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Capítulo XI 371 En el cual prosigue la materia, y nombra algunos grandes ríos que bajan dé los montes, y de su riqueza; trata algo del Perú 372 Habiendo dicho algo de los montes, aunque sumariamente, justo será decir algo de los ríos que en ellos salen, que son muchos y grandes, según que parece por la carta del navegar, adonde claramente se ve su grandeza ser tanta, que de muchos de ellos se coge agua dulce dentro en la mar alta, y se navegan y suben por ellos muchas leguas, y todas sus riberas solían ser muy pobladas de indios, aunque ahora en muchas partes y provincias las conquistas y entradas que han hecho las armadas han despoblado mucho la tierra, y los indios que han quedado, temerosos, se han metido la tierra adentro. De estos ríos que digo he visto algunos, pero de sólo uno quiero decir, que ni es de los mayores ni de los menores, y por éste se podrá entender la grandeza que los otros deben tener, y qué tales deben ser. 373 Este río de quien trato se llama en lengua de los indios Papaloapa, y es buen nombre, porque él papa y recoge en sí muchos ríos. La tierra que este río riega es de la buena y rica que hay en toda la Nueva España, y adonde los españoles echaron el ojo como a tierra rica; y los que en ella tuvieron repartimiento llevaron y sacaron de ella grandes tributos, y tanto la chuparon, que la dejaron más pobre que otra, y como estaba lejos de México no tuvo valedores. A este río pusieron los españoles nombre el río de Alvarado, porque cuando vinieron a conquistar esta tierra, el adelantado Pedro de Alvarado se adelantó con el navío que traía, y entró por este río arriba la tierra adentro. El principio de este río y su nacimiento es de las montañas de Zonguilica, aunque la principal y mayor fuente que tiene es la que dije de Aticpac. En este río de Papaloapa entran otros grandes ríos, como son el río de Quiuhtepec y el Uitzila, el de Chinantla, y el de Queuhquepaltepec y el de Tuztlan, y el de Teuziyuca. En todos estos ríos hay oro y no poco, pero el más rico es el de Uitzila. Cada uno de estos ríos, por ser grandes, se navegan con acales, y hay en ellos mucho pescado y bueno. Después que todos entran en la madre hácese un muy hermoso río y de muy hermosa ribera llena de grandes arboledas. Cuando va de avenida arranca aquellos árboles, que cierto es cosa de ver su braveza, y lo que hinche; antes que entre en la mar, revienta y hinche grandes esteros y hace grandes lagunas, y con todo esto cuando va más bajo lleva dos estados y medio de altura, y hace tres canales, la una de peña, la otra de lama, y la otra de arena. Es tanto el pescado que este río lleva, que todos aquellos esteros y lagunas están cuajados que parece hervir los peces por todas partes. Mucho había que decir de este río y de su riqueza, y para que algo se vea quiero contar de un solo estero, que dura siete u ocho leguas, que se llama el Estanque de Dios. 374 Este estero o laguna que digo parte términos entre dos pueblos; a el uno llaman Queuhquepaltepec, y al otro Otlaitlan; ambos fueron bien ricos y gruesos; así de gente como de todo lo demás; va tan ancho este estero como un buen río, y es bien hondo; y aunque lleva harta agua, como va por tierra muy llana, parece que no corre para ninguna parte; al mucho pescado que en él hay suben por él tiburones, lagartos, bufeos; hay en este estero sábalos tan grandes como toninas, y así andan en manadas y saltando sobre aguadas como toninas; hay también de los sábalos de España y de aquel tamaño, y los unos y los otros son de escama y manera y nombre los unos como los otros; por este estero suben y se crían en él manatíes o malatíes; asimismo se ceban en este estero muchas aves de muchas maneras; andan muchas garzas reales y otras tan grandes como ellas, sino que son más pardas y más oscuras, y no de tan grande cuello; andan otras aves como cigüeñas, y el pico es mayor, y es una cruel bisarma; hay garzotas, de muchas de las cuales se hacen hermosos penachos, por ser las plumas mucho mayores que las garzotas de España; hay de estas cosas sinnúmero: alcatraces, cuervos marinos; algunas de éstas y otras aves somorgujando debajo del agua sacaban muchos peces. Las otras menores aves que no saben pescar están esperando la pelea que los pescados grandes tienen con los menores, y los medianos a los pequeños, y en este tiempo como se desbarata el cardumen del pescado, y van saltando los unos y los otros guareciéndose a la orilla, entonces se ceban las aves en los peces que saltan y en los que se van a la orilla del agua; y a el mejor tiempo vienen de encima gavilanes y halcones a cebarse en aquellas aves que andan cebándose en los peces, y como son tantas tienen bien en qué se cebar; lo uno y lo otro es tan de ver, que pone admiración ver cómo los unos se ceban en los otros, y los otros en los otros, y cada uno tiene su matador. Pues mirando a la ribera y prados, hay muchos venados y conejos y liebres en grande abundancia, mayormente venados, adonde vienen los tigres y leones a cebarse en ellos; demás de esto, de una parte y de otra va muy gentil arboleda, que demás de las aves ya dichas, hay unas como sierpes que los indios llaman queuhquezpal, que quiere decir sierpe de monte; a los lagartos grandes llaman sierpe de agua. En las islas llaman a las primeras, iguanas. Estas andan en tierra y entre tierra y agua, y parecen espantosas a quien no las conoce; son pintadas de muchas colores, y el largo de seis palmos, más o menos. Otras hay en las montañas y arboledas que son más pardas y menores; las unas y las otras comen en día de pescado, y su carne y sabor es como de conejo; éstas salen al sol y se ponen encima de los árboles, en especial cuando hace día claro. 375 En este estero y en el río hay otros muchos géneros de aves, en especial unas aves muy hermosas, a que los indios llaman teucachule, que quiere decir dios cachule. Estas así por su hermosura como por su preciosidad, los indios las tenían por dioses, toda la pluma que estas aves tienen es muy buena y fina para las obras que los indios labran de pluma y oro; son mayores que gallos de Castilla. Entre otras muchas especies de patos y ánades, hay también unos negros, y las alas un poco blancas, que ni son bien ansares ni bien lavancos; éstos también son de precio. De éstos sacan la pluma de que tejen las mantas ricas de pluma; solía valer uno de éstos en la tierra adentro un esclavo; ahora de los patos que han venido de Castilla y de los lavancos, los tienen los indios para pelar y sacar pluma para tejer; la pluma de los de Castilla no es tan buena como la de los de esta tierra. 376 En este río y sus lagunas y esteros se toman manatíes, que creo que es el más precioso pescado que hay en el mundo; algunos de éstos tienen tanta carne como un buey, y en la boca se parecen mucho a el buey; tienen algo más escondida la boca, y la barba más gruesa y más carnuda que el buey; sale a pacer a la ribera, y sabe escoger buen pasto, porque de yerba se mantiene; no sale afuera del agua más de medio cuerpo, y levántase sobre dos manos o cotones que tiene algo anchos, en los cuales señala cuatro uñas como de elefante, sino que son mucho menores, y así tiene los ojos y el cuero como de elefante; lo demás de su manera y propiedades pone bien el libro de la Historia general de las Indias, haylos en este estero y aquí los arponan los indios y los toman con redes. 377 De dos veces que yo navegué por este estero que digo, la una fue una tarde de un día claro y sereno, y es verdad que yo iba la boca abierta mirando aquel Estanque de Dios, y veía cuán poca cosa son las cosas de los hombres y las obras y estanques de los grandes príncipes y señores de España, y cómo todo es cosa contrahecha adonde están los príncipes del mundo, que tanto trabajan por cazar las aves para volar las altanerías desvaneciéndose tras ellas; y otros en atesorar plata y oro y hacer casas y jardines y estanques; en lo cual ponen su felicidad; pues miren y vengan aquí, que todo lo hallarán junto, hecho por la mano de Dios, sin afán ni trabajo, lo cual todo convida a dar gracias a quien hizo y crió las fuentes y arroyos, y todo lo demás en el mundo, criado con tanta hermosura; y todo para servicio del hombre, y con todo ello malcontentos; pues que desde una tierra tan rica y tan lejos como es España muchos han venido no contentos con lo que sus padres se contentaron (que por ventura fueron mejores y para más que no ellos), a buscar el negro oro de esta tierra, que tan caro cuesta, y a enriquecerse y usurpar en tierra ajena lo de los pobres indios, y tratarlos y servirse de ellos como de esclavos. Pues mirándolo y notándolo bien, todos cuantos ríos hay en esta Nueva España, ¿qué han sido sino ríos de Babilonia, adonde tantos llantos y tantas muertes ha habido, y adonde tantos cuerpos y ánimas han perecido? ¡Oh, y cómo lloran esto las viudas y aún las casadas en España, por los ahogados en estos ríos y muertos en esta tierra y a los acá olvidados y abarraganados sin cuidado de volver a sus casas, ni a donde dejaron sus mujeres, dadas por la ley y mandamiento de Dios; otro dilatando su partida, no queriendo ir hasta que estén muy ricos; y los más de éstos permite Dios que vienen a morir en un hospital! Había de haber para éstos un fiscal que los apremiase con penas; porque más le valiera ser buenos por mal, que no dejarlos perseverar en su pecado; no sé si les cabrá parte de la culpa a los prelados y confesores; porque si éstos hiciesen lo que es en sí y los castigasen y reprendiesen, ellos volvieran a sus casas y a remediar a sus hijos. 378 A los moradores de las islas no les bastan los indios que de ellas han acabado y despoblado, sino buscar mil modos y maneras para con sus armadas venir a hacer saltos a la tierra firme; denle cuanto buena color quisiere delante de los hombres, que delante de Dios yo no sé qué tal será. 379 ¡Oh, qué río de Babilonia se abrió en la tierra del Perú! ¡Y cómo el negro oro se vuelve en amargo lloro, por cuya codicia muchos vendieron sus patrimonios, con que se pudieran sustentar tan bien como sus antepasados! Y engañados de sus vanas fantasías, de adonde pesaban llevar con qué se gozar, vinieron a llorar, porque antes que allegaran a el Perú, de diez apenas escapaba uno, y de ciento, diez; y de aquellos que escapaban, allegados al Perú han muerto mil veces de hambre y otras tantas de sed, sin otros muchos e innumerables trabajos, sin los que han muerto a espada, que no han sido la menor parte. Y porque de mil ha vuelto uno a España, y éste lleno de bienes, por ventura mal adquiridos, y según San Agustín, no llegarán al tercero heredero, y ellos y el oro todos van de una color, porque con el oro cobraron mil enfermedades, unos tullidos de bubas, otros con mal de ijada, bazo y piedra, y riñones, y otras mil maneras y géneros de enfermedades, que los que por esta Nueva España aportan en la color los conocen, y luego dicen: "este perulero es"; y por uno que con todos estos males (sin el mayor mal que es el de su alma) aporta a España rico, se mueven otros mil locos a venir a buscar la muerte del cuerpo y del ánima; y pues no os contentaste con lo que en España teníades, para pasar y vivir como vuestro pasados, en pena de vuestro yerro es razón que padezcáis fatigas y trabajos sin cuento. 