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Capítulo X Conclusión No han los indios perdido sino ganado mucho con la ida de la nación española, aun en lo que es menos, aunque es mucho, acrecentándoseles muchas cosas de las cuales han de venir, andando los tiempos, a gozar por fuerza, y ya comienzan a gozar y usar de muchas de ellas. Hay ya muchos y buenos caballos y muchas mulas y machos; los asnos se dan mal, y creo lo ha causado el regalarlos, porque sin falta es bestia recia y que la daña el regalo. Hay muchas y muy hermosas vacas, puercos muchos, carneros, ovejas, cabras y de nuestros perros que merecen su servicio, y que con ellos se ha, en las Indias, hecho contarlos entre las cosas provechosas. Gatos que son muy provechosos y allá necesarios, y los quieren mucho los indios. Gallinas y palomas, naranjas, limas, cidras, parras, granadas, higos, guayabos y dátiles, plátanos, melones y las demás legumbres; y sólo los melones y calabazas se dan de su simiente, que las demás es menester simiente fresca de México. Dáse ya seda y es muy buena. Hanles ido herramientas y el uso de los oficios mecánicos, y dánseles muy bien. El uso de la moneda y de otras muchas cosas de España, que aunque los indios habían pasado y podido pasar sin ellas, viven sin comparación con ellas más como hombres y más ayudados a sus trabajos corporales y a la relevación de ellos que según la sentencia del filósofo, el arte ayuda a la naturaleza. No ha dado Dios acrecentamiento a los indios con la nuestra nación española de las cosas dichas tan necesarias al servicio del hombre, que por solas ellas no pagan con lo que dan o darán a los españoles, tan solamente; pero les han ido sin paga las que no se pueden comprar ni merecer, que son la justicia y cristiandad y paz en que ya viven; por lo cual deben más a España y a sus españoles, y principalmente a los muy católicos reyes de ella --que con tan continuo cuidado y con tan grande cristiandad de estas dos cosas los han proveído y los proveen--, que a sus primeros fundadores, malos padres que los engendraron en pecado e hijos de ira, que la cristiandad los engendra en gracia y para gozar la vida eterna. Sus primeros fundadores no les supieron dar orden (para que) careciesen de (los) errores tantos y tales como en los que han vivido. La justicia los ha sacado de ellos mediante la predicación, y ella los ha de guardar no tornen a ellos; y si tornaren, los ha de sacar de ellos con razón, pues se puede gloriar España en Dios, pues la eligió entre otras naciones para remedio de tantas gentes, por lo cual ellas le deben mucho más que a sus fundadores ni genitores; que si como el bienaventurado San Gregorio dice, no nos fuera de mucho provecho nacer si no viniéramos a ser de Cristo, bien nuestro, redimidos. Ni más ni menos ¿qué fruto --podemos decir con Anselmo-- nos trae el ser redimidos si no conseguimos el fruto de la redención que es nuestra salvación? Y así, yerran mucho los que dicen que porque los indios han recibido agravios, vejaciones y malos ejemplos de los españoles, hubiera sido mejor no los haber descubierto, porque vejaciones y agravios mayores eran los que unos a otros se hacían perpetuamente matándose, haciéndose esclavos y sacrificándose a los demonios. Mal ejemplo, si lo han recibido o de algunos lo reciben ahora, el rey lo ha remediado y remedia cada día con sus justicias y con la continua predicación y perseverante contradicción de los religiosos a quienes los dan y han dado; y cuanto más es evangélica la doctrina, los malos ejemplos y los escándalos son necesarios, y así creo lo han sido entre esta gente para que ella supiese, apartando el oro del lodo y el grano de la paja, estimar la virtud como lo han hecho, viendo con el filósofo que resplandecen las virtudes entre los vicios y los virtuosos entre los viciosos, y el que mal ejemplo o escándalo les ha dado, tiene terrible aflicción si no los satisface con (algo) bueno; y tú, carísimo lector, pídelo así de tu parte a Dios y recibe mi poco de trabajo perdonando los defectos de él, y acordándote, cuando con ellos topares, que no sólo no les defiendo, como San Agustín dice decía de sí Tulio, el cual decía nunca había dicho palabra que la quisiese revocar, y no agradó el santo por ser tan propio el errar de los hombres; pero al principio, antes que los topes, los toparás revocados o confesados en mis introducciones o prólogos, y así juzgarás con el bienaventurado Agustín en la epístola a Marcela, la diferencia entre quien confiesa su yerro o falta y el que las defiende, y perdonarás las mías como dice el profeta hace Dios (con) las mías y las tuyas, diciendo: Señor, yo dije que confesaré mi maldad e injusticia, y luego tú la perdonaste. El historiador de las cosas de las Indias, a quien se debe mucho en ellas por su trabajo y por la lumbre que les dio,* dice hablando de las cosas de Yucatán que usaban honda en la guerra y varas tostadas; y de las cosas que en la guerra usaban ya lo dejo dicho y no me espanto le pareciesen a Francisco Hernández de Córdoba y a Juan de Grijalva, de honda las pedradas que les tiraban los indios, cuando en Champotón los desbarataron, pues se retiraban, pero no saben tirar con honda ni la conocen, aunque tiran muy certera y recia una piedra, y encaran con el brazo izquierdo y el dedo índice a lo que tiran. Dice también que son los indios retajados, y como sea esto ha de hallarse anteriormente. Dice hay liebres y cómo son las que hay hallarás en el último capítulo. Dice hay perdices y qué tales, y cómo sean hallarás también en el último capítulo. Dice más nuestro historiador: que hallaron en el cabo de Cotoch cruces entre muertos y los ídolos, y que no lo cree porque si fueran de los españoles que de España se despoblaron cuando se perdió, tocaran de fuerza primero en otras tierras, que hay muchas. Yo, no por esta razón que no me convence, no lo creo porque no se sabe de las otras partes que podían reconocer y a dónde antes que a Yucatán podían llegar, si llegaron o no, tampoco como en estas de Yucatán. Pero por lo que no lo creo es porque cuando Francisco Hernández y Grijalva llegaron a Cotoch, no andaban a desenterrar muertos sino a buscar oro entre los vivos, y también creo de la virtud de la cruz y de la malicia del demonio que no sufriera, ver cruz entre los ídolos, en peligro de que milagrosamente algún día su virtud se los quebrantara y a él le ahuyentara y confundiera como hizo a Dagón el arca del testamento con no estar consagrada con sangre del hijo de Dios y dignificada con sus divinos miembros, como la santa cruz. Pero con todo eso, diré lo que me dijo un señor de los indios, hombre de muy buen entendimiento y de mucha reputación entre ellos: hablando en esta materia un día y preguntándole yo si había oído algún tiempo nuevas de Cristo, Nuestro Señor, o de su Cruz, díjome que no había oído jamás nada a sus antepasados de Cristo ni de la Cruz, mas de que desbaratando un edificio pequeño en cierta parte de la costa, habían hallado en unos sepulcros, sobre los cuerpos y huesos de los difuntos, unas cruces pequeñas de metal, y que no miraron en lo de la cruz hasta ahora que eran cristianos y la veían venerar y adorar, que habían creído lo debían ser aquellos difuntos que allí se habían enterrado. Si esto fue así, es posible haber allí llegado alguna poca gente de España y consumídose en breve, y no haber podido quedar, por eso, memoria de ellos. FIN.
