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CAPÍTULO X He aquí ahora los nombres de la sexta generación de reyes. Fueron dos grandes reyes, Gag-Quicab se llamaba el primer rey y el otro Cavizimah, e hicieron grandes cosas y engrandecieron el Quiché, porque ciertamente eran de naturaleza portentosa. He aquí la destrucción y división de los campos y los pueblos de las naciones vecinas, pequeñas y grandes. Entre ellas estaba la que antiguamente fue la patria de los cakchiqueles, la actual Chuvilá, y los de Rabinal, Pamacá, la patria de los de Caoque, Zaccabahá, y las ciudades de los de Zaculeu, de Chuvi-Miquiná, Xelahú, Chuvá-Tzac y Tzolohché. Estos pueblos aborrecían a Quicab. Él les hizo la guerra y ciertamente conquistó y destruyó los campos y ciudades de los rabinaleros, los cakchiqueles y los de Zaculeu, llegó y venció a todos los pueblos, y lejos llevaron sus armas los soldados de Quicab. Una o dos tribus no trajeron el tributo, y entonces cayó sobre todas las ciudades y tuvieron que llevar el tributo ante Quicab y Cavizimah. Los hicieron esclavos, fueron heridos y asaeteados contra los árboles y ya no tuvieron gloria, no tuvieron poder. Así fue la destrucción de las ciudades que fueron al instante arrasadas hasta los cimientos. Semejante al rayo que hiere y destroza la roca, así llenó de terror en un momento a los pueblos vencidos. Frente a Colché, como señal de una ciudad destruida por él, hay ahora un volcán de piedras, que casi fueron cortadas como con el filo de un hacha. Está allá en la costa llamada de Petatayub, y pueden verlo claramente hoy día las gentes que pasan, como testimonio del valor de Quicab. No pudieron matarlo ni vencerlo, porque verdaderamente era un hombre valiente, y todos los pueblos le rendían tributo. Y habiendo celebrado consejo todos los Señores, se fueron a fortificar las barrancas y las ciudades, habiendo conquistado las ciudades de todas las tribus. Luego salieron los vigías para observar al enemigo y fundaron a manera de pueblos en los lugares ocupados: -Por si acaso vuelven las tribus a ocupar la ciudad, dijeron cuando se reunieron en consejo todos los Señores. En seguida salieron a sus puestos. -Éstos serán como nuestros fortines y nuestros pueblos, nuestras murallas y defensas; aquí se probarán nuestro valor y nuestra hombría, dijeron todos los Señores cuando se dirigieron al puesto señalado a cada parcialidad para pelear con los enemigos. Y habiendo celebrado consejo todos los Señores, se fueron a fortificar las barrancas y las ciudades, -¡Id allá, porque ya son tierra nuestra! ¡No tengáis miedo si hay todavía enemigos que vengan a vosotros para mataros; venid aprisa a dar parte y yo iré a darles muerte!, les dijo Quicab cuando los despidió a todos en presencia del Galel y el Ahtzic-Vinac. Marcháronse entonces los flecheros y los honderos, así llamados. Entonces se repartieron los abuelos y padres de toda la nación quiché. Estaban en cada uno de los montes y eran como guardias de los montes, como guardianes de las flechas y las hondas y centinelas de la guerra. No eran de distinto origen ni tenían diferente dios, cuando se fueron. Solamente iban a fortificar sus ciudades. Salieron entonces todos los de Uvilá, los de Chulimal, Zaquiyá, Xahbaquieh, Chi Temah, Vahxalahuh, y los de Cabracán, Chabicac Chi Hunahpú, y los de Macá, los de Xoyabah, los de Zaccabahá, los de Ziyahá, los de Miquiná, los de Xelahuh, y los de la costa. Salieron a vigilar la guerra y a guardar la tierra, cuando se fueron de orden de Quicab y Cavizimah, que eran el Ahpop y el Ahpop Camhá, y del Galel y el Ahtzic Vinac, que eran los cuatro Señores. Fueron enviados para vigilar a los enemigos de Quicab y Cavizimah, nombres de los reyes, ambos de la Casa de Cavec, de Queemá, nombre del Señor de los de Nihaib, y de Achac-Iboy, nombre del Señor de los Ahau Quiché. Éstos eran los nombres de los Señores que los enviaron y despacharon cuando se fueron sus hijos y vasallos a las montañas, a cada una de las montañas. Fuéronse en seguida y trajeron cautivos, trajeron prisioneros a presencia de Quicab, Cavizimah, el Galel y el Ahtzic Vinac. Hicieron la guerra los flecheros y los honderos, haciendo cautivos y prisioneros. Fueron unos héroes los defensores de los puestos, y los Señores les dieron y prodigaron sus premios cuando aquéllos vinieron a entregar todos sus cautivos y prisioneros. A continuación se reunieron en consejo de orden de los Señores, el Ahpop, el Ahpop Camhá, el Galel y el Ahtzic-Vinac, y dispusieron y dijeron que los que allí estaban primero tendrían la dignidad de representantes de su familia. ¡Yo soy el Ahpop! ¡Yo soy el Ahpop Camhá!, mía será la dignidad de Ahpop ; mientras que la tuya, Ahau Galel, será la dignidad de Galel, dijeron todos los Señores cuando celebraron su consejo. Lo mismo hicieron los de Tamub y los de Ilocab ; igual fue la condición de las tres parcialidades del Quiché cuando nombraron capitanes y ennoblecieron por primera vez a sus hijos y vasallos. Tal fue el resultado de la consulta. Pero no fueron hechos capitanes aquí en el Quiché. Tiene su nombre el monte donde fueron hechos capitanes por primera vez los hijos y vasallos, cuando los enviaron a todos, cada uno a su monte, y se reunieron todos. Xebalax y Xecamax son los nombres de los montes donde fueron hechos capitanes y recibieron sus cargos. Esto pasó en Chulimal. Así fue el nombramiento, la promoción y distinción de los veinte Galel, de los veinte Ahpop, que fueron nombrados por el Ahpop y el Ahpop Camhá y por el Galel y el Ahtzic Vinac. Recibieron sus dignidades todos los Galel Ahpop, once Nim Chocoh, Galel Ahau, Galel Zaquic, el Galel Achih, Rahpop Achih, Rahtzalam Achih, Utzam-Achih, nombres que recibieron los guerreros cuando les confirieron los títulosy distinciones en sus tronos y asientos, siendo los primeros hijos y vasallos de la nación quiché, sus vigías, sus escuchas, los flecheros, los honderos, murallas, puertas, fortines y bastiones del Quiché. Así también lo hicieron los de Tamub e Ilocab ; nombraron y ennoblecieron a los primeros hijos y vasallos que había en cada lugar. Éste fue, pues, el origen de los Galel Ahpop y de las dignidades que existen ahora en cada uno de estos lugares. Así fue su origen cuando surgieron. Por el Ahpop y el Ahpop Camhá, por el Galel y el AhtzicVinac aparecieron.
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CAPÍTULO X El gobernador prende al curaca de Apalache El adelantado Hernando de Soto no estaba ocioso mientras el contador y capitán Juan de Añasco y los treinta caballeros que con él iban hacían el viaje que hemos dicho. Antes, sintiendo los indios de la provincia de Apalache, donde él estaba, con la ansia y cuidado que hemos visto de matar o herir a los castellanos, y que no perdían ninguna ocasión que para poderlo hacer de día o de noche se les ofrecía, pareciéndole que si pudiese haber a las manos al cacique cesarían luego las asechanzas y traiciones de sus indios, puso gran diligencia, en secreto, por saber dónde estaba el curaca, y, en pocos días, le trajeron nueva cierta que estaba metido en unas grandes montañas de mucha aspereza, donde, aunque no estaba más de ocho leguas del real, le pareció al cacique estar seguro, así por la mucha maleza y dificultad del camino, monte y ciénagas que en él había, como por la fortaleza del sitio y por la mucha y buena gente que para su defensa consigo tenía. Con esta nueva cierta quiso el general hacer la jornada por su propia persona y, tomando los caballos e infantes necesarios, guiado por las mismas espías, fue donde el cacique estaba y, habiendo caminado las ocho leguas en tres días y pasado mucho trabajo por las dificultades del camino, llegó al puesto. Los indios lo tenían fortificado en esta manera, en medio de un monte grandísimo y muy cerrado, tenían rozado un pedazo, donde el curaca y sus indios tenían su alojamiento. Para entrar a esta plaza tenían por el mismo monte abierto un callejón angosto y largo de más de media legua. Por todo este callejón, a trechos de cien a cien pasos, tenían hechas fuertes palizadas con maderos gruesos que atajaban el paso; en cada palenque había gente de guarnición, señalada por sí para que la defendiese. No tenían hecha salida para salir por otra parte de este fuerte por parecerles que el sitio, aunque los españoles llegasen a él, era de suyo tan fuerte, y la gente para su defensa tanta y tan valiente, que era imposible que lo ganasen. Dentro en él estaba el cacique Capasi, bien acompañado de los suyos, y ellos con ánimo de morir todos antes que ver su señor en poder de sus enemigos. Llegado el gobernador a la boca del callejón, halló la gente bien apercibida para su defensa. Los castellanos pelearon bravamente porque, como el callejón era angosto, no podían pelear más de los dos delanteros. Con este trabajo a puro golpe de espada, recibiendo muchos flechazos, ganaron la primera palizada y la segunda. Mas como fuese menester cortar las maromas de mimbres y otras sogas con que los indios tenían atados los maderos atravesados, mientras las cortaban, recibían mucho daño de los enemigos. Empero, con todas estas dificultades ganaron el tercer palenque y los demás hasta el último, aunque los indios pelearon tan obstinadamente que por la mucha resistencia que hacían, ganaban los españoles el callejón palmo a palmo hasta que llegaron donde estaba el curaca en lo desmontado. Allí fue grande la batalla porque los indios, viendo a su señor en peligro de ser muerto o preso, peleaban como desesperados y se metían por las espadas y lanzas de los españoles para los herir o matar cuando de otra manera no podían. Los cristianos, por otra parte, viendo tan cerca la presa que deseaban, por no perder lo trabajado, hacían peleando todo lo posible porque el cacique no se les fuese. En esta porfía y combate estuvieron mucho espacio indios y españoles, mostrando los unos y los otros la fortaleza de sus ánimos, aunque los indios, por falta de las armas defensivas, llevaban lo peor. El gobernador, que deseaba ver al cacique en su poder, sintiéndole tan cerca, peleaba por su persona como muy valiente soldado que era y, como buen capitán, animaba a los suyos nombrándolos a voces por sus nombres. Con lo cual los españoles hicieron grandísimo ímpetu e hirieron a los enemigos con tanta ferocidad y crueldad que casi los mataron todos. Los indios, habiendo hecho para gente desnuda más de lo que habían podido, esos pocos que quedaron, porque los españoles a vueltas de ellos no matasen al cacique, viendo que ya no podían defenderle, y también porque el mismo curaca a grandes voces se lo mandaba, soltaron las armas y se rindieron y, puestos de rodillas ante el gobernador, le suplicaron todos a una perdonase a su señor Capasi y a ellos mandase matar. El general recibió a los indios piadosamente y les dijo que a su señor y a todos ellos perdonaba la inobediencia pasada, con que adelante fuesen buenos amigos. El cacique vino en brazos de sus indios porque no podía andar por sus pies. Llegó a besar las manos al gobernador, el cual lo recibió con mucha afabilidad, muy contento de verlo en su poder. Era Capasi hombre grosísimo de cuerpo, tanto que, por la demasiada gordura y por los achaques e impedimentos que ella suele causar, estaba de tal manera impedido que no podía dar solo un paso ni tenerse en pie. Sus indios lo traían en andas doquiera que hubiese de ir, y lo poco que andaba por su casa era a gatas. Y ésta fue la causa de no haberse alejado Capasi más de lo que se apartó del alojamiento de los españoles, entendiendo que bastaba la distancia del sitio y la fortaleza de él, con la maleza del camino, para que le aseguraran de ellos, mas hallose engañado de sus confianzas.
