Capítulo VII De cómo los indios dieron con los españoles, y del aprieto en que se vio el capitán, y cómo los indios huyeron Habiendo los indios determinado de revolver sobre el capitán y los otros cristianos que con él quedaron, lo pusieron por obra y con grande estruendo y alaridos llegaron al lugar donde los cristianos estaban muy descuidados de pensar que los indios habían de venir a dar en ellos, mas, viendo los tiros de dardo y flechas que les tiraban, con sus rodelas y espadas, salieron para ellos yendo su capitán delante animándolos y poniéndoles esfuerzo para que tuviesen en poco a los muchos enemigos que sobre ellos tenían; y encomendándose a Dios nuestro señor, y llamando en su ayuda al apóstol Santiago, resistieron a los indios con gran esfuerzo. Y el capitán estaba muy temeroso no hubiesen los indios muerto a los cristianos que habían ido a entrar; los cuales, como los indios los dejaron, como mejor pudieron dieron la vuelta al real para se juntar con los demás sus compañeros. Los indios ahincábanse mucho por salir con su propósito matando a los cristianos; los cristianos, viendo lo que en ello les iba peleaban valientemente, y de los muchos golpes que recibieron de los indios fueron muertos dos españoles y heridos veinte, algunos mal. Y fue Dios servido que los españoles que habían ido con Montenegro llegasen, que a tardarse algo más sin duda los unos y los otros corrieran riesgo; mas como se juntaron cobraron ánimo y defendíanse de los indios. El capitán fue de ánimo grande y con espada y rodela peleó siempre con esfuerzo, y este día lo tuvo harto: conocían los indios que quien más mal les hacía era él, y deseando de lo matar, cargaron muchos sobre él de tropel, y diéronle algunas heridas; y tanto le fatigaron que aunque tuvo siempre en la pelea una constancia, le hicieron ir rodando una ladera ayuso y abajaron algunos de ellos muy alegres pensando que le habían muerto, para le despojar y quitar las armas; mas él llevó tan buen tino y tal aviso, que llegando a lo que era más llano, se puso en pie con su espada alta con determinación de vengar él mismo su muerte antes que los indios se la diesen; y a los primeros que llegaron hirió, matando a uno o dos de ellos. En esto los españoles habían visto lo que había sucedido a su capitán, y muy enojados de los indios les dieron tal mano, que les hicieron volver las espaldas dando aullidos y gemidos, espantados de ver cómo los españoles tenían virtud tan grande en el pelear con silencio, y juzgaron que en ellos había alguna deidad. Fueron algunos españoles a socorrer a Francisco Pizarro, el cual hallaron en el aprieto que he dicho, herido de algunas heridas y lo subieron arriba y curaron de él y de los demás que estaba heridos, para los cuales había el refrigerio que el lector puede sentir, y aun para curarlos si hubo algún aceite para quemarles las heridas sería gran cosa. Visto por el capitán lo que les había sucedido y cómo no habían podido enviar el navío a Panamá por socorro y a lo aderezar porque estaba desbaratado y hacía por muchos lugares agua, tomando parecer con sus compañeros, se determinó por todos salir de aquel lugar, pues estaban en peligro, porque había muchos indios y los más de ellos estaban heridos y todos muy flacos y que la tierra era mala y llena de trabajos, y acordaron de embarcarse todos en la nao y arribar a Chicama, donde enviarían a Panamá el navío; y como mejor pudieron se embarcaron y volvieron a Chicama. Y en el camino erraron a Diego de Almagro, que había salido de Panamá con socorro, como luego diré. De este lugar se determinó por Francisco Pizarro y sus compañeros que volviese el navío a Panamá a lo que se ha dicho y que fuese en el Nicolás de Ribera, tesorero, con el oro que habían habido a dar cuenta al gobernador como tenían buena noticia de delante; y fue hecho así, quedando todo el bastimento que había en la nao para que comiesen. Y pasaban de los trabajos dichos por ser tierra enferma y llena de montaña, tan continua en llover y tronar, como se ha dicho; frío no hace ninguno, mas la tierra es de gran humedad. Ribera, con los que iban en la nave, navegaron hasta que llegaron a las islas de las Perlas, donde supieron cómo Almagro había ido en busca de ellos en una nao; y porque los cristianos que quedaron en Chicama se alegrasen con saber tal nueva despacharon una canoa con el aviso al capitán. Llegado a Panamá el navío, Nicolás de Ribera y los que iban con él, dieron cuenta a Pedrarias de lo que hasta allí les había sucedido, desde que entraron en la tierra del cacique Peruquete. En Panamá estaban con deseo de saber cómo les había ido en el descubrimiento a Pizarro y sus compañeros, y espantáronse cuando oían de lo que habían pasado en los manglares donde andaban. Pedrarias mostró pesarle de que tantos españoles se hubiesen muerto; culpaba a Pizarro, porque perseveraba en el descubrimiento y por inducimiento de algunos malévolos que siempre se huelgan de tratar mal de los que bien lo hacen, publicó Pedrarias que le quería enviar un "acompañado" ( para que, teniendo otro igual a él se hiciese el descubrimiento sin tantas muertes; por esto, y por otras causas, dicen que Pedrarias quería enviar, a Francisco Pizarro, "acompañado". Mas viniendo a noticia del maestrescuela don Hernando de Luque, su compañero, habló con Pedrarias diciéndole que no era cosa honesta lo que pensaba en aquello, y que le pagaba mal a Francisco Pizarro lo mucho que había trabajado y gastado en servicio del rey, y otras muchas cosas le amonestó, suplicándole no proveyese novedad ninguna hasta ver el fin de la jornada. Y teniendo por justas las causas que le antepuso, para que no lo hiciese, el maestrescuela, no proveyó nada, y entendióse en adobar el navío. Así como lo he escrito me lo afirmó este Nicolás de Ribera, que hoy es vivo y está en esta tierra y tiene indios en la ciudad de los Reyes, donde es vecino. Y creed los que esto leyéredes, que en lo que escribo, antes me dejo mucho de lo que sé que más pasó, que no añadir tan sola una palabra de lo que no fue; y esto los varones buenos y honrados, sin lo saberlo alcanzaron y contentos en ver la humildad y llaneza de mi estilo, sin buscar filaterías, ni vocablos peregrinos, ni otras retóricas que contar la verdad con sinceridad; porque para mí tengo, que el buen escribir ha de ser como el razonar uno con otro y como se habla y no más. Y perdonadme si en esto me he alargado, porque para lo de adelante servirá sin más reiterar cosa de éstas. Y con tanto, volveré al propósito.
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CAPÍTULO VII Accidente. --Continuación de la jornada. --Hacienda Xcanchakán. --Baile indio. --Vapulación de un indio. --Hacienda Mukuyché. --Baño en un cenote. --Hacienda San José. --Llegada a Uxmal. --Primera vista de las ruinas. --Cambios ocurridos desde nuestra última visita. --Casa del enano. --Casa de las monjas. --Casa del gobernador. --Residencia en las ruinas. --Apariencias poco favorables. --Modo de hacer fuego. --Un ejemplo de constancia. --Llegada de nuestro equipaje a lomo de indios. --Primera noche en Uxmal Un desgraciado accidente estuvo a punto de hacer perder todo su interés al día que habíamos pasado en Mayapán. En el momento mismo que dejábamos las ruinas, un mensajero vino a informarnos que una de nuestras pistolas había sido descargada contra un indio. Las tales pistolas en verdad jamás habían mostrado antipatía alguna a los indios, ni jamás habían hecho fuego sobre ninguno de ellos anteriormente; pero, regresando de prisa a la hacienda hallamos al pobre herido con dos dedos casi de menos. La bala había atravesado su camisa, haciendo en ella dos agujeros y felizmente no había tocado a la caja del cuerpo. Los indios decían que se había escapado solo el tiro, mientras estaban examinando únicamente la pistola; pero nosotros estábamos seguros de que aquella relación no era exacta, como quiera que las pistolas no son agentes que operan libremente, y por lo mismo echamos la culpa a los curiosos. Sin embargo, no fue poca la satisfacción que nos causó la levedad del caso y también tener a mano al Dr. Cabot para curar la herida, en la que, al parecer, los indios pensaban menos que nosotros mismos. Era ya tarde cuando dejamos la hacienda. Nuestro camino era una pobre senda a través de la espesura. A alguna distancia atravesamos una destruida hilera de piedras, que se elevaban de cada lado para formar una muralla, y era, según la opinión del mayordomo, la que circundaba la antigua ciudad. Cerca del anochecer llegamos a la majestuosa hacienda Xcanchakán, una de las tres más ricas que hay en el país, y que contiene cerca de setecientas almas. La casa es tal vez una de las mejores que existen en Yucatán, y, como dista un solo día de camino de la capital y puede irse a ella en calesa, es por lo mismo la residencia favorita de su venerable propietario. Todo manifiesta en ella que ha estado siempre bajo la vigilancia de su dueño, y puede juzgarse algo del carácter de éste cuando se sepa que su mayordomo, que era el mismo que nos acompañaba, hacía veintiséis años que estaba en su servicio. He dado ya alguna idea al lector de lo que es una hacienda en Yucatán, con sus corrales, sus grandes estanques de agua y otros accesorios. Todo lo que aquí estaba en mayor y más vasta escala era igual a cuanto habíamos visto, pero descubrimos en su arreglo un cierto y peculiar refinamiento, que, a pesar de no tener tal vez el objeto que sospechábamos, no podía menos de llamar la atención de un extranjero. El paso para la noria estaba en el corredor; y de esta suerte, sentado el propietario tranquilamente en la sombra, puede ver diariamente pasar y repasar a todas las mujeres y muchachas de la finca. Nuestro amigo el cura de Tecoh se hallaba todavía con nosotros y los indios de la hacienda eran sus feligreses. Inmediatamente que llegamos se anunció también por medio de la campana de la iglesia la venida del cura para que acudiesen todos a remediar sus necesidades espirituales. Concluido esto, la misma campana dio el solemne toque de la oración: todos los circunstantes se pusieron en pie, descubierta la cabeza, y permanecieron en silencio rezando en voz baja algunas preces, conforme al bellísimo y piadoso uso de la iglesia católica. Diéronse recíprocamente las buenas noches y, después de besar la mano al cura, se dirigieron hacia nosotros con el sombrero de paja en la mano, inclináronse respetuosamente y nos desearon, a cada uno en particular, una buena noche. El cura nos consideraba todavía en sus manos, y con el fin de entretenernos suplicó al mayordomo que preparase un baile de indios. Casi al momento escuchamos el sonido de los violines y del tambor indio, que consiste en un madero hueco de tres pies de largo con un pedazo de pergamino colocado en un extremo y sobre el cual golpea el indio con su mano derecha, llevando el instrumento bajo el brazo izquierdo. Es el mismo tambor llamado tunkul en los tiempos de la Conquista y que continúa siendo su instrumento favorito hasta la fecha. Al salir a la galería posterior vimos a los músicos colocados en una extremidad delante de la puerta de la capilla. En un lado del corredor estaban las mujeres y en el otro los hombres. Había pasado ya algún tiempo sin que el baile comenzase; hasta que al fin, a instancias del cura, el mayordomo dio sus direcciones, y en el momento púsose en pie un joven en medio del corredor. Otro que tenía en la mano un pañuelo de bolsa con una atadura en la punta, paseose enfrente de la línea de las mujeres, arrojó el pañuelo a una de ellas y volvió a sentarse. Este acto se consideraba como un formal desafío o invitación; pero, con cierto melindre y como afectando que no lo hacía por haber sido invitada, esperó ella algunos minutos, levantándose después, y, separando despacio su toca de la cabeza, púsose enfrente del joven a una distancia como de diez pies y empezaron a bailar. Llamábase este baile el toro; los movimientos eran pausados; alguna vez cruzábanse los danzantes y cambiaban de lugar; y cuando se terminaba el tiempo, retirábase la bailadora, en cuyo caso su pareja la acompañaba a un taburete, o continuaba danzando si así le agradaba mejor. El maestro de ceremonias llamado bastonero, recorría de nuevo la línea y tocaba a otra mujer con el pañuelo, del mismo modo que a la anterior. También ésta, después de esperar un momento, deponía su