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Capítulo XCII Del fin desdichado que tuvieron los amores de Acoitapia y Chuqui Llanto Por no ser largo en el capítulo pasado y causar fastidio a los lectores, le quise dividir en dos, porque la ficción y fábula como la refieren los indios antiguos hacen de ella gran caudal. Después de partidas las dos ñustas para su casa, quedó el pastor Acoitapia con su ganado y, habiéndolo recogido, se metió en su cabaña, triste y pensativo, acordándose de la hermosura de la bella ñusta y de su traje y bizarría, y ocupado su corazón con el nuevo cuidado, y aún con la desesperación, que el acordarse y considerar quién ella era, y la dificultad que en su amor podría tener le causaba, porque las semejantes hijas del Sol eran respetadas, y miradas, de todos los pastores con mucha veneración, y ninguno se atrevía a poner en ellas los ojos por miedo del gran castigo que en los tales se ejecutaba. Y con esta consideración, tocando a ratos su flauta y a ratos lanzando ardientes suspiros de lo más interior del alma, y banando la tierra cercana en sus cálidas lágrimas, solo un triste ay se le oyó, que a las piedras enterneciera y aun las ovejas del solo pastor, como no acostumbradas a oír semejante lamento en su guarda, llegándose a la puerta de la choza casi le querían ayudar, el cual después de haber consumido casi toda la larga noche en sus imaginaciones y llanto, al alba se quedó amortecido, vencido de la fuerza de su mal, que le iba consumiendo los vitales espíritus, y quería mediante la muerte triunfar del atrevido pastor y, sin duda, allí feneciera sus días si el remedio para él no le viniera presto. Tenía este Acoitapia, en los lares donde era su naturaleza, la madre que le parió, que sin duda debía de ser de aquellas que los indios respetaban entre sí con nombre de adivinas. Esta supo la aflicción y trabajo en que estaba su único hijo y que, sin duda ninguna, la vida se le acabaría muy presto si el remedio no le venía. Y alcanzada la causa de su mal por el demonio, tomó un bordón muy galano y pintado que ella tenía en gran virtud para tales sucesos, y sin detenerse tomó el camino por la sierra, ayudada del que le hizo sabedora dio la pena de su hijo y, antes que el sol saliese, estaba ya en la cabaña de su hijo. Entró en ella y viole amortecido y muy cerca de muerto, todo bañado en lágrimas; despertóle con dificultad e hízole volver en sí. Cuando Acoitapia vio y conoció a su madre fue admirado, no sabiendo como tan presto allí fuese venida; la madre, que sabía su mal, le empezó a consolar, diciéndole que se aliviase, que ella daría presto remedio a su tristeza y medicina a su mal, que se alentase y, con esto, salió de la cabaña y, de junto a unas peñas, cogió cantidad de ortigas, comida según dicen los indios apropiada para la tristeza y alegrar el corazón, y dellas hizo un guisado a su modo. Aún no había acabádolo cuando las dos hermanas, hijas del Sol, estaban a la puerta de la chozuela de Acoitapia. Porque Chuqui Llanto, al amanecer, se vistió y con su hermana, en achaque de pasearse por los verdes prados de la sierra, se salió de la casa y enderezó adonde estaba su nuevo amor; porque su corazón a otra parte no le guiaba y, algo fatigadas de el camino, se sentaron junto a la puerta y, como viesen dentro a la vieja, la hablaron pidiéndole si tenía algo que darles a comer, que venían hambrientas. La vieja, hincada de rodillas, les dijo que no tenía otra cosa que darles, sino aquel guisado de ortigas, el cual ellas recibieron con mucha voluntad y, con no menos gusto, empezaron a comer. Chuqui Llanto revolvía los ojos por la cabaña, por si vería con ellos a su querido Acoitapia, pero, al tiempo que ella y su hermana llegaron, se había ocultado, por orden de su madre, dentro del bordón que había traído. Y como Chuqui Llanto no le viese, preguntó por él; la vieja le respondió que era ido con el ganado y Chuqui Llanto, aficionada a la hermosa labor del bordón, le tornó a preguntar que cuyo era aquel tan lindo bordón, y de dónde lo había traído; la vieja le respondió que antiguamente había sido una de las mujeres queridas del Pacha Camac, huaca celebradísima en los llanos, junto a la Ciudad de los Reyes y cuatro leguas de ella, y que por herencia le venía a ella. Chuqui Llanto enamorada del bordón con mucha prestancia se lo pidió, y la vieja, aunque al principio, por dárselo más a desear, se lo negaba, al fin se lo concedió. Tomólo Chuqui Llanto en sus manos, pareciéndole mucho mejor que antes y, habiendo estado un rato con la vieja, como el deseo de ver Acoitapia la instigase, se despidió de ella y se fue por los prados revolviendo sus inquietos y hermosos ojos de una parte a otra, por ver si le vería. Todo el día gastaron las dos hermanas de unos lugares a otros, no parando, con deseo Chuqui Llanto de gozar de la vista y conversación del pastor, que su hermana bien ignorante de ello estaba, y como el sol ya fuese inclinado y alargando sus sombras, cansadas dieron la vuelta hacia los palacios, con sumo dolor de Chuqui Llanto en no haber alcanzado a ver el que consigo llevaba, metido en el bordón. Y llegado a las puertas las guardas las miraron con diligencia, como todas las veces lo hacían, y como sólo viesen, de nuevo, el bordón que claramente traían, cerraron su puertas y ellas entraron en sus aposentos, sin querer Chuqui Llanto asistir a la cena con su hermana y las demás hijas y mujeres del Sol, que el fuego que traía en su pecho no la dejaba comunicar con nadie, sino a solas quería que ardiese, para que más se acrecentase, y puesto el bordón junto a su cama se acostó y, pareciéndole que estaba sola, comenzó a llorar y a suspirar a ratos por el pastor, hasta que, cerca de la media noche, se quedó dormida. En esto, Acoitapia salió del bordón donde estaba oculto y, hincado de rodillas delante de la cama de su ñusta, la llamaba con una voz mansa, por su nombre. Ella despertó despavorida y, con grandísimo espanto, se levantó de su cama y vio junto a ella a su querido pastor vertiendo lágrimas. Ella que lo vio, turbada de tal acontecimiento se abrazó a él preguntándole cómo había entrado allí dentro, estando los palacios cerrados, él le respondió que en el bordón que su madre le había dado había venido, sin que nadie lo sintiese. Entonces Chuqui Llanto le cobijó con las mantas de lipi labradas, que en su cama tenía, y de cumbi finísimas, y durmieron juntos los dos amantes, y cuando sintieron que quería amanecer, Acoitapia se metió en el bordón, viéndole su ñusta. Después que el sol había bañado toda la sierra, Chuqui Llanto, por gozar a solas y sin estorbo de la conversación de Acoitapia, tomó su bordón, y dejando a su hermana en los palacios, se salió de ellos y se fue por los prados, con su bordón en la mano y, llegando a una quebrada oculta, se sentó con su querido pastor, que ya del bordón había salido a platicar. Pero sucedió que una de las guardas, notando que había salido Chuqui Llanto sola, cosa que nunca hacía, la siguió y, al fin, aunque en lugar escondido, la halló con Acoitapia en su regazo, y como tal viese empezó a dar grandes voces. Acoytapia y Chuqui Llanto, que se vieron descubiertos, temerosos que si los cogiesen les darían la muerte, pues su delito no se podía ya encubrir, se levantaron y se encaminaron, huyendo hacia la sierra que está junto del pueblo de Calca y, cansados de caminar, se sentaron encima de una peña, pensando estar ya salvos y seguros, y allí se quedaron con el cansancio adormecidos y, como entre sueños oyesen gran ruido, se levantaron, tomando ella una ojota en la mano, que la otra traía calzada en el pie, y queriendo otra vez huir, mirando a la parte del pueblo de Calca, el uno y el otro fueron convertidos en piedras. Y el día de hoy se parecen las dos estatuas desde Guailla Bamba y desde Calca y de otras muchas partes, y yo lo he visto muchas veces. Llámase aquella tierra Pitu Sira, y éste fue el fin de los amores de los dos amantes Acoitapia y Chuqui Llanto, los cuales los indios celebran y refieren, como cosa sucedida en tiempos antiguos, con otras fábulas que también cuentan.