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Del miedo que los indios tienen a los caballos A los 14 días del mes de enero, yendo caminando por entre lugares de indios de la generación de los guaraníes, todos los cuales los rescibieron con mucho placer, y los venían a ver y traer maíz, gallinas y miel y de los otros mantenimientos; y como el gobernador se lo pagaba tanta a su voluntad, traíanle tanto, que lo dejaban sobrado por los caminos. Toda esta gente anda desnuda en cueros, así los hombres como las mujeres; tenían muy gran temor de los caballos, y rogaban al gobernador que les dijese a los caballos que no se enojasen, por los tener contentos los traían de comer; y así llegaron a un río ancho y caudaloso que se llama Iguatu, el cual es muy bueno y de buen pescado y arboledas, en la rebera del cual está un pueblo de indios de la generación de los guaraníes, los cuales siembran su maíz y cazabi como en todas las otras partes por donde habían pasado, y los salieron a recebir como hombres que tenían noticia de su venida y del buen tratamiento que les hacían; y les trujeron muchos bastimentos, porque los tienen. En toda aquella tierra hay muy grandes piñales de muchas maneras, y tienen las piñas como ya está dicho atrás. En toda esta tierra los indios servían, porque siempre el gobernador les había buen tratamiento. Este Iguatu está de la banda del Oeste en 25 grados; será tan ancho como el Guadalquivir. En la ribera del cual, según la relación hobieron de los naturales, y por lo que vio por vista de ojos, está muy poblado, y es la más rica gente de toda aquella tierra y provincia, de labrar y criar, porque crían muchas gallinas, patos y otras aves, y tienen mucha caza de puercos y venados, y dantas y perdices, codornices y faisanes, y tienen en el río gran pesquería, y siembran y cogen mucho maíz, batatas, cazabi, mandubies, y tienen otras muchas frutas, y de los árboles cogen gran cantidad de nmel. Estando en este pueblo, el gobernador acordó de escrebir a los oficiales de Su Majestad, y capitanes y gentes que residían en la ciudad de la Ascensión, haciéndoles saber cómo por mandado de Su Majestad los iba a socorrer, y envió dos indios naturales de la tierra con la carta. Estando en este río del Piqueri, una noche mordió un perro en una pierna a un Francisco Orejón, vecino de Avila, y también allí le adolescieron otros catorce españoles, fatigados del largo camino; los cuales se quedaron con el Orejón que estaba mordido del perro, para venirse poco a poco; y el gobernador les encargó a los indios de la tierra que los favoresciesen y mirasen por ellos, y los encaminasen para que pudiesen venirse en su seguimiento estando buenos; y porque tuviesen voluntad de lo hacer dio al principal del pueblo y a otros indios naturales de la tierra y provincia muchos rescates, con que quedaron muy contentos los indios y su principal. En todo este camino y tierra por donde iba el gobernador y su gente haciendo el descubrimiento, hay grandes campiñas de tierras, y muy buenas aguas, ríos, arroyos y fuentes, y arboledas y sombras, y la más fértil tierra del mundo, muy aparejada para labrar y criar, y mucha parte de ella para ingenios de azúcar, y tierra de mucha caza, y la gente que vive en ella, de la generación de los guaraníes, comen carne humana, y todos son labradores y criadores de patos y gallinas, y toda gente muy doméstica y amiga de cristianos, y que con poco trabajo vernán en conoscimiento de nuestra santa fe católica, como se ha visto por experiencia; y según la manera de la tierra, se tiene por cierto que si minas de plata ha de haber, ha de ser allí.
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Cómo seguimos nuestro viaje y entramos en Boca de Términos que entonces le pusimos este nombre Yendo por nuestra navegación adelante, llegamos a una boca, como un río, muy grande y ancha, y no era río como pensamos, sino muy buen puerto, e porque está entre unas tierras e otras, e parecía como estrecho (tan gran boca tenía, que decía el piloto Antón de Alaminos que era isla) y partían términos con la tierra, y a esta causa le pusimos nombre Boca de Términos, y así está en las cartas del marear; y allí saltó el capitán Juan de Grijalva en tierra, con todos los más capitanes por mí nombrados, y muchos soldados estuvimos tres días sondando la boca de aquella entrada, y mirando bien arriba y abajo del ancón donde creíamos que iba e venía a parar, y hallamos no ser isla sino ancón, y era muy buen puerto; y hallamos unos adoratorios de cal y canto y muchos ídolos de barro y de palo, que eran dellos como figuras de sus dioses, y dellos de figuras de mujeres, y muchos como sierpes, y muchos cuernos de venados; e creímos que por allí cerca habría alguna población, e con el buen puerto, que sería bueno para poblar: lo cual no fue así, que estaba muy despoblado; porque aquellos adoratorios eran de mercaderes y cazadores que de pasada entraban en aquel puerto con canoas y allí sacrificaban, y había mucha caza de venados y conejos: matamos diez venados con una lebrela, y muchos conejos. Y luego, desque todo fue visto e sondado, nos tornamos a embarcar, y se nos quedó allí la lebrela, y cuando volvimos con Cortés la tornamos a hallar, y estaba muy gorda y lucida. Llaman los marineros a éste, puerto de Términos. E vueltos a embarcar, navegamos costa a costa junto a tierra, hasta que llegamos al río de Tabasco, que por descubrirle el Juan de Grijalva, se nombra ahora el río de Grijalva.
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Capítulo X De cómo Pizarro y Almagro anduvieron hasta el río de San Juan, adonde se acordó que el piloto Bartolomé Ruiz fuese descubriendo la costa al poniente y Almagro volviese por más gente Habiéndose ido a embarcar a los navíos los cristianos españoles con sus capitanes, para salir a descubrir la costa adelante, alzaron las áncoras y tendidas las velas partieron de allí y anduvieron hasta que llegaron a un río que llamaron de Cartagena, cercano al río de San Juan, y dicen que saltaron en tierra algunos españoles con sus rodelas y espadas en las canoas que llevaban, y que, dando de súbito en un pueblo de indios que estaba a la orilla del río de San Juan, tomaron cantidad de quince mil castellanos, poco más o menos, de oro bajo, y hallaron bastimentos, y prendiéronse algunos cautivos, con que dieron vuelta a las naves muy alegres y contentos en ver que comenzaban a dar en tierra rica de oro y con mantenimientos; mas todavía les daba pena en ver que la tierra era de una manera; llena de ríos y ciénagas con mosquitos, y que las montañas eran tan grandes y espantosas, que parecía que en algunas partes se escondían sus ramas entre las nubes, según eran altas; y determinaron de saltar en tierra y ver lo que había en ella y si hallaban más oro, que es la pretensión de los que de España venimos a estas Indias; habiéndose de anteponer a todo por dar a estas gentes noticia de nuestra sagrada religión. Con las canoas tomaron tierra los de los navíos, los indios daban a entender ser aquella comarca montañosa como veían, mas que bien adelante había otra tierra y otra gente. Quisieron andar para ver si podían, la tierra adentro, ver campaña, que era lo que deseaban, mas los ríos que hay son tantos, que no basta ni se puede andar si no es por agua, y así lo acostumbraban los naturales en canoas. Andan todos desnudos y moran en caneyes grandes de sesenta o setenta, más o menos, con sus mujeres y hijos, y éstos están desviados unos de otros. Alcanzan en muchas partes cantidad de oro fino y bajo. Escrito he más largo sobre esto en mi parte primera. Pues como viesen que no habría más remedio para descubrir la tierra adentro por los muchos ríos, como sobre ello hubiesen tenido su acuerdo, determinaron que los españoles con el capitán Francisco Pizarro quedasen allá, pues había maíz y raíces que comer y tenían las canoas para andar de una parte a otra, y que Diego de Almagro con aquel oro que se había hallado diese la vuelta a Panamá a recoger más gente, y el piloto Bartolomé Ruiz navegase la costa arriba todo lo que pudiese para ver qué tierra se descubría; y así se hizo, partiéndose Almagro a Panamá y Bartolomé Ruiz a descubrir la costa. Los que quedaron con Pizarro anclaban entre aquellos ríos bien mojados de agua, que continuo llueve, y de los ríos; no hallaban sino algunos caneyes de los dichos; maíz no les faltaba y había batatas y palmitos que era medio mal; pero los mosquitos no los dejaban, y, como siempre, había enfermos, moríanse algunos. El capitán pasó tanto en este descubrimiento, que por parecerme no bastara en lo encarecer, ni tener en mi escribir aquella audacia que requería temblándome la mano cuando aquí allegué considerándolo pasaré adelante, dejándolo para quien más que a mí compete; aunque no dejaré de decir que sólo españoles pudieron pasar lo que éstos pasaron. El piloto Bartolomé Ruiz, descubriendo por la costa, navegó hasta llegar a la isla del "Gallo", la cual dicen que halló poblada y aun los indios a punto de guerra, por el aviso que fue de unos a otros de cómo andaban los españoles por sus tierras, de donde pasó y anduvo hasta que descubrió la bahía que llamaron de San Mateo, y vido en el río un pueblo grande lleno de gente que, espantados de ver la nao, la estaban mirando creyendo que era cosa caída del cielo sin poder atinar qué fuese. La nao prosiguió su viaje y descubrió hasta lo que llaman Coaque, y andando más adelante por la derrota del poniente, reconocieron en alta mar venir una vela latina de gran bulto, que creyeron ser carabela, cosa que tuvieron por muy extraña, y como no parase el navío se conoció ser balsa, y arribando sobre ella, la tomaron; y venían dentro cinco indios, dos muchachos y tres mujeres, los cuales quedaron presos en la nave; y preguntábanles por señas dónde eran y adelante qué tierra había; y con las mismas señas respondían ser naturales de Túmbez, como era la verdad. Mostraron lana hilada y por hilar, que era de las ovejas, las cuales señalaban del arte que son, y decían que había tantas que cubrían los campos. Nombraban muchas veces a Guaynacapa y al Cuzco, donde había mucho oro y plata. De estas cosas y de otras decían tantas, que los cristianos que iban en el navío los tenían por burla, porque siempre mienten en muchas cosas de éstas que cuentan los indios; mas éstos en todo decían verdad. Bartolomé Ruiz, el piloto, les hizo buen tratamiento, holgándose por llevar tal gente, de buena razón y que andaban vestidos, para que Pizarro tomase lengua. Y andando más adelante descubrió hasta punta de Pasaos, de donde determinó de dar la vuelta a donde el capitán había quedado; y llegando saltó en tierra con los indios. El capitán lo recibió bien, holgándose con las nuevas que traía de lo que había descubierto. Los indios estaban firmes en lo que había contado; fue alegría, para los españoles que con Pizarro estaban, verlos y oírlos.