chal o toca y ocupaba el puesto. De esta manera continuó el baile, siendo uno mismo el bailador y tomando la pareja que se le daba. Después del toro, se cambió la danza en otra española, en que los bailadores en lugar de castañetas hacían crujir sus dedos. Este baile era más vivo y animado; pero, aunque parecía agradarles más, no había en él, sin embargo, nada de nacional ni característico. Por la mañana muy temprano nos levantamos al escuchar en la iglesia un fuerte ruido de música; y era que el cura con una misa matutina estaba haciendo participar a aquellos sus feligreses del beneficio de su casual visita. Después escuchamos una música de otra especie; y era la del látigo en las espaldas de un indio. Al dirigir nuestras miradas al corredor, vimos a aquel infeliz arrodillado en el suelo y abrazado de las piernas de otro indio, exponiendo así sus espaldas al azote. A cada golpe levantábase sobre una rodilla lanzando un grito lastimoso y que, al parecer, se le escapaba a pesar de sus esfuerzos por reprimirlo. Aquel espectáculo mostraba el carácter sometido de los indios actuales; y, al recibir el último latigazo, manifestó el paciente cierta expresión de gratitud porque no se le daban más azotes. Sin decir una sola palabra, acercose al mayordomo, tomole la mano, besola y se marchó, sin que sentimiento alguno de degradación se presentase a su espíritu. En verdad que se encuentra tan humillado este pueblo, en otro tiempo tan fiero, que entre ellos mismos existe un proverbio que dice "los indios no oyen sino por las nalgas", y aun el cura nos refirió cierto hecho, que indica una degradación de carácter, que acaso no se ha encontrado en ningún otro pueblo. En una aldea no muy lejos de allí, y cuyo nombre he olvidado ya, se celebra una fiesta acompañada de cierta representación escénica llamada xtol. Figúrase una escena ocurrida en los tiempos de la Conquista: los indios del pueblo se reúnen en un amplio sitio cercado de maderas y se supone que están allí con motivo de la invasión española. Un viejo se levanta y los exhorta a defender su patria, hasta morir por ella si fuese necesario. Los indios todos se animan; pero en medio de esas exhortaciones, preséntase un extranjero vestido de español y armado de un mosquete. Constérnanse los indios a su vista; pero, al descargar el extranjero su arma de fuego, todos ellos caen en tierra. El extranjero entonces ata al jefe indio, y se lo lleva cautivo y se acaba el sainete. Después del almuerzo, despidiose el cura de nosotros para volver a su pueblo, y nosotros continuamos nuestra jornada con dirección a Uxmal. Cargaron con nuestro bagaje algunos indios de la hacienda y el mayordomo nos acompañó a caballo. Nuestro camino era una vereda abierta a través de espesos bosques sobre el mismo terreno pedregoso, y todo él estaba en las tierras del provisor, que eran vastas, salvajes y desoladas, mostrando así los fatales efectos de la acumulación de terrenos en manos de grandes propietarios. Al cabo de dos horas avistamos la gran puerta de entrada de la hacienda Mukuyché. Con gran sorpresa de los indios atónitos, el doctor, sin interrumpir el curso de su caballo, mató con un tiro a un gavilán que estaba posado sobre el pináculo de la puerta. Luego nos dirigimos a la casa principal. Espero que el lector no se habrá olvidado de esta bella hacienda. Era la misma a la que habíamos sido llevados en hombros de indios en la época de nuestra primera visita, y en la cual nos habíamos bañado en un cenote del que jamás nos olvidaremos. Estábamos otra vez en manos de nuestro antiguo amigo D. Simón Peón; y toda la hacienda con sus caballos, mulas y criados estaba a nuestras órdenes. Eran las diez de la mañana solamente y por lo mismo dispusimos continuar nuestro viaje a Uxmal; pero antes de todo quisimos tomar otro baño en el cenote. No me había engañado mi primera impresión de la belleza de este romancesco sitio de baño, y a la primera ojeada quedé satisfecho de que no correría yo ningún riesgo en introducir allí a un extranjero. Si bien sobre la superficie de las aguas había una ligera y casi imperceptible nube de polvo, originada de la caída de las lluvias o hecha visible, tal vez, por la intensidad de los rayos del sol del mediodía; sin embargo, debajo de esa capa existían el mismo fluido cristalino y el mismo fondo transparente. Al instante nos echamos al agua, y, antes de salir, habíamos dispuesto posponer nuestra jornada para el siguiente día, con el solo objeto de tomar otro baño en la tarde. Como el lector se encuentra ya en un terreno en que ya antes ha viajado conmigo, me parece que bastará decir que al siguiente día nos dirigimos a la hacienda San José, en donde nos detuvimos para hacer algunos preparativos; y que el día 15, a las once de la mañana, llegamos a la hacienda Uxmal. Era la misma hacienda rodeada de aquel prado sombrío, con su corral, grandes árboles y estanques que habíamos dejado la última vez; pero no estaban allí nuestros antiguos amigos para darnos la bienvenida. El mayordomo de Delmónico se había marchado a Tabasco, y el otro se había visto obligado a dejar la hacienda a causa de una enfermedad. Es verdad que el mayoral se acordaba de nosotros, pero no le conocíamos. Determinamos ,pues, pasar adelante e ir a hospedarnos inmediatamente dentro de las ruinas. Habiéndonos detenido unos pocos minutos solamente para dar ciertas direcciones acerca de nuestro equipaje, volvimos a montar y al cabo de diez minutos salimos de la floresta y entramos en un campo abierto en que estaba la casa del enano, tan grande y bella como la viéramos anteriormente; pero desde la primera ojeada descubrimos los grandes cambios que se habían verificado en un año. Los lados de aquella bella estructura, entonces limpios y desnudos, ahora estaban cubiertos de maleza; y en la parte superior crecían arbustos y arbolillos hasta de veinte pies de elevación. La casa de las monjas casi había desaparecido; y todo el terreno estaba de tal suerte cuajado de monte, que apenas podíamos distinguir cosa alguna en nuestro camino. Los cimientos, terrazas y remates de los edificios estaban cubiertos de verdura, porque la maleza y las enredaderas invadían las fachadas; y todo el conjunto era una gran masa de ruinas y verdura. Luchaba una fuerte y vigorosa naturaleza por enseñorearse de las obras de arte, encerrando a la ciudad entre sus sofocantes ramas y ocultándonosla de la vista. Parecía que era la tumba de un amigo a punto de cerrarse, y que nosotros llegábamos en el momento preciso de darle el postrer adiós. En medio de toda esta masa de desolación descollaba con su antigua grandeza y majestad la casa del gobernador, separada de nosotros por un muro de impenetrable verdura, que cubría todas sus terrazas. A la izquierda del campo crecía una milpa, en cuyo cerco había un paso que llevaba al frente de este edificio. Siguiendo este paso, dimos vuelta a un ángulo de la terraza, desmontamos y atamos los caballos. Nada podíamos ver, porque la maleza excedía de nuestra altura. El mayoral abrió una vereda a través de ella y subimos al pie de la terraza, a cuya parte superior llegamos con mil trabajos y tropezando entre piedras a cada paso. Encontrámonos también con que la maleza había invadido esta parte. Dirigímonos a la muralla de la parte oriental, entrando por la primera puerta abierta que hallamos, y aquí pretendía el mayoral que nos alojásemos. Mas nosotros conocíamos el terreno mejor que él, y por lo mismo, siguiendo el frente pegados al muro todo lo posible, cortando abrojos, hollando y separando yerbas, llegamos por fin al departamento del centro, en donde nos detuvimos. Al aproximarnos, levantose una nube de murciélagos, que, revoloteando en la pieza, se escaparon al fin por la puerta. El aspecto de las cosas que nos rodeaban no era muy lisonjero para un sitio de residencia. Allí había dos salas, de sesenta pies de largo cada una: la que estaba al frente tenía tres amplias puertas sobre la obstruida terraza; pero la otra no tenía ventana ninguna, ni más vía de respiración que una puerta. Experimentábase en ambas una extremada reunión de estrechez y humedad, acompañada de mal olor; y en la pieza posterior había una acumulación enorme de lodo y yerbas. Por la parte exterior, la maleza crecía a la puerta misma. No podíamos dar un solo paso con libertad, y las vistas estaban del todo interceptadas. Después del excesivo calor del sol fuera de las piezas, y que nos hizo sudar a mares al subir la terraza, aquella atmósfera húmeda nos produjo cierto escalofrío, que nos hizo reflexionar seriamente sobre una materia en la que no nos habíamos antes detenido suficientemente. Considérase el campo en todo Yucatán como insalubre durante la estación de las lluvias. Llegamos allí contando con aprovecharnos de la estación de la seca, que comienza generalmente en noviembre y termina en mayo; pero en este año las lluvias habían continuado por más tiempo del ordinario, y aun no se habían concluido. Los propietarios de haciendas cuidaban de no visitarlas y se hallaban confinados en las villas y pueblos. Entre las haciendas, Uxmal tiene una reputación notable de insalubridad. Cuantas personas han permanecido en las ruinas para examinarlas se han visto obligadas por la enfermedad a abandonar la obra. Mr. Catherwood es una prueba de ello, y esa insalubridad no se limita a los extranjeros. Tres indios experimentaron las fiebres de la estación; muchos de ellos se hallaban enfermos entonces, y el mayordomo se había visto precisado por eso a abandonar la hacienda. Todo esto se nos había dicho en Mérida, aconsejándonos que difiriésemos el viaje; pero, como esto hubiera trastornado enteramente nuestro plan, y además teníamos en nuestra compañía un médico que curaba bizcos, determinamos correr el riesgo. Sin embargo, ya que nos vimos en el sitio, contemplando la humedad de las habitaciones y la exuberancia de la vegetación, conocimos que nuestra conducta había sido imprudente; pero, aunque lo hubiéramos deseado, ya era tarde para echar pie atrás. Convinimos en que era mucho mejor permanecer en este elevado terreno que no en la finca que por su posición baja y rodeada de aguadas cubiertas de verdín, que tenían un aspecto verdaderamente calenturiento. Por tanto, pusimos inmediatamente manos a la obra para mejorar en lo posible nuestra condición. Dejonos el mayoral para llevar los caballos a la hacienda y dirigir nuestro equipaje; y nos quedamos con un solo indizuelo que nos ayudase. Dimos a éste la comisión de despejar con su machete un cierto espacio enfrente de la puerta principal, y emprendimos nosotros hacer una fogata en la parte interior para modificar en lo posible la atmósfera húmeda y enfermiza que había allí. Con este objeto recogimos una gran cantidad de hojas y bruscas, que depositamos en un ángulo del corredor posterior, y sobre unas cuantas piedras en el centro levantamos una especie de pira de algunos pies de elevación, y le dimos fuego. La llama recorrió el montón, destruyó los combustibles ligeros y se apagó. Encendimos la fogata otra vez, y el resultado fue el mismo. Varias ocasiones pensamos haber logrado el objeto; pero la humedad del sitio y de los materiales hacían inútiles nuestros esfuerzos, y volvía a extinguirse la llama. Agotamos cuanto papel disponible teníamos para darle pábulo, y por último nos encontramos apenas con una chispa de lumbre para comenzar de nuevo. El único combustible que nos quedaba era la pólvora: hicimos un pequeño cohete o petardo por vía de ensayo y le dimos fuego bajo el montón. Esta operación no dio un resultado enteramente satisfactorio; nos animó algo, e hicimos otro petardo mayor, al cual le dimos fuego por medio de una especie de mina. Al estallar, convirtiose la pira en átomos, lanzando todos sus materiales en diferentes direcciones. Nuestros recursos y habilidad se habían agotado. En tan críticas circunstancias apelamos al indizuelo. Él había logrado su objeto durante nuestra ocupación; porque entregado a la otra que le habíamos encargado, sin curarse por su indiferencia característica de lo que nosotros hacíamos, había despejado un claro de algunas varas alrededor de la puerta. Con esto podía ya penetrar un rayo del sol que, semejantes a la presencia de un buen espíritu, alegraba y embellecía todo lo que podía iluminar. Por señas hicimos entender al muchacho que necesitábamos fuego; y, sin acatar en lo que