De lo que le sucedió a la gente del bergantín, y cómo apresaron los españoles un navío francés, y ganaron una victoria a los portugueses Vuelto que fue el capitán Ruy García de Mosquera, y sus cuarenta soldados, que con él salieron en el bergantín a buscar que comer por aquel río, entraron en la Fortaleza con el llanto y el sentimiento que se puede imaginar, viéndolo todo asolado, y los cuerpos de sus hermanos y compañeros hechos pedazos, derramando muchas lágrimas con entrañable dolor, les dieron sepultura lo mejor que pudieron, y no sabiendo la determinación que pudieran tomar, entraron en consejo sobre ello, y resolvieron de irse al Brasil costa a costa en el mismo bergantín, pues no podían hacer otra cosa aunque quisiera irse a Castilla, porque el navío estaba bajado de las obras muertas para poder navegar en él por aquel río a remo y vela. Y puesta en efecto su determinación, se hicieron a la vela, bajando por las islas de las Dos Hermanas, y entrando por el Río de las Palmas, atravesaron el Golfo del Paraná, tomando la Isla de Martín García, y de allí a San Gabriel, yendo a desembocar por junto a la de los Lobos, y saliendo al mar ancho, costeando al nordeste, llegaron a la isla de Santa Catalina, y pasando de San Francisco a la Barra de Paranagua, llegaron a la Cananea, y corriendo la costa, tomaron un brazo y bahía de mar que allí hace, llamado Igua, veinte y cuatro leguas de San Vicente, donde surgieron y tomaron tierra por de buena disposición, vista y calidad. Determinaron hacer allí asiento, para lo cual trabaron amistad con los naturales de aquella costa y con los portugueses circunvecinos, con quienes tenían correspondencia. Hechas, pues, sus casas y sementeras, pasaron dos años en buena conformidad, hasta que un hidalgo portugués, el bachiller Duarte Pérez, se les vino a meter con toda su casa, hijos y criados en su compañía, despechado y quejoso de los de su propia nación, quien había sido desterrado por el Rey don Manuel a aquella costa, en la que había padecido innumerables trabajos, por lo cual hablaba con alguna libertad más de la que debía, de que resultó que el capitán de aquella costa le envió a notificar que fuese a cumplir su destierro a la parte y lugar donde por su Rey fue mandado; y por consiguiente los castellanos que allí estaban, fueron requeridos que, si querían permanecer en aquella tierra, diesen luego la obediencia a su Rey y Señor, cuyo era aquel distrito y jurisdicción, en su nombre al gobernador Martín Alfonso de Sosa, o de no, dentro de treinta días dejasen aquella tierra, saliéndose de ella so pena de muerte y perdimento de sus bienes. Los castellanos respondieron que no conocían ser aquella tierra de la Corona de Portugal, sino de la de Castilla, y como tal estaban allí poblados en nombre del Emperador don Carlos V, cuyos vasallos eran. De estas demandas y respuestas vino a resultar muy gran desconformidad entre los unos y los otros; y en este tiempo sucedió el llegar a aquella costa un navío de franceses corsarios, los cuales llegados a la Cananea, entraron en aquel puerto, y siendo los españoles avisados, se determinaron de acometer al navío, y cogiendo en tierra dos marineros, que habían saltado a tomar provisión de los indios, una noche muy oscura cercaron el navío con muchas canoas y balsas, en que iban más de doscientos flecheros, y llevando consigo a los dos marineros franceses, les mandaron que dijesen que venían con el refresco y comida, que habían salido a buscar, y que no había de que recelarse, porque estaba todo muy quieto; con lo cual los que estaban en el navío, se aseguraron, y les echaron sus cabos, en tanto que tenían lugar de llegar las canoas, y echar arriba las escalas por donde subir; y saltando dentro los castellanos e indios, repentinamente pelearon con los franceses, los rindieron y tomaron el navío con muchas armas y municiones, y otras cosas que traían, con cuyo suceso quedaron los españoles muy bien pertrechados para cualquier acontecimiento; y pasando adelante la discordia, que los portugueses con ellos tenían, determinaron echarlos de aquella tierra y puerto, castigándolos con el rigor que su atrevimiento Pedía, y de esta determinación tuvieron los castellanos aviso, y así trataron entre sí el modo que habían de tener para defenderse de sus contrarios; y resueltos en lo que debían de hacer, supieron como dos capitanes portugueses venían de hecho con ochenta soldados a dar sobre ellos, sin muchos indios que consigo traían con determinación, como digo, de echarlos de aquel puesto, y quitarles las haciendas, castigándolos en las personas, para cuyo resguardo los castellanos procuraron reparar y fortificar aquel puesto con sus trincheras de la parte del mar donde también los habían de acometer, donde plantaron cuatro piezas de artillería, y echaron una emboscada entre el puerto y el lugar con veinte soldados y algunos indios de su servicio, como hasta ciento cincuenta flecheros, para que viniendo a las manos con los de la trinchera de improviso diesen sobre los contrarios. En este tiempo llegaron los portugueses por mar y tierra, y puestos en buen orden, marcharon para el lugar con sus banderas desplegadas, y pasando por cerca de la emboscada, llegaron a reconocer la trinchera, de la cual les hicieron fuego con artillería, abriéndoles su escuadrón a un lado y otro cerca de una montaña: los de la emboscada salieron de ellos, y dándoles una rociada de arcabucería y flechería, desordenaron enteramente a los portugueses, y aunque algunos arcabuceros disparando, se retiraron a toda priesa, los del lugar dieron tras ellos, y al pasar un paso estrecho, que allí formaba un arroyo, hicieron gran matanza, prendiendo algunos, y entre ellos el capitán de Goas, que fue herido de un arcabuzazo, y continuando los castellanos la victoria, por no perder la ocasión, llegaron a la villa de San Vicente, donde entrados en las atarazanas del Rey, las saquearon y robaron cuanto había en el puerto. Hecho este desconcierto, volvieron a su asiento con algunos de los mismos portugueses, que al disimulo los favorecieron, donde metidos todos en dos navíos, desampararon la tierra, y se fueron a la Isla de Santa Catalina, que es ochenta leguas más para el Río de la Plata; por ser conocidamente demarcación y territorio de la Corona de Castilla, y allí hicieron asiento por algunos días, hasta que el capitán Gonzalo de Mendoza encontró con ellos, como adelante se dirá. Pasó este suceso el año de 1534. El cual entiendo fue el primero que hubo entre cristianos en estas partes de las Indias Occidentales.
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CAPÍTULO VIII Llegada de los españoles a México-Tenochtitlan Contando con el auxilio de toda la gente, que traían de la región de Tlaxcala, los españoles se encaminaron derecho hacia México. Los textos de los informantes de Sahagún (Códice Florentino) que a continuación se transcriben, comienzan por describir el orden como hicieron su aparición los diversos cuerpos de ejército de los conquistadores. Acercándose a México por el Sur, por el rumbo de Ixtapalapa, llegaron hasta Xoloco, lugar que como dice don Fernando de Alva Ixtlilxóchitl se llamó después San Antón y se encuentra por la llamada actualmente Calzada de San Antonio Abad. El mencionado Ixtlilxóchitl en su XIII relación, indica la fecha precisa en que esto tuvo lugar: el 8 de noviembre de 1579. Frente a frente Motecuhzoma y Cortés sostuvieron un diálogo que nos conservan puntualmente los informantes de Sahagún. Motecuhzoma llegó a exclamar entonces: "No, no es sueño, no me levanto del sueño adormilado, no lo veo en sueños, no estoy soñando# es que ya te he visto, es que ya he puesto mis ojos en tus ojos#". El contexto que aquí se transcribe se refiere luego a la estancia misma de los conquistadores en la gran capital y a sus intrigas y empeños por adueñarse del oro guardado en la casa del tesoro. Al final de este capítulo se ofrecen las breves palabras de la ya aludida décima tercera relación "de la venida de los españoles", escrita por Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, que confirma en resumen las palabras de los informantes indígenas de Sahagún. Motecuhzoma sale al encuentro de Cortés Así las cosas, llegaron (los españoles) hasta Xoloco. Allí llegan a su término, allí está la meta. En este tiempo se adereza, se engalana Motecuhzoma para ir a darles el encuentro. También los demás grandes príncipes, los nobles, sus magnates, sus caballeros. Ya van todos a dar el encuentro a los que llegan. En grandes bateas han colocado flores de las finas: la flor del escudo, la del corazón; en medio se yergue la flor de buen aroma, y la amarilla fragante, la valiosa. Son guirnaldas, con travesaños para el pecho. También van portando collares de oro, collares de cuentas colgantes gruesas, collares de tejido de petatillo. Pues allí en Huitzillan les sale al encuentro Motecuhzoma. Luego hace dones al capitán, al que rige la gente, y a los que vienen a guerrear. Los regala con dones, les pone flores en el cuello, les da collares de flores y sartales de flores para cruzarse el pecho, les pone en la cabeza guirnaldas de flores. Pone en seguida delante los collares de oro, todo género de dones, de obsequios de bienvenida. Diálogo de Motecuhzoma y Cortés Cuando él hubo terminado de dar collares a cada uno, dijo Cortés a Motecuhzoma: -¿Acaso eres tú? ¿Es que ya tú eres? ¿Es verdad que eres tú Motecuhzoma? Le dijo Motecuhzoma: -Sí, yo soy. Inmediatamente se pone en pie, se para para recibirlo, se acerca a él y se inclina, cuanto puede dobla la cabeza; así lo arenga, le dijo: -"Señor nuestro: te has fatigado, te has dado cansancio: ya a la tierra tú has llegado. Has arribado a tu ciudad: México. Aquí has venido a sentarte en tu solio, en tu trono. Oh, por tiempo breve te lo reservaron, te lo conservaron, los que ya se fueron, tus sustitutos. Los señores reyes, Itzcoatzin, Motecuhzomatzin el viejo, Axayácac, Tízoc, Ahuítzotl. Oh, breve tiempo tan sólo guardaron para ti, dominaron la ciudad de México. Bajo su espalda, bajo su abrigo estaba metido el pueblo bajo. ¿Han de ver ellos y sabrán acaso de los que dejaron, de sus pósteros? ¡Ojalá uno de ellos estuviera viendo, viera con asombro lo que yo ahora veo venir en mí! Lo que yo veo ahora: yo el residuo, el superviviente de nuestros señores. No, no es que yo sueno, no me levanto del sueño adormilado: no lo veo en sueños, no estoy soñando# ¡Es que ya te he visto, es que ya he puesto mis ojos en tu rostro!# Ha cinco, ha diez días yo estaba angustiado: tenía fija la mirada en la Región del Misterio. Y tú has venido entre nubes, entre nieblas. Como que esto era lo que nos habían dejado dicho los reyes, los que rigieron, los que gobernaron tu ciudad: Que habrías de instalarte en tu asiento, en tu sitial, que habrías de venir acá# Pues ahora, se ha realizado: ya tú llegaste, con gran fatiga, con afán viniste. Llega a la tierra: ven y descansa; toma posesión de tus casas reales; da refrigerio a tu cuerpo. ¡Llegad a vuestra tierra, señores nuestros!". Cuando hubo terminado la arenga de Motecuhzoma: la oyó el marqués, se la tradujo Malintzin, se la dio a entender. Y cuando hubo percibido el sentido del discurso de Motecuhzoma, luego le dio respuesta por boca de Malintzin. Le dijo en lengua extraña; le dijo en lengua salvaje: -Tenga confianza Motecuhzoma, que nada tema. Nosotros mucho lo amamos. Si bien satisfecho está hoy nuestro corazón. Le vemos la cara, lo oímos. Hace ya mucho tiempo que deseábamos verlo. Y dijo esto más: -Ya vimos, ya llegamos a su casa en México; de este modo, pues, ya podrá oír nuestras palabras, con toda calma. Luego lo cogieron de la mano, con lo que lo fueron acompañando. Le dan palmadas al dorso, con que le manifiestan su cariño. Actitud de los españoles y de los otros señores indígenas En cuanto a los españoles, lo ven, ven cosa por cosa. Apean del caballo, suben de nuevo, bajan otra vez, al ir viendo aquello. Y éstos son todos los magnates que se hallaron a su lado: El primero, Cacamatzin, rey de Tetzcuco. El segundo, Tetlepanquetzaltzin, rey de Tlacopan. El tercero, Itzcuauhtzin, el Tlacochcálcatl, rey de Tlatilulco. El cuarto, Topantemoctzin, tesorero que era de Motecuhzoma en Tlatilulco. Estos estuvieron allí en hilera. Y éstos son los demás príncipes de Tenochtitlan: Atlixcatzin, Tlacatécatl. Tepeoatzin, Tlacochcálcatl. Quetzalaztatzin, Tizacahuácatl. Totomotzin. Hecatempatitzin. Cuappiatzin. ¡Cuando fue preso Motecuhzoma, no más se escondieron, se ocultaron, lo dejaron en abandono con toda perfidia!# Entrada de los españoles a México-Tenochtitlan Y cuando hubieron llegado y entrado a la Casa Real, luego lo tuvieron en guardia, lo mantuvieron en vigilancia. No fue exclusivo de él, también a Itzcuauhtzin juntamente. En cuanto a los demás, salieron fuera. Y así las cosas, luego se disparó un cañón: como que se confundió todo. Se corría sin rumbo, se dispersaba la gente sin ton ni son, se desbandaban, como si los persiguieran de prisa. Todo esto era así como si todos hubieran comido hongos estupefacientes, como si hubieran visto algo espantoso. Dominaba en todos el terror, como si todo el mundo estuviera descorazonado. Y cuando anochecía, era grande el espanto, el pavor se tendía sobre todos, el miedo dominaba a todos, se les iba el sueño, por el temor. Cuando hubo amanecido, luego se dio pregón de todo lo que se necesitaba para ellos: tortillas blancas, gallinas de la tierra fritas, huevos de gallina, agua limpia, leña, leña rajada, carbón. Cazoletas anchas, tersas y pulidas, jarritos, cántaros, tacitas y en suma, todo artefacto de cerámica. Esto era lo que había mandado Motecuhzoma. Pero los principales a quienes mandaba esto, ya no le hacían caso, sino que estaban airados, ya no le tenían acatamiento, ya no estaban de su parte. Ya no era obedecido. Y, sin embargo, llevaban en bateas, daban todo aquello que se requeriría. Cosas de comer, cosas de beber y agua y pastura para os caballos. Los conquistadores muestran su interés por el oro Cuando los españoles se hubieron instalado, luego interrogaron a Motecuhzoma tocante a los recursos y reservas de la ciudad: las insignias guerreras, los escudos; mucho le rebuscaban y mucho le requerían el oro. Y Motecuhzoma luego los va guiando. Lo rodeaban, se apretaban a él. Él iba en medio, iba delante de ellos. Lo van apretando, lo van llevando en cerco. Y cuando hubieron llegado a la casa del tesoro, llamada Teucalco, luego se sacan fuera todos los artefactos tejidos de pluma, tales como, travesaños de pluma de quetzal, escudos finos, discos de oro, los collares de los ídolos, las lunetas de la nariz, hechas de oro, las grebas de oro, las ajorcas de oro, las diademas de oro. Inmediatamente fue desprendido de todos los escudos el oro, lo mismo que de todas las insignias. Y luego hicieron una gran bola de oro, y dieron fuego, encendieron, prendieron llama a todo lo que restaba, por valioso que fuera: con lo cual todo ardió. Y en cuanto al oro, los españoles lo redujeron a barras, y de los chalchihuites, todos los que vieron hermosos los tomaron; pero las demás de estas piedras se las apropiaron los tlaxcaltecas. Y anduvieron por todas partes, anduvieron hurgando, rebuscando la casa del tesoro, los almacenes, y se adueñaron de todo lo que vieron, de todo lo que les pareció hermoso. Los españoles se apoderan de las riquezas de Motecuhzoma Van ya en seguida a la casa de almacenamiento de Motecuhzoma. Allí se guardaba lo que era propio de Motecuhzoma, en el sitio de nombre "Totocalco". Tal como si unidos perseveraran allí, como si fueran bestezuelas, unos a otros se daban palmadas: tan alegre estaba su corazón. Y cuando llegaron, cuando entraron a la estancia de los tesoros, era como si hubieran llegado al extremo. Por todas partes se metían, todo codiciaban para sí, estaban dominados por la avidez. En seguida fueron sacadas todas las cosas que eran de su propiedad exclusiva; lo que a él le pertenecía, su lote propio; toda cosa de valor y estima: collares de piedras gruesas, ajorcas de galana contextura, pulseras de oro, y bandas para la muñeca, anillos con cascabeles de oro para atar al tobillo, y coronas reales, cosa propia del rey, y solamente a él reservada. Y todo lo demás que eran sus alhajas, sin número. Todo lo cogieron, de todo se adueñaron, todo lo arrebataron como suyo, todo se apropiaron como si fuera su suerte. Y después que le fueron quitando a todo el oro, cuando se lo hubieron quitado, todo lo demás lo juntaron, lo acumularon en la medianía del patio, a medio patio: todo era pluma fina. Pues cuando de este modo se hubo recolectado todo el oro, luego vino a llamar, vino a estar convocando a todos los nobles Malintzin. Se subió a la azotea, a la orilla de la pared se puso y dijo: -Mexicanos, venid acá: ya los españoles están atribulados. Tomad el alimento, el agua limpia: todo cuanto es menester. Que ya están abatidos, ya están agotados, ya están por desmayar. ¿Por qué no queréis venir? Parece como que estáis enojados. Pero los mexicanos absolutamente ya no se atrevieron a ir allá. Estaban muy temerosos, el miedo los avasallaba, estaban miedosos, una gran admiración estaba sobre ellos, se había difundido sobre ellos. Ya nadie se atrevía a venir por allí: como si estuviera allí una fiera, como si fuera el peso de la noche. Pero no obstante esto, no los dejaban, no eran abandonados. Les entregaban cuanto había menester, aunque con miedo lo entregaban. No más venían temerosos, se llegaban llenos de miedo y entregaban las cosas. Y cuando se habían acercado, no más se volvían atrás, se escabullían de prisa, se iban temblando. El testimonio de Alva Ixtlilxóchitl Y así otro día (8 de noviembre de 1519) salió Motecuhzoma con su sobrino Cacama y su hermano Cuitlahua, y toda su corte a recibir a Cortés, que ya a esta ocasión estaba en donde es ahora S. Antón, que después de haberlo recibido lo llevó a su casa, y lo hospedó en las casas de su padre el rey Axayaca, y le hizo muchas mercedes, y se ofreció de ser amigo del emperador, y recibir la le evangélica, y para el servicio de los españoles pusieron mucha gente de Tezcoco, México y Tlacopan. Y después de cuatro días los españoles estaban en México muy contentos, servidos y regalados#.