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Cómo el Almirante partió de Cariay, fue a Cerabaró y Veragua, y navegó hasta que llegó a Portobelo, cuyo viaje fue por costa muy provechosa Luego, el miércoles, a 5 de Octubre, se hizo el Almirante a la vela, y arribó al puerto de Cerabaró, que tiene seis leguas de largo y más de tres de ancho, en el cual hay muchas isletas, y tres o cuatro bocas muy a propósito para entrar y salir con todos vientos. Van las naves por estas islas, entre una y otra, como por calles, tocando las cuerdas de los navíos a las ramas de los árboles. Luego que fondeamos en este puerto, fueron las barcas a una isla donde había en tierra veinte canoas, y los indios en la costa, desnudos, como nacieron; sólo traían un espejo de oro al cuello, y algunos traían una águila de guanin. Estos, sin mostrar miedo, por mediación de los dos indios de Cariay, trocaron al instante un espejo que pesó diez ducados, por tres cascabeles; dijeron haber gran abundancia de aquel oro, y que se cogía en la Tierra Firme, muy cerca de ellos. Al día siguiente, 7 de Octubre, fueron a Tierra Firme las barcas, donde se encontraron con diez canoas llenas de indios, y porque no quisieron rescatar sus espejos con los nuestros, fueron presos dos de los más principales, para que el Almirante se informase de ellos, por medio de los dos intérpretes; el espejo traía uno, pesó catorce ducados, y el águila del otro, veintidós. Decían estos indios que a una o dos jornadas, tierra adentro, se cogía mucho oro en algunos lugares que nombraban; que en aquel puerto había muchísimos peces, y en tierra muchos animales de los que decimos haber en Canarias, y gran cantidad de alimentos usados por los indios, como raíces de plantas, granos y frutas. Los indios iban pintados de varios colores, blanco, negro y colorado, tanto en la cara, como en el cuerpo, y desnudos, con un pañete corto de algodón en las partes deshonestas. De este puerto de Cerabaró pasamos a otro que confina con él, y se le parece en todo, llamado Aburemá; después, a 17 del mes, salimos al mar grande para seguir nuestro viaje, y llegando a Guaiga, que es un río, distante doce leguas de Aburemá, el Almirante envió las barcas a tierra, las cuales vieron más de cien indios en la playa; éstos les acometieron furiosamente, entrando en el agua hasta la cintura, esgrimiendo sus varas, tocando cuernos y un tambor, en ademán de guerra, para defender la región; echaban agua salada hacia los cristianos, mascaban hierbas y las escupían hacia los nuestros, que no se movieron, procurando aquietarlos, como se logró; al fin, se acercaron a rescatar los espejos que traían al cuello, cada uno por dos o tres cascabeles; se ganaron diez y seis espejos de oro fino, que valían 150 ducados. El siguiente día, viernes, 29 de Octubre, volvieron a tierra las barcas, para rescatar y antes que saliesen de ellas, llamaron a ciertos indios que estaban bajo unas ramadas que aquella noche habían hecho en la costa, para guardar la tierra temiendo que los cristianos desembarcasen para darles algún disgusto. Por más que los llamaron muchas veces, ningún indio quiso venir a las barcas, ni los cristianos salir sin saber primero el ánimo en que estaban, pues como se supo después, los esperaban con ánimo de embestirlos cuando bajasen de las barcas. Viendo que los nuestros no salían, empezaron a tocar los cuernos y el tambor; con mucha grita saltaron al agua, como el día antes, y llegaron hasta cerca de las barcas, haciendo demostración de lanzar sus varas, si los nuestros no se volvían a los navíos; de cuya actitud, mal satisfechos los cristianos, para que los indios no tuviesen tanto atrevimiento, ni los despreciasen, hirieron a uno en un brazo con una flecha, y dispararon una lombarda, de que cobraron tal miedo, que todos se volvieron huyendo confusamente a tierra; entonces desembarcaron cuatro cristianos, y habiéndoles llamado, dejando sus armas, vinieron hacia nosotros con mucha seguridad, y trocaron tres espejos, diciendo que no traían más, porque venían dispuestos sólo a pelear, y no a permutar. El Almirante no cuidaba en este viaje más que de adquirir muestras. Por esta razón, sin detenerse, abreviando el camino, pasó a Cateba, y echó las anclas a la entrada de un gran río. Veíase que los indios se convocaban cor, cuernos y tambores, para juntarse, y después enviaron a las naves una canoa con dos hombres, los cuales, habiendo hablado con el indio que se había tomado en Cariay, entraron al instante en la Capitana, muy seguros; por consejo de dicho indio, dieron al Almirante dos espejos de oro que traían al cuello, y el Almirante les dio algunas cosillas de las nuestras. Luego que éstos volvieron a tierra, vino a los navíos otra canoa con tres indios, con sus espejos al cuello, los cuales hicieron lo mismo que los primeros. Trabada amistad, bajaron los nuestros a tierra, donde hallaron muchos indios con su rey, que no se diferenciaba de los demás sino en estar cubierto con una hoja de árbol, porque llovía mucho; para dar ejemplo a sus vasallos, cambió un espejo, y les dijo que trocasen los suyos, que, en todos, fueron diez y nueve, de oro fino. Aquí fue la primera vez que se vio en las Indias muestra de edificio, y fue un gran pedazo de estuco que parecía estar labrado de piedra y cal, de que mandó el Almirante tomar un pedazo en memoria de aquella antigüedad. Desde allí pasó hacia Oriente y llegó a Cobrava, cuyos pueblos están situados junto a los ríos de aquella costa; como no salía gente a la playa, y el viento era muy bueno, pasó a cinco pueblos de mucho rescate, de los cuales era uno Veragua, donde decían los indios que se cogía el oro, y se hacían los espejos. El día siguiente llegó a un pueblo que se llama Cubiga, donde, según decía el indio de Cariay, se acababa la tierra de rescate, que tenía principio en Cerabaró y continuaba hasta Cubiga, en que hay cincuenta leguas de costa; sin detenerse el Almirante, navegó hasta que entró en Portobelo, al que puso este nombre porque es muy grande, muy hermoso y poblado, y tiene alrededor mucha tierra cultivada; entró en él a 2 de Noviembre, por entre dos isletas; dentro de él pueden las naves acercarse a tierra, y si quieren, salir volteando. La tierra que circunda este puerto es alta, y no muy áspera, bien labrada y llena de casas distantes unas de otras un tiro de piedra o de ballesta; parece una cosa pintada, la más hermosa que se ha visto, En siete días que estuvimos aquí detenidos por las lluvias y malos tiempos, venían a los navíos canoas de todo el contorno a cambiar alimentos de los que ellos comen, y ovillos de algodón hilado, muy lindo, que daban por algunas cosillas de latón, como alfileres y agujetas.
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Cómo nuestro capitán salió a ver la ciudad de México y el Tatelulco, que es la plaza mayor, y el gran cu de su Huichilobos, y lo que pasó Como había ya cuatro días que estábamos en México, y no salía el capitán ni ninguno de nosotros de los aposentos, excepto a las casas y huertas, nos dijo Cortés que sería bien ir a la plaza mayor a ver el gran adoratorio de su Huichilobos, y que quería enviarle a decir al gran Montezuma que lo tuviese por bien; y para ello envió por mensajero a Jerónimo de Aguilar y a doña Marina, e con ellos a un pajecillo de nuestro capitán, que entendía ya algo de la lengua, que se decía Orteguilla; y el Montezuma, como lo supo, envió a decir que fuésemos mucho en buena hora, y por otra parte temió no le fuésemos a hacer algún deshonor a sus ídolos, y acordó de ir él en persona con muchos de sus principales, y en sus ricas andas salió de sus palacios hasta la mitad del camino, y cabe unos adoratorios se apeó de las andas, porque tenía por gran deshonor de sus ídolos ir hasta su casa e adoratorio de aquella manera, y no ir a pie, y llevábanle del brazo grandes principales, e iban delante del Montezuma señores de vasallos, y llevaban dos bastones como cetros alzados en alto, que eran señal que iba allí el gran Montezuma; y cuando iba en las andas llevaba una varita, la media de oro y media de palo, levantada como vara de justicia; y así se fue y subió en su gran cu, acompañado de muchos papas, y comenzó a zahumar y hacer otras ceremonias al Huichilobos. Dejemos al Montezuma, que ya había ido adelante, como dicho tengo y volvamos a Cortés y a nuestros capitanes y soldados, como siempre teníamos por costumbre de noche y de día estar armados, y así nos veían estar el Montezuma, y cuando lo íbamos a ver, no lo teníamos por cosa nueva. Digo esto porque a caballo nuestro capitán, con todos los más que tenían caballos, y la más parte de nuestros soldados muy apercibidos, fuimos al Tatelulco, e iban muchos caciques que el Montezuma envió para que nos acompañasen; y cuando llegamos a la gran plaza, que se dice el Tatelulco, como no habíamos visto tal cosa, quedamos admirados de la multitud de gente y mercaderías que en ella había y del gran concierto y regimiento que en todo tenían; y los principales que iban con nosotros nos lo iban mostrando: cada género de mercaderías estaban por sí, y tenían situados y señalados sus asientos. Comencemos por los mercaderes de oro y plata y piedras ricas, y plumas y mantas y cosas labradas, y otras mercaderías, esclavos y esclavas: digo que traían tantos a vender a aquella gran plaza como traen los portugueses los negros de Guinea, e traíanlos atados en unas varas largas, con collares a los pescuezos porque no se les huyesen, y otros dejaban sueltos. Luego estaban otros mercaderes que vendían ropa más basta, e algodón, e otras cosas de hilo torcido, y cacaguateros que vendían cacao; y desta manera estaban cuantos géneros de mercaderías hay en toda la Nueva-España, puestos por su concierto, de la manera que hay en mi tierra, que es Medina del Campo, donde se hacen las ferias, que en cada calle están sus mercaderías por sí, así estaban en esta gran plaza; y los que vendían mantas de henequén y sopas, y cotaras, que son los zapatos que calzan, y hacen de henequén y raíces muy dulces cocidas, y otras zarrabusterías que sacan del mismo árbol; todo estaba a una parte de la plaza en su lugar señalado; y cueros de tigres, de leones y de nutrias, y de venados y de otras alimañas, e tejones e gatos monteses, dellos adobados y otros sin adobar. Estaban en otra parte otros géneros de cosas e mercaderías. Pasemos adelante, y digamos de los que vendían frisoles y chía y otras legumbres e yerbas, a otra parte. Vamos a los que vendían gallinas, gallos de papada, conejos, liebres, venados y anadones, perrillos y otras cosas desde arte, a su parte de la plaza. Digamos de las fruteras, de las que vendían cosas cocidas, mazamorreras y malcocinado; y también a su parte, puesto todo género de loza hecha de mil maneras, desde tinajas grandes y jarrillos chicos, que estaban por sí aparte; y también los que vendían miel y melcochas y otras golosinas que hacían, como nuégados. Pues los que vendían madera, tablas, cunas viejas e tajos e bancos, todo por sí. Vamos a los que vendían leña, ocote e otras cosas desta manera. ¿Qué quieren más que diga? Que hablando con acato, también vendían canoas llenas de hienda de hombres, que tenían en los esteros cerca de la plaza, y esto era para hacer o para curtir cueros, que sin ella decían que no se hacían buenos. Bien tengo entendido que algunos se reirán desto; pues digo que es así; y más digo, que tenían por costumbre, que en todos los caminos, que tenían hechos de cañas o paja o yerbas porque no los viesen los que pasasen por ellos, y allí se metían si tenían ganas de purgar los vientres porque no se les perdiese aquella suciedad. ¿Para qué gasto yo tantas palabras de lo que vendían en aquella gran plaza? Porque es para no acabar tan presto de contar por menudo todas las cosas, sino que papel, que en esta tierra llaman amatl, y unos cañutos de olores con liquidámbar, llenos de tabaco, y otros ungüentos amarillos, y cosas deste arte vendían por sí; e vendían mucha grana debajo de los portales que estaban en aquella gran plaza; e había muchos herbolarios y mercaderías de otra manera; y tenían allí sus casas, donde juzgaban tres jueces y otros como alguaciles ejecutores que miraban las mercaderías. Olvidádoseme había la sal y los que hacían navajas de pedernal, y