380 ¡Oh, tierra del Perú, río de Babilonia, montes de Gelboe, adonde tantos españoles y tan noble gente ha perecido y muerto, la maldición de David te comprendió, pues sobre muchas partes de tu tierra ni cae lluvia, ni llueve, ni rocía! ¡Nobles de España, llorad sobre estos malditos montes!, pues los que en las guerras de Italia y África peleaban como leones contra sus enemigos, volaban como águilas siguiendo a sus adversarios, en la tierra del Perú murieron no como valerosos, ni como quien ellos eran, sino de hambre y sed, y frío, padeciendo otros innumerables trabajos, unos en la mar, otros en los puertos, otros en los caminos, otros en los montes y despoblados. Oído he certificar que aunque la tierra del Perú ha sido de las postreras que se descubrieron, ha costado más vidas de españoles que costaron las Islas y Tierra Firme y Nueva España. ¿A dónde ha habido en tierra de infieles de tan pocos años acá tantas bastallas como ha habido de cristianos contra cristianos, tan crueles con en el Perú, y a donde tantos muriesen? Bien señalado quedó el campo de la sangre que allí se derramó, y de lo que después sucedió muestra el grande espanto de las crueles muertes. Porque como esta batalla se dio en unos campos rasos, adonde no hay árboles ni montes, fueron vistas lumbres algunas noches, y muy temerosas y espantosas voces como de gente trabada en batalla, que decían: "¡mueran, mueran, mátalos, mátalos, a ellos, a ellos, préndelo, llévale, no le dejes vida!", etc.; y que esto sea verdad muchos españoles que del Perú han venido a esta Nueva España lo han certificado, y también ha venido por testimonio, que quedó aquel lugar donde fue la batalla tan temeroso, que aun de día no osaban pasar por allí, y los que de necesidad han de pasar parece que van como espantados y que los cabellos se les respeluzan, sin poder ser otra cosa en su mano. Mas bastante fue la avaricia de nuestros españoles para destruir y despoblar esta tierra que todos los sacrificios y guerras y homicidios que en ella hubo en tiempo de su infidelidad, con todos los que por todas partes se sacrificaban, que eran muchos; y porque algunos tuvieron fantasía y opinión diabólica que conquistando a fuego y a sangre servirían mejor los indios, y que siempre estarían en aquella sujeción y temor, asolaban todos los pueblos a donde llegaban; ¡cómo en verdad fuera mejor haberlos ganado con amor, para que tuvieran de quién se servir! Y estando la tierra poblada, estuviera rica, y todos ellos fueran ricos, y no tuvieran tanto de qué dar estrecha cuenta al tiempo de la final residencia, pues el mismo Dios dice que por cada ánima de un prójimo darás la tuya y no otra prenda; porque Cristo como Señor soberano echa mano de lo bien parado y entrégase en lo mejor, así por el indio que por el demasiado trabajo que le das muere en tu servicio o por tu causa, y más si por tu culpa el tal muere sin bautismo; pues mira que sois sus guardas, y que se dan en guarda y encomienda, y que tenéis de dar cuenta de ellos y muy estrecha, porque la sangre y muerte de éstos que tan poco estimáis clamará delante de Dios, así de la tierra del Perú como de las Islas y Tierra Firme; por eso ande buena olla y mal testamento, que el que no hace lo que debe, su muerte come en la olla; por eso no curéis de saber de dónde viene la gallina sin pagarla, y por qué se traen los conejos y codornices y los otros muchos presentes y servicios, que queréis de vuestra boca sea medida, descuidados de saber el daño que hacen vuestros ganados en las heredades y sementeras ajenas, las joyas a el tiempo del tributo demasiadas, y mandar que den mantas y alpargates a los criados y criadas, y de vestir y calzar a los esclavos, y que traigan miel y cera, sal y loza, y esteras y todo cuanto se les antoja a las señoras; y a el negro y a la negra demandar esto, es de remediar y sentir que se recibe con mala conciencia, porque todas estas cosas serán traídas y presentadas en el día de la muerte, si acá primero no se restituyen, y no aguardar a el tiempo del dar de la cuenta, cuando no se puede volver el pie atrás, ni hay lugar de enmienda. Ciertamente gran merced hace Dios a los que de esta parte de la muerte los retrae de los pecados y les da tiempo de penitencia y lumbre de conocimiento; a este fin se escriben semejantes cosas, para que despierte el que duerme. 381 Cuando los españoles se embarcan para venir a estas tierra, a unos les dicen, a otros se les antoja, que van a la isla de Ofir, de donde el rey Salomón llevó el oro muy fino, y que allí se hacen ricos cuantos a ella van; otros piensan que van a las islas de Tarsis o al gran Zupango, a do por todas partes es tanto el oro, que lo cogen a haldadas, otros dicen que van en demanda de las Siete Ciudades, que son tan grandes y tan ricas, que todos han de ser señores de salva. ¡Oh, locos y más que locos! ¡Y si quisiese Dios y tuviese por bien que de cuantos han muerto por estas partes resucitase uno para que fuese a desengañar y testificar y dar voces por el mundo, para que no viniesen los hombres a tales lugares a buscar la muerte con sus manos! Y son como las suertes, que salen en lleno y con preseas, veinte y salen diez o doce mil en blanco.
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De cómo se descubrió una isla y se reconoció la del volcán, y la pérdida de la nao almiranta El tropel de todas estas cosas y por decir, las pasó el adelantado con mucho sufrimiento, procurando evitar pecados públicos y secretos, en que hizo cuanto pudo, y más en procurar la paz de todo, dando ejemplo. Con las cuentas en las manos, y sin juramento mandaba sin perder día rezar la salve, delante de una imagen de Nuestra Señora de la Soledad (que el piloto mayor lleva por ser su devoción), y las vísperas días festivos los hacía celebrar solemnemente, banderas tendidas y gallardetes colgados, tocando los instrumentos de guerra. Hacía ser diestros a los soldados, y cada tarde alarde; por su persona acudía a las obras del galeón, ayudando a cuanto podía, aunque fuese en lo de más trabajo. En este estado se hallaba la capitana cuando de la almiranta se pidió al adelantado una barca de leña, diciendo que a falta de ella habían quemado cajas y cataes e iban gastando las obras muertas de la nao. Esta se dio, y el otro día se llegó a la capitana a dar, como era costumbre, el buen viaje, y el maestre de ella significó al general su mucha necesidad y le suplicó no se apartase de su compañía, con que estarían todos animados. Pidióle socorro de agua, diciendo que sólo tenían nueve botijas de ella; mostróse el almirante con mucha tristeza y dijo que las faltas de su nao eran muchas y su determinación morir con aquella gente; pues a su causa habían venido allí. El adelantado los alentó cuanto pudo y les mandó diesen velas, que ya sus islas no podían estar lejos. Representóle el maestre que por llevar poco lastre iba la nao muy celosa, y a esta causa no sufría mucha vela, y que pues tenía ciento y ochenta y dos personas, que siquiera le diese veinte botijas de agua: el adelantado, aunque en su nao había en aquella ocasión más de cuatrocientas llenas, no quiso dar ninguna por parecerle embite falso. Destos y otros malos tragos se pasaban, navegando hasta siete de septiembre, que este día, con viento Sudeste algo recio, se navegó a popa con sólo el trinquete bajo, sin boneta, al oeste franco. Había por la proa gran cerrazón de una estable y fumosa ceja, y por esta razón mandó el piloto mayor a la galeota y fragata, fuesen delante a vista la una de la otra y del galeón, y que si viesen tierra o bajos u otra cosa de que avisar, hiciesen por señas dos lumbres, que otro tanto se haría en respuesta o en aviso; pero pudo tanto el recelo que se quedaron luego atrás la noche. Con esta trabajosa duda se iba navegando con el cuidado a que tal noche obligaba, y como a las nueve de ella vio la nao almiranta, y a las once por la banda de babor estaba un grande y muy espeso nublado, que por aquella parte suya cubría el horizonte; los marineros, y todos los que levantaban los ojos puestos en él, dudosos si era tierra. Corrió el nublado su cortina, que era un grueso aguacero, y luego muy a lo claro se vio tierra, de que no estaba una legua, y reconocida con el regocijo que suele, en alta voz se pregonó la tierra, que todos salieron a ver. Cogióse al galeón la vela y puesto de mar en través se hicieron muchas señas a los otros navíos, y tanto, que aunque la noche era oscura, se podían ver a muy gran trecho. Respondieron de los dos y del otro no se vio seña. Pasó la noche enviando Dios el día, con que se vio al Sudeste una punta rasa, algo gruesa y negra por ser abundante de arboleda de muy hermosa vista, y mirando por el navío no se vio la almiranta, de que todos quedaron tristes y confusos, mostrando el sentimiento que era razón se mostrase; y quien más perdió de vista fue doña Mariana de Castro, esposa del almirante, que por su falta bien lloró y continuó, y el general, aunque quiso, no pudo disimular, como todos a quien amargó su parte. Lo que se puede decir es que siempre estuve receloso de la pérdida de esta nao, por muchas razones que se pueden dar, cuya falta por pérdida se dijo en Saña, por ser distancia de mil ochocientas y cincuenta leguas. El otro día al amanecer se dijo por una india que lloraba por muerto a un soldado amigo suyo que iba en ella. Descubrióse también con el día un solo y amogotado cerro en la mar, alto y muy bien hecho, a modo de pan de azúcar, todo tajado, y a la parte del Sudeste otro cerrito. Pareció su cuerpo de tres leguas; está ocho de la isla, no tiene puerto ni parte a donde poder saltar por el alcantil; es todo pelado por no tener árbol ni cosa verde, sino una color de tierra y piedras de extraña sequedad; tiene algunas hendidas, en especial dos a la parte del Oeste, y por ésas y lo más alto del cerro sale con estruendo mucha cantidad de centellas y tanto fuego, que puedo decir con verdad que diez volcanes que he visto, todos juntos no echan tanto fuego cuanto solo éste echaba. Cuando se descubrió no se vio echar fuego; tenía una punta muy bien hecha, que a pocos días que se tomó puerto en la isla descoronó, reventando con muy gran temblor, que con ser diez leguas distante de él donde surgió, se oyó y sintió moverse el navío; y de allí adelante, de cuando en cuando, había muy grandes truenos dentro de él, y esto al salir de él fuego, y en acabando salía tanto y tan espeso humo que parecía tocaba la superficie cóncava del primer cielo, y después quedaba ordinariamente bruñendo. Mandó el adelantado a la fragata fuese a bojear el volcán, que al Oeste estaba, por ver si acaso el almirante había pasado a la otra banda de él y a su abrigo estaba en calma, y que viniese en demanda de la isla, y que se iba. A los soldados mandó que se confesasen, y por ponerles gana, él mismo se confesó en público, y el vicario por su parte les persuadió, pues salían a tierra no conocida, a donde no faltarían enemigos ni peligros.