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CAPITULO VIII Del actual estado del comercio de España con Buenos Aires: de los perjuicios que experimenta; de la causa que los produce; y de las disposiciones que, requiere su adelanta miento y reforma No podría dejar de ser que el cuerpo del comercio nacional cargase sobre sí todo el perjuicio que resultase del estado del abandono en que hemos tenido la cría de nuestro ganado. Este comercio que no tiene más recurso para emplear su caudal en aquella América, que al ramo de los cueros, había de sentir el mayor quebranto de hallar esta negociación sobre un pie que no le dejase ganancias, o que le hubiese de ocasionar pérdidas. Este cuerpo de comerciantes que emprendía el viaje a Montevideo por el interés del retorno en cueros principalmente no podía menos que aniquilarse, luego que le faltase el lucro que le rendía este ramo. Unas provincias tales como las del Río de la Plata, no tienen más población, ni más ciudades que las de Montevideo, Buenos Aires, (Paraguay), Corrientes, Santa Fe y Córdoba, y todas ellas escasas de vecindario, y a cual más pobres, sin más comercio activo que el de los cueros, tabaco y la yerba mate. Buenos Aires que ha sido siempre la más poblada, y menos pobre refiere su población, sus artes, sus edificios y hasta sus parroquias a la erección de su Virreinato en el año de 77. Las otras ciudades son y han sido siempre infelices; y a pesar de que desde el Paraguay hasta Córdoba se cuentan cerca de 700 leguas, todo es un despoblado, o una población de rancherías y gente campestre, más desnuda que vestida, que sólo usan de ropa de la tierra en lo que permite, o da de sí la cortedad de sus jornales. De Córdoba para adelante, principian las provincias llamadas del Perú, o la Sierra, país despoblado y rico por la abundancia de sus metales de oro y plata, y que daba mucho consumo a los efectos de nuestro comercio, y mucha ganancia a los europeos, que navegaban a Buenos Aires con facturas surtidas de géneros exquisitos propios del lujo y opulencia de aquellas tierras. Estas mercaderías conducidas a Buenos Aires se vendían con estimación y al plata de contado por los factores de nuestro comercio al de Buenos Aires, y éstos las revendían con grandes utilidades a las provincias de arriba, unas veces conduciéndolas a sus puertas; y otras vendiéndose en las de los mismos comerciantes, bajando aquéllos a solicitarlas con dinero en mano. El retorno de estos buques se hacía con cueros al pelo comprados a uno de tres precios: a 6 reales el de 25 libras hasta 30; a 7 reales el de 30 a 35; a 8 reales el de 35 a 40; y a 9 el que pasaba de 40 aunque llegase a 80; y el flete de este mismo cuero no pasaba de 8 reales de vellón. Contaba pues con dos ganancias ciertas el negociante que comerciaba con Buenos Aires, sin embargo de que lo hiciese con plata tomada a 25 ó 30 % además de pagar peso fuerte por sencillo; y lo mismo en la de los cueros que conducía a Cádiz. No tenían estancias los portugueses porque se hallaban desalojados del Río Grande y hasta el año de 1777 en que se apoderaron de él por sorpresa, no proyectaron poblar estancias, ni comenzaron los desórdenes y las fuertes extracciones de nuestro ganado que dejamos referidas. Siguióse a la pérdida del Río Grande la publicación del comercio libre; y estas dos novedades mudaron enteramente la faz y la constitución de aquel comercio. Con la entrada de los portugueses en el Río Grande, emprendieron plantar estancias en nuestro terreno poblándolas del ganado que nos robaban y saliendo al mismo tiempo providencia del señor Vertiz a favor de los indios guaraníes, se vieron caer sobre el campo tres especies de ladrones a saber portugueses del Río Grande, indios guaraníes y españoles changadores. Luego que los vecinos de Montevideo abrieron los ojos y vieron que el portugués, el indio y el changador se iban arrebatando una heredad que ellos habían estado en posesión de saquearla por sí solos, pusieron pleito a los indios, y se acordaron que eran estancieros unos hombres que acaso no sabían adónde moraba su Estancia. Progresaba entretanto el comercio libre con increíble rapidez, y esto que era un estímulo a la codicia para acopiar más y más cueros, apuraba a los portugueses para trasplantar a sus campos a aquella simiente antes que se extinguiese, con lo que mejorado tanto más para el partido de los changadores, consiguieron verse sobre un campo abundantísimo de mies, cercado de dos compradores que a porfía les quitaban el fruto de las manos. Encarecióse el cuero como era regular, incrementáronse los jornales de la faena, retiróse el ganado de las inmediaciones de Montevideo, creció el valor de los fletes, y sólo se vió envilecerse el delito en aquella revuelta de cosas. Nació en esta misma época el impuesto del ramo de guerra en Montevideo, donde no se había conocido jamás; se concedieron leguas de tierras por centenares a los denunciantes; hicieron éstos el estanco que hemos dicho de los cueros, y con este monopolio con el gravamen de los dos reales, con el ahínco de los portugueses en poblar estancia con las atroces mortandades de los changadores, con el crecimiento de buques y compradores, con las baquerías de los indios, y con tanta mezcla y confusión de males y desórdenes, subió el valor del cuero hasta 18 y 19 reales, y llegó el del flete a 20 en tiempo de paz y sin cargo de averías. Bajó entretanto el precio de los cueros en España, y debiendo crecer a proporción las ganancias que dejasen las mercaderías en Buenos Aires sucedió tan al contrario que se vieron obligados los cargadores a desprenderse de sus facturas por un 10 y por un 12 por ciento menos del principal con lo que ha sido preciso dar de mano al comercio de Buenos Aires para no ir disminuyendo el fondo atesorado. Cual haya sido el origen de este trastorno, no parece, que no podría negar el que lo examine imparcialmente haber dimanado de la absoluta libertad conque se hace el comercio de Indias desde el año de 78. E1 abuso que ha hecho el comercio de esta libertad, lo ha reducido a la más miserable esclavitud. Esta libertad de comercio sin límite de todas partes, y sin balancear la extracción con el consumo, ha inducido la abundancia de los efectos de, la Europa con vilipendio de su estimación, y ha llevado a las Indias el excesivo precio de sus frutos. Esta libertad ha alterado la balanza en tales términos que en vez de salir para España toda o la mayor cantidad de plata que se labra en sus casas de moneda, se queda rezagada una mitad o dos tercios que no aprovecha para nadie. Publicóse la paz con Inglaterra en el año de 82 y a los dos años de esta época en que cogió el comercio sus primeros frutos, creció tanto el número de las expediciones, y de los nuevos comerciantes que consiguieron extinguir las utilidades y no escarmentando todavía con la pena de ver sin fruto su trabajo, continuaron sus expediciones hasta encontrar con la pérdida de sus capitales. No parece sino que se llevaba por objeto hacer mejor la suerte del americano y aniquilar al europeo. El hacendado y el vecino de América vinieron a hallar sus Indias en España, y el español se vió reducido a un sirviente del hacendado y del vecino. EI hacendado vio crecer el valor de su mercancía desde 6 reales a que vendía el cuero ahora 20 as. hasta 18 y 19 reales a que hoy se vende a porfía; y al mismo paso que ha subido la estimación de su hacienda más de un trescientos por ciento han bajado un 30 por ciento los efectos de Europa que necesitan consumir el hacendado y el vecino; de forma que es sin comparación lo que ha mejorado su causa el hacendado con lo que ha desmedrado la suya el comerciante. Este compra caro, y vende barato; aquél al contrario vende caro y compra barato; aquél es solicitado y rogado para que venda dentro de su misma casa; éste sale por la mar a 2 leguas de la suya y galantea al consumidor para que le compre. El uno se vuelve por el mismo camino y por los mismos riesgos con una escasa ganancia, o con una pérdida positiva, y el otro sin haber perdido su descanso se queda en su domicilio con un 200 por cien de ganancia. Las resultas de este trastorno han sido las de dejar de pasar a España una mitad o dos terceras partes de la plata que pasaba en tiempo del antiguo sistema. Porque esta misma cantidad empezaron a valer menos en América las manufacturas, y efectos de la Europa que conducían los vecinos españoles; y quedando rezagado este caudal en poder del vecindario americano hace falta al círculo del comercio y a la contribución de Reales derechos. Ha resultado que se despoblase más aprisa nuestra Península por que el negociante que había malogrado su expedición o perdido de su capital no volvía más a España acaso sin detenerse en el abandono de su mujer y familia; otros halagados de los mejores arbitrios para negociar que ofrecen los frutos del país mudaron de fijo y dejaron el comercio del mar por el de tierra y se quedaron en aquella banda. Ha resultado que con la abundancia y la baja estimación de todos los menesteres de la vida subiese el valor de la moneda porque hoy se compra por un signo de plata lo que en otro tiempo costaba dos; y este mayor aumento hace que se solicite o desee menos. La alta y baja de la moneda (que son las dos balanzas que reglan el fiel de la negociación del mineral) es la causa de que suba o baje la saca de los metales y que se disminuyan o incrementen estos importantes trabajos; cuando el comercio está floreciente arrastra para sí la plata en forma de torrente; y cuando desfallece o cae de su estimación se empoza la plata y circula más entre los beneficiadores de este metal. Por consiguiente crece su valor, y cesa la necesidad de solicitarla en las entrañas de su mar. Ha resultado que el comercio se ha abandonado enteramente porque el abuso que se ha hecho de su libertad lo ha puesto semejante a una viña esquilmada que sólo mantienen sus cepas aquella porción de fruto que le ha dejado el descuido de los obreros, o parecida al haza de trigo recién segada que sólo conserva un corto número de espigas a quienes perdonó por flacas la hoz del segador; y únicamente pasan a negociar a las Indias cuatro pobres mancebos aburridos que o hacen el comercio sobre sus hombros o debajo de un toldo en las plazas; y esta carrera antes la más brillante, han venido a profesarla unos hombres despechados, que por caminos delincuentes y de mala fe pretenden reintegrarse de las ganancias que no les puede dar un comercio paladino. Y lo más cierto es que el comercio de indias ha venido a quedar en manos de los vecinos de América por medio de cuatro factores que nombran a España; y todo el provecho del dominio de las Indias se halla reducido en el día al comercio de fletes y a los derechos reales de aduana. Ya no vemos en el gremio del comercio aquellos hombres sólidos, honrados y económicos que se criaron a nuestros ojos desde la traslación del comercio de Cádiz hasta la extinción de las flotas. Hoy no se ven en el comercio más que jóvenes, sectarios de la vanidad, del lujo que hacen un comercio mendicante o a jornal, pujándose los unos a los otros el precio de estos pequeños acomodos, sin que ninguno adelante otra cosa que lo preciso para su sustento. Unos mozos faltos de arrimo, que se alquilan por un tanto a pasar a las indias, o expender una factura por menor o a capitanear una embarcación. Mozos que por un triste salario se ciñen a pesar y medir detrás de un mostrador. Mozos en fin que nunca pueden salir de la esfera de subalternos, ni arribar a una fortuna brillante e independiente como lo lograron sus antecesores. Los que han quedado de éstos en Cádiz viven hoy de lo que ganaron, y han dado de mano al trato mercantil por necesidad si ya no es que se avergüenzan de haber sido de este cuerpo en vista de las indecencias y mala fe que se han introducido en el gremio; porque después que se ha franqueado esta carrera a todos los que pretenden entrarse por ella sin que conste de su nacimiento, enseñanza, ni de su peculio por aquellos medios escrupulosos que se hacían por la Casa de Contratación, se ha visto salir desterrada de él la pureza y la verdad que hacía su nervio y caer la negociación sobre unos objetos tan ruines que antes eran vilipendiosos, y considerados como propios de sólo un contramaestre, mayordomo o repostero de navío. Hoy va a Indias un negociante, y planta una tienda de puerta de calle y la llena de sombreritos de mujeres, plumas, polvos, pomadas, abanicos, alfileres, zapatos, aguas de olor, guantes y juguetes; que otros hacen su empleo en ladrillos, loza, platos, lebrillos, ollas, arroz, jarrones, mesas y sillas y hay quien lleve de Barcelona atandes y cabezas de peluca. A estos renglones está hoy reducido el comercio de las Indias a Montevideo en la mayor parte; a lo cual es consiguiente que las personas que se emplean en este comercio se manejen según lo que manejan; que no haya hombres para una empresa mercantil que falten sujetos con quienes contar en un conflicto público, o haya crédito que es una segunda moneda de comercio, no menos valiosa y fecunda que la acuñada. En una palabra, el comercio de las Indias se halla reducido en el día a un modo de adquirir poco semejante al de los jornaleros, en que el comerciante sólo se propone sólo para su preciso sustento, sin rehusar a este fin el echar mano de cualquier materia que le produzca, por grosera y mecánica que sea. ¿A quiénes darán fomento ni abrigo unos desdichados comerciantes que apenas bastan para sí? ¿A qué pie de fuerza y de respeto vendrá a parar un comercio en que sólo se emplean unos hombres desdichados o en el que los hombres del mejor cálculo no hallan en qué emplear? Seguramente que siguiendo el comercio este camino que lo lleva al precipicio, no será posible que la España emporio del comercio y que nada tenía que envidiar a ninguna de las plazas fuertes de Europa, vuelva a ver en su seno, a unos comerciantes de la inteligencia, política y vastas ideas de los Landaburus, Uztariz, Sangines y otros de igual fondo. Lo que hemos visto en los tiempos de la última época ha sido dar en quiebra, innumerables casas fuertes de comercio; usando de una refinada malicia, o apurando el artificio se aspira a sostener un engaño, un clamor general por todas partes que formando un eco uniforme, resuena del mismo modo en Europa que en América; vemos abandonar la carrera del comercio a los hombres más calculistas e industriosos, después que han puesto por obra las más exquisitas diligencias para emplear su dinero con utilidad. Vemos que si la confluencia de mercaderías y mercaderes ha puesto pobres a éstos en fuerzas de su misma muchedumbre, no ha hecho ricos como debía a los dueños de navíos. Parecía que por una razón tomada del contrario sentido, los navieros debían haber medrado mucho en esta época. Diríamos que la abundancia de fletes presentaba a los navieros unas ganancias sin medida; pero no es así; ambos gremios padecen un mismo atraso, uno y otro está abatido. Es verdad que el naviero a los principios adelantó su fortuna y mejoró su causa; pero así que se abastecieron las Américas y cesaron las ganancias del mercader, faltaron los fletes y se acabó el útil del naviero. Estos se acrecentaron en demasía, y era fuerza que unos a otros se quitasen el provecho. La calidad de los efectos no sufragaba para muchos fletes. Un principiante que lleva a América ladrillos, escobas, platos ordinarios, ollas, cazuelas, alcarrasas, vasos de cristal, taburetes de rejilla, mesitas de juego (muebles que no ha habido nunca, ni convenía que hubiese en la América) no puede pagar grandes fletes. Y el naviero que no halla quien le cargue de holandas ni tisúes (que era el cargamento antiguo) necesariamente ha de bajar el flete. Así se ve con frecuencia ponerse en la mar para Buenos Aires, una fragata de comercio, con 20 ó 24 hombres de tripulación, sin capellán, sin cirujano, sin sangrador, y sin pan fresco por no poderlo costear. No hablamos de los catalanes que éstos rara vez llevan en sus embarcaciones este número de hombres. Hablamos de buques despachados por el comercio de Cádiz o el de Málaga; y de éstos hay muchos cuya tripulación no llega a 25 hombres. Este año de 1794 salió de Montevideo para Málaga el bergantín La Amable María del porte de 150 toneladas con once hombres de tripulación incluso el capitán y un negro esclavo suyo; su carga constaba de cueros que le darían otros tantos pesos en España. A la ida llevó vino, aceite y ladrillos que le producirían y que sacaría su dueño (si es que no perdió) un seis por ciento que es el premio de tierra. Del mismo Málaga salió el bergantín Nuestra Señora de las Mercedes con 8 marineros y tres muchachos, en el año de 93, y en el propio salió de Cádiz la fragata Santa Francisca con un capitán que era al mismo tiempo piloto y maestre, un segundo piloto que hacía de contramaestre, un galafate, un sangrador y once marineros, que repartidos en dos guardias de seis hombres cada una, no bastan para cazar una escota; siendo así que un fragata correo del mismo porte no navega sin 70 ó 80 plazas de roll; ni antes del comercio libre salía ninguna de Cádiz sin este mismo número. A pesar de estos ahorros es un hecho indisputable que apenas se costean los navieros; conque es claro que ambos gremios se han hecho de peor condición, el negociante porque no puede hacer su comercio en ramos valiosos y el dueño de barco porque no encuentra fletes a precios razonables. Esta misma libertad del comercio ha extinguido aquel lujo opulento que empeñaba a una aplicación constante, y mantenía en verdor el comercio y la minería. Este lujo tan interesante y digno de que lo fomentase la política, lo ha ido desterrando la libertad del comercio, sin que por esto hayan mejorado las costumbres. Ya no se ve en Lima una casa de las modernas cuyo adorno de cuadros, espejos, mesas y arañas sea de plata de martillo, como eran y son todas las que se pusieron hasta ahora veinte años. Ya no se ven aquellos faldellines de tisú en que la flor que más campeaba era el precio de 500 pesos que costaba cada uno. Ya se van escondiendo los encajes finísimos de Flandes, y asomándose en su lugar las gasas francesas de ningún valor ni lucimiento. Ya se han olvidado enteramente las medias de la banda (que se vendían a 25 pesos) y se han subrogado las blancas de Nimes y Cataluña, que se compran por el principal de España a muy corta diferencia. Ya no es de vergüenza para una limeña adornarse la garganta y los dedos con topacios y piedras de Francia, cuando seis y ocho años era un sambenito engalanarse con otra pedrería que riquísimos brillantes. Ya se dejan ver en muchas mesas de las primeras casas platos de pedernal o de media china, y desaparecer la plata que ha sido común en el Perú