de cómo las sacaban de la misma piedra. Pues pescaderas y otros qué vendían unos panecillos que hacen de una como lama que cogen de aquella gran laguna, que se cuaja y hacen panes dello, que tienen un sabor a manera de queso; y vendían hachas de latón y cobre y estaño, y jícaras, y unos jarros muy pintados, de madera hechos. Ya querría haber acabado de decir todas las cosas que allí se vendían, porque eran tantas y de tan diversas calidades, que para que lo acabáramos de ver e inquirir era necesario más espacio; que, como la gran plaza estaba llena de tanta gente y toda cercada de portales, que en un día no se podía ver todo. Y fuimos al gran cu, e ya que íbamos cerca de sus grandes patios, e antes de salir de la misma plaza estaban otros muchos mercaderes, que según dijeron, era que tenían a vender oro en granos como lo sacan de las minas, metido el oro en unos cañutillos delgados de los de ansarones de la tierra, e así blancos porque se pareciese el oro de por defuera, y por el largor y gordor de los cañutillos tenían entre ellos su cuenta qué tantas mantas o qué jiquipiles de cacao valía, o qué esclavos, o otra cualquiera cosa a que lo trocaban. E, así, dejamos la gran plaza sin más la ver, y llegamos a los grandes patios y cercas donde estaba el gran cu, y tenía antes de llegar a él un gran circuito de patios, que me parece que eran mayores que la plaza que hay en Salamanca, y con dos cercas alrededor de cal y canto, y el mismo patio y sitio todo empedrado de piedras grandes de losas blancas y muy lisas, y adonde no había de aquellas piedras, estaba encalado y bruñido, y todo muy limpio, que no hallaran una paja ni polvo en todo él. Y cuando llegamos cerca del gran cu, antes que subiésemos ninguna grada de él, envió el gran Montezuma desde arriba, donde estaba haciendo sacrificios, seis papas y dos principales para que acompañasen a nuestro capitán Cortés, y al subir de las gradas, que eran ciento y catorce, le iban a tomar de los brazos para le ayudar a subir, creyendo que se cansaría, como ayudaban a subir a su señor Montezuma, y Cortés no quiso que se llegasen a él; y como subimos a lo alto del gran cu, en una placeta que arriba se hacía, adonde tenían un espacio como andamios, y en ellos puestas unas grandes piedras adonde ponían los tristes indios para sacrificar, allí había un gran bulto como de dragón e otras malas figuras, y mucha sangre derramada de aquel día. E así como llegamos, salió el gran Montezuma de un adoratorio donde estaban sus malditos ídolos, que era en lo alto del gran cu, y vinieron con él dos papas, y con mucho acato que hicieron a Cortés e a todos nosotros le dijo: "Cansado estaréis, señor Malinche, de subir a este nuestro gran templo". Y Cortés le dijo con nuestras lenguas, que iban con nosotros, que él ni nosotros no nos cansábamos en cosa ninguna; y luego le tomó por la mano y le dijo que mirase su gran ciudad y todas las más ciudades que había dentro en el agua, e otros muchos pueblos en tierra alrededor de la misma laguna; y que si no había visto bien su gran plaza, que desde allí podría ver muy mejor; y así lo estuvimos mirando, porque aquel grande y maldito templo estaba tan alto, que todo lo señoreaba; y de allí vimos las tres calzadas que entran en México, que es la de Iztapalapa, que fue por la que entramos cuatro días había; y la de Tacuba, que fue por donde después de ahí a ocho meses salimos huyendo la noche de nuestro gran desbarate, cuando Coadlabaca, nuevo señor, nos echó de la ciudad, como adelante diremos; y la de Tepeaquilla; y veíamos el agua dulce que venía de Chapultepeque, de que se proveía la ciudad; y en aquellas tres calzadas las puentes que tenían hechas de trecho a trecho, por donde entraba y salía el agua de la laguna de una parte a otra; e veíamos en aquella gran laguna tanta multitud de canoas, unas que venían con bastimentos e otras que venían con cargas e mercaderías; y veíamos que cada casa de aquella gran ciudad, y de todas las demás ciudades que estaban pobladas en el agua, de casa a casa no se pasaba sino por unas puentes levadizas que tenían hechas de madera, o en canoas; y veíamos en aquellas ciudades cues e adoratorios a manera de torres e fortalezas, y todas blanqueando, que era cosa de admiración, y las casas de azoteas, y en las calzadas otras torrecillas e adoratorios que eran como fortaleza. Y después de bien mirado y considerado todo lo que habíamos visto, tornamos a ver la gran plaza y la multitud de gente que en ella había, unos comprando y otros vendiendo, que solamente el rumor y el zumbido de las voces y palabras que allí había, sonaba más que de una legua; y entre nosotros hubo soldados que habían estado en muchas partes del mundo, y en Constantinopla y en toda Italia y Roma, y dijeron que plaza tan bien compasada y con tanto concierto, y tamaña y llena de tanta gente, no la habían visto. Dejemos esto, y volvamos a nuestro capitán, que dijo a fray Bartolomé de Olmedo, ya otras veces por mí nombrado, que allí se halló: "Paréceme, señor padre, que será bien que demos un tiento a Montezuma sobre que nos deje hacer aquí nuestra iglesia"; y el padre dijo que sería bien si aprovechase, mas que le parecía que no era cosa convenible hablar en tal tiempo, que no veía al Montezuma de arte que en tal cosa concediese; y luego nuestro Cortés dijo al Montezuma, con doña Marina, la lengua: "Muy gran señor es vuestra merced, y de mucho más es merecedor; hemos holgado de ver vuestras ciudades. Lo que os pido por merced es, que pues estamos aquí en este vuestro templo, que nos mostréis vuestros dioses y teules". Y el Montezuma dijo que primero hablaría con sus grandes papas; y luego que con ellos hubo hablado, dijo que entrásemos en una torrecilla o apartamiento a manera de sala, donde estaban dos como altares con muy ricas tablazones encima del techo, e en cada altar estaban dos bultos como de gigante, de muy altos cuerpos y muy gordos, y el primero que estaba a la mano derecha decían que era el de Huichilobos, su dios de la guerra, y tenía la cara y rostro muy ancho, y los ojos disformes y espantables, y en todo el cuerpo tanta de la pedrería e oro y perlas e aljófar pegado con engrudo, que hacen en esta tierra de unas como de raíces, que todo el cuerpo y cabeza estaba lleno dello, y ceñido al cuerpo unas a maneras de grandes culebras hechas de oro y pedrería, y en una mano tenía un arco y en otra unas flechas. E otro ídolo pequeño que allí cabe él estaba, que decían era su paje, le tenía una lanza no larga y una rodela muy rica de oro e pedrería, e tenía puestos al cuello el Huichilobos unas caras de indios y otros como corazones de los mismos indios, y estos de oro y dellos de plata, con mucha pedrería, azules; y estaban allí unos braseros con incienso, que es su copal, y con tres corazones de indios de aquel día sacrificados, e se quemaban, y con el humo y copal le habían hecho aquel sacrificio; y estaban todas las paredes de aquel adoratorio tan bañadas y negras de costras de sangre, y asimismo el suelo, que todo hedía muy malamente. Luego vimos a la otra parte de la mano izquierda estar el otro gran bulto del altor del Huichilobos, y tenía un rostro como de oso y unos ojos que le relumbraban, hechos de sus espejos, que se dice tezcat, y el cuerpo con ricas piedras pegadas según y de la manera del otro su Huichilobos; porque, según decían, entrambos eran hermanos y este Tezcatepuca era el dios de los infiernos, y tenía cargo de las ánimas de los mexicanos, y tenía ceñidas al cuerpo unas figuras como diablillos chicos, y las colas dellos como sierpes, y tenía en las paredes tantas costras de sangre y el suelo bañado dello, que en los mataderos de Castilla no había tanto hedor; y allí le tenían presentado cinco corazones de aquel día sacrificados; y en lo más alto de todo el cu estaba otra concavidad muy ricamente labrada la madera della, y estaba otro bulto como de medio hombre y medio lagarto, todo lleno de piedras ricas, y la mitad de él enmantado. Este decía que la mitad dél estaba lleno de todas las semillas que habían en toda la tierra, y decían que era el dios de las sementeras y frutas; no se me acuerda el nombre de él; y todo estaba lleno de sangre, así paredes como altar, y era tanto el hedor, que no veíamos la hora de salirnos afuera; y allí tenían un tambor muy grande en demasía, que cuando le tañían el sonido dél era tan triste y de tal manera, como dicen instrumentos de los infiernos, y más de dos leguas de allí se oía: y decían que los cueros de aquel atambor eran de sierpes muy grandes; y en aquella placeta tenían tantas cosas, muy diabólicas de ver, de bocinas y trompetillas y navajones, y muchos corazones de indios que habían quemado, con que zahumaban aquellos sus ídolos, y todo cuajado de sangre, y tenían tanto, que los doy a la maldición; y como todo hedía a carnicería, no veíamos la hora de quitarnos de tan mal hedor y peor vista; y nuestro capitán dijo a Montezuma con nuestra lengua, como medio riendo: "Señor Montezuma, no sé yo cómo un tan gran señor e sabio varón como vuestra merced es, no haya colegido en su pensamiento cómo no son estos vuestros ídolos dioses, sino cosas malas, que se llaman diablos. Y para que vuestra merced lo conozca y todos sus papas lo vean claro, hacedme una merced, que hayáis por bien que en lo alto desta torre pongamos una cruz, y en una parte destos adoratorios, donde están vuestros Huichilobos y Tezcatepuca, haremos un apartado donde pongamos una imagen de nuestra señora; la cual imagen ya el Montezuma la había visto; y veréis el temor que dello tienen estos ídolos que os tienen engañados". Y el Montezuma respondió medio enojado, y dos papas que con él estaban mostraron malas señales, y dijo: "Señor Malinche, si tal deshonor como has dicho creyera que habías de decir, no te mostrara mis dioses; aquellos tenemos por muy buenos, y ellos dan salud y aguas y buenas sementeras, temporales y victorias, y cuanto queremos, e tenérnoslos de adorar y sacrificar. Lo que os ruego es, que no se digan otras palabras en su deshonor"; y como aquello le oyó nuestro capitán, y tan alterado, no le replicó más en ello, y con cara alegre le dijo: "Hora es que vuestra merced y nosotros nos vamos"; y el Montezuma respondió que era bien, e que porque él tenía que rezar e hacer ciertos sacrificios en recompensa del gran tlatlacol, que quiere decir pecado, que había hecho en dejarnos subir en su gran cu e ser causa de que nos dejase ver sus dioses, e del deshonor que les hicimos en decir mal dellos, que antes que se fuese que lo había de rezar e adorar. Y Cortés le dijo: "Pues que así es, perdone, señor"; e luego nos bajamos las gradas abajo, y como eran ciento y catorce, e algunos de nuestros soldados estaban malos de bubas o humores, les dolieron los muslos de bajar. Y dejaré de hablar de su adoratorio, y diré lo que me parece del circuito y manera que tenía; y si no lo dijere tan al natural como era, no se maravillen, porque en aquel tiempo tenía otro pensamiento de entender en lo que traíamos entre manos, que era en lo militar y lo que mi capitán Cortés me mandaba, y no en hacer relaciones. Volvamos a nuestra materia. Paréceme que el circuito del gran cu sería de seis muy grandes solares de los que dan en esta tierra, y desde abajo hasta arriba, adonde estaba una torrecilla, e allí estaban sus ídolos, va estrechando y en medio del alto cu hasta lo más alto de él van cinco concavidades a manera de barbacanas y descubiertas sin mamparos; y porque hay muchos cues pintados en reposteros de conquistadores, y en uno que yo tengo, que cualquiera dellos al que los ha visto, podrá colegir la manera que tenían por defuera; mas lo que yo vi y entendí, e dello hubo fama en aquellos tiempos que fundaron aquel gran cu, en el cimiento de él habían ofrecido de todos los vecinos de aquella gran ciudad oro e plata y aljófar e piedras ricas, e que le habían bañado con mucha sangre de indios que sacrificaron, que habían tomado en las guerras, y de toda manera de diversidad de semillas que había en toda la tierra, porque les diesen sus ídolos victorias e riquezas y muchos frutos. Dirán ahora algunos lectores muy curiosos que cómo pudimos alcanzar a saber que en el cimiento de aquel gran cu echaron oro y plata e piedras de chalchihuites ricas, y semillas, y