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Capítulo X Que trata de cómo el general Pedro de Valdivia salió con su campo de Atacama a pasar el despoblado Apercibió el maestre de campo Pedro Gómez de Don Benito la gente por mandado del general Pedro de Valdivia, la cual salió de Atacama en la orden que se sigue: en una cuadrilla con su caudillo veinte y cinco de a caballo y doce de a pie, a quince del mes de septiembre, principio de la primera vera que acá es en tiempo que se han cogido las cosechas y bastimentos y frutos de la tierra. No hay frío ni calor, ni hay nieve, y es el mejor tiempo de todo el año para pasar este despoblado. Y porque entonces no hay demasiada agua por ser la tierra estéril, conviene pasar el despoblado en cuadrillas, porque pasando toda la gente de golpe, padecerían gran detrimento las piezas de servicio y las cabalgaduras y ganados. Tiénese orden. Pasando un día y una noche salió la segunda cuadrilla con otro caudillo. Y ansí de grado en grado todas las cuadrillas. Y en la rezaga salió el general Pedro de Valdivia con la cuarta parte de la gente. Fueron por todos ciento y cincuenta y tres hombres y dos clérigos, los ciento y cinco de a caballo y cuarenta y ocho de pie. Antes que saliesen las cuadrillas hizo reseña el general y vido toda la gente de servicio que había, y mandó apartar los viejos y viejas y niños de menos de doce años, y todos los enfermos y flacos de enfermedades. Y mandóles dar provisión para el camino, y mandóles se volviesen a sus tierras de donde eran naturales. Y ansí lo hicieron. Y mandó a su teniente Alonso de Monrroy, que llevó la primera cuadrilla, que llevase todos los azadones y barretas que en el real había para que aderezasen algunos malos pasos, si hallasen en el camino, porque los caballos no se despeñasen, y para los jagüeyes y pozuelos, porque tuviesen agua clara que no faltase para la gente que atrás venía. Hecho esto y dada esta orden, comenzaron a salir. Y marchando todo el campo en sus cuadrillas como habemos dicho, se adelantaba el general con dos de a caballo, dejando la retaguarda encargada a persona de confianza. Iba recogiendo la gente de cada cuadrilla, mirando cómo pasaban todos sus trabajos, sufriendo él con el cuerpo los propios, que no eran pequeños, y con el espíritu los de todos, animándolos y consolándolos a que lo sufriesen con buen ánimo, ayudando y remediando a los que lo habían menester y condoliéndose de ellos, y con refrigerio de capitán, lleno de tanta afabilidad y amor con todos, caminaba la gente contenta, aunque bien trabajada, que en parte no sentían lo que era tanto de sentir. Caminando en la orden dicha, tuvo noticia que en medio del despoblado había unas lagunas algo salobres, que con la humedad del agua se cría hierba por las orillas, aunque no en cantidad. Mandó el general que parasen allí todas las cuadrillas, que quería ver a quién faltaba bastimento para mandarlo proveer de lo que él y otros llevaban, porque a nadie faltase. Allegados allí, hizo lo dicho, y pasados tres días en aquel reposo aunque desabrido el sitio, salió la primera cuadrilla, y otro día, la segunda. Y el tercero el maestre de campo, y el cuarto, el general a la rezaga como antes venía caminando, como dicho habemos. Allegaron a un río chico que corre poca agua, tanta que de un salto se pasara. Comienza a correr a las nueve de la mañana cuando el sol calienta la nieve que está en una rehoya. Corre con grande furia y hace mucho ruido a causa del sitio por donde corre. Dura el correr de este río hasta hora de nona. Cuando el sol baja hace sombra una alta sierra a la nieve que está en la rehoya dicha, y como le falta el calor del sol, no se derrite la nieve, a cuya causa deja de correr. Sécase este río de tal manera y suerte que dicen los indios, que mal lo entienden, que se vuelve el agua arriba a la contra de como ha corrido. Por tanto le llaman los indios Anchallulla, que quiere decir gran mentiroso. Caminando por sus jornadas allegaron más adelante a otro río pequeño, aunque las bajadas tiene agrias y el valle de media legua de ancho. Lleva siempre tanta agua como un cuerpo de un hombre o más, aunque el valle es hondo y el compás del agua va como por acequia. Es el agua clarísima, procede de las nieves. Corre por tierra de grandes metales y veneros de plata y cobre, lo cual yo vi. Es tierra muy estéril, sequísima y salada. Es cosa admirable que en tanto que esta agua corre, es clara como he dicho, y tomada en vaso de plata o de barro sacándola de su corriente, se cuaja y se hace tan blanca como el papel, luego en aquel momento que la sacan. Si esta agua corre como suele acaecer, sale de madre por la mucha abundancia que sobreviene, y después pasado un día o dos se torna a su ser. Toda aquella agua que se vertió fuera de la madre y corriente que lleva, se cuaja y se hace sal. Cuando llegamos a este río, habiendo pasado tanta cantidad de tierra y falta de agua, y vimos aquel río correr, con el deseo que teníamos de ver correr agua, fuimos toda la gente a recebir algún refresco. Y como los caballos allegaron deseosos de beber, pusieron los hocicos en el agua, y viendo que en el gusto era salada, salieron fuera. Y todas aquellas gotas de agua que en los pelos de las barbas se les pegaban, en aquel momento, antes que se les cayesen en tierra, se le cuajaba y hacía sal. Ver a un caballo después en cada pelo de barba una gota de sal bien pegada, parecían perlas que estaban colgadas del hocico. Y viendo los españoles que el agua que les traían para beber se les cuajaba en el jarro de la mano a la boca, recebían pena por la falta que habían traído y que las jornadas pasadas y en las que esperaban caminar. Las piezas de servicio recibieron desmayo y desconsuelo en ver lo mesmo, y de enojados de aquel río y de aquella agua lo llamaron Suncaemayo, quiere decir río burlador. Esta sal de este río es tan fina y tan blanca y dura y tan salada, que hace ventaja a todas las que yo he visto, que son infinitas, así en Perú como en Atacama, como en España, en salinas y en veneros, en piedras y en minas, y si acaso este río pasara por mitad de Castilla, quitara la renta a Atienza y aun a otras partes.