habíamos hecho, comenzó su obra tomando del suelo un pedacillo de algodón y, aplicándolo a la chispa que quedaba, lo retuvo en el hueco de sus manos hasta que se hubo encendido todo. Entonces lo colocó en el suelo, y, sin hacer caso del material que habíamos sacado, buscó cuidadosamente y recogió algunas astillas de madera, no más grandes que el palillo de un fósforo, y las colocó muy a espacio sobre el algodón, fijando en el suelo una extremidad y tocando con la otra el fuego. Así que se arrodilló, encerró el naciente fuego dentro de un círculo formado de sus dos manos, y se puso a soplar suavemente, casi tocándolo con la boca. Un ligero humillo comenzó a escaparse de sus manos, y cesó de soplar por algunos minutos. Arregló después las pequeñas astillas con el mayor cuidado, de manera que el fuego tocase sus puntas, recogió otras un poco mayores que las primeras y las puso en orden una por una. Con la circunferencia de sus manos, o un tanto más abiertas, comenzó otra vez a soplar: la columna de humo que se levantó fue algo más espesa que antes. De cuando en cuando cambiaba gentilmente la posición de las astillas, y comenzaba a soplar de nuevo. Detúvose al fin, y parecía dudoso si esta detención provenía de hallarse desesperado o satisfecho del resultado, pues que al cabo sólo tenía allí unas astillas con un fuego tan desfalleciente, que podía extinguirse con sólo dejar caer sobre él algunas lágrimas. Para más habíamos sido nosotros, pues llegamos a lograr que se levantase una gran llamarada, que al fin murió. Hasta allí había tal aplomo y seguridad en el continente del muchacho, que parecía decirnos que él sabía muy bien lo que traía entre manos; y, en último resultado, nada podíamos hacer, sino observarlo atentamente. Hizo de nuevo otra colección de astillas más grandes y arreglándolas del propio modo que antes, cuidando de que no ahogasen el fuego, formó una circunferencia (levantándose grande humo en el espacio de sus manos) de materiales tan ligeros que fácilmente podía dispersarse, y comenzó de nuevo a soplar, si bien cuidando de que no se alterase la posición de las astillas, pero con toda la fuerza que podía soportar el aparato. La leña pareció entonces sentir la influencia de tanto esmero, y una corpulenta masa de humo se levantó para alegrarnos y traernos las lágrimas a los ojos. Con la misma imperturbable industria e ignorando nuestra admiración, el muchacho hizo otra recoja de astillas tan gruesas como el dedo, que colocó regándolas con sus lágrimas; y ya después, dejando de soplar, apeló a su sombrero de paja para suplir esta operación. Una hermosa llamarada se levantó del centro de la hoguera, y el muchacho continuó trayendo, en vez de astillas, estacas tan gruesas como el brazo, que estuvo aventando con su sombrero, hasta que todo se puso en perfecta combustión. Nuestra incertidumbre estaba ya terminada. La hoguera era una llama viva, y los cuatro nos pusimos a trabajar activamente para suministrarle pábulo. No había necesidad de que la madera fuese seca: cortábamos matojos y con todo y hojas verdes los echábamos en la hoguera, y todo ardía; las llamas comenzaron a extenderse en todas direcciones, y el calor vino a ser tan grande que ya no pudimos acercarnos más. Tal era nuestra satisfacción con semejante resultado, que no nos detuvimos a leer la parte moral de la lección que el indizuelo nos había dado. Las llamas comenzaron a modificar la humedad y lo mal sano de la atmósfera, produciendo más templadas y agradables sensaciones. Muy pronto, sin embargo, semejante mejora en la condición de nuestra casa nos lanzó fuera de ella. El humo, girando por toda la pieza y arremolinándose en el techo, pasó luego a la sala del frente, y, dividiéndose allí, se arrojó a través de las puertas en tres densas masas, cubriendo todo el frontis del palacio. Sentámonos en la banda de fuera y esperamos que se disipase. Cuando esto pasaba, divisamos al mayoral a través de la vereda por donde habíamos subido, y díjonos que el equipaje había llegado ya. Nos parecía un problema de difícil resolución el modo de hacer venir hasta nosotros dicho equipaje. El pequeño espacio despejado en la terraza superior nos hacía ver lo inferior que era una masa no interrumpida de abrojos y maleza, de ocho a diez pies de elevación. Tal vez sólo había pasado media hora cuando vimos a un indio subir a la plataforma de la segunda terraza, abriéndose camino lentamente hacia nosotros con su machete. Inmediatamente vimos levantarse sobre la misma terraza la parte superior de un gran cajón, vacilando aparentemente y como a punto de caer; pero levantándose más todavía y fijándose se hizo visible bajo de la carga un indio que de tiempo en tiempo aparecía en medio de la maleza. Al fin desapareció al pie de la terraza en que nos hallábamos, y pocos minutos después se presentó en la cima. Depuso su carga a nuestros pies, sujetando con ambas manos la correa que le cruzaba la frente, con los nervios tirantes, las venas casi al reventar y todo su cuerpo bañado de sudor. Seguía en pos una línea de cargadores, que vacilando y sudando depositaron su carga en la puerta. Habían conducido los fardos desde una distancia de tres leguas, y les dimos real y medio a cada uno, a razón de medio real la legua. Dímosles un medio más por vía de extra por haber subido las cosas a la terraza, con lo que los infelices quedaron muy contentos y agradecidos. Entretanto el fuego seguía ardiendo y el humo saliendo para afuera. Enviamos a los indios a trabajar sobre la terraza con sus machetes, y, luego que se disipó, el humo les mandamos limpiar los departamentos. Sirvióles de escoba un atado de abrojos, y de pala para sacar la basura, sus propias manos. Concluida esta operación, hicimos meter nuestro equipaje; arreglamos nuestras camas en la sala posterior y colgamos nuestras hamacas en el frente. Al entrar la noche, nos dejaron los indios y quedamos solos otra vez en el palacio de reyes desconocidos. Habíamos logrado ya el principal objeto de nuestro viaje, pues nos hallábamos de nuevo en las ruinas de Uxmal. No hacía ni dos años que por primera vez habíamos salido en busca de ruinas americanas, y más de un año hacía que nos vimos precisados a dejar este sitio. Acaso ya no subsistían la novedad y el entusiasmo que tuvimos la primera vez al contemplar las ruinas de una ciudad americana; pero nuestros sentimientos eran los mismos, y todo el pesar que experimentamos, al vernos obligados a dejar esas ruinas, estaba más que suficientemente compensado con la satisfacción de volver a ellas. Tal era la situación de nuestro espíritu cuando, venida la noche, nos echamos en las hamacas, olvidando todas nuestras molestias. Los murciélagos al retirarse a sus madrigueras nocturnas parecían deslumbrados con el brillo de nuestra fogata. Los búhos y otras aves de las tinieblas lanzaban sus discordantes gritos desde los bosques, y, cuando era ya muy tarde en la noche, nos hallamos discutiendo acaloradamente la gran cuestión que había producido tanta excitación en nuestro país, de saber si Mac Leod debía o no ser ahorcado. Por vía de precaución, y a fin de aprovecharnos plenamente del beneficio de tener un médico en nuestra compañía, iniciamos inmediatamente un curso de tratamiento preventivo con la mira de ponernos en guardia contra las fiebres. Como nos hallábamos en buena salud, el Dr. Cabot creyó que un curso semejante no podría perjudicarnos. Concluido esto, cebamos de leña nuestra hoguera y nos fuimos a la cama. Hasta allí nuestro viaje había sido viento en popa. La jornada desde Mérida fue una especie de procesión triunfal. Habíamos pasado de hacienda en hacienda, desde que dimos en las hospitalarias manos de D. Simón Peón, y nos hallábamos ahora en absoluta posesión de las ruinas de Uxmal. Muy pronto, sin embargo, nos encontramos con cierta especie de molestias, contra los cuales no podían darnos protección alguna D. Simón, ni el Gobierno, ni las recomendaciones a la hospitalidad de los ciudadanos en el interior. Desde la hora de anochecer unos cuantos mosquitos nos notificaron la existencia de estos libres e independientes ciudadanos de Yucatán; pero, mientras estuvimos columpiándonos en las hamacas y el fuego ardía brillantemente, poca fue la pena que nos causaban. Sin embargo, no bien habíamos reclinado la cabeza en la almohada, cuando toda aquella población, pareciendo conocer exactamente en donde podría tenernos a su alcance, dividiéndose en tres enjambres, se apesgó sobre nosotros como si estuviera determinada a lanzarnos de allí desde el principio. Las llamas, y la cantidad de humo que había en el edificio al redimirnos de la humedad y de la insalubre atmósfera, parecía haber sacado de sus grietas y aberturas a estos seres atormentadores, enviándolos sedientos de venganza y de sangre. Ahorraré al lector los ulteriores detalles de nuestra primera noche en Uxmal; pero todos nosotros quedamos de acuerdo en que otra noche semejante bastaría a lanzarnos para siempre de las ruinas.
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CAPÍTULO VII De las supersticiones que usaban con los muertos Comúnmente creyeron los indios del Pirú, que las ánimas vivían después de esta vida, y que los buenos tenían gloria y los malos pena, y así en persuadirles estos artículos hay poca dificultad. Mas de que los cuerpos hubiesen de resucitar con las ánimas, no lo alcanzaron, y así ponían excesiva diligencia, como está dicho, en conservar los cuerpos y honrarlos después de muertos. Para esto sus descendientes les ponían ropa y hacían sacrificios, especialmente los reyes ingas en sus entierros habían de ser acompañados de gran número de criados y mujeres para el servicio de la otra vida; y así el día que morían, mataban las mujeres a quien tenían afición, y criados y oficiales, para que fuesen a servir a la otra vida. Cuando murió Guanacapa, que fue padre de Atahualpa, en cuyo tiempo entraron los españoles, fueron muertas mil y tantas personas de todas edades y suertes, para su servicio y acompañamiento en la otra vida. Matábanlos después de muchos cantares y borracheras, y ellos se tenían por bienaventurados; sacrificábanles muchas cosas, especialmente niños, y de su sangre y hacían una raya de oreja a oreja, en el rostro del defunto. La misma superstición e inhumanidad de matar hombres y mujeres para acompañamiento y servicio del defunto en la otra vida, han usado y usan otras naciones bárbaras. Y aun, según escribe Polo, cuasi ha sido general en Indias, y aun refiere el venerable Beda que usaban los anglos antes de convertirse al Evangelio, la misma costumbre de matar gente, que fuese en compañía y servicio de los defuntos. De un portugués que siendo cautivo entre bárbaros le dieron un flechazo con que perdió un ojo, cuentan que queriéndole sacrificar para que acompañase un señor defunto, respondió que los que moraban en la otra vida, tenían en poco al defunto, pues le daban por compañero a un hombre tuerto, y que era mejor dársele con dos ojos; y pareciéndoles bien esta razón a los bárbaros, le dejaron. Fuera de esta superstición de sacrificar hombres al defunto que no se hace sino con señores muy calificados, hay otra mucho más común y general en todas las Indias, de poner comida y bebida a los defuntos sobre sus sepulturas y cuevas, y creer que con aquello se sustentan, que también fue error de los antiguos, como dice San Agustín. Y para este efecto de darle de comer y beber, hoy día muchos indios infieles desentierran secretamente sus defuntos, de las iglesias y cementerios, y los entierran en cerros o quebradas, o en sus proprias casas. Usan también ponerles plata en las bocas, en las manos, en los senos, y vestirles ropas nuevas y provechosas, dobladas debajo de la mortaja. Creen que las ánimas de sus defuntos andan vagando, y que sienten frío y sed, y hambre y trabajo, y por eso hacen sus aniversarios llevándoles comida, y bebida y ropa. A esta causa advierten con mucha razón los perlados en sus sínodos, que procuren los sacerdotes dar a entender a los indios, que las ofrendas que en la iglesia se ponen en las sepulturas, no son comida ni bebida de las ánimas, sino de los pobres o de los ministros, y sólo Dios es el que en la otra vida sustenta las ánimas, pues no comen ni beben cosa corporal. Y va mucho en que sepan esto bien sabido, porque no conviertan el uso santo en superstición gentílica, como muchos lo hacen.