lo rociaban con sangre humana de indios que sacrificaban, habiendo sobre mil años que se fabricó y se hizo. A esto doy por respuesta que desde que ganamos aquella fuerte y gran ciudad y se repartieron los solares, que luego propusimos que en aquel gran cu habíamos de hacer la iglesia de nuestro patrón e guiador señor Santiago, e cupo mucha parte de solar del alto cu para el solar de la santa iglesia, y cuando abrían los cimientos para hacerlos mas fijos, hallaron mucho oro y plata y chalchihuites, y perlas e aljófar y otras piedras. Y asimismo a un vecino de México que le cupo otra parte del mismo solar, halló lo mismo; y los oficiales de la hacienda de su majestad demandábanlo por de su majestad, que le venía de derecho, y sobre ello hubo pleito; e no se me acuerda lo que pasó, mas de que se informaron de los caciques y principales de México y de Guatemuz, que entonces era vivo, e dijeron que es verdad que todos los vecinos de México de aquel tiempo echaron en los cimientos aquellas joyas e todo lo demás, e que así lo tenían por memoria en sus libros y pinturas de cosas antiguas, e por esta causa se quedó para la obra de la santa iglesia del señor Santiago. Dejemos esto, y digamos de los grandes y suntuosos patios que estaban delante del Huichilobos, adonde está ahora el señor Santiago, que se dice el Tatelulco, porque así se solía llamar. Ya he dicho que tenían dos cercas de cal y canto antes de entrar dentro, e que era empedrado de piedras blancas como losas, y muy encalado y bruñido y limpio, y sería de tanto compás y tan ancho como la plaza de Salamanca; y un poco apartado del gran cu estaba una torrecilla que también era casa de ídolos, o puro infierno, porque tenía a la boca de la una puerta una muy espantable boca de las que pintan, que dicen que es como la que está en los infiernos, con la boca abierta y grandes colmillos para tragar las ánimas. E asimismo estaban unos bultos de diablos y cuerpos de sierpes junto a la puerta, y tenían un poco apartado un sacrificadero, y todo ello muy ensangrentado y negro de humo e costras de sangre; y tenían muchas ollas grandes y cántaros e tinajas dentro de la casa llenas de agua, que era allí donde cocinaban la carne de los tristes indios que sacrificaban, que comían los papas, porque también tenían cabe el sacrificadero muchos navajones y unos tajos de madera como en los que cortan carne en las carnicerías. Y asimismo detrás de aquella maldita casa, bien apartado della, estaban unos grandes rimeros de leña, y no muy lejos una gran alberca de agua que se henchía y vaciaba, que le venía por su caño encubierto de la que entraba en la ciudad desde Chapultepeque. Yo siempre la llamaba a aquella casa, el infierno. Pasemos adelante del patio y vamos a otro cu, donde era enterramiento de grandes señores mexicanos, que también tenían otros ídolos, y todo lleno de sangre e humo, y tenía otras puertas y figuras de infierno; y luego junto de aquel cu estaba otro lleno de calaveras e zancarrones puestos con gran concierto, que se podían ver, mas no se podían contar, porque eran muchos, y las calaveras por sí, y los zancarrones en otros rimeros; e allí había otros ídolos, y en cada casa o cu y adoratorio, que he dicho, estaban papas con sus vestiduras largas de mantas prietas y las capillas como de dominicos, que también tiraban un poco a las de los canónigos, y el cabello muy largo y hecho, que no se podía desparcir ni desenredar; y todos los más sacrificadas las orejas, y en los mismos cabellos mucha sangre. Pasemos adelante, que había otros cues apartados un poco de donde estaban las calaveras, que tenían otros ídolos y sacrificios de otras malas pinturas; e aquellos decían que eran abogados de los casamientos de los hombres. No quiero detenerme mas en contar de ídolos, sino solamente diré que en torno de aquel gran patio había muchas casas, e no altas, e eran adonde estaban y residían los papas e otros indios que tenían cargo de los ídolos; y también tenían otra muy mayor alberca o estanque de agua y muy limpia a una parte del gran cu, y era dedicada para solamente el servicio de Huichilobos e Tezcatepuca, y entraba el agua en aquella alberca por caños encubiertos que venían de Chalpultepeque; e allí cerca estaban otros grandes aposentos a manera de monasterio, adonde estaban recogidas muchas hijas de vecinos mexicanos, como monjas, hasta que se casaban; y allí estaban dos bultos de ídolos de mujeres, que eran abogadas de los casamientos de las mujeres, y a aquellas sacrificaban y hacían fiestas porque, les diesen buenos maridos. Mucho me he de, tenido en contar deste gran cu del Tatelulco y sus patios, pues digo era el mayor templo de sus ídolos de todo México, porque había tantos y muy suntuosos, que entre cuatro o cinco barrios tenían un adoratorio y sus ídolos; y porque eran muchos, e yo no sé la cuenta de todos, pasaré adelante, y diré que en Cholula el gran adoratorio que en él tenían era de mayor altor que no el de México, porque tenía ciento y veinte gradas, y según dicen, el ídolo de Cholula teníanle por bueno, e iban a él en romería de todas partes de la Nueva-España a ganar perdones, y a esta causa le hicieron tan suntuoso cu, mas era de otra hechura que el mexicano, e asimismo los patios muy grandes e con dos cercas. También digo que el cu de la ciudad de Tezcuco era muy alto, de ciento diecisiete gradas, y los patios anchos y buenos, y hechos de otra manera que los demás. Y una cosa de reír es, que tenían en cada provincia sus ídolos, y los de la una provincia o ciudad no aprovechaban a los otros; e así, tenían infinitos ídolos y a todos sacrificaban. Y después que nuestro capitán y todos nosotros nos cansamos de andar y ver tantas diversidades de ídolos y sus sacrificios, nos volvimos a nuestros aposentos, y siempre muy acompañados de principales y caciques que Montezuma enviaba con nosotros. Y quedarse ha aquí, y diré lo que más hicimos.
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Capítulo XCII De cómo se hizo fundición en los Reyes, y Hernando Pizarro procuró que se hiciese el servicio dicho a su majestad, y de su partida al Cuzco; y salida del gobernador a visitar las provincias septentrionales Hernando Pizarro estaba ya en la ciudad de los Reyes, como se ha dicho atrás; mostraba gran deseo al servicio del emperador, representaba los grandes gastos que tenía, y como de todas partes de sus reinos le servían; diciendo más, que pues Dios había sido servido que en tiempo de su soberano reinado, por ellos hubiese sido descubierto tan rico reino como el Perú, que tenían obligación a le servir con algún presente. Murmuraban de estos dichos algunos de los que oían, decían que Hernando Pizarro, a costa de sus haciendas, quería ganar la gracia del rey, a quien bastaba darle los quintos, pues eran tan grandes, y habidos sin gastar sólo un real. Quejábanse también que Hernando Pizarro había dicho que había de traer grandes flaquezas y libertades para los conquistadores, y no veían nada sino su hábito de Santiago que traía en los pechos; no se trataba en esto en su presencia, porque a trueque de dineros no le querían desagradar. Y como Pizarro mandase abrir la fundición, comenzaron a meter en ella grandes partidas de oro y plata. Había hablado a sus amigos para que no rehusasen lo que Hernando había dicho, afirmándoles que el rey les haría a todos mercedes, y aun por ventura les daría los indios perpetuos. En la misma fundición daban, sin los quintos, a mil quinientos y a mil y a menos, cada uno conforme al metal que tenía dentro; avisando a las más ciudades del reino para que hiciesen otro tanto. En Trujillo murmuraron porque estaba ausente; decían que no había negociado sino su encomienda, y hacerlos "pecheros". Los oficiales que tenían cargo de la hacienda real tenían razón de la suma, que montaba lo que se juntaba para este servicio. Llegó en este tiempo nueva cómo salió de Xauxa un tío de Mango Inga, llamado Tizo, que hizo daño en lo de Tarama y Bonbon; que tenía por encomienda, lo principal de ello, el tesorero Alonso Riquelme; el cual, como le tocaba, habló ahincadamente a Pizarro para que mandase a prenderlo y castigarlo. Pizarro, sin oír la excusa de Tizo, por complacer a Riquelme, mandó a un vecino llamado Cervantes que fuese a le prender. Súpolo Tizo y apartóse a los Andes a se esconder en la espesura de la montaña, enviando primero mensajeros a Mango, su sobrino, para que en pudiendo salir de entre las manos de los cristianos, hiciese junta de gente para les dar guerra. Pues como en los Reyes se hubiese hecho el servicio para el emperador, como se ha dicho, Hernando Pizarro habló con el gobernador para que le diese licencia para ir a la ciudad del Cuzco a procurar lo mismo. Respondióle que era contento y porque tuviese más mano en el negocio, mandó a su secretario Antonio Picado que ordenase una provisión para que fuese teniente y justicia mayor. Escribiendo a Juan Pizarro la causa que le movía a removerle el cargo, rogándole que por bien lo tuviese; y el cabildo escribió lo mismo. Y puesto que esto fue mucha parte para la ida de Hernando Pizarro al Cuzco con el cargo, tengo para mí ser lo principal temer lo que fue; que no volviese Almagro sobre la ciudad; y parecióle a Pizarro que estaría la tenencia de ella más segura en Hernando que no en Juan, por ser de más edad y autoridad. Fueron con él Pedro de Hinojosa, Cervantes, Tapia y otros caballeros, de aquellos nobles mancebos extremeños que con él salieron de España, quedando otros en los Reyes, donde fueron bien tratados y favorecidos de Pizarro. Partido Hernando para el Cuzco, Pizarro determinó salir de Lima para visitar las ciudades de Trujillo y San Miguel, para ver cómo usaban sus tenientes de los cargos, y si los naturales eran bien tratados, y si procuraban su conversión, como su majestad lo mandaba; y dejando por su teniente a Francisco de Godoy, un caballero de Cáceres, se metió en una nao por ir más breve, acompañado de algunos criados suyos. Y salió de Callao, que es el puerto, a catorce días del mes de febrero de 1536 años; y por su persona visitó aquellas ciudades, oyendo algunas quejas, remediando los agravios, favoreciendo a los indios, honrando a los caciques, amonestando a los unos y a los otros se volviesen cristianos, haciéndoles entender la burla que era creer en dioses de piedra y de palo, y en los dichos del demonio: el cual, les certificaba, era un cobarde, sin fuerzas, tanto que solamente de temor de una pequeña cruz huía; y que lo probasen ellos y verían cómo les decía verdad. Sin todo esto, con las lenguas les decía que el sol y la luna no eran dioses, ni tampoco demonios, sino lumbreras resplandecientes que Dios crió para que siempre le sirviesen y diesen lumbre al mundo, que cumpliendo su mandamiento no paraban jamás de noche y día. Y que los cristianos que eran malos iban con los infieles al infierno y los buenos a la gloria. Estas cosas decía Pizarro con buenas entrañas y voluntad: porque aún no era llegado el tiempo que por sus pecados, y de los que estaban en el Perú, se perdieron estos buenos comienzos por comenzar otros que los guerrearon ellos mismos, consumiéndolos en miserables batallas que la civilidad acarreó sin intervenir otra gente que hermanos contra hermanos, primos contra primos y amigos contra amigos; y tanta impiedad hubo entre todos que yo no quisiera hacerme testigo de tan grave caso. Los curacas con los indios se holgaban de oír cosas tan altas, y, si al principio con hervor de cristiandad y dando de sí buen ejemplo les predicaran verdaderamente, muchos están en el infierno dando gemidos a las orejas de Dios que se hubieran salvado, aunque también a los tales principios nunca hubo el orden que hay después porque no se dejan entender las cosas de veras. Escribió sus cartas a Quito, a Puerto Viejo y a Guayaquil, encargando a todos el servicio de Dios y del rey y el buen tratamiento de los naturales. Pidióle Diego Pizarro de Carvajal la jornada de la Palupa, que es por donde entró el famoso capitán Ancoalli, natural de Chanca por la parte de Moyobamba hacia el levante: graciosamente se la dio, mas por falta de aparejo se dejo por entonces de hacer aquella jornada. Pasado esto, Pizarro volvió a los Reyes, por tierra, donde fue bien recibido y daba prisa en mandar hacer la iglesia.