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CAPÍTULO X Apadrina el gobernador a Casquin dos veces y hace amigos los dos curacas El gobernador, antes que Casquin respondiese, preguntó a los intérpretes qué era lo que Capaha había dicho y, habiéndolo sabido, le dijo que los españoles no habían venido a sus tierras para los dejar más encendidos en sus guerras y enemistades que antes estaban, sino para ponerlos en paz y concordia, y que del enojo que los casquines le habían dado tenía él mismo la culpa por no haber esperado en su pueblo cuando los castellanos vinieron a él, o por no le haber enviado algún mensajero al camino, que, si lo hiciera, no entraran sus enemigos en su pueblo ni en su término y, pues el daño pasado lo había causado su propia inadvertencia, le rogaba tuviese por bien de perder la saña y olvidar las pasiones que los dos hasta aquel día habían tenido, y de allí adelante fuesen amigos y buenos vecinos, y que esto les pedía y encargaba a los dos, como amigo de ambos, y si era menester, se lo mandaba so pena de tener por enemigo al que no le obedeciese. Capaha respondió al gobernador que, por habérselo mandado su señoría y por servirle, holgaba de ser amigo de Casquin, y así se abrazaron como dos hermanos, mas el semblante de los rostros ni el mirarse el uno al otro no era de verdadera amistad. Empero, con la que pudieron fingir, hablaron los dos curacas con el general en muchas cosas, así de España como de las provincias que los españoles habían visto en la Florida. Duró la conversación hasta que les avisaron que era hora de comer para que se pasasen a otro aposento donde les tenían puesta la mesa para todos tres, porque el gobernador siempre honraba a los caciques con sentarlos a comer consigo. El adelantado se sentó a la cabecera de la mesa y Casquin, que desde el primer día que con él había comido se sentaba a su mano derecha, tomó el mismo asiento. Capaha, que lo vio, dijo sin mostrar mal semblante: "Bien sabes, Casquin, que ese lugar es mío por muchas razones, y las principales son que mi calidad es más ilustre, mi señorío más antiguo y mi estado mayor que el tuyo. Por cualquiera de estas tres cosas no debieras tomar ese asiento, pues sabes que por cada una de ellas me pertenece." El gobernador, que andaba apadrinando a Casquin, pareciéndole novedad lo que había pasado, quiso saber lo que Capaha le había dicho, y, habiéndolo entendido le dijo: "Puesto que todo eso que habéis dicho sea verdad, es justo que la antigüedad y canas de Casquin sean respetadas, y que vos, que sois mozo, honréis al viejo con darle el lugar más preeminente, porque es obligación natural que los mozos tienen de acatar a los viejos, y, haciéndolo así, se honran ellos mismos." Capaha respondió diciendo: "Señor, si yo tuviera por huésped en mi casa a Casquin, por sus canas, y sin ellas, le diera yo el primer lugar de mi mesa y le hiciera toda la demás honra que pudiera, mas, comiendo en la ajena, no me parece justo perder mis preeminencias porque son de mis antepasados, y mis vasallos, principalmente los nobles, me lo tendrían a mal. Si vuestra señoría gusta que yo coma a su mesa, sea con darme el lugar de su mano derecha, porque es mío; donde no, yo me voy a comer con mis soldados, que me será más honroso y para ellos de mayor contento que no verme con mengua de lo que soy y de lo que mis padres me dejaron." Casquin, que por una parte deseaba aplacar el enojo pasado a Capaha y por otra veía que era verdad todo lo que había dicho y alegado en su favor, se levantó de la silla y dijo al gobernador: "Señor, Capaha tiene mucha razón y pide justicia. Suplico a vuestra señoría mande darle su asiento y lugar, que es éste, y yo me sentaré al otro lado, que a la mesa de vuestra señoría en cualquier parte de ella estoy muy honrado." Diciendo esto se pasó a la mano izquierda, y, sin alguna pesadumbre, se asentó a comer, con lo cual se apaciguó Capaha y tomó su silla y con todo buen semblante comió con el gobernador. Escríbense estas cosas tan por menudo, aunque parece que no son de importancia, porque se vea que la ambición de la honra, más que otra pasión alguna, tiene mucha fuerza en todos los hombres, por bárbaros y ajenos que sean de toda buena enseñanza y doctrina. Y así se admiraron el gobernador y los caballeros que con él estaban de ver lo que entre los dos curacas había pasado, porque no entendían que en los indios se hallasen cosas tan afinadas en la honra ni que ellos fuesen tan puntuosos en ella. Luego que el gobernador y los dos caciques hubieron comido, trajeron delante de ellos las dos mujeres de Capaha, que dijimos habían preso los casquines cuando entraron en el pueblo, y se las presentaron a Capaha, habiendo el día antes dado libertad a toda la demás gente que con ellas habían cautivado. Capaha las recibió con mucho agradecimiento de la magnificencia que con él se usaba y, después de haberlas aceptado por suyas, dijo al gobernador suplicaba a su señoría se sirviese de ellas, que él se las ofrecía y presentaba de muy buena voluntad. El gobernador le dijo que no las había menester, porque traía mucha gente de servicio. El curaca replicó diciendo que, si no las quería para su servicio, las diése de su mano al capitán o soldado a quien de ellas quisiese hacer merced porque no habían de volver a su casa ni quedar en su tierra. Entendiose que Capaha las aborreciese y echase de sí por sospecha que tuviese de que, habiendo estado presas en poder de sus enemigos, sería imposible que dejasen de estar contaminadas. El gobernador, porque el curaca no se desdeñase, le dijo que, por ser dádiva de su mano, las aceptaba. Ellas eran hermosas en extremo, y, aunque lo eran tanto y el cacique era mozo, bastó la sospecha para odiarlas y apartarlas de sí. Por este hecho se podrá ver cuánto se abomine entre estos indios aquel delito, y con el destierro y castigo de estas mujeres parece que se comprueba lo que atrás dijimos acerca de sus leyes contra el adulterio.
