CAPÍTULO VIII Lo que hicieron los treinta caballeros hasta llegar a Vitachuco, y lo que en ella hallaron Estos veinte caballeros, y otros diez, cuyos nombres faltan para el número treinta, salieron del pueblo de Apalache a los veinte de octubre del año mil y quinientos y treinta y nueve para ir a la provincia de Hirrihigua donde Pedro Calderón quedó. Llevaron el orden que adelante se dirá de lo que en mar y tierra habían de hacer. Fueron todos muy a la ligera, no más que con las celadas y cotas sobre los vestidos y sus lanzas en las manos y sendas alforjas en las sillas con algún herraje y clavos y con el bastimento que en ellas podía caber para caballos y caballeros. Salieron del real buen rato antes que amaneciese y, porque la fama de su ida no les pasase adelante y con ella se apercibiesen los indios para salirles a tomar los pasos, caminaron a toda buena diligencia, corriendo donde les convenía correr. Este día alancearon dos indios que toparon en el camino; matáronlos porque, con algún alarido, no apercibiesen los que había derramados por el campo. Con este cuidado de que no fuere la nueva adelante, caminaron siempre; así anduvieron aquel día las once leguas que hay de Apalache hasta la ciénaga, la cual pasaron sin contradicción de enemigos, que no fue poca ventura, porque pocos indios que vinieran bastaran a flecharles los caballos en camino tan angosto como el que había en el monte y en el agua. Durmieron los españoles en el llano, fuera de todo el monte, habiendo corrido y caminado aquel día más de trece leguas; mientras descansaban, se velaban por tercios de diez en diez, como atrás hemos dicho. Antes que fuese de día, salieron en seguimiento de su viaje y caminaron las doce leguas que hay de despoblado desde la ciénaga de Apalache hasta el pueblo de Osachile. Iban con temor no supiesen los indios de su ida y saliesen a estorbarles el paso, por lo cual se fueron deteniendo para que anocheciese y cerca de la media noche pasaron por el pueblo, corriendo a media rienda. Una legua adelante del pueblo apartados del camino, descansaron lo que de la noche les quedaba, velándose, como hemos dicho, por tercios. Este día caminaron más de otras trece leguas. Al romper del alba siguieron su viaje, corriendo a media rienda porque había gente por los campos, que esto hacían siempre que iban por tierra poblada porque la nueva de su ida no les pasase adelante, que era lo que más temían. Así corrieron las cinco leguas que hay de donde durmieron hasta el río de Osachile, a costa de los caballos, y ellos eran tan buenos que lo sufrían todo. Llegando cerca del río, Gonzalo Silvestre, que, por haber dado más prisa a su caballo que los otros, iba delante, llegó a darle vista con harto temor si lo hallaría más crecido que cuando el ejército pasó por él. Fue Dios servido que antes trajese ahora menos agua que entonces. Con el contento de verlo así se arrojó a él y lo pasó a nado y salió al llano de la otra parte. Cuando sus compañeros lo vieron en la otra ribera hubieron mucho placer, porque todos llevaban el mismo temor de hallar el río crecido. Pasáronlo sin desgracia alguna. Por fiesta y regocijo de haber pasado el río, se pusieron a almorzar. Luego caminaron a paso moderado las cuatro leguas que hay desde el río de Osachile hasta el pueblo de Vitachuco, donde pasó la temeridad del cacique Vitachuco. Los castellanos iban con recelo de hallar el pueblo Vitachuco como lo habían dejado, y temían si habían de pelear con los moradores de él y ganar el paso a fuerza de brazos, donde podía acaecer que matasen o hiriesen algún hombre o caballo, la cual desgracia les sería doblarles el trabajo y dificultades del camino, por lo cual consultaron entre todos que ninguno se detuviese a pelear, sino que todos procurasen pasar adelante sin detenerse. Con esta determinación llegaron al pueblo, donde perdieron la congoja que llevaban, porque lo hallaron todo quemado y asolado, las paredes derribadas por tierra y los cuerpos de los indios que murieron el día de la batalla, y los que mataron el día que el cacique Vitacucho dio la puñada al gobernador, estaban todos por aquellos campos amontonados, que no habían querido enterrarlos. Al pueblo, como después decían los indios, desampararon y destruyeron por estar fundado en sitio infeliz y desdichado, y a los indios muertos, por hombres mal afortunados que no habían salido con su pretensión, los dejaron sin sepultura para manjar de aves y bestias fieras, que entre ellos era este castigo de gran infamia y se daba a los desdichados y desventurados en armas, como a gente maldita y descomulgada, según su gentilidad. Y así lo dieron a este pueblo y a los que en él murieron, porque les pareció que la desgracia en él sucedida la había causado más la infelicidad del sitio y la mala fortuna de los muertos que no el esfuerzo y valentía de los españoles, pues eran tan pocos en número contra tantos y tan valientes indios.
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De los trabajos que rescibió en el camino el gobernador y su gente, y la manera de los pinos y piñas de aquellas tierras Dende el lugar de Tugui fue caminando el gobernador con su gente hasta los 19 días del mes de diciembre, sin hallar poblado ninguno, donde rescibió gran trabajo en el caminar a causa de los muchos ríos y malos pasos que había; que para pasar la gente y caballos hobo día que se hicieron dieciocho puentes, así para los ríos como las ciénagas, que había muchas y muy malas; y asimismo se pasaron grandes sierras y montañas muy ásperas y cerradas de arboledas de cañas muy gruesas, que tenían unas púas muy agudas y recias, y de otros árboles, que para poderlos pasar iban siempre delante veinte hombres cortando y haciendo el camino, y estuvo muchos días en pasarlas, que por la maleza de ellas no veían el cielo; y el dicho día, a 19 del dicho mes, llegaron a un lugar de indios de la generación de los guaraníes, los cuales, con su principal, y hasta las mujeres y niños, mostrando mucho placer, los salieron a rescebir al camino dos leguas del pueblo, donde trujeron muchos bastimentos de gallinas, patos y miel y batatas y otras frutas, y maíz y harina de piñones (que hacen muy gran cantidad de ella), porque hay en aquella tierra muy grandes pinares, y son tan grandes los pinos, que cuatro hombres juntos, tendidos los brazos, no pueden abrazar uno, y muy altos y derechos, y son muy buenos para mástiles de naos y para carracas, según su grandeza; las piñas son grandes, los piñones del tamaño de bellotas, la cáscara grande ellos es como de castañas, difieren en el sabor a los de España; los indios los cogen y de ellos hacen gran cantidad de harina para su mantenimiento. Por aquella tierra hay muchos puercos monteses y monos que comen estos piñones de esta manera; que los monos se suben encima de los pinos y se asen de la cola, y con las manos y pies derruecan muchas piñas en el suelo, y cuando tienen derribada mucha cantidad, abajan a comerlos; y muchas veces acontesce que los puercos monteses están aguardando que los monos derriben las piñas, y cuando las tienen derribadas, al tiempo que abajan los monos de los pinos a comellos, salen los puercos contra ellos, y quítanselas, y cómense los piñones, y mientras los puercos comían, los gatos estaban dando gritos sobre los árboles. También hay otras muchas frutas de diversas maneras y sabor, que dos veces en el año se dan. En este lugar de Tugui se detuvo el gobernador y su gente la Pascua del Nascimiento, así por la honra de ella como porque la gente reposase y descansase; donde tuvieron qué comer, porque los indios lo dieron muy abundosamente de todos sus bastimentos; y así, los españoles, con la alegría de la Pascua y con el buen tratamiento de los indios, se regocijaron mucho, aunque el reposar era muy dañoso, porque como la gente estaba sin ejercitar el cuerpo y tenían tanto de comer, no digerían lo que comían, y luego les daban calenturas, lo que no hacía cuando caminaban, porque luego como comenzaban a caminar las dos jornadas primeras, desechaban el mal y andaban buenos; y al principio de la jornada la gente fatigaba al gobernador que reposase algunos días, y no lo quería permitir, porque ya tenía experiencia que habían de adolescer, y la gente creía que lo hacía por darlos mayor trabajo, hasta que por experiencia vinieron a conoscer que lo hacía por su bien, porque de comer mucho adolescían, y de esto el gobernador tenía mucha experiencia.
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Cómo Diego Velázquez, gobernador de Cuba, envió otra armada a la tierra que descubrimos En el año de 1518, viendo Diego Velázquez, gobernador de Cuba, la buena relación de las tierras que descubrimos, que se dice Yucatán, ordenó enviar una armada, y para ella se buscaron cuatro navíos; los dos fueron los que hubimos comprado los soldados que fuimos en compañía del capitán Francisco Hernández de Córdoba a descubrir a Yucatán (según más largamente lo tengo escrito en el descubrimiento), y los otros dos navíos compré el Diego Velázquez de sus dineros. Y en aquella sazón que ordenaba el armada, se hallaron presentes en Santiago de Cuba, donde residía el Velázquez, Juan de Grijalva y Pedro de Alvarado y Francisco de Montejo e Alonso de Ávila, que habían ido con negocios al gobernador; porque todos tenían encomiendas de indios en las mismas islas; y como eran personas valerosas, concertóse con ellos que el Juan de Grijalva, que era deudo del Diego Velázquez, viniese por capitán general, e que Pedro de Alvarado viniese por capitán de un navío, y Francisco de Montejo de otro, y el Alonso de Ávila de otro; por manera que cada uno destos capitanes procuró de poner bastimentos y matalotaje de pan cazabe y tocinos; y el Diego Velázquez puso ballestas y escopetas, y cierto rescate, y otras menudencias, y más los navíos. Y como había fama destas tierras que eran muy ricas y había en ellas casas de cal y canto, y el indio Melchorejo decía por señas que había oro, tenían mucha codicia los vecinos y soldados que no tenían indios en la isla, de ir a esta tierra; por manera que de presto nos juntamos doscientos y cuarenta compañeros, y también pusimos cada soldado, de la hacienda que teníamos, para matalotaje y armas y cosas que convenían; y en este viaje volví yo con estos capitanes otra vez, y parece ser la instrucción que para ello dio el gobernador Diego Velázquez fue, según entendí, que rescatasen todo el oro y plata que pudiesen, y si viesen que convenía poblar que poblasen, o si no, que se volviesen a Cuba. E vino por veedor de la armada uno que se decía Peñalosa, natural de Segovia, e trajimos un clérigo que se decía Juan Díaz, y los tres pilotos que antes habíamos traído cuando el primero viaje, que ya he dicho sus nombres y de dónde eran, Antón de Alaminos, de Palos, y Camacho, de Triana, y Juan álvarez, el Manquillo, de Huelva; y el Alaminos venía por piloto mayor, y otro piloto que entonces vino no me acuerdo el nombre. Pues antes que más pase adelante, porque nombraré algunas veces a estos hidalgos que he dicho que venían por capitanes, y parecerá cosa descomedida nombrarles secamente, Pedro de Alvarado, Francisco de Montejo, Alonso de Ávila, y no decirles sus ditados y blasones, sepan que el Pedro de Alvarado fue un hidalgo muy valeroso, que después que se hubo ganado Nueva España fue gobernador y adelantado de las provincias de Guatemala, Honduras y Chiapa, y comendador de Santiago. E asimismo el Francisco de Montejo, hidalgo de mucho valor, que fue gobernador y adelantado de Yucatán; hasta que su majestad les hizo aquestas mercedes y tuvieron señoríos no les nombraré sino sus nombres, y no adelantados; y volvamos a nuestra plática: que fueron los cuatro navíos por la parte y banda del norte a un puerto que se llama Matanzas, que era cerca de la Habana vieja, que en aquella sazón no estaba poblada donde ahora está, y en aquel puerto o cerca dél tenían todos los más vecinos de la Habana sus estancias de cazabe y puercos, y desde allí se proveyeron nuestros navíos lo que faltaba, y nos juntamos así capitanes como soldados para dar vela y hacer nuestro viaje. Y antes que más pase adelante, aunque vaya fuera de orden, quiero decir por qué llamaban aquel puerto que he dicho de Matanzas, y esto traigo aquí a la memoria, porque ciertas personas me lo han preguntado la causa de ponerle aquel nombre, y es por esto que diré. Antes que aquella isla de Cuba estuviese de paz dio al través por la costa del norte un navío que había ido desde la isla de Santo Domingo a buscar indios, que llamaban los lucayos, a unas islas que están entre Cuba y el canal de Bahama, que se llaman las islas de los Lucayos, y con mal tiempo dio al través en aquella costa, cerca del río y puerto que he dicho que se llama Matanzas, y venían en el navío sobre treinta personas españolas y dos mujeres; y para pasarlos aquel río vinieron muchos indios de la Habana y de otros pueblos, como que los venían a ver de paz, y les dijeron que les querían pasar en canoas y llevarlos a sus pueblos para darles de comer. E ya que iban con ellos, en medio del río les trastornaron las canoas y los mataron; que no quedaron sino tres hombres y una mujer, que era hermosa, la cual llevó un cacique de los más principales que hicieron aquella traición, y los tres españoles repartieron entre los demás caciques. Y a esta causa se puso a este puerto nombre de puerto de Matanzas; y conocí a la mujer que he dicho, que después de ganada la isla de Cuba se le quitó al cacique en cuyo poder estaba, y la vi casada en la villa de la Trinidad con un vecino della, que se decía Pedro Sánchez Farfán; y también conocí a los tres españoles, que se decía el uno Gonzalo Mejía, hombre anciano, natural de Jerez, y el otro se decía Juan de Santisteban, y era natural de Madrigal, y el otro se decía Cascorro, hombre de la mar, y era pescador, natural de Huelva, y le había ya casado el cacique con quien solía estar, con una su hija, e ya tenía horadadas las orejas y las narices como los indios. Mucho me he detenido en contar cuentos viejos; volvamos a nuestra relación. E ya que estábamos recogidos, así capitanes como soldados, y dadas las instrucciones que los pilotos habían de llevar y las señas de los faroles, y después de haber oído misa con gran devoción, en 5 días del mes de abril de 1518 años dimos vela, y en diez días doblamos la punta de Guaniguanico, que los pilotos llaman de San Antón, y en otros ocho días que navegamos vimos la isla de Cozumel, que entonces la descubrimos, día de Santa Cruz, porque descayeron los navíos con las corrientes más bajo que cuando venimos con Francisco Hernández de Córdoba, y bojamos la isla por la banda del sur; vimos un pueblo, y allí cerca buen surgidero v bien limpio de arrecifes; e saltamos en tierra con el capitán Juan de Grijalva buena copia de soldados, y los naturales de aquel pueblo se fueron huyendo desque vieron venir los navíos a la vela, porque jamás habían visto tal, y los soldados que salimos a tierra no hallamos en el pueblo persona ninguna, y en unas mieses de maizales se hallaron dos viejos que no podían andar y los trajimos al capitán, y con Julianillo y Melchorejo, los que trajimos de la punta de Cotoche, que entendían muy bien a los indios, y les habló; porque su tierra dellos y aquella isla de Cozumel no hay de travesía en la mar sino obra de cuatro leguas, y así hablan una misma lengua; y el capitán halagó aquellos viejos y les dio cuentezuelas verdes, y les envió a llamar al calachioni de aquel pueblo, que así se dicen los caciques de aquella tierra, y fueron y nunca volvieron; y estándoles aguardando, vino una india moza, de buen parecer, e comenzó a hablar la lengua de la isla de Jamaica, y dijo que todos los indios e indias de aquella isla y pueblo se habían ido a los montes, de miedo; y como muchos de nuestros soldados e yo entendíamos muy bien aquella lengua, que es la de Cuba, nos admiramos, y la preguntamos que cómo estaba allí, y dijo que había dos años que dio al través con una canoa grande en que iban a pescar diez indios de Jamaica a unas isletas, y que las corrientes la echaron en aquella tierra, mataron a su marido y a todos los demás indios jamaicanos sus compañeros, y los sacrificaron a los ídolos; y desque la entendió el capitán, como vio que aquella india sería buena mensajera, envióla a llamar los indios y caciques de aquel pueblo, y dióla de plazo dos días para que volviese; porque los indios Melchorejo y Julianillo, que llevamos de la punta de Cotoche, tuvimos temor que, apartados de nosotros, se huirían a su tierra, y por esta causa no los enviamos a llamar con ellos; y la india volvió otro día, y dijo que ningún indio ni india quería venir, por más palabras que les decía. A este pueblo pusimos por nombre Santa Cruz, porque cuatro o cinco días antes de Santa Cruz le vimos; había en él buenos colmenares de miel y muchos boniatos y batatas y manadas de puercos de la tierra, que tienen sobre el espinazo el ombligo; había en él tres pueblezuelos, y este donde desembarcamos era mayor, y los otros dos eran más chicos, que estaba cada uno en una punta de la isla; tendrá de bojo como obra de dos leguas. Pues como el capitán Juan de Grijalva vio que era perder tiempo estar más allí aguardando, mandó que nos embarcásemos luego, y la india de Jamaica se fue con nosotros, y seguimos nuestro viaje.