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Capítulo VII De cómo los primeros religiosos que pasaron a la conquista deste reino occidental del Perú, fueron los de la Sagrada religión de Nuestra Señora de las Mercedes, Redención de cautivos, y del fruto que en él hicieron con su doctrina y predicación Antes que trate del gobierno espiritual deste reino del Perú, quiero poner aquí quiénes fueron los primeros religiosos, y los que plantaron la fe con su buena doctrina y predicación y, aunque por ser tan averiguado que la parte en causa propia suele dejarse llevar de el amor propio, como cada día nos lo muestra la experiencia, por esto, y por otras razones que por la prolijidad no expreso, quise pasar en silencio quiénes fueron los primeros religiosos que en la conquista deste reino del Perú se hallaron, y los que la fruta temprana (de árboles hasta entonces infructíferos, y de quien siempre se tuvo poca esperanza que la llevase con tanta abundancia) ofrecieron al cielo. Pero, acordándome de que, preguntándole a un filósofo cuál fuese la mayor hazaña que un hombre pudiera hacer en este mundo, y de su respuesta tan célebre cuan digna de memoria, pues con sobrado acuerdo respondió: que el menosprecio del amor propio, fue fuerza que con esto me animase, prometiendo hacerme hazañoso en este caso, llevando por blanco la verdad de que no fuera posible apartarme, por ser tantos los que la saben, que pudieran con facilidad condenar mi atrevimiento. De lo que es ser testigo me desisto, porque al fin es causa propia. Seránlo aquellos que, acordándose de que no sólo los religiosos de mi Santa Orden de Nuestra Señora de las Mercedes pretenden ser redentores de los cuerpos, pasando tantos trabajos restauradores de las almas, dan mil gracias a Nuestro Señor y a su benditísima Madre que, así como tuvo el hijo, natural redentor, quiere que los adoptivos gocen deste nombre. Estos, pues, y todos los que tuvieron o tienen alguna noticia del tiempo en que se descubrió este reino occidental del Perú, son buenos testigos de que los primeros que pasaron a plantar el Santo Evangelio en él, fueron los religiosos de Nuestra Señora de las Mercedes, entre los cuales florecieron los muy reverendos Padres Fray Sebastián de Ricafonte, Fray Martín de Miranda, Fray Thomás Galdín, Fray Lorenzo Galindo, Fray Sebastián de Castañeda, Fray Miguel de Orennes, Fray Francisco Jiménes, Fray Juan de Roa, Fray Alejo Daza, Fray Andrés Vela, Fray Miguel Moreno, Fray Antonio de Ávila, Fray Juan Pérez, Fray Gabriel Carrera, Frai Melchor Hernández, autor del catecismo de la lengua, que se mandó imprimir en el Concilio de Lima, y otros muchos religiosos, cuyos nombres no los pongo aquí, porque serían infinitos, aunque también he alcanzado a saber de muchos antiguos deste reino, que entre estos varones apostólicos se halló nuestro Padre Fray Francisco de Obregón, que por su gran celo fue Provincial desta provincia del Cuzco, que es lo menos que mereció su virtud y religiosa vida. Juntos, pues, estos varones ilustres, viviendo en un alma y un corazón en Dios, fundaron un convento, que fue el primero, fuera de los que habían fundado en los pueblos grandes, ocho leguas del Cuzco, que comúnmente llaman la puente de Accha, y los indios, Cusi Pampa. Moviendo Dios sus corazones, acordaron cuán poco fruto se podía hacer viviendo en comunidad, y que así será bien para su santa pretensión el repartirse por aquellas provincias. ¿Quién con esto deja de traer a la memoria la repartición que los apóstoles hicieron, para cumplir el precepto que nuestro Maestro Christo les dio de que predicasen el evangelio por todo el mundo?. De aquí, sin duda, les nació esta determinación, tomando ejemplo de los primeros apóstoles. Estos, que podemos llamar segundos en la predicación y primeros en toda esta tierra, después de repartidos conforme se había determinado en sus juntas, donde se puede presumir que presidió el divino espíritu, empezaron, en nombre del Señor, a hacer el fruto que después se verá, dando luz a aquellas almas que estaban sumergidas en el abismo y tinieblas de la idolatría. Con aspereza llevaron, al principio, aquellos indios de las provincias comarcanas la predicación del Evangelio, o por ver que se les vedaban todas supersticiones y vicios, o porque el demonio, que en sus oráculos respondía pronosticando su perdición, les amonestaba que no lo recibiesen. A todo esto sobrepujó el buen ejemplo y santa vida destos religiosos, pues siempre procuraron predicar más con obras que con palabras, por lo cual se bautizaron muchos, recibiendo la fe tan de veras, que ya se juntaban el día del Santísimo Sacramento, la Semana Santa y las demás fiestas principales con todos los religiosos a celebrarlas, acudiendo con gran devoción y puntualidad, en particular a las disciplinas y procesiones que en tales días se hacen, quedando desde entonces con esta costumbre, teniéndolo más por regalo que por penitencia. De manera que en muy breve tiempo todas las provincias comarcanas del Cuzco recibieron el santo Evangelio de tal modo, que ya con gran fervor acudían a la iglesia a oír misa de que fueron muy devotos y, aun viendo la vida que aquellos santos varones hacían, dieron en hallarse en muchas particulares disciplinas y en otros ejercicios espirituales, llevados del buen ejemplo que es el que más suele mover los corazones. Con esto, y con la predicación continua, en la cual fueron puntuales siempre, comenzaron a bautizar gran número de gente, de la cual tuvieron noticia de muchas idolatrías que quitaron, derribando huacas, sepulturas, adoratorios y mochaderos, quitando muchos abusos de sueños, cantos de aves, alaridos de perros y otros inumerables, que hasta el día de hoy les duran a algunos. Hubo predicador que con su doctrina fue poderoso, para que los indios destas provincias y, en particular, chilques y mascas y chumbivilcas, que al presente son doctrinas desta sagrada religión, de sus propia voluntad manifestasen muchos ídolos que estaban ocultos, en quien éstos adoraban, y donde el demonio respondía. En lugar dellos tomaron gran devoción a la cruz y, en particular, en la conquista de la ciudad del Cuzco, por haber sucedido un milagro con una, como se dirá a su tiempo, la cual está en la iglesia mayor, y hace muchos milagros, y con la sacratísima Reina de los Ángeles, patrona y señora nuestra, y con el bautismo y agua bendita. Este, según tradición, fue el Padre Fray Sebastián de Ricafonte. Por esto, y por otras cosas, se echará muy bien de ver el celo con que estos santos varones entraron a predicar el santo Evangelio, pues, no contentos con publicarlo entre la gente que ya estaba de paz, entró el Padre Fray Diego Martínez, que antes fue clérigo y después de esta sagrada religión, a los chunchos, indios de guerra, y doctrinó en las provincias de Pariamona y Paitite y Collao y Lucapas apostólicamente, sin interés de salario ni de otra cosa alguna, corriendo por todas ellas. Traía un carnero de la tierra de diestro, sobre el cual llevaba el ornamento, por desocupar las manos para el cáliz y crismeras. Entre esta gente estuvo algunos años, en los cuales, querer significar el fruto que hizo, sería comenzar otro libro de nuevo. Después de esto, por su devoción, movido del celo y de la obediencia, a instancia de nuestro muy reverendo Padre maestro Fray Juan de Bargas, primer provincial destas provincias del Perú, entró segunda vez, donde bautizó infinita gente, y entre ella a Turano, principal y cacique de todos los chunchos. Resultó desta ida, por haber puesto así en los pueblos como en los caminos cruces, y haber reducido tanta gente a la fe, que, no pudiéndolo sufrir, el demonio les persuadió por sus huacas a que lo echasen de aquella tierra como lo hicieron, dándole escolta de gente, porque los demás no le hiciesen daño, con orden de que lo dejasen en el pueblo de Camata, que es al entrar de los chunchos. Parece que fue permisión divina, pues, estando en aquel lugar este varón santo, vino a ser causa que los españoles, que entraron por los Andes del Cuzco, con los que entraron por este dicho pueblo, encontrándose en la tierra dentro de los chunchos, por sus necias porfías no se matasen. Entre esta gente iban por capellanes del Real el Padre Fray Miguel de Trujillo y Fray Juan Montesino, de mi sagrada religión, que como había pocos de los demás, eran siempre capellanes, aunque después hicieron tan gran fruto los religiosos de la orden de los Predicadores, los del seráfico Padre San Francisco, los de nuestro Padre San Agustín, y los de la compañía de Jesús, que sería menester un entendimiento angélico para poderlo contar. Sólo diré cómo son los jardines, que, plantados en el Perú, dan flores agradables para el cielo, y por parecerme que con esto habrá noticia del reino del Perú, trataré en el capítulo siguiente de las demás provincias.
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CAPÍTULO VII Van cuatro capitanes a descubrir la tierra, y un extraño castigo que Patofa hizo a un indio Habiendo considerado el gobernador las dificultades e inconvenientes en que su ejército se hallaba, le pareció era lo más acertado, y aun forzoso, no caminar el real hasta haber hallado camino y salida de aquellos desiertos y así, luego que amaneció el día siguiente, mandó que saliesen cuatro cuadrillas, dos de caballo y dos de infantes, y que las dos fuesen el río arriba y las otras dos el río abajo, con orden y aviso que cada una de ellas fuese siguiendo la ribera del río, sin apartarse de él, y las otras dos siguiesen el mismo viaje una legua la tierra adentro a ver si por una vía o por la otra topaban algún camino o descubrían tierra poblada. Mandó a cada uno de los capitanes que volviesen dentro en cinco días con lo que hubiesen hallado. Estos capitanes fueron el contador Juan de Añasco, Andrés de Vasconcelos, Juan de Guzmán y Arias Tinoco. Con el capitán Juan de Añasco fue el general Patofa, que no quiso quedar en el real, y acertaron a ser los que fueron por la orilla del río arriba. Con ellos fue el indio Pedro, que estaba corrido de haber perdido el tino y le parecía que, yendo por aquel viaje, había de salir con su empresa y poner los españoles en la provincia de Cofachiqui, como lo había prometido. Con cada compañía de los españoles fueron mil indios de los de guerra para que, derramados por los montes, procurasen hallar algún camino. El gobernador se quedó en la ribera del río aguardando las nuevas que los suyos le trajesen, donde él y su gente pasaron extrema necesidad de comida, porque no comían sino pámpanos de parrizas que había por los montes y arroyos. Los cuatro mil indios de servicio que quedaron con el general salían en amaneciendo a buscar de comer por los campos y volvían a la noche con hierbas y raíces que eran de comer, y con algunas aves y animalejos que habían muerto con los arcos. Otros traían peces que habían pescado, que ninguna diligencia que les fuese posible dejaban de hacer por haber comida, y todo lo que así hallaban, sin tocar en ello ni esconder parte alguna, lo traían a los españoles, en cuyas camaradas ellos iban repartidos; y era tanta la fidelidad y respeto que en esto los indios les tenían que, aunque se cayesen de hambre, no tomaban cosa alguna antes de haberla presentado a los españoles. Los cuales, vencidos con este comedimiento, daban a los indios de lo que así traían la mayor parte, mas todo era nada para tanta gente. El gobernador, pasados tres días que habían estado en aquel alojamiento, viendo que no se podía llevar tanta hambre, que cierto era más que se puede encarecer, mandó que matasen algunos cochinos de los que llevaban para criar y se diesen de socorro ocho onzas de carne a cada español, socorro más para acrecentar la hambre que para la entretener; de la carne también partieron los españoles con sus indios porque viesen que no querían aventajarse en cosa alguna sino pasar igual necesidad con ellos. Era cosa de grandísimo contento para los soldados ver el buen semblante que el general mostraba a los suyos en esta aflicción por esforzarles y ayudar a pasar la hambre, aunque él no era aventajado en cosa alguna, como si fuera el menor de todos ellos. Lo mismo hacían los soldados con el capitán, que por consolarle de la pena que haciendo oficio de buen padre sentía de ver los suyos en tanto trabajo disimulaban la hambre que sentían y fingían menos necesidad de la que pasaban; mostraban en sus rostros alegría y contento de hombres que estuviesen en toda abundancia y prosperidad. Olvidádosenos ha de haber dicho atrás, en su lugar, un ejemplar castigo que el capitán Patofa hizo en un indio de los suyos. Por ser tan extraño será razón que no quede en olvido y caerá bien dondequiera que se ponga. Es así que, al quinto día que vinieron caminando por el despoblado, un indio de los que llevaban carga (que en lengua de la isla Española llaman tameme), sin haber recibido agravio, movido de cobardía o deseo de ver a su mujer e hijos o porque el diablo le hubiese dicho la hambre que habían de pasar, o por otra causa que él se sabía, acordó huirse. El español a cuyo cargo iba, echándolo menos, dio cuenta de ello al general Patofa, el cual mandó a cuatro indios mozos, gentileshombres, que a toda diligencia volviesen por aquel indio y no parasen hasta haberlo alcanzado y se lo trajesen maniatado. Los indios se dieron tan buena prisa que en breve espacio lo alcanzaron y volvieron al real y pusieron delante de su capitán. El cual, después de haberle en presencia de sus soldados afeado de cobardía y pusilanimidad y el desacato de su príncipe y curaca y el poco respeto a su capitán general y la traición y alevosía que a sus compañeros y a toda su nación había hecho, le dijo: "No quedará tu delito y maldad sin castigo, porque otros no tomen de ti mal ejemplo." Diciendo esto, mandó que lo llevasen a un arroyo pequeño, que pasaba por el alojamiento, y Patofa presente, le quitaron esa poca ropa que llevaba, que no le dejaron más de los pañetes. Luego, por mandato del capitán, trajeron muchos renuevos de árboles de más de una braza en largo, y dijo al indio: "Échate de pechos sobre ese arroyo y bebe toda esa agua, y no ceses hasta que la agotes." Mandó a cuatro gandules que, en alzando la cabeza del agua, le diesen con las varas hasta que volviese a beber, e hizo que le enturbiasen el agua porque la bebiese con mayor pena. El indio, puesto en el tormento, bebió hasta que no pudo más; empero los verdugos le daban, en parando de beber, cruelísimos varazos, que lo tomaban de la cabeza a los pies, y no cesaban de darle hasta que volvía a beber. Algunos parientes suyos, viendo el castigo tan riguroso y sabiendo que no había de parar hasta haberlo muerto, fueron corriendo al gobernador y, echados a sus pies, le suplicaron hubiese piedad del pobre pariente. El general envió un recaudo al capitán Patofa diciéndole tuviese por bien cesase el castigo tan justificado y no pasase adelante su enojo. Con esto dejaron al indio ya medio muerto, que sin sed había bebido tanta agua.