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De la entrada en el señorío e imperio de Quinatzin y venida de los mexicanos e hijos que tuvo Acolmiztli señor de Coatlichan La ciudad de Tetzcuco tuvo principio su población en tiempo de los tultecas y se decía Catlenihco y se destruyó y acabó con las demás de los tultecas y después la fueron reedificando los reyes chichimecas y en especial Quinatzin que la ilustró mucho y quedó en ella haciéndola cabeza y corte del imperio, pusiéronle después de la venida de los chichimecas Tetzcoco, que significa lugar de detención, como en efecto lo fue, Pues en ella se poblaron casi todas las naciones que había en esta Nueva España. Quinatzin Tlaltecatzin después de haber dado sepultura en Tenayoacan a su padre, se vino a la ciudad de Tetzcuco con todos los señores que se hallaron en las honras y con los que después vinieron: fue recibido y jurado por supremo señor, en donde estuvo y asistía siempre. En este mismo año que murió Tlotzin entraron los mexicanos en la parte y lugar donde está ahora la ciudad de México, que era en términos y tierras de Aculhua señor de Azcaputzalco, después de haber peregrinado muchos años en diversas tierras y provincias, habiendo estado en la de Aztlan, desde donde se volvieron, que es en lo último de Xalixco. Los cuales según parece por las pinturas y caracteres de la historia antigua, eran del linaje de los tultecas y de la familia de Huetzitin, un caballero que escapó con su gente y familia cuando la destrucción de los tultecas en el puesto de Chapoltépec, que después se derrotó y fue con ella por las tierras del reino de Michhuacan hasta la provincia de Aztlan como está referido: el cual estando allí murió y entró en su lugar Ozelopan su hijo y éste tuvo a áztatl, éste áztatl tuvo a Ozelopan segundo de este nombre, el cual acordándose de la tierra de sus pasados, acordó de venir a ella, trayendo consigo a todos los de su nación, que ya se llamaban Mezitin, que le acaudillaban, juntamente con Izcahui Cuexpálatl Yopi y según otros Aztatl y Acatl; y asimismo venía con ellos una hermana suya, mujer varonil llamada Matlalatl, hasta el puesto referido; sucediéndoles en su peregrinación muchas y varias cosas que cuentan las historias, trayendo por su particular ídolo a Huitzilopochtli, con quien por medio de sus sacerdotes se regían por asegurarse de las calamidades pasadas y estar debajo del amparo del rey de Azcaputzalco, en cuyas tierras comenzaron a poblar y le pidieron les diese quien los gobernase; el cual les dio a dos hijos que tenía, por cuanto estaban ya divididos en dos parcialidades, que los unos se llamaban tenochcas y los otros tlatelolcas, tomando los nombres de sus parcialidades conforme a los puestos en donde estaban poblados: porque los tenochcas hallaron un águila que estaba sobre un nopal que había nacido entre unas piedras, comiendo una culebra, de donde tomaron la etimología de su nombre y los tlatelolcas una isla y en medio de ella un montón de arena; a los cuales Aculhua les dio por su señor y cabeza a Epcoatzin y a los tenochcas a Acamapichtli, que ambos eran sus hijos y fueron los primeros señores que tuvieron los mexicanos, con que se ennoblecieron y fue en aumento su señorío y así viéndose en este estado levantaron el ánimo Para poderse vengar de algunos que los habían injuriado, como fue de los culhuas, que aunque eran de su misma nación les habían sido muy contrarios y así dieron sobre la ciudad de Culhuacan una madrugada y la saquearon, sin que los vecinos de ella fuesen poderosos a defenderla; el segundo año de su fundación tuvieron guerras con Tenancacaltzin, señor de Tenayocan y aunque no le pudieron vencer, viendo que habían dado lugar a este desacato sus propios sobrinos, como lo eran los señores mexicanos, acordó de irse a la tierra septentrional de sus pasados; y así desde este tiempo comenzaron las tiranías entre los mismos deudos unos con otros y fueron los primeros tiranos los reyes de Azcaputzalco y los de su casa y familia, con que se fueron ensanchando a las vueltas de los tepanecas los mexicanos hasta la provincia de Atotonilco. Acolmiztli, señor de Coatlichan, en Nenetzin su mujer, tuvo cuatro hijos: el primero se llamó Cóxcox que heredó el reino de los culhuas; el segundo Huitzilihuitzin; el tercero Mozocomatzin, el que vino a heredar el señorío de Coatlichan. La cuarta y última fue Tozquentzin, que casó con Techotlalatzin, emperador chichimeca que fue después.
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De los herederos El hijo mayor heredaba los bienes paternos, pero con esta condición: que tuviera consigo a los hermanos y sobrinos carnales que lo obedecieran de buen grado y le complacieran, y que les diera alimentos y lo necesario para vivir cómodamente. En razón de lo cual apenas, había domicilio en que no pulularan varones y mujeres. El heredero pagaba al rey todos los tributos del mayorazgo o los impuestos a los campos y los que se acostumbraba que fueran pagados. Si acontecía en la región que fueran exigidos los tributos por capitación, pagaba por cada hermano o sobrino la medida establecida de cacaoatl, de maíz, de mantas, plumas, gemas, oro y otras cosas semejantes. Cargábanlos con tanto peso de contribuciones, que muchas veces incapaces de pagar, los tomaban como esclavos los recaudadores o eran vendidos públicamente en los mercados, para que erogada la pecunia gracias a la libertad perdida, se satisfaciera aquel a quien perteneciera el censo. Pero si la mayor era la mujer y engendrada primero en la casa de los padres, el hijo que la seguía en edad, una vez casada la hermana y entregada al varón, entraba en posesión de los bienes de los padres, y, del modo que ya dijimos, suplía después a los hermanos lo necesario. Pero si faltaba heredero que substituyera al señor de los bienes paternos, la herencia, o venía al rey y el gobernador de la ciudad la daba a quien quería, impuesto el antiguo tributo y después de haber tenido en cuenta a los parientes y afines; o iba al pueblo con la condición de que éste entregara al señor el censo predicho, a lo cual todo este negocio estaba sujeto. Y a pesar de que hubiera en gran parte de aquella gente leyes e instituciones de herederos y que fuesen invioladas y custodiadas por todos religiosamente, había también lugares donde la fortuna paterna pertenecía indistintamente a los hijos y dividida en partes iguales era distribuida entre todos. Lo cual era (según me parece) más equitativo y más cómodo. Ni faltaban provincias en las cuales aun cuando la herencia perteneciera a los mayores, antes que la posesión les fuera concedida, tenía que recaer sentencia del pueblo con decreto del mismo rey. Solícitos de esto los padres, antes que dejasen esta vida, solían proveer exponiendo su manera de sentir y declarando a quién entre los hijos habían decretado constituir heredero. En las ciudades que no obedecían a mandato de rey, sino al juicio y autoridad de padres conscriptos, había leyes de heredar diversas de las sobredichas pero, sin embargo, siempre se miraba el linaje. Por lo que respecta a los reyes de los mexicanos, la herencia pertenecía no a los hijos, sino a los hermanos mayores, y cuando no había ninguno de éstos a los hijos del hermano mayor y así después. Si en verdad les acaecía morir privados de hermanos, sobrinos o hijos, era constituido heredero el pariente de grado más cercano por la sangre, con tal que honrara la dignidad real y por fin, el más digno de los reyes limítrofes o confederados del Imperio Mexicano, era elegido por los sufragios. No debemos pasar en silencio en esta parte, que los reyes de los mexicanos y de los tescoquenses concedían y destinaban algunas ciudades a sus hijos y a sus hijas, no sin consentimiento espontáneo de los herederos, para que la estirpe regia no viniese a menos o cayese en un género sórdido de vida.