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CAPÍTULO X Domingo. --Misa. --Gran procesión. --Indios ebrios. --Jornada a Maxcanú. --Carrikoché. --Paisaje. --Llegada a Maxcanú. --Gruta de Maxcanú. --Entrada a un laberinto. --Alarma. --Súbita terminación. --Descubrimiento importante. --Resulta que el laberinto no es subterráneo. --Nuevos montículos. --Continuación de la jornada. --Gran vista. --Otro montículo. --Accidentes. --Pueblo de Opichen. --Vista de la sierra. --Más ruinas. --Vuelta a Uxmal. --Cambio de residencia. --Aumento a nuestra servidumbre doméstica. --Hermosa escena El día siguiente era domingo. La iglesia estaba henchida de concurrentes oyendo la misma mayor, las velas ardían y las ofrendas hechas subían ya a muchos medios. A las nueve de la mañana, las campanas se pusieron en movimiento anunciando la salida de la procesión, que es la escena final de la fiesta. La iglesia quedó vacía, y la plaza estaba animada con la muchedumbre que se daba prisa en colocarse en las filas de la procesión, o en buscar un sitio para verla pasar. Yo subí al tablado de los toros, y tuve un palco entero a mi disposición. El espacio exterior del circo estaba henchido. Venía primero una larga procesión de indios con velas encendidas; de allí seguía un asistente trayendo una gran fuente de plata cubierta de monedas, y presentándola a derecha e izquierda para recibir nuevas ofrendas. Conforme avanzaba éste, destacábase de la muchedumbre una mujer y echaba en la fuente dos reales, probablemente todo lo que poseía. En seguida apareció sobre unas andas, y, descollando sobre la muchedumbre de cabezas, la imagen que había atraído tanta veneración en la iglesia. Santiago Apóstol, a caballo, con su capa de escarlata bordada y pantalones de terciopelo verde con franjas de oro. En pos venía el cura; un clérigo gordo, de color bronceado y que parecía mestizo, trayendo a sus lados dos asistentes de caras prietas. Enfrente del sitio en que estaba yo, se detuvo la procesión, y convirtiéndose los clérigos a la imagen del santo entonaron un cántico. Concluido éste, siguió moviéndose la imagen y deteniéndose de cuando en cuando. Concluyó su marcha alrededor de la iglesia hasta que últimamente volvió a ser colocada en su altar. Así terminó la feria de Halachó y la fiesta de Santiago, que era la segunda que yo había visto desde mi llegada al país, exhibiendo ambas la poderosa influencia que las ceremonias de la iglesia ejercen en el ánimo del indio. En todo el Estado esa clase de habitantes paga una contribución anual de doce reales para el sostenimiento del cura, y se me dijo, además, que los indios en esta fiesta habían pagado, por salves, ochocientos pesos, quinientos por otros actos piadosos y seiscientos por misas; lo cual, si es cierto, forma una suma enorme, que sale de sus miserables salarios. Apenas se concluyó la fiesta, cuando casi toda la muchedumbre se puso en movimiento, preparándose para volver a sus respectivas residencias. A las tres de la tarde, todas las calles estaban cubiertas de gente, más o menos cargadas de los que habían venido, y algunas llevando en hombros al respetable cabeza de familia en un estado de brutal embriaguez; y aquí noté muy particularmente lo que ya antes había observado con frecuencia, a saber: que en medio de la usual embriaguez de los indios, era muy raro ver a una mujer en aquel estado. Era en verdad un espectáculo interesante ver a estas pobres mujeres, rodeadas de sus hijuelos, sosteniendo y guiando para casa a sus maridos ebrios. A las cuatro de la tarde me puse en marcha para Maxcanú, en compañía de D. Lorenzo Peón, hermano de D. Simón. El vehículo que nos llevaba era un carruaje muy usual en Yucatán, pero enteramente nuevo para mí, y se le llamaba carrikoché. Era un carro largo de dos grandes ruedas, cubierto de cortinajes de algodón para neutralizar la influencia del sol, y llevando extendido en el fondo un amplio colchón sobre el cual podían acostarse dos personas con toda comodidad; y, si se quería hacer el viaje sentado, sitio había para tres y aun cuatro viajeros. El carruaje era tirado de un solo caballo, trayendo atrás uno de remuda, gobernado por un postillón. El camino era ancho, llano y nivelado. Era el camino real entre Mérida y Campeche, y podría pasar en cualquier país como una buena carretera. Por todo él fuimos dejando atrás numerosas caravanas de indios que regresaban de la feria. Al cabo de una hora divisamos la sierra que en aquel punto atraviesa la península de Yucatán de oriente a poniente. Era agradable la vista de las colinas, y con la reflexión del sol, que iba a ponerse, sobre ellas, presentaban la más bella escena que yo hubiese visto en el país. En sólo una hora y veinte minutos llegamos a Maxcanú, distante doce millas de Halachó, y fue el más rápido viaje que yo hubiese hecho, antes y después, en Yucatán. La hacienda de D. Lorenzo estaba en aquellas cercanías, y tenía él una amplia casa en el pueblo, en la cual nos detuvimos. Mi objeto al ir a aquel pueblo había sido visitar la caverna de Maxcanú, y, cuando en la noche se hizo notoria mi intención, medio pueblo estaba listo a acompañarme; pero a la mañana siguiente mis voluntarios no vinieron, y vime reducido a los hombres que me había procurado D. Lorenzo. Con motivo del tiempo que consumí en reunir a estos hombres y en proporcionarme teas, cuerdas y otros útiles, no pude ponerme en marcha, sino hasta las nueve de la mañana. Nuestra dirección era al oriente, hasta que llegamos a la sierra. Subímosla a través de un pasaje cubierto de arboleda, y a las once llegamos a la boca, o más bien puerta de la cueva, situada como a una legua del pueblo. Tanto había ya oído hablar de cavernas, y me había llevado tan frecuentes chascos, que no era mucho lo que yo esperaba de ésta. Sin embargo, a la primera ojeada quedé satisfecho en cuanto al punto principal, a saber: que era, según y como se habían informado de su existencia, una caverna hecha a mano, o artificial. La cueva de Maxcanú tiene en aquellos alrededores una maravillosa y mística reputación. Llámanla los indios Satun Sat, que significa en español el perdedero, el laberinto, o lugar en que puede uno perderse. Sin embargo de su maravillosa reputación, y de su nombre, que él solo en cualquier otro país habría inducido a hacer una minuciosa exploración, es un hecho singular, el más característico que pudiera citarse para probar la indiferencia del pueblo en general a las antigüedades del país, que el Satun Sat jamás había sido examinado antes de que yo me presentase en sus puertas. Mi amigo D. Lorenzo Peón me habría facilitado cuanto yo pudiese apetecer para llevar adelante la exploración, fuera vez lo de acompañarme en la empresa. Algunas personas habían penetrado hasta alguna distancia, dejando atado un hilo por la parte exterior para guiarse; pero habían desistido de la empresa, y la creencia universal era que tal caverna contenía infinitos pasadizos sin término. En semejantes circunstancias ya no dejé de experimentar cierto grado de excitación cuando me detuve a la puerta. El solo nombre de la caverna me traía a la mente los clásicos recuerdos de aquellas estupendas obras de Creta y de las orillas del lago Moeris, que son tenidas hoy por fabulosas. Mi comitiva consistía en ocho hombres que se consideraban destinados expresamente a mi servicio, además de tres o cuatro supernumerarios, y todos juntos y reunidos formaban un grupo alrededor de la puerta. Todos ellos me eran desconocidos, a excepción del mayoral de Uxmal; y, como yo consideraba importante tener de la parte de fuera un hombre de confianza, dile la comisión de estacionarlo en la puerta con un rollo de hilo. Ateme una extremidad al puño izquierdo, y dejé a uno de los asistentes que encendiese una tea y me siguiese; pero rehusolo decididamente, y lo mismo hicieron todos los demás, el uno en pos del otro. Todos, en verdad, estaban muy bien dispuestos a sostener el rollo de hilo por la parte de fuera; y yo tenía mucha curiosidad de saber, y aun para el efecto tuve con ellos una seria conferencia sobre este interesante particular, si por ventura esperaban paga alguna por el importante servicio de verme entrar en la caverna, quedándose ellos parados a la puerta. De esa conferencia resultó en claro que uno esperaba su paga por haber ido a mostrar el sitio, otro por haber llevado agua, otro por el cuidado de los caballos y así los demás. Pero terminé de golpe la controversia con declarar que no pagaría a nadie un medio real; y mandando a todos que se alejasen de la puerta que estaban obstruyendo, indicándoles, conforme a sus aprensiones, que podía salir de allí alguna bestia feroz que tuviese en la cueva su madriguera, entré en ella con una vela encendida en una mano y una pistola en la otra. La entrada mira al occidente. La boca estaba cubierta de maleza, a cuyo través, habiendo penetrado, halleme en un pasadizo o galería estrecha, que, semejante en su construcción a todas las obras arquitectónicas del país, tenía las paredes lisas y el techo en forma de arco triangular. Este pasadizo tendría unos cuatro pies de ancho sobre siete de altura hasta la cúspide del arco. Corre al oriente y, como a seis u ocho varas de distancia, se cruza o más bien es detenido por otro que corre de norte a sur. Yo tomé primero el de la derecha, que guía al sur. A distancia de pocas varas hallé sobre el costado izquierdo de la pared una puerta enteramente obstruida, y como a treinta y cinco pies más allá terminaba el pasadizo, y abríase en ángulos rectos una puerta en la izquierda, que llevaba a otra galería, cuyo curso era exactamente al oriente. Seguila y a distancia de treinta pies hallé otra galería más, siempre sobre la izquierda, y que corría al norte; y todavía, al terminar ésta, había otra más de cuatro varas de longitud, que se terminaba en una pequeña apertura como de un pie cuadrado. Retrocediendo entonces, entré en la galería que había pasado, y que corría al norte ocho o diez varas. Al fin de ella había seis escalones de un pie de elevación y dos de latitud cada uno, que guiaban a otra galería que corre al oriente unas doce varas, en cuyo remate había otra sobre la derecha, de seis pies en dirección al norte. Este pasadizo se hallaba tapiado en la extremidad del norte, y, en una distancia como de cinco pies de este remate, abríase otra puerta que guiaba a un nuevo pasadizo con dirección al oriente. Como a cuatro varas, otra galería cruzaba a ésta en ángulos rectos corriendo al sur y al norte hasta la distancia de cuarenta y cinco pies, cuyas dos extremidades estaban enteramente tapiadas, y todavía a tres o cuatro varas más cruzaba otra galería también en dirección del norte y el sur. Esta última estaba tapiada en la extremidad del sur, pero la del norte daba entrada a otra galería de tres varas de largo con dirección al oriente. Ésta era cruzada por otra nueva galería, que corría al sur como tres varas hasta encontrarse tapiada, y ocho varas a norte, desde donde se volvía hacia el oeste. En la absoluta ignorancia del terreno, halleme dando vueltas por estos estrechos y oscuros pasadizos, que en efecto no parecían tener fin, y que con razón merecen el nombre de laberinto. Yo no estaba enteramente libre de la aprensión de encontrarme allí con algún animal salvaje, y mis movimientos eran precavidos. Entretanto, al cruzarse en los ángulos, el hilo podría enredarse. Los indios, movidos acaso por el temor de no recibir paga alguna, entraron al fin para aclarar tal vez este punto. Vislumbré sus teas en el preciso momento en que entraba yo en un nuevo pasadizo, y escuchaba un ruido que me hizo retroceder bruscamente, quedando ellos completamente derrotados y confundidos. El ruido procedía de una nube de murciélagos; y como tengo una especie de horror a estas aves equívocas, y el sitio por su estrechez y depresión era fatal para un encuentro semejante, era preciso inclinar profundamente la cabeza para evitar que chocasen aquellas alimañas contra la cara. Fue preciso moverse con mil precauciones para que la luz no se extinguiese. A pesar de todo, cada paso en el laberinto despertaba mi interés, y me traía a la memoria mis incursiones en las pirámides y tumbas de Egipto, y no podía menos de creer que estos pasadizos oscuros e intrincados me guiarían a algún amplio salón, o tal vez a un sepulcro regio. Belzoni y la tumba de Cephrenes con su sarcófago de alabastros bullían en mi cerebro, cuando súbitamente me encontré detenido, hallando un pasaje del todo obstruido. La techumbre se había desplomado, toda la tierra superior se había acumulado allí, y ya era absolutamente imposible seguir adelante. No estaba yo preparado para esta intempestiva terminación. Las paredes y las bóvedas eran tan sólidas y se hallaban en tan buen estado, que no me había ocurrido la posibilidad de un resultado semejante. Yo estaba seguro de ir hasta el fin y descubrir alguna cosa, y ahora me veía detenido sin conocer, como al principio, hacia dónde guiaban estos pasadizos, ni con qué objeto se habían construido. Mi primer impulso fue de no retroceder sino remover inmediatamente los escombros y abrirme paso; pero al punto se me presentó la imposibilidad de llevar a cabo una obra semejante: habría sido preciso que los indios llevasen la tierra hasta la parte exterior, y eso hubiera sido una operación interminable. Además, yo no tenía idea ninguna de qué magnitud sería aquella destrucción; por lo presente, al menos, nada podía hacerse. En medio de mi profundo disgusto por aquel chasco, como si intencionalmente hubiese detenido mis esperanzas, mostraba a los indios aquella mole de tierra diciéndoles que diesen punto a sus historias sobre aquel laberinto y su interminable extensión. En esos momentos de disgusto comencé a sentir, con más viveza, el calor excesivo y la estrechez del sitio, en lo que antes apenas había yo acatado; pero que ahora venía a ser casi insufrible por el humo de las teas y por la reunión de los indios, que obstruían los estrechos pasadizos. Todo lo que habría yo podido hacer, por poco satisfactorio que fuese, era trazar el plano de esta construcción subterránea. Llevaba conmigo un compás de bolsa; y a pesar del calor, del humo y del poco auxilio que los indios podían prestarme, sufriendo toda clase de molestias y cayendo sobre mi libro de memorias gruesas gotas de sudor, tomé mis medidas hasta la puerta. Permanecí fuera algunos momentos para respirar el aire fresco y volví a entrar de nuevo para explorar el pasadizo que quedaba a la izquierda de la puerta. Había yo caminado lo suficiente para sentir que renacían mis esperanzas con el prospecto de algún resultado satisfactorio, cuando otra vez volví a encontrarme con el mismo obstáculo, hallando obstruido el paso por la demolición de la bóveda. Tomé mis medidas y marqué las situaciones; pero por el excesivo calor y las molestias es probable que el plano no esté bien correcto y por tanto me abstengo de presentarlo. La descripción hecha podrá bastar al lector para formarse una idea general sobre el carácter de esa construcción. Al explorar la parte de la izquierda, hice un importante descubrimiento. En las paredes de uno de los pasadizos había un agujero de unas ocho pulgadas en cuadro, por donde entraba un rayo de luz. Acerqueme a mirar por él, y percibí algunas piernas rollizas y prietas, que evidentemente no pertenecían a los antiguos, y que con facilidad reconocí ser de mis dignos compañeros de incursión. Habiendo yo oído hablar de este sitio como de una construcción subterránea, y viendo, al llegar a la puerta, que la parte superior de ésta se hallaba