ser fría esta región demasiadamente lo estorba; y la muchedumbre de hierba que en ella se cría no da provecho si no es a los guanacos y vicunias. Antiguamente fue (a lo que dicen) gran cosa de ver este pueblo de Ayavire, y en este tiempo lo es, especialmente las grandes sepulturas que tiene, que son tantas que ocupan más campo que la población. Afirman por cierto los indios que los naturales deste pueblo de Ayavire fueron de linaje y prosapia de los canas, y que inga Yupangue tuvo con ellos algunas guerras y batallas, en las cuales, demás de quedar vencidos del Inga, se hallaron tan quebrantados, que hubieron de rendírsele y darse por sus siervos, por no acabar de perderse. Mas como algunos de los ingas debieron ser vengativos, cuentan más: que después de haber con engaño y cantela muerto el Inga mucho número de indios de Copacopa y de otros pueblos confinantes a la montaña de los Andes, hizo lo mismo de los naturales de Ayavire, de tal manera que pocos o ninguno quedaron vivos, y los que escaparon es público que andaban por las sementeras llamando a sus mayores, muertos de mucho tiempo, y lamentando su perdición con gemidos de gran sentimiento de la destruición que por ellos y por su pueblo había venido. Y como este Ayavire está en gran comarca y cerca dél corre un río muy bueno, mandó inga Yupangue que le hiciesen unos palacios grandes, y conforme al uso dellos se edificaron, haciendo también muchos depósitos pegados a la falda de una pequeña sierra, donde metían los tributos; y como cosa importante y principal, mandó fundar templo del sol. Hecho esto, como los naturales de Ayavire faltasen por la causa dicha, inga Yupangue mandó que viniesen de las naciones comarcanas indios con sus mujeres (que son los que llaman mitimaes), para que fuesen señores de los campos y heredades de los muertos, y hiciesen la población grande y concertada junto al templo del sol y a los aposentos principales. Y dende en adelante fue en crecimiento este pueblo, hasta que los españoles entraron en este reino; y después, con las guerras y calamidades pasadas, ha venido en gran diminución, como todos los demás. Yo entré en él en tiempo que estaba encomendado a Juan de Pancorbo, vecino del Cuzco, y con las mejores lenguas que se pudieron haber se entendió este suceso que escribo. Cerca deste pueblo está un templo desbaratado, donde antiguamente hacían los sacrificios; y tuve por cosa grande las muchas sepulturas que están y se parecen por toda la redonda deste pueblo.
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CAPITULO XI Pártese de fa ciudad de México y vase al Puerto de Acapul- co en la Mar del Sur, donde se embarcan para las Islas Filipinas. Pásase por la isla de los Ladrones y pónense las condiciones y riquezas de aquella gente De la ciudad de México se van a embarcar al puerto de Acapulco, que es en la Mar del Sur y está en 19 grados de elevación del Polo y 30 leguas de la ciudad de México, que todas ellas son pobladas de muchos lugares de indios y españoles. En este puerto se embarcan y caminan al Sudueste hasta bajar a 12 grados y medio por buscar vientos prósperos, que los hallan (los que llaman los marineros brisas) y son tan favorables y continuos, que, como sea en los meses de noviembre, diciembre y enero, por maravilla tienen necesidad de tocar a las velas, lo cual es causa de que naveguen por él con tanta facilidad, que por ella y por las pocas tormentas que en él hay, le han dado nombre de Mar de Damas. Corren por el Poniente siguiendo siempre al sol cuando se aparta de nuestro hemisferio. Por este Mar del Sur, caminando cuarenta días pocos más o menos sin ver tierra, al fin de ellos se topan las Islas de las velas, que por otro nombre son llamadas de los Ladrones, las cuales son siete u ocho: están puestas Norte Sur y son habitadas de mucha gente de la manera que luego diremos. Estas islas están en 12 grados, y hay opiniones diferentes de las leguas que hay desde el puerto de Acapulco hasta ellas porque hasta el día de hoy ninguno lo ha podido saber de cierto por navegar del Este a oeste, cuyos grados nunca ha habido quien los haya sabido mensurar. Unos echan a este viaje 1.700 leguas, otros 1.800, pero la opinión de los primeros es tenida por más cierta. Todas estas islas están pobladas de gente blanca y de buenas facciones de rostro, semejantes en esto a las de Europa, aunque no en los cuerpos, porque son tan grandes como gigantes, y de tantas fuerzas que han acaecido a uno de ellos tomar dos españoles de buen cuerpo y estando en el suelo asir al uno de un pie con uña mano, y al otro de otra, y levantarlos con la facilidad que si fueran dos niños. Andan desnudos de pies a cabeza, así hombres como mujeres, aunque algunas de ellas suelen traer unos pedazos de cuero de venado atados por la cintura de hasta media vara de largo por honestidad; pero éstas son, muy pocas, respecto de las que no lo traen. Las armas que' usan son hondas y varas tostadas, que así en lo uno como en lo otro son muy diestros tiradores. Mantiénense de pescados que toman en la costa y de animales bravos