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CAPÍTULO X Del segundo rey, y de lo que sucedió en su reinado Hechas las exequias del rey defunto, los ancianos y gente principal, y alguna parte del común, hicieron su junta para elegir rey, donde el más anciano propuso la necesidad en que estaban, y que convenía elegir por cabeza de su ciudad, persona que tuviese piedad de los viejos, y de las viudas y huérfanos, y fuese padre de la república, porque ellos habían de ser las plumas de sus alas y las pestañas de sus ojos, y las barbas de su rostro, y que era necesario fuese valeroso, pues habían de tener necesidad de valerse presto de sus brazos, según se lo había profetizado su dios. Fue la resolución elegir por rey un hijo del antecesor, usando en esto de tan noble término de dalle por sucesor a su hijo, como él lo tuvo en hacer más confianza de su república. Llamábase este mozo Vitzilouitli, que significa pluma rica; pusiéronle corona real y ungiéronle, como fue costumbre hacerlo con todos sus reyes, con una unción que llamaban divina, porque era la misma con que ungían su ídolo. Hízole luego un retórico, una elegante plática, exortándole a tener ánimo para sacallos de los trabajos, y servidumbre y miseria en que vivían oprimidos de los azcapuzalcos, y acabada, todos le saludaron y le hicieron su reconocimiento. Era soltero este rey, y pareció a su consejo que era bien casalle con hija del rey de Azcapuzalco, para tenerle por amigo, y disminuir algo con esta ocasión, de la pesada carga de los tributos que le daban, aunque temieron que no se dignase darles su hija, por tenerles por vasallos. Mas pidiéndosela con grande humildad y palabras muy comedidas, el rey de Azcapuzalco vino en ello, y les dio una hija suya llamada Ayauchigual, a la cual llevaron con gran fiesta y regocijo a México, e hicieron la ceremonia y solemnidad del casamiento, que era atar un canto de la capa del hombre con otro del manto de la mujer, en señal de vínculo de matrimonio. Naciole a esta reina un hijo, cuyo nombre pidieron a su abuelo, el rey de Azcapuzalco, y echando sus suertes como ellos usan (porque eran en extremo grandes agoreros en dar nombres a sus hijos), mandó que llamasen a su nieto Chimalpopoca, que quiere decir, rodela que echa humo. Con el contento que el rey de Azcapuzalco mostró del nieto, tomó por ocasión la reina, su hija, de pedille tuviese por bien pues tenía ya nieto mexicano, de relevar a los mexicanos de la carga tan grave de sus tributos, lo cual el rey hizo de buena gana con parecer de los suyos, dejándoles en lugar del tributo que daban, obligación de que cada año llevasen un par de patos, o unos peces, en reconocimiento de sus súbditos, y estar en su tierra. Quedaron con esto muy aliviados y contentos los de México; mas el contento les duró poco, porque la reina, su protectora, murió dentro de pocos años, y otro año después el rey de México, Vitzilouitli, dejando de diez años a su hijo Chimalpopoca. Reinó trece años; murió de poco más edad de treinta. Fue tenido por buen rey, diligente en el culto de sus dioses, de los cuales tenían por opinión que eran semejanza los reyes, y que la honra que se hacía a su dios, se hacía al rey, que era su semejanza, y por eso fueron tan curiosos los reyes en el culto y veneración de sus dioses. También fue sagaz en ganar las voluntades de los comarcanos, y trabar mucha contratación con ellos, con que acrecentó su ciudad, haciendo se ejercitasen los suyos en casos de la guerra, por la laguna, apercibiendo la gente para lo que andaban tramando de alcanzar, como presto parecerá.
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CAPÍTULO X Guachoya habla mal de Anilco ante el gobernador y Anilco le responde y desafía a singular batalla Con sus pasiones viejas y nuevas anduvo Guachoya contrastando algunos días por no mostrarlas en público. Mas no pudiendo contenerse de ellas, perdida la paciencia y todo buen comedimiento, dijo al gobernador públicamente, en presencia de muchos capitanes y soldados que con él estaban, y delante del mismo Anilco, muchas palabras que, según las lenguas declararon, decían así: "Señor, días ha que traigo mucha pesadumbre de ver la demasiada honra que vuestra señoría y estos caballeros, capitanes y soldados hacen a este hombre, porque el honor me parece que se deba dar a cada uno conforme a su estado y según su calidad y cantidad, y de lo uno y de lo otro hay en él poco o nada, porque es pobre, hijo y nieto de padres y abuelos pobres, y de su linaje es lo mismo, que no tiene más calidad que ser criado y vasallo de otro señor como yo, y yo también tengo criados y vasallos que le igualan y hacen ventaja en calidad y hacienda. He dicho esto a vuestra señoría para que vea en quién emplea su favor y crédito, para que de hoy más no dé tanta fe a sus palabras, que venga a redundar en perjuicio ajeno, que, siendo él pobre y no teniendo linaje a que respetar, engañará a vuestra señoría fácilmente si no se recela de él." Esto fue, en suma, lo que el cacique Guachoya dijo; empero el semblante y otras muchas palabras superfluas e injuriosas que habló mostraron bien el odio y la envidia que al capitán Anilco tenía. El cual, entre tanto que Guachoya hablaba, no hizo semblante alguno de interrumpirle, que fue notado por los españoles; antes, sin hablar palabra ni hacer meneo, le dejó decir todo lo que quiso y, cuando vio que había acabado, se levantó en pie y dijo al gobernador suplicaba a su señoría le hiciese merced de permitir que, pues Guachoya en presencia de su señoría y de tantos capitanes y soldados, sin respeto de ellos, le había maltratado en su honra, le fuese lícito, delante de ellos mismos, volver por ella con verdad y justicia, y lo que así no fuese, holgaría que Guachoya le contradijese, para que se averiguase y sacase en limpio la verdad de lo que en aquel caso había, para que se viese la poca o ninguna razón que Guachoya tenía de haberle maltratado, y que, pues su señoría en paz y en guerra era gobernador, capitán general y juez supremo de todos ellos, no le negase la petición, pues era justa y en cosa de su honra, que él tanto estimaba. Luis de Moscoso le dijo que hablase lo que bien le estuviese, mas que fuese sin desacatar ni maltratar a Guachoya, porque no se lo consentiría. Y a los intérpretes mandó que declarasen lo que Anilco dijese sin quitarle nada, para ver si decía