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Capítulo XCII Que trata de la cordillera nevada y de dónde viene y lo que corre y de una gente que habitan dentro de ella Muchas veces se ha tratado de la cordillera nevada, y pareciéndome justo quise decir de ella y dónde procede, que es desde Santa Marta, y pasa por cerca de Cartagena y atraviesa todo el Pirú y toda esta gobernación de Chile, y llega al estrecho de Magallanes y pasa adelante, según se ha visto. Desde Cartagena al estrecho son más de dos mil leguas. En muchas partes de ella no se quita la nieve en todo el año. Tiene de atravesía veinte y cinco y treinta leguas y más, de altas sierras y profundas quebradas. En esta gobernación es en parte montuosa la falda de ella y en partes es pelada. Pásase por tres o cuatro partes y con gran trabajo. Son tres meses en el año que es enero y febrero y marzo, y todos los demás no se puede pasar por causa de los grandes fríos. El término que hay de ella a la mar son quince y dieciséis y en partes diez y siete leguas, y no hay más anchor y ansí va hasta el estrecho. Y en este compás va la población. Dentro de esta cordillera a quince y a veinte leguas hay unos valles donde habita una gente, los cuales se llaman puelches y son pocos. Habrá en una parcialidad quince y veinte y treinta indios. Esta gente no siembra. Susténtanse de caza que hay en aquestos valles. Hay muchos guanacos y leones y tigres y zorros y venados pequeños y unos gatos monteses y aves de muchas maneras. Y de toda esta caza y montería se mantienen que la matan con sus armas, que son arco y flechas. Sus casas son cuatro palos y de estos pellejos son las coberturas de las casas. No tienen asiento cierto, ni habitación, que unas veces se meten a un cabo y otros tiempos a otro. Los vestidos que tienen son de pieles y de los pellejos de los corderos. Aderézanlos y córtanlos y cósenlos tan sutilmente como lo puede hacer un pellejero. Hacen una manta tan grande como una sobremesa y ésta se ponen por capa o se la revuelven al cuerpo. De éstas hacen cantidad. Los tocados que traen en la cabeza los hombres son unas cuerdas de lana que tienen veinte y veinte y cinco varas de medir, y dos de éstas que son tan gordas como tres dedos juntos. Hácenlas de muchos hilos juntos y no las tuercen. Esto se revuelven a la cabeza y encima se ponen una red hecha de cordel, y este cordel hacen de una hierba que es general en todas las Indias. Es a manera de cáñamo. Pesará este tocado media arroba y algunos una arroba. Y encima de este tocado en la red que dije meten las flechas, que les sirve de carcaj. Los corderos que toman vivos sacrifican encima de una piedra que ellos tienen situada y señalada. Degüéllanlos encima y la untan con sangre, y hacen ciertas cerimonias y a esta piedra adoran. Es gente belicosa y guerreros y dada a ladronicios, y no dejarán las armas de la mano a ninguna cosa que hagan. Son muy grandes flecheros, y aunque estén en la cama han de tener el arco cabe sí. Estos bajan a los llanos a contratar con la gente de ellos en cierto tiempo del año, porque señalado este tiempo, que es por febrero hasta en fin de marzo que están derretidas las nieves y pueden salir, que es al fin del verano en esta tierra, porque por abril entra el invierno y por eso se vuelven en fin de marzo, rescatan con esta gente de los llanos. Cada parcialidad sale al valle que cae donde tiene sus conocidos y amigos, y huélganse este tiempo con ellos. Y traen de aquellas mantas que llaman llunques y también traen plumas de avestruces, y de que se vuelven llevan maíz y comida de los tratos que tienen. Son temidos de esta otra gente, porque ciento de ellos juntos de los puelches correrán toda la tierra, sin que de estos otros les haga ningún enojo, porque antes que viniesen españoles, solían abajar ciento y cincuenta de ellos y los robaban y se volvían a sus tierras libres. No sirven éstos a los españoles por estar en tierra y parte tan agra y fría e inhabitable. Parece esta gente alarbes en sus costumbres y en la manera de vivir.
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Que trata del combate de Iztapalapan, vista que dio Cortés a México y la guerra de Acapuchtlan Había más de siete días que los mexicanos no entraban por las tierras y términos de Tetzcuco, no los nuestros habían hecho alguna salida por estar ocupados en fortalecerse y en otras cosas necesarias para su defensa y ofensa de los enemigos y al cabo de ellos salió Cortés de la ciudad con doscientos españoles y más de cuatro mil naturales de la ciudad de Tetzcuco, algunos de Tlaxcalan y otras partes que estaban con Cortés y con ellos Ixtlilxóchitl acaudillando los suyos y fueron costeando la laguna hasta llegar a Iztapalapan, que siendo reconocidos desde el peñol de Tepecpolco, dieron aviso a los de México y así dos leguas antes de llegar a Itzapalapan, por agua y por tierra comenzaron a pelear con los nuestros y en todas aquellas dos leguas fueron revueltos peleando con los enemigos, así con los de tierra, como con los que andaban en la laguna; mas cuando llegaron a la ciudad de Iztapalapan, todas las casas que estaban en tierra firme las habían despoblado y pasádose a las de la laguna y aunque se defendieron y pelearon reciamente, los hubieron de vencer los nuestros, metiéndolos por el agua y les saquearon la mayor parte de las casas que tenían en la laguna y murieron de ellos más de seis mil personas y como sobrevino la noche, recogió Cortes su gente y puso fuego a algunas de las casas de aquella ciudad, hasta que se acordó que había pasado una calzada que dividía las dos lagunas, donde podían tener alguna celada en daño suyo los enemigos y así comenzó a marchar a toda prisa y cuando llegó a la canzada fue fuerza pasarla a volapié, por lo que se ahogaron algunos de los amigos y se perdió todo el despojo, porque los enemigos habían roto la presa y echado el agua por aquel paso y cuando vino a amanecer vieron innumerables canoas cargadas de gente de guerra que habían venido a cogerles el paso y fueron prosiguiendo su camino hasta Tetzcuco, peleando a ratos con los que salían de la laguna y sólo un español murió en esta refriega. Llegados que fueron los tlaxcaltecas con la tablazón y ligazón de los bergantines (en donde venían de carga más de ocho mil, de guerra más de veinte mil y con ellos el alguacil mayor y capitán Gonzalo de Sandoval, doscientos españoles de a pie y dieciséis de a caballo), mientras duraba la obra quiso dar una vista Cortés a la ciudad de México por su comarca y así sin dar parte a nadie de su intento (por no tener aún entera satisfacción de la lealtad de los tetzcucanos, que se recelaba de ellos no diesen aviso a los de México de sus designios y no era de espantar que tuviese este recelo, porque sus enemigos y los de esta ciudad eran todos deudos y parientes muy cercanos; mas después el tiempo lo desengañó y vio la gran lealtad de Ixtlilxóchitl y de todos), salió con veinticico de a caballo, trescientos cincuenta de a pie, seis tiros pequeños de campo y treinta y dos mil amigos le los tlaxcaltecas y tetzcucanos; iban por caudillos principales, Chichimecatltecuhtli de los tlaxcaltecas y Ixtlilxóchitl de los aculhuas tetzcucanos y fueron a dormir por los llanos entre Chicuhnauhtlan y Xaltocan, en donde tuvieron una refriega con un escuadrón de los enemigos, que luego los desbarataron y otro día dieron sobre Xaltocan, lugar fuerte que estaba sentado en medio de la laguna y aunque era perteneciente a Tetzcuco, era de la parte de Coanacochtzin y mexicanos y por más que se defendieron los de dentro, los echaron fuera y quemaron mucha parte del pueblo. Aquella noche fueron a dormir una legua de allí y otro día tomando muy de mañana su viaje, por el camino les salieron con mucha grita los enemigos, con los cuales fueron escaramuzando hasta llegar a Quauhtitlan que estaba despoblado, donde hicieron noche; otro día siguiente pasaron adelante, llegaron a Tenayocan, donde no se les hizo resistencia ninguna; de aquí a Azcaputzalco y de allí a la ciudad de Tlacopan, que era el puesto que iba a ver Cortés para ojear y tantear desde allí la ciudad de México y aunque hubo muy gran resistencia de los enemigos, los hubieron de echar de la ciudad y apoderarse de ella y como era ya tarde, no hicieron más de aposentarse en los palacios del rey de Tlacopan, que eran unas casas muy grandes en donde cupieron todos los del ejército de Cortés muy a placer y el día siguiente los amigos comenzaron a saquear y a quemar toda la ciudad; estuvieron allí seis días y en tolos ellos tuvieron muchos reencuentros y escaramuzas con los enemigos, hasta llegar cerca de la ciudad de México, en donde procuró Cortés ver si podía hablar con Quauhtémoc para tratar de algunos medios de paz y como no pudo tratar de cosa, vio y trató lo que convenía para sitiar la ciudad de México y acordó de volverse a Tetzcuco para dar prisa en ligar y acabar los bergantines, para por el agua y por la tierra ponerle cerco; vinieron a hacer noche en Quauhtitlan, otro día en Acolman y por todo el camino tuvieron