escombrada, no se me ocurrió nada en contrario de aquel informe; pero, al examinar despacio la parte exterior, conocí que lo que yo había tomado por una formación irregular y caprichosa de la naturaleza, a modo de una ladera de colina, era realmente un montículo piramidal del mismo carácter general de cuantos hasta allí había yo visto en el país. Mandé a los indios que despejasen algo el terreno, y valiéndome de las ramas de un árbol subí hasta la parte superior. Allí existían las ruinas de un edificio de la misma clase que los demás. La puerta del laberinto, en vez de dar a la ladera de una colina, abríase sobre este montículo, y tenía ocho pies de elevación, según lo que pude juzgar por las ruinas que había en la base; y el laberinto, en vez de ser subterráneo, estaba realmente incorporado en dicho montículo. Hasta allí, nuestra impresión había sido la de que todos estos montículos eran una masa sólida compuesta de tierra y piedras, sin habitaciones interiores, ni fábricas de ninguna especie; y ese descubrimiento dio lugar a que se fijase en nuestro ánimo la idea de que todos los montículos, de que el país está sembrado por todas partes, contenían salones ocultos, presentando así un inmenso campo para la exploración y descubrimiento; y arruinados cual se encuentran los edificios situados en su cima, acaso sea esa la única vía que nos queda para conocer el pueblo que construyó esas ciudades arruinadas. Yo no sabía realmente qué partido tomar. Casi me sentía tentado a dar de mano todos los demás negocios que teníamos pendientes, enviar un expreso a mis compañeros, y no dejar el sitio hasta haber taladrado el montículo de parte a parte y descubrir todos sus secretos; pero ésta no era obra que podía hacerse de prisa, y determiné dejarla para otra mejor ocasión. Por desgracia, con la multitud de ocupaciones que nos retuvieron en otras partes lejanas del país, ya no tuve oportunidad de volver a la caverna de Maxcanú, que permanece aun con todo el misterio que la rodea, digno ciertamente de la empresa de algún futuro explorador; y no puedo menos que lisonjearme de que no está muy remoto el tiempo de ver aclarado ese misterio, y descubierto cuanto se halla en aquel montículo. En el relato que se me había hecho de la existencia de ese laberinto no se me habló de ninguna otra clase de ruinas; y probablemente tampoco hubiera sabido nada relativo a ellas. Cuando me hallaba en el sitio, si por casualidad, después de subir a la cúspide de ese montículo, no hubiese yo descubierto otros dos, a los cuales llegué, guiado de los indios a través de una milpa, no sin mucho trabajo y esfuerzo. Subí a ellos; y en la cúspide del uno existía un edificio de ochenta o cien pies de largo. Su fachada había caído, y dejaba expuesta a la vista la parte interior de la pared trasera con medio arco en el aire soportándose solo, por decirlo así. Los indios me llevaron a un cuarto montículo, y me dijeron que había otros más, difundidos en los bosques, pero todos en el mismo estado ruinoso. Teniendo yo en cuenta el excesivo calor y la obra desesperada que sería trepar a ellos, no creí que valiese la pena de ser visitados. Yo no vi piedra ninguna esculturada, si no fuesen aquéllas, a manera de artesas, que he mencionado, y a las cuales llaman pilas, aunque los indios persistían en decir que había muchas, aunque no sabían exactamente en dónde hallarlas. A las tres de la tarde seguí mi ruta para Uxmal. Por algún trecho el camino, que era un lecho de roca sobre el cual resonaban los cascos del caballo a cada pisada, se extendía a la falda de la sierra. Al salir a la parte superior de ésta, se nos presentó una de aquellas espléndidas vistas que se ofrecen de todas partes desde la cima de estas montañas: una inmensa llanura sembrada de árboles, interrumpida apenas, como una casilla de tablero, por el sitio que ocupaba la hacienda Santa Cruz. Descendimos al otro lado de la sierra, a cuyo pie estaba el camino real. Como una hora antes de oscurecer, y una legua antes de llegar al pueblo de Opichen, vi a la izquierda, cerca del camino, un elevado montículo con un edificio en la cima, que desde aquella distancia y a través de los árboles me pareció casi entero. Estaba en una milpa; y en aquel momento no me hallaba pensando en ruinas ciertamente, y acaso no hubiera visto éstas, si no hubiese sido por el claro que dejaba la milpa. Entregué las riendas de mi caballo al mayordomo, y encamineme al montículo; pero no era esta obra muy fácil. La milpa, según se estila en el país, estaba cercada de un valladar, que consistía en zarpas y espinas de seis, ocho o más pies de espesor, para formar una barrera contra los asaltos del ganado que vaga en los bosques. Al intentar salvar este obstáculo, quedé sumido hasta el pescuezo en medio de la barrera, y no pude penetrar en la milpa sino después de quedar rasguñado de las espinas. El montículo estaba a un lado de la milpa, enteramente aislado, y el edificio que lo coronaba conservaba en pie la parte baja hasta la cornisa. Sobre ésta el lienzo había caído; pero el techo existía aún, y toda la parte interior se hallaba entera. Nada se descubría desde la cima: más allá de la milpa, todo era una espesa floresta, y carecía yo de medios para descubrir lo que en ella había oculto. El sitio era silencioso y desolado: nadie había allí a quien pudiese dirigir pregunta alguna. Jamás había yo oído hablar de estas ruinas, hasta que las vi desde mi caballo, y tampoco supe nunca con qué nombre eran conocidas. A las seis y media llegamos al pueblo de Opichen. En el centro de la plaza había una inmensa fuente a donde concurrían las mujeres a extraer agua; y, a un lado de la misma plaza, había una familia mestiza, en cuya casa dos hombres estaban tocando la guitarra. Detuvímonos a tomar un jarro de agua, y siguiendo adelante a la pálida luz de la luna, llegamos a las nueve de la noche al pueblo de Muna, que, según podrá recordar el lector de mi obra precedente, fue la primera estación de nuestra jornada, cuando salimos de Uxmal para volver a nuestro país. A la mañana siguiente, muy temprano, continuamos nuestro viaje. Un poco más allá de la salida del pueblo cruzamos la sierra; la misma línea interrumpida y rocallosa, presentando de ambos lados la misma espléndida vista de una ilimitada llanura cubierta de bosques. Al cabo de una hora, a alguna distancia sobre nuestra izquierda, descubrimos las ruinas que se ven desde la casa del enano, y que son conocidas con el nombre indio de Xkooch. Cerca de cinco millas antes de llegar a Uxmal, vimos a la derecha otro montículo elevado. El espacio intermedio estaba cubierto de árboles, zarpas y maleza; pero logré llegar a él sin haberme apeado del caballo. En la cúspide había dos edificios como de dieciocho pies cada uno, cuyas paredes superiores de la fachada habían caído. En ambos, la parte interior se conservaba intacta. A las once de la mañana llegué a Uxmal. La extensión de mi jornada había sido de trece leguas, o treinta y nueve millas, porque, a pesar de haber variado mi ruta al regreso, no por eso aumenté la distancia; y con eso tuve ocasión de ver siete diferentes sitios de ruinas, recuerdos de ciudades que han pasado, y recuerdos de tal importancia, que ninguna de las ciudades construidas por los españoles en el país podría ofrecerlos mayores. Las ruinas de Uxmal se me presentaron a la vista como el suelo patrio, y las consideraba ahora con mayor interés que antes. Yo había descubierto ruinas de ciudades en más número del que yo esperaba; pero estaban destrozadas de manera, que de nada podían instruirnos; mientras que aquí, en Uxmal, aunque vacilando y a punto de desplomarse, estaban aún en pie esos monumentos vivos, más dignos que nunca de estudio e investigación y que acaso eran los únicos vestigios que pudiesen transmitir a la posteridad la imagen de una ciudad americana; a pesar de que no conocíamos otras ruinas más distantes, y cuya noticia había llegado a nosotros. Al acercarme, descubrí sobre la terraza, y en la parte exterior, nuestras camas con los mosquiteros a merced de los vientos, los baúles, cajas y fardos con cierta apariencia de un alzamiento del domicilio, por falta de puntualidad en el pago de los alquileres; pero cuando llegué, supe que mis compañeros estaban mudando de residencia. En el salón de tres puertas se habían considerado demasiadamente expuestos al rocío y al aire de la noche, y habían dispuesto trasladarse a otro departamento más pequeño, que era el penúltimo en el ala del sur, que tenía una puerta sola y podía mantenerse seco con mayor facilidad por medio del fuego. Hallándose entonces ocupados en limpiar el terreno en el momento de mi llegada, fui invitado a una consulta para decidir si las habitaciones necesitaban todavía de una nueva barrida. Después de una madura deliberación, quedó resuelto que sí la necesitaban; y todavía se extrajo de ellas más de media fanega de basura, lo que nos desanimó para proseguir adelante en la obra de barrer y limpiar más. Durante mi ausencia se había aumentado nuestra servidumbre doméstica con un sirviente enviado de Mérida por la activa bondad de la Sra. D.? Joaquina Cano. Era un mestizo oscuro, llamado Albino, gordo y chaparro y de unos ojos tan próximos a ser bizcos, que a primera vista se me figuró que era algún enfermo puesto en manos del doctor para ser operado. Bernardo y Chepa Chí permanecían aún con nosotros; el primero, en calidad de cocinero en jefe bajo la dirección del doctor, y Chepa, entregada activamente a la confección de las tortillas, en que tanto brillaba. A la tarde nos encontramos perfectamente acomodados en nuestro nuevo alojamiento; y continuamos con la precaución de encender fuego en un rincón para purificar el aire, y de mantenerlo en la parte de fuera durante la noche. Los arbustos y malezas cortados en la terraza, y secos al sol, servían de pábulo al fuego: las llamas iluminaban la espléndida fachada del gran palacio; y, cuando se extinguían, los pálidos rayos de luna se quebraban sobre ella penetrando por las grietas y hendiduras, y presentando una escena melancólicamente bella.
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Capítulo X De la gran ciudad del Cuzco y su descripción Ya que hemos tratado en los capítulos precedentes de este libro tercero del origen y dependencia de los indios, de la disposición de las provincias del Perú, de sus riquezas, gobierno y trato, viene bien hagamos memoria de las ciudades particulares del Reyno, para tener más noticia dél. La que esta historia pudiera dar y, aunque el día de hoy la Ciudad de los Reyes, la principal, de más autoridad y ostentación de todo el Perú, por la residencia de los visorreyes, Audiencias, Arzobispo e Inquisición, y otras circunstancias que la enoblecen todavía, me ha parecido hacer primero mención y tratar de la gran ciudad del Cuzco, pues fue Cabeza de estos reinos, y el día de hoy por privilegios reales tiene este título, y en las escrituras y contratos de los españoles la nombran con este renombre, y porque de ella salió toda la policía y urbanidad, que dieron los Yngas a las provincias que conquistaron, y en ella tuvieron su asiento, casa y corte y, en fin, fue cabeza de toda la monarquía de los Yngas. Está asentada la ciudad del Cuzco diez y siete grados más allá de la línea equinoccial, en la Sierra, y en el medio y corazón de todo el Perú, en un lugar algo hondo y frío, donde los inviernos son las lluvias continuas y a veces grandísimas, que causan lodos. Refieren los indios que, antes que Manco Capac entrase en ella y la poblase, se llamaba Acamama, y que tenía moradores naturales, los cuales se jactan de su antigüedad y nobleza. Después que Manco Capac fundó en ella el principio de su monarquía, la puso por nombre Cuzco. Otros dicen que hubo otro Ynga, sin el que fue el primero, llamado Cuzco Huanca, que la conquistó, y le puso su nombre llamándola Cuzco Huanca y, porque en ella estuvo el templo más famoso del Perú, consagrado al Sol, la ciudad fue también consagrada a él y dedicada como cosa propia. Después el valeroso Tupa Ynga Yupanqui le añadió su nombre, diciéndola Tupa Cuzco, que significa cosa resplandeciente, aludiendo que, como él resplandecía y se señalaba entre todos los Yngas que hasta allí había habido. Así la ciudad del Cuzco, sería señalada y estimada en todo su señorío. Otros difieren diciendo que, por ser consagrada al Sol, la llamaron Cuzco, porque este nombre significa cosa resplandeciente en la lengua quichua. De cualquiera manera que ello sea, fue la ciudad más rica de tesoros de oro y plata, que hubo en el Perú, y la más famosa y temida dél, y donde hicieron su asiento los Yngas. La población no fue muy extendida, pero grandísima en el número de gente que en sí encerrava, porque en cada casa había tres y cuatro moradores; y así era un hormiguero de gente. La causa fue, que de todas las provincias del Reino concurrían a ella como patria común, de la manera que el día de hoy la villa de Madrid; de todos lo Reinos de la majestad del rey de España concurren a ella a negocios, pleitos y pretensiones; así al Cuzco, en tiempo de su monarquía, los moradores della fueron la gente más ilustre y cortesana de todo el Perú, por ser yngas orejones, todos de casta real. El lenguaje, el más puro y acendrado del Reino, y en él se habló la lengua quichua con la mayor elegancia y pulidez que en ningún pueblo. Los edificios antiguos dél fueron hechos de piedra de cantería: labradas con sumo artificio y trabajo, por no tener los ingas los instrumentos que en Europa se usaban, para componer y cortar las piedras. Las calles eran angostas. Engrandeció mucho esta ciudad el templo famoso y tan celebrado de Curicancha que, como dijimos, quiere decir "corral de oro", por la riqueza de oro y plata que en él había, los muchos ministros y sirvientes que atendían al servicio del Sol, a quien era dedicado, y la infinidad de ídolos y huacas que en él había y en otros templos de menor nombre. También el edificio de la fortaleza, que está en un lugar alto y eminente, sin duda, da muestras del ánimo generoso y real de los Yngas, porque las piedras que están en sus cercas y torres de tan disforme grandeza, que apenas la imaginación alcanza cómo allí pudieron ser traídas de fuera, pues no tenían bueyes ni carretas, ni la disposición del lugar consentía poderse traer. Es de suerte que todos los edificios modernos que después se han hecho en la ciudad por los españoles, han salido de la piedra de allí, aunque a las piedras grandes y toscas no han llegado, por no poder llevarlas a otro lugar sin costa excesiva e infinito trabajo de los indios. Otra fortaleza tiene esta ciudad, más abajo de ésta, que la enseñorea, la cual hizo el virrey don Francisco de Toledo, con ánimo de que hubiese en ella presidio y guarnición para defensa de la ciudad, y después ha parecido no ser necesario, y es habitación y morada de don Melchor Carlos Ynga, bisnieto de Guaina Capac, de quien tenemos hecha mención. Esta ciudad dividió el Ynga Manco Capac en dos parcialidades: una dicha Hanan Cuzco y otra Hurin Cuzco. La primera significa Barrio de arriba, y la segunda Barrio de abajo. A este tono y traza, hizo la división en todo el Reino, que hay en los pueblos y repartimientos dos parcialidades: una de hanansayas y otra de huripisayas. Los orejones e indios que vivían en la parte de arriba, y eran Hanan cuzcos, fueron siempre más en número, más ricos y estimados que los de Urin Cuzco. Las calles estaban repartidas con estos nombres: la principal y mayor se decía Capac ayllo, porque en ella vivían los del linaje del Ynga y los más