hasta en las mesas de la gente ordinaria. Ya se ve a menudo deshacerse de sus vajillas de plata las casas del Perú y registrarse para España con destino al pago de la Escritura haciendo el oficio de la moneda. Hasta en el juego de cartas y dados que tan ordinario es en las indias, se conoce una debilidad en los ánimos, que más es hoy negociación del juego que se hace que divertimento. Era preciso que la constitución del nuevo comercio produjese estos efectos. Por una parte ha impedido que tengan estimación las mercaderías y rindan a su portador una ganancia razonable; y de otra parte ha introducido en aquellos países unos efectos de pura apariencia más baratos y mejores dibujos, y todo en tanta abundancia que se puede decir que toda la ciudad es un almacén, o que faltan almacenes para encerrarse efectos. En el año de 86 tuvieron los alquileres de las casas un aumento considerable porque eran pocas todas ellas para almacenar facturas, o para abrir tiendas de comercio. Entraron, en aquel año en el Callao, nueve embarcaciones mercantes de las del mayor porte, que fueron el Diamante, el Brillante, el Pilar, la Fe, la Caridad, el Aquiles, el Pájaro y la Posta de América. Y en el mismo año y en cada uno fondeaba en el Callao la fragata de guerra de la Compañía de Filipinas con efectos de estas islas hasta en cantidad de 400 ó 500 pesos. Cuando llegaron estos buques estaba la ciudad abarrotada de efectos de los que habían entrado sucesivamente desde el año de 82 en que se publicó la paz con los ingleses; y sola la Compañía de Filipinas tenía en almacenes 2.000.000 pesos en mercaderías. Las ventas se hacían a paso tan lento que algunos factores europeos hubieron de dejar sus géneros en la aduana para no verse ejecutados al pago de las alcabalas y almojarifazgos; lo que dio motivo al comercio para pedir al superintendente D. Jorge Escobedo que además de los seis meses de espera que está concedida por regla general para el pago de estos Reales Derechos les prorrogase un año; y que por no haber bastado éste le volvieron a pedir otro año. ¿Pero qué se extraña si hubo hombres que después de haber hecho en persona aquella tan penosa y dilatada negociación, en que estuvieron casi perdidas las fragatas Pilar, La Fe, y la Caridad, vendieron sus facturas sobre un diez por ciento menos del principal de España? No podía quedar duda en la desgracia que corría el comercio en aquella estación, porque además del clamor general en que todos prorrumpían, informaban de esta verdad las tiendas de los mercaderes, cuando se iba a comprar algún renglón, porque tal se trillaba a veces que se tomaba por los mismos reales de vellón que se acababa de comprar en Cádiz; y no era raro comprar por peso fuerte lo que valía en España peso sencillo; de manera que se ganaba más a ocasiones en irse a surtir a los portales de la plaza, que enviando por los efectos a Europa de propia cuenta. La experiencia y la razón han enseñado en todo tiempo que ni a los americanos conviene, ni a nosotros está bien, que en Indias abunden nuestros efectos, y ande cara la moneda. Las minas trabajan con mucho menos empeño desde que está subido el dinero, y abatido el precio de las mercaderías y los negociantes para haber de regresarse a España, y cubrir sus escrituras, se hallan obligados a malbaratar su hacienda. La misma providencia del todo poderoso que encerró en el centro de estos terrenos los metales de oro, plata, los azogues, y las perlas, está manifestando que conviene escasear allí lo que abunda en nuestros términos, para que venga la balanza a su equilibrio. Desde que las ciudades de indias se hallan surtidas de efectos en la abundancia y baratura que se ha dicho, han descuidado el trabajo de las minas, que era el medio esencial para el trueque de nuestros efectos. Esto se palpa en indias observando lo que sucede en tiempos de guerra. En el de paz en que todo sobra a precios ínfimos, se vende un par de medias de Nimes, introducidas por alto en cinco pesos o cuatro y medio. Viene una guerra, crece el valor de todos los efectos un ciento por ciento, se ponen las medias blancas a diez pesos y las de la banda hasta treinta y cuatro, se venden más, y se compran con menos regateo que en tiempo de paz. Esta diferencia proviene de que abunda la moneda; de que está bajo su precio; de que las minas se trabajan más, porque hay mayor necesidad de su producto de que todos ganan en su ejercicio, y de que en Indias hay más lujo mientras más cuesta el mantenerlo. Lo mismo sucede con el juego, con los banquetes, con los saraos, con los espectáculos, y con todo vicio o entretenimiento: En la guerra se juega oro, y en la paz, plata macuquina; y si corriese vellón con él se haría el tanto para el juego. Las partidas de diversión, los paseos al campo, los pasatiempos, se alcanzan unos a otros, y se compiten en suntuosidad; y en tiempo de paz todo es inacción y melancolía. Tan cierto es, que la abundancia del metal que viene con la carestía, da alientos para despreciarlo, y su escasez los quita y suplanta la economía y el ahorro. La razón de esto es muy congruente, y consiste en que cuando abunda todo menos la plata, incrementa su valor, y se teme gastar la que se tiene adquirida; pero cuando abundan las adquisiciones del dinero, su misma abundancia lo envilece y hace que se derrame y corra por las calles. En tiempo de paz en que todo abunda, todo es un lamento, y cada casa una escuela de economía; y en el de guerra todo es lujo, magnificencia, placer, divertimento y profusión. En aquél escasea la moneda, y vale más; en éste se abarata, porque dos signos de ella apenas alcanzan para adquirir lo que se compraba por uno solo. En los dos siglos y medio que rigió en España el sistema de traer acotado el comercio, y la máxima de sujetar a sus individuos a la matrícula de fondo, se llevaba por máxima fundamental de buen gobierno no introducir en la América la fábrica o el plantío de ninguno de los renglones que pudiesen ir de España. Las Leyes de Indias no permiten dudar de esta verdad; pero contraigámonos por no fastidiar a las que prohiben tan estrechamente el plantío de viñas, olivares, y linares en las indias, cuya prohibición se ha reproducido innumerables veces por las transgresiones que ha tenido. Las leyes que indican esta prohibición se remiten al capítulo de la instrucción de virreyes hecha en el año de 595 por orden del Señor Don Felipe II y esto supone que desde los principios se están dando cédulas y despachos vedando en las Indias la abundancia de ciertos efectos. Por no haberse cumplido estas órdenes, se publicó por la del Señor Don Felipe IV en el año de 628 la Ley 18 del Libro 4 título 17 en que usando de benignidad y clemencia, en vez de proceder, como era justo, contra los dueños de viñas, mandó S.M. que todos los poseedores pagasen cada año a razón de dos por ciento de todo el fruto que sacasen de ellas con tal de que en cuanto a poner otras de nuevo, quedasen en su fuerza y vigor las órdenes y cédulas antiguas que lo prohiben y defienden. La causa de esta prohibición (que comprende asimismo el plantío de olivares) es demasiado manifiesta; sin embargo habremos de poner aquí la letra de uno de los capítulos de la instrucción del Virrey Don Luis de Velasco en que el Señor Don Felipe II se explica con toda la claridad que pudiéramos desear. Dice así: "En las instrucciones y despachos secretos que se dieron a Don Francisco de Toledo cuando se fue a gobernar al Perú, se le ordenó que tuviese mucho cuidado de no consentir que en aquellos reinos se labrasen paños, ni se pusiesen viñas, por muchas causas de gran consideración; y principalmente porque habiendo allá provisión bastante de estas cosas, no se enflaqueciese el trato y comercio con estos reinos". El mismo Soberano en el año siguiente de 596 ordena al virrey de México que informe si han plantado en aquella tierra morales y linares, y no consienta que en esto pasen adelante. Pero si cabe mayor expresión de los motivos que obligaron a estas providencias, se halla en una cédula del año de 610 dada por el Señor Don Felipe III al Virrey de Lima, marqués de Montesclaros, la que copia en su política el señor Don Juan de Solorzano, oidor a la sazón de aquella Real Audiencia, que se dice así: "Y pues tenéis entendido (habla el Rey) cuanto importa que no se planten viñas en estas provincias, para la dependencia que conviene tengan esos reinos de éstos, y para la contratación y comercio os encargo y mando que tengáis cuidado de hacer ejecutar lo que acerca de lo susodicho está proveído usted". Estas leyes envuelven a nuestro parecer los mejores principios de política por donde debieron y deben gobernarse las Américas en todos tiempos. Estos reglamentos, los más sabios que se han escrito (y cuyo tino y rectitud es admirable en todo el código de indias, sin que los siglos posteriores a su data hayan tenido que reformarlo en parte sustancial) dan la balanza en que se ha de ajustar el comercio de la América, mostrando que nada debe abundar en ella que enflaquezca el trato con la España, o que disminuya la dependencia de estos reinos con aquellos. Para este fin se prohiben las fábricas de paños, el cultivo de moreras, la siembra del lino, y el plantío de viñas, y olivares; y se pretende por estos medios que los americanos dependan de los españoles tan precisamente en el uso de las ropas de paño, en el de lienzos finos, en el de las sedas, y en el vino, y el aceite que no puedan adquirirlo por sus propias manos en poca ni en mucha cantidad. Este anhelo de nuestros soberanos desde la conquista de las indias por hacer depender de nuestro comercio el surtimiento principal de aquellos habitantes, tiene por objeto la utilidad de los españoles, y el animarlos a entrar el peligroso modo de buscar sus aumentos por el comercio de la mar; y prohibiendo unos actos lícitos y buenos por su naturaleza, como son todos los oficios de la agricultura, quisieron obligar a sus vasallos de las Indias a que vistiesen y bebiesen de efectos ultramarinos; considerándolos bien compensados de este gravamen con vivir apartados del fuego de la guerra, con estar exentos de tomar las armas para ella, de sufrir alojamientos y bagages, de pagar pechos, y derramas; y sobre todo con tener en su arbitrio el goce y aprovechamiento del oro, plata y azogue, y los riquísimos ramos de la coca, cacao, azúcar, añil, grana, cascarilla, tabaco, y otros exquisitos con que Dios enriqueció y mejoró aquellas tierras. Deben, pues los americanos vestir y beber de lo que le presenten nuestras naos, y deben comprarlo con estimación por su mismo bien y el nuestro. Por el suyo, para que no abandonen los ramos de comercio que les están permitidos, y por el nuestro para que no nos sea preciso abandonarlo con más daño de ellos que de nosotros. Pues en efecto, los españoles hemos pasado sin comerciar con las Indias desde la fundación de España hasta el siglo XVI, y nos sería un daño intolerable volvernos a nuestra constitución primera; pero los americanos ni pueden expender sus frutos ni vestir decentemente, si cesa el comercio que les transporta lo uno y lo otro. Pues si son unas verdades demostradas las que dejamos referidas nada podrá ser más opuesto a las máximas políticas, que tan felizmente han regido por espacio de 300 años, que un linaje de comercio desmedido, arbitrario y fuera de reglas, que ha introducido más abundancias en las indias que la que pudieran haber hecho los plantíos y las fábricas; un comercio que ha enflaquecido nuestro giro hasta el punto de hacernos dependientes de los que siempre lo han estado de nosotros. Esta libertad es la que ha aniquilado la dependencia de utilidad que se propusieron fijar, como fiel de la balanza los Señores Don Felipe II y III, a favor de los negociantes españoles. Esta libertad, según demuestran los efectos, ha causado que aquel privilegio exclusivo de vender en indias, que se inventó para nuestro provecho, se ha convertido en el de ellos, porque por virtud de este franco comercio han recibido los frutos de América una estimación triplicada, que les costea el valor de nuestras mercaderías dejándoles muchas ganancias, y nosotros a quienes debía enriquecer, nos va llevando a nuestro fin a paso redoblado. Esta libertad arrastra las manufacturas de Europa hacia la América, y estanca y detiene en ella la mayor parte de la moneda, dejándonos exhaustos de géneros y enflaquecidos de dinero. Véase aquí todo lo que podrían conseguir los americanos, si dependiendo nosotros de ellos, viniesen a nuestros puertos cargados de sus cosechas: vendernos caro sus efectos, y llevarse muy barato el paño, el lienzo, la seda, el vino y el aceite. Por esto fue que dijimos en otro lugar, y no podremos menos de repetir que los indianos habían venido a hallar sus Indias en nuestra España; porque en realidad de verdad, nuestros americanos en el día se surten de lo que necesitan y no venden lo superfluo, ganando en uno y en otro; en aquéllo, ahorrando de gastar un ciento por ciento, y en éste vendiéndonos con otra tanta ganancia hecho el cotejo de los precios a que hoy compran y venden con el de ahora 20 años. Esto es puntualmente lo que hacíamos antes los españoles; y éste era el objeto con que viajábamos a las Indias; luego podemos decir con verdad que los americanos tienen sus Indias en la Europa. La diferencia, de este comercio figurado al verdadero, estriba sólo en el modo de hacerlo; en que el figurado necesitaría exponer sus vidas, sus buques y hacienda a los peligros y averías del mar; y haciéndolo del modo que lo practican, negocian, lo mismo con toda seguridad, y transfieren a nosotros el riesgo y el peligro. Con que es evidente, que las Indias, o son ya para los indianos, o las encuentran éstos en las contrataciones que vamos a celebrar con ellos a las puertas de sus casas. Pues para que no se diga que la sabia máxima de prohibir las siembras y plantíos, que regló nuestro comercio en el reinado del Señor Don Felipe II la ha carcomido el tiempo; y no se añada que las circunstancias y la ilustración de nuestro siglo ha obligado a variar los sistemas y abolir las leyes antiguas, será oportuna noticia la de una Real Orden del año de 84, en que se mandó al superintendente de Real Hacienda de Lima Don Jorge Escobedo, que hiciese cerrar todas las fábricas de sombreros que hubiese en aquel reino, y que recogiese toda la lana de vicuña que encontrase y la enviase a España de cuenta de la Real Hacienda, siendo el objeto de esta providencia que estancada la materia, cesasen luego las manufacturas y no se usase de otras que las que se condujesen por el comercio de España. Los inconvenientes que se tocaron en el cumplimiento de esta Real disposición fueron tantos a pesar de su debido respecto, se vieron necesitados los fiscales de S.M. Don José Gorvea, y Don Rafael Antonio Viderique a proponer al Virrey Don Teodoro de Croix en respuesta de 12 de febrero de 88, que consultase a S.M. el expediente que se debería tomar en el conflicto de no poder ejecutar sin mucho riesgo aquella soberana disposición; y que entre tanto suspendiese el cumplimiento de la Real Orden y dejase correr las fábricas de vicuña hasta nueva providencia del monarca. Tales son los inconvenientes que se tocan cuando se trata de arrancar un abuso envejecido: una cosa que hubiera sido fácil de remediar al principio, se hizo irremediable con el tiempo a causa de la compasión que se interpuso de por medio a favor de los fabricantes de esta materia; porque se halló que eran tantos, y tan crecido el caudal que giraba por este ramo de comercio, que temieron los fiscales y el virrey algún daño de peores consecuencias en poner en práctica la Real Orden, y se determinaron para la consulta al Soberano. Este hecho arroja un convencimiento el más concluyente de que también en nuestros días se ha reconocido el gravísimo inconveniente que trae al comercio la abundancia en indias de cualquier efecto mercantil; pues la Real Orden para el estanco de la lana de vicuña, no tuvo otro objeto que impedir la confluencia de un género de manufactura española con otro de la misma clase fabricado en América; temiendo que esta concurrencia abaratase demasiado el efecto español de su especie, y al cabo viniese a extinguir este ramo de negociación. Este enflaquecimiento de nuestro comercio, y esta independencia de los americanos, fueron las causas que impulsaron las prohibiciones de siembras y plantíos que publicaron los reyes Felipe II y Felipe III. Y supuesto que esta abundancia es tan perniciosa al Estado, y al comercio, no nos parece que puede haber una providencia que más contribuía a esta detestada abundancia que la libertad del comercio ultramarino. Las fábricas de sombreros que hay en Lima no pueden brotar jamás tanto número de ellos como seis, siete u ocho fragatas que fondean en aquel puerto todos los años. Luego para nivelar la balanza del comercio, no es suficiente el abolir las fábricas ni los plantíos es preciso al mismo tiempo que se ajusten a las remesas a los consumos. Esta no es una proposición de nuestro discurso. Es un dogma de comercio, y es una máxima de Estado que no necesita de pruebas. Sin embargo, por tener su origen en las sabias leyes de Indias (cuyas providencias han hecho el objeto de nuestro estado y siempre lo serán de nuestra admiración y respeto, y de cuantos las lean con atención) citaremos dos de las de este código en que está prevenido con dos siglos de anticipación lo que deseamos ver observado. Una de estas leyes es la 1.? del libro 8 título 34, expedida en Madrid por la Majestad de Felipe II en 11 de enero de 1593, y refrendada allí mismo por el Señor Felipe IV en diez de febrero de 1635. Porque conviene que se excuse la contratación de las Indias occidentales a la China, y que se modere la de Filipinas por haber crecido mucho con disminución de la de estos reinos, mandamos que ninguna persona trate en las Indias Filipinas; y si lo hiciere, pierda las mercaderías. Mas por hacer merced a aquellos habitantes, tenemos por bien que solos ellos puedan contratar en la Nueva España, con tal condición que remitan sus haciendas con personas de las dichas Islas, y no las puedan enviar por vía de encomienda o en otra forma a los que residieren en la Nueva España, por que excusen los fraudes de consignarlas a otras personas, sino fuere por muerte de las que las condujeren. La 2.1 ley que dijimos, es la sexta del mismo título libro, que ordena, que el trato y comercio de las Islas Filipinas con la Nueva España no exceda en ninguna forma de la cantidad de 250 en mercaderías, ni el retorno en principal y ganancias en dinero de 500 bajo de ningún título, causa ni razón que para ello se alegue. Nada es más fácil de ejecutar que la aplicación de estas Leyes al intento de nuestro pensamiento. Ellas nos manifiestan los males que vienen al comercio de que crezca la contratación en demasía y el remedio que debe aplicarse en este caso: prohibirlos a ciertas personas, o circunscribirlo a ciertas manos y limitar a cantidad determinada el valor de las mercaderías que se han de negociar. En tres reinados consecutivos se expidieron estas providencias, y se reencargó su observancia por tres veces en el espacio de 42 años. Y lo mismo se ordenó, por la ley 78 del dicho título y libro por lo respectivo al comercio que se hacía del Perú a Nueva España aunque en la limitada cantidad de 100 ducados; y la razón que da la Ley es porque había crecido con exceso el trato de ropa de China en el Perú con daño del Real servicio, bien y utilidad de la causa pública, y comercio de éstos y aquéllos reinos. Nació con el descubrimiento de las indias la idea de propagar su comercio a todos o los más puertos de España fundando en esta amplitud, los autores del proyecto la esperanza de mayores remesas, y más crecidos ingresos de plata y frutos de América. Esta ganancia fantástica ha tentado muchas veces a los bien y mal intencionados para desear la extensión del comercio de Indias a todos los puertos de la Península, y pretender desquiciarlo del de Sevilla y Cádiz; recomendando esta franquicia con tachar de estanco el sistema antiguo, apellidarlo injusto, poco lucroso para el Erario, escaso de bajeles y marinería, y atreviéndose a motejar esta restricción del comercio, por perjudicial al fomento de la industria y a la misma población. Pero jamás han correspondido las pruebas o las tentativas de este sistema a los deseos ni a los prometimientos de sus patronas; y el grande peso de la experiencia ha vuelto a poner al comercio en su centro, haciendo detestable la perniciosa máxima de una libertad ilimitada. Establecido el comercio de Indias en Sevilla y fundada en ella la Casa de Contratación por los Reyes Católicos en el año de 503, se comenzó y se continuó el giro a la América por el río Guadalquivir, sin que otro ningún puerto de España tuviese derecho a despachar registros a aquellas regiones. La codicia, que ha sido fruto de todos los siglos, introdujo y arraigó la idea de la ampliación del comercio; y fue con tanta felicidad que con data de 15 de enero de 529 se despachó Real Cédula, concediendo a algunos puertos de la corona el privilegio de hacer su comercio directo con Indias. Cuarenta y cuatro años solamente pudo sostenerse este proyecto tan decantado; al cabo de ellos, a pesar de sus grandes protectores, fue preciso olvidarlo y detestarlo absolutamente, volviendo a traer el Río de Sevilla la carrera de las Indias, por las dos Reales Cédulas del 1.