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CAPÍTULO XI Diremos ahora el nombre de la casa del Dios. La casa era designada asimismo con el nombre del dios. El Gran Edificio de Tohil era el nombre del edificio del templo de Tohil, de los de Cavec. Avilix era el nombre del edificio del templo de Avilix, de los de Nihaib; y Hacavitz era el nombre del edificio del templo del dios de los Ahau Quiché. Tzutuhá, que se ve en Cahbahá, es el nombre de un gran edificio, en el cual había una piedra que adoraban todos los Señores del Quiché y que era adorada también por todos los pueblos. Los pueblos hacían primero sus sacrificios ante Tohil y después iban a ofrecer sus respetos al Ahpop y al Ahpop-Camhá. Luego iban a presentar sus plumas ricas y su tributo ante el rey. Y los reyes a quienes sostenían eran el Ahpop y el Ahpop Camhá, que habían conquistado sus ciudades. Grandes Señores y hombres prodigiosos eran los reyes portentosos Gucumatz y Cotuhá, y los reyes portentosos Quicab y Cavizimah. Ellos sabían si se haría la guerra y todo era claro ante sus ojos; veían si habría mortandad o hambre, si habría pleitos. Sabían bien que había donde podían verlo, que existía un libro por ellos llamado Popol Vuh. Pero no sólo de esta manera era grande la condición de los Señores. Grandes eran también sus ayunos. Y esto era en pago de haber sido creados y en pago de su reino. Ayunaban mucho tiempo y hacían sacrificios a sus dioses. He aquí cómo ayunaban: Nueve hombres ayunaban y otros nueve hacían sacrificios y quemaban incienso. Trece hombres más ayunaban, otros trece hacían ofrendas y quemaban incienso ante Tohil. Delante de su dios se alimentaban únicamente de frutas, de zapotes, de matasanos y de jocotes. Y no tenían tortillas que comer. Ya fuesen diecisiete hombres los que hacían el sacrificio, o diez los que ayunaban, de verdad no comían. Cumplían con sus grandes preceptos, y así demostraban su condición de Señores. Tampoco tenían mujeres con quienes dormir, sino que se mantenían solos, ayunando. Estaban en la casa del dios, estaban todo el día en oración, quemando incienso y haciendo sacrificios. Así permanecían del anochecer a la madrugada, gimiendo en sus corazones y en su pecho, y pidiendo por la felicidad y la vida de sus hijos y vasallos y asimismo por su reino, y levantando sus rostros al cielo. He aquí sus peticiones a su dios, cuando oraban; y ésta era la súplica de sus corazones "¡Oh tú, hermosura del día! ¡Tú, Huracán; tú, Corazón del Cielo y de la Tierra! ¡Tú, dador de la riqueza, y dador de las hijas y de los hijos! Vuelve hacia acá tu gloria y tu riqueza; concédeles la vida y el desarrollo a mis hijos y vasallos; que se multipliquen y crezcan los que han de alimentarte y mantenerte; los que te invocan en los caminos, en los campos, a la orilla de los ríos, en los barrancos, bajo los árboles, bajo los bejucos. "Dales sus hijas y sus hijos. Que no encuentren desgracia ni infortunio, que no se introduzca el engañador ni detrás ni delante de ellos. Que no caigan, que no sean heridos, que no forniquen, ni sean condenados por la justicia. Que no se caigan en la bajada ni en la subida del camino. Que no encuentren obstáculos ni detrás ni delante de ellos, ni cosa que los golpee. Concédeles buenos caminos, hermosos caminos planos. Que no tengan infortunio, ni desgracia, por tu culpa, por tu hechicería. "Que sea buena la existencia de los que te dan el sustento y el alimento en tu boca, en tu presencia, a ti, Corazón del Cielo, Corazón de la Tierra, Envoltorio de la Majestad. Y tú, Tohil; tú, Avilix; tú, Hacavitz, bóveda de cielo, superficie de la tierra, los cuatro rincones, los cuatro puntos cardinales. ¡Que sólo haya paz y tranquilidad ante tu boca, en tu presencia, oh Dios!" Así hablaban los Señores, mientras en el interior ayunaban los nueve hombres, los trece hombres y los diecisiete hombres. Ayunaban durante el día y gemían sus corazones por sus hijos y vasallos y por todas sus mujeres y sus hijos cuando hacían su ofrenda cada uno de los Señores. Éste era el precio de la vida feliz, el precio del poder, o sea el mando del Ahpop, el Ahpop Camhá, el Galel y el Ahtzic-Vinac. De dos en dos entraban al gobierno y se sucedían unos a otros para llevar la carga del pueblo y de toda la nación quiché. Uno solo fue el origen de su tradición y el origen de la costumbre de mantener y alimentar, y uno también el origen de la tradición y de las costumbres semejantes de los de Tamub e Ilocab y los rabinaleros y cakchiqueles, los de Tziquinahá, de Tuhalahá y Uchabahá. Y eran un solo tronco una sola familia, cuando escuchaban allí en el Quiché lo que todos ellos hacían. Pero no fue sólo así como reinaron. No derrochaban los dones de los que los alimentaban y sostenían, sino que se los comían y bebían. Tampoco los compraban: habían ganado y arrebatado su imperio, su poder y su señorío. Y no fue así no más como conquistaron los campos y ciudades; los pueblos pequeños y los pueblos grandes pagaron cuantiosos rescates; trajeron piedras preciosas y metales, trajeron miel de abejas, pulseras, pulseras de esmeraldas y otras piedras y trajeron guirnaldas hechas de plumas azules, el tributo de todos los pueblos. Llegaron a presencia de los reyes portentosos Gucumatz y Cotuhá, y ante Quicab y Cavizimah, el Ahpop, el Ahpop Camhá, el Galel y el Ahtzic Vinac. No fue poco lo que hicieron, ni fueron pocos los pueblos que conquistaron. Muchas ramas de los pueblos vinieron a pagar tributo al Quiché; llenos de dolor llegaron a entregarlo. Sin embargo, su poder no creció rápidamente. Gucumatz fue quien dio principio al engrandecimiento del reino. Así fue el principio de su engrandecimiento y del engrandecimiento del Quiché. Y ahora enumeraremos las generaciones de los Señores y sus nombres, de nuevo nombraremos a todos los Señores.
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CAPÍTULO XI El cacique de Apalache va con orden del gobernador a reducir sus indios Con la presa del cacique se volvió el general muy contento al pueblo de Apalache, por parecerle que con la prisión del señor cesarían las desvergüenzas y atrevimientos de los vasallos. Los cuales, después que los castellanos entraron en aquel pueblo, no habían dejado de hacer insultos de día y de noche, dándoles arma y rebatos muy a menudo, andando tan astutos y diligentes en sus asechanzas que, en desmandándose el español, por poco que se apartase del real, luego lo salteaban y mataban o herían. Todo lo cual le pareció al general se acabaría con tener al curaca en su poder. Mas toda esta esperanza le salió vana, porque los indios, con la pérdida de su cacique, quedaron más libres y desvergonzados y fueron más continuos en las molestias que a los cristianos hacían, porque como no tenían señor en cuya guarda y servicio se ocupasen, todos se convertían en molestar y dañar a los castellanos más obstinadamente que antes. De lo cual, enojado el adelantado, habló un día a Capasi, y le dijo la pesadumbre que tenía de la mucha insolencia y ningún agradecimiento que sus vasallos mostraban al buen tratamiento que a su curaca y a ellos se les había hecho en no haber ejecutado el mal y daño que en sus personas y haciendas pudieran hacer en castigo de la rebeldía de ellos; que antes los había tratado como amigos, que, si no era irritado de ellos mismos, no habían muerto ni herido indio alguno ni movídose a hacer daño en sus pueblos y sementeras, pudiendo talar y quemar toda su provincia porque eran tierras y casas de enemigos tan perversos como ellos; que les mandase cesar de sus traiciones y desvergüenzas si no quería que les hiciese guerra a fuego y a sangre; que mirase que estaba en poder de los españoles, los cuales le honraban y trataban con mucho respeto y regalo, y que podría ser que los desacatos y la mucha soberbia de sus vasallos causasen su muerte y la total destrucción de su patria. El curaca respondió con mucha sumisión y muestras de gran sentimiento, diciendo que le pesaba en extremo que sus vasallos no correspondiesen a la obligación de la merced que su señoría les había hecho, ni sirviesen como él lo deseaba y había procurado, después que estaba en su poder, con mensajeros que les había enviado mandándoles que cesasen de enojar y dar pesadumbre a los castellanos; pero que los recaudos no habían hecho efecto alguno porque los indios no querían creer que fuesen del cacique, sino ajenos, ni podían persuadirse a entender la merced y regalo que su señoría le hacía ni que estaba libre; antes sospechaban que lo tenía muy mal tratado, en hierros y prisiones, y que esta sospecha era la causa de que anduviesen ahora más solícitos y porfiados en sus asechanzas que antes. Por lo cual suplicaba a su señoría mandase a sus capitanes y gentes que, llevándolo a buen recaudo, fuesen con él cinco o seis leguas del real, donde él los guiase, que allí estaban retirados en un gran monte los más nobles y principales de sus vasallos, a los cuales llamaría a grandes voces, de día o de noche, nombrándolos por sus nombres, y ellos, oyendo la voz de su señor, acudirían todos a su llamado y, habiéndose desengañado de su mala sospecha, se apaciguarían y harían lo que les mandasen, como lo vería por obra; y que éste era el camino más cierto y más breve para reducir los indios a su servicio, por el respeto y veneración que naturalmente tenían a sus curacas, y que por vía de mensajeros no aprovecharía cosa alguna ni se negociaría nada con ellos, porque habían de responder que eran recaudos falsos y fingidos que los enviaban sus propios enemigos y no su cacique. Con estas palabras, y un semblante muy penado, persuadió Capasi a Hernando de Soto que lo enviase donde él decía, y así se ordenó y puso por obra. Fueron con él dos compañías, una de caballos y otra de infantes, los cuales iban muy encargados de la guarda y buen recaudo del curaca, no se les huyese. Con este cuidado salieron del real antes que amaneciese; caminaron seis leguas hacia el mediodía; llegaron cerca de la noche al puesto donde el cacique decía que estaban los suyos en unos montes que por allí había. Luego que Capasi llegó al sitio señalado, entraron en el monte tres o cuatro indios de los que con él habían ido y en poco espacio volvieron otros diez o doce de los que estaban en los montes, a los cuales mandó el curaca que aquella noche apercibiesen a todos los indios principales que en el monte había para que se juntasen y el día siguiente pareciesen ante él que por su propia persona les quería dar noticia de cosas que importaban mucho a la honra, salud y provecho de todos ellos. Con este recaudo se volvieron los indios al monte, y los castellanos, habiendo puesto sus centinelas y buena guarda en la persona del cacique, reposaron aquella noche con mucho contento de lo que estaba ordenado, pareciéndoles que su pretensión iba encaminada a que ellos volviesen con honra y gloria de su jornada, no advirtiendo que las mayores esperanzas que los hombres de sí mismos se prometen suelen salir más vanas, como les acaeció a estos españoles.