revueltas y escaramuzas con los enemigos, que como los vieron volver, entendieron que de miedo se volvían, en donde mataron a muchos de ellos y alancearon los de a caballo infinitos. El día siguiente entraron a mediodía en la ciudad de Tetzcuco, en donde fueron muy bien recibidos y festejados y el siguiente se fueron los tlaxcaltecas a su tierra cargados de despojos. Los mexicanos a esta ocasión, afligían mucho a los de la provincia de Chalco, (porque) eran amigos de los nuestros y así, Cortés a su pedimiento, envió a Gonzalo de Sandoval con veinte de a caballo y trescientos peones y llegado que fue halló la gente toda apercibida y en su favor los de Huexotzinco y Quauhquecholan que lo estaba esperando y dado orden de lo que se debía hacer, se partieron para Huaxtépec donde estaba la gente de México en guarnición y de donde hacían daño a los de la provincia de Chalco; pelearon con ellos hasta ganar aquel pueblo y otros de la comarca, como fue Acapuchtlan, que ganaron con harta dificultad, por ser lugar fuerte; mataron y despeñaron a muchos de los enemigos, de tal manera, que en más de dos horas no pudieron beber agua del río que por allí pasaba, por ir teñido en sangre. Habiendo dado fin a esta jornada, dejando bien castigados a los enemigos y de paz aquellas poblaciones, se volvió Sandoval con toda la gente a la ciudad de Tetzcuco; mas los señores mexicanos quisieron castigar a los de Chalco y enviando tan esforzadamente, que vencieron y echaron de toda la tierra a los mexicanos, matando a muchos de ellos y cautivaron más de cuarenta personas principales del ejército mexicano y aunque pidieron socorro a Cortés, cuando llegó Sandoval, que iba al efecto, ya los chalcas se habían defendido como dicho es; allí estuvo algunos días en las fronteras de Chalco y viendo que ya los mexicanos no acometían, se volvió a Tetzcuco. A esta sazón llegaron nuevas de la Veracruz, cómo habían llegado al puerto tres navíos con mucha gente, caballos y armas, que luego despacharon y fue este socorro milagroso por la mucha necesidad que de todo tenía Cortés y fueles fácil porque ya todo el camino desde la ciudad de Tetzcuco hasta el puerto estaba seguro de enemigos. El miércoles santo (que fue veintisiete de marzo del año de 1521), despachó dos principales mexicanos (de los cuarenta que los de Chalco prendieron en la guerra pasada) a la ciudad de México (que éstos se animaron allá), enviando con ellos Cortés a requerir a los señores mexicanos se diesen de paz y dejasen la guerra, que él les perdonaría todo lo pasado; los mensajeros pidiéronle una carta suya para que fuesen creídos de los reyes Quauhtémoc, Coanacochtzin y Tetlepanquetzaltzin, que él los enviaba; el cual se las dio para el efecto que se la pidieron y nunca como los otros lo recelaban, (porque) era ley entre ellos que el señor noble que era cautivo no podía volverse a su patria, pena de ser muerto o sacrificado. Ixtlilxóchitl procuraba siempre traer a la devoción y amistad de los cristianos, no tan solamente a los del reino de Tetzcuco, sino aun a los de las provincias remotas, enviándoles a decir que todos se procurasen dar de paz al capitán Cortés y que aunque de las guerras pasadas algunos tuviesen culpa, era tan afable y deseaba tanto la paz, que luego al punto los recibiría en su amistad; de los que así se iban atrayendo, fueron a esta sazón los de las provincias de Tozapan, Maxcaltzinco, Nauhtlan y otros de su contorno, los cuales habiendo visto a Ixtlilxóchitl, le dieron cantidad de mantas y otras cosas de las tres cabezas de aquellas provincias, quien hizo las diesen al capitán Cortés, y que se le dieran por sus amigos, dando la obediencia a su majestad y en señal de ella, cantidad de mantas de algodón; Cortés lo agradeció mucho y les dio su palabra que siempre los tendría por amigos, con lo que se volvieron muy contentos.
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De la manera y traza con que está fundada la ciudad del Cuzco, y de los cuatro caminos reales que della salen, y de los grandes edificios que tuvo, y quién fue el fundador La ciudad del Cuzco está fundada en un sitio bien áspero y por todas partes cercado de sierras, entre dos arroyos pequeños, el uno de los cuales pasa por medio, porque se ha poblado de entrambas partes. Tiene un valle a la parte de levante, que comienza desde la propia ciudad: por manera que las aguas de los arroyos que por la ciudad pasan corren al poniente. En este valle, por ser frío demasiado, no hay género de árbol que pueda dar fruta, si no son algunos molles. Tiene la ciudad a la parte del norte, en el cerro más alto y más cercano a ella, una fuerza, la cual por su grandeza y fortaleza fue excelente edificio, y lo es en este tiempo, aunque lo más della está deshecha; pero todavía están en pie los grandes y fuertes cimientos, con los cubos principales. Tiene asimesmo a las partes de levante y del norte las provincias de Andesuyo, que son las espesuras y montañas de los Andes y la mayor de Chichasuyo, que se entienden las tierras que quedan hacia el Quito. A la parte del sur tiene las provincias de Collao y Condesuyo, de las cuales el Collao está entre el viento levante y el austro o mediodía, que en la navegación se llama sur, y la de Condesuyo entre el sur y poniente. Una parte desta ciudad tenía por nombre Hanancuzco y la otra Orencuzco, lugares donde vivían los más nobles della y adonde había linajes antiguas. Por otra estaba el cerro de Carmenga, de donde salen a trechos ciertas torrecillas pequeñas, que servían para tener cuenta con el movimiento del sol, de que ellos mucho se preciaron. En el comedio cerca de los collados della, donde estaba lo más de la población, había una plaza de buen tamaño, la cual dicen que antiguamente era tremedal o lago, y que los fundadores, con mezcla y piedra, lo allanaron y pusieron como agora está. Desta plaza salían cuatro caminos reales; en el que llamaban Chichasuyo se camina a las tierras de los llanos con toda la serranía, hasta las provincias de Quito y Pasto. Por el segundo camino, que nombran Condesuyo, entran las provincias que son subjetas a esta ciudad y a la de Arequipa. Por el tercero camino real, que tiene por nombre Andesuyo, se va a las provincias que caen en las faldas de los Andes y a algunos pueblos que están pasada la cordillera. En el último camino destos, que dicen Collasuyo, entran las provincias que llegan hasta Chile. De manera que, como en España los antiguos hacían división de toda ella por las provincias, así estos indios, para contar las que había en tierra tan grande, lo entendían por sus caminos. El río que pasa por esta ciudad tiene sus puentes para pasar de una parte a otra. Y en ninguna parte deste reino del Perú se halló forma de ciudad con noble ornamento si no fue este Cuzco, que (como muchas veces he dicho) era la cabeza del imperio de los ingas y su asiento real. Y sin esto, las más provincias de las Indias son poblaciones. Y si hay algunos pueblos, no tienen traza ni orden ni cosa política que se haya de loar; el Cuzco tuvo gran manera y calidad; debió ser fundada por gente de gran ser. Había grandes calles, salvo que eran angostas, y las casas, hechas de piedra pura, con tan lindas junturas que ilustra el antigüedad del edificio, pues estaban piedras tan grandes muy bien asentadas. Lo demás de las casas todo era madera y paja o terrados, porque teja, ladrillo ni cal no vemos reliquia dello, En esta ciudad había en muchas partes aposentos principales de los reyes ingas, en los cuales el que sucedía en el señorío celebraba sus fiestas. Estaba asimismo en ella el magnífico y solemne templo del sol, al cual llamaban Curicanche, que fue de los ricos de oro y plata que hubo en muchas partes del mundo. Lo más de la ciudad fue poblada de mitimaes, y hubo en ella grandes leyes y estatutos a su usanza, y de tal manera, que por todos era entendido, así en lo tocante de sus vanidades y templos como en lo del gobierno. Fue la más rica que hubo en las Indias de lo que dellas sabemos, porque de muchos tiempos estaban en ella tesoros allegados para grandeza de los señores, y ningún oro ni plata que en ella entraba podía salir, so pena de muerte. De todas las provincias venían a tiempos los hijos de los señores a residir en esta corte con su servicio y aparato. Había gran suma de plateros, de doradores, que entendían en labrar lo que era mandado por los ingas. Residía en su templo principal que ellos tenían su gran sacerdote, a quien llamaban Vilaoma. En este tiempo hay casas muy buenas y torreadas, cubiertas con teja. Esta ciudad, aunque es fría, es muy sana, y la más proveída de mantenimientos de todo el reino, y la mayor dél, y adonde más españoles tienen encomienda sobre los indios, la cual fundó y pobló Mangocapa, primer rey inga que en ella hubo. Y después de haber pasado otros diez señores que le sucedieron en el señorío, la reedificó y tornó a fundar el adelantado don Francisco Pizarro, gobernador y capitán general destos reinos, en nombre del emperador don Carlos, nuestro señor, año de 1534 años, por el mes octubre.