° y 21 de diciembre de 573, que andan impresas con las Leyes de la recopilación. Los desmedros del Erario, y los desórdenes a que abrió puerta el abuso de esta libertad obligó a cerrar aquella, y a coartar ésta con cabal conocimiento de que ninguna cosa nos arruinaría más pronto que una franqueza de puertos que convidase a comerciar a todo vasallo. Hasta el año de 717 se hizo el comercio de Indias desde aquel río; y trasladado a Cádiz en fuerza del estorbó que causaba a los barcos de mayor porte la barra de Sanlúcar comenzó a hacerse por flotas y galeones a tiempos reglados, y también por registros sueltos, si la necesidad lo exigía midiendo siempre las licencias en el consumo para que la demasiada concurrencia no causase perjuicio al comerciante. Y para simplificar el mecanismo de embarque y el ajuste de los derechos de la corona, se establecieron en el año de 20 las reglas del Real proyecto, y la cobranza de los derechos por la medida llamada del Palmeo que sin abrir el fardo ni desenrollar sus piezas, ni apreciarlas y reconocerlas en que ahora se consume mucho tiempo, y se ocupan muchas manos, se hacía cuenta de lo que adeudaba cada especie a 1a Real Hacienda con una brevedad prodigiosa, y se ahorraba el comerciante la penosa tarea (a que ahora está sujeto) de empaquetar sus efectos en la casa de la Aduana, donde nunca puede practicarse con el primor y conveniencia que en la casa de comerciante. Veinte años se expidió el comercio de mar por el reglamento del año de 20, hasta que en el de 40, con motivo de la guerra con la Gran Bretaña, se interrumpió el giro de flotas y galeones, y sólo se despachaban registros sueltos. Así prosiguió hasta el año de 55 en el cual fue preciso volver a restablecer las flotas para que no se acabase de arruinar. Las contradicciones que sufrió el proyecto de las flotas fueron grandes; y en ellas alcanzaron que desde el año de 48 en que se hizo la paz con los ingleses hasta el de 55, no se despachase ninguna a Nueva España y sólo se girase por registros. Pero esto sólo abasteció con tanta abundancia la América septentrional, que cesando de comprar aquellos comerciantes y malbaratando los nuestros sus facturas sucedieron tantas quiebras en Cádiz, Bilbao, Madrid y Sevilla, que vino a perder el comercio la mitad de sus capitales. A la luz de este desengaño fue preciso abrir los ojos y el mismo Don Julián de Arriaga, que siendo presidente de la contratación, patrocinaba el comercio por registros y se oponía a las flotas, publicó la primera en el año de 55, siendo secretario de Estado. El sistema de comercio por registros sueltos no permitía balancear el despacho de las mercaderías de Europa con el consumo de América, y sólo aquel exceso de las remesas al necesario, originó el trastorno que experimentó el comercio y que casi lo aniquila. Este exceso no podía ser en mucha cantidad, ni entrar a cotejo con los transportes del libre comercio que se hacen en el día porque un puerto sólo era entonces el habilitado y unos cargadores obligados a exhibir un cierto capital para poder negociar en Indias no podían abarcar un comercio tan vasto como el que hace hoy la mayor parte de los puertos de España e Indias sin sujeción a matrícula de fondo ni a las formalidades de la antigua planta. Sin embargo, aquel surplus que se dejó navegar a las Américas en los quince años de 40 a 55, ocasionó el estrago que hemos dicho: quince años en que se soltó de la mano la balanza, aunque sin abrir la puerta a la libertad, bastaron a inundar las Indias de mercaderías y a estancar allá la plata. ¿Cuál será pues, el que habrán formado quince años de libre comercio, en los cuales ha podido ir a Indias tanta cantidad de efectos en cada uno como pudieron conducir nuestros buques en aquellos 15 años? Abierto este franco comercio por el año de 78, en caso todos los puertos de España, se abolieron las reglas del Real Proyecto, se extinguieron los derechos de extranjería y de tonelada y el 4 por ciento de guarda costas, y se ordenó un reglamento con un arancel por la entrada y salida de los cargamentos de América que rebajó los derechos de alcabala, y almojarifazgo, introduciendo el aforo en lugar del palmeo. El plan de este nuevo proyecto, sin duda alguna, mirado sobre el papel, o examinado por el entendimiento sin luces de la práctica es capaz de encantar al hombre más experto. Este vasto y vistoso proyecto presenta por cualquiera de sus aspectos un comercio general y dilatado a todas las provincias de la Península, que brinda a los españoles la conveniencia de transportar a Indias los frutos de su suelo y de traer a las puertas de sus casas el oro y la plata de la América sin perder para estas participaciones del arbitrio de los comerciantes de Cádiz; un proyecto que por medio de su franquicia, y de la minoración de los derechos reales multiplica la extracción de nuestros frutos, y el retorno de los de indias, con notable fomento del comercio de fletes y de la marinería, y con mayor número de embarcaciones mercantiles un proyecto que difunde por todas las provincias de la Nación una mitad o algo más de lo que antes se encerraba en solo Cádiz; un proyecto que con el riego fecundo de los metales debe hacer exceder la industria en todas partes, mejorar las artes, ampliar la agricultura y hacer manar a toda España en abundancia; un proyecto, en fin, que debe hacer huir de nuestro terreno el ocio, y la mendicidad, desbaratar el estanco que se atribuía a Cádiz en perjuicio de las demás provincias de la Península y ponerlas en la dichosa posesión de una riqueza a que tenían igual derecho todos los que merecían depender de un mismo Soberano. Tales son las ventajas con que convida el plan de libre comercio, en quien hasta el nombre es halagüeño: nombre por cuyo sonido hemos visto arrimarse a muchos al partido de este comercio, sin dar más razón de su opinión que la agradable consonancia de aquel dulce adjetivo. Y tales son de hermosos los lejos de esta pintura, que mirada a cierta distancia es casi imposible que no gane el corazón a cuantos le entreguen los ojos. Pero examinada de cerca, trasladada del papel a las manos, puesta en uso, y empezada a tantear hace ver la experiencia, superior a todo raciocinio, que las ventajas son pintadas, y que ni el Rey ni la Nación ni el comercio, ni las artes han mejorado su causa desde que rige el comercio libre. Lejos de haber prosperado el comercio y los demás ramos de nuestro terreno, todo ha decaído notablemente. Esta misma libertad tan fértil en conveniencias para nuestra Nación, ha sido la causa del exterminio a que ésta ha sido conducida. La misma libertad que se ha dado para que hayan navíos a Indias desde todos los puertos habitados, ha causado el perjuicio de una concurrencia fuera de los límites convenientes, que así es nociva al cargador español como al americano. La concurrencia de vendedores, cuando es superior al número de los consumidores necesariamente induce a la baratura y llega hasta el punto de envilecer las mercaderías. Por el contrario, cuando el número de consumidores es superior al de los compradores da una alta estimación a todo lo que se vende, y no es raro que lleguen a medirse las ganancias por la codicia del vendedor. En Indias donde la mayor parte de lo que conducen los cargadores es negociado con dinero a la gruesa, tomado el riesgo para pagar en los puertos del destino es doble el quebranto que ocasiona al cargador hallar provisto el lugar de feria: porque le van corriendo los intereses del dinero hasta que satisface, o le embargan la hacienda y se la vende a un precio ínfimo; y como unos buques se suceden a otros, y nunca se verifica escasez, no queda el arbitrio al cargador de reservar su factura hasta mejor tiempo, porque todos son peores, o porque teme que cesen las modas que se sustituyen continuamente y queden por los suelos dos o tres millones de pesos de una semana a otra. Síguese a esto la quiebra de unos y otros por el enlace que todos forman entre sí, hasta venir a dar al prestamista que es el tronco o la raíz de todas las progresiones que se van derivando de su dinero; y no pudiendo pasar de aquél, sucede que el daño que cualquiera de las quiebras que acontece entre españoles, disminuye el fondo del comercio, porque no puede verificarse que vaya a dar la falla de uno de nosotros a las potencias extranjeras. La razón es clara, porque saliendo de España en plata y frutos el valor total de lo que recibe de las demás naciones para el abasto de los dos reinos, se pierde después de hecho el trueque alguna parte de este capital, lo pierde nuestro comercio a diferencia de aquellas naciones donde se hace el comercio en comisión, o donde se emplea todo en fomentar las manufacturas del país (como en Francia), pues entrando por este medio en manos de los obreros el dinero que sale de los comerciantes, aunque pierdan éstos las manufacturas que conducen a expender fuera, siempre queda en el seno de la Nación el respectivo fondo en metal, y sólo viene a perder el equivalente en efectos y las ganancias de su transporte. La España lo pierde todo: porque el dinero que dejó por pagar un comerciante a otro, como no viene de Indias, no vuelve a ir, nunca más vuelve al círculo y disminuye el capital en otra tanta suma. Es nociva la concurrencia dicha al comerciante vecino de Indias, porque receloso de que la sucesiva navegación de tantos buques ha de menester siempre la abundancia en el mismo o mayor pie, teme perder hasta en lo que compra muy barato; y así sólo lo ejecuta de lo más preciso para el despacho diario, queriendo más bien tener su caudal en inacción que exponerlo a una pérdida probable por una ganancia incierta y contingente. De manera que ni al comercio español ni al de América puede ser de provecho una franquicia absoluta e ilimitada que cree más número de comerciantes que el que sufre la población de España y el consumo de las Américas. Que la Real Hacienda no ha adelantado sus intereses lo demuestra la experiencia y lo persuade la razón. Los derechos no se han multiplicado, antes bien han padecido notable disminución. E1 de toneladas, que formaba un renglón crecido, se ha suprimido enteramente; el de extranjería se ha extinguido; y los restantes han sufrido una considerable rebaja. Los gastos del erario se han aumentado notablemente de resultas del comercio libre; cuando se hacía el de indias en derechura desde Cádiz bastaba un moderado número de empleados en la aduana y en el resguardo; y hoy que se halla disperso aquél en varios puertos; ha sido necesario aumentar considerablemente el número de oficiales, y aún no bastan para dar pronto expediente a la habilitación de un buque por la escrupulosa detención con que han de reconocer y apreciar toda su carga en vez que en lo antiguo la cinta daba sumado el importe de los derechos de cada factura sin necesidad de abrir fardos ni ocupar la mitad de la gente. Los resguardos de los puertos han necesitado proporcionar refuerzo grande de empleados, que hace triplicado el gasto del erario; conque sin haber aumentado la Real Hacienda sus emolumentos, se halla gravada con este exceso de gasto. La Nación en común no puede haber adelantado mucho con este nuevo proyecto, cuando vemos que ha sido perjudicial al comercio: porque teniendo sus relaciones con este cuerpo todos los ramos de un Estado, necesariamente han de participar de los crecimientos o desmedros que aquél experimente. Veamos en primer lugar si el comercio libre ha adelantado nuestra agricultura. No dudamos que si la Nación hubiese aumentado sus cosechas, o adelantado su despacho por los auxilios de un comercio franco, le sería muy conveniente esta libertad, y deberíamos sentir que les hubiese estado vedada por espacio de tres siglos. El incremento de nuestras cosechas nos produce el mismo interés que la transportación de los frutos a América; esto es, el ahorrar plata acuñada en la compra de efectos que hemos de tomar de la Europa, Asia y África para nuestro surtimiento y el de las Américas. Las cosechas de nuestro suelo nos valen todos los años tres millones de pesos en efectivo por otros tantos que vendemos a los extranjeros en vino, aceite, lanas, pasas, almendras, naranjas, sosa, barrilla, etc., a cambio de lo que nos traen a nuestros puertos; y otro millón de pesos que remitimos a la América en estos mismos efectos y se nos retorna en oro o frutos, nos deja en posesión de cuatro millones que deberían pasar a los extranjeros si no tuviésemos esta casta de moneda de subrogar a la acuñada; por lo tanto si el sobrante de nuestra cosecha alcanzase a pagar todo lo que necesitamos de afuera podríamos ahorrar toda la plata y oro que recibimos de las Américas. Pero la libertad del comercio, después de no tener influjo directo en el fomento de la agricultura, ha aminorado mucho la población de España; con lo que lejos de aumentarse la labranza de nuestros campos, nos ha robado una multitud de brazos que tienen atrasada nuestra agricultura en otra tanta cantidad. No hay duda que el comercio libre no ha coadyugado en nada al aumento de nuestras cosechas; las mismas especies y cantidades que se criaban en nuestras campiñas hasta el año de 78, son las que se producen en el día; no se ha adelantado ninguna; y la diferencia de las cosechas actuales a las de ahora 15 años consiste en ser menores las del día por serle igualmente el número de labradores. Pero suponiendo que se diesen en grande abundancia, es evidente, que teniendo asegurada la venta de nuestros frutos a las puertas de nuestra casa sin necesidad de salir con ellos fuera, no podemos comprender en qué aprovecha a la agricultura, que se haya habilitado diferentes puertos, con muchos buques que conduzcan nuestras cosechas a las Indias. Porque si no pretendemos en ganarnos, debemos conocer que lo que tiene cuenta a la nación es comprar de fuera lo menos que sea posible, y permutar mucho. El cambio se hace con efectos de dos naciones en que cada una se desprende del sobrante de su suelo por adquirir lo que no tiene; y las compras se hacen por medio de signos numerarios de plata y oro, que evacuan la España de estos preciosos metales que es su mejor patrimonio. Mientras más despacho tengan nuestras cosechas para Indias, menos porción podremos cambiar con los extranjeros, y más cantidad de plata habremos de ponerle en las manos. Es verdad que conduciendo a indias nuestros frutos, rendirán mayor ganancia y su importe, retornado en moneda o especie, podría vivificar nuestra agricultura; pero esto mismo se consigue por medio de mercaderías. Con ellas se traen frutos y moneda de indias, y no se imposibilita la nación de negociar sus frutos con el extranjero y de conservar el metal que es lo que le interesa. Si nosotros no tuviésemos modo de dar salida a nuestras producciones, o éstas fuesen mayores que las que se necesitan en Europa, sería un proyecto útil abrir muchos puertos en España que facilitasen el transporte de nuestros frutos o donde lograsen buen despacho; pero sobrándonos compradores y faltándonos qué vender, de nada nos sirve tener puertos y bajeles por donde transmigrar las cosechas de nuestra campiña. Lejos de esto, es cosa bien obvia que mientras más escasean nuestros frutos, recibirán mayor valor en la Península y esto acarreará uno de dos males: o que el extranjero las solicite en nuestros países, o que nos encarezca sus manufacturas. Por estos principios, si fuese posible vedar absolutamente el embarque de nuestros productos para indias, se llevaría el extranjero aquel millón o millón y medio de frutos que dejamos de embarcar, y la plata que hoy extrae en su lugar, quedaría entera en nuestro círculo. Pero siendo indispensable que la nación entera tenga el derecho de comerciar sus frutos en América siempre será evidente verdad, que mientras más embarque para allá, menos permute acá y por esta regla no se debe prohibir este comercio de Indias a la nación, ni se debe aspirar a que crezca con exceso: y el medio de estos dos extremos es tolerar el comercio de Indias a la Nación pero sin anhelar demasiado en evacuar la España de