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De cómo el gobernador caminó con canoas por el río de Iguazu, y por salvar un mal paso de un salto que el río hacía, llevó por tierras las canoas una legua a fuerza de brazos Habiendo dejado el gobernador los indios del río del Piqueri muy amigos y pacíficos, fue caminando con su gente por la tierra, pasando por muchos pueblos de indios de la generación de los guaraníes: todos los cuales les salían a recebir a los caminos con muchos bastimentos, mostrando grande placer y contentamiento con su venida, y a los indios principales señores de los pueblos les daba muchos rescates, y hasta las mujeres viejas y niños salían a ellos a los recebir, cargados de maíz y batatas, y asimismo de los otros pueblos de la tierra, que estaban a una jornada y a dos unos de otros, todos vinieron de la mesma forma a traer bastimentos; y antes de llegar con gran trecho a los pueblos por do habían de pasar, alimpiaban y desmontaban los caminos, y bailaban y hacían grandes regocijos de verlos; y lo que más acrescienta su placer y de que mayor contento resciben, es cuando las viejas se alegran, porque se gobiernan con lo que éstas les dicen y sonles muy obedientes, y no lo son tanto a los viejos. A postrero día del dicho mes de enero, yendo caminando por la tierra y provincia, llegaron a un río que se llama Iguazu, y antes de llegar al río anduvieron ocho jornadas de tierra despoblada, sin hallar ningún lugar poblado de indios. Este río Iguazu es el primer río que pasaron al principio de la jornada cuando salieron de la costa del Brasil. Llámase también por aquella parte Iguazu; corre del Este-oeste; en él no hay poblado ninguno; tomóse el altura en 25 grados y medio. Llegados que fueron al río de Iguazu, fue informado de los indios naturales que el dicho río entra en el río del Paraná, que asimismo se llama el río de la Plata; y que entre río del Paraná y el río de Iguazu mataron los indios a los portugueses que Martín Alonso de Sosa envió a descubrir aquella tierra; al tiempo que pasaban el río en canoas dieron los indios en ellos y los mataron. Algunos de estos indios de la ribera del río Paraná, que así mataron a los portugueses, le avisaron al gobernador que los indios del río del Piqueri, que era mala gente, enemigos nuestros, y que les estaban aguardando para acometerlos y matarlos en el paso del río; y por esta causa acordó el gobernador, sobre acuerdo, de tomar y asegurar por dos partes el río, yendo él con parte de su gente en canoas por el río de Iguazu abajo y salirse a poner en el río del Paraná, y por la otra parte fuese el resto de la gente y caballos por tierra, y se pusiesen y confrontasen con la otra parte del río, para poner temor a los indios y pasar en las canoas toda la gente; lo cual fue así puesto en efecto; y en ciertas canoas que compró a los indios de la tierra se embarcó el gobernador con hasta ochenta hombres, y así se partieron por el río de Iguazu abajo, y el resto de la gente y caballos mandó que se fuesen a juntar en el río del Paraná. E yendo por el dicho río de Iguazu abajo era la corriente de él tan grande, que corrían las canoas por él con mucha furia; y esto causólo que muy cerca de donde se embarcó da el río un salto por unas Peñas abajo muy altas, y da el agua en 1 bajo de la tierra tan grande golpe, que de muy lejos s oye; y la espuma del agua, como cae con tanta fuerza sube en alto dos lanzas Y más, por manera que fue necesario salir de las canoas y sacallas del agua y llevarlas por tierra hasta pasar el salto, y a fuerza de brazos las llevaron más de media legua, en que se pasaron muy grandes trabajos; salvado aquel mal paso, volvieron a meter en el agua las dichas canoas y proseguir su viaje, y fueron por el dicho río abajo hasta que llegaron al río del Paraná; y fue Dios servido que la gente y caballos que iban por tierra, y las canoas y gente, con el gobernador que en ellas iban, llegaron todos a un tiempo, y en la ribera del río estaba muy gran número de indios de la misma generación de los guaraníes, todos muy emplumados con plumas de papagayos y almagrados, pintados de muchas maneras y colores, y con sus arcos y flechas en las manos, hecho un escuadrón de ellos, que era muy gran placer de los ver. Como llegó el gobernador y su gente (de la forma ya dicha), pusieron mucho temor a los indios, y estuvieron muy confusos, y comenzó por lenguas de los intérpretes a les hablar, y a derramar entre los principales de ellos grandes rescates; y como fuese gente muy cobdiciosa y amiga de novedades, comenzáronse a sosegar y allegarse al gobernador y su gente, y muchos de los indios les ayudaron a pasar de la otra parte del río; y como hubieron pasado, mandó el gobernador que de las canoas se hiciesen balsas juntándolas de dos en dos; las cuales hechas, en espacio de dos horas fue pasada toda la gente y caballos de la otra parte del río; en concordia de los naturales, ayudándoles ellos propios a los pasar. Este río del Paraná, por la parte que lo pasaron, era de ancho un gran tiro de ballesta; es muy hondable y lleva muy gran corriente, y al pasar del río se trastornó una canoa con ciertos cristianos, uno de los cuales se ahogó porque la corriente lo llevó, que nunca más paresció. Hace este río muy grandes remolinos, con la gran fuerza del agua y gran hondura de él.
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Cómo llegamos al río de Tabasco, que llaman de Grijalva, y lo que allá nos acaeció Navegando costa a costa la vía del poniente de día, porque de noche no osábamos por temor de bajos e arrecifes, a cabo de tres días vimos una boca de río muy ancha, y llegamos a tierra con los navíos, y parecía buen puerto; y como fuimos más cerca de la boca, vimos reventar los bajos antes de entrar en el río, y allí sacamos los bateles, y con la sonda en la mano hallamos que no podían entrar en el puerto los dos navíos de mayor porte: fue acordado que anclasen fuera en la mar, y con los otros dos navíos que demandaban menos agua, que con ellos e con los bateles fuésemos todos los soldados el río arriba, porque vimos muchos indios estar en canoas en las riberas, y tenían arcos y flechas y todas sus armas, según y de la manera de Champoton; por donde entendimos que había por allí algún pueblo grande, y también porque viniendo, como veníamos, navegando costa a costa, habíamos visto echadas nasas en la mar, con que pescaban, y aun a dos dellas se les tomó el pescado con un batel que traíamos a jorro de la capitana. Aqueste río se llama de Tabasco porque el cacique de aquel pueblo se llamaba Tabasco; y como le descubrimos deste viaje, y el Juan de Grijalva fue el descubridor, se nombra río de Grijalva, y así está en las cartas del marear. E ya que llegamos obra de media legua del pueblo, bien oímos el rumor de cortar de madera, de que hacían grandes mamparos e fuerzas, y aderezarse para nos dar guerra, porque habían sabido de lo que pasó en Pontonchan y tenían la guerra por muy cierta. Y desque aquello sentirnos, desembarcamos de una punta de aquella tierra donde había unos palmares, que será del pueblo media legua; y desque nos vieron allí, vinieron obra de cincuenta canoas con gente de guerra, y traían arcos y flechas y armas de algodón, rodelas y lanzas y sus atambores y penachos, y estaban entre los esteros otras muchas canoas llenas de guerreros, y estuvieron algo apartados de nosotros, que no osaron llegar como los primeros. Y desque los vimos de aquel arte, estábamos para tirarles con los tiros y con las escopetas y ballestas; y quiso nuestro señor que acordamos de los llamar, e con Julianillo y Melchorejo, los de la punta de Cotoche, que sabían muy bien aquella lengua; y dijo a los principales que no hubiesen miedo, que les queríamos hablar cosas que desque las entendiesen, hubiesen por buena nuestra llegada allí e a sus casas, e que les queríamos dar de lo que traíamos. E como entendieron la plática, vinieron obra de cuatro canoas, y en ellas hasta treinta indios, y luego se les mostraron sartalejos de cuentas verdes y espejuelos y diamantes azules, y desque los vieron parecía que estaban de mejor semblante, creyendo que eran chalchihuites, que ellos tienen en mucho. Entonces el capitán les dijo con las lenguas Julianillo o Melchorejo, que veníamos de lejas tierras y éramos vasallos de un gran emperador que se dice don Carlos, el cual tiene por vasallos a muchos grandes señores y calachioníes, y que ellos le deben tener por señor y les irá muy bien en ello, e que a trueco de aquellas cuentas nos den comida y gallinas. Y nos respondieron dos dellos, que el uno era principal y el otro papa, que son como sacerdotes que tienen cargo de los ídolos, que ya he dicho otra vez que papas les llaman en la Nueva España, y dijeron que darían el bastimento que decíamos e trocarían de sus cosas a las nuestras; y en lo demás, que señor tienen, e que ahora veníamos, e sin conocerlos, e ya les queríamos dar señor, e que mirásemos no les diésemos guerra como en Potoncha, porque tenían aparejados dos jiquipiles de gentes de guerra de todas aquellas provincias contra nosotros: cada jiquipil son ocho mil hombres; e dijeron que bien sabían que pocos días había que habíamos muerto y herido sobre más de doscientos hombres en Potonchan, e que ellos no son hombres de tan poca fuerza como los otros, e que por eso habían venido a hablar, por saber nuestra voluntad; e aquello que les decíamos, que se lo irían a decir a los caciques de muchos pueblos, que están juntos para tratar paces o guerra. Y luego el capitán les abrazó en señal de paz, y les dio unos sartalejos de cuentas, y les mandó que volviesen con la respuesta con brevedad, e que si no venían, que por fuerza habíamos de ir a su pueblo, y no para los enojar. Y aquellos mensajeros que enviamos hablaron con los caciques y papas, que también tienen voto entre ellos, y dijeron que eran buenas las paces y traer bastimento, e que entre todos ellos y los pueblos comarcanos se buscara luego un presente de oro para nos dar y hacer amistades; no les acaezca como a los de Potonchan. Y lo que yo vi y entendí después acá, en aquellas provincias se usaba enviar presentes cuando se trataba paces, y en aquella punta de los Palmares, donde estábamos, vinieron sobre treinta indios e trajeron pescados asados y gallinas e fruta y pan de maíz, e unos braseros con ascuas y con zahumerios, y nos zahumaron a todos y luego pusieron en el suelo unas esteras, que acá llaman petates, y encima una manta, y presentaron ciertas joyas de oro, que fueron ciertas ánades como las de Castilla, y otras joyas como lagartijas, y tres collares de cuentas vaciadizas, y otras cosas de oro de poco valor, que no valía doscientos pesos; y más trajeron unas mantas e camisetas de las que ellos usan, e dijeron que recibiésemos aquello de buena voluntad, e que no tienen más oro que nos dar; que adelante, hacia donde se pone el sol, hay mucho; y decía: "Culúa, Culúa, México, México"; y nosotros no sabíamos qué cosa era Culúa, ni aun México tampoco. Puesto que no valía mucho aquel presente que trajeron, tuvímoslo por bueno por saber cierto que tenían oro, y desque lo hubieron presentado, dijeron que nos fuésemos luego adelante, y el capitán les dio las gracias por ello e cuentas verdes; y fue acordado de irnos luego a embarcar, porque estaban en mucho peligro los dos navíos por temor del norte, que es travesía, y también por acercarnos hacia donde decían que había oro.