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Capítulo VIII De cómo Diego de Almagro salió de Panamá en busca de su compañero con gente y socorro, y de cómo le quebraron un ojo y cómo se juntó con él El capitán Francisco Pizarro salió de Panamá con su gente, como se ha escrito. Diego de Almagro y el padre Luque entendieron en fornecer otro navío y allegar gente para que el mismo Almagro saliese a los buscar con aquel socorro; y como Almagro era diligente y de tanto cuidado, brevemente lo puso en orden; pidiendo licencia a Pedrarias salió de Panamá antes que hubiese llegado Ribera el tesorero ni se supiese cosa ninguna del suceso de Francisco Pizarro ni que había hecho Dios de él. Dicen unos que sacó Almagro de esta vez de Panamá sesenta y cuatro hombres, otros dicen que setenta; poco va en esto. Embarcáronse él y ellos en el puerto y navegaron la costa arriba en busca de los cristianos, los cuales estaban en Chicama, pasando su fortuna, curándose los heridos, y los sanos buscando lo que les faltaba, y murieron algunos de enfermedad. Y otros estaban hinchados, y los caimanes comieron de ellos por los ríos; cuando pasaban de una parte a otra, los mosquitos los fatigaban demasiadamente. Pues como Diego de Almagro saliese de Panamá enderezaron su derrota por la costa arriba al poniente para buscar los cristianos porque no sabían cosa cierta de donde pudiesen estar, y tomando la costa saltaron en el batel en los puertos que hallaban sin dejar ninguno. Y como no topasen con ellos, anduvieron hasta que llegaron al puerto del "pueblo quemado", donde primero había estado Pizarro con sus compañeros. En los puertos que había visto, conocido estaba por las cortaduras de machete y por pedazos de alpargates y otras cosas, cómo habían estado en los más de ellos. En este "pueblo quemado" determinó Almagro, con cincuenta españoles, de subir al pueblo y ver lo que había. Los naturales de él habíanlo fortalecido con palenque fuertemente para defenderse de los cristianos, si otra vez volviesen a ellos y sabían bien dónde estaba Pizarro y de la venida de Almagro; y acaudillándose todos se juntaron con determinación de procurar la muerte a quien, por los robar y echar de sus casas y cautivalles sus mujeres y hijos se la venía a dar a ellos. Almagro, con los que le acompañaban, vieron la fuerza del pueblo y conocieron que había gente de guerra dentro, mas no por eso pensaron de se retirar, antes determinaron de dar en el pueblo y ganar a la fuerza; mas como llegaron cerca fue tan grande la grita y estruendo que los indios hicieron, y las voces que daban (que afirman algunos y lo cuentan por muy cierto) que ciertos españoles de los que iban, que los más eran naturales de cerca de Sayago, se espantaron y amedrentaron tanto de ver las fieras cataduras de los indios y la grita que daban que estuvieron por volver las espaldas de puro temor. Almagro, con los que le siguieron, arremetió para los indios que ya comenzaban de tirar dardos y tiraderas, amenazándoles de muerte porque así entraban en su tierra contra la voluntad de ellos sin les deber nada. Los españoles, teniendo en poco sus amenazas y grita, dieron en ellos con el silencio que suelen tener cuando pelean, y mataron y hirieron a muchos de ellos, y tanto les apretaron, que a su pesar les ganaron el palenque, habiendo primero un indio de aquéllos arrojado una vara contra Almagro y apuntó tan bien, que le acertó en un ojo y se lo quebró; y aun afirman que otros de los mismos indios venían contra él y que, si no fuera por un esclavo negro, lo mataran. No desmayó, aunque salió herido tan malamente, ni dejó de hacer el deber hasta que los indios de todo punto huyeron; y fue por los suyos metido en una casa y lo echaron en una cama de ramos que le pudieron hacer muy tristes por haber acaecido tal desgracia y con toda diligencia fue curado como mejor se pudo hacer; y estuvieron en aquella tierra hasta que sanó del ojo, aunque no quedó con la vista, que primero en él tenía; y como estuviese sano se embarcaron en el navío echando muchas maldiciones a la tierra que dejaban y a los hombres que en ella vivían, diciendo que más parecía tierras para andar demonios que para vivienda de gentes. Partieron de aquel lugar, prosiguieron por la costa arriba su camino y no podían topar los cristianos, y saltaban en los puertos para ver si hallaban rastros; y como no topasen nada, sospechaban que todos debían de ser muertos, pues ellos y el navío no parecían. Con esta congoja navegaron hasta que llegaron al paraje del río de San Juan, y hallaron de la una parte y de la otra del río algunos pueblos, y les pareció ser mejor tierra que toda la que habían visto. Los indios de la costa y de aquel río, como veían el navío, espantábanse; no podían presumir qué fuese y concibieron grande espanto; algunos también hubo que sabían lo que era y que no se holgaban de lo ver por la noticia que tenían. Pues como Almagro hubiese llegado hasta el río de San Juan sin haber topado a sus compañeros ni rastro de donde estaban ni que el navío parecía, determinó de no pasar más adelante, sino de dar la vuelta a Panamá, creyendo sin duda alguna que Francisco Pizarro con los que con él salieron eran todos muertos; y así lo pusieron por obra con mucha tristeza y arribaron hasta que llegaron a las Perlas; adonde como saltasen en tierra supieron cómo Ribera había vuelto a Panamá en el navío y cómo Pizarro con sus compañeros estaba en Chicama, donde habían quedado cuando el navío partió. Recibieron con esta nueva gran alegría y tornando a navegar fueron al puerto de Chicama, donde con mucho placer se recibieron los unos de los otros, contando los de tierra los trabajos grandes que habían pasado y los muchos que se habían muerto; los del navío, por el consiguiente, les decían lo mucho que había que andaban buscándolos y cómo habían llegado hasta el río de San Juan; Francisco Pizarro y sus compañeros mostraron que les pesaba mucho que hubiese perdido el ojo Almagro. Como se juntaron los dos compañeros Francisco Pizarro y Diego de Almagro, trataron de muchas cosas tocantes al descubrimiento. Comenzado y estuviesen adeudados, no les convenía salirse afuera sino echar el resto y con ello aventurar las vidas; y acordaron que Almagro volviese a Panamá adobar los navíos, y volver con más gente para proseguir el descubrimiento; y, así como lo acordaron lo pusieron por obra, sacando en tierra todo el bastimento que había en la nao.