algún descomedimiento a Guachoya. Anilco, habiendo hecho una solemnísima veneración al gobernador, dijo que hablaría verdades sin desacatar a nadie, y suplicaba a su señoría le perdonase, que había de ser prolijo. Y, diciendo esto, se volvió a sentar y, enderezando el rostro a Guachoya, le habló el razonamiento siguiente a pedazos, porque los intérpretes lo fuesen declarando como lo iba diciendo: "Guachoya, sin razón alguna me habéis querido menospreciar y maltratar delante del gobernador y de sus caballeros, debiéndome honrar por lo que vos sabéis y yo delante diré qué he hecho por vos y por vuestro estado. Yo tengo licencia del gobernador para responderos volviendo por mi honra, no me contradigáis lo que con verdad dijese, porque con vuestros propios vasallos y criados lo probaré para mayor vergüenza y confusión vuestra. "Lo que no fuese verdad, o lo que yo con vanidad o soberbia dijese encarecidamente más de lo justo, holgaré que lo contradigáis, porque deseo que el gobernador y todo su ejército sepa la verdad o falsedad de lo que habéis dicho y vea la sinrazón que para decirlo habéis tenido, por tanto, no me atajéis hasta que haya acabado. "Decís que soy pobre, y que lo fueron mis padres y abuelos. Decís verdad, que no fueron ricos, mas no tan pobres como vos los hacéis, que siempre tuvieron hacienda propia de que se sustentaron, y yo, con el favor de mi buena ventura, de vuestros despojos y de otros tan grandes señores como vos, he ganado en la guerra muy largamente lo que para sustentar mi casa y familia he menester conforme a la calidad de mi persona, de manera que ya puedo entrar en el número de los ricos que vos tanto estimáis. "A lo que decís que soy de vil y bajo linaje, bien sabéis que no dijistes verdad, que, aunque mi padre y abuelo no fueron señores de vasallos, lo fue mi bisabuelo, y todos sus antepasados, cuya nobleza hasta mi persona se ha conservado sin haberse estragado en cosa alguna, de suerte que, en cuanto a la calidad y linaje, soy tan bueno como vos y como todos cuantos señores de vasallos sois en toda la comarca. "Decís que soy vasallo de otro. Decís verdad, que no todos pueden ser señores, porque de los hijos de un señor el mayor se lleva el estado y los demás hermanos quedan por súbditos. Mas también es verdad que mi señor Anilco, ni su padre ni abuelo, ni a mí ni a los míos no nos han tratado como a vasallos sino como a deudos cercanos descendientes de hijo segundo de su casa, de su propia carne y sangre. Y nosotros, como tales, nunca le hemos servido en oficios bajos y serviles, sino en los más preeminentes de su casa. Y en mi particular, sabéis que apenas pasaba yo de los veinte años cuando me eligió por su capitán general, y poco después me nombró por su lugarteniente y gobernador en todo su estado y señorío. De manera que ha veinte años que en la paz y en la guerra soy la segunda persona de Anilco, mi señor. Y, después que soy su capitán general, sabéis que he vencido todas las batallas que contra sus enemigos he dado. "Particularmente vencí en una batalla a vuestro padre, y después a todos sus capitanes que en veces envió contra mí. Y ahora últimamente, después que heredasteis vuestro estado habrá seis años, juntasteis todo vuestro poder y me fuisteis a buscar sólo por vengaros de mí, y yo salí al encuentro, y di la batalla, y os vencí y prendí en ella a vos y a dos hermanos vuestros y a todos los nobles y ricos de vuestra tierra. "Entonces, si yo quisiera, pudiera quitaros el estado y tomarlo para mí, pues en todo él no había quien me lo contradijera y la gente común de vuestros vasallos quizá holgaran de ello antes que pesarles; mas no solamente no lo pretendí, ni aun lo imaginé, antes en la prisión os regalé y serví como si fuérades mi señor y no mi prisionero. Y lo mismo hice con vuestros hermanos y vasallos y criados, hasta el menor de ellos. Y en las capitulaciones de vuestra libertad y de los vuestros os fui muy buen tercero, que por mi causa salisteis todos de la prisión, porque, sin hacer mucho caudal de las palabras y promesas que entonces hicisteis, fui vuestro fiador y abonador de ellas porque, cuando las quebrantásedes, como este verano pasado las quebrantasteis, tenía ánimo de volveros a la prisión, como lo haré cuando se hayan ido los españoles, con cuyo favor, no entendiendo ellos vuestro mal pecho, fuisteis a ultrajar el templo y entierro de mi señor Anilco y de sus pasados, y quemarle sus casas y pueblo principal, lo cual os será bien demandado, yo os lo prometo. "Decís también que la honra y estima que se debe al señor de vasallos no es bien que se dé al que no lo es. Tenéis razón, cuando él merece ser señor. Mas juntamente con esto sabéis vos que muchos súbditos merecen ser señores y muchos señores, aun para ser vasallos y criados de otros, no son buenos. Y, si el estado, que tanto os ensoberbece, no lo hubiérades heredado, no hubiérades sido hombre para ganarlo, y yo, que nací sin él, si hubiera querido, lo he sido para habéroslo quitado. Y porque no es de hombres sino de mujeres reñir de palabra vengamos a las armas, y véase por experiencia cuál de los dos merece por su virtud y esfuerzo ser señor de vasallos. "Vos y yo entremos solos en una canoa. Por este Río Grande abajo van a vuestra tierra, y por otro, que siete leguas de aquí entra en él, van a la mía. El que más pudiese en el camino, lleve la canoa a su casa. Si me matáredes, habréis vengado como hombre vuestros agravios, pues para vos lo han sido los favores que mi buena ventura me ha dado y la honra y merced que estos caballeros me han hecho y hacen, y también habréis satisfecho a la envidia y malquerencia que contra mí os traen fuera de razón. Y si yo os matare, os enviaré desengañado, que el merecimiento de los hombres no está en ser muy ricos ni en tener muchos vasallos sino en merecerlo por su propia virtud y valentía. "Esto respondo a las palabras que tan sin razón contra mi honra y linaje dijisteis sin haberos yo ofendido en cosa alguna, si ya no tomáis por ofensa el haber yo servido a mi señor Anilco lealmente y con buena dicha. Mirad si tenéis algo que contradecirme, que yo me ofrezco a la prueba para que estos españoles vean que es verdad lo que he dicho. Y si sois hombre para aceptar el desafío que para en la canoa os hago, decid lo que se os antojare, que en ella me satisfaré de todo lo que mal hubiéredeis hablado."