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CAPÍTULO VII Vuelta a Nohcacab. --Partida definitiva de este pueblo. --Un sepulturero indio. --Camino. --Paredes antiguas. --Ruinas de Saché. --Vía empedrada. --Prosecución de la jornada. --Ruinas de Xampón. --Edificio imponente. --Paredes antiguas llamadas por los indios Xlab-Pak. --Ruinas de Yokoluitz y de Xkúpak. --Sicilná. --Altar para quemar el copal. --Terraza antigua. --Elevadas estructuras de piedra. --Ruinas de un edificio. --Piedras esculpidas. --Plataforma. --Rancho Chunhubú. --Hacémonos involuntariamente dueños de una choza. --Sus arreglos interiores. --Escasez de agua. --Necesidades urgentes. --Visita a las ruinas. --Dos edificios. --Fachadas. --Puertas ornamentadas. --Visitas bien recibidas. --Otro edificio. --Un frontispicio revocado. --Un edificio visto desde la terraza. --Visita a las ruinas de Xkolok. --Grande estructura de piedra. --Líneas de edificios. --Piedra circular. --Edificio arruinado. --Representación de figuras humanas. --Vuelta al rancho. --Beneficios de un aguacero El día catorce de febrero regresamos al pueblo de Nohcacab. Habíamos destacado anticipadamente a Albino para que hiciese todos los arreglos necesarios, y con eso el día quince nos despedimos definitivamente de aquel pueblo. No nos pesaba de ello; al contrario, nos era placentero pensar en que no tendríamos necesidad de volver allí. Nuestro equipaje se redujo otra vez a la menor expresión posible: las hamacas, unas pocas mudas de ropa y el aparato del daguerrotipo fue todo; lo demás fue dirigido a Peto, en donde pensábamos encontrarlo. El capataz de nuestros indios cargadores era un sepulturero jubilado, antiguo vecino del convento, y a quien jamás habíamos tenido el gusto de ver sin que estuviese ebrio, menos en aquella mañana que se hallaba perfectamente sano. Para que el lector comprendiese nuestra nueva ruta, le sería preciso consultar el mapa. Al emprender la marcha, tomamos la dirección del Sur, y otra vez nos encontramos hollando los sepulcros de las ciudades antiguas. A la distancia de dos millas vimos sobre una eminencia de la derecha unas "paredes viejas"; a poco andar encontramos tres edificios arruinados, y algo más allá dimos en las ruinas de Saché. Éstas consisten en tres edificios dispuestos irregularmente, uno de los cuales, que mira al Sur, mide cincuenta y tres pies de frente sobre veinte pies y seis pulgadas de fondo, y tiene tres pequeñas puertas de entrada. Otro, algo más al Sur, tiene casi las mismas dimensiones del primero, tres departamentos, y dos columnas en la puerta central. El tercero se hallaba tan destruido que no pudimos formar plano ninguno de él. A pesar de su cercanía al pueblo, el padrecito jamás había visto estas ruinas. Se encuentran a doscientos pies, poco más o menos, del camino; pero tan completamente ocultas dentro de la espesura, que, aunque las había visitado antes guiado de un indio, esta vez pasé junto a ellas sin notarlas. A corta distancia de allí se encuentra uno de los más interesantes monumentos de las antigüedades yucatecas. Es una rota plataforma o calzada de piedra, como de ocho pies de latitud y ocho o diez pulgadas de espesor, que cruza el camino y se pierde en los bosques de uno y otro lado. Antes me he referido a él bajo el nombre de Sacbé, como le llamaban los indios, lo cual quiere decir, en su idioma, "camino enlosado de piedra blanca". Los indígenas dicen que atraviesa el país desde Kabáh hasta Uxmal, y que era antiguamente el tránsito de los indios correos, que de una ciudad a otra conducían las cartas de sus señores, escritas en hojas o cortezas de árboles. Es el único ejemplar que yo hubiese hallado de cierta especie de tradición vaga entre los indios, y la conformidad de esta leyenda se ilustró por una circunstancia particular que ocurrió al llegar nosotros. Mientras estábamos detenidos examinando aquel monumento, un indio anciano, agobiado del peso de su carga, apareció en otra dirección, y al cruzar la calzada se detuvo, y golpeando las piedras con su bordón usó de las palabras Sacbé, Kabáh, Uxmal. Al mismo tiempo nuestros cargadores llegaron, con el sepulturero a su cabeza, y deponiendo en tierra su carga sobre el camino antiguo, repitieron la palabra Sacbé favoreciéndonos con un discurso, en el cual apenas pudimos percibir las voces Kabáh, Uxmal. Había sido mi intención explorar toda la ruta del antiguo camino y trazar su dirección, si era posible, a través de los bosques hasta aquellas desoladas ciudades que unía en otro tiempo; y el no haber podido realizar este pensamiento fue uno de los disgustos que nos proporcionó la residencia en Nohcacab. La dificultad de procurarme indios Ppara la obra y la vuelta periódica de las calenturas nos hicieron esto imposible. No podíamos calcular el tiempo que se emplearía en la obra: todo el terreno estaba cubierto de espesuras; en algunos parajes apenas se encontraban vestigios del camino, y en otros hasta ese vestigio estaba perdido en lo absoluto. Sin embargo, todavía queda un buen campo para las exploraciones de un futuro viajero. Repasando de nuevo las "paredes viejas", de uno y otro lado del camino, a la distancia como de dos leguas, llegamos a Xampón, en donde están los restos de un edificio que, cuando se hallaba en pie y completo, debió de haber sido grande e imponente, y que aun hoy excitaría la admiración del extranjero, si no fuese por el enorme cúmulo de ruinas que le rodea. Su forma era rectangular, comprendiendo en sus cuatro lados una plaza. Medía de Norte a Sur ochenta pies, y ciento cinco de Este a Oeste. Solamente dos ángulos se hallaban en pie; y alrededor de este edificio, que descollaba solitario, un indio había plantado una milpa. Algo más allá, vimos desde cierta distancia otros dos sitios de ruinas, llamados Yokoluitz y Kupak, enteramente destruidas y de acceso tan difícil, que ni siquiera intentamos llegar a ellas. Subía de punto el efecto que producían estas ruinas diseminadas en aquella región, el que no había allí un solo camino real, sino únicamente algunas veredas de milpas poco frecuentadas, y tan boscosas varias de ellas, que con dificultad podíamos abrirnos paso. El calor era intenso: habíamos agotado nuestros calabazos de agua, y, como no existía allí fuente, arroyo o aguada, la única probabilidad que teníamos de proveernos de ella era el encontrarla a la buena ventura depositada en el hueco de alguna piedra amiga. A las dos de la tarde llegamos a un pequeño claro del bosque, en que había una enramada de paja, y bajo de ella una cruz que miraba al camino; un poco más adelante, a la izquierda, aparecía una obstruida vereda que, por la primera vez en muchos años, había sido abierta por mí en una ocasión anterior para poder visitar las ruinas de Sicilná. Este sitio había sido objeto de una de mis inútiles excursiones desde Nohcacab. El relato que de él había oído decía que existía allí un departamento con un altar destinado a la quema de copal, con vestigios de este uso dejados por los antiguos habitantes. Cuando yo llegué allí, fue necesario dar varios giros antes de que el indio pudiese descubrir signo alguno de pasadizo o vereda, y luego que le descubrimos se hizo indispensable ir abriendo y depejando a cada paso. Por aquel tiempo las miras mías con respecto a las ciudades arruinadas habían venido a ser prácticas, y notando la dificultad y trabajo que nos esperaban en la exploración de un sitio tan desolado, llegué a figurarme que aquella vereda no guiaría a ningún sitio que pudiese exigir una segunda visita. Desmonté del caballo, y, guiándole del diestro conforme iba el indio despejando el terreno, llegamos a una subida pedregosa y escarpada, que, después de haberla alcanzado noté que era la parte superior de una antigua terraza. Bajo un frondoso álamo que en ella crecía até mi caballo, y, bajando al otro lado, cruzamos a través de un hueco muy boscoso, que inferí se hallaría entre dos montículos por el excesivo calor que allí se sentía. A pocos momentos me encontré subiendo el lado de una elevada estructura de piedra, sobre la cual existían los restos de un gran edificio, con las paredes en tierra; y todo aquel sitio regado de piedras esculpidas, presentando la triste escena de una completa ruina y estrago. Al bajar del otro lado de esta estructura, llegamos a una ancha plataforma bien conservada, cubierta de arboleda y libre de zarzas y maleza, pero tan plagada de insectos y hormigones negros, que era necesario irse deteniendo de piedra en piedra sin tocar la tierra. Corría a lo largo de esta terraza un pequeño edificio, que el guía indio me designó como el sitio en que se hallaba el consabido altar en que se quemaba el copal. Pasada la primera puerta, hizo la acción de penetrar por la segunda; pero, deteniéndose, introdujo la cabeza con precaución y en seguida retrocedió. Al entrar yo, me encontré con una pieza que no se diferenciaba en nada de las más comunes que yo hubiese visto en el país. Tiempo se pasó para que yo lograse reducir al indio a entrar en la pieza; y, cuando lo verificó, detúvose en la puerta, dirigió en torno una mirada precautoria y en seguida agitó horizontalmente uno de sus dedos, conforme a la costumbre peculiar de los indios, para significar que allí no había hada. Por fortuna supe que el camino que había dejado guiaba a las ruinas de Chunhuhú, y una prueba de la dificultad que yo tenía de saber la verdadera situación de los lugares puede verse en el hecho de que, sin embargo de que este sitio era uno de los que me proponía visitar, mientras que el indio me hablaba de él no pude saber que se hallaba allí, en la vecindad inmediata. Por fin, me determiné a proseguir camino, y lo que vi en la vez primera fue lo que nos decidió a dirigir nuestro cuerpo de marcha hacia aquel rumbo. Era ya bastante adelantada la tarde cuando llegamos a la sabana de Chunhuhú, y me dirigí a la cabaña donde había atado mi caballo en la primera visita. La cabaña estaba construida de estacas en posición vertical, y el techo y las paredes se hallaban cubiertas de palmas. Al detenernos, vimos que en la parte interior se hallaba una mujer ocupada en preparar el maíz para hacer tortillas, lo que nos prometía una pronta cena. Díjonos que su marido estaba ausente; pero esto no era de todo punto indiferente, y por tanto, después de unas cuantas palabras más, entramos en la cabaña; pero la mujer tomó en el momento la puerta, y nos dejó en exclusiva posesión del local. Sin embargo, a muy poco rato se presentó un muchachillo como de ocho años a buscar el maíz que vimos en preparación, y que tuvimos el sentimiento de entregárselo por no considerarnos autorizados para retenerlo. Siguiole Albino con la esperanza de persuadir a la mujer a que volviese; pero, apenas le atisbó ella, cuando corrió a ocultarse en el bosque. La cabaña, de que habíamos venido a ser tan súbitamente los dueños involuntarios, tenía tres piedras que servían de hogar, un banco de madera para moler el maíz, un comal para cocer al fuego las tortillas, una olla de barro, tres o cuatro jícaras o calabazos para beber y dos miserable hamacas de indio, que también fueron pedidas por el muchachillo, y entregadas. Además de esto, había una mesita de comer, de forma circular, que tendría pie y medio de diámetro, soportada por tres pequeños postes como de ocho pulgadas de elevación, y algunos banquillos de tosca madera destinados para sentarse. En la parte superior, y pendiendo de los atravesaños de la casucha, había tres grandes atados de maíz en mazorca y dos de frijoles en vaina; en la cuerda que sostenía por lo alto estos comestibles, y como a un pie de elevación sobre ellos, se veía un calabazo redondeado de la misma figura que la tapa de una bomba de sala, que, además de servir de adorno, hacía el oficio de una ratonera, porque los ratones, al saltar de los atravesaños sobre el maíz o los frijoles, se habían de estrellar contra el calabazo y caer necesariamente en tierra. Teniendo ya provisiones para nosotros, fue preciso pensar inmediatamente en nuestros caballos. No había dificultad ninguna en proporcionarles que comer, porque, además de la provisión de maíz que había caído en nuestras manos, crecía en la sabana el zacate, que era la mejor pastura que yo había visto en el país; pero supimos del muchachillo, única persona que pudo informarnos, y con harto desaliento de nuestra parte, que allí no había agua ninguna. Aquel sitio era el peor provisto de este elemento, de cuantos lugares había yo visitado hasta allí: no había pozo, gruta o aguada, y los habitantes dependían únicamente de la poca agua de lluvia que se depositaba en los huecos de las piedras. Proporcionársela en esa altura a nuestros caballos era asunto en que no podía pensarse. Por consiguiente, era imposible detenernos mucho tiempo en aquel sitio; pero entretanto teníamos necesidades urgentes y perentorias. Nuestros caballos no habían tomado una gota de agua desde por la mañana, y, después de una larga, calurosa y laboriosa jornada, no podíamos dejarlos así todo el resto de la noche. El muchachillo, en compañía de una desnuda hermanita suya, como de dos años, andaba rondando por las cercanías con encargo, según nos dijo, de vigilarnos para que no tomásemos nada de la cabaña. Por un medio real que le di, se comprometió a mostrarnos un sitio en que pudiésemos proveernos de agua, y, echándose a cuestas a la hermanita, me guió a una áspera y escarpada colina. Seguile llevando del diestro a mi caballo, y, a pesar de no llevar encima a ninguna chiquilla, experimenté suma dificultad en alcanzarle. Había en la cima de la colina varias rocas peladas y cubiertas de huecos, algunos de los cuales contenían, si acaso, una o dos botellas de agua. Llevé mi caballo a la más abundante: el pobre animal había sido siempre un gran bebedor de agua, y aquella tarde estuvo, sin embargo, muy moderado. El indezuelo contemplaba aquel espectáculo con la misma consternación que hubiera sentido al vender su derecho de primogenitura, y yo no dejaba de sentir algún pesar; pero, dejando a cada día su propio cuidado, envié por los demás caballos que, de un solo trago, apuraron toda el agua que habría bastado por un mes para toda la familia. Entretanto, nuestras necesidades no eran pequeñas. Todo el día habíamos estado en marcha, sin comer un bocado. Desgraciadamente el viejo sepulturero había tomado a su cargo traer la caja que contenía nuestras provisiones de viaje y los útiles de mesa, y no le habíamos visto desde que le dejamos en el Saché. Los demás cargadores habían llegado ya, y estaban comprometidos conmigo a permanecer en nuestra compañía para trabajar en las ruinas y conducir el equipaje hasta el pueblo inmediato. Era una condición de mi contrato el darles de comer y, conociendo ellos el estado de las cosas, se dispersaron por el rancho en busca de víveres, volviendo después de una larga ausencia con algunas tortillas, huevos y manteca. Comimos fritos los huevos, y acaso habríamos quedado perfectamente contentos, si no hubiese sido por el disgusto que nos causaba la tardanza del sepulturero. Mientras nos mecíamos en las hamacas, escuchamos a distancia su voz, y a poco rato entró en la choza con el mejor humor del mundo y elevando en triunfo una botella vacía. Al amanecer del siguiente día enviamos a Albino con algunos indios para comenzar a despejar el contorno de las