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CAPÍTULO VIII Perplejidades. --Faltas en nuestro arreglo doméstico. --Manera india de cocer huevos. --Limpia del terreno. --Aumento importante. --Descripción de las ruinas. --Casa del gobernador. --Jeroglíficos. --Adornos sobre las puertas. --Plano de las ruinas. --Puertas. --Departamentos. --Enorme espesor de la pared posterior. --Abertura practicada en la pared. --Rastros de una mano roja. --Viga esculpida de jeroglíficos. --Dinteles de madera. --Pérdida de antigüedades con el incendio del Panorama de Mr. Catherwood. --Terrazas. --Piedra curiosa. --Montículo circular. --Descubrimiento de un monumento esculturado. --Estructura de una piedra cuadrada. --Cabezas esculturadas. --Escalinatas. --Casa de tortugas La mañana nos trajo nuevas dificultades. No teníamos ningún sirviente, necesitábamos almorzar y la perspectiva no era buena. No esperábamos hallar la hacienda tan destruida totalmente de personas con quienes comunicar. El mayoral era el único que hablaba una que otra palabra del castellano y tenía que atender a los negocios de la hacienda que estaba a su cargo. Verdad es que había recibido de su amo órdenes especiales de hacer todo lo posible para servirnos; pero el poder del amo tenía sus límites y no podía hacer que hablase el castellano un indio que sólo sabía la lengua maya, fuera de que el poder del amo tenía además otras restricciones. En efecto, exceptuando lo relativo a ciertas obligaciones que los indios tienen, ellos son dueños absolutos de sí mismos y lo que para nosotros era peor, dueñas de sí mismas, porque una de nuestras mayores necesidades era la de una mujer que cocinase, hiciese las tortillas y desempeñase aquella multitud de oficios domésticos sin los cuales una casa no puede ir bien. El mayoral no nos había dado esperanza de serle posible procurarnos una criada; pero en medio de nuestras ansiedades, y cuando estábamos preparando nuestro almuerzo, lo vimos venir por la terraza seguido de una fila de indios y cerrando la procesión una mujer, que realmente era una visita interesante en aquel momento. Díjonos el mayoral que al volver a la hacienda la tarde anterior se había dirigido a todas las casas proponiendo a todas las mujeres, a una tras otra, nuestro servicio, prometiéndoles una paga liberal y buen trato; pero que todas habían rehusado, hasta que encontró aquélla con la cual se había visto obligado a estipular que no permanecería en las ruinas de noche, sino que volvería a su casa todas las tardes. Mortificábanos esto, porque deseábamos almorzar temprano; pero allí no cabía elección, y tuvimos que conformarnos con la criada bajo las condiciones que quiso. Era un poco más corpulenta que el común de las mujeres indias, y su tez algo más oscura. Su vestido estaba más pegado al cuerpo. Su carácter era irreprochable, sus maneras un tanto repulsivas; y, para que no le faltase una salvaguardia adicional, traía consigo un nietecillo, llamado José, cuya tez indicaba que la línea descendiente de su casa no tenía antipatías con la raza blanca. Su edad podría ser sobre cincuenta años y se llama Chepa Chí. Arreglados los preliminares, instalámosla de cocinera en jefe, sin ningún asistente ni adjunto; y enviamos al mayoral para que dirigiese a los indios en algunos desmontes que deseábamos se hiciesen desde luego. El primer ensayo de Chepa Chí fue el de cocer unos huevos, que preparó para beber, según la costumbre del país; el modo de usarlos en esta preparación consistía en hacer un hoyo pequeño al huevo en una de sus extremidades, e introducir por allí una astilla para mezclar la clara con la yema, y sorberlo de la misma manera que lo haría un recién nacido. No nos agradaba mucho este procedimiento, y deseábamos que los huevos continuasen cociéndose por algún tiempo más; pero Chepa Chí era impenetrable a nuestros signos e indicaciones. Tuvimos que estar sobre ella, y en resumidas cuentas cocinar nosotros mismos los huevos. Concluido esto, nos resignamos a todo y abandonamos nuestra comida a la dirección absoluta de la cocinera. Antes de emprender el examen y exploración de las ruinas, era absolutamente imprescindible despejar el terreno; y no en verdad con el objeto de obtener vistas pintorescas, puesto que no podía haberlas tan bellas y que ejerciesen más poderoso influjo sobre la imaginación que en el estado en que las encontramos; sino porque, sin esto, era difícil moverse de un sitio a otro. Con este fin, determinamos que se despejase primero la terraza de la casa del gobernador, y abrir caminos de una a otra ruina, para establecer una completa línea de comunicación; y para que pudiésemos conocer exactamente la posición en que nos encontrábamos, Mr. Catherwood hizo una observación por la cual descubrimos que la latitud de Uxmal era la de 20? 27' 30" N. Trabajaron tan activamente nuestros indios, que a la tarde ya teníamos despejada toda la terraza superior. Al anochecer dejáronnos todos ellos, con inclusión de Chepa Chí. Mientras la luna iluminaba sombría y tristemente las ruinas, nos paseábamos por todo el frente de la casa del gobernador. No teníamos mucha prisa en retirarnos, y cuando llegó el caso de que lo verificásemos no fue sino con cierta aprensión. Fuera de una ligera atención que prestamos a lo que los indios estaban haciendo de la parte de fuera, nuestro principal cuidado y afán en aquel día había sido prepararnos unos mosquiteros, sin ahorrar tiempo, trabajo ni ingenio. El éxito fue completo. Por todo el departamento en que dormíamos hubo un continuado canto y zumbido, más bajo o elevado según que los músicos se acercaban a buscarnos, o se retiraban furiosos por haber sido defraudados de su presa, porque no lograron picarnos. Nuestra satisfacción no se limitó al solo prospecto de aquella noche, sino que se extendió a la seguridad que teníamos ya de poder descansar después de un día de trabajo, y sobre todo de conservar nuestro puesto. Al siguiente día hicimos un importante aumento a nuestra servidumbre doméstica. Entre los indios que vinieron a trabajar había un mozo que hablaba el castellano. Era el más equívoco, flaco, descarnado y macilento de cuantos habíamos visto en la hacienda, y su único vestido el más sucio y cochambroso. Llamábase Bernardo; apenas tenía quince años, y ya estaba experimentando las vicisitudes de la fortuna. Su educación fue, por supuesto, descuidada; y había sido desterrado a los desiertos de Uxmal, desde una hacienda de las inmediaciones de Mérida, de resultas de haber confundido yo no sé qué distinciones técnicas en las leyes de la propiedad. Nos veíamos en tales apuros por la falta de un intérprete, del cual, a excepción de la corta visita del mayoral, nos hallábamos tan absolutamente destituidos, que resolvimos hacer la vista gorda sobre las flaquezas morales de Bernardo, lo separamos de los trabajadores y lo instalamos en la sala de palacio, en donde al transmitir algunas instrucciones a Chepa Chí mostró tal interés en la materia, que el Dr. Cabot procedió inmediatamente a darle una lección en el arte de cocinar. Hízolo tan bien en su primer ensayo que lo nombramos, para lo sucesivo, inspector de las tres piedras que componían las hornillas de nuestra cocina con todos los privilegios y emolumentos de probar y sorber, dejando a Chepa Chí que emplease su fuerza y vigor en la clase de negocios que prefería: el de moler y tortear. Ya que está arreglada nuestra sección doméstica, sin más preámbulos voy a introducir al lector en las ruinas de Uxmal, de las que procuré dar una breve descripción en el relato de mi primer viaje. Sin embargo, habiendo salido de allí tan de prisa, sin haber arreglado planos ni dibujos, fue imposible presentar una idea clara del carácter de esas ruinas. Adjunto a esta obra hay un plano de esa antigua ciudad, tomado por la indicación que dan los edificios que existen todavía. Todo se ha hecho con la exactitud posible, y pueden verificarse las dimensiones con la escala que va al pie. La primera ruina notable es la llamada casa del gobernador, en que estábamos alojados, y que está situada sobre tres grandes terrazas. Tiene de frente trescientos veintidós pies y es imposible dar una idea exacta de los minuciosos detalles de sus adornos arquitectónicos. El edificio, tal cual existe hoy, tiene destruidas enteramente algunas partes de la fachada. D. Simón Peón nos dijo que en el año 1825,las partes destruidas estaban aún en su sitio, y que todo el frontispicio se hallaba casi intacto. Los escombros que hoy existen caídos forman una gran masa de caliza, piedras rudas y esculpidas, todo mezclado de una manera confusa, y que jamás había sido removido, hasta que nosotros metimos allí la mano para desenterrar y examinar algunos de los ornamentos de arquitectura sepultados en aquella mezcla. El edificio está construido enteramente de piedra. La fachada presenta una superficie lisa, hasta la cornisa que corona todo el edificio en sus cuatro lados. Mas sobre esta superficie hay una sólida masa de ricos y complicados adornos minuciosamente esculpidos, y que forman una especie de arabesco. El más espléndido de estos adornos, y que da al conjunto de la fachada un aire de imponente riqueza, está situado sobre la puerta central. Alrededor de la cabeza de la principal figura hay unas líneas de caracteres que, con la prisa de nuestra primera visita, no creímos diferentes de los otros incomprensibles objetos esculpidos sobre la fachada; pero esta vez descubrimos que aquellos caracteres eran jeroglíficos. Hicimos escaleras para que subiese Mr. Catherwood a dibujarlos con toda exactitud. Los dibujos presentados ahora difieren algo de los jeroglíficos publicados anteriormente, y son más ricos, minuciosos y complicados; pero su carácter general es el mismo. Por la posición culminante que ocupan no hay duda que envolvían alguna significación de importancia. Probablemente se pusieron para recordar la construcción del edificio, el tiempo en que se fabricó y el pueblo que realizó la obra. Todas las demás puertas tienen arriba decoraciones notables, y aun elegantes, que alguna vez varían en los detalles; pero que corresponden en su carácter general y efecto a las demás. En la parte superior de la puerta principal existen los restos de una figura sentada en una especie de trono, que antiguamente descansaba sobre un rico adorno parecido a otras labores que se ven sobre algunas otras puertas del edificio. El adorno de la cabeza es elevado, y nace de él un enorme plumero, que dividiéndose en la parte superior, cae simétricamente de cada lado hasta tocar los otros arabescos en que descansan los pies de la estatua. Tal vez cada figura de ésas representa el retrato de algún cacique, sacerdote, profeta o guerrero que se hubiese hecho notable en la historia de este pueblo desconocido. Sobre el adorno de que he hablado antes se encuentra otro que ocupa toda la porción del muro desde el tope del plumero hasta la cornisa a lo largo de todo el edificio. Esta clase de combinación ornamental se ve en muchas partes de aquella fábrica, y es el que más prevalece en todas las ruinas. Hay otra clase peculiar de adornos que se proyectan de la superficie en forma de curva, cada uno de los cuales tiene un pie y siete pulgadas de largo y, desde el punto en que comienza la proyección hasta el fin de la curva, representando algo la trompeta de un elefante, cuyo nombre les dio Waldeck, acaso con alguna propiedad, aunque no es por el motivo que probablemente se propuso aquel autor, porque el elefante era un animal desconocido en el continente de América. Esta proyección de piedra aparece en toda la fachada y en los ángulos, y se encuentra en todos los edificios, alguna vez en forma inversa. Es un hecho singular, que, a pesar de hallarse este adorno fuera del alcance de la mano, la extremidad de casi todos ellos ha sido destruida y apenas quedan tres intactos en todas las paredes de las ruinas de Uxmal. Acaso fueron los españoles quienes cometieron esta atrocidad, aunque los indios creen actualmente que todos estos antiguos edificios son frecuentados y que todos los monifatos se animan y pasean de noche. Durante el día, esos monifatos se tienen por inofensivos, y hace mucho tiempo que los indios tienen la costumbre de desfigurarlos con el machete, creyendo aplacar con eso su espíritu errante y vagabundo. Es muy difícil hacer una descripción de los adornos de una fachada, en la que no hay una sola piedra que represente por sí un objeto determinado, sino que cada adorno o combinación se forma de piedras separadas, cuidadosamente esculpidas para representar la parte que les está destinada y colocadas en su sitio propio para completar el conjunto. Cada piedra por sí sola no representa cosa alguna; pero, colocada al lado de las demás, forma un todo, que sería incompleto sin ella. Tal vez sería más propio llamarla una especie de mosaico esculpido; y no me deja duda de ue todos aquellos adornos tienen un significado simbólico, y que cada piedra es parte de una historia, de alguna alegoría o fábula. La parte posterior de la casa del gobernador es una sólida pared, sin puerta ni abertura de ninguna clase; y tiene, lo mismo que el frente, un adorno sobre la cornisa de piedra esculpida, que recorre toda su longitud. Sin embargo, los objetos representados no tienen tanta complicación ni la escultura es tan minuciosa. También de este lado ha caído casi toda la fachada. Los dos costados son de treinta y nueve pies cada uno, no tienen más que una puerta, y los adornos son también bastante sencillos. El techo es plano y cubierto de mezcla, pero todo él se pierde bajo un bosque de arbustos y matojos. Tal es la parte exterior de la casa del gobernador. Si yo fuese a dar una descripción circunstanciada de todos sus detalles, se alargaría este libro indefinidamente. Su rasgo más característico consiste en ser el edificio largo, bajo y estrecho; sencillo bajo de la cornisa, y recargado de adornos sobre ella. Mr. Catherwood hizo minuciosos dibujos arquitectónicos del conjunto, poseía materiales para construir un edificio enteramente semejante, y, lo mismo que en nuestra primera expedición, hizo todos sus dibujos por medio de la cámara lúcida con el fin de obtener la más precisa exactitud en las proporciones y detalles. Además de esto, teníamos un aparato daguerrotípico, el mejor que pudimos procurarnos en Nueva York, con cuyo auxilio Mr. Catherwood comenzó a tomar vistas, desde el momento que llegamos a Uxmal; pero los resultados no fueron suficientemente conformes a sus ideas. Alguna vez las cornisas y sus adornos proyectados quedaban en la sombra, mientras que otras partes estaban expuestas a la fuerza del sol; y de esa suerte algunos adornos salían bien de la prueba, mientras que otros necesitaban el pincel para suplir sus defectos. Como quiera, esas planchas daban una idea general del carácter de los edificios, pero no hubieran podido ponerse en manos del grabador sin copiar las vistas sobre un papel, y reformar las partes defectuosas, y eso exigía más trabajo que la formación de los dibujos originales. Así, pues, Mr. Catherwood lo hubo de arreglar todo con su pincel y cámara lúcida, mientras que el Dr. Cabot y yo tomábamos