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De la grandeza de las montañas de Abibe y de la admirable y provechosa madera que en ella se cría Pasados estos llanos y montañas desuso dichas se allega a las muy anchas y largas sierras que llaman de Abibe. Esta sierra prosigue su cordillera al occidente; corre por muchas y diversas provincias y partes otras que no hay poblado. De largura no se sabe cierto lo que tiene; de anchura, a partes tiene veinte leguas y a partes mucho más, y a cabos poco menos. Los caminos que los indios tenían, que atravesaban por estas bravas montañas (porque en muchas partes dellas hay poblado), eran tan malos y dificultosos que los caballos no podían ni podrán andar por ellos. El capitán Francisco César, que fue el primero que atravesó por aquellas montañas, caminando hacia el nascimiento del sol, hasta que con gran trabajo dio en el valle del Cuaca, que está pasada la sierra, que cierto son asperísimos los caminos, porque todo está lleno de malezas y arboledas; las raíces son tantas que enredan los pies de los caballos y de los hombres. Lo más alto de la sierra, que es una subida muy trabajosa y una abajada de más peligro, cuando la bajamos con el licenciado Juan de Vadillo, por estar en lo más alto della unas laderas muy derechas y malas, se hizo con gruesos horcones y palancas grandes y mucha tierra una como pared, para que pudiesen pasar los caballos sin peligro, y aunque fue provechoso, no dejaron de depeñarse muchos caballos y hacerse pedazos, y aun españoles se quedaron algunos muertos, y otros estaban tan enfermos, que por no caminar con tanto trabajo se quedaban en las montañas, esperando la muerte con grande miseria, escondidos por la espesura, por que no los llevasen los que iban sanos si los vieran. Caballos vivos se quedaron también algunos que no pudieron pasar por ir flacos. Muchos negros se huyeron y otros se murieron. Cierto, mucho mal pasamos los que por allí anduvimos, pues íbamos con el trabajo que digo. Poblado no hay ninguno en lo alto de la sierra, y si lo hay está apartado de aquel lugar por donde la atravesamos; porque en el anchor destas sierras por todas partes hay valles, y en estos valles gran número de indios, y muy ricos de oro. Los ríos que abajan desta sierra o cordillera hacia el poniente se tiene que en ellos hay mucha cantidad de oro. Todo lo más del tiempo del año llueve; los árboles siempre están destilando agua de la que ha llovido. No hay hierba para los caballos, si no son unas palmas cortas que echan unas pencas largas. En lo interior deste árbol o palma se crían unos palmitos pequeños de gran amargor. Yo me he visto en tanta necesidad y tan fatigado de la hambre, que los he comido. Y como siempre llueve y los españoles y más caminantes van mojados, ciertamente si les faltase lumbre creo morirían todos los más. El dador de los bienes, que es Cristo, nuestro Dios y Señor, en todas partes muestra su poder y tiene por bien de nos hacer mercedes y darnos remedio para todos nuestros trabajos; y así, en estas montañas, aunque no hay falta de leña, toda está tan mojada, que el fuego que estuviese encendido apagara, cuanto más dar lumbre. Y para suplir esta falta y necesidad que se pasaría en aquellas sierras, y aun en mucha parte de las Indias, hay unos árboles largos, delgados, que casi parecen fresnos, la madera de dentro blanca y muy enjuta; cortados éstos, se enciende luego la lumbre y arde como tea, y no se apaga hasta que es consumida y gastada por el fuego. Enteramente nos dio la vida hallar esta madera. A donde los indios están poblados tienen mucho bastimento y frutas, pescado y gran cantidad de mantas de algodón muy pintadas. Por aquí ya no hay de la mala hierba de Urabá; y no tienen estos indios montañeses otras armas sino lanzas de palma y dardos y macanas. Y por los ríos (que no hay pocos) tienen hechas puentes de unos grandes y recios bejucos, que son como unas raíces largas que nacen entre los árboles, que son tan recios algunos de ellos como cuerdas de cáñamo; juntando gran cantidad hacen una soga o maroma muy grande, la cual echan de una parte a otra del río y la atan fuertemente a los árboles, que hay muchos junto a los ríos, y echando otras, las atan y juntan con barrotes fuertes, de manera que queda como puente. Pasan por allí los indios y sus mujeres, y son tan peligrosas, que yo querría ir más por la de Alcántara que no por ninguna dellas; no embargante que, aunque son tan dificultosas, pasan (como ya dije) los indios y sus mujeres cargadas, y con sus hijos, si son pequeños, a cuestas, tan sin miedo como si fuesen por tierra firme. Todos los más destos indios que viven en estas montañas eran subjetos a un señor o cacique grande y poderoso, llamado Nutibara. Pasadas estas montañas se allega a su muy lindo valle de campaña o cabaña, que es tanto como decir que en él no hay montaña ninguna, sino sierras peladas muy agras y encumbradas para andar, salvo que los indios tienen sus caminos por las lomas y laderas bien desechados.
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De los sacerdotes mexicanos Los mexicanos llaman a sus sacerdotes tlamacazque o tlenamacaque y al mayor de todos, que era como sumo pontífice, achcauhtli. Aprenden y enseñan los arcanos de su religión de viva voz y por jeroglíficos, los que no permiten revelar a los del pueblo ni a los profanos sin expiación y grave suplicio. A muchos de ellos no les está permitido casarse a causa de su dignidad, y si se les sorprende en relación con alguna mujer, son marcados con fuego y severamente castigados. Otros ni se cortan ni se peinan ni se lavan el cabello, y por eso andan con una cabeza inmunda y llena de asquerosos animales, pero se consideraban como de insigne santidad. Otros se lavaban la cabeza cuando se bañaban, lo cual era frecuentísimo, y por lo que resultaba que a pesar de que llevaran los cabellos muy largos, se veían limpios. Las vestiduras de los sacerdotes eran de algodón, blancas, estrechas y largas; llevaban un palio de tela atado con un nudo sobre el hombro derecho del cual pendían hilos de algodón como vello, y con orlas. En los días de fiesta se teñían de negro y cuando lo mandaba el rito, imitaban con sus piernas, brazos y cara la forma de los cacodemonios a quienes servían. Desempeñaban el ministerio de Huitzilopochtli cinco mil hombres, pero no todos tocaban o manejaban los altares, la herramienta, los vasos y otros instrumentos dedicados a celebrar los sacrificios, como eran los braseros que contenían carbones encendidos. Estos eran de diversos tamaños, algunos de oro, otros de plata, pero la mayor parte de barro cocido y de arcilla. Acercándoles algunos de ellos perfumaban las efigies, con otros se encendía el fuego; el cual nunca se permitía que se extinguiera, porque si así de casualidad sucedía, se consideraba de muy mal agüero y eran castigados severamente aquellos a cuyo cuidado estaba encenderlo y conservarlo, y así se consumía cada año, o más bien cada día, gran cantidad de leña. Se perfumaban también con los mismos a los varones próceres, las oblaciones y mil otras cosas semejantes. Perfumaban las estatuas con hierbas, flores, polvos y con varias lágrimas perfumadas de árboles y con goma de gratísimo olor, pero principalmente con incienso de la tierra, que llaman copálli o tecopalli. Tenían también escalpelos de iztli y navajas casi de nueve pulgadas, con las cuales se hacían incisiones según el voto y el afecto de cada uno, en la lengua, los brazos, las piernas y otras partes del cuerpo. Tenían también pajas y astillas de caña, con cordelillos delgados, los cuales pasaban por la abertura de las heridas, ya sea que se perforaran las orejas, la lengua, los sexos o las manos. Además había entre la escalera y los altares, una mesa de piedra fija al suelo sobre la que extendían a los que iban a inmolar y con un cuchillo de iztli que llaman técpatl, desnudado y cortado el cartílago del pecho, arrancaban el corazón para ofrecerlo inmediatamente a los dioses; recibían la sangre en unas calabazas y con unos plumeros de plumas rojas rociaban los ídolos. Barrían los templos y los lugares dedicados a los sacrificios con escobas de plumas, y aquel que barría nunca volvía la espalda a los ídolos, sino que hacía su trabajo retrocediendo. Con tan módico aparato aquellos hombres perdidos ejercían esa carnicería y mataban tan numerosas turbas de los suyos.