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Capítulo XI Cómo saliendo en las canoas españolas por bastimentos, fueron muertos todos los españoles que iban en la una canoa con su capitán Varela por los indios En el entretanto que Diego de Almagro había vuelto a Panamá por gente y socorro para proseguir el descubrimiento, habían determinado el capitán y sus compañeros de andar por entre aquellos ríos; y a la continua se morían españoles y otros adolecían; y al pasar de los ríos comieron a hartos de ellos lagartos. Los enfermos vivían muriendo; los que estaban sanos aborrecían la vida, deseaban la muerte por no verse como se veían. El capitán esforzábalos diciendo que venido Almagro, irían todos a la tierra que los indios que se prendieron en las balsas decían; no querían oírlo, ni creían a los indios cuando consideraban estas cosas; y como faltase mantenimiento, fue necesario salirlo a buscar, pues no tenían que comer. Y en las canoas fueron los que señalaron, nombrando entre ellos a uno por caudillo; los demás, con el capitán, se quedaron en la ranchería que tenían hecha. Los indios de aquellos ríos tenían por pesado el estar los españoles en su tierra; juntáronse muchas veces para tratar de los matar; no osaban a lo público dar en ellos porque los temían y habían miedo a las ballestas y espadas; mas pensaron de cuando saliesen en sus canoas, como salían, por los ríos de hacer algún gran hecho y matar a los que más pudiesen. Pues como saliesen las canoas, una de ellas, donde iban catorce cristianos españoles con su caudillo, que había por nombre Varela, se adelantó, por un caudaloso río, las otras, por donde subían a buscar mantenimiento, más de una legua; y era todo lleno de manglares y espesura, con grandes cenagales de la continua agua. Y en aquella tierra andan los ríos como los mares de la mar austral, que es diferente del océano, cada día menguaban y crecían; y como fuese bajamar menguó tanto el río, que la canoa quedó a seco. Los indios viéronlas venir y cómo se había, de las otras canoas, adelantado la que estaba en seco, y muy alegres, bien almagrados y enjaezados, abajaron más de treinta canoas pequeñas el río abajo para matar los que estaban en la grande. Los cristianos viéronlos venir, mas no tenían remedio para pelear ni para saltar en tierra, y encomendándose a Dios aguardaron a ver en qué paraba. Los indios, con la grita y alarido que suelen dar, se juntaron con ellos y los cercaron por todas partes y les tiraban flechas las que podían, y como el tino era cierto y no estaban lejos, acertaban donde apuntaban. La fortuna de los españoles fue infelice, porque por una parte se veían cercados de los indios; la tierra estaba lejos, el agua para que la canoa pudiera andar, era poca, las otras canoas estaban en seco, y no pudiendo resistir a los tiros de los indios, fueron todos muertos; y con placer grande que los indios tenían los desnudaron hasta los dejar en carnes; y como ya el agua creciese, pudieron las otras canoas subir el río arriba y conocer el daño que los indios habían hecho, de que recibieron mucha pena; y no apartándose unos de otros en las canoas, a pesar de los indios, tomaron el bastimento que quisieron en los pueblos que toparon, y con ello y con la canoa en que habían muerto a los cristianos, que por ser grande los indios no la pudieron llevar, volvieron adonde habían dejado el capitán, y como entendió la desgracia sucedida le pesó mucho.
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CAPÍTULO XI Vigilancia y dirección de los trabajos de los indios. --Un temporal del "Norte". --Llegada de D. Simón. --Cámaras subterráneas. --Descubrimiento de varios restos de piezas de barro y de un vaso de terra cotta. --Gran número de estas cámaras. --Su uso probable. --Cosecha del maíz. --Sistema de agricultura en Yucatán. --Siembra del maíz. --Máquina primitiva para trillar el grano. --Noticias de la patria. --Más casos prácticos de cirugía. --Un catre rudo. --Una pierna enferma. --Un brazo enfermo también. --Progresiva insalubridad de la hacienda. --Muerte de una india. --Un camposanto. --Excavación de una sepultura. --Un funeral indio Al siguiente día recobré mi ocupación de vigilar el trabajo de los indios. Acaso fue este trabajo el más recio que tuve en el país, pues lo era mucho el estar constantemente velando la obra, porque de otra manera nada hubieran hecho aquéllos. El segundo día amaneció lloviznando, lo cual indicaba el principio de una tormenta ordinaria en el país, y llamada el norte. Esta tormenta era, según se me dijo, rara en aquella estación; y el mayoral me aseguró, que luego que pasase volvería con certeza el tiempo seco. El termómetro bajó hasta 52 grados, y para nosotros el cambio no podía ser mejor ni más oportuno, pues restauró nuestras fuerzas y vigor, como que, por efecto del calor excesivo, habíamos comenzado a sentir ya cierta especie de lasitud y cansancio. También en este día, y al principiar la tormenta, llegó de Halachó D. Simón Peón a hacernos una visita, conforme lo había ofrecido. No acostumbraba visitar a Uxmal en esa estación, y, aunque no tenía tanto temor como otros individuos de su familia, no dejaba, sin embargo, de abrigar algunas aprensiones relativas a la salubridad del sitio; y en efecto, había sufrido mucho de resultas de una enfermedad contraída allí. A su llegada halló en la hacienda enfermo de la calentura al mayoral que acababa de regresar en mi compañía de Halachó; esto, el frío y el agua que traía el "norte" no eran a propósito para restablecer la serenidad de D. Simón. Insistimos en que se quedase con nosotros, pero no convino en ello sino con la condición de que se retiraría por la noche a la hacienda, para evitar la molestia de los mosquitos. Su visita fue una circunstancia feliz para nosotros; su conocimiento de las localidades y su disposición en seguir nuestras miras nos facilitó mucho el examen de las ruinas; y a la vez, nuestra presencia y cooperación le indujeron a satisfacer su propia curiosidad con respecto a ciertas cosas que no había examinado todavía. Difundidos en las ruinas, hallábanse en diferentes sitios unos agujeros circulares que daban entrada a una cámaras subterráneas, que nunca habían sido examinadas y cuyo carácter era enteramente desconocido. Durante nuestra primera visita los habíamos visto en la plataforma de la gran terraza; y, aunque la plataforma estaba ahora enteramente cubierta y algunos de ellos hubiesen desaparecido a la vista, descubrimos dos al abrir un paso para la hacienda. El mayoral había descubierto últimamente otro a alguna distancia de la parte exterior de la muralla, tan perfecto en la boca y aparentemente tan profundo al sondarlo con una piedra, que D. Simón mostró deseos de explorarlo. A la mañana siguiente vino a las ruinas con indios, cuerdas y candelas, y comenzamos inmediatamente con uno de los que estaban en la plataforma enfrente de la casa del gobernador. La abertura era un agujero circular de dieciocho pulgadas de diámetro. La gola consistía de cinco capas de piedras, de una yarda de profundidad, hasta un lecho de roca viva. Como reinaba abajo una espesa oscuridad, antes de descender y con objeto de purificar el aire y precavernos de sus malos efectos, hicimos bajar una vela encendida, que al punto tocó en el fondo. El único medio de penetrar era el de atarse una cuerda alrededor del cuerpo, y en seguida ser arriado por los indios. De esta suerte descendí yo, y casi antes de que mi cabeza hubiera acabado de pasar por el agujero, mis pies tocaron en un montón de escombros acumulados bajo la perpendicular del dicho agujero, y que se habían desprendido de las paredes laterales. Habiéndome echado a andar a gatas por ellos, me encontré en una cámara redonda, tan sembrada de escombros, que era imposible mantenerse en una posición recta. Con una vela en la mano, me arrastré con trabajo por toda la circunferencia; y noté que la tal cámara tenía la forma de una rotunda y que sus paredes habían sido dadas de estuco, la mayor parte del cual había caído y escombraba el recinto. No podía calcularse la profundidad sin extraer la masa de escombros que existía dentro. En medio de mi investigación a tientas, halleme unas piezas rotas de barro y un vaso del mismo material de muy buena obra y cubierto de una capa de esmalte, que, a pesar de no haber desaparecido del todo, había perdido algo de su brillo. Descansaba este vaso sobre tres pies de cerca de una pulgada, y uno de ellos estaba roto. En todo lo demás se hallaba entero. El descubrimiento de este vaso nos animó mucho para continuar las investigaciones. Ninguno de esos sitios había sido explorado antes. Ni D. Simón, ni los indios sabían nada acerca de ellos; y al penetrar en ellos, por la primera vez estábamos animados de la esperanza de hallar una mina rica de curiosas e interesantes obras, trabajadas por los habitantes de esta arruinada ciudad. Además de esto, nos encontrábamos ya seguros de una particularidad respecto de la cual nos hallábamos antes en duda. Esta gran terraza no era enteramente artificial. El lecho de ella estaba formado en la roca viva, lo que probaba que se habían aprovechado los constructores de las ventajas que ofrecía la elevación del terreno, de cuya manera se había ahorrado gran parte del inmenso trabajo en la construcción de esta vasta terraza. Sobre la misma, y al pie de las escaleras, había otra abertura semejante a la otra; y, al despejar el terreno, hallamos cerca de ella una piedra circular de seis pulgadas de espesor, que correspondía exactamente al diámetro de la abertura y que sin duda estuvo destinada para cubrirla. Este agujero se encontraba escombrado hasta dos pies cerca de la boca; y, habiendo destinado algunos indios para que se empleasen en limpiarlo, pasamos adelante en busca de otro. Al bajar la terraza y pasando detrás del montículo sin nombre que descuella entre la casa del gobernador y la casa de las palomas, los indios despejaron el sitio de algunas malezas y nos llevaron a otro agujero poco distante del camino que habíamos abierto, y oculto enteramente de la vista antes que se limpiase el terreno. La boca era semejante a la del primero, y la gola tenía una yarda de profundidad. Los indios me hicieron bajar sin obstáculo ninguno hasta el fondo; y miraban como loca y atrevida la empresa de penetrar en estos lugares, pues además de ciertos peligros imaginarios hablaban de culebras, alacranes y tábanos. Por la experiencia que de esta última clase de alimañas habíamos hecho en diferentes partes de las ruinas, sabíamos que eran realmente un objeto temible. Cayendo un enjambre de ellos sobre un hombre en semejante sitio, casi podría matarlo antes de que se le extrajese de él. Sin embargo, no se necesitó de mucho tiempo para explorar esta bóveda. Estaba libre de escombros, perfecta y entera en todas sus partes, sin señal de decadencia, y según todas las apariencias, a pesar del transcurso de los años, estaba apta para los usos a que originariamente había sido destinada. Semejante a la de la terraza, tenía la forma de una rotunda inclinándose las paredes hacia el centro, a la manera de una perfecta pila de heno. La altura era de diez pies y seis pulgadas perpendicularmente a la boca, y el diámetro de diecisiete pies y seis pulgadas. Las paredes y el techo estaban dadas de estuco, en muy buen estado de preservación, y el pavimento era de una mezcla muy recia. D. Simón y el Dr. Cabot fueron también bajados a la bóveda, y juntos examinamos todos los detalles. Habiéndonos separado de ésta, fuimos a otra que era enteramente igual, a excepción de ser más pequeña, pues apenas tenía un diámetro de cinco yardas. La cuarta era la que acababa de descubrirse, y había excitado la curiosidad del mayoral. Estaba a algunos pasos fuera de la muralla, cuyos vestigios, según D. Simón, podían descubrirse en los bosques circunvecinos y que debió encerrar y comprender en un círculo el conjunto de los principales edificios. La boca estaba hecha de mezcla; y el mayoral la cubrió con una gran piedra para evitar un percance al ganado que vagaba en los bosques. Se pasó una cuerda a la piedra y se extrajo. La gola era más estrecha que la de las otras bóvedas, y apenas suficiente para dar paso al cuerpo de un hombre. En la forma y los detalles era exactamente semejante a las demás, si no fuese una ligera diferencia en las dimensiones. A mi entender, la demasiada estrechez de la boca era una prueba vehemente de que estas cámaras subterráneas jamás estuvieron destinadas a ningún uso que requiriese la necesidad de que bajasen a ellas los hombres. La obra de salir de allí fue casi desesperante. Los indios carecían de todo auxilio mecánico para ayudar sus fuerzas, y se veían obligados a situarse sobre el agujero y emplear vanos esfuerzos y movimientos irregulares. La gola era tan pequeña, que no había amplitud para hacer uso de los brazos y tirar de la cuerda para salir de allí, mientras que las piedras que rodeaban la boca eran poco seguras y estaban vacilantes. Sin embargo, me vi obligado a confiarme a los indios para salir de aquella estrechura, e involuntariamente hicieron magullarme la cabeza contra las piedras, envolverme en una espesa nube de polvo y causarme tan severa raspadura, que por entonces me hallé sin más disposición de bajar a otra bóveda. En efecto, ellos estaban también cansadísimos; y ya éste era un asunto en que, al menos por nuestra