las vistas por el daguerrotipo, y, a fin de asegurar la mayor exactitud posible, tanto estas vistas como los dibujos de Mr. Catherwood se pusieron en manos de los grabadores para su gobierno. La casa del gobernador tenía once entradas en el frente y una en cada lado. Las puertas ya no existían, y los dinteles en que se apoyaban habían caído. El interior esta dividido longitudinalmente, por medio de una pared, en dos corredores; y éstos también lo están, por paredes y particiones cruzadas, en piezas oblongas. Cada par de estas piezas, la de delante y la de atrás, se comunicaban por una puerta que correspondía exactamente a la puerta del frente. Los principales departamentos del centro tienen sesenta pies de largo con tres puertas que dan a la terraza. El del frente es de once pies, seis pulgadas de ancho, y el interior de trece pies. El primero hasta el tope del arco tiene veintitrés pies de elevación, y veintidós el otro, que sólo tiene una puerta de entrada. Desde la pieza del frente, y a excepción de ella, no se encuentra ninguna otra abertura ni vía de comunicación, de manera que en sus extremidades hay mucha humedad y oscuridad, como sucede con todas las demás piezas interiores. En estos departamentos habíamos fijado nuestra residencia. Las paredes están construidas de piedras lisas cuadradas, y a cada lado de la entrada existen los restos de unos anillos de piedra flechados en la pared, lo que sin duda tenía alguna conexión con el mecanismo de las puertas. El piso es de mezcla muy dura en algunas partes, pero rota y pulverizada en las más por su larga exposición a la intemperie. La techumbre, lo mismo que en el Palenque, forma un arco triangular sin clave. El soporte es hecho de piedras cortadas al sesgo, para presentar una superficie tersa; y cubierta en una magnitud, como de dos pies del punto de contacto, por una espesa capa de piedras planas. A través del arco hay vigas de madera, fijas sus extremidades en la pared, y que probablemente fueron empleadas para sostener el arco, mientras se estaba construyendo el edificio. Mencionaré una circunstancia. Cuando estábamos trazando nuestro plano, hallamos que la pared posterior en toda su extensión de doscientos setenta pies tenía un espesor de nueve, lo que equivalía casi a toda la anchura del departamento del frente. Semejante espesor no era ciertamente necesario para sostener el edificio, y llegamos a sospechar que habría allí algunos ocultos pasadizos; y en esta creencia determinamos practicar una abertura en la pared del departamento del centro. Confieso que experimenté alguna repugnancia al emprender esta obra de demolición; pero los indios ya habían arrancado una piedra para moler maíz en ella; y seguirían haciendo lo mismo, cada vez que les viniese a cuento. Esto venció todos mis escrúpulos. En la cavidad que dejó en la mezcla la remoción de aquella piedra había dos marcados vestigios, que encontramos después con mucha frecuencia en todos los edificios arruinados del país. Esos vestigios eran formados por la impresión de una mano roja con los dedos extendidos, no pintados o delineados, sino estampados por la impresión de una mano viva, humedecida de alguna pintura roja y fijada en la pared. Los lineamientos y contornos de la mano eran claros y distintos en la impresión. Había cierto sentimiento de vida en los pensamientos excitados por aquel fenómeno, que casi presentaba la imagen de los ya extinguidos habitantes, vagando en aquellos edificios. Había una circunstancia muy notable en aquellas manos, a saber: que eran demasiado pequeñas. Las nuestras, cuando las extendíamos sobre la impresión, la ocultaban completamente; y esa circunstancia era tanto más interesante cuanto que, según observación propia y ajena, la pequeñez de las manos y pies de los indios actuales es uno de los rasgos más característicos de su conformación física. Las piedras que contenían esos vestigios fueron las primeras que cayeron cuando comenzamos a abrir una brecha en aquella pared. Servímonos de dos barretas que había en la hacienda, y, después de estar trabajando los indios cerca de dos días, hicieron una abertura de seis a siete pies de profundidad; pero toda la pared era sólidamente formada de piedras y de una mezcla tan dura como una roca. Nos fue imposible descubrir la verdadera razón del inmenso espesor de aquella muralla, cuando todas las demás proporciones arquitectónicas eran tan regulares; y la enorme brecha que abrimos quedó allí para hacernos constantes reproches por todo el tiempo que duró nuestra residencia en Uxmal. En pocas palabras más habré terminado mi descripción de este edificio. En el departamento del ala del sur hallamos aquella viga esculpida de jeroglíficos que tanto nos interesó en nuestra primera visita. En algunos de los departamentos interiores, los dinteles conservaban sus sitios sobre las entradas, y uno u otro yacía en tierra con toda su solidez y dureza, debiendo, sin duda, su conservación al mejor resguardo que tenía respecto de los que estaban colocados en las demás entradas. La viga de que he hablado, era la única pieza de madera esculpida que había en Uxmal; y considerámosla interesante, como un signo de cierto grado de perfección en un arte, del cual no habíamos descubierto vestigio alguno en nuestras precedentes exploraciones, excepto tal vez en Ocozingo, en donde hallamos una viga, no esculpida como la de Uxmal, pero pulimentada de una manera en que parecía haber intervenido la acción de un recio y agudo instrumento metálico. Por esta vez, no quise que se me escapase aquella viga. Era de zapote, tremendamente pesada e inmanejable, y tenía diez pies de largo, pie y nueve pulgadas de ancho y diez pulgadas de espesor. Para evitar que se maltratase la parte esculpida, cubrila con cascos de henequén y una capa de zacate como de seis pulgadas. Salió de Uxmal en hombros de indios, y después de algunas vicisitudes llegó felizmente a esta ciudad, y fue depositada en el panorama de Mr. Catherwood. Me había referido a ella como perteneciente ya al Museo Nacional de Washington, a donde pensaba remitirla tan pronto como llegase una colección de grandes piedras esculpidas que esperaba; pero en el incendio del panorama, en la conflagración de Jerusalén y Tebas, consumiose esta parte de Uxmal y con ella otras vigas descubiertas posteriormente, mucho más curiosas e interesantes, juntamente con toda la colección de vasos, figuras, ídolos y otras reliquias preciosas que habíamos reunido durante nuestro viaje a Yucatán. La colectación, empaque, arreglo y transporte de todas estas cosas me habían causado más molestias y trabajos que ninguna de cuantas dificultades tuvimos en ese viaje; y su pérdida es de todo punto irreparable. Como yo era el primero que visitaba aquellas ruinas del país, y lo tenía todo a mi disposición, escogí por de contado lo más curioso y apreciable, y, si yo volviese allí, es seguro que no hallaría nada comparable a lo que había reunido. ¡Tuve la melancólica satisfacción de ver sus cenizas exactamente como el fuego las había dejado! Parecíamos condenados a hallarnos siempre en medio de ruinas, pero en todas nuestras exploraciones no encontramos jamás ninguna ruina tan desolante como ésta. Después del gran edificio de la casa del gobernador, tenemos las tres grandes terrazas que lo soportan, que apenas son pocos menos extraordinarias e imponentes en su carácter que aquélla. Todas ellas son artificiales, y construidas sobre el nivel de la llanura. La más baja de ellas tiene tres pies de elevación, quince de latitud, y de longitud quinientos setenta y cinco. vLa segunda es de veinte pies de elevación, doscientos cincuenta de anchura y quinientos cuarenta y siete de largo, y la tercera, sobre la cual descansa el edificio, es de diecinueve pies de elevación, treinta de anchura, y de longitud trescientos sesenta. Todas ellas se encuentran sostenidas por sólidas y robustas paredes de piedra; la de la segunda terraza se halla todavía en buen estado de preservación, y se ven aún, en su sitio, las piedras que las formaban, llevando redonda la superficie en lugar de presentarnos ángulos agudos. La plataforma de esta segunda terraza es una hermosa explanada de quinientos cuarenta y cinco pies de largo, y doscientos cincuenta de ancho. Según los vestigios que en ella existen, debió de contener antiguamente estructuras y adornos de varias especies, cuyo carácter es difícil designar hoy. Cuando llegamos a Uxmal la primera vez, toda ella estaba cubierta de maleza de diez o doce pies de elevación, y al despejarla fue cuando salieron a la luz algunos de esos vestigios. A lo largo del ala del sur, hay una estructura oblonga de cerca de tres pies de elevación, doscientos de largo y quince de ancho, a cuyo pie hay una hilera de pedestales y fragmentos de columnas de cerca de cinco pies de elevación y como dieciocho pulgadas de diámetro. No se ven allí vestigios de techumbre, ni de ninguna otra obra que tuviesen conexión con dichas columnas. Cerca del centro de la plataforma, a una distancia como de dieciocho pies del principio de la escalinata, existe un recinto cuadrado, que consiste en dos capas de piedra, sobre el cual está en una posición oblicua, en actitud como de caer, una enorme piedra cilíndrica, que mide, en la parte que está fuera de la superficie del terreno, ocho pies sobre un diámetro de cinco. Es notable esta piedra por sus proporciones inusitadas e irregulares y por su poca simetría y conformidad con todo lo demás que la rodea. Según la posición culminante que ocupa, no hay duda de que estuvo destinada a algún uso de importancia; y puesto en relación con los otros monumentos hallados en aquel sitio, da lugar a creer que semejante piedra tiene alguna conexión con los ritos y ceremonias de cierto culto antiguo, conocido por algunas naciones del Oriente. Los indios llaman Picota a esta piedra. A una distancia como de sesenta pies en línea recta de la Picota, había un rudo montículo circular, como de seis pies de elevación, que habíamos destinado para colocar nuestro daguerrotipo y tomar la vista del frente del edificio. A instancias del cura Carrillo, que vino a las ruinas a hacernos una visita, nos determinamos a cavar el tal montículo. Era una simple masa de tierra y piedras, y a una profundidad como de tres descubrimos un singular monumento esculturado representando una especie de Esfinge de dos cabezas. Es de piedra, y de una sola pieza. Mide tres pies y dos pulgadas de largo sobre dos pies de elevación; y parece que se tuvo intención de representar en él un gato o lince de dos cabezas. Se conserva entero, a excepción de un pie que tenía ligeramente quebrado. La escultura es ruda; y la pieza era demasiado pesada para removerla de su sitio. Sacámosla sobre el montículo para que la dibujase Mr. Catherwood, y probablemente allí permanecerá todavía. Nos ha sido imposible conjeturar el motivo verdadero de haberse colocado este monumento en el sitio en que lo descubrimos, y seguramente no fue ese su primitivo destino, y de intento se llevó allí sin duda para enterrarlo. En mi opinión, sólo puede explicarse de una manera. Acaso era uno de los principales ídolos a que daba culto el pueblo de Uxmal; y lo probable es que lo enterraron allí cuando los habitantes abandonaron la ciudad, para que no fuese profanado; o tal vez los españoles, cuando arrojaron a los habitantes y despoblaron la ciudad, para destruir todos los sentimientos religiosos de los indios, siguiendo el ejemplo de Cortés en Cholula, destruirían y enterrarían los ídolos. A una distancia como de ciento treinta pies de este montículo había una estructura consistente de piedras cuadradas, de seis pies de altura y veinte de base, y en la cual, habiendo hecho una excavación descubrimos dos cabezas esculpidas, que indudablemente representaban dos retratos. Desde el centro de esta gran plataforma hasta la terraza en que descansa el edificio, se ve una gran escalinata de ciento treinta pies de latitud, y que contuvo antiguamente treinta y cinco escalones. Fuera de esta escalinata, no se encuentra ninguna otra que tenga conexión con ninguna de las tres terrazas; y el único medio de subir a la plataforma de la segunda es un plano inclinado de cien pies de latitud, situado a la extremidad meridional del edificio, lo que necesariamente ofrece la dificultad a los que vienen por el norte de tener que atravesar toda la longitud de la terraza más baja, y subiendo después por el plano inclinado retroceder en busca de los escalones. Probablemente no hubo mucho empeño entre los antiguos habitantes en hacerse cargo de esta dificultad, y acaso todos los visitantes o residentes en el edificio entraban y salían cargados en kochees, como hacen ahora los ricos. Todavía queda sobre la gran plataforma de la segunda terraza otro edificio que merece ser mencionado. Está situado en el ángulo noroeste y se llama la casa de las tortugas, cuyo nombre le fue dado por un cura vecino, en razón de una hilera de tortugas que sirven de adorno a la cornisa. Tiene este edificio noventa y cuatro pies de frente sobre treinta y cuatro de latitud, y en dimensiones y adornos contrasta notablemente con la casa del gobernador. Carece de las ricas y primorosas decoraciones de esta última, pero se distingue por la precisión y belleza de sus proporciones y por la limpieza y simplicidad de sus adornos. Nada hay en él que raye en lo grotesco e incomprensible, nada que pueda chocar al más delicado gusto arquitectónico; pero desgraciadamente está marchando de prisa a su decadencia. En nuestra primera visita, Mr. Catherwood y yo subimos al techo para escoger una buena posición, desde la cual pudiésemos hacer un bosquejo panorámico del conjunto de todas las ruinas. Entonces estaba temblando y vacilando el techo, y dentro de un solo año la parte del centro había caído del todo. En el frente, el centro de la pared está destruido; y en la parte de atrás, el dintel de madera roto y dividido todavía sostiene la masa superior, pero causa terror pasar bajo de él. La parte interior está llena de los escombros del techo desplomado. También este edificio tiene la misma falta peculiar de un acceso conveniente. No tiene comunicación alguna, al menos por escaleras o por algún otro medio visible, con la casa del gobernador, ni tampoco hay allí ninguna escalera que conduzca a la terraza inferior. Yace solo y aislado y como sucumbiendo bajo el peso de su desolante y ruinosa condición. A la vuelta de algunas estaciones lluviosas no será ya otra cosa que una masa de ruinas; y acaso sobre todo el continente americano no habrá un monumento que pueda comparársele en la pureza y simplicidad del arte de los aborígenes. He ahí una breve descripción de la casa del gobernador con sus tres grandes terrazas, y con los edificios y construcciones que hay sobre la gran plataforma de la segunda. Con estos edificios venimos a ser muy familiares en razón del sitio en que habíamos fijado nuestra residencia y de la necesidad constante de bajar y subir las terrazas. Con esa ligera descripción podrá el lector formarse alguna idea de los objetos que cautivaban nuestra atención y del extraño espectáculo que se desarrollaba permanentemente a nuestra vista.