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CAPÍTULO X De una batalla que los españoles tuvieron con los indios de la costa Tres días estuvieron los españoles en requerir, como dijimos, sus carabelas y en recrear sus cuerpos, que la mayor necesidad que tenían era de satisfacer al sueño que los había traído muy fatigados. Al último de ellos, después de medio día, vieron salir de unos juncales siete canoas que fueron hacia ellos. En la primera venía un indio grande como un filisteo y negro como un etíope, bien diferente en color y aspecto de los que la tierra adentro habían dejado. La causa de ser los indios tan negros en la costa es el agua salada en que andan siempre pescando, que, por la esterilidad de la tierra, se valen de la pesquería para mantenerse. También ayuda para ponerlos prietos el calor del sol, que en la costa es más intenso que la tierra adentro. El indio, puesto en la proa de su canoa, con una voz gruesa y soberbia dijo a los castellanos: "Ladrones, vagamundos, holgazanes sin honra ni vergüenza, que andáis por esta ribera inquietando los naturales de ella, luego al punto os partid de este lugar por una de aquellas bocas de este río si no queréis que os mate a todos y queme vuestros navíos. Y mirad que no os halle aquí esta noche, que no escapará hombre de vosotros a vida." Pudieron entender lo que el indio dijo por los ademanes que con los brazos y cuerpo hizo, señalando las dos bocas del Río Grande que hacían la isla que hemos dicho que estaba por delante, y por muchas palabras que los indios criados de los españoles declararon. Y con esto que dijo, sin aguardar respuesta, se volvió a los juncales. En este paso añade Juan Coles estas palabras, que, sin las dichas, dijo más el indio: "Si nosotros tuviéramos canoas grandes como vosotros (quiso decir navíos) os siguiéramos hasta vuestra tierra y la ganáramos, que también somos hombres como vosotros." Los españoles, habiendo considerado las palabras del indio y la soberbia que en ellas y en su aspecto había mostrado y viendo que de cuando en cuando asomaban canoas por entre los juncos, como que acechaban, y se volvían a meter en ellos, acordaron sería bien darles a entender que no les temían porque no tomasen ánimo y viniesen a flecharlos y a echar fuego sobre las carabelas, lo cual pudieran hacer mejor de noche que de día, como gente que para acometer y huir a su salvo sabía bien la mar y la tierra y los castellanos la ignoraban. Con este acuerdo entraron cien hombres en cinco canoas que les habían quedado para servicio de los bergantines y, llevando por caudillos a Gonzalo Silvestre y Álvaro Nieto, fueron a buscarlos y los hallaron tras un juncal en gran número apercibidos con más de sesenta canoas pequeñas que habían juntado contra los nuestros. Los cuales, aunque vieron tanto número de indios y canoas, no desmayaron, antes, con todo buen ánimo y esfuerzo, embistieron con ellos y, de su buena dicha, del primer encuentro volcaron tres canoas e hirieron muchos indios y mataron diez o doce, porque llevaban veinte y dos ballesteros y tres flecheros, el uno de ellos era español que desde niño, hasta edad de veinte años, se había criado en Inglaterra y el otro era natural inglés, los cuales, como ejercitados en las armas de aquel reino y diestros en el arco y flechas, no habían querido usar en todo este descubrimiento de otras armas sino de ellas, y así las llevaban entonces. El otro flechero era un indio, criado que había sido del capitán Juan de Guzmán, que, luego que entró en la Florida, lo había preso, el cual se había aficionado tanto a su amo y a los españoles, que como uno de ellos había peleado siempre con su arco y flechas contra los suyos mismos. Con la maña y destreza de los tiradores y con el esfuerzo de toda la cuadrilla desbarataron las canoas de los enemigos y los hicieron huir. Mas los nuestros no salieron de la batalla tan libres que no quedasen heridos los más y entre ellos los dos capitanes. Un español salió herido de una arma que los castellanos llaman en Indias tiradera, que más propiamente la llamaremos bohordo porque se tira con amiento de palo o de cuerda, la cual arma no habían visto nuestros españoles en todo lo que por la Florida, hasta aquel día, habían andado. En el Perú la usan mucho los indios. Es una arma de una braza en largo, de un junco macizo, aunque fofo por de dentro, de que también hacen flechas. Échanles por casquillos puntas de cuernas de venado, labradas en toda perfección, de cuatro esquinas, o arpones de madera de palma, o de otros palos, que les hay fuertes y pesados como hierro, y para que el junco de la flecha, o bohordo, al dar el golpe no hienda con el arpón, le echan un trancahilo por donde recibe el casquillo o arpón, y otro por el otro cabo, que los ballesteros en los virotes llaman batalla, donde reciben la cuerda del arco, o el amiento con que lo tiran. El amiento es de palo, de dos tercias en largo, con el cual tiran el bohordo con grandísima pujanza, que se ha visto pasar un hombre armado con una cota. Esta arma fue en el Perú la más temida de los españoles que otra cualquiera que los indios tuviesen, porque las flechas no fueron tan bravas como las de la Florida. El bohordo o tiradera con que hirieron a nuestro español, de quien íbamos hablando, tenía tres arpones en lugar de uno, como los tres dedos más largos de la mano. El arpón de en medio era una cuarta más largo que los de los lados, y así pasó en el muslo de una banda a otra; y los colaterales quedaron clavados en medio de él y para sacarlos forzosamente fue menester hacer gran carnicería en el muslo del pobre español, porque eran arpones y no puntas lisas. Y de tal manera fue la carnicería, que antes que le curasen expiró, no sabiendo el triste de quién más se quejar, si del enemigo que le había herido o de los amigos que le habían apresurado la muerte.