parte, estaban libres de verse nuevamente atareados. En extremo desconcertados nos veíamos con no haber descubierto otros vasos, ni reliquias de ninguna especie. Ya no hicimos gran mérito por el único que hallamos en la cámara situada bajo de la terraza, y nos vimos obligados a creer que había ido a dar allí por algún accidente. Estas cámaras subterráneas se hallan difundidas por todo el terreno ocupado por las ruinas de la ciudad. Había una cerca del corral de la hacienda, y los indios hacían frecuentes descubrimientos de ellas, a grandes distancias. El doctor, en sus frecuentes excursiones de cacería, las descubría continuamente; y en cierta ocasión, al apartar unas malezas en demanda de un pájaro, cayó dentro de una, y gracias que pudo escaparse sin que le acaeciese un serio contratiempo. Las hay, en verdad, en un número tan considerable, y se encuentran en sitios en donde menos puede esperarse, que llegaron a hacer peligrosa la obra de despejar el terreno y abrirse paso, y constantemente estuvimos descubriéndolas hasta el último día de nuestra visita. Que ellas fuesen expresamente construidas para un objeto único, fijo y uniforme, me parece esto fuera de toda duda; pero cuál fuese ese objeto es dificultoso afirmarlo hoy, supuesta nuestra ignorancia acerca de los usos y costumbres de aquel pueblo. D. Simón pensaba que el material que trababa entre sí las diversas partes de la obra no era suficientemente recio, para que ella pudiese ser un aljibe, o depósito de agua, y por consiguiente que estarían destinadas para silos o depósitos de maíz, que ha formado siempre, al menos desde la época que nuestro conocimiento de la historia de los aborígenes alcanza, la base principal de sus alimentos. Sin embargo, yo no convengo en esta opinión, y por lo que vi después estoy en la creencia que esas obras se destinaron para depósitos de agua, que pudiesen suplir, en alguna parte al menos, a las necesidades del pueblo que habitó aquella ciudad arruinada. Volvimos a nuestros departamentos a comer, y a la tarde acompañamos a D. Simón para ver la cosecha del maíz. El campo grande situado enfrente de la casa del gobernador estaba plantado de maíz, y en el camino supimos un hecho que puede ser de sumo interés a los agricultores de las cercanías de esas numerosas ciudades que se encuentran en nuestro país y que, por su prematuro auge y desarrollo, están destinadas a convertirse en ruinas. Los restos de las ciudades arruinadas fertilizan y enriquecen la tierra. D. Simón nos dijo que el terreno circunvecino a Uxmal era excelente para milpas o sembrados de maíz. Jamás había alzado una cosecha más pingüe que la del último año; y fue tan buena, que destinó parte de la misma tierra para plantarla por segunda vez, lo cual no tenía antecedente en su sistema de agricultura; y D. Simón miraba también bajo otro punto de vista práctico el valor de estas ruinas. Designándome los grandes edificios, dijo que si Uxmal estuviese a las orillas del Mississipí, le proporcionaría esto una inmensa fortuna, pues que había allí piedra suficiente para empedrar todas las calles de Nueva Orleans, sin necesidad de ocurrirse por ella al norte, como sucedía; pero nosotros le sugerimos, para no dejar vencernos en punto a la apreciación práctica de las cosas, que, si Uxmal estuviese sobre las orillas del Mississipí, con un acceso fácil y libre de la vigorosa vegetación que ahora lo oculta y destruye, en tal caso sería, como Pompeya y Herculano, un sitio de peregrinación para los curiosos; y que entonces sería mejor ponerle un cercado y hacer pagar algo de entrada que vender las piedras para enlosar las calles. Entretanto habíamos llegado al pie de la terraza, y a poco andar entramos en la milpa. El sistema de agricultura en Yucatán es casi el primitivo de los tiempos de la naturaleza. Fuera vez el henequén y la caña de azúcar, que rara vez siembran los indios para sí, los principales productos del país son maíz, frijol, calabazas, camotes y chile o pimiento, del cual tanto los españoles como los indios hacen un uso inmoderado. Sin embargo, el maíz es su gran producción, y la manera que se tiene de cultivarlo probablemente difiere muy poco del sistema seguido por los indios antes de la Conquista. En la estación de la seca, en enero o febrero generalmente, se escoge un sitio a propósito en los bosques, se desmonta y se le da fuego. En mayo o junio se siembra el maíz; lo cual se verifica haciendo unos pequeños agujeros en la tierra, por medio de una estaca puntiaguda, depositando allí unos granos de la semilla y cubriéndolos de tierra. Una vez depositado el grano en el terreno, se le deja a su propio cuidado, y, si no quiere crecer, se considera que la tierra no es propia, y punto concluido. El maíz crece con más rapidez que las yerbas y maleza y se aviene muy bien con ellas. El azadón, el rastrillo y el arado son enteramente desconocidos, y en verdad que los dos últimos serían enteramente ineficaces por lo pedregoso del terreno. El machete es el único instrumento que se emplea. La milpa próxima a las ruinas de Uxmal se había descuidado más de lo ordinario, y la cosecha era mala; pero, sin embargo de eso, los indios de las tres haciendas de D. Simón, conforme a sus deberes para con el amo, estaban ocupados en recogerla y alzarla. Estaban distribuidos en diferentes puntos de la milpa, y el primer grupo a que nos acercamos no era menos que de cincuenta y tres indios. Cuando llegamos junto a ellos, interrumpieron un momento su trabajo, se acercaron, hicieron a D. Simón una profunda cortesía, y también a nosotros como amigos del amo. El maíz estaba recogido, y estos hombres se ocupaban en trillarlo. Se había despejado un espacio como de cien pies cuadrados y a lo largo de los lados había una línea de hamacas pequeñas, colgadas de unas estacas sembradas en el terreno, y en las cuales dormían los indios todo el tiempo de la cosecha, con una pequeña candelada debajo de cada una para resguardarse del aire frío de la noche y alejar los mosquitos. D. Simón echose en una de las hamacas, dejando fuera una de sus piernas, que estaba cubierta de espinas y zarzas. Estos hombres eran electores libres e independientes del Estado de Yucatán; mas uno de ellos tomó en sus manos el pie de D. Simón, extrajo con cuidado las espinas, quitó el zapato, limpió la media y, habiéndolo vuelto a arreglar todo, colocó cuidadosamente un pie en el hamaca y en seguida se apoderó del otro. Todo esto se hacía como una cosa corriente, y en la cual nadie hubiera parado la atención, si no fuésemos nosotros. A un lado del espacio despejado había una gran pila o pequeña montaña de maíz en mazorca, pronto ya para ser trillado; y no lejos de allí se veía la máquina del trillo, que ciertamente no podía considerarse como una infracción de alguna patente obtenida para usar de privilegio exclusivo, pues dicha máquina consistía en un rudo tablado de 18 ó 20 pies en cuadro hecho con cuatro estacas rudas en los ángulos, con atravesaños horizontales situados a tres o cuatro pies de elevación sobre el terreno, y sobre todo lo cual se extendía un lecho de estacas de una pulgada de espesor y colocadas la una junto a la otra, cuyo conjunto podía haber servido como modelo de la primera cama que se hubiese hecho jamás. Las estacas paralelas servían como de piso para el trillo y sobre ellas se extendía una espesa capa de maíz. De cada lado había una ruda escala de dos o tres peldaños fija en el suelo. En cada escalera estaba un indio medio desnudo aporreando el maíz con un palo largo, mientras que debajo en los ángulos del aparato estaban otros hombres limpiando y recogiendo el grano que caía, a través del tendido de estacas. Concluido esto, se recogía el maíz en canastos y se llevaba a la hacienda. El conjunto de este procedimiento habría sorprendido, sin duda, a un labrador del Genesee; pero tal vez en donde el costo del trabajo es tan módico esta manera de trillar el grano da tan buenos resultados, como la mejor máquina. Al día siguiente tuvimos otra visita en uno de nuestros compañeros de pasaje: Mr. Camerden, que acababa de llegar de Campeche, en donde había visto papeles de Nueva York que alcanzaban hasta el 3 de noviembre. Conociendo nuestro profundo interés en los negocios de nuestro país y posponiendo su propia curiosidad con respecto a las ruinas, se había apresurado a comunicarnos el resultado de la elección de la ciudad, a saber: una contienda en el sexto barrio y la más completa incertidumbre acerca de la parte victoriosa. Desgraciadamente, Mr. Camerden, que no se encontraba muy bueno a la sazón, se veía también poseído de aprensiones acerca de Uxmal; y como el "norte" continuaba todavía, la frialdad y la lluvia lo tenían inquieto en un lugar de tan mala reputación. No abrigando malos sentimientos contra él y no pudiendo darle un mosquitero, no le aconsejamos que se quedase a pasar la noche; y acompañó a D. Simón a la hacienda para dormir allí. El doctor tenía un compromiso profesional en la hacienda para el siguiente día. En las dos expediciones que había yo hecho en aquella región del país nuestra sección médica había estado incompleta. La primera vez teníamos botiquín y carecíamos de médico; y ahora era al revés el negocio. El botiquín se había quedado a bordo casualmente, y no vino a nuestras manos, sino después de algún tiempo. Apenas poseíamos un pequeño surtido de drogas compradas en Merida; y tanto por esto, como por hallarse empeñado en otros negocios, el doctor había evitado en general el ejercicio práctico de su profesión. Él habría preferido asistir enfermos a quienes pudiese curarse con una sola operación; pero las enfermedades reinantes eran las fiebres, que ciertamente no pueden extirparse con una cuchilla o navaja. Sin embargo, el día anterior fue a las ruinas llevando un recado a D. Simón cierto indio joven con una pierna inflamada y cubierta de úlceras. Su expresión era mansa y sus maneras respetuosas y sumisas y era muy dócil, como decía D. Simón, cuando hablaba de sus mejores sirvientes. Su situación era entonces interesante, porque estaba a punto de casarse; y el amo lo había tenido en Mérida seis meses al cuidado de un médico; pero sin obtenerse ningún buen resultado. Con esto, el pobre mozo se había abandonado, casi con la certidumbre de quedar inválido entre pocos años, convirtiéndose en una masa de corrupción. El Dr. Cabot se encargó de hacerle la operación y con tal motivo era necesario marchar a la hacienda; y, para poder regresar a las ruinas con Mr. Camerden, fuimos allí todos a almorzar. Bajo el corredor y arrimado a un pilar estaba un indio viejo con sus brazos cruzados enseñando la doctrina a una línea de muchachitas indias, formadas delante de él, igualmente con los brazos cruzados, y que repetían las pocas palabras que iba profiriendo el maestro. Al entrar nosotros en el corredor, tanto el viejo como las muchachitas se nos acercaron haciendo una reverencia y besándonos las manos. D. Simón tenía ya listo el almuerzo, pero nos encontramos con algunas deficiencias. Las haciendas en aquel país nunca tienen muebles de respeto, como que apenas son visitadas por sus dueños una o dos veces al año, y eso por muy pocos días y llevando consigo cuanto puedan necesitar para su comodidad y regalo. Uxmal era como todas las demás haciendas, y aun se encontraba en peor situación, porque la habíamos despojado de casi todos sus muebles para aumentar nuestras comodidades en las ruinas. La principal dificultad consistía en la falta de sillas. Todos estábamos ya acomodados, excepto D. Simón, quien, por último, siendo aquel un caso de extrema necesidad, se dirigió impávido a la capilla y trajo el gran sillón que servía de confesonario. Concluido el almuerzo, el doctor hizo avanzar al paciente, quien no había sido consultado para nada respecto de la operación, pues sus deseos eran los de su amo y sólo hizo lo que éste le mandaba. En el momento de proceder, el doctor pidió una cama, no habiéndolo hecho antes, suponiendo que estaría lista en el momento en que la pidiese; pero pedir una cama era lo mismo que pedir un buque de vapor o el locomotivo de un ferrocarril. ¿Quién había pensado jamás que se necesitase de una cama en Uxmal? Tal era el general sentimiento de los indios. Ellos habían nacido en hamacas y esperaban morir en ellas. ¿Para qué se quería una cama habiendo hamacas? Sin embargo era indispensable una cama, y los indios se dispersaron por la finca en busca de aquel mueble. Uno a uno fueron volviendo, después de una larga ausencia, trayendo la noticia de que allá en años atrás hubo en la hacienda una cama, pero que se había desbaratado y sus piezas se habían destinado a otros usos. Con esto, fueron enviados de nuevo en demanda de aquel objeto, y al fin y al cabo recibimos la nueva de que la cama estaba ya en camino. En efecto, al momento apareció ella a través de la puerta del corral en la forma de un rollo de maderas en los hombros de un solo indio. Para el objeto de usarla inmediatamente, era lo mismo que si los maderos estuviesen todavía en los árboles; mas, sin embargo, después de un rato, los arreglaron y formaron una cama que habría dejado atónito a un insigne constructor de muebles de nuestra ciudad. Entretanto, el paciente estaba presenciando todas aquellas operaciones, tal vez con un sentimiento igual al de uno que ve preparar su ataúd. La enfermedad estaba en la pierna derecha, que aparecía casi tan