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CAPÍTULO VIII Del uso de mortuorios que tuvieron los mexicanos y otras naciones Habiendo referido lo que en el Pirú usaron muchas naciones con sus defuntos, es bien hacer especial mención de los mexicanos en esta parte, cuyos mortuorios eran solemnísimos y llenos de grandes disparates. Era oficio de sacerdotes y religiosos en México (que los había con extraña observancia, como se dirá después), enterrar los muertos, y hacerles sus exequias, y los lugares donde los enterraban, eran las sementeras y patios de sus casas proprias; a otros llevaban a los sacrificaderos de los montes; otros quemaban y enterraban las cenizas en los templos, y a todos enterraban con cuanta ropa, y joyas y piedras tenían, y a los que quemaban, metían las cenizas en unas ollas, y en ellas las joyas, y piedras y atavíos, por ricos que fuesen. Cantaban los oficios funerales como responsos, y levantaban a los cuerpos de los defuntos muchas veces, haciendo muchas ceremonias. En estos mortuorios, comían y bebían, y si eran personas de calidad, daban de vestir a todos los que habían acudido al enterramiento. En muriendo alguno, poníanle tendido en un aposento, hasta que acudían de todas partes los amigos y conocidos, los cuales traían presentes al muerto, y le saludaban como si fuera vivo; y si era rey o señor de algún pueblo, le ofrecían esclavos para que los matasen con él y le fuesen a servir al otro mundo. Mataban asimismo al sacerdote o capellán que tenía, porque todos los señores tenían un sacerdote que dentro de casa les administraba las ceremonias, y así le mataban para que fuese a administrar al muerto. Mataban al maestresala, al copero, a los hermanos que más le habían servido, lo cual era grandeza entre los señores servirse de sus hermanos y de los referidos. Finalmente, mataban a todos los de su casa, para llevar a poner casa al otro mundo. Y porque no tuviesen allá pobreza, enterraban mucha riqueza de oro, plata y piedras, ricas cortinas de muchas labores, brazaletes de oro y otras ricas piezas, y si quemaban al defunto, hacían lo mismo con toda la gente y atavíos que le daban para el otro mundo. Tomaban toda aquella ceniza y enterrábanla con grande solemnidad; duraban las exequias diez días de lamentables y llorosos cantos. Sacaban los sacerdotes a los defuntos con diversas ceremonias, según ellos lo pedían, las cuales eran tantas que cuasi no se podían numerar. A los capitanes y grandes señores les ponían sus insignias y trofeos, según sus hazañas y valor que habían tenido en las guerras y gobierno, que para esto tenían sus particulares blasones y armas. Llevaban todas estas cosas y señales al lugar donde había de ser enterrado o quemado, delante del cuerpo, acompañándole con ellas en procesión, donde iban los sacerdotes y dignidades del templo con diversos aparatos; unos enciensando y otros cantando, y otros tañendo tristes flautas y atambores, lo cual aumentaba mucho el llanto de los vasallos y parientes. El sacerdote que hacía el oficio, iba ataviado con las insignias del ídolo a quien había representado el muerto, porque todos los señores representaban a los ídolos, y tenían sus renombres, a cuya causa eran tan estimados y honrados. Estas insignias sobredichas llevaba de ordinario la orden de la Caballería; y al que quemaban, después de haberle llevado al lugar adonde habían de hacer las cenizas, rodeábanle de tea a él y a todo lo que pertenecía a su matalotaje, como queda dicho, y pegábanle fuego, aumentándolo siempre con maderos resinosos, hasta que todo se hacía ceniza. Salía luego un sacerdote vestido con unos atavíos de demonio, con bocas por todas las coyunturas y muchos ojos de espejuelos, con un gran palo, y con él revolvía todas aquellas cenizas con gran ánimo y denuedo, el cual hacía una representación tan fiera, que ponía grima a todos los presentes. Y algunas veces este ministro sacaba otros trajes diferentes, según era la cualidad del que moría. Esta digresión de los muertos y mortuorios, se ha hecho por ocasión de la idolatría de los defuntos; agora será justo volver al intento principal y acabar con esta materia.
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Capítulo VIII De cómo los religiosos de la orden del hábito de Nuestra Señora de las Mercedes fueron, después de haber conquistado y predicado el Santo Evangelio en este reino del Perú, a las provincias y gobernaciones de Santa Cruz, Tucumán, Paraguay y Reino de Chile Qué poco se cansan los cuerpos en cuyas almas el Señor habita, y qué pocas veces se contenta con lo poco. Dígolo, porque, habiendo hecho los santos varones religiosos de la orden de Nuestra Señora de las Mercedes así en este reino del Perú, como en las amplísimas provincias de Pariamuna, y en la del gran Paititi, en los chunchos tanto fruto (pues hubo religioso que solo bautizó más de veinte mil almas, de lo cual hay bastante información, y se llevó a la católica cesárea del emperador nuestros señor), con todo eso, nunca desmayaron estos santos religiosos, como verdaderamente lo fue, pues ninguna entrada hicieron los españoles, donde no fuesen los primeros religiosos desta sagrada religión, y no sólo en las partes referidas y cercanas deste dicho reino del Perú, sino también en tierras tan remotas como son Santa Cruz de la Sierra y Paraguay, adonde entraron cuatro religiosos de santa vida e inculpables costumbres, que fueron el santo Fray Juan de Salazar, Fray Christóbal Albarrán, Fray Juan García de Vargas y Fray Diego de Porras, sólo con blanco de establecer la santa fe entre gente tan bárbara y ajena de ella. Comenzaron su predicación con tanta instancia, habiendo convertido y bautizado gran número de gente. Padecieron tantos trabajos cuantos lengua humana no sabrá significar, pues, como estos religiosos anduviesen repartidos, no dejando parte ninguna destas provincias (que ahora son gobernaciones) donde no predicase, empezó el demonio como perro rabioso a persuadir a los indios, que al Padre Fray Juan de Salazar le quitasen la vida del cuerpo, porque era el que más almas le sacaba de entre las manos. Como fuese posible que todos viviesen, recibido el Santo Evangelio, y el demonio, que con muchas persuasiones instaba, y ellos que, por ser inclinados al mal, habían menester poco, llenos de crueldad, estándoles predicando, con diversos géneros de martirios le quitaron la vida, dándola el bendito santo y mártir por bien empleada, pues confesó a grandes voces obrecerla por Christo Nuestro Redentor. Después de muerto, cocido y asado, le comieron el santo cuerpo, y por el mal intenso y por la ofensa que hicieron a Dios, fue servido que, todos los que probaron y comieron del santo cuerpo, reventasen. Los demás que quedaron con vida, como vieron ser cosa divina y permisión del cielo, desde entonces tomaron grandísima devoción al santo hábito de la Madre de Dios y a sus siervos, a los cuales en toda aquella tierra, en viéndoles, se hincan de rodillas, y los adoran como a cosa divina, dando golpes en los pechos, no sólo a los religiosos desta sagrada religión, sino también a los demás y sacerdotes. Tomando por costumbre abrirse las coronas como ellos, lo cual usan el día de hoy, aunque en el cerebro traen el cabello colgando como antiguamente lo usaban, pareciéndoles que con esto agradaban a Dios, llamándoles tupa, que quiere decir Dios. Hay gran suma hoy en día bautizados, y tienen cruces en algunas partes y en muchas a manera de iglesias, y piden con grandes ansias entre religiosos, y en particular desta sagrada religión, que bien parece haber dejado documento en toda la tierra aquel santo varón, pues hoy en día hay memoria entre ellos de su buena vida y martirio, que, por cierto, tuvieron gran descuido los españoles que en aquella ocasión se hallaron, en no hacer informaciones para canonizar este santo mártir, aunque, por otra, los escusa el insufrible trabajo que con la continua guera tuvieron de nuestra parte. Tampoco fue posible por entonces, por ser tierra tan remota deste dicho reino, y estar la mayor parte de guerra. Pero aquel Señor, por cuyo amor padeció, tuvo cuidado de canonizarle en el cielo, que se echa de ver por lo arriba referido. Los demás religiosos quedaron administrando los Santos Sacramentos por todas estas provincias, donde fundaron monasterios, que el día de hoy permanecen, y por muchos años no hubo otros, sino desta sagrada religión, hasta que después entraron los padres de la Compañía de Jesús, que con celo santo han predicado y predican, haciendo el fruto que en todo el mundo se sabe. Destos cuatro religiosos que hemos dicho, el uno que fue el Padre Fray Diego de Porras, determinó de pasar a los reinos de España, como pasó, llevando relación y mapa de estas provincias y gobernaciones al Rey nuestro señor Filipo II, donde así por sus trabajos, como porque tuviese descanso en la vejez, le dio Su Majestad (como quien tan bien supo premiar los buenos) cierta renta en la caja de Potosí, con que cómodamente pudiera pasar lo que le restaba de la vida. Murió obispo electo del Paraguay, sin poder gozar de esta segunda merced que Su Majestad le hizo. No quiso Dios, como quien todo lo ve y con poderosa mano lo provee, que otras partes, donde jamás se vio sacerdote ni sacramentos, quedasen sin este bien, y parece que, aunque ya habían pasado a este reino del Perú religiosos de otras órdenes, donde todos ellos han hecho en él el fruto referido, por ser de mi sagrada religión los que solicitaban que no quedase parte ninguna donde no se plantase la fe, les cabía el ser los primeros establecedores de ella. Faltaban con lo que ya queda dicho por conquistar las provincias de Tucumán y Paraguay, pero no faltaron religiosos de esta sagrada orden de Nuestra Señora de las Mercedes, que se ofreciesen a padecer trabajos y poner la vida por la predicación del santo Evangelio, y así, los primeros que pasaron al Tucumán fueron nuestro Padre Fray Gonzalo Ballesteros, que después fue provincial, el Padre Fray Tomás de Santamaría y el Padre Fray Juan de Escobar, con otros religiosos de muy santa vida y ejemplo y, tomando las armas de la predicación, bautizaron tanta gente, que en breve tiempo estaba reducida a la fe casi toda la gobernación, donde fundaron muchos monasterios que permanecen el día de hoy, de donde es Nuestro Señor servido que, así en ellos como en los de este reino del Perú y en todas las doctrinas que esta sagrada religión tiene, se coja fruto de bendición. No quiero ponerme a contar los que tenemos cada uno de por sí, porque fuera gran prolijidad; sólo sé decir, que es tan grande el cuidado que nuestros padres vicarios generales y provinciales tienen en poner gente idónea que administren los santos sacramentos a los indios, cuanto no puede ser más, hasta poner en estas provincias y gobernaciones de Tucumán y Paraguay sólo un provincial, para que las rijiese y gobernase con más vigilancia y cuidado: de los cuales fue el primero el Padre maestro Fray Pedro Guerra, de quien dejo en silencio muchas cosas que aquí podía referir de su buena vida y ejemplo, y el mucho fruto que en estas gobernaciones ha hecho, y hace así con su predicación santa a los españoles, como en el gobierno grande, que con sus religiosos ha tenido así en lo temporal como en lo espiritual, como ha sido en los conventos y doctrinas, pues ha habido religioso que puso en ellas, que doctrinó y bautizó más de quince mil indios, como es los humaguacas y calchaquíes, y en otros pueblos en donde ha asistido. Este fue el padre Fray López Valero, que fue provincial en aquella provincia. Ya sólo queda la provincia de Chile, que en la conquista ha sido la postrera, pero no la peor librada, pues los primeros que entraron en ella fueron dos varones de gran ejemplo, cuyos nombres no es bien que se entreguen al olvido; el uno fue el Padre Fray Antonio Rondón Sarmiento, y el otro el Padre Fray Francisco Ruiz. Estos dos religiosos se ocupaban en bautizar a la gente, que en la guerra se bautizaba cautiva, industriándola primero en las cosas de la fe, y a otros que de su voluntad venían de paz a recibirla, por lo cual tomaron los indios de guerra gran ojeriza con el Padre Fray Antonio Rondón, porque, cuando los españoles quitaban la vida a algunos indios, ellos como astutos los escondían para que los demás no desmayasen. Todas las veces que este religioso lo alcanzaba a ver, a grandes voces les decía "mengo, mengo", que quiere decir escóndelo. Así pedían a los españoles con gran encarecimiento les diesen aquel viejo gritón que así lo llamaban ellos. En esta provincia también fundaron monasterios, y es provincia de por si, que ha sido mucho, con tan insufribles guerras, permanecer como el día de hoy permanecen. De otros muchos religiosos y monasterios de muy sagrada religión, pudiera dar razón. Por lo dicho se echará muy bien de ver, para honra y gloria de Dios Nuestro Señor y de su bendita Madre la Virgen Santa María, Patrona y Señora Nuestra de las Mercedes, cómo fueron sus hijos los primeros religiosos que pasaron al Perú, y primeros en la predicación del santo Evangelio por todas sus provincias. No sin misterio he puesto estos dos capítulos en este libro de esta historia general del Perú, que alguno le pareciera escusado y, antes me escusara, si echara de ver que leyendo la santa vida que los religiosos desta sagrada religión, y viendo el fruto que en todo él y en todas las ciudades y pueblos hicieron los ancianos, procuráramos hacer los presentes otro tanto, movidos del buen ejemplo y animados con el premio que Dios promete, a los que, como valerosos soldados en vencimiento de los infieles, pelearen hasta el fin. De donde se infiere tener tanta devoción estos naturales a la Reina esclarecida de los ángeles, fundadora del hábito de Nuestra Señora de las Mercedes, como gente socorrida (pues sus marchitas esperanzas han comenzado a florecer), desde que los libró esta divina Señora de las estrechas y angustias de sus tribulaciones, trasplantando de aquellos desiertos montes de su infidelidad a los jardines de la santa iglesia de Christo, cuyas pisadas de religión seguirá esta su sagrada orden, mientras durare el mundo, mediante el favor y gracia de Nuestro Señor Jesuchristo y de su Sanctísima Madre, Señora y Patrona Nuestra, para gloria suya y ensalzamiento de su santa iglesia católica y de su sagrada religión. Bien se verifica que será esto así, pues no hay en todo este reino convento desta divina Señora que en todos ellos no haga infinitos milagros, como se dirá cuando se tratare de los dichos conventos.