favorecidos y allegados. La segunda se llamo ynacapanaca. La tercera Cuzco panaca; la cuarta ancayllipanaca, la quinta vica quirau panaca. Todas estas calles tenían sus capitanes, todos del linaje de los Yngas, unos descendientes de unos Yngas, y otros de otros. Mandó que ninguno pudiese entrar en la ciudad después del sol puesto, ni salir della antes que el sol se mostrase, porque así se supiese y conociese quién entraba y salía, como ya queda dicho en la vida de Manco Capac. Tuvo esta ciudad una plaza grandísima y, por serlo tanto, está hoy dividida en dos, y en medio una calle dividida, que por el un lado y el otro tiene muchas casas y tiendas de mercaderes, y han quedado dos plazas medianas de muy buena proporción, la una llamada Aucay Pata, donde está la iglesia mayor, a un lado y al otro la iglesia de la Compañía de Jesús. La otra plaza se llama Cusipata, que significa Plaza de Regocijo, porque allí se lidian los toros y juegan cañas. En ella está el convento de Nuestra Señora de las Mercedes, que fue el primero que se fundó en el Cuzco, y las casas del Corregidor y Cabildo. Entrambas plazas tienen hermosos portales de piedra, donde la gente se recoge cuando llueve. En tiempo que poseyeron esta ciudad los Yngas y el día de hoy, era esta plaza y plazas el mercado público de los indios, donde había infinitos y los hay, que traían a vender de fuera sus mercaderías de ropa de cumbi, y ahuasca y de algodón, hilados de pelos de vicuñas, volatería, de caza, carne. Vendíase otro cazabe, oro, plata, cobre, plomo. Allí estaban los boticarios, que traían yerbas para curar, y los médicos. Hoy se venden las mismas cosas y, sobre todo, la coca tan estimada de los indios, en cestos y por menudo, y regaladísimas frutas de Castilla y de la tierra, traídas de partes lejanas, de manera que es abundantísima de todos los mantenimientos necesarios a la vida humana. Las aguas que tiene y tuvo el Cuzco, no son para desechar, porque la de Colque Machacuay, que significa culebra de plata, y está fuera del Cuzco, encima de la parroquia de Santiago, es dulcísima, sabrosa y delgada. Dicen se llamó este nombre, por haber visto allí un Ynga dos culebras muy grandes, como queda ya dicho en el capítulo ochenta y nueve del primer libro. Otra fuente tiene y fuentes el Cuzco de muy regalada agua, que se trae en caños de fuera de la ciudad, y dicen Ticatica. Sin éstas hay otras de aguas salobres, que para el servicio de las casas, y para hacer la chicha, que es bebida ordinaria de los indios, es muy apropiada. Leña no la alcanza en cinco leguas a la redonda, y así se padece necesidad, porque se trae del valle de Yucay, que es regaladísimo y fertilísimo de todas las frutas de Castilla, donde se dan los duraznos, peras y manzanas en tanta multitud, que se pudieran cargar flotas de ellas. Esta ciudad, el día de hoy, tiene Iglesia Catedral, donde hay obispos y prebendados, dignidades, canónigos y racioneros. El obispado era de los más ricos de renta del Perú, hasta que se dividiesen los obispados de Arequipa y Guamanga. Ha tenido siempre prelados de grandísima integridad de vida y celosísimos del bien de los indios. El primero fue don Juan Solano, el segundo don Sebastián de Lartau, que hoy en día le llaman el santo obispo. El tercero, don Fray Gregorio de Montalvo, del orden de predicadores, doctísimos entrambos en letras sagradas. El cuarto, don Antonio de Raya, prelado severísimo en castigar delitos. El quinto don Fernando de Mendoza, también severo, y de la Compañía del nombre de Jesús. Hay Corregidor, que provee su Majestad desde España, y siempre han sido caballeros de mucha calidad y de hábitos y prudencia. El Cabildo elige cada año dos alcaldes: uno, de los vecinos y feudatarios, y otro, de los ciudadanos, que llaman de los soldados, y también juez de naturales, que sólo atiende al bien de los indios y a determinar sus causas. Hay alcaldes de la Hermandad, que corren su distrito, castigando los delitos que en el campo y despoblados se cometen por la gente baldía y holgazana. En esta ciudad poblaron, al principio, los vecinos más ricos y de más nombre de todos los conquistadores, y así hay en ella ochenta feudatarios, señores de encomiendas, y con situaciones en repartimientos de indios y en la caja real de mercedes, que Su Majestad les ha hecho por los servicios de sus padres y abuelos, que conquistaron el Reino. Entre ellos muchos caballeros de noble sangre y calidad con hábitos, hacendados y riquísimos. Pertenecen a la jurisdicción del Cuzco y a su distrito, diez y ocho corregimientos de indios, como son el de Andaguaillas la grande, el de Aymaraes y Quichuas, Parinacochas, y Pumatambos, Abancay, Cotabambas y, Umasaiuas, Chumvibilcas, Chillques y Masques, Villcabamba, el de Yucay, el famoso de los Andes, el de Quiquijana, de Canas y Canchis, y los dos del Collao, de Omasuyo y de Urcusuyo, y la de Caja y otros. Hay en esta ciudad para su bien espiritual seis conventos de religiosos, uno de Santo Domingo, que está fundado en el lugar donde fue el famoso Templo del Sol, y donde se deservía al Hacedor del mundo, dando la honra a él debida, a su hechura hoy es ensalzado y honrado el Omnipotente Dios; dos conventos de San Francisco, uno de la observancia y otros de descalzos, otro dedicado al gran doctor de la Iglesia Agustín; otro hay, famosísimo de Nuestra Señora de las Mercedes, donde está una imagen de la Soledad, que hace muchísimos milagros, como es patente a todos. Otro de la Compañía de Jesús, donde se lee gramática y casos de conciencia, y en el de Nuestra Señora de las Mercedes, gramática, artes y dos lecciones, cada día, de Teología. Hay un colegio-seminario, que fundó el obispo don Antonio Raya, donde se crían muchas plantas, para que salgan de allí a la predicación del Evangelio. Demás destos, dos monasterios de monjas, uno de Santa Clara, antiquísimo, y de grandes siervas de Dios, otro de Santa Caterina de Seria que, huyendo sus monjas de la destrucción de la ciudad de Arequipa, donde habían fundado, se recogieron a esta ciudad, donde fueron amparadas y ayudadas del obispo don Antonio de Raya, que gastó en ello muchos millares de ducados, y todo el común y caballeros de la ciudad. Hay un hospital de indios con muy gruesa renta, donde se curan cuantos allí entran. Hay otro hospital de españoles, que fundaron los montañeses, y sustentan a su costa y con su limosna cada año huérfanas y dando de comer a los pobres de la cárcel. Rodean el Cuzco siete riquísimas parroquias de indios: de San Sebastián, San Blas, San Cristóbal, Santa Ana, Belén, Santiago y Nuestra Señora de la Candelaria, que es la del hospital, las cuales se dan ordinariamente a cantores famosos que las sirvan, y con muy gruesos estipendios, que acuden a la iglesia Catedral, la cual siempre ha sido la más célebre y de mejor música de todo el reino, aunque siempre trae competencia con la Ciudad de la Plata. Es gloria ver los indios del Cuzco con cuánta devoción acuden a sus sermones y a oír misa todos los días, a frecuentar los santos sacramentos de la confesión y eucaristía, y ganar jubileos, fundando cada día cofradías con título del Niño Jesús y de Nuestra Señora y de otros santos, haciendo sus fiestas con gran decencia y solemnidad, dando de comer a pobres los días de ellas, de suerte que, donde tuvo su nido y asiento la idolatría, y el demonio su trono más levantado, hoy es reverenciado, temido y adorado el nombre dulcísimo de Jesucristo, y su fe católica y Evangelio promulgado, creído y recibido. A él sea la honra; Amén. Capítulo XI De las fiestas que se hicieron en la ciudad del Cuzco al nacimiento del Príncipe don Phelipe, año de mil y seisentos y seis Falta.
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CAPÍTULO X Sale la señora de Cofachiqui a hablar al gobernador y ofrece bastimento y pasaje para el ejército Poco después que los indios dieron la nueva en el pueblo, salieron seis indios principales, que, a lo que se entendió, debían ser regidores. Eran de buena presencia y casi de una edad de cuarenta a cincuenta años, los cuales entraron en una gran canoa y con ellos otros indios de servicio que la guiaban y gobernaban. Puestos los seis indios ante el gobernador, hicieron todos juntos a una tres diversas y grandes reverencias: la primera al Sol, volviéndose todos al oriente, y la segunda a la Luna, volviendo los rostros al occidente, y la tercera al gobernador, enderezándose hacia donde él estaba. El cual estaba sentado en una silla que llaman de descanso, que solían llevar siempre doquiera que iba, en que se asentase y recibiese los curacas y embajadores con la gravedad y ornamento que a la grandeza de su cargo y oficio convenía. Los seis indios principales, hecho el acatamiento, la primera palabra que hablaron fue decir al gobernador: "Señor, ¿queréis paz o guerra?" Y, porque sea regla general, es de saber que en todas las provincias que el gobernador descubrió, siempre, al entrar en ellas, le hacían esta pregunta a las primeras palabras que le hablaban. El general respondió que quería paz y no guerra y les pedía solamente paso y bastimento para pasar adelante a ciertas provincias en cuya demanda iba, y que, pues sabían que la comida era cosa que no se podía excusar, le perdonasen la pesadumbre que en dársela podían recibir y les rogaba le proveyesen de balsas y canoas para pasar aquel río y le hiciesen amistad mientras caminasen por sus tierras, que él procuraría darles la menos molestia que pudiese. Los indios respondieron que aceptaban la paz y que, en lo de la comida, ellos tenían poca porque el año pasado en toda su provincia habían tenido una gran pestilencia con mucha mortandad de gente de la cual sólo aquel pueblo se había librado, de cuya causa los moradores de los demás pueblos de aquel estado se habían huido a los montes y no habían sembrado y que, con ser pasada la peste, aún no se habían recogido todos los indios a sus casas y pueblos; y que eran vasallos de una señora, moza por casar, recién heredada; que volverían a darle cuenta de lo que su señoría pedía, y, con lo que respondiese, le avisarían luego, y entretanto esperase con buena confianza porque entendían que su señora, siendo como era mujer discreta y de pecho señoril, haría en servicio de los cristianos todo lo que le fuese posible. Dichas estas razones y habida licencia del gobernador, se fueron a su pueblo y dieron aviso a su señora de lo que el capitán de los cristianos les había pedido para su camino. Apenas pudieron haber dado los indios la embajada a su señora cuando vieron los castellanos aderezar dos grandes canoas y entoldar una de ellas con grande aparato y ornamento, en la cual se embarcó la señora del pueblo y ocho mujeres nobles que vinieron en su compañía, y no se embarcó más gente en aquella canoa. En la otra se embarcaron los seis indios principales que llevaron el recaudo, y con ellos venían muchos remeros que bogaban y gobernaban la canoa, la cual traía a jorro la canoa de la señora, donde no venían remeros ni hombre alguno sino las mujeres solas. Con este concierto pasaron el río y llegaron donde el gobernador estaba. Auto es éste bien al propio semejante, aunque inferior en grandeza y majestad, al de Cleopatra cuando por el río Cindo, en Cilicia, salió a recibir a Marco Antonio, donde se trocaron suertes de tal manera que la que había sido acusada de crimen lesae maiestatis salió por juez del que la había de condenar, y el emperador y señor, por esclavo de su sierva, hecha ya señora suya por la fuerza del amor mediante las excelencias, hermosura y discreción de aquella famosísima gitana, como larga y galanamente lo cuenta todo el maestro del gran español Trajano, digno discípulo de tal maestro; del cual, pues, se asemejan tanto los pasos de las historias, pudiéramos hurtar aquí lo que bien nos estuviera, como lo han hecho otros del mismo autor, que tiene para todos, si no temiéramos que tan al descubierto se había de descubrir su galanísimo brocado entre nuestro bajo sayal. La india señora de la provincia de Cofachiqui, puesta ante el gobernador, habiéndole hecho su acatamiento, se sentó en un asiento que los suyos le traían y ella sola habló al gobernador sin que indio ni india de las suyas hablase palabra. Volvió a referir el recaudo que sus vasallos le habían dado y dijo que la pestilencia del año pasado le había quitado la posibilidad del bastimento que ella quisiera tener para mejor servir a su señoría, mas que haría todo lo que pudiese en su servicio y, para que lo viese por la obra, luego de presente ofrecía una de las dos casas que en aquel pueblo tenía de depósito con cada seiscientas hanegas de zara que había hecho recoger para socorrer los vasallos que de la peste hubiesen escapado, y le suplicaba tuviese por bien de dejarle la otra por su necesidad, que era mucha, y que, si adelante su señoría hubiese menester maíz, que en otro pueblo cerca de allí tenía recogidas dos mil hanegas para la misma necesidad, que de allí tomaría lo que más quisiese y para alojamiento de su señoría desembarazaría su propia casa y para los capitanes y soldados más principales mandaría desocupar la mitad del pueblo y para la demás gente se harían muy buenas ramadas en que estuviesen a placer, y que, si gustaba de ello, le desembarazarían todo el pueblo y se irían los indios a otro que estaba cerca, y, para pasar el ejército aquel río, se proveerían con brevedad balsas y canoas de madera, que para el día siguiente habría todo recaudo de ellas, porque su señoría viese con cuánta prontitud y voluntad le servían. El gobernador respondió con mucho agradecimiento a sus buenas palabras y promesas y estimó en mucho que, en tiempo que su tierra pasaba necesidad, le ofreciese más de lo que le pedía. En correspondencia de aquel beneficio dijo que él y su gente procurarían pasarse con la menos comida que ser pudiese por no darle tanta molestia y que el alojamiento y las demás provisiones estaban muy bien ordenadas y trazadas, por lo cual, en nombre del emperador de los cristianos y rey de España, su señor, lo recibía en servicio para gratificárselo a su tiempo y ocasiones, y de parte de todo el ejército y suya, lo recibía en particular favor y regalo para nunca olvidarlo. Demás de esto hablaron en otras cosas de aquella provincia y de las que había por la comarca, y a todo lo que el gobernador le preguntó respondió la india con mucha satisfacción de los circunstantes, de manera que los españoles se admiraban de oír tan buenas palabras, tan bien concertadas que mostraban la discreción de una bárbara nacida y criada lejos de toda buena enseñanza y policía. Mas el buen natural, doquiera que lo hay, de suyo y sin doctrina florece en discreciones y gentilezas y, al contrario, el necio cuanto más le enseñan tanto más torpe se muestra. Notaron particularmente nuestros españoles que los indios de esta provincia, y de las dos que atrás quedaron, fueron más blandos de condición, más afables y menos feroces que todos los demás que en este descubrimiento hallaron, porque en las demás provincias, aunque ofrecían paz, y la guardaban, siempre era sospechosa, que en sus ademanes y palabras ásperas se les veía que la amistad era más fingida que la verdadera. Lo cual no hubo en la gente de esta provincia Cofachiqui, ni en la Cofaqui y Cofa, que atrás quedan, sino que parecía que toda su vida se habían criado con los españoles, que no solamente les eran obedientes, mas en todas sus obras y palabras procuraban descubrir y mostrar el amor verdadero que les tenían, que cierto era de agradecerles que con gente nunca jamás hasta entonces vista usasen de tanta familiaridad.