lo que necesita el extranjero. No obstante, si nosotros no nos engañamos demasiado en nuestros modos de pensar, ha de ser preciso conocer que al labrador español es un arbitrio inútil tener muchos buques que puedan conducir a Indias lo que coseche en su terreno. Son carreras tan opuestas las de arada y las del comercio que ninguno las reúne en su persona ni esperamos ver esta sociedad. E1 verdadero labrador ciñe sus conocimientos y ocupa todo su tiempo en el cultivo de la tierra; y su apego, sus costumbres, su sencillez, y para decirlo de una vez, su rusticidad, lo alejan del bullicio y laberinto de la marina y lo hacen detestar esta carrera. Ambas profesiones requieren un estudio práctico de sus mecanismos y piden una serie de actos repetidos que enseñen el arte a los que han de destinarse a su ejercicio. Esta doble atención a dos profesiones diversas ni es para todos ni se puede desempeñar sin muchos fondos, éstos escasean tanto en la campaña que nuestros labradores necesitan por lo común que se les anticipe una parte del valor de sus cosechas para poderlas alzar de la tierra. Los más tienen que ocurrir a los Pósitos de sus pueblos a que se les socorra con trigo para sembrar; y casi todos malogran el precio de su sudor por verse obligados a contratar en flor el fruto de sus haciendas, por no poder esperar a venderlo con estimación en el invierno. En Málaga, puerto de mar habilitado, y no de los más famosos de comercio se ve todos los días andar los viñateros y los huerteros de puerta en puerta, brindando con la venta de sus cosechas a un precio inferior por que les presten 200 ó 300 pesos. En tierra adentro abundan estos contratos en todas las estaciones del año; son pocos los que manejan el caudal bastante a preparar la tierra, sembrarla, levantar los frutos, y aguardar a venderlos a su tiempo; por lo mismo son poquísimos los labradores que sean capaces de embarcar de su cuenta lo que cosechan y menos los que quieran destinarse a hacer este comercio. Es empresa demasiado gravosa para un labrador bajar al puerto de embarque con sus frutos, ponerlos en almacén, tratar el flete, correr las aduanas, desembolsar los gastos, embarcar su carga, consignarla en Indias, esperar a su venta, cobrar el retorno y conducirlo a su casa. Estas son unas operaciones que en primer lugar requieren tiempo, necesitan de instrucción, y exigen gastos no pequeños. A1 labrador es demasiado costoso dejar su casa y numerosa familia por dos o tres meses cada año, y bajar al puerto a negociar las prolijas diligencias de un embarque para Indias. En el momento que se resuelve a desamparar su cortijo y lo entrega a un capataz, empieza a sentir pérdidas y su ausencia por algún tiempo, bastaría para dejarlo arruinado. Las labores del campo necesitan más que otras la presencia del amo y una vigilancia continua. Sus tareas no se expiden sin un número de 30,40 ó 60 operarios, a quienes es preciso celar a toda hora y estarlos proveyendo incesantemente. Cualquier abandono o descuido que se tenga en esto, malogra todo el provecho que se debió esperar. Sin embargo si hubiese un labrador que pudiese sustituir su presencia en el campo con la de una persona de toda la confianza necesaria; y que caminase a la capital una vez en cada año a registrar sus frutos para indias abandonaría este giro brevemente. Este hombre sacado ya del sosiego y de la libertad del campo, trasplantado entre el bullicio de una capital, precisado a tomar alguna parte de su lujo, y obligado a recorrer las oficinas y casas de comercio haciendo contratos marítimos, estaría fuera de su centro, abominaría aquella vida, suspiraría por volverse a su aldea, se confundiría con la muchedumbre de atenciones a que tenía que prestarse, necesitaría valerse de una guía que lo condujese, no sabría ni aún hablar, no entendería los términos de lo que se hablase, preguntaría a todos y al cabo se avergonzaría y se afligiría y partiría aburrido para su casa persuadido a que no era para él entrar ni salir de aquel laberinto. Hombres muy civilizados nacidos no lejos de los puertos, viven sin saber lo que quiere decir policía, avería, baratería, falso flete, registro, marchamo, consulado dos riegos, etc. y generalmente todos los que no han practicado el mecanismo de un embarco o desembarco, se aturden de verse en una aduana y se consideran peregrinos dentro de su misma patria. Pero no es esto lo más; una negociación a Indias, repetida todos los años, no puede entablarse por ninguno sin sentir un escritorio sin valerse de libros y dependientes para anotar con menudencia y separación los costos, las órdenes, y las remesas de lo que va y de lo que viene; y ésto es ya levantar una casa de comercio y abjurar la agricultura y la vida campestre, porque son ocupaciones tan opuestas la labranza y el comercio como el sacerdocio y la milicia. Cada uno de estos objetos requiere un profesor que se haya educado en la teórica y práctica de su doctrina, que se sujeta de día y de noche a manejar lo que ha aprendido. Aún los que se han ejercitado en una de las dos carreras muchos años, se quedan sin saber más que imitar lo que ven a otros; y mueren infinitos sin haber adelantado un paso sobre lo que han visto practicar. Entre los del comercio son innumerables los que no saben más que comprar y vender (que es oficio de buhoneros) y pasan la vida sin haber hecho un análisis de los efectos que manejan, sin haber apurado un problema de comercio, y acaso se mueren muchos sin haber sabido la esencia de un contrato de fletamientos, las leyes de una compañía, las restricciones de un préstamo a interés, las condiciones de un seguro, las distancias de los lugares, los puertos de mar, los derechos del Soberano, y en una palabra los precisos elementos del arte que ejercitan. Es verdad que no es absolutamente preciso que un labrador se convierta en comerciante para poder embarcar a Indias los frutos de su cosecha; porque por medio de un comisionista puede expedir este negocio sin moverse de su casa. Esto es así; pero no es más que una cosa posible que pocas veces tendrá efecto. La economía en cualquier clase de tráfico, es el ramo más frondoso y de mejor fruto de que se ha de aprovechar el traficante; sin ella no hay ganancia que pueda vernos medrados; y ella es tan esencial a la industria de un comerciante, que es la maestra de este arte y la depositaria de sus riquezas. Un ahorro de ciertos gastos menores, una exactísima diligencia, una buena oportunidad, un rasgo de viveza, una cautela, un poco de dolo bueno, hacen a veces todo el lucro de una negociación. Es común en los que labran edificios, venderlos después de acabados por una cuarta o sexta parte menos de su valor legítimo, y ganan no obstante mucha plata. La economía, que es parto de la sagacidad y de la vigilancia del amo, es una ganancia de la mayor consideración, y precisamente ha de carecer de ésta el que negocia por mano de otro. Esta es una verdad experimentada por todas las clases del Estado. Los hombres todos la conocen, y todos sienten no poder ser mayordomos de su propia hacienda y agentes de sus negocios. Pocos ricos serían pobres en este caso, y véase aquí la primera pérdida que sufre un labrador negociando por mano de un tercero. Si después de esto le sucede que su apoderado quiebre, o le usurpe una remesa, ya es perdido para siempre y no recupera aquel quebranto. E1 comerciante verdadero, aunque pierda todo lo que embarca en una expedición o le salga fallida una dependencia trae empleado su caudal en una multitud de empresas que le dejan el todo o parte de lo que perdió en una; y se compensa de ésta con aquélla quizás dentro de un mismo año. Pero cuando pudiésemos suponer que fuese compatible a un labrador el oficio de comerciante por medio de un comisionado, bastaría para esta clase de comercio que hubiese un puerto a donde enviar sus frutos a embarcar, y le son útiles los que se han abierto en la Península; por que habiendo en todos ellos barcos menores que conduzcan al de Cádiz lo que se cría en todo el reino, poco importa al labrador que Cádiz esté más o menos distante de su hogar, si ha de correr con este encargo un vecino de aquel puerto con título de apoderado. La habilitación de muchos puertos en España vendría a ser útil al cosechero, si él hubiese de hacer por su misma persona, el comercio directo con las Indias, o si no tuviese derecho de embarcar su cargamento en Cádiz como cualquier comerciante; pero habiendo de negociar sus frutos por medio de comisionistas y teniendo a su favor una orden expresa de S.M. para que se reserve una tercera parte del buque en todas las expediciones o armamentos para los vecinos labradores, es visto que para comerciar con las Indias tienen bastante con un puerto, y le son inútiles los demás habilitados. Para que se perciba mejor esta verdad, tráigase a consideración lo que sucede con los frutos de las ciudades del Puerto de Santa María, Jerez, y Sanlúcar de Barrameda, situados a dos, cuatro y cinco leguas de Cádiz. Véase qué uso han hecho estas tres ciudades (las más fértiles y abundantes en viñas y olivares) del derecho de embarcar sus frutos para Indias desde su descubrimiento; y hallaremos que a excepción de uno u otro labrador, que por vía de ensayo, ha hecho alguna vez una remesa, los demás han reducido su comercio a llevar a Cádiz sus frutos a vender, o a guardarlos en sus almacenes hasta que llegasen a comprarlos a sus puertas los vecinos de aquel comercio. Los que alguna vez se han adelantado a remitir de propia cuenta los frutos de sus cosechas a las indias han sido los primeros que detestaron esta negociación y se recogieron a Cádiz a participar de las ganancias de América por segunda mano. Estas tres ciudades abundan en las proporciones necesarias para conducir sus efectos al embarcadero, a menos costa que todas las demás del reino; todas tres son puertos de mar, o tienen río navegable por donde exportar sus cargamentos, sin necesidad de recuas ni carretas; la que más dista de Cádiz, que es Sanlúcar, apenas cuenta cinco leguas de camino; en el mismo día en que dan a la vela de estos puertos los barcos de su tráfico, pueden transbordar su carga en los buques de comercio; los más de sus labradores son vecinos de conveniencias; tienen corresponsales o parientes en Cádiz; (pueden) enviar sus frutos a Indias a la consignación de un hijo o de un hermano; pueden anticipar sus angustias los costos del embarque; hallan con facilidad dinero a riesgo sobre sus mismos frutos; y a pesar de estas bellas proporciones con que no pueden contar los vecinos de la Mancha, ni los de las Castillas, y menos los montañeses no vizcaínos, es hecho cierto que ninguno comercia en derechura sus efectos en las indias, o que es muy raro el que lo ejecuta. Todos ellos hallan sus Indias en Cádiz. Esta ciudad los habilita con caudal, si lo han menester, para lograr sus cosechas; les compra a plata de contado cuanto conducen a vender en cualquier tiempo del año; salen sus vecinos a buscarlos a sus lagares; y levantan de allí las producciones de la labranza, sin que el cosechero salga de su casa; y éste se contenta con la ganancia que se le pone sobre la mano a pie quieto, y vuelve animoso a labrar su tierra para otro año, dejando al comerciante el aumento de aquella ganancia, en premio de su afán y de su industria, de que no entiende el labrador. Así se ha gobernado el comercio de Indias (desde) su conquista; y aunque la costumbre de errar no da derecho para persistir en el error, sería aventurado querer desarraigar un sistema tan envejecido, dado caso que fuese errado; pero teniendo ciencia cierta de que en esto no hay error ni engaño y que sólo lo ha habido en figurarse que lo había; cuando hemos visto a tres ciudades de las más ricas de España abjurar la negociación a Indias que les es tan fácil y sobre todo cuando hemos experimentado en los 15 años que tiene de fecha el comercio libre, que no contribuye éste al fomento de la agricultura, ¿qué esperamos para prescribirlo? La abundancia de puertos habilitados para el comercio de indias no trae otra conveniencia al labrador que la de tener más a mano quien le compre su cosecha; es decir, que si necesita en aquel tiempo enviarla a Cádiz, desde Sevilla, Málaga, Almería, Barcelona, Santander o la Coruña, hoy se excusa este gasto, y tiene dentro de estas mismas plazas negociantes de la carrera que se las compren en sus bodegas. Esto es así; pero este labrador que antes iba a vender a Cádiz lo que hoy vende en Santander, lo vendía en Cádiz con el aumento de precio que le costaba el porte desde Santander a Cádiz, a la manera que el que vende en Indias, carga sobre lo que vale en género al pie de fábrica, los portes, las aduanas, los premios y los riesgos. Si aquel mismo montañés quería vender en su casa, sabía cierto que había de llegar a su puerta el cargador a Indias a comprarle; con que de nada sirve al labrador tener el puerto de embarque a dos leguas de su hacienda. Pero supongamos que ahorra aquellos gastos menores, y busquemos la diferencia del lucro con los precios a que hoy vende, cotejados con los anteriores a que vendía en Cádiz. Sea enhorabuena verdad que hoy ahorre un labrador un 6 por ciento en vender en el puerto de su inmediación; supongamos que en Cádiz no encuentra el compensativo de aquel 6 por 100, sino que ha de vender en ambos puertos a un mismo precio; y veamos sobre esta hipótesis monstruosa que le tiene más cuenta al labrador, vender hoy en su provincia con este 6 por 100 de ahorro, o vender en Cádiz cuando no había comercio libre. Cualquiera que tenga mediana tintura de lo que es aquel comercio, responderá sin detenerse que las ventas de aquella época, donde quiera que se hiciesen ofrecían un 25 por 100 de más ganancia al vendedor que la que hoy se hacen en el lugar de cría. La ganancia no sigue al suelo del contrato, no es parte de Cádiz o de Santander sino del vigor del comercio. E1 buen despacho que tenía en Indias las mercaderías, el alto premio que costaba la moneda, el valor de los fletes, los derechos de toneladas y en una palabra el conjunto de la ordenanza antigua eran las causas eficientes de las ganancias que hallaba el cosechero en Cádiz. Hoy se encuentran los compradores más a mano y éstos hallan la plata al 12 por 100 y aún menos. Entonces corría a 25 y 30 para Nueva España, y cincuenta para Lima; costaba 85 pesos el derecho de cada tonelada en ropas para Veracruz y Guatemala; al derecho de palmeo cinco y medio reales de plata y 10 maravedíes de almirantazgo por cada palmo cúbico de fardo o caja. La nao de construcción extranjera pagaba como por vía de 44 ducados de plata fuerte cada tonelada de ropa. Finalmente se pagaban derechos de visitas, reconocimientos, habilitaciones, licencias y otros comprendidos en el Real proyecto del año de 20 que ascendían a millones de pesos y los lastaba el comercio en Cádiz. Hoy están abolidos todos estos derechos, y el premio de gruesa corre a un precio ínfimo, nunca visto en el comercio. El ahorro de todos estos gastos, que ha ido quedando en la bolsa de la Nación, debe haber multiplicado sus ganancias; le debe haber enriquecido sobre manera; y de estas grandes ventajas ha de haber participado el labrador. Así pareció que sucedería pero la experiencia ha mostrado lo contrario: ha hecho ver que fueron ilusiones y una sombra, o un fantasma todos los planes de combinación que se levantaron sobre este punto; nos ha patentizado que e1 acercar naves a las puertas de los labradores no es el medio de fomentar las campiñas; que el depósito del comercio de Cádiz ofrecía mejores ventajas; que ni el derecho de toneladas, ni el del palmeo, ni todos los otros de que estaba pensionado el comercio, impedían que el labrador vendiese más y mejor que después de extinguidos aquellos derechos; que el cosechero entonces sacaba el gasto de los portes, el principal y una razonable ganancia; y que ahorrando hoy los costos de aquella conducción, apenas sacaba el capital; con que es claro que el comercio libre de 15 años no ha restablecido la agricultura de nuestra Península, que fue uno de los objetos de su institución. No nos cansemos, los frutos de nuestras campiñas han adelantado cuanto necesitan con tener, como tienen asegurado su despacho dentro de la Europa. No depende su venta de que se naveguen para Indias mientras el fabricante extranjero venda en España sus manufacturas, la España tiene vendidos sus frutos a buen precio. Viniendo a nuestros puertos en derechura 26 millones de pesos en efectos, y vendiéndose estos mismos por el extranjero en Cádiz, la España tendría seguro comprador a 10 millones de pesos si los puede producir su suelo. Como entren aquellos 26 millones y salgan 19 ó 20 para Indias, poco importa al labrador que vayan por la vía de Cádiz solamente o por media docena de puertos. El no sólo venderá bien sus frutos, sino que irán a quitárselos de las manos, del modo que sin mover los cueros de Cádiz, vienen los habitantes del Báltico, y se los llevan; y sin que salgan de sus casas los labradores de Málaga, les sacan de ellas el limón, la naranja, el vino, el aguardiente, la pasa, y la almendra; con que si la España no es capaz de criar la mitad de lo que puede vender para fuera, ¿qué mejores Indias apetece qué falta le hacen los puertos habilitados de América para dar salida a sus frutos? Que necesita de fomento la campiña española es una verdad infalible; pero que el libre comercio no ha contribuído, ni puede contribuir a su fomento es otra verdad de igual tamaño. La prueba evidente de esta verdad se halla en los precios a que hoy corren en Indias los frutos de España, comparados con los que tuvieron hasta el año siguiente a la declaración de la paz con Inglaterra. Como la publicación del libre comercio, y el rompimiento de guerra con esta potencia fueron sucesos coetáneos, no se empezaron a sentir los efectos de aquella disposición hasta el año de 84 en que las Américas se hallaban provistas y repuestas de la escasez que había inducido aquella guerra. Libre y abierto desde el año de 83 el comercio de las indias por virtud de la paz con los ingleses continuaron sin intermisión nuestros buques, conduciendo frutos y mercadería sobre el pie del nuevo reglamento; esto es, por registros sueltos y sin más pensiones ni gastos que los del almojarifazgo y alcabala por el valor de los aranceles y haciendo las ventas de frutos en las tres especies de aceite, vino y aguardiente, hallaron que la botija de media cuyo precio ordinario había sido de 20 reales de plata o de 16 cuando menos, tenían que rogar con ellos por 10 reales y aun por 8; que la pipa de vino carlón de 6 barriles acostumbrados a venderla por 90 pesos antes del comercio libre, valía en el año de 84 sesenta, que el barril de vino blanco de jerez y