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Capítulo VIII De otros religiosos de Nuestra Señora de la Merced que han hecho particular fruto en aquellos reinos, particularmente los dos varones santos y mártires Fray Joan de Salazar y Fray Christóval de Albarrán De muchos otros religiosos pudiera hacer particular historia, que ha servido en aquellos reinos a Dios y a su Majestad, no sólo predicando y bautizando millones de indios, pero dando la vida en defensa de la fe, muriendo con grande ánimo y constancia, padeciendo notables martirios, como de ello tiene la religión y aquellas ciudades, particulares informaciones. En el Valle de Valdivia, el año de 1599, padeció martirio el Padre Fray Joan Lezcano, del orden de Nuestra Señora de la Merced, cuando los indios de guerra rompieron al maestre de campo, Gómez Romero. Entre los cautivos que llevaron, fue uno el dicho Padre Fray Joan Lezcano y, porque no quiso venir en los desatinos y falsa doctrina que enseñaba cierto clérigo llamado Bello, que dejando la fe católica se hizo al bando de los indios, y empezó a profesar su secta, y el santo varón Fray Joan Lezcano predicaba en defensa de la fe católica, le trujeron un año azotándole y apaleándole, hasta que un día le vinieron a cortar poco a poco sus miembros, atado a dos palos, hasta que espiró, confesando y predicando constantemente la fe de Christo. Fueron testigos de su martirio el capitán Jerónimo y Gregorio de Castañeda y Jaramillo y otros soldados y cautivos. En la ciudad de la Serena acabó santamente Fray Joan Zapata, religioso de la misma orden, lego, que jamás quiso ser sacerdote con ser letrado. Murió enseñando y catequizando indios, para que se bautizasen. En la ciudad de Santiago de Chile sucedió otro milagro al Padre Fray Pedro Moncalbillo, provincial que fue de la religión de Nuestra Señora de la Merced; que habiendo predicado y bautizado infinitos indios, poniéndole después cierto cargo falsamente, puso la mano en un brasero de lumbre, y la tuvo por espacio de más de dos horas, y no se le quemó ni hizo daño y hubo de esto muchos testigos. Otro religioso, llamado Fray Alonso de Trava, viniendo de predicar y bautizar indios, de puro cansado y molido murió en la Villa Rica, y le enterraron otros religiosos nuestros; y volviendo a ver la sepultura le hallaron una rosa en la boca. Fueron testigos de esto, entre otros muchos, Fray Diego Gómez y Fray Bartolomé Viveros, religiosos de la misma orden de la Merced. Pero ninguna cosa ha sucedido más notable en aquellas provincias con religiosos de nuestra Señora de la Merced, minifestando Dios cuánto ha sido servido de esta religión en ellas, que la que se vio con los excelentes mártires, Fray Joan de Salazar y Fray Cristóbal de Albarrán, porque al dicho Padre Fray Joan de Salazar los mismos indios, a quien había predicado y bautizado, alzándose y estando en guerra, le prendieron y sacaron los ojos a flechazos y le mataron, porque predicaba el nombre de Jesucristo, y le enterraron y después le desenterraron y se le comieron, y todos cuantos comieron de él, reventaron, como ya dije. Desto fueron testigos, entre otros muchos, don Pedro Cabrera de Córdoba, caballero y vecino de la ciudad de Santa Cruz. Pero más excelente y misteriosa cosa es la vida y muerte del Santo Fray Cristóbal de Albarrán, mártir excelente, el cual como dice este caballero que lo vio y Catalina de Burgos, también cautiva de los indios de guerra, sesenta leguas de la ciudad de Santa Cruz, pocos meses después de como sucedió la muerte y martirios del Santo Fray Joan de Salazar, mataron los indios al Santo mártir Fray Cristóbal de Albarrán con grande crueldad, porque predicaba el nombre de Jesucristo y, no osándole comer, con el miedo que habían cobrado, le quisieron quitar el hábito después de muerto, y visiblemente bajó una nube del cielo, que le desapareció y jamás se ha sabido de su cuerpo. Sólo hay infinitos testigos de que muchas veces le han visto bajar por el aire con una cruz en la mano, predicándoles lo mismo que cuando le mataron, y queriendo pegar fuego los indios, cansados con su vista y predicación, al cuerpo santo, se vuelve a subir más alto, y a desaparecer, quedando admirados los mismos indios del caso.
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CAPÍTULO VIII De un cuento particular acerca de la hambre que los españoles pasaron, y cómo hallaron comida Volviendo a la hambre y necesidad que el gobernador y su ejército pasaron aquellos días, me pareció contar un caso particular que pasó entre unos soldados de los más aventajados que en el real había para que por él se considere y vea lo que se padecería en común, que decir cada cosa en particular sería nunca acabar y hacer nuestra historia muy prolija. Es así que un día de los de mayor hambre cuatro soldados de los más principales y valientes, que por ser tales hacían donaire y risa (aunque falsa), del trabajo y necesidad que pasaban, quisieron, porque eran de una camarada, saber qué bastimento había entre ellos, y hallaron que apenas había un puñado de zara. Para lo repartir, porque creciese algo, la cocieron, y en buena igualdad, sin agravio alguno, cupieron a diez y ocho granos. Los tres de ellos, que eran Antonio Carrillo y Pedro Morón y Francisco Pechudo, comieron luego sus partes. El cuarto, que era Gonzalo Silvestre, echó sus diez y ocho granos de maíz en un pañuelo y los metió en el seno. Poco después se topó con un soldado castellano, que se decía Francisco de Troche, natural de Burgos, el cual le dijo: "¿Lleváis algo que comer?" Gonzalo Silvestre le respondió por donaire: "Sí, que unos mazapanes muy buenos, recién hechos, me trajeron ahora de Sevilla." Francisco de Troche, en lugar de enfadarse rió el disparate. A este punto llegó otro soldado, natural de Badajoz, que se decía Pedro de Torres, el cual enderezando su pregunta a los que hablaban en los mazapanes les dijo: "¿Vosotros tenéis algo que comer?" (que no era otro el lenguaje de aquellos días). Gonzalo Silvestre respondió: "Una rosca de Utrera tengo muy buena, tierna y recién sacada del horno. Si queréis de ella, partiré con vos largamente." Rieron el segundo imposible como el primero. Entonces les dijo Gonzalo Silvestre: "Pues porque veáis que no he mentido a ninguno de vosotros, os daré cosa que al uno le sepa a mazapanes, si los ha en gana, y al otro a rosca de Utrera, si se le antoja." Diciendo esto sacó el pañuelo con los diez y ocho granos de zara y dio a cada uno de ellos seis granos, y tomó para sí otros seis, y todos tres se los comieron luego antes que se recreciesen más compañeros y cupiesen a menos. Y, habiéndolos comido, se fueron a un arroyo que pasaba cerca y se hartaron de agua ya que no podían de vianda, y así pasaron aquel día con no más comida porque no la había. Con estos trabajos y otros semejantes, no comiendo mazapanes ni roscas de Utrera, se ganó el nuevo mundo, de donde traen a España cada año doce y trece millones de oro y plata y piedras preciosas, por lo cual me precio muy mucho de ser hijo de conquistador del Perú, de cuyas armas y trabajos ha redundado tanta honra y provecho a España. Volviendo a los cuatro capitanes que fueron a descubrir caminos, decimos que, con la misma hambre y necesidad que pasaron el gobernador y los de su ejército, caminaron ellos seis días. Los tres capitanes de ellos no hallaron cosa digna de memoria, sino hambre y más hambre. Sólo el contador Juan de Añasco tuvo mejor dicha que, habiendo caminado tres días siempre el río arriba sin apartarse de él, al fin de ellos halló un pueblo asentado en la ribera, por la misma parte que él iba, en la cual halló poca gente, mas mucha comida para pueblo tan pequeño, que sólo en una casa de depósito había quinientas hanegas de harina hecha de maíz tostado, sin otro mucho que había en grano, con que los indios y españoles se alegraron lo que se puede imaginar, y, después de haber visto lo que había en las casas, subieron en las más altas y descubrieron que de allí adelante, el río arriba, estaba poblada la tierra de muchos pueblos grandes y pequeños, con muchas sementeras a todas partes, de que los nuestros dieron gracias a Dios, y ellos y los indios mataron la hambre que llevaban. Y, pasada la media noche, despacharon cuatro de a caballo que a toda diligencia volviesen a dar aviso al gobernador de lo que habían visto y descubierto. Los cuatro españoles volvieron con la buena nueva y, para ser creídos, llevaron muchas mazorcas de zara y unos cuernos de vacas, que no se pudo saber de dónde los hubiesen traído los indios, porque en todo lo que estos españoles anduvieron de la Florida nunca hallaron vacas y, aunque es verdad que en algunas partes hallaron carne fresca de vaca, nunca vieron vacas ni fue posible con los indios, por caricias ni amenazas que dijesen dónde las había. El general Patofa y sus indios, la noche que durmieron en el pueblo, lo más secretamente que pudieron, sin que los españoles supiesen cosa alguna de su hecho, lo saquearon, y robaron el templo, que servía solamente de entierros, donde (como adelante diremos de otros más famosos) tenían lo mejor y más rico de sus haciendas. Mataron todos los indios que dentro y fuera del pueblo pudieron haber sin perdonar sexo ni edad, y a los que así mataban les quitaban los cascos de la cabeza, de las orejas arriba, con admirable maña y destreza. Estos cascos llevaban para que, por vistas de ojos, viese su curaca y señor Cofaqui la venganza que en sus enemigos habían hecho de las injurias recibidas, porque, según después se vio, este pueblo era de la provincia de Cofachiqui, que tan deseada había sido de los españoles y tanta hambre les había costado el descubrirla. El día siguiente a medio día salió Juan de Añasco del pueblo con todos sus españoles e indios, que no osaron esperar en él al gobernador temiendo no se apellidasen los de la tierra y juntasen gran número de gente, que, según la mucha poblazón que por el río arriba había, pudieran juntarse muchos y dar en ellos y matarlos todos, que no eran poderosos para resistirlos; por esto les pareció más seguro volver atrás a recibir al gobernador.