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Capítulo XCIII De un admirable suceso que los indios cuentan de Saire Tupa Ynga y de su mujer y hermana doña María Cusi Huarcay, padres de doña Beatriz Clara Coya Aunque diga el lector que va este capítulo fuera de propósito y de su lugar, no por eso quise que dejasen de saber cosas tan extrañas y admirables, y que quedasen olvidadas con el silencio por mi pereza o descuido. Digo pues así, según estos indios cuentan, de Saire Tupa Ynga, príncipe y sagaz capitán que, siendo mozo de veinte años, ejercitaba en armas y siempre andaba en el campo con su gente, donde su guarida era desde Yucai a Billca Pampa; y como fuese noble mozo y gentil hombre, y no casado, traía para su servicio una hermana que, en su capítulo e historia, dijimos llamarse Cusi Huarcai, de la cual, con la ocasión que tan a la mano tenía, se enamoró, de lo que los curas que adoctrinamos a estos indios lo debemos advertir, en que no caminen a parte ninguna con sus hermanas, ni parientas, ni los padres con las hijas y, mucho menos las madres con sus hijos, por algunas cosas que yo en muchos años, como cura de ellos, he sabido y aun castigado. Porque en esta ocasión no es esto mi propósito, vuelvo a mi capitán, el cual estaba ya tan olvidado, por sus nuevos cuidados y deshonestos amores, de las guerras y cuidados que solía, y aun no iremos fuera de camino en decir, de sí mismo pasado, pues algunos días, sin que la ñusta Cusi Huarcai su hermana lo supiese, de su feliz y nuevo cuidado, de lo que no pequeño dolor y pena recibía este triste y afligido amante, sin que le osase decir, ni apartar de sí de noche y de día la gran afición y amor que a su hermana Cusi Huarcai tenía, ni menos podía olvidar el cuidado que a su memoria fatigaba. Ella, como mujer, con el deseo de saber el nuevo cuidado de su hermano Saire, siempre le preguntaba, aunque con diferente presunción, si se había enamorado de alguna de las ñustas de el real servicio de la Coya, su madre, o si estuviese cautivo, o le hubiese. sucedido algo en la guerra, que hubiese acabado con todo, y que de vergüenza no quisiese supiesen dél cosa alguna. Combatido, pues, el desdichado amante de todas estas preguntas, con otros tantos pensamientos, no dejó de acudir a la cierta y verdadera respuesta de la discreta y hermosa ñusta, con las rodillas en tierra, con fervientes y amargas lágrimas y suspiros, que de las desdichadas entrañas le salían, rogándola, humildemente, que tuviese por bien en conceder y admitirle por su esposo y marido; pero los humildes y amorosos ruegos, que el buen amante Saire Tupa hacía a su parecer, poco le aprovechaban. Considerando el discreto y sagaz Ynga que todo lo que hacía y decía no le bastaba para ser oído, determinó, tan sagaz y discreto, mudar parecer y procurar otro medio, y así salió del valle famosísimo de Yucay, confiando tener mejor y más dichoso puerto su fortuna. Donde, al entrar de la gran ciudad del Cuzco, en Carmenga, topó un viejo y astuto indio hechicero, llamado Auca Cusi, a quien le encomendó su remedio y, con estas esperanzas de tener buen suceso, entró en la famosa e insigne ciudad, donde tuvo buenos presagios de tener buen fin, así por el nombre del viejo como por el talle, el cual, como indio tan antiguo, y sabido de todos estos encantamientos ciertos, por su larga experiencia, pues en toda la ciudad ni en el reino, no había quien le hiciese ventaja, ni que se le pudiese igualar, porque parecía hacer cosas tan contra el natural estilo y costumbre, que causaban espanto en las gentes, solamente en oírlas, y miedo y terrible temor en verlas. Entendido, pues, el deseo del príncipe y movido de piedad, aunque no porque en él hubiese más por habérselo declarado su voluntad y secreto, determinó a ayudarle con todas sus fuerzas y, con ellas, socorrerle todo lo posible, sin que viniese a saber persona ninguna, ni su misma hermana, por quien tan fuera de sí el valeroso capitán andaba. Yendo, pues, otro día siguiente a su palacio a verle el sagaz y astuto viejo, le dio grandes esperanzas de que gozaría de su querida y amada ñusta, por lo que aquella noche vio por su ciencia y arte el sabio viejo; agradecióle mucho la respuesta el venturoso Ynga Tupa Saire, y el hechicero viejo, por darle más contento y que no perdiese la esperanza, no poco regocijado le contó otras muchas cosas al buen Saire, que había hecho en otras ocasiones. En esto se entretuvieron aquel día, hasta que la tenebrosa noche sobrevino, y otro día, llegada la hora conveniente para dicho efecto; el viejo Auca Cusi se fue a la quebrada y asiento de Sapi, que es por Huaca Pongo arriba, por donde entra el río a la ciudad, donde halló un pajarillo llamado entre estos indios quinti, y por otro nombre causarca, que quiere decir revivido, y es como un abejón, el pico luengo y delgado, tiene muy linda pluma de diversos colores, que al sol hace diferente viso que a la sombra y entre colores: Muere o duerme, según fingen los antiguos, por octubre, en lugar abrigado, asido de una flor blanca y pequeña, de mucha virtud, y dicen que resucita por abril, y por esto le llaman causarca y quinte, por la variedad de los colores de las plumas. Y la raíz de la dicha flor tiene otras muchas virtudes de importancia, y es tan honesta que diciendo huaccho se cierra, que es como decir deshonesta. A la cual, con su pajaruelo, de tal manera preparó el solícito viejo, para el fin que buscó, sin que de nadie fuese entendido ni sabido, más de tan solamente del mismo amante Saire Tupa. Quieren decir algunas personas que la virtud que tiene procede de algún planeta, como es de Venus o de otra cualquiera estrella, pues lo que es el cerrarse con las dichas palabras certifico ser así, porque yo lo he visto. Yéndose, pues, el disimulado viejo a donde la descuidada ñusta estaba, a quien, con la virtud del pajaruelo y flor, con un círculo y encanto que hizo, le habló y mandó que luego al punto, y sin dilación alguna, con rumor sosegado y apacible, fuese con el adonde el príncipe Saire Tupa su amante y querido hermano estaba. La ñusta Cusi Huarcai, convertida ya con el encanto, muy contenta y, con mucha alegría y gusto, le dijo que sí; donde acabando de llegar a donde su querido Saire estaba, y poco espacio de haber estado juntos, trataron algunas razones, que en sí no tenían ninguna por parecer más divertidas que de fundamento. El príncipe Saire Tupa, sonriéndose de lo que habían tratado, le dijo a su querida y amada ñusta que entrasen en un rico y aderezado aposento, a descansar, y fueron de tal suerte, y de tanta virtud y fuerza, las amorosas razones y palabras de caricia de ambos, que se vinieron a quererse tanto, y como aquella noche estuviesen juntos, diéronse palabras de casamiento a su modo y uso. Pasados pues algunos días, mostró la querida y discreta ñusta señales de mujer preñada, lo cual visto por los de el palacio Real de su padre, quedaron todos maravillados, principalmente sus deudos y parientes, por haberla siempre tenido por honesta y recogida. Con este cuidado y pesadumbre, muchas veces y a menudo la preguntaban si estaba enferma, o preñada, y de quién; la honesta ñusta respondía con rostro alegre y contento, estarlo de Saire Tupa, su querido hermano y marido, de lo cual se avergonzaron mucho sus padres y los reyes y los de el Palacio, pensando la pena que de tal deshonor y exceso en que podía resultar. De esta manera, muchas veces entre los vasallos comunicaron ser cosa conveniente en que se casasen, por usarse entre los Reyes Yngas y señores como queda ya dicho, el cual se efectuó muy en haz y en paz de sus vasallos, y después en la de la Santa Madre iglesia, como queda ya dicho en capítulo LXXIV. Y muerto su padre Manco Ynga hicieron las bodas entreveradas con las obsechias del real difunto, como se usa entre esta gente, pues es muy ordinario hacer una fiesta y estando en ella con mucha alegría y regocijo acabarla luego con lágrimas, lloros y gemidos, y empezar a danzar cantando y venir a acabar llorando. Lo cual los indios cuentan y refieren como cosa sucedida.
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Cómo el Almirante llegó a Puerto de Bastimentos y al de Nombre de Dios, y navegó hasta que entró en el del Retrete Miércoles, 9 de Noviembre, salimos de Portobelo, y navegamos hacia Levante ocho leguas; pero, el día siguiente volvimos atrás cuatro, forzados del mal tiempo, y entramos en las isletas, cerca de Tierra Firme, donde está Nombre de Dios, y porque todos aquellos contornos e isletas estaban llenas de maizales, se les puso de nombre, puerto de Bastimentos; allí queriendo un batel nuestro, bien armado, tomar lengua de una canoa, creyendo los indios que pensaba hacerles algún daño, viendo el batel a menos de un tiro de piedra, se echaron todos al agua, para huir nadando, y de tal modo lo hicieron que por más que el batel bogó mucho, no pudo tomar alguno en media legua que los persiguió; porque cuando los alcanzaba, se sumergían como hacen las aves de agua, y de allí a un rato volvían a salir en otro sitio distante un tiro o dos de ballesta; persecución divertida, por ver cómo el batel se fatigaba en vano, y, al fin, tuvo que volver vacío. Estuvimos allí hasta 23 de Noviembre, componiendo los navíos y la vasija, y partimos dicho día hacia Oriente, hasta una tierra que llaman Guiga, del mismo nombre que otra situada en Veragua y Ciguaré. Llegadas las barcas a tierra hallaron en la playa más de trescientos indios, con deseo de trocar comestibles de los suyos, y algunas muestras de oro que traían colgando de las orejas y de la nariz. Sin detenernos, el sábado, a 26 de Noviembre, entramos en un puertecillo al que se dio nombre de El Retrete, porque no cabían en él más de cinco o seis navíos; su entrada era por una boca de quince o veinte pasos de ancho; a los dos lados había rocas que salían del agua, como puntas de diamantes, y era tan profundo el canal por el medio, que acercándose a la orilla un poco, se podía saltar desde el navío en tierra, lo que fue la causa principal de que peligrasen los navíos en la angostura de aquel puerto, de lo que tuvieron culpa los que fueron a sondarle antes de entrar allí las naves los cuales mintieron por desembarcar, deseosos de rescates; pues, si los indios hubiesen querido, nos habrían asaltado viendo que los navíos se habían acercado a la orilla. Estuvimos en este puerto nueve días con tiempo revuelto; en los primeros, venían los indios muy pacíficamente a rescatar sus cosillas pero, viendo después salir a los cristianos secretamente de los navíos, se retiraron a sus casas, porque los marineros, como gente sin freno y avara, les hacían muchos ultrajes, lo que motivó el que los indios se airasen de tal forma, que se rompió la paz, hubo algunas escaramuzas entre ambas partes, y creciendo los indios cada día más en número, se atrevieron a llegar a los navíos, que, como hemos dicho, estaban con el bordo en tierra, creyendo poderles hacer daño, cuyo intento no les hubiera salido en vano si el Almirante no hubiese procurado siempre apaciguarlos con paciencia y cortesía; pero, viendo después su soberbia y arrogancia, para meterles miedo, hizo disparar una lombarda, a cuyo estruendo correspondían con gritos, dando palos a las ramas de los árboles, haciendo grandes amenazas, para mostrar que no tenían miedo de aquel gran ruido, porque creían verdaderamente que aquellos truenos sólo servían de causar espanto; por esto, y también porque no tuviesen tanta soberbia, ni despreciasen a los cristianos, mandó el Almirante disparar contra una cuadrilla de indios que estaban en un cerrillo, y dando la pelota en medio de ellos, les hizo conocer que aquella burla tenla de rayo tanto como de trueno; por lo que, después, no se atrevían a presentar ni siquiera en lo alto de los montes. Era la gente de esta tierra la más bien dispuesta que hasta entonces se había visto entre los indios, porque eran altos, enjutos, nada de hinchados los vientres, y hermosos de rostro. La tierra estaba toda llena de hierbecilla, con pocos árboles, y en el puerto había grandísimos lagartos o cocodrilos, los cuales salen a estar y dormir en tierra, y esparcen un olor tan suave, que parece del mejor almizcle del mundo; pero, son tan carniceros y tan crueles, que si encuentran algún hombres durmiendo en tierra, le cogen y lo arrastran al agua para comérselo; fuera de esto, son tímidos, y huyen cuando se les acomete. Hay de estos lagartos en otras muchas partes de las Indias, y afirman algunos ser éstos lo mismo que los cocodrilos del Nilo.