contexto
CAPÍTULO X Partida de Xlahpak. --Ranchos de azúcar. --Hacienda de Halalsak. --Cultivo de la caña de azúcar. --Otro rancho. --Su agradable apariencia. --Establecimiento del señor Trejo. --Un pozo. --Árboles de ceiba. --Continuación de la jornada. --Pueblo de Iturbide. --Su formación y rápido aumento. --Un conocido. --Atenciones opresoras. --Iris lunar. --Apariencias del pueblo. --Montículo de ruinas. --Visita a las ruinas de Cibinocac. --Un pozo. --Amplio edificio. --Escolta perezosa. --Un huésped apurado. --Vuelta al pueblo. --Un emigrante en prosperidad. --Una comida. --Práctica médica. --Deplorable situación del país con respecto a auxilios medicales. --Segunda visita a las ruinas. --Frente de un edificio. --Estructuras cuadrangulares. --Pintura interesante. --Un pozo antiguo. --Montículos. --Vestigios de una gran ciudad El martes 24 de febrero nos pusimos en marcha y dejamos las ruinas de Xlabpak. Una estrecha vereda nos condujo al camino real, en cuyo trayecto encontramos varios ranchos pequeños, en que se cultiva la caña de azúcar. A las once de la mañana llegamos a la hacienda Halalsak, cuya apariencia, después de los pocos días pasados en el interior de las florestas, era halagadora y muy atractiva: allí nos detuvimos a pedir agua para nuestros caballos. El dueño nos hizo desmontar, envió los caballos a una aguada y nos obsequió con algunas naranjas que tomó del árbol, haciéndolas pelar y cortar en pequeñas rebanadas cubiertas de azúcar. Díjonos que su establecimiento no podía entrar en comparación con el del señor Trejo, distante de allí una legua, a cuyo individuo, en su concepto, debíamos conocer y en cuya casa, sin duda, nos detendríamos algunos pocos días. No recordando haber oído hablar nunca del señor Trejo, en verdad que no habíamos formado anticipadamente semejante intención; pero, a la cuenta, el señor Trejo debía ser conocido de todo el mundo, y de nosotros en particular, e inferimos, en consecuencia, que debíamos honrarle con una visita a nuestra pasada. Este caballero tenía cuarenta criados empeñados en el cultivo de la caña de azúcar. Al entrar en la región en que se cultiva este precioso artículo, me parece bien indicar que Yucatán puede presentar ventajas para semejante cultivo, no por cierto en el interior por lo costoso de su traslación, sino a lo largo de las costas, supuesto que toda la línea desde Campeche hasta Tabasco es muy buena para aquel cultivo, desde donde estará al alcance de los mercados extranjeros. Las principales ventajas consisten, primero, en que no hay que emplear el trabajo de los esclavos, y, segundo, en consecuencia, de que no se necesita de grueso capital para la compra de ellos. En Cuba y la Luisiana el plantador tiene que contar entre sus gastos el interés del capital invertido en la compra de esclavos y el costo de su manutención; mientras que en Yucatán no tiene que desembolsar ese capital: el trabajo del indio, según afirman personas competentes que lo han comparado con el del negro de Cuba, es el mismo que el de éste, y, dando ocupación constante a los indios, puede cualquiera procurarse el número de ellos que apetezca a razón de un real diario, que es menos del interés del costo de un negro, y menos que el gasto de mantenerlo, aun cuando no costase nada. Prosiguiendo nuestra jornada, como a la legua llegamos a otro rancho, que habría podido acreditarse en cualquier país por su hermosura y perfecto arreglo. Dirigímonos a una plaza en cuyo centro descollaban algunas corpulentas ceibas, y cuyos lados se hallaban decorados de muy bonitas casas blancas, y a la puerta de una de ellas vimos un caballo y un carro, señal notoria de civilización, que no habíamos encontrado hasta allí en toda aquella región. Este rancho no podía ser otro que el del señor Trejo. Detuvímonos a la sombra, y el señor Trejo salió de la casa principal, mandó a sus criados que tomasen nuestros caballos, y nos dijo que hacía algunos días que estaba esperándonos. No dejó de sorprendernos algún tanto la especie; pero, como no sabíamos de cierto qué clase de probabilidades podríamos hallar de proporcionarnos aquel día modo de comer, nada le dijimos en contra. Entrado después en la casa, echámonos en unas espléndidas hamacas, y entonces añadió el señor Trejo que no necesitábamos de las recomendaciones del cura Rodríguez de Xul para ser bien recibidos, pues que nosotros mismos nos recomendábamos. Esto presentaba la llave para resolver aquel misterio. En efecto, el cura Rodríguez nos había dado una carta dirigida a cierto individuo que vivía por aquel rumbo, y accidentalmente la habíamos dejado en uno de los puntos anteriores, no conociendo la persona a quien se dirigía; pero entonces recordamos que el cura, al hablar de él, había dicho deliberadamente, y como marcando la plena importancia de sus palabras, que el tal individuo era rico y amigo suyo; y también recordamos que el cura había tenido la franqueza de leernos la carta antes de ponerla en nuestras manos, y en ella, para no comprometerse con su rico amigo, nos recomendaba como muy dignos de los buenos oficios del señor Trejo y como muy capaces de pagar todos nuestros gastos y costas; pero nosotros teníamos motivos para creer que el buen cura había quebrantado los usos de otros pueblos más civilizados, y que sus avisos privados habían dado una interpretación más liberal a su precavida recomendación pública. Sea de esto lo que fuese, ello es que la conducta del señor Trejo nos hizo conocer que no había reserva ninguna en su franca hospitalidad; y, cuando pedimos que se nos sirviese inmediatamente una limonada, no vacilamos en indicar que se añadiese a ella un par de pollos cocidos con su poco de arroz por encima. Mientras se preparaba todo esto, el señor Trejo nos condujo a echar una ojeada a su establecimiento. Había allí grandes ingenios para la elaboración del azúcar y un alambique para destilar el aguardiente: en el patio existía una vasta colección de enormes cerdos negros durmiendo la siesta en un gran charco de lodo, muchos de ellos con sus enormes hocicos fuera del agua; sublime espectáculo por cierto para quien estuviese inmediatamente interesado en la lonja y manteca de aquellos animales; y el señor Trejo nos dijo que en aquella tarde misma deberían llegar ciento más, iguales en tamaño a los que ya estaban allí, a luchar por su porción de lecho. Para nosotros los principales objetos de interés estaban en la plaza, y consistían en un pozo cavado hasta la profundidad de cerca de seiscientos pies, sin haber echado agua, y en las grandes ceibas que había plantado el mismo señor Trejo, siendo la más antigua de doce años apenas, que aparecía más extraordinaria por su rápido desarrollo, que la otra que habíamos visto anteriormente en Ticul. A las cuatro de la tarde proseguimos nuestra jornada, y al oscurecer pasamos por unas miserables cabañas situadas en los suburbios del pueblo nuevo de Iturbide, que es el punto avanzado de la civilización, a donde ésta va refluyendo y que podría llamarse el Chicago de Yucatán. No vaya a figurarse el lector que el país a cuyo través viajábamos se encontraba recargado de población, pero en ciertos puntos, y principalmente en el distrito de Nohcacab, el pueblo considerábalo así. Agobiados y oprimidos por los grandes propietarios de terrenos, muchos de los emprendedores labriegos de este distrito determinaron buscar en las selvas una nueva patria: despidiéronse de sus parientes y amigos, y después de un viaje de dos días y medio llegaron a las fértiles tierras de Cibinocac, que desde tiempo inmemorial era un rancho de indios. Allí las tierras pertenecían al gobierno, y cada vecino pudo tomar el pedazo que mejor le convenía, presentándosele un objeto de labor y una oportunidad de extender sus empresas, que ya no le ofrecía la demasiado poblada región de Nohcacab. Mucho antes de llegar a Iturbide, ya habíamos oído hablar de este pueblo nuevo y de su rápido aumento. En cinco años la población había crecido desde veinticinco hasta mil quinientos, o mil seiscientos; y, sin embargo de que nosotros estábamos familiarizados con los nuevos países y mágicas ciudades que se improvisan en nuestras selvas y bosques, no dejamos de considerar este objeto con cierta curiosidad e interés. La entrada se hacía por una calle prolongada, a cuya cabeza, y al desembocar por la plaza, vimos un grupo que podía pasar en aquel país por una turba, signo de cierta vida y actividad que no era muy frecuente en los pueblos más antiguos; pero al acercarnos, echamos de ver que aquel grupo se mantenía estacionario; y luego que llegamos nos convencimos que, conforme a una costumbre vespertina del pueblo, todos los principales vecinos estaban reunidos alrededor de una mesa de naipes jugando al monte; malísimo síntoma por cierto, pero estos atrevidos labradores ostentaban un buen rasgo de carácter en la misma profunda atención que mostraban sobre el negocio que traían entre manos. Echaron una mirada sobre nosotros al tiempo de pasar, y continuaron el juego. Al salir del grupo, sin embargo, algunos de los que estaban menos empeñados en aquel asunto salieron a nuestro encuentro. Entre éstos se hallaba uno que se titulaba conocido nuestro, y que nos dijo que nos había seguido ansiosamente la pista hasta Bolonchén, desde donde perdió la huella enteramente: pareció quedar muy tranquilo cuando le referimos que nuestra desaparición había sido entre las ruinas de Xlabpak. Este caballero era como de cincuenta años de edad, vestido con el traje ligero del país, de sombrero de paja y alpargatas, y por cierto que no le sirvió de gran recomendación decirnos que nos había conocido en Nohcacab. Era uno de los emigrados de aquel pueblo, en donde se hallaba de visita cuando nos conoció. Consideraba al Dr. Cabot más particularmente como a su amigo; y en efecto, recordaba el doctor haber recibido de él algunos buenos oficios de amistad. Disculpose porque en Nohcacab le fue imposible mostrarnos mayores atenciones, pues, si bien aquél era su pueblo, carecía de domicilio en él: en Iturbide era otra cosa; aquí estaba su casa y podría ofrecernos una reparación. Añadió que éste era un pueblo nuevo todavía y presentaba poquísimas comodidades: la casa real se hallaba sin puertas, porque aún no se le habían puesto. Sin embargo, él se encargó de aposentarnos, y al efecto nos condujo a una casa contigua a la de su hermano, y que pertenecía a este último, en la esquina de la plaza. La tal casa tenía un techo de paja y puede ser que actualmente tenga ya un suelo formal, pues por entonces el piso estaba cubierto de cal y tierra para hacer mezcla, y a cada paso que dábamos la huella del pie quedaba profundamente impresa, levantando una nube de polvo sutil. Sin embargo de eso, servía de almacén a la tienda de la esquina, y las paredes estaban cubiertas de garrafones, cántaros y tercios de tabaco: el centro se hallaba desocupado y no había allí silla, banco o mesa; pero, con una interpelación enérgica que dirigimos a los circunstantes, conseguimos todos estos artículos. Nuestro amigo de Nohcacab fue el más eficaz en sus atenciones, pues se constituyó efectivamente, por sí mismo, en comisión encargada de recibirnos; y, después de repetir frecuentemente que en Nohcacab, aunque era su pueblo, no tenía casa, etc., por fin se determinó a invitarnos a que fuésemos a su casa a tomar chocolate. Aburridos por la turba y deseando estar solos por el momento, le dimos las gracias por su invitación, que no aceptamos, y por desgracia le alegamos por causal que ya habíamos mandado que se nos hiciese chocolate. Saliose con todos los demás; pero en el momento regresó diciéndonos que le habíamos dado una bofetada, despreciándole en la estimación de su pueblo. Como él parecía realmente mortificado, dimos orden de que se suspendiesen los preparativos, y nos dirigimos con él a su casa donde tomamos una taza de un malísimo chocolate; a lo cual añadió que nosotros debíamos comer en su casa durante nuestra permanencia en Iturbide, sin que