Sanlúcar vendido hasta aquella fecha en 22 a 24 pesos quedaba por doce; que el aguardiente prueba de Holanda estimado hasta entonces en precio de treinta y ocho a cuarenta pesos valía en la nueva época veinte y dos; de suerte que a los dos años de estar en ejercicio el libre comercio habían perdido de estimación los vinos de Cataluña un tercio de su valor y los de Andalucía, el aceite y el aguardiente una mitad. Corrieron a estos precios nuestros frutos por tiempo de diez años subiendo o bajando una cosa muy corta; pero en el año de 1794 (en que escribimos) sin embargo de la guerra con la Francia, bajó hasta nueve pesos después del comercio libre, y a 17 el aguardiente que había valido 22; con que sobre la pérdida que habían sufrido estos dos renglones, hasta el año de 84 se les aumentó la de un ciento por ciento al vino de Málaga, y la de cerca de un 25 al aguardiente. Este es un hecho y evidente en que no hay que poner duda, y de que hemos sido testigos de vista; y supuesta su verdad, dígasenos cuál es la ventaja que ha traído a la agricultura de España el proyecto del comercio libre. Fuera de esto, el franco comercio no ha servido que amplificar, mejorar, no simplificar nuestra labranza que son los objetos a que se debe encaminar el fomento que se procure lejos de esto ha contribuido a lo contrario. Para amplificar nuestros cultivos, sólo tenemos necesidad de brazos, y éstos los corta el sistema actual del comercio. Son precisos hombres que prolifiquen con abundancia, y el libre comercio nos arrebata los mozos más robustos, y les da mujeres propias en América. Es preciso un auxilio extraordinario, una habilitación, máquinas, dinero, etc. y el comercio que es el cuerpo poderoso de quien se debían esperar estos socorros, no puede con su carga y está exhausto de fuerzas; el libre comercio ha sustraído de la campaña otros tantos jornaleros cuantos marineros ha creado; con que un proyecto que arranca de la nación la flor de la juventud, que quita obreros al campo que dificulta los auxilios, y que extingue las ganancias precisamente ha de aniquilar la agricultura. Resulta de esto, que por no haber vendido para el norte el vino que ha navegado a la América en estos diez años, hemos pagado al extranjero en pesos fuertes y onzas de oro, lo que valdrían estos mismos vinos, cambiados por mercaderías de Europa; y véase aquí una segunda pérdida no menos dolorosa que la de la agricultura. Pero digamos ya alguna cosa de la pérdida que siente hoy nuestra población comparada con la del antiguo sistema. La misma facilidad con que se entran nuestros patricios a esta carrera, y el lisonjero semblante con que ella se deja ver por donde se nos escapan innumerables mozos, que estarían mejor tirando de un carro, o de una azada, y que acaso no nacieron para otra cosa. E1 Código de Leyes de indias, las ordenanzas de la Audiencia de contratación y las de los consulados, conociendo desde los principios el perjuicio que resultaría al Estado;. y al comercio de que fuese libre a cada uno meterse por las puertas de esta carrera en el día y punto que se le antojase, como se está verificando en el día, prescribieron ciertas formalidades de mucha sustancia para arreglar por ellas esta distinguida república. Las Leyes de Indias miraron a este gremio con todo aquel aprecio a que lo hace acreedor su importancia, y para mantener su esplendor acotaron la entrada a sus alumnos por un conjunto de calidades que hiciesen conocido al pretendiente en nacimiento, costumbres, y fondo de caudal. No parecido decente a nuestros Soberanos depositar una porción de la fe pública que ha de correr por las manos del comerciante en unos hombres de incierto origen de extracción infame, de perversas inclinaciones, y de ningún capital. La averiguación de estas calidades se ejecutaba por los tribunales de la contratación y consulado en contradictorio juicio con el fiscal de aquella Real Audiencia, a vista, ciencia y paciencia de todo el cuerpo de comercio de indias a quien no era fácil se ocultase quien era cada uno. Este mismo comercio, como interesado en que no se le incorporase un hombre desigual que lo afrentase, un miembro podrido que lo inficionase o un casi mendigo que se prostituyese a una sórdida ganancia, era un fiscal de suma rectitud que celaba las puertas de su entrada. E1 examen de aquel tribunal y la vigilancia del comercio formaban un muro de seguridad en que se defendía este gremio de los asaltos de los vagabundos, y reservaba a solos los dignos las prerrogativas de pertenecer a un cuerpo el más antiguo, el más importante y el más poderoso de un Estado. Semejantes requisitos no podían concurrir fácilmente en toda clase de personas y la precisa circunstancia de estar como estancada en el consulado y la contratación, la potestad de admitir en este gremio a los que pretendían ser de su matrícula, facilitaba a este comercio, el poder mantener su decoro, conservar su pureza, y resguardar su propia hacienda. La concurrencia de tantas calidades en los que habían de alistarse en el comercio, hacía que la carrera de las Indias estuviese como adjudicada a un cierto número de jóvenes que se criaban al lado de los ancianos de esta comunidad. Ella les daba su fomento, les enseñaba el arte, y manteniéndolos a su vista sin poder salir al mundo mercantil hasta estar probados en idoneidad y hombría de bien, se podía señalar con el dedo el que no correspondía a su educación. Cada casa de comercio era como un seminario donde se educaban a la par tres o cuatro mozos que con el tiempo habían de subrogar a sus mismos patronos. Estos mismos mozos se tomaban ordinariamente de la familia del que lo recibía en adopción y en su defecto de los paisanos de este protector; y como todas las provincias de España tenían parte en este comercio, estaba como repartido entre todos el derecho de negociar en Indias. Siendo las Andalucías las que llevaban la menor parte. Estos mozos al paso que recibían de sus patronos una enseñanza cristiana, y que eran criados en grande sujeción y humildad iban tomando escuela teórica y práctica en el comercio. Luego que eran maestros en el arte, y que habían sido probados en fidelidad y hombría de bien les daban sus amos una parte del giro de la casa o los enviaban a Indias con sus facturas, con lo cual se matriculaban en el comercio en clase de factores o en la de cargadores, y comenzaban a manejarse por sí, sin dejar de depender de sus protectores. De este como seminario se componía el cuerpo del comercio en aquella feliz época, y por medio de un sistema tan prudente como bien combinado se lograba saber a punto fijo quién era cada uno, cuál su fondo, sus costumbres, y sus calidades, que no ganasen la carrera del comercio hombres desconocidos, o desvalidos, y cuantos quisiesen hacerse comerciantes; y con esto concurría que todos o los más contaban con un arrimo o respaldo de que poder ayudarse a los principios; y había entre todos una cierta emulación o pundonor que los empeñaba a ser honrados en competencia. A estos jóvenes así formados estaba como restringido o encomendado el tráfico de las Indias; y hallándose precavido por las Leyes todo lo posible el tránsito a todo el que no manifestase al tribunal licencia expresa de la Real Persona, se conseguía que las que pasaban para allá volvían a España por la misma utilidad que sacaban de su comercio, el deseo de conservar su buena reputación y abrigo que tenían de sus patronos los hacía restituir a sus casas luego que concluían sus negocios; y si se quedaban algunos de los que navegaban de cargadores, siempre era éste un corto número que no podía perjudicar demasiado a la población; pero los que viajaban de factores volvían casi infaliblemente. El cargador hacía constar su capital en la cantidad que la Ley ordena y haber usado de esta profesión el tiempo que está dispuesto. E1 mozo soltero que viajaba con hacienda propia o el casado que llevaba a su mujer eran los únicos que podían establecerse en Indias. El que iba de factor y e1 casado que dejaba en España a su mujer tenían precisión de regresar a sus casas a los tres años, y para seguridad de este regreso daba fianzas de volver dentro de aquel término, y las justicias de las Indias y los mismos virreyes y oidores tenían a su cargo compeler a los casados a que se retirasen a España a los 32 meses de hallarse en indias a menos que otorgasen fianza en cantidad de mil ducados de llevar a sus mujeres dentro de dos años. En todo intervenía la casa de contratación, y para cada cargador o factor que se embarcaba, se hacía un expediente con el fiscal del tribunal, y con esto y con las gravísimas penas impuestas por la ley a los transgresores, y a los receptores con los juramentos que se exigían sobre este punto a los capitanes y maestres con las visitas que se pasaban, antes de su salida, y a la vuelta y lo mismo en los puertos de América estaba hecho un como foso profundo que no daba paso para Indias, a los que no pudiesen alcanzar la compuerta y encargada ésta a la vigilancia del presidente y oidores de la contratación sólo veíamos cometerse aquellos fraudes invisibles de que no se exime ningún ordenamiento civil; en prueba de ser mayores los alcances de la malicia que los de la política. Hoy podemos afirmar que están abatidos todos estos muros, y abiertos y franqueados los pasos para transmigrar a Indias. Es verdad que siempre está viva la Ley que prohibía este tránsito a los que no acreditasen haber embarcado de su cuenta en efectos de mercadería la suma de 52, 941 reales de vellón, pero como faltan las atalayas de unos tribunales como los de consulado y contratación, y son tantas las puertas de salida cuantos son los puertos habilitados para el comercio y tan numerosos los barcos que salen de ellos, resulta que uno con plazas supuestas de tripulación, otros con empréstitos fingidos de mercaderías, otros con el título de factores y otros infinitos en la clase de puros polizontes, o llovidos, es asombroso el número de europeos que se encuentran en la América. Es igualmente verdad que por el Reglamento del comercio libre está mandado que los capitanes de las embarcaciones, otorguen obligación de volver a España los individuos de su tripulación, y que en Indias se practiquen las visitas acostumbradas para aprehender los desertores y hacerlos restituir bajo de partida de registro. Pero lo que vemos y sabemos, es que vuelve el que quiere y el que no quiere se queda impunemente. Las visitas de arribadas se hacen muy superficialmente y para cubrir en España el cargo de presentar los individuos de la tripulación, se recurre al juez de Arribada o al Comandante de Marina de los Puertos de Indias pidiendo que se llamen por edictos a los desertores. Decrétase así el Memorias, se fijan carteles, y pasado su plazo vuelve el capitán a pedir certificación de esta actuación y con ella obtiene en España que se le cancele su fianza y queda absuelto del cargo. Resulta de esto, que el comercio de América en primer lugar está todo encerrado en manos de españoles de Castilla. Que las Artes cuentan por lo menos una tercera parte de sus individuos de origen español; que los gremios de sastres, barberos, peluqueros, y zapateros contienen más de una mitad nacidos en España. Que las campañas de Buenos Aires y Montevideo, están pobladas de europeos, fuera de muchos portugueses que hay en ellas; que las pulperías de que hay una en cada bocacalle, están todas en manos de europeos. Que el clero regular y secular encierra en su seno una porción no pequeña de europeos; que los Ministros Eclesiásticos y los empleos de justicia y Real Hacienda, están casi todos en personas enviadas de España. Que los subalternos de estos mismos cuerpos son en mucha parte españoles; que los regimientos fijos casi no tienen un soldado criollo; y en una palabra exceptuando en las ciudades principales de América, el resto se compone en la mayor parte de oriundos de nuestra Península. Esta abundancia de europeos en las Américas, nos perjudica por dos lados: nos perjudica en el ramo de población, y nos daña en la minoración de los objetos de comercio. Nosotros nos despoblamos, y siendo menos cada día, se trabaja menos el campo y las artes se necesitan más efectos del extranjero, y más moneda para pagarlos; y llevando a Indias nuestros ritos, costumbres, y economías, hemos hecho cesar en ellas aquel lujo exquisito que hacía valer tanto la carga de un navío mercante de los de la antigua época, como ahora vale la de diez, y a proporción de lo que han bajado de calidad los trajes de indias ha desmedrado el comercio y la ganancia. De toda esta exportación de gente española a aquellas regiones, es como el vehículo: el comercio libre. El los lleva, y el dolor es que no los trae. El los lleva, y los lleva en tal abundancia que ha llegado barco a Montevideo con tanto número de polizones como el de su tripulación y plana mayor; y otros se han visto precisados a arribar a las Canarias para poner en tierra sus polizones por no morir de sed, o hambre en el viaje. Todos se desembarcan francamente en los puertos de su escala; y a vuelta de media docena de años que han vagado por la tierra, o que han servido una pulpería, o hecho el comercio de buhoneros, ya se apellidan comerciantes, y han dado un individuo más al gremio; se avecindan, ponen casa, abren escritorio (sin saber acaso firmar), se llenan de relación, y pasan seguidamente a obtener los empleos de alcaldes y regidores de los ayuntamientos, mereciendo regentar la jurisdicción Real ordinaria, antes acaso de haber perdido el olor al alquitrán. Otros compran algún oficio vendible; otros se casan al abrigo de una pequeña dote; otros se refugian a la Iglesia, y obrando todos según su mala crianza y peor nacimiento, han metido allí su rusticidad en el vestir, y aquella economía y exceso villanesa a que obliga a los españoles el valor de la moneda. Este es el estado y éstos son en la mayor parte los alumnos del comercio de Indias; un comercio pobre y enflaquecido; un comercio entregado en manos de personas que ignoran los elementos de su ejercicio; y que ignora la República cómo se han metido en el comercio unas personas de quien han recibido pocos años antes el calzado, el vestuario, el alimento, la barba, el peinado, o la más íntima servidumbre. Pero si nuestra población y agricultura se encuentran en mucho atraso por el prurito de nuestros españoles de pasar a Indias no es posible que las artes y la industria hayan hecho el mayor progreso después del comercio libre.
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CAPÍTULO VIII De las excepciones que se hallan en la regla ya dicha, y de los vientos y calmas que hay en mar y tierra Lo que se ha dicho de los vientos que corren de ordinario dentro y fuera de la Tórrida, se ha de entender en la mar en los golfos grandes; porque en tierra es de otra suerte, en la cual se hallan todos vientos, por las grandes desigualdades que tiene de sierras y valles, y multitud de ríos y lagos, y diversas facciones de país, de donde suben vapores gruesos y varios, y según diversos principios son movidos a unas y otras partes, así causan diversos vientos, sin que el movimiento del aire causado del cielo pueda prevalecer tanto que siempre los lleve tras sí. Y no sólo en la tierra sino también en las costas del mar, en la Tórrida, se hallan estas diversidades de vientos por la misma causa; porque hay terrales que vienen de tierra, y hay mareros que soplan del mar; de ordinario los de mar son suaves y sanos y los de tierra pesados y malsanos, aunque según la diferencia de las costas, así es la diversidad que en esto hay. Comúnmente los terrales o terrenos, soplan después de media noche, hasta que el sol comienza a encumbrar; los de mar desde que el sol va calentando hasta después de ponerse. Por ventura es la causa que la tierra, como materia más gruesa, humea más ida la llama del sol, como lo hace la leña mal seca, que en apagándose la llama, humea más. La mar, como tiene más sutiles partes, no levanta humos sino cuando la están calentando, como la paja o heno, si es poca, y no bien seca, que levanta humo cuando la queman, y en cesando la llama, cesa el humo. Cualquiera que sea la causa de esto, ello es cierto que el viento terral prevalece más con la noche, y el de mar al contrario, más con el día. Por el mismo modo como en las costas hay vientos contrarios y violentos a veces, y muy tormentosos, acaece haber calmas y muy grandes. En gran golfo, navegando debajo de la Línea dicen hombres muy expertos que no se acuerdan haber visto calmas, sino que siempre poco o mucho se navega por causa del aire movido del movimiento celeste, que basta a llevar al navío dando como da, a popa. Ya dije que en dos mil setecientas leguas siempre debajo, o no más lejos de diez o doce grados de la Línea, fue una nao de Lima a Manila, por febrero y marzo, que es cuando el sol anda más derecho encima, y en todo este espacio no hallaron calmas sino viento fresco, y así en dos meses hicieron tan gran viaje; más cerca de tierra, en las costas o donde alcanzan los vapores de islas o tierra firme, suele haber muchas y muy crueles calmas en la Tórrida y fuera de ella. De la misma manera los turbiones y aguaceros repentinos, y torbellinos y otras pasiones tormentosas del aire, son más ciertas y ordinarias en las costas y donde alcanzan los vahos de tierra, que no en el gran golfo; esto entiendo en la Tórrida, porque fuera de ella, así calmas como turbiones también se hallan en alta mar. No deja con todo eso entre los Trópicos y en la misma Línea, de haber aguaceros y súbitas lluvias a veces, aunque sea muy adentro en la mar, porque para eso bastan las exalaciones y vapores del mar, que se mueven a veces presurosamente en el aire y causan truenos y turbiones; pero esto es mucho más ordinario cerca de tierra y en la misma tierra. Cuando navegué del Pirú a la Nueva España, advertí que todo el tiempo que fuimos por la costa del Pirú fue el viaje como siempre suele, fácil y sereno, por el viento Sur que corre allí, y con él se viene a popa la vuelta de España y de Nueva España; cuando atravesamos el golfo, como íbamos muy dentro en la mar y cuasi debajo de la Línea, fue el tiempo muy apacible y fresco y a popa. En llegando al paraje de Nicaragua y por toda aquella costa, tuvimos tiempos contrarios y muchos nublados y aguaceros, y viento que a veces bramaba horriblemente, y toda esta navegación fue dentro de la Zona Tórrida, porque de doce grados al Sur que está Lima, navegamos a diez y siete, que está Guatulco, puerto de Nueva España; y creo que los que hubieren tenido cuenta en lo que han navegado dentro de la Tórrida, hallarán poco más o menos lo que está dicho, y esto baste de la razón general de vientos que reinan en la Tórridazona por el mar.