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Cómo hicimos nuestra iglesia y altar en nuestro aposento, y una cruz fuera del aposento, y lo que más pasamos, y hallamos la sala y recámara del tesoro del padre de Montezuma, y cómo se acordó prender al Montezuma Como nuestro capitán Cortés y el padre de la Merced vieron que Montezuma no tenía voluntad que en el cu de su Huichilobos pusiésemos la cruz ni hiciésemos la iglesia; y porque desde que entramos en la ciudad de México, cuando se decía misa hacíamos un altar sobre mesas y tornábamos a quitarlo, acordóse que demandásemos a los mayordomos del gran Montezuma albañiles para que en nuestro aposento hiciésemos una iglesia; y los mayordomos dijeron que se lo harían saber al Montezuma, y nuestro capitán envió a decírselo con doña Marina y Aguilar, y con Orteguilla, su paje, que entendía ya algo la lengua, y luego dio licencia y mandó dar todo recaudo, y en tres días teníamos nuestra iglesia hecha, y la santa cruz puesta delante de los aposentos, e allí se decía misa cada día, hasta que se acabó el vino; que, como Cortés y otros capitanes y el fraile estuvieron malos cuando las guerras de Tlascala, dieron prisa al vino que teníamos para misas; y desde que se acabó, cada día estábamos en la iglesia rezando de rodillas delante del altar e imágenes, lo uno por lo que éramos obligados a cristianos y buena costumbre, y lo otro porque Montezuma y todos sus capitanes lo viesen y se inclinasen a ello, y porque viesen el adoratorio, y vernos de rodillas delante de la cruz, especial cuando tañíamos a la Ave-María. Pues estando que estábamos en aquellos aposentos, como somos de tal calidad, e todo lo transcendemos e queremos saber, cuando miramos adonde mejor y en más convenible parte habíamos de hacer el altar, dos de nuestros soldados, que uno dellos era carpintero de lo blanco, que se decía Alonso Yáñez, vio en una pared una como señal que había sido puerta, que estaba cerrada y muy bien encalada e bruñida; y como había fama e teníamos relación que en aquel aposento tenía Montezuma el tesoro de su padre Axayaca, sospechóse que estaría en aquella sala, que estaba de pocos días cerrada y encalada; y el Yáñez le dijo a Juan Velázquez de León y Francisco de Lugo, que eran capitanes, y aun deudos míos: el Alonso Yáñez se allegaba a su compañía, como criado de aquellos capitanes, y se lo dijeron a Cortés, y secretamente se abrió la puerta; y cuando fue abierta, Cortés con ciertos capitanes entraron primero dentro, y vieron tanto número de joyas de oro e planchas, y tejuelos muchos, y piedras de chalchihuites y otras muy grandes riquezas, quedaron elevados y no supieron qué decir de tantas riquezas; y luego lo supimos entre todos los demás capitanes y soldados, y lo entramos a ver muy secretamente; y como yo lo vi, digo que me admiré, e como en aquel tiempo era mancebo y no había visto en mi vida riquezas como aquellas, tuve por cierto que en el mundo no debiera haber otras tantas; e acordóse por todos nuestros capitanes e soldados que ni por pensamiento se tocase en cosa ninguna dellas, sino que la misma puerta se tornase luego a poner sus piedras y cerrase y encalase de la manera que la hallamos, y que no se hablase en ello, porque no lo alcanzase a saber Montezuma, hasta haber otro tiempo. Dejemos esto desta riqueza, y digamos que, como teníamos tan esforzados capitanes y soldados, y de muchos buenos consejos y pareceres, y primeramente nuestro señor Jesucristo ponía su divina mano en todas nuestras cosas, y así lo teníamos por cierto, apartaron a Cortés cuatro de nuestros capitanes, y juntamente doce soldados de quien él se fiaba e comunicaba, e yo era uno dellos, y le dijimos que mirase la red y garlito donde estábamos, y la fortaleza de aquella ciudad, y mirase las puentes y calzadas, y las palabras y avisos que en todos los pueblos por donde hemos venido nos han dado, que había aconsejado el Huichilobos a Montezuma que nos dejase entrar en su ciudad, e que allí nos matarían; y que mirase que los corazones de los hombres son muy mudables, en especial en los indios, y que no tuviese confianza de la buena voluntad y amor de Montezuma nos muestra porque de una hora a otra la mudaría, y cuando se le antojase darnos guerra, que con quitarnos la comida o el agua, o alzar cualquiera puente, que no nos podríamos valer; e que mire la gran multitud de indios que tiene de guerra en su guarda, e ¿qué podríamos nosotros hacer para ofenderlos o para defendernos? Porque todas las casas tienen en el agua; pues socorro de nuestros amigos los de Tlascala ¿por dónde han de entrar? Y pues es cosa de ponderar todo esto que le decíamos, que luego sin más dilación prendiésemos al Montezuma si queríamos asegurar nuestras vidas, y que no se aguardase para otro día, y que mirase que con todo el oro que nos daba Montezuma, ni el que habíamos visto en el tesoro de su padre Axayaca, ni con cuanta comida comíamos, que todo se nos hacía rejalgar en el cuerpo, e que ni de noche ni de día no dormíamos ni reposábamos, con aqueste pensamiento; e que si otra cosa algunos de nuestros soldados menos que esto que le decíamos sintiesen, que serían como bestias, que no tenían sentido, que se estaban al dulzor del oro, no viendo la muerte al ojo. Y como esto oyó Cortés, dijo: "No creáis, caballeros, que duermo ni estoy sin el mismo cuidado; que bien me lo habréis sentido; mas ¿qué poder tenemos nosotros para hacer tan grande atrevimiento como prender a tan gran señor en sus mismos palacios, teniendo sus gentes de guarda y de guerra? ¿Qué manera o arte se puede tener en quererlo poner por efecto, que no apellide sus guerreros y luego nos acometan?" Y replicaron nuestros capitanes, que fue Juan Velázquez de León y Diego de Ordás e Gonzalo de Sandoval y Pedro de Alvarado, que con buenas palabras sacarle de su sala y traerlo a nuestros aposentos y decirle que ha de estar preso; que si se alterase o diere voces, que lo pagará su persona; y que si Cortés no lo quiere hacer luego, que les de licencia, que ellos lo prenderán y lo pondrán por la obra; y que de dos grandes peligros en que estamos, que el mejor y el más a propósito es prenderle, que no aguardar que nos diesen guerra; y que si la comenzaba, ¿qué remedio podríamos tener? También le dijeron ciertos soldados que nos parecía que los mayordomos de Montezuma que servían en darnos bastimentos se desvergonzaban y no lo traían cumplidamente, como los primeros días; y también dos indios tlascaltecas, nuestros amigos, dijeron secretamente a Jerónimo de Aguilar, nuestra lengua, que no les parecía bien la voluntad de los mexicanos de dos días atrás. Por manera que estuvimos platicando en este acuerdo bien una hora, si le prendiéramos o no, y que manera tendríamos; y a nuestro capitán bien se le encajó este postrer consejo, y dejábamoslo para otro día, que en todo caso lo habíamos de prender, y aun toda la noche estuvimos rogando a Dios que lo encaminase para su santo servicio. Después destas pláticas, otro día por la mañana vinieron dos indios de Tlascala muy secretamente con unas cartas de la Villa Rica, y lo que se contenía en ello decía que Juan de Escalante, que quedó por alguacil mayor, era muerto, y seis soldados juntamente con él, en una batalla que le dieron los mexicanos; y también le mataron el caballo y a nuestros indios totonaques, que llevó en su compañía, y que todos los pueblos de la sierra y Cempoal y su sujeto están alterados y no les quieren dar comida ni servir en la fortaleza, y que no saben qué se hacer; y que como de antes los tenían por teules, que ahora, que han visto aquel desbarate, les hacen fieros, así los totonaques como los mexicanos, y que no les tienen en nada, ni saben qué remedio tomar. Y cuando oímos aquellas nuevas, sabe Dios cuánto pesar tuvimos todos. Aqueste fue el primer desbarate que tuvimos en la Nueva España; miren los curiosos lectores la adversa fortuna cómo vuelve rodando; ¡quién nos vio entrar en aquella ciudad con tan solemne recibimiento y triunfantes, y nos teníamos en posesión de ricos con lo que Montezuma nos daba cada día, así al capitán como a nosotros; y haber visto la casa por mí nombrada llena de oro, y nos tenían por teules, que son ídolos, y que todas las batallas vencíamos; e ahora habernos venido tan grande desmán, que no nos tuviesen en aquella reputación que de antes, sino por hombres que podíamos ser vencidos, y haber sentido cómo se desvergonzaban contra nosotros! En fin de más razones, fue acordado que aquel mismo día de una manera y de otra se prendiese a Montezuma o morir todos sobre ello. Y porque para que vean los lectores de la manera que fue esta batalla de Juan de Escalante, y cómo le mataron a él y a seis soldados, y el caballo y los amigos totonaques que llevaba consigo, lo quiero aquí declarar antes de la prisión de Montezuma, por no dejarlo atrás, porque es menester darlo bien a entender.