que matan en las montañas alcanzándolos por pies. En estas islas hay una costumbre la más peregrina de cuantas se han visto y oído en el mundo, y es: que a los mancebos les tienen señalado tiempo limitado para casarse según su costumbre, y en todo él pueden entrar libremente en las casas de los casados y estar con sus mujeres sin ser por ello castigados, aunque lo vean los propios maridos; los cuales llevan una vara en la mano y cuando entran en las casas de los casados, la dejan a la puerta, de manera que los que llegan a ella la pueden ver fácilmente, y es señal para que aunque sea el propio marido no pueda entrar hasta que la haya quitado: lo cual se guarda con tanto rigor que si alguno fuere contra esta ley, le quitarían todos los demás luego la vida. No hay en todas estas islas Rey ni Señor conocido a quien los demás estén sujetos, y así vive cada uno como quiere. Entre los de las unas islas y otras suele haber guerra cuando se ofrece ocasión, como acaeció estando en el puerto de dicha Isla Española a donde como llegasen cantidad de 300 barquillos en que venían muchos de los naturales a vender a los de las naos gallinas, cocos, batatas y otras cosas de las que hay en aquellas islas, y a comprar otras de las que los nuestros llevaban, y especial hierro a que son muy aficionados y cosas de cristal y de poco momento, sobre cuáles habían de llegar a la nao con la canoa primero los de una isla o los de la otra, hubo entre ellos una gran contienda hasta llegar a las manos y herirse malamente como bestias, de lo cual murieron muchos en presencia de los nuestros, y no cesó la cuestión hasta que por bien de paz hicieron concierto entre ellos con infinitas voces: que los de una isla comprasen por la parte de babor del navío y los de la otra por la de estribor, con lo cual se apaciguaron y compraron y vendieron lo que pretendían. Luego en pago de la buena contratación, al despedirse de los nuestros les arrojaron en la nao varas tostadas con que hirieron algunos de los que estaban en la cubierta, pero no se fueron alabando, que los nuestros les pagaron el atrevimiento de contado con algunos arcabuzazos. Estima esta gente el hierro más que la plata y que el oro, por el cual daban frutas, ñames, batatas, pescado, arroz, jengibre y gallinas y muchas esteras galanas y bien labradas, y todo ello casi de balde. Son estas islas muy sanas y fértiles, y serían muy fáciles de conquistar a la fe de Cristo, si cuando pasan las naos a Manila, se quedasen allí algunos Religiosos con soldados que les guardasen hasta el año siguiente, que sería a poca costa. No se sabe hasta agora qué ritos ni ceremonias tengan, porque ninguno entiende su lengua ni ha estado en estas islas sino de paso, y a esta causa no se ha podido entender. La lengua que usan es fácil de aprender, al parecer, porque se pronuncia muy claramente. Al gengibre llaman asno y para decir quitá allá el arcabuz, dicen arrepeque. Ningún vocablo pronuncian por las narices, ni dentro de la garganta. Entiéndese que son todos gentiles por algunas señales que los nuestros les han visto hacer, y que adoran a los ídolos y al demonio, a quien sacrifican lo que prenden en guerra de sus comarcanos. Créese que descienden de los Tártaros por algunas particularidades que entre ellos se hallan que tienen símbolo con las de allá. Están estas islas Norte Sur de la tierra del Labrador, que está cerca de Terranova, y no distan mucho de la isla de Japón. Tiénese por muy cierto contratan con los Tártaros y que compran el hierro para vendérselo a ellos. Pusiéronles a estas islas los españoles que por ellas pasan isla de Ladrones, porque realmente lo son todos ellos y muy atrevidos y sutiles en el hurtar, en la cual facultad pueden leer cátedra a los Gitanos que andan en Europa. Para verificación de esto contaré una cosa que acaeció en presencia de muchos españoles, que les causó hasta admiración, y fue: que como un marinero estuviese a la banda de babor del navío puesto por el Capitán para que no dejase entrar ninguno en él y se embebeciese mirando algunas canoas de los isleños (que son unas barquillas en que ellos navegan hechas todas de una pieza) con su espada en la mano, uno de ellos se zambulló debajo del agua hasta llegar adonde estaba él, bien descuidado de cosa semejante, y sin verlo le arrebató la espada de las manos y se tornó a zambullir con ella; y como el marinero diese voces declarando la bellaquería que el isleño le había hecho, se pusieron algunos soldados con sus arcabuces para tirarle cuando saliese debajo del agua. El isleño que lo vio, salió encima del agua mostrando las manos y haciendo señas que no llevaba nada en ellas, que fue causa de que no le tirasen los que estaban a punto de hacerlo. Dentro de poco espacio (en el cual estuvo descansando) se tornó a zambullir y nadó debajo del agua tanto que no podía ya llegar la bala del arcabuz a hacerle daño, y pareciéndole que estaba seguro, sacó la espada de entre las piernas, donde la llevaba escondida, y comenzó a esgrimir con ella mofando de los nuestros a quien tan fácilmente había engañado. Este hurto, y otros muchos muy sutiles que han hecho, les ha dado nombre de Ladrones, y ha sido causa que a todas las islas donde ellos viven denominan de ellos, que lo perdonarían fácilmente por hallar de ordinario donde ejecutar su buena inclinación.