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De lo que sucedió en la Asunción. De la elección del capitán Diego de Abreu, y cómo cortaron la cabeza al capitán don Francisco de Mendoza. Mientras pasaba lo referido en el viaje de Domingo de Irala, sucedieron en la Asunción otras novedades, que causaron adelante muchas inquietudes. Fue el principio de ella que don Francisco de Mendoza lugarteniente de Domingo de Irala, visto que había más de un año y medio que se había ausentado, y no volvía, propuso que los conquistadotes que con él habían quedado, eligiesen quién los gobernase en justicia por haberle sugerido sus amigos y parciales, que un caballero de su calidad y nobleza no era razón lograse aquella coyuntura de la ausencia del general, y que hecha la elección, solicitase la confirmación de S.M., como lo ordenaba en su Real cédula, lo cual sería fácil de conseguir por medio de unos tan principales parientes que tenía en España. Resolvióse con esto a ponerlo en efecto, para lo cual mandó llamar algunas personas de parecer y voto con los Capitanes y Regidores propietarios, como el capitán García Rodríguez de Vergara, el Factor Pedro de Orantes, los Regidores Aguilera, Hermosilla y otros, a quien don Francisco comunicó su intento. A lo cual respondieron no haber lugar, pues no se sabía hubiese muerto el general que en nombre de S.M. gobernaba aquella provincia, cuyo lugarteniente era en aquella República, que por tal le reconocía y obedecían. Don Francisco replicó que por las mismas razones era necesario hacer la elección, porque de la mucha demora de Domingo de Irala se debía presumir que era muerto, o estaría imposibilitado de volver, y que en caso que así no fuese, se debía reputar por tal su excesiva demora para poderse hacer jurídicamente la elección. Ellos respondieron que sólo podría hacerse, en caso que don Francisco de Mendoza hiciese dejación del empleo, que de otro modo no lo permitirían. De aquí dinamó pregonarse que en el día aplazado se juntasen en la iglesia parroquial todos los conquistadotes a elegir y nombrar Gobernador. Llegado el día, al toque de una campana, se juntaron 600 españoles con el Padre Fonseca, que era capellán del Rey. Los capitanes Francisco Melgajero, Francisco de Vergara, Alonso Riquelme de Guzmàn, don Diego Barùa, con los regidores y oficiales reales que habían quedado, y habiendo precedido las solemnidades de derecho, hicieron juramento de que darían su voto a la persona que según Dios y sus conciencias hallasen capaz de gobernar aquella República; con esto fueron dando sus cédulas, y poniéndolas en un vaso: fueron sacadas y leídas por los capitulares, y se halló que ninguno de los nominados tenía más número de votos, que el capitán Diego de Abreu, que era un caballero natural de Sevilla, de mucha calidad y fortuna, con que luego fue recibido por Capitán general y justicia mayor de aquella provincia, habiendo hecho el juramento de fidelidad en nombre de S.M., de lo que don Francisco de Mendoza, viendo frustrada su pretensión, quedó muy sentido y avergonzado, y tomando sobre el asunto su acuerdo con algunos de sus amigos y parciales, dijeron que la elección del capitán Diego de Abreu era nula y de ninguna fuerza y vigor, por no haberse hecho conforme a la cédula de S.M. durante la vida del que gobernaba, y que por su fallecimiento había de gobernar quien tuviese de él legítimo título, quedando en propiedad en el gobierno, y que él era el que tenía título de Domingo de Irala, y que si había hecho dejación, había sido contra derecho el admitirla, porque ésta tocaba al Superior que pudiese de ella conocer, que no lo era aquel Ayuntamiento, ni se había actuado lo obrado en esta elección: y con esto y otros pareceres se resolvió don Francisco a recobrar el uso y ejercicio de su empleo, juntando todos sus amigos y aliados para aprehender al capitán Diego de Abreu, quien habiéndolo sabido, con la mayor diligencia posible juntó gente, y con ella fue a casa de don Francisco con muy buen orden y llegados apellidaron la voz del Rey, y poniendo cerco a la casa, y acometiéndola por todas partes, y entrando dentro le hallaron solo y desamparado de los que con él habían estado, que a la vista de la gente con que venía Abreu le abandonaron, salvo algunos pocos hombres que permanecieron, que todos con él fueron presos: y procediendo judicialmente contra ellos el general, salió sentenciado don Francisco que se le quitase la cabeza en público cadalso, cuya rigurosa sentencia te fue notificada, y sin embargo de su apelación, y otras diligencias conducentes a librar su vida, fue mandada ejecutar, habiendo ofrecido antes dos hijas que tenía, una a Diego de Abreu, y otra a Ruy Díaz Melgarejo, para que las tomasen por esposas, a lo que le respondieron que lo que le convenía era componer su alma y disponerse para morir, dejándose de casamientos, que de nada de eso era tiempo, con otras palabras desenvueltas y libres dictadas de la pasión. Con lo cual acudió luego a lo que por cristiano debía, ajustando su conciencia: legitimó a sus hijos, don Diego, don Francisco y doña Elvira, que hubo en una Señora principal llamada doña María de Angulo, con quien se casó: mandó a sus hijos fuesen siempre leales servidores de S.M., y contra sus órdenes jamás se opusiesen, y sacándole al cadalso, rodeado de escuadras de arcabuceros y gente armada, fue llevado al que estaba aparejado en la casa de Diego de Abreu, donde con gran lástima de cuantos le vieron, por ser un caballero tan venerable por su ancianidad y nobleza, fue muy llorado, y él con el rostro grave y apacible habló a todos los circunstantes, dando algunas satisfacciones de haber venido a aquel punto, atribuyéndolo a justos juicios de Dios por haber tal día como aquel muerto en España a su mujer, criados y a un clérigo, su compadre y capellán, por falsas sospechas que de ambos tenía, y dijo que permitía Dios que estas muertes pagase con la suya por mano de otro compadre, que fue el verdugo llamado el Sardo por natural de Cerdeña.
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Cómo después que Manco Capac vio que sus hermanos se habían convertido en piedras vino a un valle donde encontró algunas gentes y por él fue fundada y edificada la antigua y muy riquísima ciudad del Cuzco, cabeza principal que fue de todo el imperio de los Incas. Reídome he de lo que tengo escripto destos indios: yo cuento en mi escriptura lo que ellos a mí contaron por la suya y antes quito muchas cosas que añado una tan sola. Pues como Manco Capac hobiese visto lo que de sus hermanos había sucedido y llegase al valle donde agora es la ciudad del Cuzco, alzando los ojos al cielo, dicen los orejones que pedía con grande humildad al sol que le favoreciese y ayudase en la nueva población que hacer quería y que, vueltos los ojos hacia el cerro de Guanacaure, pedía lo mesmo a su hermano, que ya lo tenía y reverenciaba por dios, y mirando en el vuelo de las aves y en las señales de las estrellas y en otros prodigios, lleno de confianza, teniendo por cierto que la nueva población había de florecer y él ser tenido por fundador della y padre de todos los Incas que en ella habían de reinar. Y así, en nombre de su Ticiviracocha y del sol y de los otros sus dioses, hizo la fundación de la nueva ciudad, el original y principio de la cual fue una pequeña casa de piedra cubierta de paja que Manco Capac con sus mugeres hizo, a la cual pusieron por nombre Curicancha, que quiere decir cercado de oro8l, lugar donde después fue aquel tan célebre y tan riquísimo templo del sol y que agora es monesterio de frayles de la orden de Santo Domingo; y tiénese por cierto que, en el tiempo questo por Manco Inca Capac se hacía, había en la comarca del Cuzco indios en cantidad; mas como él no les hiciese mal ni ninguna molestia no le impidían la estada en su tierra, antes se holgaban con él; y, así, Manco Capac entendía en hacer la casa ya dicha y era dado a sus religiones y culto de sus dioses y fue de gran presunción y de persona que representaba gran autoridad. La una de sus mugeres fue estéril, que nunca se empreñó; en la otra hobo tres hijos varones y una hija: el mayor fue nombrado Inca Roca Inca y la hija Ocllo, y los nombres de los otros dos no cuentan ni dicen más de que casó al hijo mayor con su hermana; a los cuales mostró lo que habían de hacer para ser amados de los naturales y no aborrecidos y otras cosas grandes. En este tiempo, en Hatuncollao se habían hecho poderosos los descendientes de Zapana y con tiranía querían ocupar toda aquella comarca. Pues como el fundador del Cuzco, Manco Capac, hobo casado a sus hijos y allegado a su servicio algunas gentes con amor y buenas palabras, con los cuales engrandeció la casa de Curicancha, después de haber vivido muchos años murió estando ya muy vicio y le fueron hechas las obsequias con toda sumptuosidad, sin lo cual se le hizo un bulto para reverencialle como a hijo del sol.
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CAPÍTULO VIII Llega la armada a Santiago de Cuba, y lo que a la nao capitana sucedió a la entrada del puerto Sin otro caso más que de contar sea, llegó el gobernador a los veinte y uno de abril de Pascua Florida a la Gomera, una de las islas de la Canaria, donde halló al conde señor de ella, que lo recibió con gran fiesta y regocijo. En este paso, dice Alonso de Carmona en su peregrinación estas palabras: "Salimos del puerto de San Lúcar, año treinta y ocho, por cuaresma, y fuimos navegando por las islas de la Gomera, que es adonde todas las flotas van a tomar agua y refresco de matalotaje, y, a los quince días andados, llegamos a vista de la Gomera. Y diré dos cosas que acaecieron aquel día en mi nao. La una fue que, peleando dos soldados, se asieron a brazo partido y dieron consigo en la mar, y así se sumieron, que no pareció pelo ni hueso de ellos. La otra fue que iba allí un hidalgo que se llamaba Tapia, natural de Arévalo, y llevaba un lebrel muy bueno y de mucho valor, y, estando como doce leguas del puerto, cayó a la mar. Y como llevábamos viento próspero, se quedó, que no lo pudimos tomar, y fuimos prosiguiendo nuestro viaje, y llegamos al puerto, y otro día de mañana, vio su amo el lebrel en tierra, y, admirándose de ello, fuelo con gran contento a tomar, y defendióselo el que lo llevaba, y averiguose que, viniendo un barco de una isla a otra, lo hallaron en la mar, que andaba nadando, y lo metieron en el barco, y averiguose que había nadado el lebrel cinco horas. Y tomamos refresco, y lo demás, y proseguimos nuestro viaje, y a vista de la Gomera se llegó el amo del lebrel a bordo, y le dio la vela un envión que le echó a la mar, y así se sumió como si fuera plomo y nunca más pareció, de que nos dio mucha pesadumbre a todos los de la armada, etcétera". Todas son palabras de Alonso de Carmona sacadas a la letra, y púselas aquí, porque los tres casos que cuenta son notables, y también porque se vea cuán conforme va su relación con la nuestra, así en el año y en los primeros quince días de la navegación como en el temporal y en el puerto que tomaron, que todo se ajusta con nuestra historia. Por lo cual, pondré de esta manera otros muchos pasos suyos y de Juan Coles, que es el otro testigo de vista, los cuales se hallaron en esta jornada juntamente con mi autor. Pasados los tres días de Pascua, en que tomaron el refresco que habían menester, siguieron su viaje. El gobernador en aquellos días alcanzó del conde, con muchos ruegos y súplicas, le diese una hija natural que tenía, de edad de diez y siete años, llamada doña Leonor de Bobadilla, para llevarla consigo y casar y hacerla gran señora en su nueva conquista. La demanda del gobernador concedió el conde, confiado en su magnanimidad que cumpliría mucho más que le prometía; y así se la entregó a doña Isabel de Bobadilla, mujer del adelantado Hernando de Soto, para que, admitiéndola por hija, la llevase en su compañía. Con esta dama, cuya hermosura era extremada, salió el gobernador muy contento de la isla de la Gomera a los veinte y cuatro de abril, y, mediante el buen viento que siempre le hizo, dio vista a la isla de Santiago de Cuba a los postreros de mayo, habiendo doce días antes pedido licencia el fator Gonzalo de Salazar para apartarse con la armada de México y guiar su navegación a la Veracruz, que lo había deseado en extremo por salir de jurisdicción ajena (porque la voluntad humana siempre querría mandar más que no obedecer) y el gobernador se la había dado con mucha facilidad, por sentirle el deseo que de ella tenía. El adelantado y los de su armada iban a tomar el puerto con mucha fiesta y regocijo de ver que se les había acabado aquella larga navegación y que llegaban a lugar por ellos tan deseado para tratar y apercibir de más cerca las cosas que convenían para su jornada y conquista, cuando he aquí vieron venir un hombre, que los de la ciudad de Santiago habían mandado salir a caballo, corriendo hacia la boca del puerto, dando grandes voces a la nao capitana que iba ya a entrar en él, y diciendo: "A babor, a babor" (que en lenguaje de marineros, para los que no lo saben, quiere decir a mano derecha del navío), con intención que la capitana y las demás que iban en pos de ella se perdiesen todas en unos bajíos y peñas que el puerto tiene muy peligrosas a aquella parte. El piloto y los marineros, que en la entrada de aquel puerto no debían de ser tan experimentados como fuera razón (para que se vea cuánto importa la práctica y experiencia en este oficio), encaminaron la nao adonde decía el de a caballo. El cual, como hubiese reconocido que la armada era de amigos y no de enemigos, volvió con mayores voces y gritos a decir, en contra: "A estribor (que es a mano izquierda del navío), que se pierden". Y, para darse a entender mejor, se echó del caballo abajo y corrió hacia su mano derecha, haciendo señas con los brazos y la capa, diciendo: "Volved, volved a la otra banda que os perderéis todos". Los de la nao capitana, cuando lo hubieron entendido, volvieron con toda diligencia a mano izquierda, mas por mucha que pusieron no pudieron excusar que la nao no diese en una peña un golpe tan grande que todos los que iban dentro entendieron que se había abierto y perdido, y, acudiendo a la bomba, sacaron a vueltas del agua mucho vino y vinagre, aceite y miel, que del golpe que la nao había dado en la roca se habían quebrado muchas vasijas de las que llevaban estos licores, y, con los ver, se certificaron en el temor que habían cobrado de que la nao era perdida. A mucha prisa echaron al agua el batel y sacaron a tierra la mujer del gobernador y sus dueñas y doncellas. Y a vueltas de ellas, salieron algunos caballeros mozos, no experimentados en semejantes peligros, los cuales se daban tanta prisa a entrar en el batel que, perdido el respeto que a las damas se les debe, no se comedían ni daban lugar a que ellas entrasen primero, pareciéndoles que no era tiempo de comedimientos. El general, como buen capitán y plático, no quiso, aunque se lo importunaron, salir de la nao hasta ver el daño que había recibido, y también por la socorrer de más cerca, si fuese menester, y por obligar con su presencia a que no desamparasen todos. Acudiendo, pues, muchos marineros a lo bajo de ella, hallaron que no había sido más el daño que la quiebra de las botijas y que la nao estaba sana y buena, como lo certificaba la bomba en no sacar más agua, con que se alegraron todos, y los que habían sido mal comedidos y muy diligentes en salir a tierra quedaron corridos.