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CAPÍTULO VIII Marcha a Bolonchenticul. --Fatal camino. --Una gran hacienda. --Imponente entrada. --Un huésped poco hospitalario. --Ruinas de Itzimté. --Edificio arruinado. --Escalera de piedras esculpidas. --Edificio cuadrado. --Fachada decorada de columnas. --Muros arruinados. --Restos de una figura esculpida. --Carácter y aspecto de estas ruinas. --Partida. --Llegada a Bolonchenticul. --Escena de satisfacción. --Pozos. --Derivación de la palabra Bolonchen. --Origen desconocido de los pozos. --El cura. --Visita a una extraordinaria caverna. --Su entrada. --Bajadas precipitadas. --Escena salvaje. --Escaleras toscas. --Peligros del descenso. --Nombre indio de esta caverna. --Una sala subterránea de baile. --Cámara cavernosa. --Numerosos pasadizos. --Gran número de escaleras. --Estanque rocalloso de agua. --Gran profundidad de esta caverna. --Un baño en el estanque. --Su nombre indígena. --Vuelta a la cámara rocallosa. --Exploración de otros pasadizos. --Otro depósito. --Historietas indias. --Otros dos pasadizos y estanques. --Siete estanques en todo. --Nombres indígenas de los otros cinco. --Falta de instrumentos científicos. --Superficie del país. --Esta caverna, la única proveedora de agua de un pueblo grande. --Vuelta. --Visita al cura. --Noticias de nuevas ruinas Al amanecer el siguiente día, la mujer estaba ya en el sitio para recordarnos el cumplimiento de la promesa que le hicimos. Dímosle una taza de café; y con un pequeño presente que le satisfizo ampliamente por nuestra forzada ocupación de la casucha se quedó en el goce tranquilo de su posesión. Nuestra comitiva quedó dividida esa mañana en tres partes. Los cargadores se encaminaron directamente a Bolonchén; Mr. Catherwood, guiado de Dimas, fue a trazar una vista del último edificio; y el doctor, yo y Albino nos dirigimos a visitar otra ciudad arruinada, convenidos en reunirnos todos aquella tarde misma en Bolonchén. Ya se nos había prevenido con anticipación, tanto al doctor cuanto a mí, que el camino que íbamos a emprender no podía pasarse a caballo. Durante la primera legua, nuestros brazos y piernas estuvieron en continuo martirio por los rasguños de las zarzas y espinos, y gracias a nuestros sombreros pudimos librarnos del funesto destino de Absalón. En un clima tan caluroso como aquél era muy desagradable mantener siempre atado el sombrero bajo la barba, y pocas cosas pueden ser más insufribles como la de caérsele a uno de cinco en cinco minutos, y tener que apearse del caballo para recogerlo. Nuestro guía indio caminaba a pie con mucha facilidad, trozando las ramas laterales y superiores. No había más alternativa que la de apearnos y guiar del diestro a nuestros caballos; pero, poco acostumbrados éstos a verse favorecidos de semejante manera, retrocedían de tal modo, que el trabajo de tirar de ellos hacía mayor la fatiga de caminar a pie. Al salir de este enmarañado pasadizo, dimos en una gran hacienda, y nos detuvimos a la sombra de una ceiba enfrente de una verja imponente, al otro lado de la cual había grandes y plenos estanques de agua. Nuestros caballos no habían bebido un trago desde la noche precedente; por consiguiente, al desmontar, aflojamos las cinchas a los animales y, como por mera formalidad, enviamos a Albino a pedir permiso para darles agua. La respuesta fue que bien podíamos verificarlo pagando un real. En Chunhuhú esto nos costó siempre más por el trabajo de los indios; pero a las puertas de esta gran hacienda nos pareció tan ruin la demanda de un real, que no quisimos pagarlo y montamos de nuevo. Albino nos dijo que podríamos evitar un ligero rodeo con cruzar el corral; hicímoslo así, pasamos junto a los estanques de agua, en que había un grupo de hombres a cuya cabeza estaba el amo, y, saliendo al camino real sacudimos de nuestros pies el polvo de esta hacienda inhospitalaria. Nuestros pobres caballos llevaron la gloria de sostener nuestra dignidad. A la una de la tarde llegamos a un rancho de indios en donde compramos algunas tortillas y nos procuramos un guía. Apartándonos del camino real, penetramos en una vereda de milpa, y al cabo de una hora se presentó a nuestra vista otra ciudad arruinada conocida bajo el nombre de Itzimté. Desde el llano por donde nos íbamos acercando vimos hacia la izquierda, sobre la ceja de una colina, una línea de edificios como de seis u ochocientos pies de largo, despojados completamente, pues que los árboles estaban recientemente caídos. Conforme nos fuimos acercando, vimos a varios indios empeñados en la operación de despejar el terreno, y, al llegar al pie de los edificios, supo Albino que esta operación se hacía de orden del alcalde de Bolonchenticul, por instancias y bajo la dirección del padre, en obsequio nuestro y esperando nuestra visita. También tuvimos otro motivo de satisfacción con respecto a nuestros caballos. Había a las inmediaciones de allí una aguada a donde los mandamos inmediatamente, y llevando nuestros chismes a la terraza del edificio más cercano, nos sentamos delante de él a meditar y, sobre todo, a dar un ligero refrigerio a nuestros hambrientos estómagos. Concluido esto, comenzamos nuestra inspección de las ruinas. Los trabajos que habían hecho emprender nuestros desconocidos amigos nos ponían en aptitud de formar de una sola ojeada una idea general acerca de la extensión y carácter de dichas ruinas, y de caminar con una facilidad relativa de un sitio a otro. Todas las piedras labradas de las paredes interiores se habían arrancado y extraído de allí para ser empleadas en las fábricas del pueblo, y los lados presentaban las cavidades cubiertas de una capa de mezcla de donde se habían removido. El edificio era como de doscientos pies de largo. En él había un departamento de sesenta pies, y una gran escalinata como de veinte de ancho se elevaba en el centro hasta la parte superior. Esta escalinata se hallaba en la condición más ruinosa; pero las piedras exteriores de los peldaños de abajo subsistían todavía, y aparecían ricamente adornadas y esculpidas; seguramente todas ellas tenían la misma rica decoración. A poca distancia de éste, aparecía otro edificio grande, de forma cuadrada y de un carácter peculiar en su plan. En una de las extremidades, toda la fachada se había desplomado completamente, trayendo consigo una gran masa de mezcla y piedras, presentando toda la línea de columnas con que antes estuvo decorada. En la puerta de una pieza interior había una columna cubierta de labores, y en las paredes se veía la impresión de aquella misteriosa mano roja. A dondequiera que nos convertíamos encontrábamos ruinas completas. En la esquina opuesta al primer edificio había una hilera de paredes arruinadas, entre las cuales hallé caído en el suelo el desolado tronco de una estatua de piedra, a la cual faltaban también las piernas. Al fin de estas paredes había un arco, que desde cierta distancia parecía hallarse allí entero y solitario, como el llamado arco triunfal de Kabáh; pero luego descubrí que era únicamente el arco roto y abierto de un edificio arruinado. Por la extensión de estas ruinas, por las masas de piedras esculpidas y la ejecución del grabado, no hay duda de que ésta debió de ser una de las más clásicas ciudades aborígenes. Su influencia moral no podía ser más poderosa: la destrucción había sido tan completa, que no fue posible aprovecharnos de la bondad de nuestros amigos, y era muy triste que, después de haber hecho ellos tanto por nosotros, nada pudiéramos aprovechar de aquel trabajo. Itzimté era apenas un nuevo testigo de la inmensa desolación que ha sobrevenido en aquellos lugares. A poco andar llegamos a los suburbios del pueblo de Bolonchenticul, y entramos ya bastante avanzada la tarde por una espaciosa calle decorada de casas de guano a derecha e izquierda. Los indezuelos retozaban en medio del camino, y los indios que volvían ya de sus tareas rústicas se estaban columpiando en sus hamacas en el interior de las cabañas. A poco más nos encontramos con un vecino, que, rodeado de varias personas, estaba sentado en la puerta de su casa tocando una guitarra. Tal vez era una escena de indolencia y abandono; pero al mismo tiempo lo era de paz, quietud y regocijo, comodidad y economía. Frecuentemente al entrar en las turbulentas poblaciones de Centroamérica, en medio de indios ebrios y de blancos armados y hechos unos baladrones, experimentábamos cierto puntillo de inquietud: las miradas que se nos dirigían eran amenazantes y suspicaces; siempre estábamos temiendo un insulto, y alguna vez ese temor se realizaba. Aquí, por el contrario, todos nos miraban con curiosidad, pero sin desconfianza; cada fisonomía que encontrábamos parecía darnos la bienvenida, y, conforme avanzábamos, todos nos saludaban amigablemente. Al término de esta prolongada calle se nos presentó la plaza situada en una ligera elevación, cubierta de grupos de indios que extraían agua del pozo, y recostada sobre unas verdes colinas que descollaban tras la cúspide de las casas, y que con la reflexión del sol poniente tenía un aspecto tan bello y pintoresco cual ningún otro pueblo en todo el país nos había ofrecido. A mano izquierda, sobre una elevada plataforma, descollaba la iglesia y a su lado el convento. En consideración a lo que el cura había hecho ya en favor nuestro, y a que nuestra comitiva era numerosa, notando además que la casa real, sólido y buen edificio con un ancho pórtico o corredor delante, nos estaba invitando realmente con su apariencia, determinamos libertar al cura de la molestia de nuestra presencia y nos dirigimos a la casa real. Unos indios bien vestidos, con un cacique muy comedido a su cabeza, estaban listos para hacerse cargo de nuestros caballos. Habiendo desmontado, entramos en el departamento principal. De un lado estaban los cerrojos de una prisión, y del otro un cepo, que servía de aviso a los forasteros para que tuviesen buena conducta. Nuestros cargadores habían llegado ya. Enviamos en busca de ramón y maíz para los caballos; colgamos nuestras hamacas y nos sentamos en el corredor. Apenas nos habíamos sentado, cuando los vecinos vestidos con sus limpios trajes vespertinos, llevando varios de entre ellos bastones con puños de oro, vinieron a vernos. Todos fueron profusos en sus buenos ofrecimientos, y como aquélla era una de las horas de tomar el chocolate, vímonos perplejos entre las numerosas invitaciones que se nos hacían para ir a tomarlo en casa de los vecinos. Entre nuestros visitantes sobresalía un joven de hermosa barba negra, que le cubría el rostro, muy bien vestido, y el único que tenía sombrero negro, y al cual tomamos de pronto por un oficial del ejército, como que sabíamos que se andaba reclutando gente para resistir la temida invasión del general Santa Anna; pero luego supimos que ese individuo era un ministro de la Iglesia, y que servía al cura de ministro coadjutor. El cura aún no estaba entre los recién venidos; pero uno de éstos, dirigiendo la vista al convento y mirando que las puertas y ventanas aún estaban cerradas, nos dijo que se hallaba durmiendo la siesta. Apenas tuvimos tiempo de echar una rápida ojeada a lo más interesante que había en el pueblo, que eran los pozos: espectáculo por cierto sumamente refrigerativo después de nuestros aprietos de Chunhuhú, y del cual ya nuestros caballos se habían aprovechado, recibiendo el beneficio de un baño. Bolonchén deriva su nombre de dos palabras de la lengua maya: bolon, que significa nueve, y chen, que significa pozo, lo cual reunido quiere decir nueve pozos. Desde tiempo inmemorial, en efecto, nueve pozos formaban en la plaza el centro de esta población, y aun se ven en la misma plaza los tales pozos. Su origen es tan oscuro y desconocido como el de todas las ciudades arruinadas que cubren el país, y nadie ha pensado en averiguarlo. Estos pozos son unas aberturas circulares practicadas sobre un vasto lecho rocalloso. El agua distaba, a la sazón, unos diez o doce pies de la superficie, y en todos los pozos se hallaba al mismo nivel. El origen o fuente de estas aguas es un misterio para los habitantes; pero hay varios datos que presentan la solución del caso de una manera muy simple. Los tales pozos no son otra cosa que meras perforaciones a través de una capa irregular de rocas, puestos todos en comunicación, como que en la estación de la seca un hombre puede entrar en uno y salir por otro en la más distante extremidad de la plaza; por consiguiente, claro es que las aguas no son vivas, o provenientes de alguna fuente subterránea. Además de eso, los pozos están llenos durante la estación lluviosa; pero, cuando ésta concluye, las aguas comienzan a desaparecer, en términos que cuando llega la estación de la seca desaparecen completamente; de lo que podría inferirse que bajo de la superficie hay una gran caverna rocallosa en que se precipitan las aguas llovedizas por medio de algunas grietas o aberturas, que sólo podían descubrirse haciendo un largo reconocimiento del país, y no teniendo por donde escaparse, bastan para las necesidades de la población, y más cuando se aumentan por las lluvias continuas. El cuidado y preservación de estos pozos parece uno de los cuidados y tareas más principales de las autoridades del pueblo; pero ,a pesar de eso, la provisión de aguas basta apenas para siete u ocho meses del año. Mas en aquél, con motivo de la prolongada duración de la estación lluviosa, se habían mantenido provistos por más tiempo y aun conservaban abundante agua. Sin embargo, acercábase a gran prisa el tiempo en que estas aguas iban a agotarse, y los habitantes debían acudir a proveerse a una extraordinaria caverna distante media legua del pueblo. Al anochecer llegó Mr. Catherwood y volvimos a la casa real. En un salón de cincuenta pies de largo y libre de pulgas, arrieros y conductores indios, con amplio espacio para columpiarse en las hamacas, todos experimentamos un feliz cambio de nuestros trabajos de Chunhuhú. Durante el principio de la noche, el cura fue a vernos; pero, hallando que ya nos habíamos recogido, no quiso perturbarnos en nuestro sueño. A la mañana siguiente muy temprano vino a golpearnos la puerta, y no nos dejó hasta que le prometimos ir al convento y tomar chocolate con él. Al cruzar la plaza, salió el cura a nuestro encuentro, envuelto en un ropón y capa negros, descubierta la cabeza sembrada de cabellos canos relucientes, y ambos brazos extendidos: abrazonos a todos, y con el tono de un hombre que cree no haber sido tratado bien nos reprendió por no habernos dirigido rectamente al convento: guionos en seguida, mostronos todas sus comodidades y conveniencias, insistió en mandar a la casa real por nuestros equipajes, y sólo consintió en diferir esta operación mientras nosotros consultábamos el plan de nuestras ulteriores operaciones. Este plan consistía en salir de Bolonchén aquella tarde misma dirigiéndonos a las ruinas de San Antonio, cuatro leguas distante de allí. El cura jamás había oído hablar de tales ruinas, y ni siquiera creía que existiesen; pero conocía la hacienda y envió a tomar informes sobre el particular. Entretanto, dispusimos emplear la mañana en visitar la cueva, y volver a comer en su compañía. Recordonos que aquel día era viernes, y por consiguiente día de ayuno; pero, como conocíamos muy bien a los padres, no por eso tuvimos aprensión ninguna. Había una gran dificultad en nuestro proyecto de visitar la cueva en aquellas circunstancias. Desde que comenzó la estación lluviosa había dejado de frecuentarse; y cada año, poco antes de comenzar de nuevo a recibir las visitas