gastásemos un centavo en la comida. Nuestros gastos diarios en Nohcacab, según él, eran enormes; y, al despedirnos, vino escoltándonos hasta casa, trayendo un vaso de barro (cajete), que contenía aceite y una mecha, diciendo que no había necesidad de que gastásemos nada en velas, e insistiendo en que le prometiésemos comer en su casa al día siguiente. Entretanto, Albino había estado haciendo investigaciones, y el resultado de ellas fue que descubriésemos que nos habíamos granjeado un conocido de importancia. Don Juan era uno de los primeros pobladores de Iturbide, y uno de los de más influjo en el pueblo; y si bien no desempeñaba a la sazón ningún oficio público, sus conexiones, sin embargo, eran de categoría en el municipio. Uno de sus hermanos era el primer alcalde, y otro era el montero, o tenedor de la mesa de juego. Nos habíamos figurado que sus atenciones de aquella noche se habían concluido, cuando he aquí que a poco rato nuestro hombre entra de repente, trayendo en pos una turba. Esta vez fue realmente bien recibido, porque vino a llamarnos para ver un arco iris lunar, que el pueblo consideraba en cierta conexión con nuestra visita y los objetos de ella, y por tanto tenía aquel fenómeno por ominoso: el mismo don Juan no las tenía todas consigo. Pero este incidente no perturbó en nada a los que se hallaban alrededor de la mesa de juego, quienes entretanto, para evitar los inconvenientes del sereno de la noche, habían ido a refugiarse a la sombra de la casa del propietario, hermano de don Juan, nuestro huésped. A la mañana siguiente, un corto espacio de tiempo nos bastó para ver todos los objetos de interés que existían en el pueblo nuevo de Iturbide. Todavía, hasta cinco años antes, la reja del arado había corrido por el terreno mismo que hoy ocupa la plaza; o para hablar con más propiedad, supuesto que el arado no se conoce en Yucatán, la plaza está situada en un terreno que entonces había sido una milpa o sementera de maíz. En esos antiguos tiempos, probablemente estaba comprendida dentro de un rústico cercado; mientras que hoy, en uno de sus ángulos, se eleva una casa techada de guano, con una enramada por delante, en donde es muy probable que a esta hora los principales habitantes estén jugando al monte. En el ángulo opuesto estaba, y aún estará todavía si no ha caído, otra casa cuyo techo había volado, y dentro de la cual se hallaban de venta los no muy bien aderezados restos de una vaca. En los lados aparecían varias cabañas blanqueadas; y en otro de los ángulos aparecía otra bella y elegante casa perteneciente a nuestro amigo el señor Trejo; después se veía otro pequeño edificio con una cruz en la parte superior para indicar que aquélla era la iglesia; y, por último, se seguía una abierta casa pública, llamada así con toda propiedad, porque no tenía puertas. Tales eran los edificios que se habían levantado en cinco años en el pueblo nuevo de Iturbide; y junto a cada casa había un patio de fango, en que unos enormes cerdos negros se revolcaban en el lodo, demandando todo el especial cuidado del propietario, como que luego que engordaban lo suficiente se llevaban al mercado de Campeche, en donde se vendían a diez o doce pesos cada uno. Pero por más interesante que fuese examinar la marcha de las mejoras progresivas, no era ese el objeto que nos había llamado a Iturbide. En la plaza misma existían monumentos de otros tiempos antiguos y mejores; signos de la presencia de un pueblo más ingenioso, que la civilizada población blanca que hoy la ocupa. En un extremo existía un montículo de ruinas, que había sostenido un antiguo edificio; y en el centro había un pozo también antiguo, inalterable desde el tiempo de su construcción, y que desde ese tiempo inmemorial proveía de agua a los vecinos. Era inútil hacer investigaciones sobre la fecha en que este pozo se construiría: todo el pueblo decía que era de los antiguos, no haciendo de él más aprecio, que el que se merecía por haberle ahorrado el trabajo y gastos de construir otro nuevo para su uso. Tenía como una vara y cuarto de abertura en forma circular, sobre siete u ocho varas de profundidad, y estaba construido de piedras unidas sin mezcla ni revoco alguno. Estas piedras se hallaban perfectamente afirmadas en su respectivo sitio, lisas y pulimentadas, y cubiertas de canalículos en el brocal, hechos por las sogas empleadas en sacar el agua, indicando el antiquísimo uso de extraerla. Además de estos monumentos, desde una calle que se comunicaba con la plaza vimos una hilera de elevados montículos, que eran las ruinas de la antigua ciudad de Cibinocac, que nos habían atraído a Iturbide. Don Juan estaba ya listo para acompañarnos a las ruinas, y mientras estaba esperando a nuestra puerta, una tras otra fueron viniendo a juntársele muchas personas, hasta que nos encontramos con un cortejo de todos aquellos respetables ciudadanos, que seguramente acababan de dejar la mesa de juego, de pálido y miserable aspecto, y tiritando de frío a pesar de hallarse envueltos en sus frazadas. A nuestro tránsito para las ruinas pasamos otro pozo de la misma forma y construcción del que estaba en la plaza, pero lleno de escombros y enteramente inútil. Llamábanle los indios Stukum, tomando la palabra de un objeto que les es familiar, y que en efecto da una cabal idea de la inutilidad del pozo, porque la tal palabra indica una calabaza cuyas semillas se han secado dentro. A poco andar nos encontramos en un paisaje abierto, en que descollaban las ruinas de otra ciudad antigua. En varios sitios, el campo estaba despejado de árboles y cubierto únicamente de plantíos de tabaco, tachonado de elevadas hileras de montículos cuajados de arboledas a cuyo través se vislumbraban blancas masas de piedra, elevándose en tan rápida sucesión y en tal número, que Mr. Catherwood, quien no se encontraba en buena disposición de trabajar, dijo con cierto desaliento que las labores de Uxmal iban a comenzar de nuevo. Entre estos edificios había uno prolongado, con una especie de torre en cada extremidad, y a éste nos dirigimos primero, acompañados de nuestra numerosa escolta. Difícil era imaginarse a qué debíamos el honor de semejante compañía, puesto que evidentemente no tenían esos hombres interés ninguno por las ruinas, ni podían darnos ningún informe, pues no conocían ni las veredas que a ellas conducían; y por otra parte no podíamos lisonjearnos que eso fuese por sólo el placer que les proporcionaba nuestra sociedad. El edifico que teníamos delante estaba más arruinado de lo que parecía desde cierta distancia, y en varios respectos difería mucho de los que hasta allí habíamos examinado. Necesitaba ser despejado completamente, y, cuando significamos esta especie a nuestra comitiva, nos encontramos que entre todos ellos no había ni un solo machete. Generalmente en estas ocasiones siempre había alguno listo para trabajar y aún algunos estaban en expectativa de ser ocupados; pero, en este próspero pueblo, ninguno había que se hallase dispuesto a trabajar sino en calidad de curioso. Algunos pocos, sin embargo, salieron al frente designados por consentimiento general, como los más propios para trabajar, sobre los cuales cayeron todos, haciéndoles volver a la población en busca de sus machetes, aprovechándose algunos de aquella oportunidad para encargar que se les enviase su almuerzo, y sentándose todos a esperar. Mr. Catherwood, que no estaba muy bueno y se encontraba fastidiado de la charla de aquellos hombres, se acostó en el suelo sobre su frazada, y al fin se encontró tan indispuesto, que tuvo que volverse a casa. Entretanto, yo había llegado al pie del edificio, en donde, después de estar vagando más de una hora, percibí un cierto movimiento hacia arriba, y vi a un muchachillo como de trece años cortando por entre las ramas de un árbol. Media docena de hombres se colocaron al alcance de su oído, y le daban direcciones hasta un punto tal, que me vi obligado a decirles que yo solo bastaba para dirigir a un muchachillo semejante en lo que estaba haciendo. Al cabo de un rato, juntósele otro muchacho como de quince años, y por un largo espacio de tiempo estos dos eran los únicos que trabajaban, mientras que aquellos perezosos holgazanes, asegurándose en las piedras que proyectaban, se hallaban muy activamente ocupados en contemplar a los muchachos. A las mil y quinientas vino un hombre con su machete, y de ahí otro y otro, hasta el número de cinco que se pusieron a la obra, en que emplearon la mayor parte del día sin que hubiesen quedado perfectamente despejadas de árboles ciertas partes del edificio, que necesitábamos tener despejadas para poder tomar la vista. En todo este tiempo los espectadores permanecieron contemplando, como si esperasen algún desenlace final: por último, comenzaron a mostrar síntomas de ansiedad, y por medio de don Juan, aunque sin intención ninguna, llegué a verificar un descubrimiento. La fama del daguerrotipo, o la máquina había llegado hasta los oídos de aquellos habitantes, aunque bastante exagerada. Por de contado que nada conocían a derechas sobre la tal máquina, pero habían ido acompañándonos con la esperanza de ver en acción su poder milagroso. Si el lector es un tanto malicioso, no podrá menos de simpatizar con la satisfacción que yo experimenté cuando, ya despejado el terreno y pronto para tomar las vistas, pagué a los hombres y me regresé al pueblo dejando a todos aquellos curiosos sentados en las piedras. El pesado lance de la mañana traía a don Juan en ansioso desconcierto, porque había erogado algunos gastos en hacer preparativos, y no sabía a derechas si nosotros le haríamos el honor de comer en su compañía. Temiendo recibir otra bofetada, se abstuvo de decirnos cosa alguna sobre el objeto; pero, al llegar a su casa, envió aviso de que la comida estaba lista, preguntando además si nos la enviaría a nuestro alojamiento. Para reparar algunas faltas y a fin de captarnos su buena voluntad, respondimos que iríamos a comer a su casa, de lo cual se mostró por medio de Albino muy reconocido como si aquél fuese el mayor honor que podíamos hacerle. Su casa estaba en la calle principal a muy corta distancia de la plaza; era una de las primeramente construidas y la mejor que había en el pueblo. Don Juan había resuelto establecerse en Iturbide con motivo de las facilidades y privilegios otorgados por el Gobierno, siendo el privilegio que más estimaba el de poder traspasarlo. Según nos dijo, cuando vino al pueblo no tenía ni siquiera un medio, y le parecía haber hecho lo bastante para hallarse en una situación razonable. En efecto, a pesar de las apariencias, era propietario. Su casa, incluyendo puertas y un tabique, le había costado treinta pesos. Las puertas y un tabique eran considerados por sus vecinos como una especie de lujo pretencioso de que podía haberse abstenido; pero como no tenía hijos no hizo cuenta de los gastos. En una testera de la pieza había un poyo mal construido, que sostenía la imagen del santo titular; y cerca de él descollaba una estaca profundamente sembrada en tierra, en cuya extremidad superior formada de una triple horquilla se veía colocado un cajete de barro lleno de aceite de higuerilla, con su correspondiente mecha, para iluminar de noche la casa; todo el moblaje consistía en una especie de aparador con botellas de aguardiente anisado para vender al menudeo a los indios, una mesita y tres hamacas. Estas últimas eran las que servían de asientos; pero, como don Juan no había previsto jamás el caso extraordinario de que comiesen allí tres personas juntas, no se le había ocurrido colocarlas de manera que se hallasen en contacto con la mesa. En su consecuencia, envió a la vecindad a pedir prestados dos asientos, y con la mesa delante de las hamacas pudimos sentarnos todos, menos nuestro huésped, que se proponía servirnos. Había un cierto arreglo aristocrático en el servicio doméstico de don Juan. La cocina, que era una vieja y raquítica fábrica de estacas, se hallaba del otro lado de la calle; y, después