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De la salida que hizo el Gobernador para el Reino del Perú, y gente que sacó en su compañía Nuño de Chaves había llegado a aquella provincia con bastante recelo de no ser bien recibido del Gobernador, por causa de los antiguos bandos que se siguieron a la prisión de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, como también por no haber cumplido en su población las instrucciones que le fueron dadas, exceptuándose del gobierno de aquella provincia, por cuyas razones procuró cuanto era de su parte congratular al Gobernador y demás personas de distinción. Dióse en esto tan buena maña que se granjeó las voluntades de los hombres, y en particular la del Ilustrísimo Obispo que en aquellos días había casado una sobrina suya con don Diego de Mendoza, cuñado de Chaves, y con esta relación tuvo de su parte muy poderosa protección para la consecución de sus negocios. Instábale al Gobernador que le convenía pasar al Perú a dar cuenta al Vicerrey y Real Audiencia de sus negocios. Con estas razones y otras de menos monta se resolvió a ponerlo en efecto, haciendo para ellos grandes aparatos y pertrechos, así de embarcaciones, como de caballos, armas y municiones: ofreciéronse acompañarle muchas personas principales como el Contador Felipe de Cáceres, el Factor Pedro de Orantes, el capitán pedro de Segura, con su mujer e hijos, Cristóbal de Saavedra, Ruy Gómez de Maldonado, procurador general de la provincia, y otros muchos caballeros vecinos y conquistadores, y también el Obispo don Fray Pedro Hernández de la Torre, con siete sacerdotes entre clérigos y religiosos, que entre todos pasaron de 300, dejando el Gobernador por su lugar Teniente en aquella ciudad al capitán Juan de Ortega, y en la del Guairá a Alonso Riquelme de, Guzmán. Empezó su viaje el año de 1564 con toda su armada, que era de veinte navíos de vela y remo con otros tantos barcones, muchos bajeles, balsas y canoas, en que iba toda la más de la gente española con todo el servicio de sus casas que eran más de 2.000 personas sin otros tantos indios encomenderos, que iban por tierra con el capitán Nuño de Chaves, Por cuyo interés se resolvieron a dejar el suelo patrio, y trasplantarse a extraños países. Padecieron en el largo camino grandes trabajos y necesidades, y murieron muchos de hambre y sed. Llegados estos indios a un sitio distante de Santa Cruz 30 leguas se situaron en él, llamándole Itatin, haciendo alusión a la provincia de donde eran naturales. Allí se fundamentaron e hicieron sus sementeras. Los españoles no dejaron de pasar las mismas necesidades en toda la larga peregrinación, porque luego que la armada aportó a la parte de Santa Cruz, Nuño de Chaves se apoderó del mando y gobierno de ella, sin consentir que el Gobernador ni otra alguna mandase ni en la paz ni en la guerra, con que muchos iban mal contentos, por cuya causa no se guardaba el orden que convenía, porque unos se quedaban atrás con sus deudos y amigos, y otros marchaban adelante con sus mujeres e hijos. En esta forma llegaron a Santa Cruz, donde a la sazón había mucha escasez de comestibles, con lo que padecieron gran penuria con pérdida de gran parte de sus indios encomenderos y Yanaconas. Los indios encomenderos en aquella provincia también se rebelaron contra los españoles hasta los Samócosis de la otra parte del río Guapay. Con éstos y los Chiriguanas que se coligaron a estorbar las comunicaciones del Perú, tuvieron sus reencuentros los soldados mandados de Nuño de Chaves con pérdida de gente de ambas partes. Dejó en la ciudad por su Teniente a Hernando de Salazar, y Chaves con 50 hombres fue al remedio de estos excesos con destino de pasar adelante, habiendo ordenado que prendiesen a Francisco de Vergara y otros sus amigos, y le quitasen las armas, para que pudiesen pasar adelante hacia el Perú, hasta que él diese la vuelta. Así fue ejecutado, sin que lo pudiesen estorbar requerimientos ni protestas. Con todo dispuesto Francisco de Vergara despachar al Perú a García Mosquera, mancebo de singular brío, hijo del capitán Ruy García, ambos muy leales servidores de S.M., a dar cuenta a la Real Audiencia de semejante agravio. Y habiendo llegado a la ciudad de la Plata y dada su embajada, se despachó provisión, para que libremente los dejase salir de la tierra, e ir a sus negociaciones al Perú. Esta providencia intimada y obedecida no tuvo el perfecto cumplimiento que debía, porque Hernando de Salazar por vía de torcedor ponía algunas dificultades, sin permitir que saliesen todos los que quisiesen, hasta que tomaron las armas y puestos en campaña se juntaron hasta 60 soldados, y algunos de ellos con sus mujeres e hijos, y tomaron el camino de los Llanos de Manso por no encontrarse con Nuño de Chaves, de quien ya se tenía noticia que venía del Perú por la cuesta que dicen de la Cuchilla, por excusar las precisas diferencias que entre ambos podría haber, si se encontrasen, porque Nuño de Chaves con varios informes tenía hecho su negocio muy a su placer con el Gobernador Lope García de Castro, y así fue muy aceptado darle lado, aunque con el riesgo de encontrarse con los Chiriguanas, que les dieron varios asaltos por impedirles el camino que llevaban, matándoles un fraile que llamaban de Nuestra Señora de las Mercedes, y otros españoles de cuyos peligros fue Nuestro Señor servido de sacarlos, llegando con bien a aquel reino, al cual entraron por la frontera de Tomina, por el camino que dicen de Cuzco-toro, que el día de hoy es muy trillado por los Chiriguanas que allí comunican.