de los habitantes del pueblo, empleábanse varios días en reparar las escaleras. Pero, como aquélla era la única oportunidad que teníamos de verla, determinamos hacer la prueba. El cura se encargó de hacer los necesarios aprestos, y después del almuerzo nos pusimos en marcha en medio de una larga procesión de indios y de vecinos. Como a media legua de distancia del pueblo, camino de Campeche, penetramos en una amplia vereda que seguimos hasta entrar en un pasadizo tortuoso. Bajando gradualmente por él, llegamos al pie de una ruda, elevada y caprichosa abertura practicada bajo una atrevida bóveda de rocas pendientes, con el aire de una magnífica entrada a un gran templo destinado al culto del dios de la Naturaleza. Desembarazámonos de los atavíos que pudieran servirnos de dificultad y siguiendo al indio que debía guiarnos, provistos de un antorcha de viento, entramos en la salvaje caverna, que iba haciéndose más y más oscura conforme avanzábamos. Como a distancia de sesenta pasos el descenso se hizo precipitado, y bajamos por una escalera de veinte pies. En este sitio desapareció hasta el último vestigio de luz que venía de la boca de la caverna; pero muy luego llegamos al borde de una inmensa bajada perpendicular, en cuyo fondo mismo caía una masa luminosa, que pasaba por medio de una abertura practicada en la superficie de la colina, y que tenía doscientos diez pies de profundidad, según pudimos saberlo después tomando las medidas. Al situarnos en el borde de este precipicio bajo una inmensa cobertura de rocas vivas, que todavía parecía más oscura y sombría por el rayo de luz que penetraba por la abertura superior, las gigantescas estalactitas y los enormes picachos de piedra parecían revestidos de las formas más caprichosas y fantásticas, y tomaban el aire de animales monstruosos, o de las deidades de un mundo subterráneo. Desde el borde del precipicio en que estábamos descendía una enorme escalera, de la construcción más tosca que puede imaginarse, llevando perpendicularmente hasta el fondo de la abertura. Tenía de setenta a ochenta pies de largo sobre unos doce de ancho, y estaba construida de rudas ramas atadas entre sí y sostenidas por estacas horizontales apoyadas en la roca, por toda la prolongación del descenso. La escalera era doble y dividida por el centro en dos ramales; y, además, todas las ataduras eran de mimbres. Su aspecto nos pareció bastante precario e inseguro, confirmándonos los malos precedentes que habíamos oído sobre la dificultad de penetrar en una caverna tan extraordinaria. Nuestros indios comenzaron el descenso; pero apenas se había perdido la cabeza del primero, cuando faltó uno de los peldaños, y con trabajo pudo escaparse de una catástrofe acertando a fijarse en otro, del cual quedó colgado. Como la escalera había sido atada con mimbres verdes todavía, éstos se hallaban secos entonces, flojos y aun rotos en ciertas partes. Sin embargo, nos resolvimos a bajar, y en efecto bajamos con algunos ligeros contratiempos, cuidando siempre de asegurar los dos pies y las dos manos en apoyos diferentes, a fin de que fallando uno se encontrase el que le seguía; y de este modo todos llegamos hasta la extremidad inferior de la escalera; es decir, nosotros tres, nuestros indios y tres o cuatro individuos de la numerosa escolta que llevábamos, porque el resto había desaparecido quedándose arriba. La vista de esta escalera desde abajo, e iluminada a la débil luz de las antorchas, es uno de los espectáculos más salvajes e imponentes que pudiera imaginarse. Sin embargo, el lector no se encuentra todavía sino a la boca de esta singular caverna, y, para explicarle brevemente su extraordinario carácter, direle su nombre, que es el de Xtacumbil-Xunaan. Esto quiere decir en lengua maya la señora escondida, y se deriva de una leyenda indígena que refiere la historia de una señora que, robada del poder de su madre, fue escondida por su amante en esta caverna. Todas las escaleras se reparan y aseguran anualmente cuando los pozos de la plaza de Bolonchén comienzan a flaquear. La municipalidad designa el día en que deben cerrarse los pozos y trasladarse la concurrencia a la caverna: ese día se celebra una gran fiesta campestre al pie de esta inmensa escalera. Por el lado que conduce a los depósitos de agua hay un rudo salón de elevado techo de roca y un piso nivelado: adórnanse de ramas las paredes de esta sala, ilumínase bien toda ella, y el pueblo entero se traslada allí con músicas y refrescos. El cura no deja de concurrir, siendo el jefe de la fiesta, y todo el día se pasa en bailar dentro de la caverna, regocijándose de que, cuando una fuente se ha cerrado, se encuentra abierta otra para satisfacer sus necesidades. A un lado de esta cámara, esto es, al pie de la grande escala, hay una abertura practicada en la roca, desde la cual entramos en un rápido descenso, a cuyo extremo se hallaba otra prolongada y sospechosa escalera. Extendíase a lo largo de la viva roca, y si bien no era tan profunda ni empinada como la precedente, su condición era mucho más ruinosa: los peldaños estaban sueltos, y los primeros cayeron en el momento en que hicimos la primera tentativa de bajar. La caverna era húmeda, y la roca y escalera lo estaban tanto que a cada paso se resbalaba. En este pasaje nos desamparó el resto de nuestros acompañantes, siendo el padre coadjutor el último de los que desertaron. Era evidente que el trabajo de explorar esta caverna se había multiplicado por el pésimo estado de las escaleras, y no dejaba de ser peligroso el insistir en ello; pero, como, a pesar de todo cuanto habíamos visto en materia de cavernas, había en ésta no sé qué de grande, bravío y extraordinario, no acertamos a desistir de la empresa. Por fortuna, el cura había tenido cuidado de proveernos de cuerdas; así, pues, aseguramos una a la extremidad de una roca, y un indio condujo la otra extremidad a la parte inferior de la roca. Seguímosle de uno en uno: sujetándonos de la cuerda con una mano y apoyándonos con la otra en la escalera; no era posible llevar antorcha alguna, y por lo mismo tuvimos que practicar a oscuras el descenso, o iluminados a lo sumo con la pálida claridad que podía llegar hasta nosotros de las antorchas de arriba y abajo. Al pie de esta escalera había una inmensa cámara cavernosa, desde la cual diferentes pasadizos o grutas irregulares llevaban a los varios depósitos del agua. El Dr. Cabot y yo, acompañados de Albino, tomamos uno de estos pasadizos indicados por los indios. Verificada una ligera subida sobre aquel lecho de rocas, a una distancia como de setenta y cinco pies, llegamos al pie de una pequeña escalera de nueve pies de largo; a poco más había otra de cinco, la cual subimos, habiendo bajado después por otra que tenía dieciocho pies de largo. Un poco más lejos todavía, nos encontramos con otra de once pies, y a corta distancia descubrimos otra, que ya era la séptima, cuya longitud y apariencia general nos indujo a detenernos un momento y a entrar en reflexiones serias. En aquel momento, Albino era la única persona que nos acompañaba. La escalera que teníamos a nuestros pies se prolongaba sobre la planicie estrecha y oblicua de una roca, protegida de un lado por una pared vertical, y expuesta del otro a un precipicio abierto. Su aspecto era poco lisonjero, mas al fin determinamos proseguir adelante. Apoyándonos sobre el lado de la escalera contiguo a la roca, bajamos rompiendo y haciendo caer los toscos peldaños, en términos que, cuando habíamos tocado al fondo, toda comunicación quedaba cortada con Albino. Érale imposible a éste bajar a donde nosotros estábamos, y lo peor era que ni era posible tampoco retroceder a donde él se hallaba. Era ya demasiado tarde para reflexionar. Dijímosle a Albino que nos arrojase las antorchas, y regresase en busca de los indios y de las cuerdas para sacarnos de aquel abismo. Entretanto, seguimos andando a través de un pasadizo quebrado y tortuoso, y como a la distancia de doscientos pies llegamos a la cabeza de otra escalera de ocho pies de largo, en cuya extremidad inferior penetramos por un largo y estrechísimo pasadizo. Arrastrándonos sobre pies y manos, seguimos adelante, y a la distancia como de trescientos pies llegamos a un estanque de roca viva, lleno de agua. Antes de llegar, una de nuestras antorchas se había consumido y la otra estaba a punto de extinguirse. Conforme al mejor cálculo aproximativo que pude formar, en aquel momento nos hallábamos a mil cuatrocientos pies de distancia de la entrada principal, y como a cuatrocientos cincuenta de profundidad en línea perpendicular. Ya puede suponer el lector, por lo que sabe de estos pozos, que nosotros estábamos ennegrecidos por el humo, colorados y sudando a mares. El agua era el más agradable espectáculo que pudiera lisonjear a la vista; pero no nos satisfizo con haber bebido de ella únicamente: teníamos necesidad de un beneficio más eficaz. Nuestra expirante antorcha nos contenía, porque en la oscuridad jamás hubiéramos podido hallar nuestro camino y volver a la superficie de la tierra habitada; pero, confiados en que, si no aparecíamos en el decurso de la semana, Mr. Catherwood no dejaría de acudir en nuestro socorro y sacarnos de allí, despojámonos de la poca ropa que teníamos encima, y nos sumergimos en el estanque. Éste era suficientemente capaz para prevenir el que nos embarazásemos recíprocamente, y con eso nos dimos un buen baño, que, tal vez, ningún hombre blanco había tomado antes de nosotros en semejante profundidad. Llamaban los indios Chac-há a este depósito de agua, cuyas palabras significaban agua-roja; pero eso no lo sabíamos entonces, ni podíamos tampoco descubrirlo, porque, con el fin de economizar nuestra única antorcha, evitamos atizarla, y yacía sobre la roca semejante a un tizón próximo a extinguirse como amonestándonos de que no era lo mejor fiarnos demasiado, para salir de allí, de nuestros amigos residentes en la faz de la tierra, sino que era más seguro cuidar de nosotros mismos. Al salir del baño, vestímonos de prisa, y, retrocediendo con nuestra expirante antorcha próxima a darnos el postrer adiós, alcanzamos el pie de la escalera destruida, de donde ya era imposible seguir adelante. Albino volvió al fin con los indios y las cuerdas. Trepamos por ellas como mejor supimos, y volvimos al salón de donde partían los pasadizos en líneas divergentes: los indios nos designaron uno, y penetramos desde luego en él, y lo recorrimos hasta que vino a ser tan bajo y estrecho como ninguno de los que hubimos explorado antes, llegando a otro estanque de agua que, según las medidas del Dr. Cabot, se hallaba a cuatrocientos y un pasos, y según las mías a trescientos noventa y siete distante del punto de partida. Este depósito, según supimos después, se llamaba Pucul-há, lo cual significa que el agua tiene flujo y reflujo como el mar. Decían los indios que mengua cuando sopla el viento del Sur, y crece con el del Noroeste; y más agregan todavía, a saber, que, cuando marchan en silencio, hallan el agua, pero, cuando van hablando o haciendo algún ruido, el agua desaparece. Quizás no gasta de tantos escrúpulos cuando se acerca la gente blanca, porque nosotros hallamos agua, y por cierto que no nos acercamos con los labios sellados. Algo más añaden los indios todavía, y es que una vez se desmayaron cuarenta mujeres en este pasadizo, y que desde entonces no permiten que vaya sola ninguna mujer. Al regreso, nos apartamos dos veces del pasadizo principal para entrar en otros, y llegamos a dos nuevos estanques de agua; y, cuando alcanzamos el pie de la grande escala, rendidos y casi extenuados de fatiga tuvimos la satisfacción de saber por boca de nuestros amigos que nos esperaban para escuchar el relato de nuestras aventuras, que los tales depósitos de agua eran siete por junto, y que sólo se nos habían escapado tres. Todos ellos tienen nombres que los indios les han puesto, y de los dos primeros ya he hecho referencia. El tercero es llamado Sayab, que significa agua manantial; el cuarto Akab há, en razón de la oscuridad que allí reina; el quinto, Choco-há, por la circunstancia de hallarse el agua siempre caliente; el sexto, Ocil há, por su color de leche; y el séptimo, Chimez-há, porque cría ciertos insectos llamados chimez. Muy sensible nos fue el no poder fijar las particularidades o diferencias que podían existir entre estas aguas, y sobre todo el no llevar un barómetro y un termómetro para conocer su temperatura y gravedad específica. Si hubiéramos sabido algo, de antemano habríamos llevado por lo menos un termómetro; pero, como siempre ignorábamos en lo absoluto lo que nos esperaba, nuestro principal cuidado era desembarazarnos de cuanto podía retardar nuestras marchas; y después de eso, hablando la pura verdad, hicimos en aquel país ciertas cosas sólo por nuestra propia satisfacción, y sin ningún proyecto científico. La superficie del país está formada de un terreno de transición, o cubierta de montañas de piedra calcárea, y, aunque éste es casi indudablemente su carácter, acaso allí, más que en ninguna otra parte del territorio, abundan esas hendiduras o cavernas, en que las fuentes brotan súbitamente, y los torrentes siguen un curso subterráneo. Pero estas fuentes vivas de agua y la conformación geológica del terreno entonces eran para nosotros objetos de interés secundario. El hecho más importante era que, desde el momento en que los pozos de la plaza flaqueaban, el pueblo entero acudía a proveerse de agua en esta caverna, y por cuatro o cinco meses consecutivos éste era el único surtidero de aquel elemento. Y no era esta caverna, como en Xkoch, el recurso de un indio errante, ni como en Chaac el de un pequeño y miserable rancho, no: era el único depósito de agua de uno de los más prósperos pueblos de Yucatán, que contiene una población de siete mil almas; y subirá de punto la admiración cuando se sepa que durante todo ese tiempo largas hileras de indios, hombres y mujeres, acuden diariamente con sus cántaros a cuestas que sacan de allí llenos de agua; y que, a pesar de la fama que la caverna de Bolonchén tiene en Yucatán, según los mejores informes que reuní, ningún hombre blanco del pueblo la había explorado jamás. Volvimos a la casa real, nos dimos una lavada que tanto necesitábamos, y en seguida salimos a comer con el cura. Si él no nos hubiera recordado antes que era viernes y día de ayuno, en verdad que no lo hubiéramos descubierto en la mesa. En efecto, no estábamos acostumbrados a tanto regalo, y creo que el buen cura se imaginó que nunca habíamos comido en la vida. No parecía propio que nos pusiésemos en marcha aquella tarde misma, y además ya no sabíamos qué hacer, porque el cura había trastornado todos nuestros planes con asegurarnos que, después de todas las investigaciones que había hecho, estaba cierto de que no había ruinas de ninguna especie en San Antonio, en donde sólo existía una caverna. Como estábamos ya hartos de ellas para emplear más tiempo en su examen, determinamos visitar otras ruinas de que nos dio noticia el cura, sin que nosotros hubiésemos oído hablar de éstas anteriormente. Estaban en el rancho Santa Rosa, perteneciente a un amigo del cura, llamado don Antonio Cervera, alcalde del pueblo. Don Antonio no las había visto jamás, pero tanto él como el cura tenían el proyecto de visitarlas, y me hablaron con particularidad de una casa cerrada que pensaban visitar en la próxima seca provistos de bombas para echarla abajo. El cura mostró tanto empeño en que visitásemos aquel sitio, que casi a pesar nuestro tuvimos que tomar esa dirección.