de haberse dirigido varias veces a ella sin sombrero para vigilar los preparativos que allí se hacían, echose por fin en una hamaca próxima a la puerta de la calle gritando con toda solemnidad: "Trae la comida, muchacha". El primer servicio consistía en una taza de caldo, un plato de arroz y tres cucharas; y, aunque esto era un preliminar alarmante, parecía sin duda mucho mejor que la alternativa en que más de una vez nos habíamos visto de tener tres platos y una sola cuchara, o acaso ninguna; pero toda nuestra aprensión se disipó cuando vimos entrar de nuevo a la muchacha trayendo otra taza y otro plato. Seguíala en pos don Juan con las dos manos ocupadas, y ya con eso tuvimos cada uno su taza, plato y cuchara. Despachado este servicio, vino otro plato, que, según algunos restos de alas y piernas, pudimos inferir que sería la substancia de dos pollos, y mientras nos ocupábamos en dar fin al guisado, empeñámonos en la amigable tarea, rara vez emprendida por un viajero en sentido favorable a su huésped, de calcular los gastos que éste haría. Nosotros teníamos demasiada buena opinión acerca de la sagacidad de don Juan, para creer que se entregase con tanta prodigalidad a estos gastos sin esperar de nosotros alguna recompensa. Apenas hubimos comenzado a discurrir sobre este punto, cuando nuestro huésped, como si hubiese adivinado lo que pasaba en nuestro magín, hizo comparecer a su esposa, que era una vieja y respetable persona, y mostró un nuevo designio acerca del daguerrotipo. Había oído decir en Nohcacab algo sobre retratos que se hacían por medio de este instrumento, y pretendía tener el de su esposa; pero quedó desconcertado, y acaso se desvanecieron los cálculos que había hecho, cuando supo que, no habiendo objetos en qué ocupar ventajosamente el daguerrotipo, estábamos determinados a no abrirlo. Sin embargo, no abandonó el terreno. La inmediata tentativa fue dirigida entonces al Dr. Cabot, y también en favor de su anciana esposa. Tomándola de la mano, la acercó al doctor; y con cierta energía que la revestía de dignidad a pesar de su escaso pergeño, penetrando hasta las profundidades de la ciencia médica, explanó la buena mujer la naturaleza de sus enfermedades. El caso era realmente delicado, y lo era más todavía por el considerable transcurso de tiempo que había pasado desde el matrimonio. Jamás me había ocurrido en mi práctica un caso semejante, y aún el Dr. Cabot estaba en conflictos. Mientras se discutía este asunto, presentáronse varios hombres, que sin duda habían sido prevenidos de antemano para que acudiesen a aquella hora. Uno estaba con asma, otro con hinchazón, y por último eran tantos los amigos enfermos de don Juan, que nos vimos precisados a verificar una rápida retirada. Por la noche, el hermano de don Juan, el alcalde del lugar, acudió al Dr. Cabot para que le diese su opinión sobre un niño enfermo que tenía, y que, según el tratamiento que se le hacía, muy pronto iba a quedar fuera del influjo de la medicina. El Dr. Cabot le hizo desistir de aquel régimen, y al día siguiente se encontraba tan mejorado el niño, que todo el pueblo concibió muy ventajosa opinión de las habilidades del doctor y determinó acudir a él con más empeño. Muy deplorable es por cierto la situación del país con respecto a los auxilios médicos. Excepto en Mérida y Campeche, no hay allí médicos titulados, pero ni aun boticarios ni boticas. Los curas, en los pueblos que los tienen, hacen el oficio de médicos. Por de contado que ellos carecen de una competente educación médica, así es que su práctica la hacen valiéndose de algún mal recetario manuscrito, y aún así se ven frecuentemente embarazados por la falta de medicinas. Pero en los pueblos en que no hay curas, ni siquiera este auxilio puede ofrecerse a un enfermo; los ricos van a Campeche o a Mérida a ponerse en manos de un médico; pero los pobres padecen y mueren víctimas de la ignorancia o del empirismo. La fama del Dr. Cabot, como médico de bizcos, se había difundido por todo el país; y en cualquier pueblo adonde llegábamos había tal curiosidad de conocer al médico, que Mr. Catherwood y yo nos quedábamos desapercibidos. Frecuentemente oíamos a la gente repetir: "Tan joven", "Es un muchacho todavía"; porque asociaban en su mente la idea de la edad con la de un gran médico. A cada paso era consultado en muchos casos, en que no le era posible resolver con entera satisfacción. Un tratamiento que podía ser bueno hoy, acaso no correspondería a los pocos días después; y lo peor era que, si nuestro propio botiquín no podía suministrar la medicina, la receta tenía que esperar la oportunidad de que se enviase a Mérida, y cuando la medicina llegaba solía ésta ser enteramente inútil, porque el caso se había alterado y cambiado de carácter. Me es muy grato decir que su práctica en general fue muy satisfactoria, si bien debemos admitir que hubo algunas quejas de parte de los pacientes. No hago mención de esto en tono de reproche: en todo el país tuvo el doctor una numerosa clientela, y su fama, como ya he dicho, llegó hasta el pueblo de Iturbide. Desgraciadamente el día en que los habitantes se determinaron a acudir a él estaba lloviendo a mares, y teníamos que mantenernos casi todo ese tiempo encerrados en casa: y fue tal el número de hombres, mujeres y niños que acudieron, muchos de ellos con recomendaciones de don Juan, que al fin el doctor llegó seriamente a fastidiarse. Todas las enfermedades ocultas se hacían patentes, y veíase ocupado de hacer prescripciones, para los casos que pudiesen ocurrir, bien así como para los que ya existían. A la mañana siguiente, Mr. Catherwood hizo un esfuerzo para visitar las ruinas. No tuvimos la numerosa escolta de la primera ocasión, y estuvimos enteramente solos, si se exceptúa a un indio, que tenía su plantío de tabaco en aquellas inmediaciones. Este indio sostenía la sombrilla sobre la cabeza de Mr. Catherwood para protegerle contra el sol, y, mientras éste trabajaba, se veía obligado por la debilidad a echarse en el suelo y detenerse. Yo estaba desalentado con semejante espectáculo. Aunque supuestas nuestras enfermedades no habíamos en realidad perdido mucho tiempo, nos encontrábamos sin embargo tan embarazados, y era tan desagradable el no poder dar un paso sin hallarnos expuestos a los fríos y calenturas, que yo me sentí dispuesto a romper la expedición y regresar a nuestro país; pero Mr. Catherwood insistió en que prosiguiésemos hasta el fin. El edificio que éste dibujaba era de ciento cincuenta pies de frente por veinte pies y siete pulgadas de profundidad. Difería en la forma de cuantos hasta allí habíamos visto, y tenía unas estructuras cuadrangulares en el centro y en las dos extremidades, que las llamaban torres y que, en efecto, desde lejos tenían la apariencia de tales. Las fachadas de estas torres estaban adornadas de piedras esculpidas; y en el interior de algunas piezas se veían hojas de tabaco puestas a secarse. En el centro, una pieza se hallaba escombrada, y esto cortaba la luz que debía entrar por la puerta; pero así en la oscuridad percibimos en una de las piedras que cerraban la bóveda el opaco contorno de una pintura, semejante a la que habíamos visto en Kiuic: en la pieza vecina existían los restos de pinturas, las más interesantes, excepto las que están cerca del pueblo de Xul, que yo había visto en el país, y que, lo mismo que éstas, se hallaban dispuestas de manera que me trajeron el recuerdo de las procesiones en las tumbas egipcias. El color de la parte que representaba la carne era rojo, y lo mismo estilaban los egipcios para representar su propio pueblo. Desgraciadamente estaban harto mutiladas para poder extraerse, y parecía que sobrevivían al universal naufragio únicamente para probar que los constructores aborígenes habían poseído más habilidad en el ramo menos durable del arte gráfico. Las primeras noticias que tuve de estas ruinas databan desde la época de mi primera visita a Nohpat. Entre los indios que allí trabajaban, había uno que, mientras estábamos almorzando a la sombra de un árbol, hizo mención de estas ruinas en términos exagerados, particularmente de una hilera de soldados pintados, como él los llamaba, y que por su imperfecta descripción me pareció que tuviesen alguna semejanza con las figuras de estuco que se ven en los frontispicios de las ruinas del Palenque. Pero, llevando adelante mis preguntas, me dijo que esas figuras tenían fusiles, y fue tan pertinaz en este punto, que yo llegué a inferir que o estaba hablando de poco más o menos, o que esas serían ruinas de algunas construcciones españolas. Anoté el sitio en mi cartera, y teniéndole siempre muy presente en la memoria y recibiendo noticias más discrepantes que las relativas a cualquier otro lugar de ruinas, ninguno resultó conforme con lo que hallamos. Nosotros esperábamos encontrar pocos restos, pero muy distinguidos por su belleza y adornos y en buen estado de preservación. En lugar de eso, nos encontramos con un campo inmensamente grande, imponente e interesante por su misma magnitud; pero todo tan arruinado, a excepción de este solo edificio, que apenas podía descubrirse una pequeñísima parte de sus detalles. Detrás de este edificio, o mejor dicho en su otro frente, había un bien logrado sembradío de tabaco, el único en tan próspero estado que yo hubiese visto en Iturbide; y en la extremidad había otro pozo antiguo, que proveía de agua, como proveyó de ella en tiempos remotos, y del cual nos dieron de beber los indios que cuidaban la siembra de tabaco. Algo más lejos descollaban otros montículos y vestigios, indicando la antigua existencia de la mayor ciudad que hubiésemos encontrado hasta allí. Vagando entre estas ruinas, el doctor Cabot y yo contamos hasta treinta y tres terrados, todos los cuales sostuvieron por lo menos un edificio. El campo inmediato estaba comparativamente tan abierto, que era de fácil acceso; pero los terrados mismos estaban recargados de arboleda. Yo me esforcé por subir a algunos de ellos, hasta que la empresa se me hizo cansadísima y me pareció inútil, porque todos ellos, como decían los indios, no eran más que puras piedras; ningún edificio estaba en pie, y todos habían caído; y, aunque estábamos muy contentos, acaso más que en ningún otro sitio, de andar vagando entre estos derruidos monumentos de un poderoso, antiguo y misterioso pueblo, casi nos era muy triste el no haber tenido esta buena fortuna siquiera un siglo antes, cuando, como nosotros lo creíamos, todos estos edificios estaban enteros.
contexto
CAPÍTULO X Cómo enviaban los indios sus mensajeros Por acabar lo que toca a esto de escrebir, podrá con razón dudar alguno cómo tenían noticia de todos sus reinos, que eran tan grandes, los reyes de México y del Pirú, o qué modo de despacho daban a negocios que ocurrían a su corte, pues no tenían letras ni escrebían cartas. A esta duda se satisface con saber que de palabra, y por pintura o memoriales, se les daba muy a menudo razón de todo cuanto se ofrecía. Para este efecto había hombres de grandísima ligereza, que servían de correos, que iban y venían y desde muchachos los criaban en ejercicio de correr, y procuraban fuesen muy alentados, de suerte que pudieren subir una cuesta muy grande, corriendo, sin cansarse. Y así daban premio en México a los tres o cuatro primeros que subían aquella larga escalera del templo, como se ha dicho en el libro precedente. Y en el Cuzco, los muchachos orejones, en la solemne fiesta del capacrayme, subían a porfía el cerro de Yanacauri; y generalmente ha sido y es entre indios muy usado, ejercitarse en correr. Cuando era caso de importancia, llevaban a los señores de México, pintado, el negocio de que les querían informar, como lo hicieron cuando aparecieron los primeros navíos de españoles, y cuando fueron a tomar a Toponchan. En el Pirú hubo una curiosidad en los correos, extraña, porque tenía el Inga en todo su reino, puestas postas o correos, que llaman allá chasquis, de los cuales se dirá en su lugar.