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Capítulo VIII 94 De la fiesta y sacrificios que hacían los mercaderes a la diosa de la sal, y de la venida que fingían de su dios; y de cómo los señores iban una vez en el año a los montes a cazar para ofrecer a sus ídolos 95 Los mercaderes hacían una fiesta, no todos juntos, sino los de cada provincia por su parte, para la cual procuraban esclavos que sacrificar, los cuales hallaban bien baratos, por ser la tierra muy poblada. En este día morían muchos en los templos que a su parte tenían los mercaderes, en los cuales otras muchas veces hacían grandes sacrificios. 96 Tenían otro día de fiesta en que todos los señores y principales se ayuntaban de cada provincia en su cabecera a bailar, y vestían una mujer de las insignias de la diosa de la sal, y así vestida bailaba toda la noche, y a la mañana, a hora de las nueve, sacrificábanla a la misma diosa. En este día echan mucho de aquel incienso en los braseros. 97 En otra fiesta, algunos días antes aparejaban grandes comidas, según cada uno podía y le bastaba la pobre hacienda, que ellos muy bien parten, aunque lo ayunen, por no parecer vacíos delante de su dios. Aparejada la comida, fingían como día de adviento, y llegado el día llevaban la comida a la casa del demonio y decían: "ya viene nuestro dios, ya viene, ya viene nuestro dios, ya viene". 98 Un día en el año salían los señores y principales para sacrificar en los templos que había en los montes, y andaban por todas partes cazadores a cazar de todas animalias y aves para sacrificarlas a el demonio, así leones y tigres como cayutles coyotes que son unos animalejos entre lobo y raposa, que ni son bien lobos ni bien raposas, de los cuales hay muchos, y muerden tan bravamente, que ha de ser muy escogido el perro que le matare diente por diente. Cazaban venados, liebres, conejos y codornices, hasta culebras y mariposas, y todo lo traían a el señor, y él daba y pagaba a cada uno según lo que traía; primero daba la ropa que traía vestida, y después otra que tenía allí aparejada para dar, no pagando por vía de precio ni de conciencia, que maldito el escrúpulo que de ello tenían, ni tampoco por paga de los servicios, sino por una liberalidad con la cual pensaban que agradaban mucho a el demonio, y luego sacrificaban todo cuanto habían podido haber. 99 Sin las fiestas ya dichas, había otras muchas, en cada provincia, y a cada demonio le servían de su manera, con sacrificios y ayunos y otras diabólicas ofrendas, especialmente en Tlaxcala, Huexuzinco y Cholola, que eran señoríos por sí. En todas estas provincias que son comarcas y venían de un abolengo, todos adoraban y tenían un dios por más principal, a el cual nombraban por tres nombres. Los antiguos que estas provincias poblaron, fueron de una generación; pero después que se multiplicaron, hicieron señoríos distintos y hubo entre ellos grandes bandos y guerras. En estas tres provincias se hacían siempre crueles y grandes sacrificios y muy crueles, porque como todos estaban cercados de provincias sujetas a México, que eran sus enemigos, y entre sí mismos tenían continuas guerras, había entre ellos hombres prácticos en la guerra, y de buen ánimo y fuerzas, especialmente en Tlaxcala, que es la mayor de estas provincias, y aun de gente algo más dispuesta y crecida y guerrera, y es de las enteras y grandes provincias, y más poblada de la Nueva España, como se dirá adelante. Estos naturales, tenían de costumbre en sus guerras de tomar cautivos para sacrificar a sus ídolos, y a esta causa, en la batalla arremetían y entraban hasta abrazarse con el que podían, y sacábanle fuera y atábanle cruelmente. En esto se mostraban y señalaban los valientes. 100 Estos tenían otras muchas fiestas con grandes ceremonias y crueldades, de las cuales no me acuerdo bien para escribir verdad, aunque moré allí seis años entre ellos, y oí y supe muchas cosas; pero no me informaba para lo haber de escribir. 101 En Tlaxcala había muchos señores y personas principales, y mucho ejercicio de guerra, y tenían siempre como gente de guarnición, y todos cuantos prendían, demás de muchos esclavos, morían en sacrificio; y lo mismo en Huejuzinco y Cholola. A esta Cholola tenían por gran santuario como otra Roma, en la cual había muchos templos del demonio; dijéronme que había más de trescientos y tantos. Yo la vi entera y muy torreada y llena de templos del demonio, pero no los conté. Por lo cual hacia muchas fiestas en el año, y algunos venían de más de cuarenta leguas, y cada provincia tenía sus salas y casas de aposento para las fiestas que se hacían.
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Cómo partimos de Aute Otro día siguiente partimos de Aute, y caminamos todo el día hasta llegar donde yo había estado. Fue el camino con extremo trabajoso, porque ni los caballos bastaban a llevar los enfermos, ni sabíamos qué remedio poner, porque cada día adolescían; que fue cosa de muy gran lástima y dolor ver la necesidad y trabajo en que estábamos. Llegados que fuimos, visto el poco remedio que para ir adelante había, porque no había dónde, ni aunque lo hubiera, la gente pudiera pasar adelante, por estar los más enfermos, y tales, que pocos había de quien se pudiese haber algún provecho. Dejo aquí de contar esto más largo, porque cada uno puede pensar lo que se pasaría en tierra tan extraña y tan mala, y tan sin ningún remedio de ninguna cosa, ni para estar ni para salir de ella. Mas como el más cierto remedio sea Dios nuestro Señor, y de Este nunca desconfiamos, suscedió otra cosa que agravaba más que todo esto, que entre la gente de caballo se comenzó la mayor parte de ellos a ir secretamente, pensando hallar ellos por sí remedio, y desamparar al gobernador y a los enfermos, los cuales estaban sin algunas fuerzas y poder. Mas, como entre ellos había muchos hijosdalgo y hombres de buena suerte, no quisieron que esto pasase sin dar parte al gobernador y a los oficiales de Vuestra Majestad; y como les afeamos su propósito, y les pusimos delante el tiempo en que desamparaban a su capitán y los que estaban enfermos y sin poder, y apartarse sobre todo del servicio de Vuestra Majestad, acordaron de quedar, y que lo que fuese de uno fuese de todos, sin que ninguno desamparase a otro. Visto esto por el gobernador, los llamó a todos y a cada uno por sí, pidiendo parescer de tan mala tierra, para poder salir, de ella y buscar algún remedio, pues allí no lo había, estando la tercia parte de la gente con gran enfermedad, y cresciendo esto cada hora, que teníamos por cierto todos lo estaríamos así; de donde no se podía seguir sino la muerte, que por ser en tal parte se nos hacía más grave; y vistos estos y otros muchos inconvenientes, y tentados muchos reme, dios, acordamos en uno harto difícil de poner en obra. que era hacer navíos en que nos fuésemos. A todos parescía imposible, porque nosotros no los sabíamos hacer, ni había herramientas, ni hierro, ni fragua, ni estopa, ni pez, ni jarcias, finalmente, ni cosa ninguna de tantas como son menester, ni quien supiese nada para dar industria en ello, y sobre todo, no haber qué comer entretanto que se hiciesen, y los que habían de trabajar del arte que habíamos dicho; y considerando todo esto, acordamos de pensar en ello más de espacio, y cesó la plática aquel día, y cada uno se fue, encomendándolo a Dios nuestro Señor, que lo encaminase por donde El fuese más servido. Otro día quiso Dios que uno de la compañía vino diciendo que él haría unos cañones de palo, y con unos cueros de venado se harían unos fuelles, y como estábamos en tiempo que cualquier cosa que tuviese alguna sobrehaz de remedio, nos parescía bien, dijimos que se pusiese por obra; y acordamos de hacer de los estribos y espuelas y ballestas, y de las otras cosas de hierro que había, los clavos y sierras y hachas, y otras herramientas, de que tanta necesidad había para ello; y dimos por remedio que para haber algún mantenimiento en el tiempo que esto se hiciese se hiciesen cuatro entradas en Aute con todos los caballos y gente que pudiesen ir, y que a tercero día se matase un caballo, el cual se repartiese entre los que trabajaban en la obra de las barcas y los que estaban enfermos; las entradas se hicieron con la gente y caballos que fue posible, y en ellas se trajeron hasta cuatrocientas hanegas de maíz, aunque no sin contiendas y pendencias con los indios. Hecimos coger muchos palmitos para aprovecharnos de la lana y cobertura de ellos, torciéndola y adereszándola para usar en lugar de estopa para las barcas; los cuales se comenzaron a hacer con un solo carpintero que en la compañía había, y tanta diligencia pusimos, que, comenzándola a 4 días de agosto, a 20 días del mes de setiembre eran acabadas cinco barcas, de a veinte y dos codos cada una, calafateadas con las estopas de los palmitos, y breámolas con cierta pez de alquitrán que hizo un griego, llamado don Teodoro, de unos pinos; y de la misma ropa de los palmitos, y de las colas y crines de los caballos, hicimos cuerdas y jancias, y de las nuestras camisas velas, y de las habinas que allí había, hecimos los remos, que nos paresció que era menester; y tal era la tierra en que nuestros pecados nos habían puesto, que con muy gran trabajo podíamos hallar piedras para lastre y anclas de las barcas, ni en toda ella habíamos visto ninguna. Desollamos también las piernas de los caballos enteras, y curtimos los cueros de ellas para hacer botas en que llevásemos agua. En este tiempo algunos andaban cogiendo mariscos por los rincones y entradas de la mar, en que los indios, en dos veces que dieron en ellos, nos mataron diez hombres a vista del real, sin que los pudiésemos socorrer, los cuales hallamos de parte a parte pasados con flechas; que, aunque algunos tenían buenas armas, no bastaron a resistir para que esto no se hiciese, por flechar con tanta destreza y fuerza como arriba he dicho; y a dicho y juramento de nuestros pilotos, desde la bahía, que pusimos nombre de la Cruz, hasta aquí anduvimos docientas y ochenta leguas, poco más o menos. En toda esta tierra no vimos sierra ni tuvimos noticias de ella en ninguna manera; y antes que nos embarcásemos, sin los que los indios nos mataron, se murieron más de cuarenta hombres de enfermedad y hambre. A 22 días del mes de setiembre se acabaron de comer los caballos, que sólo uno quedó, y este día nos embarcamos por esta orden: que en la barca del gobernador iban cuarenta y nueve hombres; en otra que dio al contador y comisario iban otros tantos; la tercera dio al capitán Alonso de Castillo y Andrés Dorantes, con cuarenta y ocho hombres, y otra dio a dos capitanes, que se llamaban Téllez y Peñalosa, con cuarenta y siete hombres. La otra dio al veedor y a mí con cuarenta y nueve hombres, y después de embarcados los bastimentos y ropa, no quedó a las barcas más de un geme de bordo fuera del agua, y allende de esto, íbamos tan apretados, que no nos podíamos menear; y tanto puede la necesidad, que nos hizo aventurar a ir de esta manera, y meternos en una mar tan trabajosa, y tener noticia de la arte del marear ninguno de los que allí iban.
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CAPITULO VIII Prosigue el descubrimiento del Nuevo México La nación hasta donde los dichos Tobosos los siguieron se llamaba Jumanos, a quien por otro nombre llaman los españoles Patarabueyes. Tienen una Provincia grande y de muchos pueblos con mucha gente, y las casas eran con azoteas y de cal y canto, y los pueblos trazados por buen orden. Tienen todos los hombres y mujeres los rostros rayados y los brazos y piernas. Es gente corpulenta y de más policía que los que hasta allí habían visto, y, tenían muchos mantenimientos y mucha caza de pie y de vuelo y gran cantidad de pescado a causa de tener grandes ríos que vienen de hacia el Norte, y alguno tan grande como Guadalquivir, el cual entra en la propia Mar del Norte. Tiene muchas lagunas de agua salada que se cuaja cierto tiempo del año y se hace muy buena sal. Es gente belicosa y mostráronlo luego, porque la primera noche que los nuestros asentaron Real, los flecharon y mataron cinco caballos, hiriendo muy mal otros tantos, y no dejaran ninguno a vida sino por las guardas que los defendían. Hecho este mal recado, despoblaron el lugar y se subieron a una Sierra que estaba cerca adonde fue luego por la mañana el Capitán con otros cinco soldados bien armados con un intérprete, llamado Pedro, indio de su mesma nación, y con buenas razones los quietó y dejó de paz, haciéndoles bajar a su pueblo y casas y persuadiéndolos a que diesen aviso a sus vecinos de que no eran hombres que hacían mal a nadie, ni les iban a tomar sus haciendas, que lo alcanzó fácilmente con su prudencia y con darles a los caciques algunas sartas de cuentas de vidrio que llevaban para este efecto, y sombreros otras niñerías. Con esto y con el buen tratamiento que les hacían, se fueron muchos de ellos en compañía de los nuestros algunos días, caminando siempre por la rivera del Río Grande arriba dicho: por toda la cual había muchos pueblos de Indios de esta nación que duraron por espacio de 12 jornadas. En todas las cuales, avisados los unos caciques de los otros, salían a recibir a los nuestros sin arcos ni flechas, y les traían muchos mantenimientos y otros regalos y dádivas, en especial cueros Y gamuzas muy bien aderezadas, y que no les excedían en esto las de Flandes. Es gente toda vestida, y hallaron que tenían alguna lumbre de nuestra santa fe, porque señalaban a Dios mirando al cielo y le llaman en su lengua Apalito y le conocen por Señor de cuya larga mano y misericordia confiesan haber recibido la vida y al ser natural y los bienes temporales. Venían muchos de ellos, y las mujeres y niños, a que el Religioso que dijimos iba con el dicho Capitán y soldados, los santigüase y echase la bendición. El cual, como les preguntase de quién habían entendido aquel conocimiento de Dios que tenían, respondieron que de tres cristianos y un negro que habían pasado por allí y detenídose algunos días en su tierra, que, según las señas que dieron, eran Alvar Núñez Cabeza de Vaca y Dorantes y Castillo Maldonado y un negro, que todos ellos habían escapado del Armada con que entró Pánfilo de Narváez en la Florida y después de haber sido muchos días esclavos, vinieron a dar a estos pueblos, haciendo Dios por medio de ellos muchos milagros y sanando con el tocamiento solo de sus manos muchos enfermos por lo cual dejaron gran nombre en toda aquella tierra. Toda esta Provincia quedó en paz y muy, sosegada, en cuya demostración fueron acompañando y sirviendo los nuestros algunos días por la orilla del río que dijimos arriba. A pocos días toparon con una gran población de indios, adonde los salieron a recibir por nueva que tuvieron de sus vecinos, y les sacaron muchas cosas muy curiosas de pluma de diferentes colores, y muchas mantas de algodón barretadas de azul y blanco, como las que traen de la China para rescatarlas y trocarlas por otras cosas. Iban todos, así hombres como mujeres y niños, vestidos de gamuzas muy buenas y bien adobadas y nunca pudieron los nuestros entender qué nación era por falta de intérprete que entendiese su lengua, aunque por señas trataban con ellos; a los cuales, como les mostrasen algunas piedras de metal rico y les preguntasen si había de aquello en su tierra, respondieron por las mesmas señas que cinco olías de camino de allí hacia al Poniente había de aquello en muy gran cantidad y que ellos les guiarían para allá y se lo mostrarían, como lo cumplieron después acompañándolos por espacio de 22 leguas todas pobladas de gente de su mesma nación, a quien inmediatamente se seguía por el mesmo río arriba otra de mucha más gente que la de la pasada, de quien fueron bien recibidos y regalados con muchos presentes, especialmente de pescado que había infinito a causa de una lagunas grandes que cerca de allí había que lo crían en la abundancia dicha. Estuvieron entre éstos tres días, en los cuales de día y de noche les hicieron muchos bailes a su modo con particular significación de alegría. No se supo cómo se llamaba esta nación por falta de intérprete, aunque entendieron se extendía mucho y que era muy grande. Entre ellos hallaron un indio concho de nación, que les dijo y señaló que 15 jornadas de allí hacia el Poniente había una laguna muy ancha y cerca de ella muy grandes pueblos y casas de tres y cuatro altos, y la gente bien vestida, y la tierra de muchos bastimentos, el cual se ofreció de llevarlos a ella y holgaron los nuestros de ello y sólo lo dejaron de poner en efecto por proseguir el intento con que habían comenzado la jornada, que era ir al Norte a dar socorro a los Religiosos arriba dichos. En esta Provincia lo que particularmente notaron fue que había muy buen temple y muy ricas tierras y mucha caza de pie y vuelo, y muchos metales ricos, y otras cosas particulares y de provecho. De esta Provincia fueron siguiendo su derrota por espacio de quince días sin topar en todos ellos ninguna gente, por entre grandes pinares de piñas y piñones como los de Castilla. A1 cabo de los cuales, habiendo caminado a su parecer 80 leguas, toparon una pequeña ranchería o pueblo de poca gente, y en sus casas, que eran pobres y de paja, gran cantidad de cueros de venados tan bien aderezados como los de Flandes, y mucha sal blanca y muy buena. Hiciéronles muy buen hospedaje dos días que allí estuvieron, después de los cuales los acompañaron como 12 leguas a unas poblaciones grandes caminando siempre por el río del Norte ya dicho, hasta llegar a la tierra que llaman el Nuevo México. Estaba toda la ribera del dicho río llena de grandísimas alamedas de álamos blancos, y en parte tomaban cuatro leguas de ancho, y así mesmo de muchos nogales y parrales, como los de Castilla. Habiendo caminado dos días por estas alamedas y noguerales, toparon 10 pueblos que estaban asentados en la ribera del dicho río por ambas partes, sin otros que se mostraban más desviados, en los cuales les pareció había mucha gente, y la que ellos vieron pasaban en número de diez mil ánimas. En esta Provincia les regalaron mucho con recibimientos y con llevarlos a sus pueblos donde les daban mucha comida y gallinas de la tierra y otras cosas y todo con gran voluntad. Aquí hallaron casas de cuatro altos y bien edificadas y con galanos aposentos, y en las más de ellas había estufas para tiempo de invierno. Andaban vestidos de algodón y de cuero de venado, y el traje así de los nombres como de las mujeres, es al modo del de los indios del reino de México, y lo que les causó más extrañeza fue el ver que todos ellos y ellas andaban calzados con zapatos y botas de buen cuero con suelas de vaca, cosa que hasta allí nunca la habían visto. Las mujeres traían el cabello muy peinado y compuesto y sin cosa sobre la cabeza. En todos estos pueblos había caciques que los gobernaban, como entre los indios mexicanos, con alguaciles para ejecutar sus mandamientos, los cuales van por el pueblo diciendo a voces la voluntad de los caciques y que la pongan por obra. En esta Provincia hallaron los nuestros muchos ídolos que adoraban y en especial que tenían en cada casa un templo para el demonio, donde le llevaban de ordinario de comer; y otra cosa, que de la manera que entre los cristianos tenemos en los caminos cruces, así tienen ellos unas como capillas altas, donde dicen descansa y se recrea el demonio cuando va de un pueblo a otro, las cuales están muy adornadas y pintadas. En todas las sementeras labranzas, que las tienen muy grandes, tienen a un lado de ellas un portal con cuatro pilas donde comen los trabajadores y pasan la siesta, porque es la gente muy dada a labor y están de ordinario en ella. Es tierra de muchos montes y pinares. Las armas que usan son arcos muy fuertes y flechas con las puntas de pedernal con que pasan una cota, y macanas, que son unos palos de media vara de largo y llenos todos de pedernales agudos, que bastan a partir por medio un hombre, y ansí mesmo unas como adargas de cuero de vaca crudo.