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CAPÍTULO XI Lo que sucedió al teniente general yendo a prender a un curaca Un día de los que el gobernador estuvo en el pueblo de Hirrihigua, tuvo aviso y nueva cierta cómo el cacique estaba retirado en un monte no lejos del ejército. El teniente general Vasco Porcallo de Figueroa, como hombre tan belicoso y ganoso de honra, quiso ir por él, por gozar de la gloria de haberlo traído por bien o por mal, y no aprovechó que el gobernador quisiese estorbarle el viaje diciéndole que enviase otro capitán, sino que quiso ir él mismo. Y así, nombrando los caballeros e infantes que le pareció llevar consigo, salió del real con gran lozanía y mayor esperanza de traer preso o hecho amigo al curaca Hirrihigua. El cual, por sus espías supiese que el teniente general y muchos castellanos iban donde él estaba, les envió un mensajero diciendo que les suplicaba no pasasen adelante porque él estaba en lugar seguro donde por más y más que trabajasen no podrían llegar a él por los muchos malos pasos de arroyos, ciénagas y montes que había en medio. Por tanto, les requería y suplicaba se volviesen antes que les acaeciese alguna desgracia si entrasen en alguna parte donde no pudiesen salir y que este aviso les daba, no de miedo que de ellos tuviese que le hubiesen de prender, sino en recompensa y servicio de la merced y gracia que le habían hecho en no haber hecho el mal y daño que en su tierra y vasallos pudieran haber hecho. Este recaudo envió muchas veces el cacique Hirrihigua, que casi se alcanzaban los mensajeros unos a otros. Mas el teniente general cuanto ellos más se multiplicaban tanto más deseaba pasar adelante, entendiendo al contrario y persuadiéndose que era temor del curaca y no cortesía ni manera de amistad y que, porque no se le podía escapar, porfiaba tanto con los mensajes. Con estas imaginaciones se daba más prisa a caminar, sirviendo de espuelas a todos los que con él iban, hasta que llegaron a una grande y mala ciénaga. Dificultando todos el pasar por ella, sólo Vasco Porcallo hizo instancia a que entrasen y, por moverles con el ejemplo, porque como plático soldado que había sido, sabía que para ser un capitán obedecido en las dificuitades no tenía mejor remedio que ir delante de sus soldados (aunque ésta era temeridad), dio de las espuelas al caballo y entró a prisa en la ciénaga y en pos de él entraron otros muchos. Mas, a pocos pasos que el teniente general dio, cayó el caballo con él, donde se hubieran de ahogar ambos, porque los de a pie por ser légamo y lodo no podían nadar para llegar a prisa a socorrerle y por ser cieno se hundían si iban andando, y los de a caballo por lo mismo no podían llegar a favorecerle, que todos corrían un mismo peligro, sino que el de Vasco Porcallo era mucho mayor por estar cargado de armas y envuelto en el cieno y haberle tomado el caballo una pierna debajo, con que lo ahogaba sin dejarle valerse de su persona. De este peligro salió Vasco Porcallo más por misericordia divina que por socorro humano, y, como se vio lleno de lodo, perdidas las esperanzas que de prender al cacique llevaba y que el indio, sin haber salido con armas al encuentro a pelear con él, sólo con palabras enviadas a decir por vía de amistad le hubiese vencido (corrido y avergonzado de sí propio, lleno de pesar y melancolía), mandó volver a la gente. Y, como con el enojo de esta desgracia se juntase la memoria de su mucha hacienda y el descanso y regalo que en su casa había dejado y que su edad ya no era de mozo y que la mayor parte de ella era ya pasada y que los trabajos venideros de aquella conquista todos, o los más, habían de ser como los de aquel día, o peores, y que él no tenía necesidad de tomarlos por su voluntad, pues le bastaban los que había pasado, le pareció volverse a su casa y dejar aquella jornada para los mozos que a ella iban. Con estas imaginaciones fue todo el camino hablándolas a solas y a veces en público, repitiendo los nombres de los dos curacas Hirrihigua y Urribarracuxi, desmembrándolos por sílabas y trocando en ellas algunas letras para que le saliesen más a propósito que por ellas quería inferir, diciendo: "Hurri Harri, Hurri, Higa, burra coja, Hurri Harri. Doy al diablo la tierra donde los primeros y más continuos nombres que en ella he oído son tan