ruinas, y después del desayuno marchamos nosotros en pos. El paso era una vereda a través de una sabana cubierta de zacate; y como a la distancia de una milla llegamos a los dos edificios que yo había visto anteriormente, y que me indujeron a formalizar la presente visita. El primero se halla sobre una sólida terraza, aunque más baja que las otras. Su frente es de ciento doce pies de largo, y cuando estaba entero debió de haber tenido una apariencia imponente. La puerta de entrada era mayor y más majestuosa que cuantas hasta allí habíamos visto en el país; pero, por desgracia, todos los adornos estaban rotos y caídos. El departamento central tiene un corredor posterior, al cual se sube por tres escalones de piedra. Todas las puertas son llanas, a excepción de la central, que, sin embargo de hallarse casi destruida del todo, presenta todavía adornos majestuosos e imponentes. Cuando nos hallábamos ocupados en despejar el frente de este edificio, aparecieron bajando de un ángulo de la caída terraza, y como si descendiesen de la parte superior del edificio, dos jóvenes armados de escopetas con llave y cazoleta cubiertas de piel de venado, y con todos los atavíos de cazadores. Eran corpulentos, de buena fisonomía, nada tímidos y francos en su apariencia y maneras. La escopeta del Dr. Cabot fue el primer objeto que hubo de llamarles la atención; después de eso, dejando a un lado las suyas, y como si no tuviesen otra idea que la de ejercitarse en el manejo del machete, tomaron una parte muy activa en el despeje del bosque. Concluido esto, Mr. Catherwood plantó su cámara lúcida, y, aunque al principio todos le formaron un círculo, poco después le dejaron solo con los dos hermanos, uno de los cuales sostenía una sombrilla sobre él para protegerle en la operación contra los rayos del sol. A excepción del muchachillo y la mujer, éstas eran las únicas personas que habíamos visto al alcance de nuestra voz en aquel rancho. Estábamos tan complacidos con su apariencia, que propusimos a uno de ellos nos acompañase en nuestras investigaciones en demanda de ruinas. El mayor estaba ya entusiasmado con la idea de esta peregrinación; pero luego añadió en un tono algo lastimero que tenía mujer e hijos. Su hermanito, sin embargo, no tenía estas trabas, y bien podría acompañarnos. Hicimos en el punto mismo el correspondiente arreglo, y nada como esto puede probar el concepto de la seguridad con que se viaja en Yucatán. Buen cuidado habríamos tenido en Centroamérica de tomar a persona alguna a nuestro servicio, sin las más fuertes recomendaciones, porque hubiéramos corrido riesgo de asociarnos a un ladrón o a un asesino. Jamás habíamos sabido cosa alguna de estos dos hermanos hasta el momento en que les vimos. Su varonil porte de cazadores nos inspiró confianza; y la única circunstancia sospechosa que existía era la de que ellos por su parte se quisiesen poner en contacto con nosotros, sin previa noticia que les diese a conocer quiénes éramos; pero después supimos que ambos nos habían conocido en Nohcacab. El que se comprometió a acompañarnos llamábase Dimas, y estuvo con nosotros hasta que dejamos definitivamente aquella región del país. En la misma línea, a una distancia corta, si bien sobre una terraza más baja, aparecía otro edificio de ochenta pies de frente. Tenía tal aire de frescura, que presentaba la idea de algo más moderno que las otras ruinas: estaba totalmente revocado, con una u otra fractura apenas. Eso nos ratificó en la opinión que desde antes habíamos formado, relativa a que todos los frentes de esas ruinas estuvieron dados de estuco. Nuestro encuentro con los dos hermanos fue un feliz incidente para nuestra exploración en las ruinas. Desde su más pequeña infancia, el padre de ambos había tenido su rancho en la sabana, y con la escopeta al hombro habían recorrido todo el país por algunas leguas a la redonda. Desde la terraza del primer edificio vimos a alguna distancia una elevada colina, casi una montaña, en cuya cima una alta arboleda circuía un antiguo edificio. Algo de extraordinario presentaba esta posición; pero los dos jóvenes nos dijeron que el tal edificio estaba en la más completa ruina; y, aunque cuando le vimos apenas serían las once de la mañana, estoy seguro de que, si hubiésemos intentado ir allí, no hubiéramos regresado sino hasta después de anochecer. Habláronnos también de otros varios edificios distantes de allí media legua, más extensos, e iguales a los que teníamos delante en belleza y buen estado de preservación. Así, pues, a la una de la tarde el Dr. Cabot y yo nos dirigimos a verlos, guiados por Dimas. Hacía un calor desesperante. Pasamos en frente de varias chozas, y en una de ellas pedimos un poco de agua; pero la que nos presentaron estaba tan plagada de insectos, que apenas nos atrevimos a probarla. Dimas nos llevó a la cabaña de su madre, y nos proporcionó un poco del agua de una vasija, en que los insectos se habían precipitado al fondo. Desde allí empezamos a subir por la curvatura de una elevada colina, y bajando a un valle cubierto de espesa arboleda, después de la media legua más larga que yo hubiese andado jamás en los días de mi vida, vimos a través de los árboles una corpulenta estructura de piedra. Al llegar a ella, y subiendo sobre las desmoronada terraza, dimos con un gran montículo, cubierto de piedras labradas en todos sus lados. Subimos hasta el tope, y desde allí vimos de cada lado una hilera de edificios arruinados, asomando sus blancas fachadas por entre los árboles. Un poco más allá, a una distancia al parecer inaccesible, se hallaba la elevaba colina cubierta de ruinas que habíamos visto desde la terraza del primer edificio. Una serie de colinas se elevaba de todos lados, y para aquel país la escena era bastante pintoresca; pero todo estaba sumido en el silencio y la desolación. Las ruinas que teníamos a la vista eran mucho más extensas que las otras visitadas primero; pero se hallaban en una condición más ruinosa. Descendimos del montículo hasta el área del frente y, apartando del mejor modo posible la maleza, nos encontramos en el centro con una piedra extraña, erguida y cilíndrica, muy semejante a las llamadas picotas; algo más adelante, un edificio de treinta y tres pies de frente, con dos departamentos, cada uno de los cuales era de treinta pies de largo sobre ocho pies y seis pulgadas de ancho. En la parte más visible de la fachada aparecía la extraña representación de tres figuras humanas vestidas de una manera curiosa, con las manos elevadas hacia la cabeza sosteniendo la cornisa. Dimas nos dijo que estas ruinas se llamaban Xchonlok; pero lo mismo que las restantes se encuentran en la sabana conocida allí bajo el nombre de Chunhuhú, y el edificio arruinado que estaba en la cima de la colina, visible desde ambos sitios, parecía ser el vínculo de unión que las ligaba a todas. Imposible es decir cuál era la extensión de este lugar. Suponiendo que los dos cúmulos de ruinas formasen parte de la misma ciudad, hay motivo suficiente para creer que ésta ocupó antiguamente tanto terreno, y tuvo tal número de habitantes, como cualquier otra de las mayores que hasta allí se nos habían presentado. La primera noticia que tuvimos de la existencia de estas ruinas se la debimos a Cocom, aquél que, según puede recordar el lector, nos sirvió de guía en Nohpat, y esto es todo cuanto puedo comunicarle acerca de su historia. Volvimos al rancho agobiados de fatiga, en el momento preciso de poder escaparnos de un aguacero. Éste nos trajo dentro de la casucha, como en acompañamiento de las pulgas que sufrimos la noche precedente, a todos nuestros cargadores y sirvientes, lo que obligó a colocar once hamacas muy juntas entre sí, y a soportar toda la noche un horrible concierto de trompas nasales con variaciones indígenas. La lluvia continuó en el siguiente día; y, como no podía trabajarse, Mr. Catherwood se aprovechó de aquella buena oportunidad para tener un nuevo ataque de calentura. Mas bajo otro aspecto, estábamos muy contentos de la lluvia, pues que teníamos constantemente empleado un hombre en buscar agua en los bosques; nuestros caballos habían agotado cuanta pudo hallarse en las cavidades de las rocas inmediatas, y acaso ya no podríamos proporcionárnosla para un día más. El aguacero llenó todos los vacíos, y nos libertó de algunos conflictos. Por la tarde se presentó el indezuelo con un mensaje de la madre, que deseaba saber cuándo nos marcharíamos de allí. Tal vez el lector tendrá alguna curiosidad de conocer cuál era el traje de los muchachos de Chunhuhú. Voy a satisfacérsela. Consistía en un sombrero de paja y un par de alpargatas. Éste tenía además algunos manchones de lodo muy visibles, y Mr. Catherwood trazó un diseño suyo mientras estuvo en pie dirigiéndonos la palabra. Poco después se vio a la pobre mujer rondando a las inmediaciones de la cabaña, considerando que realmente ya era tiempo de volver a ella. Nosotros habíamos hecho una completa invasión sobre sus provisiones, dando el maíz a nuestros caballos, y haciendo cocinar los frijoles; pero la principal causa de su regreso era la de devolvernos un medio, que decía era de mala especie. Era humilde, amable y candorosa; como un niño: quejábase de que le hubiésemos dicho que sólo íbamos a permanecer allí una noche, mientras que después ya no sabía cuándo nos iríamos. Con mucha dificultad conseguimos que entrase en la choza, diciéndole que podía volver a ella cuando quisiese. Riose de ello con mucha naturalidad; y, después de echar una ojeada en rededor para ver cuidadosamente si nada se había perdido, se marchó muy consolada con la promesa que le hicimos de partir al día siguiente.
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CAPÍTULO VII Del modo de letras y escritura que usaron los mexicanos Hállase en las naciones de la Nueva España, gran noticia y memoria de sus antiguallas. Y queriendo yo averiguar en qué manera podían los indios conservar sus historias, y tantas particularidades, entendí que aunque no tenían tanta curiosidad y delicadeza como los chinas y japones, todavía no les faltaba algún género de letras y libros con que a su modo conservaban las cosas de sus mayores. En la provincia de Yucatán, donde es el Obispado que llaman de Honduras, había unos libros de hojas a su modo, encuadernados o plegados, en que tenían los indios sabios la distribución de sus tiempos, y conocimiento de planetas y animales, y otras cosas naturales, y sus antiguallas, cosa de grande curiosidad y diligencia. Pareciole a un doctrinero que todo aquello debía de ser hechizos y arte mágica, y porfió que se habían de quemar, y quemáronse aquellos libros, lo cual sintieron después no sólo los indios sino españoles curiosos, que deseaban saber secretos de aquella tierra. Lo mismo ha acaecido en otras cosas que pensando los nuestros que todo es superstición, han perdido muchas memorias de cosas antiguas y ocultas que pudieran no poco aprovechar. Esto sucede de un celo necio, que sin saber ni aun querer saber las cosas de los indios, a carga cerrada dicen que todas son hechicerías, y que éstos son todos unos borrachos, que qué pueden saber, ni entender. Los que han querido con buen modo informarse de ellos, han hallado muchas cosas dignas de consideración. Uno de los de nuestra Compañía de Jesús, hombre muy plático y diestro, juntó en la provincia de México a los ancianos de Tezcoco, y de Tulla y de México, y confirió mucho con ellos, y le mostraron sus librerías, y sus historias y calendarios, cosa mucho de ver; porque tenían sus figuras y jeroglíficos con que pintaban las cosas en esta forma, que las cosas que tenían figuras las ponían con sus proprias imágenes, y para las cosas que no había imagen propria, tenían otros caracteres significativos de aquello, y con este modo figuraban cuanto querían; y para memoria del tiempo en que acaecía cada cosa, tenían aquellas ruedas pintadas, que cada una de ellas tenía un siglo, que eran cincuenta y dos años, como se dijo arriba, y al lado de estas ruedas, conforme al año en que sucedían cosas memorables, las iban pintando, con las figuras y caracteres que he dicho, como con poner un hombre pintado con un sombrero y sayo colorado en el signo de Caña, que corría entonces, señalaron el año que entraron los españoles en su tierra, y así de los demás sucesos. Pero porque sus figuras y caracteres no eran tan suficientes como nuestra escritura y letras, por eso no podían concordar tan puntualmente en las palabras, sino solamente en lo sustancial de los conceptos. Mas porque también usan referir de coro arengas y parlamentos, que hacían los oradores y retóricos antiguos, y muchos cantares que componían sus poetas, lo cual era imposible aprenderse por aquellos jeroglíficas y caracteres. Es de saber que tenían los mexicanos, grande curiosidad en que los muchachos tomasen de memoria los dichos parlamentos y composiciones, y para esto tenían escuelas, y como colegios o seminarios, adonde los ancianos enseñaban a los mozos estas y otras muchas cosas que por tradición se conservan tan enteras como si hubiera escritura de ellas. Especialmente las naciones sic, debe ser oraciones famosas, hacían a los muchachos que se imponían para ser retóricos y usar oficio de oradores, que las tomasen palabra por palabra, y muchas de éstas, cuando vinieron los españoles y les enseñaron a escrebir y leer nuestra letra, los mismos indios las escrebieron, como lo testifican hombres graves que las leyeron. Y esto se dice porque quien en la historia mexicana leyere semejantes razonamientos largos y elegantes, creerá fácilmente que son inventados de los españoles, y no realmente referidos de los indios; mas entendida la verdad, no dejará de dar el crédito que es razón a sus historias. También escribieron a su modo por imágines y caracteres los mismos razonamientos, y yo he visto para satisfacerme en esta parte, las oraciones del Paternoster, y Ave María y símbolo, y la confesión general, en el modo dicho de indios; y cierto se admirará qualquiera que lo viere; porque para significar aquella palabra: "Yo pecador, me confieso", pintan un indio hincado de rodillas a los pies de un religioso, como que se confiesa; y luego para aquella, "a Dios todopoderoso", pintan tres caras con sus coronas al modo de la Trinidad; y a la gloriosa Virgen María, pintan un rostro de Nuestra Señora, y medio cuerpo con un niño; y a San Pedro y a San Pablo, dos cabezas con coronas, y unas llaves y una espada, y a este modo va toda la confesión escrita por imágines, y donde faltan imágines, ponen caracteres, como en qué pequé, etc., de donde se podrá colegir la viveza de los ingenios de estos indios, pues este modo de escrebir nuestras oraciones y cosas de la fe, ni se lo enseñaron los españoles, ni ellos pudieran salir con él, si no hicieran muy particular concepto de lo que les enseñaban. Por la misma forma de pinturas y caracteres vi en el Pirú, escrita, la confesión que de todos sus pecados, un indio traía, para confesarse, pintando cada uno de los diez mandamientos por cierto modo, y luego allí haciendo ciertas señales como cifras, que eran los pecados que había hecho contra aquel mandamiento. No tengo duda que si muchos de los muy estirados españoles les dieran a cargo de hacer memoria de cosas semejantes, por vía de imágines y señales, que en un año no acertara ni aún quizá en diez.