gruesa como su propio cuerpo, cubierta de úlceras y saltadas las venas como el espesor de un látigo. El doctor consideró necesario cortar las venas. El indio se puso en pie apoyando todo su cuerpo sobre la pierna enferma hasta hacerlas brotar en toda su plenitud, mientras que se sostenía apoyando las manos en una banca. Cortose una vena, atose la herida; y entonces se hizo la operación sobre la otra introduciendo con fuerza un largo alfiler en la carne viva que quedaba bajo de la vena, sacándolo del otro lado atando un hilo a las dos extremidades y dejando que el alfiler se abriese paso a través de la vena y facilitar así la supuración. Atose después la pierna y se colocó al indio en la cama. Durante todo ese tiempo ni un solo músculo de la cara se le movió; y, excepto una ligera contracción de sus manos apoyadas en la banca en el momento en que se le introdujo el alfiler bajo la vena, nadie hubiera dicho que estaba sufriendo operación de ninguna especie. Concluido esto, nos pusimos en camino para volver a las ruinas en compañía de Mr. Camerden; pero apenas habíamos salido de la puerta del corral, cuando encontramos a un indio con el brazo encabestrillado en una venda, y que venía en busca del doctor Cabot. Parecía que tenía ya en su frente el sello de la muerte. Su joven esposa, que era una muchacha de catorce años a lo más y próxima a ser madre, venía en su compañía. El caso actual mostraba de qué manera la vida humana en aquellos países es el juguete de la casualidad o de la ignorancia. Pocos días antes, por cierta torpeza se había dado un machetazo en el brazo izquierdo cerca del codo. Para detener la sangre, su mujer le había atado, con toda la fuerza posible, un cordel en el puño y otro en la parte superior del brazo, y así había permanecido por tres días. La operación había producido un resultado regularmente favorable en cuanto a detener la sangre; y tal vez la habría detenido para siempre parando la circulación de ella. La mano estaba sin movimiento y parecía muerta: la parte del brazo entre ambas ligaduras se había inflamado horriblemente y el sitio de la herida era una masa de corrupción. El doctor arrancó las ataduras y procuró que la mujer aprendiese a restablecer la circulación interrumpida, por medio de fricciones, o, estregando el brazo con la palma de la mano; pero ella no tenía más idea de la circulación de la sangre que de la revolución de los planetas. Cuando se introdujo la tienta en la herida, arrojó ésta una descarga de líquido pestilente, que se convirtió en un arroyo de sangre arterial, después de limpiarse la podre. El pobre hombre se había trozado una arteria. Como el doctor no tenía consigo sus instrumentos para tomarla, apretó el brazo con una fuerte presión sobre la arteria, y me lo transfirió, encargándome que fijase bien los dedos mientras iba de prisa a las ruinas en busca de sus instrumentos. Mi posición no era en verdad muy agradable, porque, si yo me desviaba un tanto, el hombre podía desangrarse hasta morir. Como carecía yo de un diploma en forma que permitiese a la gente morirse en mis manos, no queriendo correr el riesgo de un accidente y conociendo el imperturbable carácter de los indios, pasé el brazo a uno de ellos bajo el apercibimiento de que la vida de aquel hombre pendía de él. El doctor emplearía media hora en ir y venir; y durante este tiempo, mientras la cabeza del paciente se iba de un lado y otro con los desmayos, el indio le miraba fijamente a la cara y sostuvo el brazo enfermo con tal fijeza de actitud, que podía servir de modelo a un escultor. Yo creo que ni por un solo momento cambió la posición del brazo ni el tanto de un cabello. El doctor arregló la herida y despachó al indio con iguales probabilidades, según nos dijo el médico mismo, de vivir o morir. Sin embargo, cuando volvimos a oír hablar de él, ya estaba trabajando en el campo. Ciertamente que, si no hubiese sido por la visita casual del Dr. Cabot, habría ido a descansar a la sepultura. Después de esto, presentáronse algunos casos graves de enfermedad entre las mujeres de la hacienda; y todas estas varias ocupaciones nos consumieron toda la mañana, que habíamos destinado para Mr. Camerden y las ruinas. Hacía un día frío y destemplado, y no veía Mr. Camerden más que aires malos y enfermedades a su derredor. A la tarde se despidió de nosotros para volver a Nueva York a bordo del mismo buque que nos había traído. Desgraciadamente llevó consigo el germen de una peligrosa enfermedad, de la cual no se recobró en buenos meses. Al día siguiente partió también D. Simón, y volvimos a quedarnos solos otra vez. Las enfermedades iban en progreso en la hacienda; y dos días después recibimos noticia de que el enfermo de la pierna estaba con fiebre, y que una mujer había muerto de la misma enfermedad, debiendo ser sepultada a la mañana inmediata. Dispusimos que se nos trajesen los caballos a las ruinas, y a la mañana siguiente nos encaminamos a la hacienda del doctor para visitar a su paciente, y yo para asistir al funeral, en la expectativa de que un suceso semejante verificado en una hacienda lejana, y sin la presencia de ningún ministro que hiciese las ceremonias religiosas, me mostraría algún rasgo que me ilustrase sobre el antiguo carácter de los indios. Habiendo dejado mi caballo en el corral, dirigime al camposanto en compañía del mayoral. El susodicho camposanto era un claro del bosque a muy corta distancia de la casa, cuadrado y ceñido de un rudo cercado de piedras, o albarrada. Había sido consagrado con las ceremonias de la iglesia y destinado para sepultura de todos los que muriesen en la finca; lugar tosco y rudo, que indicaba la simplicidad del pueblo para quien estaba destinado. Al entrar, vimos una sepultura a medio abrir, y que se había abandonado por las piedras: algunos indios estaban entonces ocupados en cavar otra. Sólo una parte del cementerio se había empleado para sepultar los cadáveres, y esto se conocía por las pequeñas cruces de madera colocadas en la cabecera de cada sepulcro. En esa parte del cementerio había un apartado circuido de una albarrada como de cuatro pies de elevación, y otros tantos de diámetro, que servía de harnero y que a la sazón estaba henchido de calaveras y huesos humanos blanqueándose a los rayos del sol. Encamineme a este sitio y comencé a examinar las calaveras. Para cavar una sepultura los indios emplean la barreta y el machete, extrayendo la tierra suelta con las manos. Durante la obra, escuché el estridente sonido de la barreta, que rompía algo de poca resistencia: era que había atravesado de medio a medio una calavera humana. Uno de los indios la extrajo con sus propias manos; y después de haberla todos examinado y hecho sus comentarios, se la pasaron al mayoral, quien me la dio luego. Ellos sabían cúya era la tal calavera. Pertenecía a una mujer que había nacido y crecido en aquella pequeña comunidad, en el seno de la cual había muerto y sido enterrada en la última seca; poco más de un año antes. Colocose la calavera en el harnero, y los indios extrajeron los brazos, canillas y demás huesos menores. En la parte posterior e inferior de las costillas existían todavía los fragmentos de la carne, pero secos ya y adheridos al hueso, todo lo cual fue reunido y llevado al harnero con mucha decencia y respeto. Hallándome junto al harnero, tomé en las manos diversas calaveras, y todas ellas eran conocidas e identificadas. El camposanto apenas tenía cinco años de haberse abierto, y todas las calaveras habían descansado sobre los hombros de algún conocido de los indios presentes. Todas las sepulturas estaban a un solo lado: en el otro nadie había sido enterrado. Indiquele al mayoral que, comenzándose los entierros en la parte más lejana, y haciéndose ordenadamente las inhumaciones, cada cadáver tendría el tiempo suficiente para descomponerse y convertirse en polvo antes que fuese lanzado de su sitio para cedérselo a otro. Parecíale buena la idea; y, habiéndosela comunicado a los indios, suspendieron éstos su trabajo en un momento, miraron alternativamente al mayoral y a mí, y luego continuaron cavando. Añadile que en pocos años los huesos del amigo que se iba a enterrar, los suyos propios y los de todos ellos serían extraídos y conducidos al harnero lo mismo que los otros que acaban de depositarse allí; lo cual fue igualmente comunicado a los indios con el mismo efecto que la especie primera. Entretanto, yo había registrado todas las calaveras, y colocado en la parte superior dos, que sabía yo pertenecían a indios de la raza pura, con la idea de apropiármelas y robarlas a la primera coyuntura favorable. Los indios trabajaban tan a espacio, como si estuviesen cavando su propia sepultura; y al cabo se presentó el marido de la difunta aparentemente para enterrarla. Traía descubierta la cabeza: su negro cabello le caía sobre los ojos; y, vestido como estaba con una camisa limpia de franela azul, parecía lo que era en realidad, uno de los hombres más respetables de la hacienda. Inclinándose a un lado de la sepultura, tomó dos varillas de madera, por ventura puestas allí con aquel objeto, y con la una midió lo largo y con la otra lo ancho de la fosa. Verificó esto con frialdad; y la expresión de su fisonomía en aquel momento era de aquella estólida e inflexible especie que no permite formar idea alguna de los sentimientos de otro; pero no sería demasiado suponer que un hombre en la flor de su edad y que ha cumplido bien con todos sus deberes debería sentir alguna emoción al tiempo de medir la sepultura de la que había sido su compañera, cuando se terminaban sus trabajos de cada día, y la madre de sus hijos. Según las medidas, la sepultura no era suficientemente grande, y el marido se situó al pie de ella mientras que los indios la extendían más. Entretanto el doctor llegó al cementerio con su escopeta, y uno de los que estaban haciendo la excavación señaló una manada de papagayos que pasaban volando. Iban muy lejos para poderlos matar; pero, como los indios siempre se azoraban al ver descargar un tiro al aire y parecían desear que se disparase el tiro, así lo hizo el doctor y cayeron algunas plumas. Echáronse a reír los indios, examinaron las plumas que cayeron dentro de la sepultura y continuaron la obra. Al cabo de algún tiempo, el marido tomó de nuevo las varillas midió la sepultura y, hallándolo todo bien, se volvió a su casa. Los indios tomaron unas rudas angarillas, que habían servido para traer otro cadáver, y fueron en busca de la difunta. Tardáronse tanto, que comenzamos a creer se habían propuesto cansarnos la paciencia, y dije al mayoral que fuese a darles prisa; pero en el momento escuchamos rumor de pasos, y el sonido de voces femeninas que anunciaban una tumultuosa procesión de mujeres. Al llegar al cercado del cementerio, detuviéronse todas, y se quedaron mirándonos sin pasar adelante, a excepción de una vieja belcebú, que saliendo de entre ellas marchó directamente a la sepultura, inclinose sobre ella y mirando el interior profirió algunas exclamaciones que hicieron reír a las mujeres de fuera. Esto irritó de tal manera a la vieja, que cogió en sus manos un puñado de piedras y comenzó a arrojarlas a derecha e izquierda, con lo que las perseguidas se dispersaron con gran confusión y risa; y en medio de esto presentose el cadáver acompañado de una turba confusa de hombres, mujeres y muchachos. Las angarillas fueron alzadas por sobre el muro y asentadas junto a la sepultura. El cuerpo no tenía ataúd; pero estaba envuelto de pies a cabeza en una manta azul con bordados amarillos. La cabeza iba descubierta, y los pies quedaban de fuera, llevando un par de zapatos de cuero y medias blancas de algodón, regalo tal vez de su marido al volver de algún viaje a Mérida, que la pobre mujer jamás usó en vida, y que el marido pensó hacerle un gran honor enterrándola con tal regalo. Los indios pasaron unas cuerdas bajo del cuerpo y lo hicieron bajar a la sepultura mientras que el marido sostenía la cabeza. Era de buena talla, y según su fisonomía tendría unos veintitrés o veinticuatro años; la expresión de sus facciones era penosa, como indicando que en la lucha final el espíritu se había resistido a dejar su mortal morada. Sólo una persona de las presentes derramó algunas lágrimas; y ésa fue la anciana madre de la difunta, quien sin duda había esperado que su hija haría bajar su cabeza a la sepultura. Llevaba de la mano a una muchachita de ojo vivo, que miraba con asombro ignorando por fortuna que su mejor amiga en la tierra desaparecía para siempre bajo la tumba. Al abrirse la manta, apareció bajo de ella un vestido blanco de algodón; los brazos que para conducir mejor el cadáver vinieron cruzados sobre el pecho, fueron extendidos a los lados del cuerpo, que se envolvió de nuevo en la manta. El marido arregló la cabeza colocando bajo de ella a manera de almohada un trapo de algodón, componiéndolo tan cuidadosamente como si una piedra o un guijarro pudiese lastimarla. En seguida echó un puño de tierra sobre la cara, los indios llenaron la sepultura y todos se retiraron. Ningún cuadro romántico apareció en la escena final; pero no era extraño seguir con la imaginación al indio viudo a su desolada cabaña. Al ver que ya eran las once del día sin haber almorzado y que no habíamos visto ningún vestigio de las costumbres indias, no nos consideramos particularmente indemnizados de la molestia sufrida.