viles e infames. Voto a tal, que de tales principios no se pueden esperar buenos medios ni fines; ni de tales agüeros, buenos sucesos. Trabaje quien lo ha menester para comer o ser honrado que a mí me sobra hacienda y honra para toda mi vida, y aún para después de ella." Con estas palabras, y otras semejantes, repetidas muchas veces, llegó al ejército, y luego pidió licencia al gobernador para volverse a la isla de Cuba. El general se la dio con la misma liberalidad y gracia que había recibido su ofrecimiento para la conquista y con la licencia le dio, el galeoncillos San Antón, en que se fue. Vasco Porcallo repartió por los caballeros y soldados que le pareció sus armas y caballos y el demás aparato y servicio de casa que, como hombre tan rico y noble, lo había llevado muy bueno y aventajado. Mandó dejar para el ejército todo el bastimento y matalotaje que para su persona y familia había sacado de su casa. Dio orden que un hijo suyo natural llamado Gómez Suárez de Figueroa, habido en una india de Cuba, se quedase para ir en la jornada con el gobernador; dejole dos caballos y armas y lo demás necesario para la conquista. El cual anduvo después en toda ella como muy buen caballero y soldado hijo de tal padre, sirviendo con mucha prontitud en todas las ocasiones que se le ofrecieron, y, después que los indios le mataron los caballos, anduvo siempre a pie sin querer aceptar del general, ni de otro personaje alguno, caballo prestado ni dado ni otro ningún regalo ni favor, aunque se viese herido y en mucha necesidad, por parecerle que todos los regalos que le hacían y ofrecían no llegaban a recompensar los servicios y beneficios por su padre hechos en común y particular a todo el ejército, de que el gobernador andaba congojado y deseoso de agradar y regalar a este caballero, mas su ánimo era tan extraño y esquivo que nunca jamás quiso recibir nada de nadie.
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CAPÍTULO XI Dónde se halla el azogue, y cómo se descubrieron sus minas riquísimas en Guancavilca Hállase el azogue en una manera de piedra que da juntamente el bermellón, que los antiguos llamaron minio y hoy día se dicen estar miniadas las imágenes que con azogue pintan en los cristales. El minio o bermellón celebraron los antiguos en grande manera teniéndolo por color sagrado, como Plinio refiere, y así dice que solían teñir con él el rostro de Júpiter los romanos, y los cuerpos de los que triunfaban; y que en la Etiopía, así los ídolos como los gobernadores, se teñían el rostro de minio, y que era estimado en Roma en tanto grado el bermellón (el cual solamente se llevaba de España, donde hubo muchos pozos y minas de azogue, y hasta el día de hoy las hay), que no consentían los romanos, que se beneficiase en España aquel metal, porque no les hurtasen algo, sino así en piedra como lo sacaban de la mina, se llevaba sellado a Roma, y allá lo beneficiaban y llevaban cada año de España, especial del Andalucía, obra de diez mil libras, y esto tenían los romanos por excesiva riqueza. Todo esto he referido del sobredicho autor, porque a los que ven lo que hoy día pasa en el Pirú, les dará gusto saber lo que antiguamente pasó a los más poderosos señores del mundo. Dígolo porque los Ingas, reyes del Pirú, y los indios naturales de él, labraron gran tiempo las minas del azogue, sin saber del azogue ni conocelle, ni pretender otra cosa sino este minio o bermellón, que ellos llaman llimpi, el cual preciaban mucho para el mismo efecto que Plinio ha referido de los romanos y etíopes, que es para pintarse o teñirse con él, los rostros y cuerpos suyos y de sus ídolos; lo cual usaron mucho los indios, especialmente cuando iban a la guerra, y hoy día lo usan cuando hacen algunas fiestas o danzas, y llámanlo embijarse, porque les parecía que los rostros así embijados ponían terror, y ahora les parece que es mucha gala. Con este fin en los cerros de Guancavilca, que son en el Pirú, cerca de la ciudad de Guamanga, hicieron labores extrañas de minas, de donde sacaban este metal, y es de modo que si hoy día entran por las cuevas o socabones que los indios hicieron, se pierden los hombres y no atinan a salir. Mas ni se curaban del azogue, que está naturalmente en la misma materia o metal de bermellón, ni aun conocían que hubiese tal cosa en el mundo. Y no sólo los indios, mas ni aún los españoles, conocieron aquella riqueza por muchos años, hasta que gobernando el licenciado Castro el Pirú, el año de sesenta y seis y sesenta y siete, se descubrieron las minas de azogue en esta forma. Vino a poder de un hombre inteligente llamado Enrique Garcés, portugués de nación, el metal colorado que he dicho que llamaban los indios llimpi, con que se tiñen los rostros, y mirándolo conoció ser el que en Castilla llaman bermellón; y como sabía que el bermellón se saca del mismo metal que el azogue, conjeturó que aquellas minas habían de ser de azogue; fue allá e hizo la experiencia y ensaye, y halló ser así. Y de esta manera descubiertas las minas de Palcas, en término de Guamanga, fueron diversos a beneficiar