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Capítulo VII Edificios de Yucatán Si Yucatán hubiere de cobrar nombre y reputación con muchedumbre, grandeza y hermosura de edificios, como lo han alcanzado otras partes de las Indias, con oro, plata y riquezas, ella hubiera extendídose tanto como el Perú y la Nueva España, porque es así en esto de edificios y muchedumbre de ellos, la más señalada cosa de cuantas hasta hoy en las Indias se han descubierto, porque son tantos y tantas las partes donde los hay y tan bien edificados de cantería, a su modo, que espanta, y porque esta tierra no es tal al presente, aunque es buena tierra, como parece haber sido en el tiempo próspero en que en ella tanto y tan señalado edificio se labró, con no haber en ella ningún género de metal con que labrarlos; pondré aquí las razones que he visto dar a los que dichos edificios han mirado. Las cuales son que estas gentes debieron estar sujetas a algunos señores amigos de ocuparlos mucho y que los ocuparon en esto, y que como ellos han sido tan buenos honradores de los ídolos, se señalaban de comunidad hacerles templos; y por algunas causas, se mudaban las poblaciones y así donde poblaban edificaban siempre de nuevo sus templos, santuarios y casas a su usanza para los señores, que ellos siempre las han usado de madera cubierta de paja; o que el grande aparejo que hay de piedra, cal y cierta tierra blanca excelente para edificios, les ha llevado a hacer tantos, que si no es a quienes los han visto, parecerá burla hablar de ellos; o la tierra tiene algún secreto que si hasta ahora no se le ha alcanzado ni a la gente natural de ella, en estos tiempos tampoco ha alcanzado. Porque decir los hayan edificado otras naciones sujetando a los indios, no es así, por las señales que hay de haber sido edificados por gente indiana y desnuda, como se ve en uno de los muchos y muy grandes edificios que allí hay, en las paredes de los bastiones, en las cuales aún duran señales de hombres en carnes y honestados de unos largos listones que llaman Ex en su lengua, y de otras divisas que los indios de estos tiempos traían, todo hecho de argamasa muy fuerte. Y morando yo allí se halló en un edificio que desbaratamos un cántaro grande con tres asas y pintado por fuera de unos fuegos plateados, dentro del cual estaban las cenizas de un cuerpo quemado y entre ellas hallamos tres cuentas buenas de piedra, del arte de las que los indios ahora tienen por moneda, todo lo cual muestra haber sido indios. Bien sea, que si lo fueron, era gente de más ser que los de ahora y muy de mayores cuerpos y fuerzas, y aún se ve esto más aquí en Izamal que en otra parte, en los bultos de media talla que digo están hoy día de argamasa en los bastiones, que son de hombres crecidos; y los extremos de los brazos y piernas del hombre cuyas eran las cenizas del cántaro que hallamos en el edificio, que estaban a maravilla por quemar y muy gruesos. Se ve también en las escaleras de los edificios, que son más de dos buenos palmos de alto, y esto aquí sólo en Izamal y en Mérida. Aquí va imagen pág.151 Hay aquí en Izamal un edificio entre los otros, de tanta altura y hermosura que espanta, el cual se verá en esta figura y en esta razón de ella: Tiene 20 gradas de a más de dos buenos palmos de alto y ancho cada una, y tendrán más de cien pies de largo. Son estas gradas de muy grandes piedras labradas, aunque con el mucho tiempo y estar expuestas al agua, están ya feas y maltratadas. Tiene después labrado en torno, como señala la raya redonda, una muy fuerte pared de cantería en la cual, como a estado y medio de alto, sale una ceja de hermosas piedras, todo a la redonda, y desde ellas se torna después a seguir la obra hasta igualar con la altura de la plaza que se hace después de la primera escalera. Después de la cual plaza, se hace otra escalera como la primera, aunque no tan larga ni de tantos escalones, siguiendo siempre a la redonda la obra de la pared. Encima de estos escalones se hace otra buena placeta y en ella, algo pegado a la pared, está hecho un cerro bien alto con su escalera al mediodía, donde caen las escaleras grandes, y encima está una hermosa capilla de cantería bien labrada. Yo subí a lo alto de esta capilla y, como Yucatán es tierra llana, se ve desde ella a maravilla tanta tierra cuanto la vista puede alcanzar, y se ve la mar. Estos edificios de Izamal eran once o doce por todos, aunque éste es el mayor, y están muy cerca unos de otros. No hay memoria de los fundadores y parecen haber sido los primeros. Están a ocho leguas de la mar en muy hermoso sitio y buena tierra y comarca de gente, por lo cual los indios, con harta insistencia, nos hicieron poblar una casa en uno de estos edificios que llamamos San Antonio, el año de 1549, en la cual y en todo lo de la redonda se les ha ayudado mucho para su cristiandad y así se han poblado en este asiento dos buenos pueblos, aparte uno del otro. Los segundos edificios que en esta tierra son más principales y antiguos --tanto que no hay memoria de sus fundadores--, son los de T-ho; están a trece leguas de los de Izamal y a ocho de la mar como los otros; y hay señales hoy en día de haber habido una muy hermosa calzada de los unos a los otros. Los españoles poblaron aquí una ciudad y llamáronla Mérida por la extrañeza y grandeza de los edificios, el principal de los cuales señalaré aquí como pudiere e hice (con el) de Izamal, para que mejor se pueda ver lo que es. Éste es el borrón que he podido sacar del edificio, para cuyo entendimiento se ha de saber que éste es un asiento quebrado, de mucha grandeza, porque tiene más de dos carreras de caballo desde la parte del oriente. Comienza luego la escalera desde el suelo, y esta escalera será de siete escalones de la altura de los de Izamal. Las demás partes del mediodía, poniente y norte, se siguen de una pared fuerte y muy ancha. Todo aquel henchimiento del cuadro es de piedra seca, y en la parte llana torna a comenzar otra escalera por la misma parte del oriente, a mi parecer de veintiocho o treinta pies recogida dentro de otros tantos escalones igual de grandes. Hace el mismo recogimiento hacia la parte del mediodía y del norte, no del poniente, y síguense dos paredes fuertes hasta encontrar o juntarse con las del cuadro por la parte del poniente y así llegan hasta el peso de las escaleras, haciendo todo el henchimiento de en medio de piedra seca, que espanta tal altura y grandeza como allí hay de henchimiento a mano. Después, en lo llano arriba, comienzan los edificios de esta manera: por parte del oriente se sigue un cuarto a la larga, recogido adentro hasta seis pies que no llega a los cabos, labrado de muy buena cantería y todo de celdas de una parte y de otra; de a 12 pies de largo y 8 de ancho; las puertas, en medio de cada una, no tienen señal de batientes ni manera de quicios para cerrarse, sino llanas, de su piedra muy labrada, y la obra trabada a maravilla y cerradas por lo alto todas las puertas, con tezas de piedra enteriza; tiene en medio un tránsito como arco de puente y por encima de las puertas de las celdas sale un re- leje de piedra labrada que (corre) a lo largo de todo el cuarto, sobre el cual salen hasta lo alto unos pilarejos, la mitad de ellos labrados redondos y la mitad metidos en la pared. Estos pilarejos seguían hasta lo alto de las bóvedas de que las celdas estaban hechas y cerradas por arriba. Por encima de estos pilaritos salía otro releje enrededor de todo el cuarto. Lo alto era de terrado, encalado muy fuerte como allá se hace con cierta agua de corteza de un árbol. Por la parte del norte había otro cuarto de celdas, tales como estas otras, salvo que el cuarto, con casi la mitad no era tan largo. Al poniente se seguían otra vez las celdas, y (cada) cuatro o cinco había un arco que atravesaba, como el de en medio del cuarto de oriente, todo el edificio, y luego un edificio redondo, algo alto, y luego otro arco, y lo demás eran celdas como las restantes. Este cuarto atraviesa todo el patio grande en buena parte menos de la mitad y así forma dos patios, uno por detrás, al poniente, y otro a su oriente, que viene a estar cercado de cuatro cuartos, el último de los cuales es muy diferente porque está hecho hacia el mediodía, de dos piezas cerradas con bóveda como las demás a la larga; la delantera de las cuales tiene un corredor de muy gruesos pilares cerrados por arriba con muy hermosas piedras labradas y enterizas. Por en medio va una pared sobre la que carga la bóveda de ambos cuartos, con dos puertas para entrar al otro cuarto. De manera que todo lo cierra por arriba un encalado. Tiene este edificio, apartado de sí como dos buenos tiros de piedra, otro muy alto y hermoso patio en el cual hay tres cerros que de mampostería estaban bien labrados; y encima sus muy buenas capillas de la bóveda como solían y sabían ellos hacer. Tiene bien apartado de sí un tan grande y hermoso cerro que, con haberse edificado gran parte de la ciudad (con piedras) de él (para hacer las casas con) que la poblaron a la redonda, no sé si ha de verse jamás acabado. EL primer edificio de los cuatro cuartos nos dio el Adelantado Montejo a nosotros, hecho un monte áspero; limpiámosle y hemos hecho en él, con su propia piedra, un razonable monasterio todo de piedra, y una buena iglesia que llamamos la Madre de Dios. Hubo tanta piedra de los cuartos, que (aún) está entero el del mediodía y en parte los de los lados, y dimos mucha piedra a los españoles para sus casas, en especial para sus puertas y ventanas; tanta era su abundancia. Los edificios del pueblo de Tikoh no son muchos ni tan suntuosos como algunos de estos otros, aunque eran buenos y lucidos, ni aquí yo hiciera mención de ellos salvo por haber habido en él una gran población de que adelante necesariamente se ha de hablar, y por eso se dejará ahora. Están estos edificios a tres leguas de Izamal al oriente, y a siete de Chichenizá. Es pues Chichenizá un asiento muy bueno a diez leguas de Izamal y once de Valladolid, en la cual, según dicen los antiguos indios, reinaron tres señores hermanos los cuales, según se acuerdan haber oído de sus pasados, vinieron a aquella tierra de la parte del poniente y juntaron en estos asientos gran población de pueblos y gentes, la cual rigieron algunos años en mucha paz y justicia. Eran muy honradores de su dios y así edificaron muchos edificios y muy galanos, en especial uno, el mayor, cuya figura pintaré aquí como la pinté estando en él, para que mejor se entienda. Estos señores, dicen, vivieron sin mujeres, y en muy grande honestidad, y todo el tiempo que vivieron así, fueron muy estimados y obedecidos de todos. Después, andando el tiempo, faltó uno de ellos, el cual se debió morir, aunque los indios dicen que saltó de la tierra por la parte de Bac halal. Hizo la ausencia de éste, como quiera que ella fuese, tanta falta en los que después de él regían, que comenzaron luego a ser parciales en la república, y en sus costumbres tan deshonestos y desenfrenados que el pueblo los vino a aborrecer, en tal manera que los mataron y desbarataron y despoblaron dejando los edificios y el asiento harto hermoso porque está cerca de la mar, a diez leguas. Tiene muy fértiles tierras y provincias a la redonda. La figura del principal edificio es la siguiente: Este edificio tiene cuatro escaleras que miran a las cuatro partes del mundo, de treinta y tres pies de ancho y de noventa y un escalones cada una, que es muerte subirlas. Tienen en los escalones la misma anchura y altura que nosotros damos a los nuestros. Cada escalera tiene dos pasamanos bajos, al igual de los escalones, de dos pies de ancho, de buena cantería como lo es todo el edificio. Éste no está esquinado porque desde la halda del suelo, desde los pasamanos al contrario, se comienzan a labrar, como están pintados, unos cubos redondos que van subiendo a trechos y estrechando el edificio por muy galano orden. Había, cuando yo, le vi, al pie de cada pasamano, una fiera roca de sierpe de una pieza bien curiosamente labrada. Acabadas de esta manera las escaleras, queda en lo alto una placeta llana en la cual está un edificio hecho de cuatro cuartos. Los tres se andan a la redonda sin impedimento, y tiene cada uno puerta en medio, y están cerrados de bóveda. El cuarto del norte se anda por sÍ con un corredor de pilares gruesos. El de en medio, que había de ser como el patinico que hace el orden de los paños del edificio, tiene una puerta que sale al corredor del norte y está por arriba cerrado de madera y en él se quemaban los sahumerios. Hay en la entrada de esta puerta o del corredor, un a modo de armas esculpidas en una piedra que no pude entender bien. Tenía este edificio otros muchos, y tiene hoy día a la redonda de sí, bien hechos y grandes, y todo el suelo que va de él a ellos encalado, y aún hay, en partes, memoria de los encalados, tan fuerte es la argamasa de que los hacen. Tenía delante la escalera del norte, algo aparte, dos teatros de cantería, pequeños, de cuatro escaleras, enlosados por arriba, en que dicen representaban las farsas y comedias para solaz del pueblo. Va desde el patio, enfrente de estos teatros, una hermosa y ancha calzada hasta un pozo como a dos tiros de piedra. En este pozo han tenido y tenían entonces, costumbre de echar hombres vivos en sacrificio a los dioses, en tiempo de seca, y pensaban que no morían aunque no los veían más. Echaban también otras muchas cosas de piedras de valor y que tenían preciadas. Y así, si esta tierra hubiera tenido oro fuera este pozo el que más parte de ello tuviera, según le han sido devotos los indios. Es pozo que tiene siete estados largos de hondo hasta el agua, de ancho más de cien pies, y redondo y de una peña tajada hasta el agua que es maravilla. Parece que tiene el agua muy verde y creo lo causan las arboledas de que está cercado, y es muy hondo; tiene encima de él, junto a la boca, un edificio pequeño donde hallé ídolos hechos a honra de todos los dioses principales de la tierra, casi como el Pantheón de Roma. No sé si era esta invención antigua o de los modernos para toparse con sus ídolos cuando fuesen con ofrendas a aquel pozo. Hallé leones labrados de bulto, y jarras y otras cosas que no sé como nadie dirá que no tuvieron herramientas estas gentes. También hallé dos hombres de grandes estaturas, labrados de piedra, cada uno de una pieza, en carnes, cubierta su honestidad como se cubrían los indios. Tenían las cabezas por sí y con zarcillos en las orejas como los usaban los indios, y hecha una espiga por detrás en el pescuezo que encajaba en un agujero hondo hecho para ello en el mismo pescuezo, y encajado, quedaba el bulto cumplido.