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CAPÍTULO XI De cómo el demonio ha procurado asemejarse a Dios en el modo de sacrificios, y religión y sacramentos Pero antes de venir a eso, se ha de advertir una cosa que es muy digna de ponderar, y es que como el demonio ha tomado por su soberbia, bando y competencia con Dios, lo que nuestro Dios con su sabiduría ordena para su culto y honra, y para bien y salud del hombre, procura el demonio imitarlo y pervertirlo, para ser él honrado, y el hombre más condenado. Y así vemos que como el Sumo Dios tiene sacrificios y sacerdotes, y sacramentos y religiosos, y profetas, y gente dedicada a su divino culto y cerimonias santas, así también el demonio tiene sus sacrificios y sacerdotes, y su modo de sacramentos, y gente dedicada a recogimiento y santimonia fingida, y mil géneros de profetas falsos. Todo lo cual, declarado en particular como pasa, es de grande gusto y de no menor consideración para el que se acordare cómo el demonio es padre de la mentira, según la suma verdad lo dice en su Evangelio, y así procura usurpar para sí la gloria de Dios, y fingir con sus tinieblas la luz. Los encantadores de Egipto, enseñados de su maestro Satanás, procuraban hacer, en competencia de Moisés y Aarón, otras maravillas semejantes. Y en el libro de los Jueces leemos del otro Micas, que era sacerdote del ídolo vano, usando los aderezos que en el tabernáculo del verdadero Dios se usaban, aquel ephod y teraphin, y lo demás. Séase lo que quisieren los doctos, apenas hay cosa instituída por Jesucristo nuestro Dios y Señor en su Ley Evangélica, que en alguna manera no le haya el demonio sofisticado y pasado a su gentilidad, como echará de ver quien advirtiere en lo que por ciertas relaciones tenemos sabido de los ritos y ceremonias de los indios, de que vamos tratando en este libro.
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CAPÍTULO XI Pasa el ejército el río de Cofachiqui, y alójase en el pueblo y envían a Juan de Añasco por una viuda La señora de Cofachiqui, hablando con el gobernador en las cosas que hemos dicho, fue quitando poco a poco una gran sarta de perlas gruesas como avellanas que le daban tres vueltas al cuello y descendían hasta los muslos. Y, habiendo tardado en quitarlas todo el tiempo que duró la plática (con ellas en la mano), dijo a Juan Ortiz, intérprete, las tomase y de su mano las diese al capitán general. Juan Ortiz respondió que su señoría se las diese de la suya porque las tendría en más. La india replicó que no osaba por no ir contra la honestidad que las mujeres debían tener. El gobernador preguntó a Juan Ortiz qué era lo que aquella señora decía, y, habiéndolo sabido, le dijo: "Decidle que en más estimaré el favor de dármelas de su propia mano que del valor de la joya y que, en hacerlo así, no va contra su honestidad, pues se tratan de paces y amistad, cosas tan lícitas e importantes entre gentes no conocidas." La señora, habiendo oído a Juan Ortiz, se levantó en pie para dar las perlas de su mano al gobernador, el cual hizo lo mismo para recibirlas y, habiéndose quitado del dedo una sortija de oro con muy hermoso rubí que traía, se la dio a la señora en señal de la paz y amistad que entre ellos se trataba. La india lo recibió con mucho comedimiento y lo puso en un dedo de sus manos. Pasado este auto, habiendo pedido licencia, se volvió a su pueblo dejando a nuestros castellanos muy satisfechos y enamorados así de su buena discreción como de su mucha hermosura, que la tenía muy en extremo perfecta, y tan embelesados quedaron con ella que entonces ni después no fueron para saber cómo se llamaba, sino que se contentaron con llamarla señora, y tuvieron razón, porque lo era en toda cosa. Y como ellos no supieron el nombre, no pude yo ponerlo aquí, que muchos descuidos de éstos y otros semejantes hubo en este descubrimiento. El gobernador se quedó en la ribera del río para dar orden que con brevedad lo pasase el ejército. Envió a mandar al maese de campo que con toda presteza viniese la gente donde él quedaba. Los indios entretanto hicieron grandes balsas y trajeron muchas canoas, y, con la diligencia que ellos y los castellanos pusieron, pasaron el río en todo el día siguiente, aunque con desgracia y pérdida, que por descuido de algunos ministros que entendían en el pasaje de la gente se ahogaron cuatro caballos, que, por ser tan necesarios y de tanta importancia para la gente, lo sintieron nuestros españoles más que si fueran muertes de hermanos. Alonso de Carmona dice que fueron siete los caballos que se ahogaron y que fue por culpa de sus dueños, que de muy agudos los echaron al río sin saber por dónde habían de pasar, y que, llegando a cierta parte del río, se hundían y no parecían más; debía ser algún bravo remolino que se los sorbía y tragaba. Pasado el río, se alojó el ejército en el medio pueblo que los indios les desembarazaron y, para los que no cupieron, hicieron grandes y frescas ramadas, que había mucha y muy buena arboleda de que las hacer. Había asimismo entre las ramadas muchos árboles con diversas frutas, y grandes morales mayores y más viciosos que los que hasta allí se habían visto. Damos siempre particular noticia de este árbol por la nobleza de él y por utilidad de la seda que doquiera se debe estimar en mucho. El día siguiente hizo diligencias el gobernador para informarse de la disposición y partes de aquella provincia llamada Cofachiqui. Halló que era fértil para todo lo que quisiesen plantar, sembrar y criar en ella. Supo, asimismo, que la madre de la señora de aquella provincia estaba doce leguas de allí retirada como viuda. Dio orden con la hija que enviase por ella. La cual envió doce indios principales suplicándole viniese a visitar al gobernador y ver una gente nunca vista, que traían unos animales extraños. La viuda no quiso venir con los indios, antes, cuando supo lo que la hija había hecho con los castellanos, mostró mucho sentimiento y haber recibido gran pena de la liviandad de la hija, que tan presto y con tanta facilidad hubiese querido mostrarse a los españoles, gente, como ella misma decía, nunca conocida ni vista. Riñó ásperamente con los embajadores por haberlo consentido. Sin esto dijo e hizo otros grandes extremos cuales los suelen hacer las viudas melindrosas. Todo lo cual sabido por el gobernador mandó al contador Juan de Añasco que, pues tenía buena mano en semejantes cosas, fuese con treinta compañeros infantes el río abajo por tierra a un sitio retirado de la comunidad de los otros pueblos, donde le habían dicho que estaba la señora viuda, y en toda buena paz y amistad la trajese, porque deseaba que toda la tierra que descubriese y dejase atrás quedase quieta y pacífica y sin contradicción alguna reducida a su devoción por tener menos que pacificar cuando la poblase. Juan de Añasco, aunque era ya bien entrado el día, se partió luego a pie con sus treinta compañeros y, sin otros indios de servicio, llevó consigo un caballero indio que la señora del pueblo de su propia mano le dio para que lo guiase y que, cuando se hallase cerca de donde su madre estaba, se adelantase y diese aviso de cómo los españoles iban a rogarle se viniese en amistad con ellos y que lo mismo le suplicaba ella y todos sus vasallos. A este caballero mozo había criado en sus brazos la viuda madre de la señora de Cofachiqui, por lo cual, y por serle pariente cercano, y principalmente por haber salido el mozo afable y nobilísimo de condición, la quería más que si fuese su propio hijo, y por esta causa lo envió la hija con la embajada a la madre, porque por el amor del mensajero se le hiciese menos molesto el recaudo. El indio mostraba bien en el aspecto de su rostro y en la disposición de su persona la nobleza de su sangre y la generosidad de su ánimo, que donde hay lo uno debe haber lo otro, que son conjuntos como la fruta y el árbol. Era hermoso de cara y gentil hombre de cuerpo, de edad de veinte a veinte y un años. Iba muy galán, como embajador de tal embajada; llevaba sobre la cabeza un gran plumaje matizado de diversos colores de plumas, que acrecentaban su gentileza, y una manta de gamuzas finas en lugar de capa, que los veranos, por el calor, no se sirven de aforros y, si alguna vez los traen, es el pelo afuera. Llevaba un hermosísimo arco en las manos, que, demás de ser bueno y fuerte, tenía dado un betún que estos indios de la Florida les dan del color que quieren, que parece fino esmalte y pone el arco, y cualquier otra madera, como vidriado. A las espaldas llevaba su aljaba de flechas. Con este ornato iba el indio, y tan contento de acompañar los españoles que bien al descubierto se le veía el deseo que tenía de les servir y agradar.