el azogue, para llevarle a México, donde la plata se beneficiaba por azogue, con cuya ocasión se hicieron ricos no pocos. Y aquel asiento de minas que llaman Guancavelica, se pobló de españoles y de indios que acudieron, y hoy día acuden a la labor de las dichas minas de azogue, que son muchas y prósperas. Entre todos, es cosa ilustrísima la mina que llaman de Amador de Cabrera, por otro nombre la de los Santos, la cual es un peñasco de piedra durísima empapada toda de azogue, de tanta grandeza, que se extiende por ochenta varas de largo y cuarenta en ancho, y por toda esta cuadra está hecha su labor en hondura de setenta estados, y pueden labrar en ella más de trescientos hombres juntos, por su gran capacidad. Esta mina descubrió un indio de Amador de Cabrera llamado Navincopa, del pueblo de Acoria; registrola Amador de Cabrera en su nombre; trajo pleito con el Fisco, y por ejecutoria se le dio el usofruto de ella por ser descubridor. Después la vendió por doscientos y cincuenta mil ducados, y pareciéndole que había sido engañado en la venta, tornó a poner pleito, porque dicen que vale más de quinientos mil ducados, y aun a muchos les parece que vale un millón; cosa rara haber mina de tanta riqueza. En tiempo que gobernaba el Pirú D. Francisco de Toledo, un hombre que había estado en México y visto cómo se sacaba plata con los azogues, llamado Pedro Fernández de Velasco, se ofreció de sacar la plata de Potosí por azogue; y hecha la prueba y saliendo muy bien, el año setenta y uno se comenzó en Potosí a beneficiar la plata con los azogues que se llevaron de Guancavelica, y fue el total remedio de aquellas minas, porque con el azogue se sacó plata infinita de los metales que estaban desechados, que llamaban desmontes. Porque como está dicho, el azogue apura la plata, aunque sea pobre y de poca ley, y seca, lo cual no hace la fundición de fuego. Tiene el Rey Católico de la labor de las minas de azogue, sin costa ni riesgo alguno, cerca de cuatrocientos mil pesos de minas, que son de a catorce reales o poco menos, sin lo que después de ello procede, por el beneficio que se hace en Potosí, que es otra riqueza grandísima. Sácanse un año con otro de estas minas de Guancavelica ocho mil quintales de azogue, y aun más.
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CAPÍTULO XI En seguida llamó Ixbalanqué a todos los animales, al pisote, al jabalí, a todos los animales pequeños y grandes, durante la noche, y a la madrugada les preguntó cuál era su comida. -¿Cuál es la comida de cada uno de vosotros?, pues yo os he llamado para que escojáis vuestra comida, les dijo Ixbalanqué. -Muy bien, contestaron. Y en seguida se fueron a tomar cada uno lo suyo, y se marcharon todos juntos. Unos fueron a tomar las cosas podridas; otros fueron a coger hierbas; otros fueron a recoger piedras. Otros fueron a recoger tierra. Variadas eran las comidas de los animales pequeños y de los animales grandes. Detrás de ellos se había quedado la tortuga, la cual llegó contoneándose a tomar su comida. Y llegando al extremo del cuerpo tomó la forma de la cabeza de Hunahpú, y al instante le fueron labrados los ojos. Muchos sabios vinieron entonces del cielo. El Corazón del Cielo, Huracán, vinieron a cernerse sobre la Casa de los Murciélagos. Y no fue fácil acabar de hacerle la cara, pero salió muy buena; la cabellera también tenía una hermosa apariencia, y asimismo pudo hablar. Pero como ya quería amanecer y el horizonte se teñía de rojo, -¡Oscurece de nuevo, viejo!, le fue dicho al zopilote. -Está bien, contestó el viejo, y al instante oscureció el viejo. "Ya oscureció el zopilote", dice ahora la gente. Y así, durante la frescura del amanecer, comenzó su existencia. -¿Estará bien?, dijeron. ¿Saldrá parecido a Hunahpú? -Está muy bien, contestaron. Y efectivamente, parecía de hueso la cabeza, se había transformado en una cabeza verdadera. Luego hablaron entre sí y se pusieron de acuerdo: No juegues tú a la pelota; haz únicamente como que juegas; yo solo lo haré todo, le dijo Ixbalanqué. En seguida le dio sus órdenes a un conejo: -Anda a colocarte sobre el juego de pelota; quédate allí entre el encinal, le fue dicho al conejo por Ixbalanqué ; cuando te llegue la pelota sal corriendo inmediatamente, y yo haré lo demás, le fue dicho al conejo cuando se le dieron estas instrucciones durante la noche. En seguida amaneció y los dos muchachos estaban buenos y sanos. Luego bajaron a jugar a la pelota. La cabeza de Hunahpú estaba colgada sobre el juego de pelota. -¡Hemos triunfado! ¡ Habéis labrado vuestra propia ruina; os habéis entregado!, les decían. De esta manera provocaban a Hunahpú. -Pégale a la cabeza con la pelota, le decían. Pero no lo molestaban con esto, él no se daba por entendido. Luego arrojaron la pelota los Señores de Xibalbá. Ixbalanqué le salió al encuentro; la pelota iba derecho al anillo, pero se detuvo, rebotando, pasó rápidamente por encima del juego de pelota y de un salto se dirigió hasta el encinal. El conejo salió al instante y se fue saltando; y los de Xibalbá corrían persiguiéndolo. Iban