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Capítulo VII Que trata de la entrada que entró el general Pedro de Valdivia en Atacama y del sitio de la ciudad principal, y de lo que hay en el valle y de lo que sucedió en el camino hasta llegar a la ciudad Salió el general Pedro de Valdivia de Tarapacá con su gente puesta en orden para el valle de Atacama que está de allí setenta leguas. Es valle ancho y fértil. Tiene las poblaciones a la falda de las sierras, que es parte provechosa para ofender y defender. Y a causa de estar tan alejados de los pueblos de los cristianos, ha mucho tiempo que no sirven y están de guerra. El más cercano pueblo que tiene de cristianos es la villa de Plata, que los indios llaman Chuquisacan, que podrá haber más de sesenta leguas, la mayor parte despoblado. Tiene grandes llanos de salitrales. En las partes que hay sierras son agrias con grandes quebradas. Sabiendo los indios de Atacama la venida del general por aviso de los indios a que llaman caperuzones y de los de Guatacondor y de Pica pusiéronse en arma y escondieron las comidas debajo de tierra, que es maíz y algarroba chica blanca y chañares, que es una fruta a manera de azofaifas y dos tantos más gruesa. De todo hay muy gran cantidad, ansí de árboles como de fruta. Y quemaron mucha parte de esto por no poderlo esconder. Hecho esto llevaron los indios a sus mujeres e hijos y fardajes, y subiéronse a las sierras y pusiéronlo en partes fragosas y ocultas. Y los que eran para la guerra tomaron sus armas ofensivas porque carecen de defensivas, que son arcos y flechas, hicieron una fuerza en un cerro agrio, solo y apartado, al cual llaman los indios pucaran, que quiere decir lugar colorado o sitio de sangre, y en esta fuerza metieron bastimento. Y no mucho de aquí de esta fuerza estaba en parte que de ella podían salir a pelear con los cristianos, y estorbarles no recogiesen de la provisión que ellos tenían enterrada y escondida cuando la fuesen a buscar. Esto hacían por dos cosas: la una, por guardarla para sustentarse, y la otra, porque los indios de Copiapó les daban muchas salidas a estos de Atacama porque hiciesen guerra a los cristianos que por allí quisiesen pasar, defendiéndoles el camino y las comidas y bastimentos, porque pasando sin provisión irían debilitados y no para hacer guerra, y allegados a su tierra de Copiapó, los matarían fácilmente. Antes que el general Valdivia llegase con su gente a Atacama dieciocho leguas, saliéronle en ciertas quebradas al camino hasta mil y quinientos indios chichas, que son de una provincia cercana a Atacama dentro de las sierras nevadas, gente belicosa, los cuales vinieron con sus arcos y flechas y macanas, que son unas armas al modo de montante hechos de una madera muy recia. Venían a punto de guerra. Visto por el general, hizo dos partes su gente y en medio puso el bagaje. Y de esta suerte marchó peleando a pie con los indios, porque a caballo no podían pasar la tierra y sitio indispuesto. De este modo caminaron hasta llegar a lo llano del valle, donde presto subieron en sus caballos, y diciendo Santiago en alta voz, hirieron en los indios de tal suerte, aunque fueron heridos algunos caballos, que los desbarataron y prendieron y mataron algunos. Habida la victoria, recogió su gente el general y entró en el valle de Atacama. Y alojóse en el pueblo principal, sitio fuerte bastecido de mantenimientos y agua y leña en cantidad, donde mandó luego buscar bastimento para reformarse e seguir su jornada. Estando allí reposando le vinieron de las Charcas veinte y tres españoles con un capitán, que se decía Pedro Sancho de Hoces, donde fueron bien recebidos.
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CAPÍTULO VII Indios y españoles van contra Capaha. Descríbese el sitio de su pueblo Es de saber, para mayor claridad de nuestra historia, que este cacique Casquin y sus padres, abuelos y antecesores, de muchos siglos atrás tenían guerra con el señor y señores de otra provincia llamada Capaha, que confinaba con la suya. Los cuales, porque eran mayores señores de tierra y vasallos, habían traído, y traían siempre, a Casquin arrinconado y casi rendido, que no osaba tomar las armas por no enojar a Capaha y por no irritarle a que le hiciese el daño que como más poderoso podía. Estaba quieto; sólo se contentaba con guardar sus términos sin salir de ellos ni dar ocasión a que le ofendiesen, si con los tiranos basta no dársela. Pues como ahora viese Casquin la buena coyuntura que se le ofrecía para con la fuerza y poder ajeno vengarse de todas sus injurias pasadas, y él fuese sagaz y astuto, pidió al gobernador la licencia que hemos dicho, con la cual, y con la intención de vengarse, sacó sin la gente de servicio cinco mil indios de guerra bien apercibidos de armas y adornados de grandes plumajes, que por ninguna cosa saldrán de sus casas sin estas dos. Llevó tres mil indios cargados de comida, los cuales también llevaban sus arcos y flechas. Con este aparato salió Casquin de su pueblo, habiendo pedido licencia para ir delante con su gente con achaque de descubrir los enemigos, si los hubiese, y de tener proveídos los alojamientos de las cosas necesarias para cuando el ejército español llegase. Sacó su gente en escuadrón formado, dividido en tres tercios --vanguardia, batalla y retaguardia--, en toda buena orden militar. Un cuarto de legua en pos de los indios salieron los españoles y así caminaron todo el día. La noche se alojaron los indios delante de los castellanos, pusieron sus centinelas también como los nuestros, y entre las unas centinelas y las otras pasaba la ronda de a caballo. Con esta orden caminaron tres jornadas y al fin de ellas llegaron a una ciénaga muy mala de pasar, que a la entrada y a la salida tenía grandes atolladeros y el medio era de agua limpia, mas tan honda que por espacio de veinte pasos se había de nadar. (Esta ciénaga era término de las dos provincias enemigas de Casquin y Capaha). La gente pasó por unas malas puentes que había hechas de madera. Los caballos pasaron a nado, y con mucho trabajo, por los pantanos que a las orillas de una parte y otra de la ciénaga había. Tardaron todo el cuarto día en pasarla y a media legua de ella se alojaron indios y españoles en unas hermosísimas dehesas de tierra muy apacible. Otras dos jornadas caminaron, pasada la ciénaga, y al tercer día, bien temprano, llegaron a unos cerros altos de donde dieron vista al pueblo principal de Capaha, que era frontera y defensa de toda la provincia contra la de Casquin y, por ende, lo tenían fortificado de la manera que diremos. El pueblo tenía quinientas casas grandes y buenas; estaba en un sitio algo más alto y eminente que los derredores; teníanlo hecho casi isla con una cava o foso de diez o doce brazas de fondo y de cincuenta pasos en ancho y por donde menos, de cuarenta, hecho a mano, el cual estaba lleno de agua y la recibía del Río Grande, que atrás hicimos mención, que pasaba tres leguas arriba del pueblo. Recibíala por una canal abierta a fuerza de brazos, que desde el foso iba hasta el Río Grande a tomar el agua; la canal era de tres estados de fondo y tan ancha que dos canoas de las grandes bajaban y subían por ella juntas, sin tocar los remos de la una con los de la otra. Este foso de agua, tan ancho como hemos dicho, rodeaba las tres partes del pueblo, que aún no estaba acabada la obra; la otra cuarta parte estaba cercada de una muy fuerte palizada, hecha pared de gruesos maderos hincados en tierra, pegados unos a otros y otros atravesados, atados y embarrados con barro pisado con paja, como ya lo hemos dicho arriba. Este gran foso, y su canal, tenía tanta cantidad de pescado que todos los españoles e indios que fueron con el gobernador se hartaron de él y pareció que no le habían sacado un pece. El cacique Capaha, cuando sus enemigos los casquines asomaron a dar vista al pueblo, estaba dentro, mas, pareciéndole que por estar su gente desapercibida y por no tener tanta como fuera menester no podían resistir a sus contrarios, les dio lugar, y, antes que llegasen al pueblo, se metió en una de las canoas que en el foso tenía y se fue por la canal hasta el Río Grande a guarecerse en una isla fuerte que en él tenía. Los indios del pueblo que pudieron haber canoas fueron en pos de su señor. Otros que no las pudieron haber se huyeron a los montes que por allí cerca había. Otros, más tardíos y desdichados, quedaron en el pueblo. Los casquines, hallándolo sin defensa, entraron en él, no de golpe sino con recato y temor no hubiese dentro alguna celada de enemigos, que, aunque llevaban el favor de los españoles, todavía, como gente muchas veces vencida, temían a los de Capaha, que no podían perderles el miedo, la cual dilación dio lugar a que mucha gente del pueblo, hombres, mujeres y niños, se escapasen huyendo. Después que los casquines se certificaron que no había en el pueblo quién los contradijese, mostraron bien el odio y rencor que a los moradores de él tenían, porque mataron los hombres que pudieron haber a las manos, que fueron más de ciento y cincuenta, y les quitaron los cascos de la cabeza para se los llevar a su tierra en señal de blasón, que entre todos estos indios se usa de gran victoria y venganza de sus injurias. Saquearon todo el pueblo, robaron particularmente las casas del señor con más contento y aplauso que otra alguna, porque eran suyas; cautivaron muchos muchachos, niños y mujeres, y entre ellas dos hermosísimas mozas, mujeres de Capaha, de muchas que tenía, las cuales no habían podido embarcarse con el cacique, su marido, por la turbación y mucha prisa que el sobresalto de la no pensada venida de los enemigos les había causado.