haciendo ruido y gritando tras el conejo. Acabaron por irse todos los de Xibalbá. En seguida se apoderó Ixbalanqué de la cabeza de Hunahpú; se llevó de nuevo la tortuga y fue a colocarla sobre el juego de pelota. Y aquella cabeza era verdaderamente la cabeza de Hunahpú y los dos muchachos se pusieron muy contentos. Corrieron, pues, los de Xibalbá a buscar la pelota y habiéndola encontrado entre las encinas, los llamaron, diciendo -Venid acá. Aquí está la pelota, nosotros la encontramos, dijeron, y la tenían colgando. Cuando regresaron los de Xibalbá exclamaron -¿Qué es lo que vemos? Luego comenzaron nuevamente a jugar. Tantos iguales hicieron por ambas partes. En seguida Ixbalanqué le lanzó una piedra a la tortuga; ésta se vino al suelo y cayó en el patio del juego de pelota hecha mil pedazos como pepitas, delante de los Señores. -¿Quién de vosotros irá a buscarla? ¿Dónde está el que irá a traerla?, dijeron los de Xibalbá. Y así fueron vencidos los Señores de Xibalbá por Hunahpú e Ixbalanqué. Grandes trabajos pasaron éstos, pero no murieron, a pesar de todo lo que les hicieron.
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Capítulo XI De los contadores que había, llamados Quipucamayos Aunque al Ynga y a sus reinos les faltó el arte tan industriosa de saber leer y escribir, medio tan famoso y conveniente para comunicarse las gentes de unas provincias a otras, y para salir los hombres de las tinieblas de la ignorancia, y alcanzar el título tan deseado de sabios, y trascender y alcanzar los secretos escondidos, y aun casos sucedidos de tantos millares de años como tenemos, sabemos y gozamos mediante las letras. Todavía tuvo el Ynga y los indios otro medio, aunque no tan fácil, notorio y claro como el de los libros y escritura, al menos fue más industrioso y sutil y escondido, con el cual los casos sucedidos en infinidad de años los referían los indios, que los tenían por oficio, tan puntual y distintamente, que los mejores y más diestros lectores de nuestras escrituras no se les aventajaran en el decirlos, en señalar los tiempos y ocasiones, las personas, edades y circunstancias que en ellos concurrieron, cosa maravillosa y de tener estima en una gente ignorante, y tenida en nuestras provincias por inculta y bárbara. Este medio y escritura para conservación de sus hechos, llamaban los indios Quipus, y a los indios que tenían por oficio guardar estos Quipus y dar cuenta y razón de ellos, Quipucamayos, que quiere decir contador. Estos Quipus eran un género de nudos, hechos en unos cordones algo gruesos de lanas y colores diferentes. Por éstos contaban y referían los días, semanas, meses y años, por éstos hacían unidades, decenas, centenas, millares y millones de millares, y para las cosas que querían decir, diferenciarlas, hacían unos nudos mayores que los otros, y ponían diversas las colores, de manera que para una cosa tenían un nudo colorado, y para otra amarillo o verde o azul o negro, según la calidad y según el número así era el nudo más o menos grueso. Por estos nudos contaban las sucesiones de los tiempos y cuando reinó cada Ynga, los hijos que tuvo, si fue bueno o malo, valiente o cobarde, con quién fue casado, qué tierras conquistó, los edificios que labró, el servicio y riqueza que tuvo, cuántos años vivió, dónde murió, a qué fue aficionado; todo en fin lo que los libros nos enseñan y muestran se sacaba de allí, y así todo lo que en este libro se refiere del origen, principio, sucesión, guerras, conquistas, destrucciones, castigos, edificios, gobierno, policía, tratos, vestidos, comidas, autoridad, gastos y riquezas, de los Yngas, todo sale de allí y por los Quipus he venido en conocimiento de ellos. Todos cuantos refieren cosas deste reino lo han alcanzado y sabido por este medio, único y solo de entender los secretos y antigüedades deste reino. Así tenían los contadores grandes montones destos cordeles, a manera de registros, como los escribanos los tienen en sus escritorios, y allí guardaban sus archivos y de tal manera que el que quería saber algo, no tenía más que hacer sino irse a un Quipucamayo de éstos, y preguntarle cuánto ha que sucedió esto, o cuál Ynga hizo esta ley, quién conquistó tal provincia, quiénes fueron sus capitanes, cuando fue el año seco o abundante, cuándo hubo pestilencias y guerras, cuándo se rebelaron tales indios, cuándo sucedió tal terremoto, en qué tiempo reventó tal volcán, cuándo vino tal río de avenida, destruyendo las chácaras. Luego el contador sacaba sus cuerdas y daba razón de ello, sin faltar un punto. No hay duda sino que si los españoles al principio tuvieran curiosidad en hacer que estos indios contadores, que estaban en el Cuzco como en cabeza, y era a su cargo lo más principal del reino, les declaraban e interpretaban estos Quipus y jerigonzas de ellos, como entonces estaba la tierra entera y estas cosas no se habían empezado a olvidar y dejar de los indios, y eran vivos los que de esto cuidaban, se descubrieran famosísimos sucesos de estos Yngas, de su origen, conquistas y batallas y acontecimientos, bastantes a henchir mucho número de libros que de ellos se escribieran, y lo que ahora se sabe con mucho trabajo, es a remiendos y por fragmentos, como ya van faltando, o han faltado de todo, los contadores antiguos. De la manera que los había en todo el Cuzco, generales del reino y de cada provincia en particular, así los había en cada provincia, que tenían cuenta y Quipu della. En cada pueblo, en los cordeles puestos el número de los indios del pueblo y de las cosas en general de él, y cada ayllo tenía su contador de sólo él, con los indios que había casados y solteros y viudos, y sus mujeres e hijos, y los que se morían y los que de nuevo nacían y los oficiales de cada oficio, de manera que si, en un punto, se quisiese saber cuántos indios había en un pueblo e indias, y cuántas personas chicas y grandes y las chácaras y ganados que tenían, en juntando los contadores se sabía, sin faltar cosa. Había otra maravilla, que cada provincia como tenía propio lenguaje nativo, también tenía nuevo modo de Quipu y nueva razón dello. Estos contadores los llamaban juntamente Marcacamayos, que significaba estar el pueblo a su cargo, y así los curacas cuando querían mandar alguna cosa que se hiciese en el pueblo, o que el Ynga lo ordenaba, o que fuesen a alguna obra pública, éstos se informaban dellos y se subían en un alto y, a la hora que la gente estaba sosegada y sin ruido, recogidos todos en sus casas, poco después de haber anochecido o a el amanecer, a voces declaraba lo que el día siguiente se había de hacer, y les amenazaba que el que excediese sería castigado rigurosamente. El que no hacía lo que se le mandaba, le castigaba el Marcacamayo con un azote que tenía y así era temido y respetado de todos. Estos Quipus y cuentas se usan el día de hoy entre, ellos, aunque no con la curiosidad que antiguamente, pero todas las obras de trabajo que se han de repartir entre ellos, cualquiera cosa que se ha de hacer van a ver el Quipu, a quién le cabe por su orden, y si está ausente, al que le sigue, como es el que ha de ir a las minas a servir al rey, o el que a de ir a alguna cosa del servicio del correjidor. Llega a un pueblo y pide un indio para cosa del servicio del rey, luego miran otro Quipu diferente para ello, y así para los demás negocios que se ofrecen. Si no fuese por ello habría entre ellos grandísima confusión, y en estos quipus suelen poner cuando el corregidor o el sacerdote no les pagan, u otras personas, todas las cosas de comida y demás que pidieron, y después en la residencia y visitas se lo piden, aún más de lo que les deben, por no quedar cortos, que su malicia ha subido ya más que solía, que como ven que cuando semejantes cosas piden siempre hay conciertos y rebajas, ponen de ordinario más de lo que les deben, porque haya lugar la rebaja y queden en lo que dieron, porque cierto que en astucias y malicias y delicadezas nos exceden a nosotros. Andando, de pocos años a esta parte, industriados los indios e indias de confesores doctos y experimentados en confesarse por estos cordeles y quipus, haciendo sus confesiones generales por los mandamientos y después cada vez que se confiesan sacan su quipu y por él van diciendo sus pecados, que cierto ha sido un medio maravilloso y de grandísimo efecto para que hagan sus confesiones más enteras y con más satisfacción de que tratan verdad (de que siempre se ha tenido sospecha), y con alguna más recordación y memoria de sus pecados, y más alivio de los que los sacramentan, porque en efecto se entiende que en general, o por la confusión de su entendimiento y la poca meditación que hacen de su vida, o por la facilidad que tienen en el mentir (que es grandísima), o por su pésima naturaleza, malicia e instigación del demonio, ellos las más confesiones las hacen nulas y dimidiadas ocultando los pecados que han cometido o, ya que los confiesan, negando el número, aunque estén ciertos dél o las circunstancias que los agravan notablemente, o mudan especie y, aunque ellos digan que de temor suelen encubrirlos, en esto también mienten, que si hay un sacerdote áspero y desabrido, los más los tratan con amor en las confesiones, procurándoles sacar sus pecados con suavidad, y muchas veces ellos son causa de hacer salir a sus confesores de los límites de la razón, cogiéndolo en las mentiras palpables y diciéndoles, para escusa de sus pecados, cosas que son imposibles. Y, desto basta esto. Sólo referiré, para que se note la curiosidad de algunos indios, lo que vi en un indio viejo y curaca en cierta doctrina, donde fui cura, el cual tenía en un cordel y quipu todo el calendario romano y todos los santos y fiestas de guardar por sus meses distintos, y me dijo que lo sabía aquello, y fue que a un religioso de mi orden, curioso, que había sido doctrinario allí, le había dicho se los leyese y diese a entender, y como el Padre se lo iba diciendo el indio iba en su quipu asentándolo, y a las fiestas de guardar ponía el nudo diferente y más grueso, y así era cosa de admiración cómo se entendía por el quipu, y sabía cuándo venían las fiestas y las vigilias de ellas.